Está en la página 1de 4

Sobre la filosofía de la ciencia

En el presente escrito me propongo responder, aunque muy someramente, a la pregunta ¿de


qué y cómo se ocupa la filosofía de la ciencia? La designación “filósofo de la ciencia” es algo
engañosa, pues en una primera lectura sugiere que el objeto de estudio de éste pensador es
netamente la ciencia. Esa idea es solo parcialmente correcta. Muchos científicos -generalmente
los precursores de un novedoso programa de investigación- se han encontrado con inquietantes
preguntas en el rumbo de sus indagaciones. Los primeros psicólogos, de finales del siglo XIX
debieron cuestionar si los llamados sucesos mentales o fenómenos psíquicos obedecen a leyes
de la misma manera que los elementos materiales, fácilmente observables. Asimismo, los físicos
del siglo XX en algún momento se vieron enfrentados en enconadas discusiones para decidir si la
incertidumbre es producto de las limitaciones cognitivas de los humanos, o si acaso es una
manifestación del natural azar en el que estamos inmersos. De cualquier manera, ya fuese en la
fundación de un nuevo campo o en la crisis de una disciplina ya madura, varios científicos
tuvieron que dedicarse a encarar sus ciencias filosóficamente.

Sin embargo, esta clase de reflexiones atañen a asuntos internos de cada ciencia en problemas,
dejando por fuera -o dando por sentadas- cuestiones más abstractas, como por ejemplo las
relaciones que podemos o que no podemos establecer entre las diversas ciencias. La filosofía de
la ciencia se encarga de estos asuntos internos, aunque su dominio no se agota en éstos. De
hecho, al filósofo de la ciencia se le conoce más por pensar desde fuera. En este sentido, su
especialidad es un estudio de segundo orden, como dirían Díez y Moulines (1997), dado que es
un teorizar (filosófico) sobre el teorizar (científico).

Por ejemplo, el siglo XX se caracterizó por albergar numerosos coloquios, congresos, debates y
publicaciones acerca del problema de la demarcación, que tenía como objetivo trazar una línea
divisoria entre la ciencia y la no-ciencia. También en ésa época se discutió arduamente sobre la
naturaleza del cambio y el progreso en las ciencias. Estos temas externos son de especial interés
para la filosofía de la ciencia, ya que sientan las bases para las ulteriores reflexiones sobre los
temas internos de cada ciencia. Por todo lo anterior, la filosofía de la ciencia se ocupa de
desarrollar una teoría -mucho más general y abstracta que cualquier teoría de las ciencias- sobre
el conocimiento humano, que justifique los métodos empleados y los resultados obtenidos en
las investigaciones que buscan la verdad acerca de los fenómenos y objetos de nuestra realidad.
En este sentido, el objeto de estudio de la filosofía de la ciencia no es por sí misma la empresa
científica, como sí lo es la naturaleza del conocimiento humano. De defender a la ciencia como la
mejor forma de conocimiento existente, o de por el contrario atacar sistemáticamente, son cosas
que se derivan de esa teoría que en tanto filósofos desarrollan algunos.

Ahora bien, es un lugar común pensar que esta “teoría del conocimiento” tiene que ver más con
la psicología que con la filosofía. pero el hecho de que haya habido filosofía de la psicología es
un primer indicio de la autonomía de aquella sobre ésta. La crítica a este punto de vista nos
servirá de tránsito hacia lo que considero es la primer herramienta del filósofo de la ciencia. Esta
perspectiva normalmente se esfuerza por rastrear las ideas de los científicos hasta su origen, así
como de describir la convicción que el científico promedio deposita en las teorías, tanto propias
como aprendidas o heredadas. Aunque proceder de esta manera puede resultar una actividad
interesante (más para el psicólogo cognitivo), en tanto ejercicio filosófico no representa mayor
contribución, porque no colabora con la ciencia en alcanzar el objetivo supremo: que las teorías
sean verdaderas. Esto ya ha sido suficientemente desarrollado por Frege (1998) en su
investigación sobre el pensamiento: nadie puede decir que los procesos mentales del
matemático que resuelve cierto problema son parte de la demostración de que efectivamente
ha encontrado la prueba correcta de cierto cálculo. Aunque un buen día Kekulé haya despertado
con la imagen del benceno en su mente, que sea verdad que así podamos representar el
elemento químico depende de cómo él justifica su propuesta a sus colegas científicos (Popper,
1980; 1992).

En este orden de ideas, el conocimiento científico no debe buscarse en las cabezas de cada
científico individual, sino en las proposiciones que éstos arrojan al mundo mediante la
objetivación que les permite el lenguaje (Russell, 1983). Continuando con Frege (1998), al
filósofo de la ciencia le interesa el contenido objetivo de los pensamientos -que puede ser
propiedad de muchos-, y no el proceso subjetivo de pensar. Separadas, cada proposición puede
ser verdadera o falsa, en tanto describe un estado de cosas en algún momento determinado; en
conjunto, constituyen un argumento (con premisas y conclusiones) que puede ser válido o
inválido, y preferiblemente satisfactorio. Estas son las primeras razones por las cuales afirmo que
la herramienta por excelencia de cualquier filósofo de la ciencia es la lógica; con ella, se ocupa
del análisis lógico del lenguaje científico (Carnap 1990; 1998).

Dicho análisis invierte todo su esmero en definir y jerarquizar los conceptos científicos, y es de
gran importancia para la filosofía de la ciencia dado que aclara aquellos conceptos propios de
cada ciencia (aspecto interno), así como elucida los conceptos que necesariamente se tienen en
cuenta en cualquiera de las muchas ciencias (aspecto externo). En cuanto a los internos,
podemos convenir en que la biología avanza con mayor seguridad si los conceptos
de vida o evolución son mucho más precisos; para la psicología -tan fragmentada en la
actualidad- siempre será necesaria una mejor definición del concepto de mente, e incluso el
de inteligencia; los físicos también operan con conceptos que no acostumbran definir en
profundidad, tales como materia, tiempo, y espacio. Pero quizá sea en los conceptos esenciales
para toda ciencia donde la filosofía puede y debe hacer su mayor aporte, empezando con la
noción de causalidad. El mismo Frege (1998) expresó sucintamente que las ciencias se encargan
de buscar leyes, mientras que la lógica se ocupa de encontrar las leyes del ser verdad.

No obstante, los prometedores alcances del análisis lógico del lenguaje, concentrarse
exclusivamente en la dimensión formal de las ciencias puede extraviar al filósofo de la ciencia,
induciendole a confeccionar complejos entramados de símbolos que, a fin de cuentas, no
describen lo que en realidad sucede en la práctica científica. Thomas Kuhn (1994) fue uno de los
tantos filósofos que notaron esto y se quejaron del exceso de lógica en los debates
contemporáneos sobre filosofía de la ciencia. Según Kuhn (1994), si las teorías pueden funcionar
sin mucho formalismo, el epistemólogo no debería dar una versión más formalizada de éstas,
sino que debe explicar cómo y por qué es que funcionan a pesar de todo.

La historia, como método de la filosofía de la ciencia, aún no es plenamente aceptada. Incluso se


ha hablado de la existencia de dos escuelas enfrentadas por este tema. En este ensayo asumo la
postura descrita por Imre Lakatos (1989), quien parafraseando a Kant, afirmó que “la filosofía de
la ciencia sin historia de la ciencia es vacía; y la historia de la ciencia sin filosofía de la ciencia es
ciega” (p.134). Es importante acotar esta proposición. Un punto de vista excesivamente lógico a
menudo se decanta en absurdos o sin sentidos para el sentido común. Por ejemplo, el
escepticismo es lógicamente impecable, pero ningún científico podría vivir más de un par de
horas con esa filosofía en mente. De la misma forma, una acentuada insistencia en la historia
sólo permite afirmar “así se ha hecho ciencia antes”, pero difícilmente puede juzgar si ha sido
racional que así haya sido la manera de proceder de los científicos.

En vista de lo anterior, más que describir la práctica científica, que consiste en experimentar y
teorizar, la historia de la ciencia le sirve al filósofo de la ciencia para prescribir con fundamento;
no solo dice “así lo ha hecho Galileo” (lo que sería simple e irracionalmente una apelación a la
autoridad), sino más bien “así tuvo que hacerlo Galileo”. Paul K. Feyerabend (1986) es un buen
ejemplo de éste método. El éxito de Galileo no fue producto de una violación del método que
ocurrió por accidente; al contrario, hubo de ignorar voluntariamente la cantidad de evidencias
empíricas contra su teoría. Si era cierto que la tierra estaba en movimiento, entonces un objeto
no debía caer en línea recta si era liberado en caída libre sino en una suerte de movimiento
parabólico, cosa que no sucedía. A pesar de que la lógica parezca proporcionar infalibles normas
para los científicos, lo cierto es que la historia está plagada de episodios en los cuales los
investigadores procedieron muchas veces contra todo método. Si estos personajes son
considerados hoy protagonistas en la historia del pensamiento, entonces la filosofía de la ciencia
debe servirse de la historia de la ciencia para analizar mejor el problema de la racionalidad y la
irracionalidad de la ciencia considerada en conjunto así como de cada científico.

Referencias

Frege, G. (1998). Ensayos de semántica y filosofía de la lógica. España: Tecnos.

Feyerabend, P. (1986). Contra el método. España: Tecnos.

Lakatos, I. (1989). La metodología de los programas de investigación. España: Alianza

Popper, K. (1992). Conocimiento objetivo. España: Tecnos.

Popper, K. (1980). La lógica de la investigación científica. España: Tecnos.

Díez, J. A., y Moulines, C. U. (1997). Fundamentos de filosofía de la ciencia. España: Ariel

Russell, B. (1983). El conocimiento humano. España: Orbis.

Carnap, R. (1990). Pseudoproblemas en filosofía. México: UNAM


Carnap, R. (1998). Filosofía y sintaxis lógica. México: UNAM.

Kuhn, T. (1994). ¿Qué son las revoluciones científicas? España: Altaya.

También podría gustarte