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LAS OLIGARQUIAS EN LAS COLONIAS

La Oligarquía es la forma de gobierno en la que el poder supremo de una nación es


dirigido por unas pocas personas, mayormente pertenecientes a una única clase
social. Este término existe desde la Antigua Grecia para referirse de forma
despectiva a la aristocracia y estrictamente la oligarquía surge cuando la sucesión
de poder pasa a manos de un sistema aristocrático, evadiendo argumentos de
mérito o la dirección de los mejores capacitados. Durante la colonia, y
específicamente con la culminación de las Guerras de Independencia, muchas
figuras de aristocracia criolla lograron hacerse con el poder, de hecho, fueron
estos los que financiaron la mayor parte de las luchas, por lo que,
consecuentemente se erigieron gobiernos oligarcas, al punto en que algunos
presidentes escogían a dedo sus delegados para controlar la nación bajo su mando
o permitían una elección de alguien más que se sometiese a la influencia del
poderoso.

Las Oligarquías Conservadora y Liberal en La Historia de Venezuela

En términos generales, podemos referirnos al término Oligarquía como al gobierno


ejercido exclusivamente por algunos grupos poderosos. Con relación a nuestro
pasado, tenemos que fue el historiador José Gil Fortoul quien denominó como
«oligarquías Conservadoras y Liberales», a aquellos sectores que detentaron el
poder en diferentes momentos de nuestra historia. En cuanto a los conservadores,
de acuerdo con dicho autor fue el círculo gobernante, esencialmente identificado
con el sector económico de los comerciantes, que dirigió los destinos de Venezuela
entre 1830 y 1847. Durante este período ejercieron sucesivamente la Presidencia
de la República:José Antonio Páez (1830-1835); José María Vargas (1835-1836),
cuyo mandato constitucional fue completado por el vicepresidente Andrés
Narvarte (1836-1837), primero y, luego, por el vicepresidente Carlos Soublette
(1837-1839); de nuevo José Antonio Páez (1839-1843) y Carlos Soublette (1843-
1847). El personaje política y militarmente más influyente en esta etapa fue el
general Páez. En los primeros meses del mandato del presidente José Tadeo
Monagas, a partir de marzo de 1847, ese círculo fue paulatinamente marginado del
poder, hasta quedar completamente derrotado después de su enfrentamiento con
el presidente Monagas en enero de 1848. Historiadores como Augusto Mijares han
llamado al lapso 1830-1847 «Gobierno Deliberativo», basándose en el hecho de que
durante el mismo hubo una abierta discusión de los problemas nacionales y cierto
equilibrio entre las ramas Ejecutiva y Legislativa del Poder Público.

El período que se extiende entre marzo de 1847 hasta marzo de 1858, corresponde
según José Gil Fortoul al lapso en el que la llamada «Oligarquía Liberal» dominó el
escenario político venezolano de mediados del siglo XIX. Durante este tiempo
ocuparon la Presidencia de la República, José Tadeo Monagas (1848-1851), José
Gregorio Monagas (1851-1855) y de nuevo José Tadeo Monagas (1855-1858).
Aunque los hermanos Monagas (en especial José Tadeo Monagas durante su
primera Presidencia) tuvieron el apoyo del Partido Liberal o de prominentes
miembros del mismo, no fue este partido el que gobernó durante la denominada
Oligarquía Conservadora.

La Neocolonizacion
El neocolonialismo, es un término aplicado al fenómeno sucedido a fines del
siglo XIX que se refiere al control que ejercen los Estados hegemónicos sobre
los territorios subdesarrollados.
Potencias como Gran Bretaña, Francia, España y EE.UU extendieron sus

intereses económicos y políticos en América Latina, pero sus intereses


chocarían pronto, ya que quienes bajo el lema de "América para los
americanos", intentarían resguardar el continente de la influencia europea en
su propio beneficio.
En los años 1850-1880, con el triunfo liberal y del librecambismo,
el capital es amortizado en tierras y en posesión de las llamadas "manos
muertas" (los bienes le pertenecen a dios). Por ejemplo, la iglesia católica en
México, era la mayor propietaria de tierras y en otros algunas familias de
ascendencia colonial. Debido a ello, a partir de 1880 América Latina se
convierte en foto de atracción de para el imperialismo norteamericano y para
los europeos.
Dado que durante la colonia existió un consenso entre España y las élites
criollas que permitió el enriquecimiento de ambas partes, el siglo XVIII, al
darse un cambio de dinastía en España (los Borbones), se centralizó el poder
político y económico de la metrópoli, lo que trajo descontento de las élites
criollas y en la segunda mitad del siglo XIX, con el triunfo político de los
liberales, el neocolonialismo resurge con nuevos actores: Gran Bretaña
y Francia.
Para finales del siglo XIX, la estratificación social y la ideologías de clase
ocasionó la formación de federaciones y sindicatos de trabajadores
especialmente en los países del Cono Sur como Argentina,
Uruguay y Chile o en México.
En síntesis, el desarrollo económico, incentivado por este fenómeno, se realizó
a expensas e incluso en contra de los intereses de gran parte de los
latinoamericanos, considerados como ciudadanos de segunda por las
oligarquías y el neocolonialismo se limitó, generalmente, a intervenir en la
economía de los países latinoamericanos y algunas veces en la política,
la mayoría de las veces de una forma indirecta (por presiones
diplomáticas o económicas).

EL REPARTO DE AFRICA
El 15 de noviembre se cumplieron 130 años desde que, frívolamente,
representantes de 14 Estados (en su mayoría, europeos) decidieran la suerte del
continente africano en la denominada Conferencia de Berlín. De modo que en una
confortable y espaciosa sala de reuniones de la residencia oficial del canciller
alemán Otto Von Bismarck, ubicada en la calle Wilhelmstrasse, un grupo de
caballeros decidió la suerte y las fronteras de un continente de algo más de 30
millones de kilómetros cuadrados, casi del tamaño de la suma de todos los países
participantes en el evento. Ningún soberano africano fue invitado al mismo. No fue
una falla: para la época, los pueblos no europeos tenían el derecho a guardar el más
disciplinado silencio, siendo considerados los africanos como niños en el marco del
derecho europeo. Si en 1879 el 90% del continente estuvo gobernado por africanos,
en 1900, salvo una diminuta fracción, se encontraba bajo la órbita de unas pocas
metrópolis europeas.

El avance imperial sobre África por parte de siete países europeos (Francia, Gran
Bretaña, Alemania, Portugal, España, Italia y Bélgica) no fue un hecho aislado. El
imperialismo obligaba al reparto completo del globo en tiempos de la “Paz Armada”
en el Viejo Mundo, donde los caballeros deliberaban como tales mientras los
conflictos se resolvían de puerta de casa para afuera. La violencia y la ocupación se
plasmaron en regiones distantes desde antes a la convocatoria en Berlín. Por
ejemplo, en 1858 los británicos, tras reprimir un duro levantamiento popular que
llevó más de un año, anexionaron casi la totalidad del subcontinente indio al dominio
de su gloriosa Corona que formaba uno de los imperios coloniales más vastos. Los
franceses dieron pasos similares con la incorporación de Argelia en 1830 como un
departamento más de la Francia metropolitana y no se detuvieron. China por poco
sucumbe a la presión del colonialismo occidental bien a finales del siglo XIX. En
suma, el advenimiento de la centuria posterior mostró que no quedaba punto del
planeta sin repartir entre un puñado de países, los más poderosos del orbe.

Los pasos de la ocupación colonial europea en el continente africano comenzaron


antes de la Conferencia que el 26 de febrero de 1885 dio por concluida sus
sesiones e impuso las fronteras africanas actuales. Se evidenciaba desde hacía
tiempo la rivalidad anglo-francesa, entre otras europeas. Poco antes los ingleses
ocuparon Egipto (1882) como respuesta a la ocupación francesa de Senegal (1879)
y Túnez (1881). Pero la constante es que hasta el momento la presencia europea en
África era marginal y se remitía a enclaves costeros o a ciertas zonas de ocupación
blanca, como la citada Argelia o la actual Sudáfrica. Era fácil hasta comienzos del
siglo XIX recoger las riquezas del continente sin necesidad de adentrarse puesto
que los esclavos fueron capturados durante siglos casi siempre por otros africanos.
Sin embargo, con la Revolución Industrial, todo comenzó a cambiar. El empuje de
un nuevo mundo en transformación llevó a la consumación voraz de la independencia
de millones, los no europeos.

Si bien el llamado a la Conferencia tuvo una pantalla formal que disimuló el apetito
voraz por repartirse el botín, las motivaciones de los países intervinientes en el
reparto fueron múltiples, pero, fueran cuales fueran estas últimas, en esta
verdadera “carrera por África” nadie quiso perder su boleto. La consigna fue que
los reclamos debían ser notificados a los demás participantes y que las zonas
ocupadas debían tener algún grado de injerencia y autoridad previa por parte del
ocupante. No obstante, Alemania rompió esta norma. Junto a Italia, Estados de
reciente creación, quisieron demostrar que pisaban fuerte en el escenario
internacional. En efecto, Bismarck, el hombre fuerte de la Conferencia y su
anfitrión, fue quien la convocó, y a cuyos gobernados les tocó la suerte de recibir
territorios apenas explorados. Los italianos tuvieron interés por Libia, la cual
ocuparon tras vencer la resistencia local en 1911, si bien fracasaron en el intento
de anexionarse Etiopía frente a una resistencia heroica, en 1896. Portugal tuvo la
idea de unir sus dos posesiones hasta el momento ocupadas en forma precaria,
Angola y Mozambique, aunque los planes británicos se interpusieron como asimismo
las intenciones de los demás partícipes en el sentido de bloquear la iniciativa de
Londres de conectar África de norte a sur por medio de la construcción de un
tendido ferroviario que uniera El Cairo con El Cabo. Además, sus adquisiciones en
África occidental fueron menos de las esperadas frente a Francia. Entre tantas de
las pretensiones boicoteadas entre los participantes, una vez más al designio inglés
de unir de punta a punta se antepuso la ambición personal del rey Leopoldo II de
Bélgica, soberano de un pequeño Estado creado hacía poco más de medio siglo y que
quiso dejar su impronta como un grande más, lográndolo.

Este monarca fue el gran favorecido ya que, con la aparición de su iniciativa en


1883, los demás representantes del Congreso le autorizaron la concesión de un
territorio del tamaño de Europa occidental, y bautizado como Estado Libre del
Congo (1885-1908), cuyo nombre fue un engaño debido a que lo manejó como su
propio feudo (un regalo autogestionado) para absorber todos los recursos
disponibles, principalmente el caucho, costando de entre 5 a 10 millones de vidas
entre 1885 y 1930. Aquel fue el precio de la “civilización”. España, una de las más
débiles y herida en su orgullo por la pérdida irremplazable y extinción de la casi
totalidad de su otrora vasto imperio colonial en las Américas unas décadas antes,
no quiso quedarse sin tajada y, si bien pequeña, la obtuvo.

En suma, pese a darse en un ambiente de cordialidad y de pactos entre caballeros,


la Conferencia no estuvo carente de intrigas. El objetivo principal subyacente
consistió en bloquear la posibilidad de que la superpotencia, Gran Bretaña,
cumpliera todos sus anhelos resultando de ello un equilibrio del poder inclinado a su
favor en detrimento siempre de las víctimas de la rapacidad europea. Boicotear
esto fue posible mediante la confabulación de los demás representantes, mientras
Francia, debilitada a causa de la derrota contra los germanos en 1870 y con ansias
de recobrar el brillo, a su vez no pudo unir sus territorios de oeste a este, debido
al propio obstáculo interpuesto por los británicos. Todo tendió a un juego de suma
cero en donde hubo para conformar a todos, menos a los africanos a quienes no se
les notificaron siquiera los nuevos mapas elaborados desde la comodidad de una de
las ciudades más importantes del mundo. No obstante estas intrigas
verdaderamente palatinas, la Conferencia fue motivada (desde un plano formal) por
la temática de libre navegación de los ríos Congo y Níger, los dos principales del
espacio subsahariano, sumado a otros fines de una época donde se hacía
imprescindible la tarea de llevar la civilización. En el Acta que cerró tres meses de
trabajo se leen otros objetivos como acabar con la esclavitud, detener algunos
vicios africanos (como el alcoholismo) y expandir la fe cristiana.
En tres meses quedó sellado el destino de África, con resultados tangibles hasta
hoy. En efecto, la Unión Africana, el principal cuerpo continental formado por
africanos, en su mandato establece el respeto por las fronteras heredadas de la
época colonial y que, salvo casos muy puntuales, poco se han modificado. Las formas
geométricas y casi perfectas de las actuales fronteras, que parecieran trazadas
con regla caprichosamente, son el recuerdo trágico de la principal transformación
de los africanos en las postrimerías del siglo XIX, el inicio del colonialismo. Si un
mapa sirve para representar la realidad geográfica, en el caso de esta experiencia
fue todo lo contrario, el mapa de África creado en Berlín construyó el espacio sin
consentimiento de sus habitantes. Pero eso fue el comienzo de la historia, la
partición en el papel debió ser llevada al terreno, y allí fue donde los africanos
conocieron los planes europeos y, en contra de lo que interpretan muchos
historiadores, resistieron, aunque resultaron vencidos. Como resultado, de al
menos unas diez mil unidades políticas previas al reparto, solo quedaron unas
decenas cuando concluyó éste y todo resultó pacificado, antes de estallar la
Primera Guerra Mundial.

Para concluir, lo más llamativo de todo es que este hecho, tan desgraciado para los
africanos, puesto que marcó el inicio del colonialismo por aproximadamente ocho
décadas siendo su principal consecuencia la pérdida absoluta de soberanía, en la
política europea haya sido marginal y de muy poca relevancia, además de breve en
extensión temporal. Si bien para los africanos también pudo haber resultado no
muy prolongado, no obstante incidió sobremanera. Estos son quienes todavía pagan
en muchos sentidos las consecuencias de la inequidades del colonialismo

De la oligarquía a la dictadura

Un determinante de los regímenes militares es la idea de jerarquía social, herencia


ideológica y económica de la clase social oligárquica. En los primeros pasos de los
estados independientes de América latina, se establece un nuevo grupo de dominio
entre los emergentes comerciantes, mineros, hacendados y cafetaleros, con sus
respectivas consecuencias. La Oligarquía tuvo un extenso periodo de desarrollo y
predominio en el que primeramente capturaron el poder económico con la
explotación de recursos y la consiguiente acumulación de capital entre familias,
para posteriormente conquistar el poder del estado. De esta manera, la capacidad
de decisión se concentraba en un grupo social reducido, vinculado familiarmente. En
los relatos historiográficos del periodo de modernización figuran dinastías como la
de Melendez-Quiñones, cafetaleros de El Salvador; los Cousiño, carboníferos en
Chile; los Gildemeister, salitreros en Perú; los Santamarina, terratenientes en
Argentina, y otras familias enriquecidas efecto de la activación del comercio
exterior con la sociedad europea de la era industrial, que junto al protagonismo
económico erigen un poder simbólico detentado a través de una determinada forma
de vida, basada en el lujo y la arrogancia, que los caracterizó como referentes
sociales.
La oligarquía, no fue una clase social propiamente tal, sino más bien, una categoría
política, que cohesionados por sus intereses económicos ejercieron opresión y
dominio. Organizaron la sociedad a partir del concepto de hacienda como cónclave
de la institución familiar. Establecieron además una particular forma de relación
entre empleador-empleado (inquilinaje en sectores rurales) con fuerte dependencia
económica y un naturalizado ejercicio de la coerción física.

El poder económico de la oligarquía prontamente trascendió a lo político, ya que la


apropiación y control de la masa trabajadora le permitió utilizarla como estrategia
en las contiendas electorales haciendo uso del voto de sus obreros (Cavarozzi,
1978). Sin duda, este modelo de relación laboral ha dejado marcas indelebles en el
inconsciente colectivo latinoamericano, que emerge como recuerdo traumático en la
literatura, en textos como Casa de Campo (Donoso, 1978), La Casa de Los Espíritus
(Allende, 1982), que narran el inquilinaje campesino y sus relaciones de opresión y
sumisión. Por otra parte, Baltazar Castro y Baldomero Lillo, escriben sobre la
traumática experiencia de los trabajadores mineros en Sewel (1953) y Sub-Terra
(1904). Junto al trauma del martirio y explotación del trabajador, América Latina
conserva una singular manera paternalista de relacionarse con las clases
privilegiadas y sus valores asociados, como el dinero y el poder.

La explotación de los estratos sociales bajos, a través del inquilinato (agrícola) o el


esclavismo (cafetalero) contribuyeron a la construcción de una idea de poder
político-económico hegemónico, centralizado y paternalista, alrededor del cual se
ampara la población, en una relación de supervivencia, que comprendía además,
fidelidad y sumisión, trascendiendo de lo material, hacia lo ideológico. Es
importante mencionar que las oligarquías desarrollaron exclusivamente el modelo
monoproductor. La aguda dependencia de la exportación de monocultivos como el
café y el azúcar en Centro América, y la explotación del salitre y el estaño en
América del Sur, generó la gran crisis económica durante la primera guerra mundial,
cuando Europa redujo considerablemente el nivel de importaciones, arrastrando
consigo el derrumbe del modelo, el empobrecimiento de los países del continente
americano y su consiguiente retraso tecnológico respecto a Europa. La idea de
modernización neoliberal y capitalista será la apuesta fundamental de las
dictaduras militares en Latinoamérica. Durante el predominio de la clase
oligárquica, los Estados debieron enfrentar una serie de conflictos de clase (la
amplia brecha social abre paso a la lucha social); conflictos étnicos (el despojo de
tierras indígenas y su consiguiente descontento) y territoriales (como la Guerra
del Pacífico del cono sur por el dominio de las salitreras) que generaron la
necesidad de una fuerza que apoyara y resguardara sus intereses políticos y
económicos. Para ello, la oligarquía invirtió en la formación e instrucción de un
ejército que hasta entonces no existía. La prosperidad del momento facilitó una
inversión cuantiosa en la profesionalización militar en la línea germánico-prusiana,
reorientando la formación militar que existía hasta el momento, conformando un
cuerpo militar al servicio de los intereses e ideología de la clase oligárquica. En lo
económico, resguardó sus intereses de clase; en lo racial se hace parte del
menosprecio y el despojo del indígena; en lo social, es un agente represivo de la
contienda social y en lo político, aprueba el autoritarismo y el empleo legítimo de la
violencia (Quiroga, 2002). La prusianización del ejército erigió la imagen del
militar-autoridad, con participación política y legítimo poder represivo, que se
adosará al imaginario Latino Americano en su desarrollo histórico y potenciará las
dictaduras. El pacto colaborativo entre clase dominante y milicia permitieron un
acuerdo apropiado para excluir a los sectores rurales y a las clases trabajadoras
urbanas del empoderamiento político y la repartición de privilegios sociales,
logrando un control extremo de la economía y las decisiones gubernamentales.
Algunas regiones dividieron las tareas de gobierno: militares ejercían el poder
político y comerciantes exportadores, junto a sectores de clase media urbana,
controlaban la economía, respetándose y colaborándose entre ellos (Bradford,
1985). Las agudas diferencias sociales y la pauperización del trabajador
decantaron en la cuestión social. La llegada de ideas marxistas significó
posteriormente la lucha armada (revolución cubana, movimientos guerrilleros en
Perú, Bolivia y Venezuela), con un trabajador convertido en proletario, contra una
oligarquía convertida en Burguesía. Sin haber vivido un proceso de revolución
industrial, América Latina se comprendió a sí misma desde la lucha de clases, con
dramáticos enfrentamientos que la literatura se encarga de rememorar.

Las dictaduras emergen como una manera de enfrentar el desarrollo de los


movimientos socialistas que irrumpen en los años 30, con el componente posterior
de la guerra fría y la consolidación de Estados Unidos como potencia internacional
tras la segunda guerra mundial. Efectivamente, el posicionamiento de EEUU en la
jerarquía mundial, es determinante al examinar los golpes de estado militares
avalados por Norte América. Lo habitual era que militares buscaran el
consentimiento de la embajada norteamericana antes de dar el golpe de estado, de
esta forma obtener una mayor legitimidad y reconocimiento internacional. Esto, sin
contar con los quiebres del orden institucional que fueron directamente impulsados
desde Washington. Estados Unidos reforzó la posición de los golpistas invirtiendo
millones de dólares en los ejércitos latinoamericanos, especialmente con préstamos
que permitieron renovar el vetusto armamento disponible. Una excepción a esta
situación la protagoniza Perú y el levantamiento militar de 1968. Las
determinaciones del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, lejos de
contar con el apoyo norteamericano, significaron tensiones gubernamentales que
fueron solucionadas posteriormente por la vía diplomática. Pero si las Dictaduras
llegan a concretarse, no es tan solo por el apoyo norteamericano, es porque
encontraron un espacio apropiado en la sociedad latinoamericana, heredera de las
fuertes diferencias sociales de la etapa oligárquica. Una sociedad jerarquizada,
que hereda el paternalismo benefactor de la clase gubernamental y el
autoritarismo militar prusiano. Una sociedad que hereda también el desprecio hacia
el indígena, que si bien se mantuvo siempre en lucha constante por el acceso a la
tierra, fueron las dictaduras quienes reprimieron con mayor fuerza a las
comunidades existentes. Todas ellas son huellas indelebles que se manifestarán en
la búsqueda constante de la superación de las desigualdades, inequidades
expresadas en la institucionalidad, hasta llegar a identificarse como una
característica propia de los países denominados

La imagen del dictador

Aunque la presencia militar es constante en toda la historia de la América


independiente, es en las décadas de los 60 y los 70 que los golpes militares se
repitieron frecuentemente. Un general, o coronel, con apoyo de sus compañeros se
lanzaba a la conquista del poder, o bien una corporación militar en pleno, intervenía
en la vida política. Sin embargo, y a pesar de resaltar que las intervenciones han
sido generalmente corporativas, en el imaginario Latinoamericano ha perdurado
indeleble la figura del Dictador. No se puede dejar de reconocer la incidencia de
las características personales del dictador en la percepción de los periodos
autoritarios. El dictador asume el rol de líder de un grupo político asociado a la
burguesía, al conservadurismo, o a la derecha. Personalidades obsesivas,
egocéntricas, con componentes sicopáticos, de alto carisma y poder de
convencimiento. Los dictadores encarnan la fantasía paternalista del protector-
benefactor del pueblo, que en lógica de “El Príncipe” de Maquiavelo, se atribuyen
atributos de sabiduría para guiar al resto de los ciudadanos. El poder se concentra
en el dictador, aunque será común observar a otros representantes ejerciendo la
dirección del país, manipulado por el verdadero cabecilla del gobierno. Esta
modalidad de ejercer el poder desde un cargo paralelo a la presidencia se utilizó
frecuentemente para “blanquear” las imágenes democráticas del país. Stroessner
en Paraguay, Videla en Argentina, Pinochet en Chile, Trujillo en República
Dominicana, proyectan una perturbadora imagen humana que ha sido objeto
constante de la literatura, intentado aprehender las distorsionadas personalidades
de dictadores.

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