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ARTEMIO Y LAS ACEITUNAS

Gracias Kyoko, por tus valiosos comentarios


Viajaban las nubes pesadas de agua, cubriendo el cielo de presentimientos. Desde la ventana del
tren, se vislumbraban sus formas a lo alto y desde el pasillo se adivinaban, por la falta de luz
exterior. Artemio, con dolores en la parte baja de su espalda de tanto estar sentado, decidió
caminar. Un fuerte impulso lo llevó a hacerlo en contra de la dirección del tren. El río, también
visible desde las ventanas, que ahora iban pasando una a una frente a Artemio, seguía su paso
habitual hacia el mar, justo en dirección opuesta al avance de las nubes. Todo fluía hacia alguna
parte, nada estaba quieto. La manga de una chaqueta colgando oscilaba como péndulo marcando
el tiempo. Artemio y sus pasos hacia el norte. El tren y su marcha hacia el sur. El río fluyendo
hacia el este. Las nubes veloces al oeste. Un leve, casi imperceptible mareo giró en la conciencia
de Artemio, que por un segundo perdió noción del mundo y su presencia.
El tren se detuvo. No se suponía que parara todavía, faltaba una media hora para la próxima
estación, según Artemio. Curioso, miró por la ventana, y vio una estación que jamás había visto. El
piso estaba hecho de cerámica, en colores anaranjados, rojo pálido, amarillos con tinte naranja.
Los bancos de azulejos crema, semi-transparentes, con incrustaciones de conchas marinas. La
cabina telefónica no era como ninguna que él recordase. Nadie bajaba, nadie subía, ningún
pasajero parecía esperar. Una sensación de vacío total, quietud. Sólo el tren, la estación, y él. Sin
saber por qué, se bajó. Caminó unos pasos, sin rumbo aparente. El tren desapareció de su vista,
pero sabía que estaba allí, detenido, esperándolo.
Sabía que bastaba deshacer sus pasos para llegar a él, para llegar a su rutina, a su casa vacía, a
sus revistas de moda, donde miraba mujeres esbeltas, a su telenovela llorona y repetida, a su
frasco de aceitunas con pedacitos de pimentón rojo, a su colección de cactus enanos que regaba
una vez a la semana, con gotario. Dio un paso más, y se detuvo, sin saber si regresar. Mantenía la
vista baja, pero el oído agudo, a la espera de cualquier señal de partida. Levantó la vista.
Se encontró con una cara. Un rostro delicado, de labios rosal silvestre, cejas acentuadas, orejas
pequeñas, tenue perfume de alelíes, profusas y finas pestañas. El rostro esbozó una sonrisa. No
fue una sonrisa insulsa, ni irónica, ni atrevida. Grata, apenas interrogante, espontánea.
Artemio sonrió levemente, pero frenó su gesto impulsivo. Se preguntó quién podría ser, de dónde
había salido, qué buscaba. Pensó, aunque sólo por un momento, saludarla, preguntarle cuál era el
nombre de la estación, por qué el tren no se había detenido allí nunca antes, por qué no había más
personas esperando (quién era, cómo se llamaba, qué perfume usaba, tan sutilmente fragante,
cómo era que sus labios podían tener ese color tan natural y tan tentador). Un quejido de metales
quebró el encanto, recordándole el paso del espacio en el tiempo. Miró aquel rostro por última vez,
con aparente atención, sin realmente verlo.
Dio la media vuelta y casi corriendo llegó a la escalinata, mientras la imagen última y fugaz de un
rostro que todavía sonreía cruzó su subconsciente como una flecha, perdiéndose en algún rincón
de sus noches.
Corría el tren hacia su destino, cruzando los últimos desvíos del camino, con su carga interna de
circunstancias humanas. Su mente en blanco, pasajera, recuperó la rutina de las sonrisas que no
se muestran, en los ojos de un Artemio contento de haberse subido a tiempo para no perder el
comienzo de su telenovela, esos golpes musicales de alerta que hacían prever dramáticos
sucesos, esas caras simulando graves pasiones, las aceitunas verde añejo con sus botones rojos,
que algún día la memoria.

Jorge Braña

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