Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Flaubert Palabra y Vacio Por J.M. Aguirre
Flaubert Palabra y Vacio Por J.M. Aguirre
Lenguaje y tópico
en la obra
de Gustave Flaubert
Reflets de gloire:
-Feu le grand Bouvard était mon oncle.
- Ma mère était une Pécuchet.
En el diccionario que creó Flaubert, se ordenan las palabras, pero tras ellas no están las cosas -su
definición-, sino las ideas que los hombres les incorporamos. La palabra no es el objeto, ni
siquiera lo define. La palabra es el lugar en donde los hombres convivimos con las cosas. Lo que
obtienen Bouvard y Pécuchet no es el qué es, sino el qué significa socialmente. Si la palabra es el
centro de la trinidad que antes enunciábamos, a Flaubert le interesa la relación hombre-palabra
más que la relación palabra-cosa. En la voz "Jovencita", el diccionario de ideas recibidas recoge:
«Articular esta palabra tímidamente. Todas las jovencitas son pálidas y frágiles, siempre puras.
Evitar que lean libros, visiten museos, teatros y, sobre todo, el Zoológico, donde están los
monos» (3). La definición no busca la verdad de la palabra, sino su práctica social, su valor de
intercambio. Flaubert no quiere un diccionario neutro, porque las palabras nunca lo son,
impregnadas como están de los valores. Sus definiciones no apuntan al referente, sino a la
imagen mental, a la reacción que causan, cuyo origen está en la práctica social y en la historia.
Una "jovencita" no es una "mujer joven", sino el conjunto de relaciones y asociaciones que se
establecen a su alrededor; lo que realmente se expresa, voluntaria o involuntariamente, cuando se
dice "jovencita". La palabra es esencialmente depósito. En el diccionario de Bouvard y Pécuchet
las palabras pasan a ser colecciones de tópicos. En "jovencita" se reunen los tópicos que se
refieren a la mujer: la "idealización de la pureza", la "idealización de su respeto", la
"desconfianza hacia su capacidad de resistencia", su "impresionabilidad", la "necesaria
protección ante la sexualidad", la "necesidad de evitar lugares y cosas inconvenientes", etc. A su
vez, los tópicos se encadenan formando un tejido de series enlazadas. A través de "jovencita"
podemos descifrar los tópicos de "libros", "museos", "teatros", "monos", etc. "Mono", por
ejemplo, nos lleva a "sexualidad", "desnudez", "animalidad", "exhibicionismo", etc.; "libros" y
"teatros" a "peligro", "inmoralidad", etc.
En la voz "novela" encontramos: «Pervierten a las masas. Son menos inmorales por entregas
que por volúmenes. Sólo se pueden tolerar las novelas históricas porque enseñan historia. Hay
novelas escritas con la punta de un escalpelo y otras que descansan en la punta de una aguja»
(4). De igual forma, no nos da una definición de "novela", sino información sobre su inserción,
los valores con los que circula socialmente. Son las reacciones que desencadena, lo que la
palabra provoca y construye en su intercambio: "perversión" e "intolerancia"; "historia" frente a
"ficción"; "educación de elite" frente a "educación de las masas"; "hipocresía de la lectura", etc.
En la voz "artistas" podemos leer: «Todos farsantes. Alabar su desinterés (antiguo). Asombrarse
de que vistan como todo el mundo (antiguo). Ganan sumas increíbles pero las dilapidan. Con
frecuencia son invitados a cenar. Una mujer artista no puede ser más que una golfa. Lo que
hacen no se puede llamar trabajo» (5), en donde se reunen todos los tópicos sobre las gentes
relacionadas con el arte y sus prácticas. "Gorrones", "inmorales", "inútiles", "estrafalarios",
"mujeres perdidas", etc. reflejan a la perfección el rechazo social que provocan, por encima de
las alabanzas que se les pueda dedicar.
Los tópicos no se anulan por ser contradictorios. La lógica nos dice que una cosa no puede ser a
la vez algo y su contrario: "A" no puede ser a la vez "no A". Los tópicos demuestran que sí es
posible, que pueden convivir perfectamente. «Morenas: Más ardientes que las rubias (v.
Rubias)»; «Rubias: Más ardientes que las morenas (v. Morenas)» (6). El mismo enunciado se
puede aplicar a los opuestos; lo importante es ese imposible "más" aplicado al carácter "ardiente"
que establece la comparación. El tópico no necesita lógica, vive en el absurdo de la
contradicción; es una convención que, como las monedas, todos aceptan como un valor sin
cuestionar por qué lo vale.
El tópico se manifiesta convocado por la circunstancia; los objetos, la situaciones los invocan y
emergen sin dificultad. A través del tópico se manifiesta la voz común que se convierte en
respuesta obligada.
Milan Kundera, admirador de la obra flaubertiana, ha señalado cuál considera él que es el gran
descubrimiento de Flaubert. Nos dice Kundera:
El siglo XIX inventó la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber captado el espíritu
mismo de la Historia universal. Flaubert descubrió la necedad. Me atrevo a decir que éste
es el descubrimiento más importante de un siglo tan orgulloso de su razón científica. (7)
Por supuesto, explica Kundera, la necedad se había contemplado anteriormente, pero considerada
como una situación de carencia que se reduce con el aumento de los conocimientos. En las obras
de Flaubert, por el contrario,
la necedad es una dimensión inseparable de la naturaleza humana [...] Pero lo más
chocante, lo más escandaloso de la visión flaubertiana de la necedad es esto: la necedad
no desaparece ante la ciencia, la técnica, el progreso, la modernidad; ¡por el contrario,
con el progreso, ella progresa también! (8)
La conclusión de Kundera, en su interpretación de Flaubert, es que la necedad tiene también su
progreso en la historia. El aumento del número de conocimientos de cualquier tipo no implica su
desaparición. Necedad y conocimiento caminan de la mano a lo largo de los tiempos. "La
necedad moderna -explica Kundera- no es la ignorancia, sino el no-pensamiento de las ideas
preconcebidas".
El tópico anida en el lenguaje y no sólo en el lenguaje común. Es respuesta preconcebida,
asumida sin reflexión, punto de partida incuestionado sobre el que se construyen los edificios
sociales. Es el pensamiento que parte del no-pensar. Flaubert analizó en sus obras la presencia
del tópico. Lo hizo en el plano individual y en el colectivo; lo hizo en el discurso amoroso y en el
científico; en el político y en el filosófico. Su intención fue mostrar cómo, en gran medida, el
pensamiento permanece cautivo; cómo el error se viste de autoridad; cómo, cuando creemos
dominar las palabras, éstas son las que nos dominan a nosotros imponiéndonos sentidos que se
transmiten incuestionados.
Laminando el sentimiento.
En mitad de su novela Madame Bovary, concluyendo un párrafo, sin apenas afán de
transcendencia, precedida de un "además", Flaubert escribe: "la palabra es un laminador que
prolonga todos los sentimientos" (9). Lo escribe casi como una ocurrencia de último momento,
como un final de párrafo que le hubiera llegado a la mente de improviso por la propia inercia de
la escritura.
Sin embargo, en su aparente ligereza, el sentido de la frase sirve para explicar, al menos desde un
determinado aspecto, el significado de la novela y mostrarnos el valor que Flaubert le otorga al
lenguaje desde la perspectiva de la persona, por un lado, y desde la de la sociedad, por otro. Para
comprender plenamente su sentido haremos una breve descripción de su contexto en la novela.
La acción que nos muestra Flaubert es el reencuentro de Emma Bovary con León, el pasante de
abogado, antiguo admirador, que, tres años antes, había sido incapaz -por timidez, por falta de
experiencia- de dar los pasos decisivos que posibilitaran la conquista amorosa. Ahora, el tiempo
ha pasado; León y Emma han ganado experiencia en el juego amoroso y, siguiendo un ritual, se
lanzan a la conquista el uno del otro.
El párrafo contiene una serie de ideas enlazadas que nos muestran la concepción del lenguaje que
Flaubert tenía. En primer lugar, tenemos un discurso que se presenta vinculado al sentimiento.
Emma se dirige a Rodolphe para manifestarle su sentir. Rodolphe, escéptico, no cree en el valor
de las palabras como transmisoras del sentimiento. Hablar es una cosa, sentir otra. El noble tiene
una experiencia amorosa que le hace dudar de la sinceridad de este tipo de manifestaciones. Ha
oído esas mismas palabras a mujeres de las que tenía constancia que fingían; esos "labios
libertinos o venales", a los que se refiere, le impiden creer en la verdad de las palabras de Emma.
Volvemos a la palabra-ocultación, a la palabra vacía. Nos dice Flaubert que Rodolphe "no
distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones". Lo único a lo
que tenemos acceso es a la palabra del otro. ¿Cómo verificar lo que hay tras las palabras? ¿Cómo
saber que lo que la palabra transmite existe realmente? Bajo las mismas expresiones laten
significados e intenciones muy distintos. Las palabras son opacas y yo les atribuyo un sentido,
una intención de la que nunca puedo estar seguro. Rodolphe, acostumbrado a la mentira, reduce
el sentido de las expresiones a meros juegos seductores que acaban por aburrirle. No le interesan
sentimientos verdaderos, nuevos; sólo le divierte alguna novedad en su expresión. Todas dicen lo
mismo, aunque sientan cosas muy distintas o no sientan nada. La verdad y la mentira se pueden
presentar bajo la misma expresión. Es "verdad" si hay correspondencia entre la expresión y el
sentimiento; es "mentira" si no la hay. Pero ¿cómo saberlo? La exageración de los discursos no
es garantía de autenticidad del sentimiento.
El lenguaje pierde su efectividad en la monotonía de la repetición. Oír decir lo mismo una y otra
vez insensibiliza ante las palabras. El discurso sentimental pierde su sentido desde el momento
en que no puede ser verificado y pierde su efectividad erótica desde el momento en que se repite.
Como consecuencia, Rodolphe se mueve entre el recelo y el aburrimiento. Ya que no se puede
cambiar de palabras, cambiemos de amante.
El discurso, entendido como correspondencia con lo real, pierde su entidad. La palabra se vuelve
limitada o, es mejor decir, se mueve en un ámbito diferente al de los elementos de la realidad.
Flaubert afirma de forma rotunda que "nadie puede jamás dar la exacta medida de sus
necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores". El camino no es, entonces, el de la "verdad",
entendida como adecuación. Si la palabra no puede ser determinada como verdadera o falsa, el
único ámbito que le es propio es el de su efectividad, es decir, la retórica.
Este carácter es importante, tanto para establecer el valor del discurso en el pensamiento
flaubertiano, como para, en otro plano, establecer sus relaciones con el realismo literario de su
tiempo. Si la palabra no es verdadera, sólo puede ser bella.
Flaubert da un giro que le aleja de las posiciones de los realistas, preocupados por la "descripción
veraz" de la realidad, y se adentra en la efectividad del discurso, en su adecuación interna. La
palabra no transmite ningún elemento ajeno a ella misma: la palabra crea. El discurso no es
vehículo transmisor de algo fuera de sí mismo, sino presencia plena. La palabra deja de ser
transparente, en el sentido que anteriormente veíamos en la cita de Émile Durkheim.
El recelo ante la verdad del discurso sólo se puede compensar con un énfasis en su materialidad,
en su carácter de construcción antes que en su capacidad portadora. "Autenticidad", en Flaubert,
no significa ajustar el discurso a la realidad, sino ajustar la expresión en sí misma. La "mot juste"
flaubertiana no es la precisión en la descripción de lo real, sino la creación de su propia realidad
dentro de un sistema discursivo. Lo que se abre es el camino de la metáfora o, más exactamente,
la reducción de todo discurso a un plano metafórico. La metáfora tiene el doble carácter de
presencia y ausencia. Lo que hay -lo que se ofrece- en lugar de lo que debería haber. Sin
embargo, Flaubert captó perfectamente que la metáfora es la ausencia de una ausencia, que lo
que está ausente en la metáfora no es la realidad, el referente, sino otro signo, de ahí ese carácter
vacío de la metáfora.
El amor -del que parte Flaubert- no sería una presencia, sino una metáfora, una construcción para
nombrar lo innombrable. Al escritor no le interesan los sentimientos, la realidad en su conjunto,
le interesa jugar con los elementos lingüísticos. Los hombres no hemos creado la realidad, hemos
creado el lenguaje y hemos creado los vínculos que atan a las palabras con las cosas. Los
sentimientos, dolores y conceptos no son "cosas", sino que entran en una categoría muy distinta.
Podemos nombrar lo exterior, lo que nos encontramos dado, pero hay muchos otros ámbitos en
los que manejamos las formulaciones verbales como si lo fueran. Y es ahí donde Flaubert deja al
descubierto su esencia lingüística. El amor, palabra única, es todo aquello que cada uno siente y
que denomina como tal; la verdad es todo lo que uno alcanza; la felicidad se rellena con los
sueños.
El antropólogo americano Clifford Geertz explica este proceso de construcción de la expresión
del sentimiento de la siguiente forma:
Para formar nuestras mentes debemos debemos saber qué sentimos de las cosas; y para
saber qué sentimos de las cosas necesitamos las imágenes públicas del sentimiento que
sólo el rito, el mito y el arte pueden proporcionarnos.(16)
Lo señalado por Geertz implica la existencia de un cuerpo de codificaciones del sentimiento, un
repertorio de formulaciones en las que encajamos lo que de por sí es inefable. Los "grandes
sentimientos" son en realidad "grandes expresiones" de eso que denominanos sentimiento. No
existe expresión directa del sentimiento. O sólo existe el grito, de placer o de dolor. La metáfora
está presente en la exteriorización del sujeto como elemento básico. Esto significa que nos
construimos en cuanto sujetos; que nuestra realidad, en cuanto tales sujetos, es un conjunto de
metáforas, eso que Geertz denomina "imágenes públicas". Puestas a nuestro alcance, esas
imágenes nos enseñan a sentir o, al menos, a codificar nuestros sentimientos.
La afirmación de La Rochefoucauld -algunos no se enamorarían de no haber oído hablar antes
del amor- concuerda con lo dicho. ¿Qué es la historia de Emma Bovary sino el drama de quien
ha obtenido una imágenes equivocadas, de quien se ha forzado a sí misma a vivir hasta el final
las más enloquecidas expresiones del sentimiento? Queriendo ser auténtica, Emma Bovary se ha
convertido en un ser plagado de metáforas, de discursos, tal como Bouvard y Pecuchet se
llenaron de teorías científicas; queriendo ser sublime, Emma se hundió en lo grotesco. La
ingenuidad de Emma la lleva a creer que tras las metáforas expresivas del amor se encuentra una
realidad que intenta reproducir desesperadamente en ella misma.
Pero Flaubert no achaca el problema a la metáfora. De hecho, la defiende abiertamente. Como
creador que es, defiende la metáfora creadora frente a la metáfora gastada. El esfuerzo no es el
del sentimiento, que es el que es, sino el de la creación de la expresión. Es a través de esas
metáforas como es posible formalizar el sentimiento. Vamos buscando nuestras propias
metáforas para encontarnos a nosotros mismos, para encontrar nuestra supuesta esencia, cuando
lo que hacemos realmente es construirnos a través de la palabra, darnos nuestra propia forma y
sentido. En el lenguaje nos encontramos a nosotros mismos, en nuestra autenticidad o en nuestra
falsedad.
Lo que el escritor -el artista- hace es ofrecer nuevas metáforas, no nuevos sentimientos. Hay una
carta reveladora de Flaubert a Louise Colet, de 1846, en la que muestra su visión del trabajo
literario:
[...] He escrito páginas muy tiernas sin amor, y páginas ardientes sin ningún fuego en la sangre.
He imaginado, he recordado, he combinado. Lo que has leído no son recuerdos de nada. (17)
Aquí defiende Flaubert la "autenticidad" y, a la vez, la "vaciedad" de la metáfora: expresión del
amor sin amor. Es aquí en donde debemos encontrar la explicación de la doctrina de la
impersonalidad del arte, del distanciamiento. El concepto romántico de la escritura, en su
vertiente más tópica, se viene abajo. La metáfora auténtica no es la que tiene un referente real,
sino la que consigue su objetivo. No existe falsedad en lo ardiente de la expresión porque no
haya nada tras de ella. Ella misma es la que ofrece su autenticidad: autenticidad del discurso en
sí mismo. La diferencia estriba en el desgaste de las metáforas. El artista, obligado a buscar entre
el lenguaje, se lanza a la creación de nuevas formas de expresión. Flaubert no buscaba crear
nada; buscaba la "palabra justa", la palabra ajustada: correspondencia entre la intención y su
expresión. No busca transmitir lo que no siente, sino crear lo que no necesita sentir. El mito del
poeta atormentado, del poeta insatisfecho, del sufrimiento como motor de la creación cae en
beneficio del artífice, del trabajador de la materia poética, que deja de ser el sentimiento o la
realidad material para pasar a ser el lenguaje.
Con Flaubert, el lenguaje deja de ser el medio para pasar a ser el origen y el fin. La realidad es
material y lingüística. Es dada y recreada. El poeta inventa y, porque inventa, crea. Pone en
circulación metáforas, formas que es posible amar por ellas mismas y no por lo que
supuestamente transmiten.
Nos deja con un problema, el del autoengaño: el construirnos sobre las palabras que nos ofrecen
mayor satisfacción. Quizá nunca mintamos más que cuando nos definimos a nosotros mismos. Al
definirnos, buscamos aquellas palabras en las que nos acogemos. Nos decimos y, al decirnos, nos
limitamos; nos damos un carácter de entidades cerradas, es decir, presuponemos un "yo" -otra de
las grandes palabras de Occidente-, estable, que se define desde una serie de parámetros
concretos. Emma Bovary se construyó un ser poetizado, un ser que se definía por su deseo de
emulación de esas heroinas literarias que no estaban compuestas más que por palabras. En su
autoengaño, Emma se convirtió en un ser vacío, tan vacío como las palabras con las que rellenó
su vida. Discursos falsos sólo pueden engendrar falsedades; adherirse a lo falso, a lo gastado, a lo
falsamente auténtico, al tópico, equivale a renunciar a la búsqueda de un discurso propio,
renunciar a un decirse auténtico. Nosotros no inventamos el lenguaje, tan sólo lo usamos. Pero la
palabra permite la búsqueda cuando se aleja del tópico. El tópico, ese discurso predefinido, no
sólo no nos revela, sino que nos encubre. Nos da una solución prestada a nuestra definición. La
lucha con las palabras es dura. Las expresiones "me faltan palabras para decir..." o "no puedo
decirlo con claridad..." presuponen la existencia de algo que no logra transpasar su condición de
idea o sentimiento para poder tomar cuerpo en el discurso. Lo "inefable", lo "indescriptible",
adquiere un estatus superior a lo que sí puede ser dicho. Así, hablamos de una "belleza
indescriptible", de un "sentimiento que no puede ser encerrado en palabras", etc. Todas estas
expresiones parecen señalar que "lo que se quiere decir" es superior a "lo que puede ser dicho",
que "las palabras no hacen justicia", "se quedan cortas", como se suele decir.
La expresión contraria, "eso son sólo palabras" manifiesta la vaciedad del discurso. Es el camino
que escoge Flaubert. Porque ¿qué es la literatura sino "sólo palabras"? Palabras que buscan
alcanzar su belleza en un discurso cuyo fin es la belleza misma. La palabra literaria es la
estilización de los múltiples discursos. Las palabras de Emma son falsedades. El discurso que
acoge las palabras de Emma, en cambio, puede ser verdadero porque su finalidad es otra. Las
palabras son las mismas, pero cambia su finalidad porque cambia su contexto y su intención.
Flaubert se planteó el gran reto de querer construir un texto literario con seres vulgares que
decían discursos vulgares y falsos. Queriendo destruir una literatura que se basaba en la
autenticidad de las afirmaciones -la literatura que había seducido a Emma-, Flaubert intentó
reproducir fielmente esa vaciedad:
Choco con situaciones comunes y con un diálogo trivial. Escribir bien lo mediocre y
hacer que al mismo tiempo conserve su aspecto, su corte, sus propias palabras, es
verdaderamente diabólico, y veo desfilar ahora ante mí esas lindezas en perspectiva
durante treinta páginas al menos.(18)
¿Por qué puede ser una obra maestra un texto lleno de palabras vacías, de diálogos triviales, de
seres falsos? Sí y precisamente porque es ahí donde está el valor revelador del auténtico arte.
¿Cómo se puede "escribir bien lo mediocre", se pregunta Flaubert? ¿Cómo escribirlo bien sin
modificarlo, sin que deje de mostrarse total y absolutamente mediocre y falso? La obra de
Flaubert es arte porque revela en sus páginas la misma vaciedad que reproduce. No la la oculta,
no la disfraza. Logra el equilibrio perfecto entre los discursos recogidos y su reproducción
estética. Lo que sonaría a nuestros oídos en la vida real como pura palabrería, como charla
intranscendente, se transforma en discurso literario y alcanza su pleno valor estético.
Nos queda, para terminar, un último punto: la difusión de los tópicos. Flaubert no pudo ni si
quiera soñar con el alcance y efecto de los medios de comunicación de los que hoy disponemos.
Milan Kundera sí, y se refiere al «irresistible incremento de las ideas preconcebidas que, una vez
inscritas en los ordenadores, propagadas por los medios de comunicación, amenazan con
transformarse pronto en una fuerza que aplastará cualquier pensamiento original e individual y
ahogará así la esencia misma de la cultura europea de la Edad Moderna» (19)
Si el descubrimiento de Flaubert es correcto -el que la necedad tiene su camino paralelo junto al
conocimiento-, los medios de los que hoy se dispone permitirían que los tópicos se instauraran
con mayor rapidez. Es decir, al igual que hoy los conocimientos se pueden comunicar
masivamente, también, por los mismos medios, se puede canalizar el no-pensamiento.
Hemos afirmado anteriormente que el mundo puede ser entendido como un complejo tejido de
discursos diversos que luchan por imponerse. No es un problema de competencia entre ellos, es
un problema de imponer una forma de relacionarse con lo que nos rodea, es decir, de imponer
uno de ellos como verdad. El sentido crítico de Flaubert le permitió reconocer el tópico bajo la
apariencia de esa verdad.
Si algo podemos aprender de Gustave Flaubert es a recelar de los discursos, a recelar de lo que
parece ser verdad, y, sobre todo, a recelar de lo evidente. Las cosas suelen ser fáciles de explicar
cuando la explicación es fácil. Pero en el tejido de lo obvio siempre hay fisuras que, si se logran
agrandar, permiten el paso de la luz. Flaubert reflejó lo que oía, pero nos hizo percibirlo a través
de un nuevo cristal que eliminaba las imperfecciones de los anteriores. Su mirada -y con ella la
nuestra- saltó por encima de los prejuicios, de los tópicos, de todo aquello que hacía que el
pensamiento no fuera libre en su avance. El consejo que le dio a Guy de Maupassant es válido
para todo aquel que cuenta el mundo, literato o informador:
Hay, en todo, algo inexplorado, porque estamos habituados a no servirnos de nuestros
ojos, sino con el recuerdo de lo que se ha pensado antes que nosotros sobre aquello que
contemplamos. La menor cosa contiene un poco de desconocido. Encontrémoslo. Para
describir un fuego que llamea y un árbol en una llanura, permanezcamos ante ese fuego y
ese árbol hasta que no se parezcan ya, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro
fuego.(20)
Si lo queremos traducir a nuestras circunstancias, diremos: miremos la realidad con tanta
atención que logremos olvidar la costra que formaron las palabras dichas sobre ella. Mirémosla
hasta que broten nuevas palabras que nos ayuden a decir cada día el mundo. Mirémosla hasta que
la verdad que encontremos sea, al menos, la nuestra.
Notas:
1. Hugo von Hofmannsthal, Carta de Lord Chandos, Madrid, Colegio oficial de
arquitectos técnicos y aparejadores de Madrid, 1982. pág. 30. Traducción de José
Quetglas.
2. Gustave Flaubert,Cartas a Louise Colet, Madrid, Siruela, 1989, pág. 246. Trad. de
Ignacio Malaxecheverría.
3. Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, Barcelona, Bruguera, 1978, pág. 335 [trad.
de J. C. Silvi].
4. pág. 341.
5. pág. 312.
6. págs. 339 y 346.
7. Milan Kundera, El arte de la novela, Barcelona, Tusquets, 1987, pág. 176.
Traducción de F. de Valenzuela y Mª V. Villaverde.
8. Ibíd., págs. 176-177.
9. Gustave Flaubert, Madame Bovary, Madrid, Cátedra, 1986 pág. 300. Traducción
de Germán Palacios.
10. Michel Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 3ª ed. 1987, pág 19
y ss.
11. Émile Benveniste, Problemas de lingüística general I, México, Siglo XXI, 16ª ed.
1991, pág. 181
12. Ponge, cit. por Julia Kristeva, Semiótica 1, Madrid, Fundamentos, 2ª ed. 1981,
pág. 203
13. Émile Durkheim, Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas. La
evolución pedagógica en Francia, Madrid, Las ediciones de la Piqueta, 2ª, 1992, pág.
278
14. Duque de La Rochefoucauld, Reflexiones o sentencias y Máximas morales,
Barcelona, Bruguera, pág. 48
15. G. Flaubert, op. cit. págs. 260-261.
16. C. Geertz, cit. por Giovanni Levi, en Sobre microhistoria, en Peter Burke, Formas
de hacer historia, Madrid, Alianza, 1991, pág. 129.
17. Gustave Flaubert, --,pág. 146.
18. Carta del 12 de septiembre de 1853. págs. 324-325.
19. Milan Kundera, op. cit. pág. 177.
20. Guy de Maupassant, Prefacio de Pedro y Juan, Madrid, EDAF, 1970, pág. 30.
© Joaquín Mª Aguirre 1996
El URL de este documento es http://www.ucm.es/OTROS/especulo/numero4/g_flaub.htm