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• INTRODUCCIÓN 3
5. CONCLUSIÓN 20
6. BIBLIOGRAFIA 22
2
INTRODUCCIÓN
3
también de parte de la población común, respondiendo a los llamados que
hagan, los señores (laicos y eclesiásticos) a defender lo que ellos sienten que
deben defender: la fe, o la tierra, cual sea la percepción otorgada a estos
llamados.
4
CRISTIANDAD ROMANA Y TARDORROMANA OCCIDENTAL: LA
PERCEPCIÓN DE LA GUERRA
1
Flori, Jean, La guerra santa: la formación de la idea de cruzada en el Occidente Cristiano,
1° Edición en español, Traducción de Rafael Peinado Santaella, Granada: Trotta, 2003,
pp.35. ISSBN 81-8164-634-2.
5
afrontando un escenario difícil para la mantención de la prescripción respecto
al uso de las armas entre sus fieles. La Iglesia, propugnó siempre el valor de
sus “fieles ordinarios” como base de su actividad, incompatibilizando las
practicas bélicas con la fe cristiana.
Una vez que se vuelve evidente la decadencia imperial romana en
occidente, la corriente pacifista trataba de persistir dentro del espectro
cristiano, donde la barbarie y las herejías, acosaban a la christianitas. San
Agustín, para combatir esta amenaza, justificó el uso de la fuerza, matar sin
ser culpados de homicidios ni contravenir la ley divina, basado en principios
alegóricos que argumentaban que era la Iglesia, la que cumple en este
mundo, las profecías de corte escatológico que proliferaron entonces. Los
cristianos contemporáneos viven el “tiempo de la Iglesia”, “Dios reina desde
ahora en el seno del imperio, en que La Ciudad de Dios ha descendido a la
tierra”, encontrando en el imperio, la base para su expansión y su desarrollo.
Por ello, es conveniente infundirle al mundo terrenal, valores cristianos, y
participar en la defensa de la Iglesia (y del imperio) contra quienes lo
atacan.2
Tal doctrina es notoriamente contraria a la primitiva percepción
cristiana de la guerra, claro es, que es respuesta a la hostigante situación
que siente el mundo romano-cristiano occidental, entendiendo a la violencia
como un mal necesario para evitar desgracias mayores, atendiendo a
principios bíblicos, propios de la mentalidad medieval, del Antiguo
Testamento, donde las guerras, si son “ordenadas y queridas por Dios” era
“santo”, emprender contra pueblos infieles, una acción militar violenta
adoptada a iniciativa suya. Esta sería la primera perspectiva de sacralización
de violencia en este nuevo orden, aun no evidenciado como doctrina, en que
solo se termina ejecutando, “la obra de Dios, único soberano, Juez Supremo
del bien y del mal”3, en este mundo encaminado a la primacía cristiana,
mostrando una moralidad en la practica de la violencia en defensa de la fe
que no seria del todo respetada a posterioridad, tal como resume Máximo de
Turín respecto a la responsabilidad soldadesca: “no es pecado militar (de
milites), sino hacerlo por afán de rapiña”4
La germanización de occidente entre los siglos V y VII, presenta un
nuevo desafío a la Iglesia: combatir a los “idólatras” o tratar de integrarlos a
la nueva civitas cristiana, la nueva “civilización”. Mas aún, cuando el espacio
se fracciona en reinos menores que, entre sí, entraban en conflicto.
La percepción de la guerra es distinta y a la vez, cercana a la
floreciente visión cristiana. Distante, porque es un modo de subsistencia, por
medio del botín, y cercana al tener rasgos de sacralidad relacionados con las
fuerzas de la naturaleza a las que en combate, mostraban sus fuerzas para
obtener dividendos de los dioses del Walhalla.
2
Ibíd. pp. 37
3
Ibíd. pp.38
4
Ibíd. pp.39
6
La diversidad de la base religiosa de los germanos, paganos y arrianos,
exigió una planificada labor de la Iglesia para su “cristianización”, no solo
para adscribirlos a la fe, sino también, para contrarrestar la inferioridad
numérica de los romano-cristianos frente a los allegados a occidente y
mantener el legado latino en esta región. La misma organización jerárquica
de los germanos permitió la adhesión, superficial, de estos pueblos en
occidente, sin antes, contemporizar la Iglesia ante la contrastante cultura
“barbárica”, predicando un Cristo distinto al pregonado a griegos y romanos
en su minuto, manteniendo el precepto de guerra justa, pero con
transformaciones a su “definición” y área de aplicación, alejada de la
percepción agustiniana de guerra santa que en la base germánica, tuvo otros
alcances, dado que la divinización de lo material, formó siempre parte de su
cultura. Este “sincretismo”, forzado por la contingencia histórica en que la
única autoridad occidental era el obispo de Roma, incidió en nuevas prácticas
para la Iglesia que sacralizaron la guerra, por ejemplo, la bendición de las
armas y de los guerreros que “combatían por la nueva fe del rey”.
La Iglesia lentamente en cada uno de los pueblos germanos, se fue
consolidando como ente unificador de la región, pensando siempre en la
gloria romana como fin máximo, aunado con la primacía de la cristiandad en
el orbis, pero entendiendo esta nueva realidad, donde lo privado es mas
relevante que la communitas propiciada por el cristianismo, tal como tuvo
que suceder en su momento en la frontera romana, “entre culturas clásicas,
germánicas y célticas, que ahora, se ven dirigidas por la Iglesia cristiana”5
5
Carrol Bark, William, Orígenes del Mundo Medieval, 1° Edición en español, traducción de
León Mirlas, Buenos Aires: Eudeba, 1972, pp. 93
7
CRISTIANISMO EN EL NUEVO OCCIDENTE: LA GESTACION DE
LOS CONCEPTOS BÉLICOS
8
Cada vez mas, occidente se reconoce como “Europa”, una
comunidad humana cuya dimensión religiosa se añade a una entidad
geográfica o cultural6, que es comandada por una figura cada vez mas
vinculada a un renacimiento del imperio romano o del reino de Israel, en
tanto es erigido como un combatiente cristiano en contra de los “paganos”.
Aún mas “divinizado”, a veces puesto a la mano derecha del Papa por
algunos panegiristas, el imperio franco carolingio se consolida para la
cristiandad como su protectora al defender la obra eclesiástica y la fundación
de Iglesias, quizás también, en pro de los intereses materiales del papado,
que apoyó el “golpe de estado” que permitió la llegada de Pipino el Breve,
devolviendo los favores éste, restituyendo territorios reivindicados en la
“donación de Constantino”. Tal comunión entre francos y Roma, continuó con
la labor de Carlos, Carlomán y el citado Carlomagno, ungidos por el papa,
que una y otra vez, recurrió a los compromisos de la Constitutio Constantini
para afrontar sus “amenazas” y “recuperar posesiones”, sean lombardos,
normandos, sarracenos o musulmanes en tiempos posteriores
Esto resume que, tal sacralidad dada a la labor del imperio franco, no
es mas que producto de la labor militar propia de la defensa del espacio
imperial, que a su vez, logra alejar a Roma de peligros a la cristiandad y a
los intereses materiales, situación invocada en cada evento a revisar
posteriormente: los concilios. Las guerras imperiales eran legítimas por la
venia papal, cargadas de religión, pero de por sí, no eran santas.
6
ob.cit., Flori, pp.42
9
evidente. Cuando son de orden defensivo, el emperador cumplió su misión
de proteger a las Iglesias y al pueblo contra los enemigos del nombre
cristiano, como también entonces, las bendiciones consagratorias de los
reyes francos que se imponían bajo la influencia pontifical romano-
germánico, así como las oraciones sobre las fuerzas reales que se ponían en
campaña contra los paganos7.
El nombre de los reyes germánicos se enalteció para la cristiandad,
principalmente Otón I, cuando venció a los húngaros en Lechfeld en 955 y
luego, sobre los eslavos. Después de aquello, los otones incursionaron en
políticas de “dilatación” de su poder hacia el este, con un tinte misionero
evidente, ya que esta expansión, militar, trajo tras de si, la llegada de
ordenes monásticas que conviertan a los paganos, configurando, llegado al
poder Otón II, de la mano de Bruno de Querfurt, la idea de la unidad de los
reinos para un combate frontal contra el paganismo, sobre la base del
“obligadles a entrar”, situación que no prospero en la Iglesia. A pesar de ello,
es plausible pensar que el clero no vio de mala manera la opción de pasar de
una actitud defensiva a una ofensiva, sin existir una ruptura en la ideología
defensiva de la guerra justa agustiniana, que también, dio margen, en su
planteamiento, a la opción de un reconocimiento de la existencia de límites
en que el combate de defensivo, pasa a ofensivo, algo que no dividió en la
mentalidad imperial, y significó una progresiva influencia sobre los paganos.
La posibilidad de conversión acrecentó la legitimidad, pero por sí mismo, no
resultaba suficiente para tomarlo como evidencia de sacralización. Para ello,
la satanización del otro difundiendo la inhumanidad de su conducta, como
sucedió antes con los normados, que ahora forma un imaginario respecto a
húngaros y eslavos, aún después de conversos. Otro medio de sacralizar el
combate, es verse flanqueado por santos protectores, por ejemplo, San
Miguel, que figuró en los estandartes de Otón I y Enrique II contra los
magiares, que son bendecidos, acompañados de invocaciones a arcángeles al
frente de estas “legiones celestiales”8, en contra de una lucha, terrenal y
también “espiritual” contra el pagano.
7
Ibíd. pp. 54
8
Ibíd. pp. 56
10
siglos VIII y IX, dando solo a los clérigos, la “función” de rezar por la victoria
del emperador y solicitar la intercesión de la divinidad.
Fuera de estas limitantes, muchos formaron parte de las empresas
imperiales, protegiendo las reliquias, celebrando misas o confesando. Tal
implicación tiene una razón: las Iglesias eran importantes bienes raíces, eran
señoríos eclesiásticos donde el obispado se convertía en condado y por ello,
debían prestar “servicio militar” exigido por el monarca. La Iglesia aspiraba a
la paz de Dios, pero por lo general sólo era posible por medio de la violencia,
por la guerra, inducida a se sacralizada de una nueva manera9
9
Ibíd. pp .57
11
LA IGLESIA Y LOS INTENTOS DE PACIFICAR EL OCCIDENTE
SEÑORIAL
10
AA. VV., Textos comentados de época Medieval. Siglo V al XII, Barcelona: Teide, 1975,
pp. 713
12
caballeresca. Por ello, de modo tajante, en Narbona, se establece que
“quienquiera que mata a un cristiano, derrama indudablemente la sangre de
Cristo”11. Esta premisa deja entrever una segunda lectura. La violencia
contra los paganos, no era necesariamente condenada, por lo cual, para el
cristianismo y su ideal de combatir a los pueblos cifrados con él, se convertía
para los milites, una forma de “cristianizar” sus prácticas.
Fuera de toda esta intención, la Iglesia nunca tuvo un afán plenamente
anti señorial, desde el punto de vista territorial, en la posesión de sus
dominios, lo cual queda plasmado en los “concilios” y asambleas de paz,
dado que a ellas, la Iglesia y la alta aristocracia, se unían en torno a las
reliquias para unir “aspiraciones” junto con el pueblo que sufría de la
violencia armada, promovidas por el interés o por la faida.
El marco institucional en que se estructuró esta concepción, fue propio
de la realidad del territorio franco, donde la progresiva fuerza condal, ponía
en aprietos al poder central del reino. La Iglesia, con esta “regulación” debía
afrontar múltiples inquietudes internas, originadas principalmente por el
poder de los obispados franceses y su trascendencia para con las acciones de
paz, puesto que, secundariamente o no, trastocaban su margen de
influencia, que trataba de dar sustentabilidad al régimen intentando devolver
la “paz pública” que en su momento, en el imperio carolingio, tan
recurrentemente fue proclamada en comunión al rey, por los concilios
propiciados por el monarca.
La “legislación de la guerra” de la Iglesia, la paz de Dios, respondió
limitadamente a las exacciones de los milites12, dando progresivo curso a
una teologización de la guerra, que ciertamente, era contextualizada en la
protección reiteradamente cifrada en sínodos y concilios, de los bienes
eclesiásticos, de abadías y misiones, y de los clérigos, separando aún mas, a
lo monacal y clerical, de los laicos, como se da desde el sínodo de Laprade a
mediados del siglo X, pasando por eventos claves para el reino franco como
Charroux (938), Poitiers (1010), Limoges (1031) o Bourges (1038),
incluyendo en función de la “realidad” existente, a la población como parte
de las limitaciones de la práctica violenta, hasta la decisión de Narbona en
1054.
La paz terminó convirtiéndose en una institucionalidad tendiente a
protegerse de las usurpaciones laicas de bienes y alejarse de su ilegítima
influencia, lanzando amenazas de anatema y oprobios para consolidar su
postura, hasta que, en el siglo XII, el orden normando, volvió a centralizar al
reino franco, convirtiéndose ahora, en una ordenanza real. Por ello, por las
limitantes dadas a la violencia por parte de la Iglesia, la violencia no puede
considerarse justa, pero también, “moralizó” las acciones de los milites y la
11
Ob.cit. Flori. pp. 61
12
Ibid. pp. 70
13
guerra en función de sus objetivos e intereses, alejándola de la perspectiva
“santificadora” que en ocasiones se intentó otorgar.
LA VIOLENCIA SACRALIZADA
Más allá que la historia considere el milenarismo o los terrores del año mil
como una falsedad, es inobjetable prescindir de este “imaginario colectivo”
que no esta ajeno a la sociedad y la mentalidad que dominaba el mundo
medieval. La espiritualidad de occidente durante la clasificada “Alta Edad
Media”, mostró evidentes signos de retorno a principios bíblicos del antiguo
testamento, quizás, entendiendo que el retorno a lo primitivo, promovido
insistentemente desde los monacatos y predicadores mas influyentes en
respuesta a la “crisis moral” del clero y al temor popular por la escatología,
entregaron a las acciones de algunos hombres o respuestas frente a eventos
naturales, el carácter de milagrosos. La necesidad de encontrar “esperanza”
de una salvación al venerar una reliquia o celebrar a un santo, no puede ser
considerado mas que como una percepción natural frente al vacío popular de
no poder acceder a ello de otro modo mas que convirtiéndose en monje,
puesto que los cristianos laicos estaban impedidos de conocer la palabra que
era difundida por estos hombres privilegiados.
El mundo monacal poco a poco entendía que la violencia era a su vez,
una forma de proteger estas reliquias que controlaban, y las intervenciones
de quienes protegían estos símbolos, principalmente laicos que aspiraban a
ser “santificados” tal como los monjes, sacralizaron sus acciones.
El poder de la santidad y de sus defensores, se iba acrecentando
aceleradamente. El culto de los santos motivó la creciente peregrinación y
masivas procesiones de la población, otorgando por consecuencia,
donaciones, ofrendas, regalías a la institución protectora, tanto de simples
peregrini, como también de parte de señores de creciente poder. Tal práctica
estaba matizada de paganismo, una representación concreta de Cristo era
peligrosa, casi un signo de idolatría, lo que no era algo de plena aceptación
en el clero.
En este tiempo, de “incertidumbre”, la superstición reconjugaba con la
aspiración de alcanzar la palabra de Dios por parte de la población, por ello
los milagros que se atribuyen a las reliquias y restos de santos, fueron
paulatinamente construidos por el clero, buscando antecedentes entre los
monjes mas antiguos, para que la vinculación entre el santo y su estatua o
representación concreta, no se vea envuelta de paganismo, así como
también para con la comunidad que rodeaba al santo, defendida por sus
seguidores en ocasiones por la vía violenta. Aunque este objetivo era posible
para el monacato, como Cluny, por medio de la vida contemplativa, el Papa
14
propicia un llamamiento a la acción para también, reformar la Iglesia y la
sociedad. Para salvar al mundo, en este marco reformador del siglo XI, no
bastaba con orar, era imperativo tomar su dirección, propiciando el combate
por la fe.13 Los milagros de los santos relacionados a la protección de
diversos peligros (ahogamientos, incendios, derrumbes, etc.) se van
conjugando con aquellas intercesiones a favor de ataques o combates
armados, donde los caballeros son enaltecidos aún más que las curaciones
milagrosas. La violencia utilizada por los santos y sus protectores se oponía a
aquellas violencias que sean inflingidas a él y los suyos. Los milagros
involucran variadas “categorías”: de glorificación, donde se busca imponer
respeto sobre las reliquias de un santo e imponer su voluntad, llegando a
arrebatar objetos preciosos para demostrar su capacidad. También se dan
los milagros de venganza, aun mas violentos dado cuando se atenta contra
el honor de un santo, sus derechos materiales o sus intereses y por ello, los
de la comunidad adyacente, como sucede con la “violencia de Santa Fe”, un
monasterio que cobró trascendencia después de 1050 con los relatos de
Bernardo de Angers, luego de una intercesión a favor de un caballero que
capturo a un cura que abusaba de un campesino.
La cultura monacal, que manejaba en gran medida estas reliquias, hizo
llamamientos a su protección, tanto dirigidos al santo para que intercediera,
como al pueblo ligado a su influencia, para defenderse ante la “humillación”
que sufres las reliquias de los caballeros. Oraciones, ritos litúrgicos,
procesiones y un sin fin de actos, eran formas de suscitar el poder protector
o vengador del santo, que debe defender su señorío terrenal de las codicias
que despertaba entre sus enemigos y vecinos. Con esta premisa, también,
avanzaron en la extensión de dominios del poder feudal, acudiendo a los
“acuerdos de Quiercy” y a la donatio, con la procesión de santos y reliquias
de modo intimidatorio, incluso, cuando señores eclesiásticos trastocaban su
poderío.
Otro santo, San Benito, y su orden, fueron tan vindicativos como la Santa
Fe contra los expoliadores, clericales y caballeros laicos, que acosaban sus
dominios materiales pretendiendo ocuparlos. Con las mismas prácticas, el
envío de reliquias, recuperaban una y otra vez los feudos amenazados en
Orleáns y Aquitania, contra los citados y saqueadores paganos (normandos)
utilizando milites reclutados de su monasterio, que ante algún atrevimiento
ante la autoridad divina, también sufrían de su poder con la venganza divina
(divina ultio). La defensa de lo material de las Iglesias y monasterio es, fue
por lejos, la primera preocupación de cada obispo y abadía en cada cónclave
y en cada relato milagroso de los santos, que fueron difundiéndose en todo
el espacio occidental a pesar de las transformaciones que se vislumbraban en
13
Vauchez, Andre, La espiritualidad del Occidente Medieval, Traducción al español de
Paulino Iradiel, Madrid: Cátedra S.A., 1985, pp. 59.
15
el siglo XI y que saldrían del orbe franco para alcanzar España y los reinos
germánicos con alcances mentales y sociales muy trascendentes.
La feudalidad alcanzaba a ambos señoríos: laicos y eclesiásticos, y era
algo imposible de obviar. La necesidad de purificarse de la Iglesia, de
separarse del mundo cada vez mas trascendente en su realidad para el clero,
implicaba dos vías: separarse de lo material espiritualizando su accionar, o
tomando en plenitud el poder temporal, alejándose de los poderes laicos,
para utilizarlo conforme a su propósito. Este fue el camino de la reforma
gregoriana que estaba en curso, empleando a aquellos otrora “expoliadores”
mas cercanos para reclutar milites ecclesiae, mercenarios o vasallos
defensores de los recintos espirituales, añadiendo la espada a todas las
formas de los santos de imponerse ante sus amenazas. La lucha ahora, es de
Milites contra milites14, protegidos por los santos.
14
ob.cit. Flori, pp. 121
15
Ibíd. pp. 123
16
gran medida sagradas, pero no contaban con la venia, ni consagración o
sanción clerical hasta el siglo XII, tal como era en Oriente donde era
rechazada muchas veces o por lo menos, no internalizada, sin por ello, dejar
de contar con la intervención celestial.
Bernardo de Angers, comenta variadas intervenciones santas en luchas
dadas en Oriente, también, durante el dominio romano, por ejemplo, contra
Juliano el Apóstata, llegando a la idea de que “existen violencias justas y
sagradas porque los santos del paraíso se entregan a ellas por orden de
Dios”16.
Mismo fenómeno se replicaba en cada momento de lucha contra el
paganismo, en el imperio germánico otónida, las luchas de reconquista en
España (Santiago, el soldado de cristo) o combates contra los sarracenos,
incluso, entregando a la Virgen María, caracteres combativos al interceder en
luchas desiguales a favor de los “defensores de la cristiandad”, también
defensores de la Iglesia y su influencia, una de las variables y disyuntivas
que explicarían la sacralización de las luchas.
El paso de una santidad guerrera a una milicia santificada, se empieza
a dar cuando los defensores de la Iglesia son sacralizados por medio de la
liturgia. Los reyes, quienes gobiernan a su pueblo, tienen la labor de
proteger a los inermes, los que en la nueva estructura feudal, son los
laboratores, al clero y a las Iglesias. Las ceremonias de consagración son
instancias en que esta misión es recordada a los monarcas, ratificando a su
ver, su poder de justicia, coerción y de protección armada, viéndose
santificados, asegurando benevolencia con los buenos y siendo severo con
los malos, herejes, falsos cristianos y todo quien ose dañar a las Iglesias y al
pueblo de Dios. Es a partir del siglo X que estos actos se van cargando de
ideología y sacralidad, cuando la lucha contra el “paganismo” (o las
migraciones) estaba en apogeo, pidiendo a Dios antes del siglo XI y a los
santos después de éste, bendición a la espada de la militia que se avocaba al
servicio público, para que “proteja y defienda a las Iglesias, a las viudas, a
los huérfanos y a todos los servidores de Dios de las fechorías de los
paganos”. Recurrir al Antiguo testamento es otro medio de sacralizar las
fuerzas. Aludir a la protección divina concedida a Abraham para permitirle
vencer a varios reyes paganos, así también, los triunfos de David
conseguidos gracias al poder divino, son costumbre en este período.
Las liturgias para los defensores de las Iglesias, vuelven reforzadas en
el siglo XI, quizás para reafirmar su ascendencia temporal sobre sus
dominios y, entendiendo, el poder militar que lentamente conformaron los
obispados para su propia defensa (vasallos) y que eran solicitados por el
imperio. Para estas labores “profanas”, las instituciones clericales tenían
representación por medio de los procuradores (advocati), príncipes o señores
de la vecindad que asumieron sus armas siendo investidos ceremonialmente
16
Ibíd. pp.129
17
muy ricos y muy ideologizados por los clérigos, estructurando
paralelamente, la militia ecclesiae, vasallos, dependientes o mercenarios que
por él son reclutados para proteger el establecimiento. Tal cargo era muy
lucrativo y posibilitaba un ascendiente social y político importante, como se
da en el norte francés, donde los condes pasan a ser abades laicos y a la
inversa, procuradores en el siglo XI, se convierten en condes,
principalmente, porque la protección militar de las Iglesias llega a ser la
principal razón de las concesiones de dominios eclesiásticos a los laicos.
Pero no a todos alcanzaba aún este estatus. La caballería, sino recién
en el siglo XII es aceptada como parte de grupos o milicias aceptadas a
prestar servicio a la fe, porque precisamente, es a este cuerpo militar que la
Iglesia trata de contrarrestar con toda la institución dispuesta, que es
permeable a pesar de todo a las exacciones de sus propios
“administradores”.
El uso de banderas eclesiásticas en las bendiciones litúrgicas
contribuyeron aún más a santificar los combates de los guerreros alineados
tras de ellas, tras los estandartes (vexilllium). Los santos eran representados
en ellas, y en presencia de estos símbolos se recurre a ellos para buscar
auxilio. Su defensa y el actuar por ella es tan importante como la defensa del
monasterio o la reliquia misma del santo. Los simbolismos comienzan a
acaparar importancia en la lucha contra el mal, tal como se evoluciona en el
uso de la cruz como signo propio por parte de los combatientes de la defensa
de la cristiandad. Los martirios en su defensa, relatados numerosamente
posterior al año mil, respecto a la muerte de monjes sin combatir contra la
“raza nefasta de sarracenos” en la región de Provenza, asimilados a los
primeros confesores del cristianismo romano; y por ello son acogidos en el
paraíso por una “legión de ángeles”. Avivados los monjes por el abad
Porcario a no huir, sino sufrir heroicamente la muerte, clavó el estandarte de
la Santa Cruz, incitando a la resistencia sin empuñar armas.
Este tipo de relatos, aplicados tanto teniendo como enemigos a
invasores paganos, sarracenos o expoliadores de la Iglesia, aun muestra a la
cruz como signo de paz, con combatientes espirituales, internos, pero
opuesto a los promotores de disturbios.17Pero entre tanta confusión,
simbolismo y estandarte, fue tomada por reliquia, sacralizando aún más la
acción de los santos, o siendo acompañante frecuente de algunos ejércitos,
datados incluso desde el siglo IX, y que en la reconquista española fue
elemento común en la lucha contra los moros, como sucedió en la toma de
Barcelona en 1058, en donde la cruz significó signo de protección de los
cristianos frente a los “paganos pestíferos”18. La cruz se convirtió en símbolo
de muchas cosas: revelar a algunas personas, el destino que debían seguir
para con la Iglesia o la santificación de los combatientes por la causa de una
17
Ibíd. , pp.147
18
Ibíd. pp. 148
18
Iglesia (Milán, 1039). Ya alcanzando el siglo XI, la cruz se convierte en signo
de guerra santa, aún más representativa que los estandartes, sacralizando
de modo supremo, los combates que unían en un fin común, a nobles y
plebeyos, aunque no siempre se tratara de luchas contra paganos, sino
también señores cristianos.
La relación entre la cruz, la guerra y Roma, sacralizó aun mas las
luchas, llegando a ser sus entes emblemáticos, beatificados. El
reconocimiento papal a la obra tanto de cristianos como bárbaros a favor del
cristianismo era también, producto de aspiraciones de “civilización” de
quienes las propiciaron, más aún con la realidad de saqueo que debían
afrontar en occidente de parte de los normandos, valorando toda acción que
permita preservar la vida cristiana y a los propulsores de la fe, los monjes.
La sacralización y glorificación de estos guerreros de “la Patria y de
Cristo” contribuyeron a la idea final que predominaría en la cristiandad ad
portas de la Reforma gregoriana y de la cruzada, a la idea del martirio de los
guerreros que trasunto en el concepto de “guerra santa”, donde la
participación directa o indirecta de los santos, las convirtieron en “guerras de
Dios”. Aparecen nuevas percepciones. La cristiandad asume la importancia,
para su preponderancia en occidente, de los santos “belicosos” y de los
guerreros “santificados”, mostrando un signo más de la evolución vivida por
la humanidad, la Iglesia y la cristiandad durante el siglo XI, acelerada en su
segunda mitad, que elevó a estos íconos que ahora, entraban a batallar por
la cristiandad, bajo la vexilllium sancti Petri, la bandera mas santa de la
cristiandad que guiará a los cruzados en los albores del siglo XII.
19
CONCLUSIÓN
20
mentalidad del orbe. La guerra santa y la legitimación del concepto se
vuelven inevitables. Llevarlos a la práctica, también.
21
BIBLIOGRAFÍA
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