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Fantasía II- Patricia Laurent Kullick

- ¡Agárralo! ¡Péscalo! ¡Mátalo!


-¡No! ¡Por favor! ¡No! -gritó una voz de mujer.
Acababa de entrar en la casa cuando escuché el ruido de la pelea. Recargada
entre la puerta y la ventana, sin atreverme a respirar, pensé que había dejado la
puerta del patio abierta y también la de la cocina. Iba a cerrarlas, pero los gritos
me paralizaron: odio, violencia, maldiciones, sentencia de muerte para el
perseguido, ruido de cadenas, palos, antorchas. La misma voz de mujer pedía
una y otra vez piedad, sollozaba; su llanto era prolongado como la sirena de una
ambulancia y en su desesperación, se ofrecía en sacrificio con tal de que cesaran
de perseguir al perseguido.
Me asomé por entre la cortina, pero sólo vi las luces de navidad que adornan
el altar guadalupano de la vecina de enfrente. Los oía, eso sí, a los de la bronca
respirar bajo mi ventana. Eran como veinte narices respirando aceleradamente.
Por lo que pude entender se trataba de vengar el honor de una hermana, quien
era la mujer que lloraba.
-¡No te escondas, cobarde! ¡Eh, tú, búscalo por allá y tú por acá! Busquen
en toda la zona. No pudo haber ido muy lejos.
Oí los ruidos de que se alejaban y el correteo hacia todas direcciones.
Respiré aliviada, agradeciendo que no hubieran descubierto el portón abierto y
entrado en la casa por la cocina. Pero cuando fui a cerrar la puerta, escuché un
lamento. Un quejido ahogado. Un pujido lastimero.
Guiada por el rastro de líquido transparente y viscoso, descubrí al
perseguido agonizando tras la estufa. Me vio y lo vi. Él estaba malherido y con
unas manos enguantadas de blanco trataba de contener las heridas.
Era el huevo más literalmente estrellado que jamás hubiera visto. Tenía un
agujero en la mera punta por donde podía vérsele toda la yema. Y desde la punta
partían decenas de grietas como ríos dibujados en un mapa. En cualquier
momento iba a caerse a pedazos.
Sentí náuseas tan sólo de verlo. ¿Qué podía hacer yo por él? Era el primer
herido de mi vida. Nunca me vi en la necesidad de auxiliar a alguien. Un día vi
a un ahogado, pero sólo de lejos, cuando ya se lo llevaba la Cruz Roja. Además,
no puedo ver sangre porque me desmayo; mucho menos esa yema amarillenta
que ya empezaba a escurrir por entre las estrelladuras.
Pero mi conciencia no iba a dejarlo morir sin llevarlo por lo menos a un
sitio más decente. Traté le asirlo y él, con su redondo vientre, rodó bajo la estufa.
Metí la mano y saqué un garbanzo, pelos negros, un frijol, un pedazo de tocino
y por fin, con la punta de los dedos, pude tocarlo y el gritó.
Volví a tocarlo y se quejó nuevamente.
Era cierto que no podía hacer nada por él, pero sí había una cosa que podía
hacer por mí: parar esta tontera. Hasta dónde no habré llegado. Imaginar que un
huevo se desangra tras la estufa después de haber sido perseguido por los
hermanos de una hueva chillona.
Agarré al huevo. Terminé de estrellarlo. Lo metí en la licuadora, agregué
leche, plátano, canela y azúcar.
A cada sorbo de licuado escuchaba un toquido en la puerta. Abrí.
Sólo el aire frío de la madrugada. Cuando iba a cerrar la puerta, sentí un
tirón en la calceta. Abajo descubrí a una huevita envuelta en un rebozo negro:
-Disculpe -me dijo llorosa-, ¿no ha visto a mi Henry?

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