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LA VIDA ESPIRITUAL
EN LOS PRIMEROS SIGLOS CRISTIANOS
Una conversión tan profunda y abarcante era algo casi exclusivo del
cristianismo: en el mundo greco-romano no era infrecuente añadir a la vida personal,
familiar o social nuevos dioses, creencias, prácticas, etc. (había un gran eclecticismo),
pero casi nunca sustituyendo a los anteriores y, desde luego, sin que supusiera un
profundo cambio de vida, como lo era el paso del paganismo al cristianismo. Éste, en
efecto, exigía renunciar al mismo eclecticismo: no se podía «añadir» a ninguna otra
religión o creencia pagana; más aún, su triunfo debía suponer la desaparición de esas
otras religiones, en cuanto caminos que no conducen por sí mismos a Dios, aunque la
doctrina cristiana propugne la libertad de las conciencias.
Esa aparente «intolerancia» cristiana no era comprendida por los paganos, que
quizá sí hubieran estado dispuestos a admitir un «dios» más, el «Dios cristiano», si los
propios cristianos se hubieran limitado a ser una religión más dentro del imperio.
Pero también las condiciones del ambiente colaboraron. Entre ellas, un deseo de
verdad, insatisfecho con las explicaciones religiosas, filosóficas y científicas del
momento, y que el cristianismo cubría admirablemente con su presentación de una
única Verdad, completa Y abarcante, personal, viva y encarnada. También, el hastío de
muchos ante las doctrinas sobre la fatalidad y el destino: la dependencia de id unos
dioses caprichosos y veleidosos; las supersticiones, magias y auspicios; las prácticas
religiosas con escaso sentido y resultados, etc. El equilibrio cristiano entre gracia y
libertad, entre omnipotencia de Dios y misericordia; y la centralidad y riqueza del
Amor en su enseñanza y su vida solucionaba todo esto y resultaba atractivo y
convincente para las mentalidades de la época, sobre todo para aquellas más abiertas,
con mayor capacidad de ilusión, con más ansias de amor y entrega.
Esa misma verdad cristiana, que tenía una indudable fuerza de atracción, podía
presentar también otra cara: la de unos dogmas considerados escandalosos o
disparatados para la mentalidad de las religiones tradicionales del imperio romano; la
de unas verdades presentadas corno algo que se debe creer y que exceden a la
capacidad natural de entender (algo poco común en las demás religiones, que no se
apoyaban en una verdadera exigencia de fe); verdades que trascienden claramente las
realidades creadas (los dioses paganos eran poco «sobrenaturales», por decirlo así).
De acuerdo con todo esto, para los primeros cristianos la conversión llevaba
consigo, por sí misma, no sólo una decisión seria de aspirar a la santidad, sino haber
alcanzado ya un elevado nivel de práctica de las virtudes, de espíritu de sacrificio, de
piedad, etc. Es decir, en muchos recién convertidos de la época hallamos todos los
elementos necesarios para la santidad y, en muchos casos, ya considerablemente
desarrollados.
2.- EL MARTIRIO
De esta forma, las dos primeras acepciones del término martirio se pueden
entender como una comprobación patente y externa de que la persona que da ese
testimonio es un verdadero cristiano, y por tanto, un santo: es decir, alguien que ha
merecido alcanzar la vida eterna. Los que mueren sin derramar su sangre pueden,
desde luego, estar también en el cielo, pero no hay esas evidencias tan claras, y se
deben buscar otros caminos para demostrarlo.
Sin embargo, en aquella época no había un interés expreso por buscar otra vía
demostrativa de la santidad, ya que abundaban los mártires de toda edad y condición y,
por tanto, los modelos de santidad y los intercesores para todo tipo de cristianos. Sólo
cuando desapareció el martirio masivo y sistemático, de forma espontánea el pueblo
fiel, y la propia jerarquía oficialmente —por medio de procesos de canonización o
sancionando la piedad popular consolidada—, se preocuparon de buscar criterios
alternativos para la constatación de la santidad de un cristiano.
El martirio era visto, pues, como una prueba del intenso y heroico amor a Dios
que posee el que lo sufre, y una perfecta imitación de Jesucristo, pues se le sigue hasta
en la muerte violenta e injusta, análoga a la que El mismo sufrió.
Son venerados cómo mártires, desde luego, los Apóstoles y otros personajes
neotestamentarios; muchos papas, como por ejemplo: Clemente I, Evaristo, Calixto
I, Cornelio, Fabián; numerosos obispos: Ignacio, Policarpo, Ireneo, Cipriano,
Dionisio, Saturnino; presbíteros: Gregorio, Faustino, Benigno; diáconos: Lorenzo,
Vicente...
Quizá los de culto más extendido y popular sean algunos de los recogidos en el
canon romano; pero prácticamente cada ciudad y pueblo de los comprendidos en las
fronteras del antiguo imperio romano venera a uno o varios mártires de su lugar, o
cuyas reliquias llegaron allí en época remota.
Hay datos de mártires distribuidos a lo largo de los tres siglos; pero el mayor
número y los más conocidos pertenecen a las últimas y más terribles persecuciones: la
de Decio, a mediados del siglo III, y la de Diocleciano, en los primeros años del siglo
IV, inmediatamente antes de la paz de Constantino. Entre esos dos momentos, en
cambio, se sitúa el periodo de mayor paz para los cristianos y el de mayor expansión
numérica de la primitiva Iglesia, que llegó así fortalecida por la sangre de los mártires
a la nueva etapa que se abrió en torno al 313.
Podemos concluir que, en estos primeros siglos, se dio una casi total
identificación entre los conceptos de martirio y santidad, tanto práctica como teórica,
ya que, aunque se admitiera la santidad al margen del martirio, todo cristiano era
entonces un mártir en potencia, y hallarse bien dispuesto para esa muerte cruenta era
lo mismo que vivir santamente la vida cristiana.
No es del todo correcta, por tanto, la imagen con que se presenta a veces la vida
de los primeros cristianos: una continua persecución, con ocultación casi permanente
en las catacumbas... De hecho, los periodos de verdadera persecución son
relativamente breves y muy localizados geográficamente, salvo durante las
mencionadas persecuciones de Decio y Diocleciano, y la anterior de Septimio Severo.
Sin embargo, sí que existía casi continuamente el peligro de persecución y martirio:
esto suponía el acicate para la santidad que ya hemos comentado, pero casi nunca una
pérdida de la normalidad en la vida familiar, social y profesional de los cristianos,
entretejida con su vida espiritual.
Más aún, la respuesta mejor y más común que daban los cristianos a las
persecuciones y calumnias de los paganos era seguir con su vida normal, mostrando
que eran buenos ciudadanos, precisamente por ser cristianos, y que sólo había caridad
donde los demás querían ver crímenes o aberraciones. Esto otorga un especial valor a
los testimonios sobre esa vida ordinaria «cristianizada» por los fieles en estos primeros
siglos.
Los primeros cristianos destacaban, pues, por la unión entre esa vida ordinaria,
profundamente humana, normal, y los aspectos más espirituales, divinos: esto es lo
que provocaba las famosas aparentes paradojas en su comportamiento, tan bien
descritas por la Epístola a Diogneto. Esa unidad brotaba de la íntima realidad de la
vida cristiana: así como Jesucristo es perfecto Dios y perfecto Hombre, en unidad de
Persona, la participación de sus discípulos en su vida divina no hace sino reforzar su
normal condición humana. Los Padres y escritores de la época insisten en la unidad de
la vida cristiana, y en su naturalidad y sencillez ante Dios y ante el prójimo:
simplicidad de mente y de corazón, en la palabra y en la conducta; coherencia de vida
con la fe firme recibida de los Apóstoles.
4.- LA ORACIÓN
Por lo que se refiere a la oración de tipo más personal, muy ligada por lo demás
a la liturgia, el Padrenuestro es, como hemos dicho, la oración más alabada,
recomendada y comentada; hasta el punto de constituir el centro y armazón de los
primeros tratados sobre la oración (los de Orígenes, Tertuliano y San Cipriano), que
pueden ser considerados, a su vez, las primeras obras escritas de contenido propia y
casi exclusivamente espiritual.
Por su notable influjo apostólico cabe destacar, una vez más, el valor del
testimonio de los mártires y de los confesores: su eficacia fue considerable, tanto en
el fortalecimiento de la propia comunidad cristiana como en la obtención de nuevas
conversiones; desde soldados, funcionarios o presos comunes que se relacionaban
con los prisioneros cristianos, hasta familiares, amigos o conocidos animados por su
heroísmo.
Entre los escritos más antiguos hay abundantes testimonios sobre la existencia y
la vida de estos cristianos, y pronto surgieron las primeras obras destinadas
expresamente a ellos. Respecto a la terminología usada, asceta significa el que se
«ejercita» en la virtud, y se suele reservar para los varones que llevaban esta forma de
vida célibe. El término virgen, en cambio, tiene un uso anterior, mucho más común, y
se tiende a reservarlo para las mujeres. Vivían, por tanto, este tipo de vida tanto
varones —no necesariamente clérigos— como mujeres; y su rasgo principal y
determinante era la virginidad, vivida «por el reino de los cielos», con evidente
fundamento bíblico.
Entre los cristianos era conocida habitualmente esta forma de vida, y los que la
practicaban eran tratados con cierta deferencia y honor, sobre todo en las reuniones
litúrgicas. Por otra parte, su existencia era un motivo de orgullo para la comunidad
correspondiente. En ocasiones, los pastores los presentaban como ejemplo para los
demás cristianos y, más aún, ante los paganos, para salir al paso de las críticas injustas
por supuestos vicios en temas de castidad: una religión que albergaba en su seno esos
ejemplos de castidad virginal no podía ser la difusora de semejantes aberraciones.
En los primeros escritos que han llegado hasta nosotros, la doctrina sobre la vida
espiritual aparece, en general, mezclada con los demás aspectos del mensaje cristiano,
pero ya con una notable riqueza dentro de la sencillez de su formulación. A su vez,
estos escritos tienen un carácter fundamentalmente práctico, exhortativo y catequético.
Sólo con San Ireneo y, sobre todo, con la escuela de Alejandría, podemos decir que
empezó una cierta reflexión especulativa sobre la vida espiritual.
En primer lugar, todos los llamados Padres apostólicos merecen ser recogidos
en una historia de la espiritualidad.
La Epístola a los corintios de San Clemente Romano (+ 97), tercer sucesor de San
Pedro y mártir, es desde nuestro punto de vista uno de los documentos más valiosos de
la antigüedad cristiana. Destaca su doctrina sobre varias virtudes cristianas y, ante
todo, la primacía e importancia concedida a la caridad; junto a ella, considera decisiva
también la humildad. Otras virtudes subrayadas son: fe, obediencia, penitencia,
continencia, castidad y paciencia. San Clemente muestra cómo la vida cristiana se
realiza en y a través de Jesucristo, nuestro Redentor y modelo de todas las virtudes. La
carta incluye frecuentes doxologías dirigidas a Dios Padre por medio de Jesucristo, y
otras oraciones, que reflejan muy bien su vida interior personal. No deja
de impresionar por ejemplo, teniendo en cuenta la persecución que sufrían entonces
los cristianos, la forma en que pide a Dios por los gobernantes.
San Ignacio de Antioquía (+ ca. 110), gracias a sus Epístolas (a las iglesias de
Roma, Éfeso, Magnesia, Tralli, Filadelfia, Esmirna y a San Policarpo), es una de las
figuras cristianas de esta época mejor definidas desde el punto de vista espiritual. En
efecto, sus reflexiones, escritas poco antes de su propio martirio (durante el viaje
desde su diócesis de Antioquía a Roma, donde murió), y siempre con el testimonio
martirial como telón de fondo, constituyen los primeros escritos espirituales de
carácter autobiográfico, y muestran la santidad de un alma plenamente identificada
con Cristo, dispuesta ya a culminar su camino terrestre.
Tampoco podemos olvidar las obras de San Justino (+ ca.165), quizá el primer
filósofo cristiano, también mártir: Apologías I y II, Diálogo con Trifón. Interesan
especialmente, para nuestro tema, el detallado testimonio sobre la celebración
eucarística, y su afirmación de que la razón natural es útil para conocer la verdad sobre
Dios, pero que sólo la Revelación y la aceptación personal de ella, hecha vida, pueden
alcanzar plenamente a Dios 4.
(4. Otras apologías que conviene, por lo menos recordar son: la de ARÍSTIDES, dirigida a Adriano o a Antonino Pío; la de ATENÁGORAS a Marco
Aurelio y Cómodo; los tres libros de SAN TEÓFILO DE ANTIOQUIA en diálogo con el pagano Autólico, y la de MINUCIO FÉLIX. También
escribieron obras de carácter apologético Orígenes, Tertuliano y otros autores del siglo III, de los que hablaremos después.)
Entre las actas más vivas, emblemáticas y conmovedoras, deseo resaltar la de las
Santas Perpetua y Felicidad. Otras muy representativas son las que narran los martirios
de San Policarpo, ya mencionado de los mártires de Lyon, de los
mártires scilitanos (de Scili, en Numidia), de San Cipriano, etc. Diversas
exhortaciones, cartas y homilías de algunos Padres de esta época y de los siglos
siguientes completan con nuevas historias o anécdotas, y con su reflexión personal, lo
que las actas nos ofrecen de forma más primitiva pero también más directa.
Los gnósticos hablan también de una doble creación: la auténtica, obra de Dios,
abarca sólo a los espíritus (corresponde a Gen l, 26); la negativa, obra del demiurgo, es
la del mundo material, malo en sí mismo (Gen 2, 7). De esta forma, el hombre
pertenece al mundo divino, pero está perdido o castigado en el mundo real-material.
Dios se acerca al mundo a través de eones, una serie de seres intermedios clasificados
en cadena hasta el demiurgo (eón negativo), que crea la materia y «cae» en ella; Cristo
es el eón positivo correspondiente al anterior, y cuya misión es liberar al espíritu de la
materia. Por su parte, la psije es la potencia que mantiene el espíritu
(pneuma) encarcelado en la materia o carne (hyle).
De acuerdo con esa concepción general del mundo, el hombre y Jesucristo, los
gnósticos distinguen tres tipos de hombres: los pneumáticos o gnósticos son los que
han recibido esa revelación privada y los únicos, por tanto, que pueden alcanzar la
verdadera santidad; los psíquicos son la mayoría de los cristianos, que conocen sólo la
revelación pública y, en consecuencia, sólo pueden alcanzar una especie de salvación
relativa (no divina, sino «demiúrgica»), con gran dificultad además; los hílicos son el
resto de los hombres, dominados por la materia y, por ello, destinados a la destrucción:
su única esperanza es convertirse al cristianismo y poder así aspirar a esa salvación
relativa o santidad de segunda categoría.
Desde nuestro punto de vista, interesan sobre todo sus argumentos para
combatir los errores gnósticos sobre la condición cristiana y la santidad. La doctrina
de San Ireneo al respecto se puede resumir en el valor santificador que reconoce a
todo lo material en el hombre. La base de esa concepción es su antropología,
rotundamente opuesta a la gnóstica. En primer lugar, critica el conocimiento privado
y secreto, afirmando claramente que la palabra de Dios sólo puede ser rectamente
explicada en el seno de la Iglesia: ésta es la verdadera tradición, que da el auténtico
conocimiento sobre Dios, el hombre, el mundo y la historia.
Orígenes (185-254 0 255), por su parte, nos ha dejado una extensa producción
escrita, a pesar de la pérdida de muchos otros libros, y dentro de ella, importantes
reflexiones y enseñanzas relativas a la vida espiritual cristiana. Sus obras principales
desde esa perspectiva son: Sobre la oración, uno de los primeros y más importantes
tratados sobre ella; Homilías sobre el Cantar, que inaugura una larga serie de
comentarios espirituales al gran cántico esponsal veterotestamentario; Exhortación al
martirio; Sobre la paciencia, y numerosas Homilías y Comentarios bíblicos, de
contenido rico y variado. En sus dos principales obras dogmáticas, Tratado de los
principios y Contra Celso, también se fundamentan aspectos importantes de la
doctrina espiritual.
Otra diferencia clave con la gnosis herética es que Orígenes tiene en cuenta la
gracia y la libertad: el camino hacia la perfección es una combinación de ambas: el
movimiento inicial proviene de Cristo, pero exige una colaboración fiel y dócil del
alma. Sin embargo, tiende a ser voluntarista en su concepción de la vida cristiana. Los
principales Obstáculos para la vida cristiana son: el pecado original con todas sus
consecuencias; el diablo y sus tentaciones, aunque nunca pueda vencer al hombre sin
su consentimiento; y el abuso o uso inmoderado de lo material. El camino hacia la
perfección requiere, así, una larga lucha, que incluye renuncia, vigilancia,
entrenamiento espiritual, generosa colaboración con Dios; y también conocimiento
propio: de los pensamientos, afectos, motivos y actitudes que viven en el alma, la
impulsan a obrar y la sostienen en sus relaciones con Dios y el prójimo. Orígenes
recomienda vivamente el estudio de la Sagrada Escritura; las vigilias, el ayuno y la
abstinencia; la pobreza voluntaria y la continencia, etc.
Respecto a la oración, Orígenes explica su necesidad, saliendo al paso de la
típica cuestión sobre si Dios tiene en cuenta las oraciones, a pesar de saber de
antemano lo que va a suceder. Oración es, para el alejandrino, un coloquio con Dios
que pone al cristiano en su presencia, le preserva del pecado y le ayuda a adquirir las
virtudes. Explica las condiciones y disposiciones de la buena oración; e insiste en la
necesidad de una oración ininterrumpida, presente en todas las acciones.
Entre los principales discípulos de Orígenes, en el siglo III, podemos citar a San
Dionisio de Alejandría (+264) y San Gregorio Taumaturgo (ca.213-ca.275).
Entre otros escritos del siglo III, conviene recordar también la Tradición
apostólica de San Hipólito (+ ca.237; también mártir); la segunda epístola A los
corintios y las dos epístolas A las vírgenes, falsamente atribuidas a San Clemente
Romano; y El banquete de las diez vírgenes de San Metodio de Olimpo (+ 311,
mártir).