-¡No! ¡Por favor! ¡No! -gritó una voz de mujer. Acababa de entrar en la casa cuando escuché el ruido de la pelea. Recargada entre la puerta y la ventana, sin atreverme a respirar, pensé que había dejado la puerta del patio abierta y también la de la cocina. Iba a cerrarlas, pero los gritos me paralizaron: odio, violencia, maldiciones, sentencia de muerte para el perseguido, ruido de cadenas, palos, antorchas. La misma voz de mujer pedía una y otra vez piedad, sollozaba; su llanto era prolongado como la sirena de una ambulancia y en su desesperación, se ofrecía en sacrificio con tal de que cesaran de perseguir al perseguido. Me asomé por entre la cortina, pero sólo vi las luces de navidad que adornan el altar guadalupano de la vecina de enfrente. Los oía, eso sí, a los de la bronca respirar bajo mi ventana. Eran como veinte narices respirando aceleradamente. Por lo que pude entender se trataba de vengar el honor de una hermana, quien era la mujer que lloraba. -¡No te escondas, cobarde! ¡Eh, tú, búscalo por allá y tú por acá! Busquen en toda la zona. No pudo haber ido muy lejos. Oí los ruidos de que se alejaban y el correteo hacia todas direcciones. Respiré aliviada, agradeciendo que no hubieran descubierto el portón abierto y entrado en la casa por la cocina. Pero cuando fui a cerrar la puerta, escuché un lamento. Un quejido ahogado. Un pujido lastimero. Guiada por el rastro de líquido transparente y viscoso, descubrí al perseguido agonizando tras la estufa. Me vio y lo vi. Él estaba malherido y con unas manos enguantadas de blanco trataba de contener las heridas. Era el huevo más literalmente estrellado que jamás hubiera visto. Tenía un agujero en la mera punta por donde podía vérsele toda la yema. Y desde la punta partían decenas de grietas como ríos dibujados en un mapa. En cualquier momento iba a caerse a pedazos. Sentí náuseas tan sólo de verlo. ¿Qué podía hacer yo por él? Era el primer herido de mi vida. Nunca me vi en la necesidad de auxiliar a alguien. Un día vi a un ahogado, pero sólo de lejos, cuando ya se lo llevaba la Cruz Roja. Además, no puedo ver sangre porque me desmayo; mucho menos esa yema amarillenta que ya empezaba a escurrir por entre las estrelladuras. Pero mi conciencia no iba a dejarlo morir sin llevarlo por lo menos a un sitio más decente. Traté le asirlo y él, con su redondo vientre, rodó bajo la estufa. Metí la mano y saqué un garbanzo, pelos negros, un frijol, un pedazo de tocino y por fin, con la punta de los dedos, pude tocarlo y el gritó. Volví a tocarlo y se quejó nuevamente. Era cierto que no podía hacer nada por él, pero sí había una cosa que podía hacer por mí: parar esta tontera. Hasta dónde no habré llegado. Imaginar que un huevo se desangra tras la estufa después de haber sido perseguido por los hermanos de una hueva chillona. Agarré al huevo. Terminé de estrellarlo. Lo metí en la licuadora, agregué leche, plátano, canela y azúcar. A cada sorbo de licuado escuchaba un toquido en la puerta. Abrí. Sólo el aire frío de la madrugada. Cuando iba a cerrar la puerta, sentí un tirón en la calceta. Abajo descubrí a una huevita envuelta en un rebozo negro: -Disculpe -me dijo llorosa-, ¿no ha visto a mi Henry?