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Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

20 octubre 2019

Lc 18, 1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar
siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una
ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad
había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»;
por algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me
importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia,
no vaya a acabar pegándome en la cara»”. Y el Señor respondió: “Fijaos en lo
que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le
gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin
tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la
tierra?”.

¿ORAR TODAVÍA?

No podemos saber con certeza si este relato –la parábola del


“juez inicuo”– salió de los labios de Jesús o, por el contrario, con mayor
probabilidad –se trata de un texto que no aparece en los otros
evangelios–, fue una creación de Lucas, en su interés catequético por
insistir en la necesidad de orar incesantemente.

Sea como fuere, no se podía haber elegido una comparación


más desafortunada, al comparar a Dios con un juez sin escrúpulos, que
cede únicamente para que dejen de importunarlo.

Parece claro que, a medida que crece en consciencia, el ser


humano se ve llevado a desechar la llamada “oración de petición”. Y
ello no desde una actitud arrogante, sino gracias a una mayor
comprensión de lo que se halla en juego.

La oración de petición yerra en dos sentidos: por un lado, falsea


la imagen de Dios, al dar por supuesto que podría portarse mejor de lo
que lo hace y, por otro, nos mantiene en el engaño acerca de nuestra
verdadera identidad.

Esa forma de oración –y más allá de la intención del orante–,


transmite la imagen de un Dios avaro de sus dones, un tanto arbitrario
e incluso caprichoso a la hora de otorgarlos, a la vez que insensible –
como el juez de la parábola–, ya que necesita que se le insista
incesantemente para conseguir que doblegue su voluntad. ¿Qué dios
sería ese, sino una mera proyección antropomórfica, fruto de una
mente infantil?

Pero hay más. Esa forma de oración identifica al orante como


carencia, que necesita “algo” de fuera que lo complete: orar, desde
esta perspectiva, significa implorar todo aquello que podría liberarnos
de la carencia, otorgándonos un estado de mayor bienestar. Es
innegable que la persona en la que nos experimentamos es sumamente
frágil y vulnerable, pero es un error tomarla como si fuera nuestra
identidad. Somos plenitud. Y lo único que necesitamos es tomar
consciencia de ello, de una forma experiencial, para vivirnos en
coherencia con lo que somos.

Con este planteamiento, ¿deja de tener sentido la oración? Si


se refiere a la oración de petición, la respuesta solo puede ser
afirmativa. Sin embargo, ello no significa dejar de vivir otras actitudes
orantes como el sobrecogimiento, la admiración, la gratitud y, sobre
todo, el Silencio.

La oración va tomando la forma de alineamiento con lo real, de


unificación con la Vida –“Que no se haga lo que yo quiero, sino lo que
quieres tú”–, hasta comprender que somos uno con ella. Hemos
comprendido que el Dios al que nos dirigíamos no es un Ente separado,
sino el Fondo último de todo lo real, también de nosotros mismos.

Al comprenderlo, la oración se torna silencio contemplativo que


nos conduce desde el estado mental –que nos identificaba con el yo
separado– hasta el estado de presencia, en el que nos descubrimos
como plenitud.

¿Qué “oración” vivo?

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