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El "nombre propio"
Pero sabemos igualmente que esta preocupación por el "nombre propio" no se produjo
sin ambigüedad. Por razones más o menos aparentes, Dahomey (el nombre de un
antiguo reino esclavista de la costa del África Occidental), por ejemplo, se convirtió en
Benín. Otros países buscaron redibujar sus paisajes urbanos rebautizando algunas de sus
ciudades. Salisbury se convirtió en Harare, de Fort Lamy se pasó a Nyadema, Fort
Fourreau fue Kousseri, etcétera.
De manera general, sin embargo, se conservaron las grandes referencias arquitectónicas
del periodo colonial. Así, podemos pasearnos actualmente por la avenido Lumumba en
Maputo admirando los edificios que constituyen la perfecta expresión del Art Déco
transplantado en su colonia por Portugal. La catedral católica es, por su parte, el
indicativo de una aculturación religiosa que no impidió la emergencia de un sincretismo
cultural de los más notorios. En Maputo, por ejemplo, Karl Marx, Mao Tse Tung y
Lenin conviven con Nyerere, Nkrumah y otros profetas de la liberación negra. Si bien la
revocación de los símbolos coloniales tuvo lugar, ésta fue selectiva.
Otra configuración, mezcla de creatividad e inercia, es Sudáfrica, el país sin duda más
urbanizado del continente, y donde ha ejercido con rigor, hasta recientemente, el último
racismo de Estado del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Desde el fin de la
supremacía blanca de 1994, los nombres oficiales de ríos, montañas, valles, aldeas y
grandes metrópolis apenas han cambiado. Ocurre lo mismo con las plazas públicas, los
bulevares y las avenidas. Todavía en la actualidad, uno puede dirigirse a su trabajo
remontando la avenida Verwoerd (el arquitecto del apartheid), cenar en un restaurante
del bulevar John Vorster, circular por la avenida Louis Botha, asistir a misa en una
iglesia situada en la esquina de dos calles que llevan los nombres de lúgubres personajes
de los años de hierro del régimen racista, etcétera. Montados sobre enormes caballos,
los sinistros Kruger, Cecil Rhodes, Lord Kitchener, Malan y otros, disponen de estatuas
en las grandes plazas de las ciudades. Desde universidades a pequeñas aldeas llevan sus
nombres. Sobre una de las colinas de Pretoria, capital del país, se erige todavía el
Vortrekker Monument, especie de mausoleo tan barroco como grandioso erigido a la
gloria del tribalismo boer y que celebra el matrimonio de la Biblia con el racismo.
En realidad, no existe ni un sólo pequeño aventurero blanco, buscador de oro o de
diamantes, pirata, torturador, cazador, ex encargado en la administración bantú o ex
gerente de prisión, que no disponga de una callejuela con su nombre en una u otra de las
numerosas aldeas del país. Todas esas almas verdaderamente infames y perversas,
acostumbradas en vida a guiarse constantemente por lo más bajo y despreciable (el
racismo), hoy en día aparecen por todo el país como almas errantes. Todos han dejado
sus trazas aquí, tanto en los cuerpos de los africanos a base de quemaduras y
flagelaciones (un ojo arrancado por aquí, una pierna rota por allá, además de las
mutilaciones, represiones, encarcelaciones, torturas y masacres), como también en la
memoria de las viudas y huérfanos que han sobrevivido a tanta violencia y brutalidad.
La toponimia es tal que, si nos guiamos por los nombres de ciudades y de numerosas
aldeas, pensaríamos que no estamos en tierra africana, sino en algún oscuro lugar de
Holanda, Inglaterra, Gales, Escocia, Irlanda o Alemania. Una parte de los motivos
arquitectónicos posteriores al apartheid prolonga esta lógica de la desorientación, como
bien lo indica la obsesión por los modelos pseudo-toscanos. Peor todavía, muchos otros
nombres constituyen, literalmente, insultos contra los habitantes originarios del país
(Boesman, Hottentot, Kaffir y compañía). La gran humillación de los negros y su
invisibilidad se escriben todavía con letras de oro sobre toda la superficie del territorio,
e incluso en algunos museos.
Paradójicamente, mantener esos viejos bastiones coloniales no significa ausencia de
transformación del paisaje simbólico sudafricano. De hecho, este mantenimiento va de
la mano con una de las experiencias contemporáneas más impactantes de trabajo sobre
la memoria y la reconciliación. De todos los países africanos, Sudáfrica es,
efectivamente, allí donde la reflexión más sistemática sobre las relaciones entre
Esto supone que los verdugos, que antaño fueron ciegos al terrible sufrimiento que
provocaron, se comprometen actualmente a decir la verdad de lo que ocurrió -y, por
consiguiente, a renunciar explícitamente al disimulo, el rechazo o a la negación del
perdón-. Por otro lado, esto supone, por parte de las "víctimas", aceptar que la
reafirmación de la fuerza de la vida en la cultura y en la práctica de las instituciones y
del poder es la mejor forma de celebrar la victoria sobre un pasado injusto y cruel.
Este es, en definitiva, el sentido del proceso de memorialización que se está llevando a
cabo. Se traduce por la sepultura apropiada de los esqueletos de aquellos que murieron
luchando; el levantamiento de estelas funerarias sobre los mismos lugares donde
cayeron; la consagración de rituales religiosos tardo-cristianos destinados a "curar" a los
sobrevivientes de la ira y del deseo de venganza; la creación de muchos museos (el
Museo del Apartheid, el Hector Peterson Museum) y de parques destinados a celebrar
una comuna humanidad (Freedom Park); la floración de las artes (música, ficción,
biografías, poesía); la promoción de nuevas formas arquitectónicas (Constitution Hill)
y, especialmente, los esfuerzos de traducción de una de las constituciones más liberales
del mundo en acto de vida, en cotidianidad.
Pensar y luchar
Duala (Camerún)
Hoy en día, la cuestión es saber cómo precisar los lugares desde los cuales resulta
todavía posible pensar y luchar. Como hemos visto en Sudáfrica, esto empieza por una
meditación sobre la forma de transformar en presencia interior la ausencia física de
aquellos que se han perdido. Debemos pues meditar sobre esta ausencia y dar,
haciéndolo, toda su fuerza a la cuestión del sepulcro, es decir, del suplemento de vida
necesario a la rehabilitación de los muertos, en el seno de una nueva cultura que no
debe, jamás, olvidar a los vencidos.
Por nuestra situación actual, una gran parte de esta lucha lleva, necesariamente, a la
crítica del orden general de las significaciones dominantes en nuestras sociedades. Pues,
en la holganza, es fácil descalificar a quienes se aferran en pensar de forma crítica las
condiciones de realización de la existencia africana, bajo el pretexto que se debe
priorizar la nutrición de los hambrientos y curar a los enfermos. La gestación de una
nueva conciencia dependerá, efectivamente, de nuestra capacidad en producir, cada vez,
nuevas significaciones. Debemos retomar pues, como labor central de un pensamiento
siempre abierto al futuro, la cuestión de los valores no mesurables, del valor absoluto -
aquel que nunca puede reducirse al equivalente general que representa el dinero o la
pura fuerza-.
¿Qué hacer? Propongo que en cada país africano se proceda inmediatamente a una
recolección tan minuciosa como posible de las estatuas y monumentos coloniales. Que
se reúnan en un único parque, que servirá al mismo tiempo de museo para las
generaciones futuras. Este parque-mueso panafricano se usará como sepultura simbólica
al colonialismo de este continente. Una vez realizado el entierro, que nunca más nos sea
permitido utilizar la colonización como pretexto para justificar nuestras actuales
desgracias. Asimismo, prometamos igualmente dejar de erigir estatuas, sea a quien sea.
Y que, al contrario, florezcan por todos lados bibliotecas, teatros, talleres culturales, en
definitiva, todo lo que alimentará la creatividad cultural del mañana