Ficha de lectura: Te daré una tunda, de Ibsen Hernández Valencia
Esta libro es el desenmascaramiento de un mito muy difundido en la provincia de
Esmeraldas: el mito de la Tunda. Este mito yo lo escuché en el colegio y en muchas ocasiones me decían que si salía de casa sin permiso me llevaría la Tunda, o que a los niños que se comportan mal con sus padres se les aparecía la Tunda. Mi hermana, de hecho, en cierta ocasión contó con toda la certeza del mundo que vio y habló con una profesora vestida con una ropa peculiar un día en que luego le comentaron que ella no había asistido. Ella estuvo con ella pero ese día ella no pisó el colegio: mi hermana dijo que se le apareció la Tunda. Es un mito que se escucha más en las poblaciones rurales del norte de la provincia, no obstante, se difunde en todos los rincones y consiste en esto: una mujer malvada que es amiga del diablo se esconde en los bosques (en mi colegio había un pequeño bosquecito con vestigios de vasijas de culturas que se habían asentado ahí y un camino al río por los montes) o en los montes y sale por las noches a cazar niños que desobedecían a sus padres, o a hombres lascivos que encantaba con su olor a camarones que cocinaba en su ano, para introducirlos encantados en el monte con su pata de palo y desaparecerlos. Ibsen nos cuenta la cara verdadera de este mito: la Tunda era un hombre o mujer cimarrona que, después de ser apaleada y sometida hasta perder su pierna, se fugó de la hacienda donde estaban los esclavos africanos y se fue a la montaña, de la cual volvía de cuando en cuando para ir rescatando más hermanos con lo cual se iban contruyendo los palenkes bajo la filosofía de convivencia del ubuntu. Los Palenkes libertarios eran los espacios de existencia que creaban en las montañas donde cultivaban sus propios alimentos, defendían sus tierras, practiban sus tradiciones y ritos africanos, practicaban la filosofía del bienestar común del ubuntú, con un sistema comunalista que consistía en “a cada quién según sus necesidades y según sus capacidades”. Estos cimarrones que vivían en comunidad volvían en grupo a las haciendas a rescatar a los hermanos esclavizados que quedaban, y de a poco se convirtieron en un peligro para el sistema blanco esclavista de las haciendas por lo cual declararon que todo esclavo fugitivo sería un cimarrón y por ende debe de ser castigado. Ese castigo era lo que en Esmeraldas se conoció y conoce como una tunda, que significa una forma de paliza que se le provee a alguien cuando desobedece. El aura de esto está en que el objetivo de la tunda es “que no se te olvide nunca”: la tunda debe quedar adherida al cuerpo, formar cicatrices que te recuerden lo que te puede volver a pasar si desobedeces. Entonces, se inventó el mito de que era una Tunda quien se estaba llevando a los/as esclavas, nombre que surge de una desambiguación en el uso de la palabra “Tunda”, una especie de fenómeno lingüístico. De esta forma se comenzó a inculcar el miedo en los esclavos que permanecían en las haciendas pero no todos sucumbían: los esclavos “domésticos” eran quienes defendían al amo y delataban a los fugitivos, mientras que los esclavos “libres” eran aquellos que optaban por la rebeldía y los sueños de un mundo mejor para fugarse a los Palenkes libertarios. Mientras que el número de esclavos iba reduciendo, esto se convirtió en un peligro para los hacendados y sus ganancias por lo que se contrataban mercenarios con perros que subían a las montañas a apresar cimarrones y que, si los agarraban, tenían castigos específicos según sus días de fuga que se realizaban en torturas públicas. El cimarronaje era un gesto libertario y de rebeldía, el primer pensamiento libertario negro en contra de la colonización y el naciente capitalismo como una filosofía que abogaba por una vida que respetase la naturaleza, las tradiciones legadas por los abuelos, el comunalismo, el respeto por los compañeros y el otro, la defensa de las tierras, las resistencia de los saberes ancestrales traídos de África que se transformaron en músicas con los intrumentos nacientes como la marimba, el guasá, entre otros. Se trataba de una filosofía que era una alternativa de resistencia al incipiente capitalismo que se ha servido de mano de obra africana e indígena, además de riquezas de otras países para constituir su progreso occidental. En ella surge el alabao, que es el canto que nació de una abuela algún día mirando al cielo para honrar a un muertx, a los muertos, a los que se han ido, relatando en su canto sus buenas virtudes para difundirlas al resto del pueblo y que estas la conozcan. Es un canto que purifica el alma y que es un rito de honor por los seres humanos sometidos y valientes. En toda esta historia de lucha han sobrevivido rasgos de ambas partes: lugares en Esmeraldas donde aún se canta el alabao en los funerales, o sitios donde hacen rituales de tambores el día que hay luna llena, las creencias en medicina natural para curar las enfermedades, la música marimba, entre otras. Así mismo, la tunda colonial ha marcado cicatrices en la sociedad actual afroecuatoriana dejando claro su legado a través de las desigualdades que estas personas viven, tanto en condiciones de pobreza, de oportunidades, de estigma social o de racismo. La pérdida de la cultura africana en los pueblos afroecuatorianos ha hecho olvidar sus raíces como un método de lucha contra el sistema capitalista que coloniza los cuerpos a través del trabajo y destruye los espíritus a través de la religión católica. El autor habla del nacimiento del catecismo como una forma de colonización espiritual: erradicaban los dioses africanos en búsqueda de la impulsión de sentimientos de culpa, de obediencia al amo, de odio a los hermanos e irrespeto a la naturaleza serviles a su sistema de dominación. Al igual que el nacimiento del Black Friday, que proviene de una tradición esclavista donde se vendían personas negras a bajos precios el día después de Acción de Gracias y de ahí su nombre. Más aún, el sistema esclavista no logró abolirse con la firma el 25 de julio de 1851 de la manumisión de la esclavitud en la ciudad de Guayaquil, sino que se desarrolló en una nueva forma colonial de explotación llamada “concertaje”, que consistía en un sistema de herencia de deudas en las que las personas ganaban poco y vivían con deudas permanentes heredadas desde su nacimiento. La herida de la esclavitud no se ha cerrado y persiste en la piel de los afroecuatorianos y somos responsables de mantener una indiferencia ante este legado de opresión desde nuestros actos mínimos como los tratos cotidianos irrespetuosos o prácticas como el racismo, al igual que la pasividad del Estado en tanto espacios de diálogo que aborden la historia afroecuatoriana y la importancia de conocernos los unos a otros para formar un verdadero país basado en la pluriculturalidad. Es así que el pensamiento cimarrónico debe persistir en nosotros como un acto de rebeldía cotidiano, como una práctica de respeto y cuidado por la naturaleza, por los hermanos, por los otros seres humanos y seres vivos con el fin de generar alternativas que proyecten el fin del capitalismo (según Ibsen) para volver a estos pensamientos que abogan por el bien común. Comenzando por escuchar y conocer al otro ya hacemos un paso grande. Pensar en la tunda como un mito que representa la rebeldía cimarrona nos ayuda a entender la historia de nuestros hermanos afroecuatorianos y nos pone en un papel de acción inmediato que cuestiona nuestras prácticas del ser. Adaptar el cimarronaje es la búsqueda por los Palenkes libertarios donde el capitalismo y el blanco-criollo opresor no tiene cabida. Como tampoco la trampa del mestizaje.