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Es autor del libro publicado en 2013 en francé Le Capital au XXIe siècle (El capital en el siglo

XXI publicado por el Fondo de Cultura Económica en español y en inglés Capital in the Twenty-
First Century publicado en 2014) en el que expone cómo se produce la concentración de la
riqueza y su distribución durante los últimos 250 años. En el libro Piketty sostiene que cuando
la tasa de acumulación de capital crece más rápido que la economía, entonces la desigualdad
aumenta. El autor propone, para evitar lo que denomina un capitalismo patrimonial, los
impuestos progresivos y un impuesto mundial sobre la riqueza con el fin de ayudar a resolver
el problema actual del aumento de la desigualdad.Sus trabajos cuestionan de manera radical la
hipótesis optimista del economista ruso Simon Kuznets quien establecía un vínculo directo
entre el desarrollo económico y la redistribución de ingresos, resaltando la importancia de las
instituciones políticas y fiscales en la instauración de impuestos e ingresos públicosy por tanto
en la evolución económica histórica de la distribución de la riqueza.

La distribución de la riqueza es una de las cuestiones más controversiales y debatidas en


la actualidad. Pero, ¿qué se sabe realmente de su evolución a lo largo del tiempo?
¿Acaso la dinámica de la acumulación del capital privado conduce inevitablemente a
una concentración cada vez mayor de la riqueza y del poder en unas cuantas manos,
como lo creyó Marx en el siglo XIX? O bien, ¿acaso las fuerzas que ponen en equilibrio
el desarrollo, la competencia y el progreso técnico llevan espontáneamente a una
reducción de las desigualdades y a una armoniosa estabilización en las fases avanzadas
del desarrollo, como lo pensó Kuznets en el siglo XX? ¿Qué se sabe en realidad de la
evolución de la distribución de los ingresos y de la riqueza desde el siglo XVIII, y
qué lecciones podemos sacar para el siglo XXI?

Éstas son las preguntas a las que intento dar respuesta en este libro. Digámoslo de
entrada: las respuestas presentadas son imperfectas e incompletas, pero se basan en
datos históricos y comparativos mucho más extensos que todos los trabajos anteriores –
abarcando tres siglos y más de veinte países–, y en un marco teórico renovado que
permite comprender mejor las tendencias y los mecanismos subyacentes.

El crecimiento moderno y la difusión de los conocimientos permitieron evitar el


apocalipsis marxista, mas no modificaron las estructuras profundas del capital y de las
desigualdades, o por lo menos no tanto como se imaginó en las décadas optimistas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Cuando la tasa de rendimiento del capital
supera de modo constante la tasa de incremento de la producción y del ingreso –lo que
sucedía hasta el siglo XIX y amenaza con volverse la norma en el siglo XXI–, el
capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que
cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan
nuestras sociedades democráticas.
Sin embargo, existen medios para que la democracia y el interés general logren
retomar el control del capitalismo y de los intereses privados, al mismo tiempo que
mantienen la apertura económica y evitan reacciones proteccionistas y
nacionalistas. Este libro intenta hacer propuestas en este sentido, apoyándose en las
lecciones de esas experiencias históricas, cuyo relato constituye la trama principal de la
obra.

Durante mucho tiempo los debates intelectuales y políticos sobre la distribución de la


riqueza se alimentaron de muchos prejuicios, y de muy pocos hechos.

Desde luego, cometeríamos un error al subestimar la importancia de los conocimientos


intuitivos que desarrolla cada persona acerca de los ingresos y de la riqueza de su época,
en ausencia de todo marco teórico y de toda estadística representativa. Veremos, por
ejemplo, que el cine y la literatura –en particular la novela del siglo XIX– rebosan de
informaciones sumamente precisas acerca de los niveles de vida y fortuna de los
diferentes grupos sociales, y sobre todo acerca de la estructura profunda de las
desigualdades, sus justificaciones, y sus implicaciones en la vida de cada uno.

Las novelas de Jane Austen y de Balzac presentan cuadros pasmosos de la distribución


de la riqueza en el Reino Unido y en Francia en los años de 1790 a 1830. Los dos
novelistas poseían un conocimiento íntimo de la jerarquía de la riqueza en sus
respectivas sociedades; comprendían sus fronteras secretas, conocían sus implacables
consecuencias en la vida de esos hombres y mujeres, incluyendo sus estrategias
maritales, sus esperanzas y sus desgracias; desarrollaron sus implicaciones con una
veracidad y un poder evocador que no lograría igualar ninguna estadística, ningún
análisis erudito.

En efecto, el asunto de la distribución de la riqueza es demasiado importante para


dejarlo solo en manos de los economistas, los sociólogos, los historiadores y demás
filósofos. Atañe a todo el mundo, y más vale que así sea. La realidad concreta y burda
de la desigualdad se ofrece a la vista de todos los que la viven, y suscita naturalmente
juicios políticos tajantes y contradictorios.

Campesino o noble, obrero o industrial, sirviente o banquero: desde su personal punto


de vista, cada uno ve las cosas importantes sobre las condiciones de vida de unos y
otros, sobre las relaciones de poder y de dominio entre los grupos sociales, y se forja su
propio concepto de lo que es justo y de lo que no lo es. El tema de la distribución de la
riqueza tendrá siempre esta dimensión eminentemente subjetiva y psicológica, que
irreductiblemente genera conflicto político y, que ningún análisis que se diga científico
podría apaciguar. Por fortuna, la democracia jamás será remplazada por la república de
los expertos.

Por ello, el asunto de la distribución también merece ser estudiado de modo sistemático
y metódico. A falta de fuentes, de métodos, de conceptos definidos con precisión, es
posible decir todo y su contrario. Para algunos las desigualdades son siempre crecientes,
y el mundo cada vez más injusto, por definición. Para otros las desigualdades son
naturalmente decrecientes, o bien se armonizan de manera espontánea, y ante todo no
debe hacerse nada que pudiera perturbar ese feliz equilibrio. Frente a este diálogo de
sordos, en el que a menudo cada campo justifica su propia pereza intelectual mediante
la del campo contrario, existe un cometido para un procedimiento de investigación
sistemática y metódica, aun cuando no sea plenamente científica.

El análisis erudito jamás pondrá fin a los violentos conflictos políticos suscitados por la
desigualdad. La investigación en ciencias sociales es y será siempre balbuceante e
imperfecta; no tiene la pretensión de transformar la economía, la sociología ni la historia
en ciencias exactas, sino que al establecer con paciencia hechos y regularidades, y al
analizar con serenidad los mecanismos económicos, sociales, políticos, que sean
capaces de dar cuenta de estos puede procurar que el debate democrático esté mejor
informado y se centre en las preguntas correctas; además puede contribuir a redefinir
siempre los términos del debate, revelar las certezas estereotipadas y las imposturas,
acusar y cuestionarlo todo siempre. Éste es, a mi entender, el papel que pueden y deben
desempeñar los intelectuales y, entre ellos, los investigadores en ciencias sociales,
ciudadanos como todos, pero que tienen la suerte de disponer de más tiempo que otros
para consagrarse al estudio (y al mismo tiempo recibir un pago por ello, un privilegio
considerable).

Ahora bien, debemos advertir que durante mucho tiempo las investigaciones eruditas
consagradas a la distribución de la riqueza se basaron en relativamente escasos hechos
establecidos con solidez, y en muchas especulaciones puramente teóricas. Antes de
exponer con más precisión las fuentes de las que partí y que intenté reunir en el marco
de este libro, es útil elaborar un rápido historial de las reflexiones sobre estos temas.

El libro “El Capital en el siglo XXI” del economista francés Thomas Piketty, se ha convertido en
todo un fenómeno editorial en Estados Unidos, un éxito de ventas sin precedentes que pocos
libros de investigación económica han logrado.

Desde hace 15 años Thomas Piketty ha trabajado en construir bases de datos acerca de la
distribución del ingreso y la riqueza a partir de registros fiscales. Es conocido en Francia por ser
uno de los asesores del partido socialista. Desde 2006, su trabajo se convirtió en un tema
mediático en Estados Unidos debido a su postulado de la desigualdad como el problema
fundamental del capitalismo y el reto económico a enfrentar (Schettino 2014).

A pesar de que hace ya más de un año se publicó su versión original en francés, en Francia el
libro no tuvo un impacto mayor al de cualquier otra obra económica, ya que la idea central que
presenta fue considerada poco innovadora en aquel país. Sin embargo, a partir de marzo de
2014, cuando la versión del libro en inglés fue publicada en Estados Unidos, la obra ha generado
un controversial debate entre economistas y políticos, en torno a la tesis central y a las soluciones
que plantea su autor.
La tesis principal que plantea Piketty en “El Capital en el Siglo XXI”, hace referencia a que las
desigualdades de riqueza y de renta han aumentado desde la década de los setentas, y que ese
aumento es el problema fundamental del capitalismo.

Como el rendimiento del capital es históricamente superior al crecimiento de la economía real, la


riqueza se reproduce más rápido que los rendimientos por el trabajo y, de ese modo, la brecha
entre la clase económica baja y las dinastías de los más ricos se hace cada vez más grande.

La clave del libro de Piketty, lo que él llama “fuerza fundamental de la divergencia y la


contradicción principal del capitalismo”, se centra en la desigualdad: r>g (Sala-i-Martín 2014).

Según Piketty, como el retorno del capital (r) es superior a la tasa de crecimiento de la economía
(g), quienes poseen el capital concentran una porción cada vez mayor del ingreso nacional
provocando que la desigualdad se incremente. En palabras de Piketty, “cuando la tasa de retorno
del capital es superior a la tasa de crecimiento de la economía, la lógica dicta que la riqueza
heredada crece más que el PIB y el ingreso de las personas” (Piketty 2014), y así las dinastías
de ricos son cada vez más ricas en relación a los trabajadores y el capital que poseen es cada
vez más grande en relación al resto de la economía.

Al ser la riqueza de los capitalistas cada vez mayor, estos la pasan en herencia a sus hijos,
quienes nacen ricos y pueden vivir de las rentas del capital sin necesidad de trabajar, lo que hace
que la brecha entre capital y PIB vaya aumentando y la desigualdad se perpetúe.

Piketty considera el aumento de las desigualdades como un problema fundamental para el


capitalismo porque genera inestabilidad política. Bajo su lógica, la masa de trabajadores acabará
rebelándose contra la minoría rica que concentra el capital, con lo que se conforma la
“contradicción central del capitalismo”, que acabará constituyendo su destrucción.

Sin embargo, esta tesis no es nueva. Marx, en su obra "El capital" de 1867, ya expuso que los
ricos se vuelven cada vez más ricos en el capitalismo y que la incompatibilidad de intereses entre
los capitalistas y los asalariados incuban su destrucción (Kaiser 2014).

Si la tesis que plantea en su libro es polémica, las soluciones que Piketty se atreve proponer a
los políticos para resolver el problema de la creciente desigualdad, le han valido innumerables
críticas.

Piketty expresa que el problema de la desigualdad se resuelve por medio de la intervención del
Estado a través de la creación de altas tasas de impuestos sobre la riqueza (herencia y capital),
lo que evitaría que las dinastías de supermillonarios hereden la riqueza de padres a hijos y se
perpetúen en el poder, dominando la economía (Sala-i-Martín 2014).

Las críticas realizadas al trabajo de Picketty pueden clasificarse en dos sentidos: las que hace
referencia al carácter técnico de su trabajo, respecto a las dudas sobre la confiabilidad de las
bases de datos que recopila y analiza en su obra, y las referentes a su filosofía.

En cuanto a las críticas de carácter técnico, fuentes como The Financial Times y The Wall Street
Journal han puesto en tela de juicio los datos numéricos compilados en la obra de Piketty, incluso
el segundo advirtió que los números presentados en el libro respecto al crecimiento en la
desigualdad del ingreso, no coinciden (Figueroa 2014), sin mencionar que a menudo la lectura
que realiza de los datos es sesgada e incorrecta, tendiente más a una opinión de un ideólogo
que a argumentos lógicos respaldados objetivamente propios de un economista.

Es importante señalar la existencia de fallas técnicas respecto a los datos que el mismo Piketty
aporta y en los que basa sus conclusiones; sin embargo, es en la filosofía de Piketty donde
debemos prestar especial atención y cuidado, pues es a través de ella que el autor se liga a la
mente y las emociones de las personas, influyendo en la toma de decisiones políticas que afectan
directamente en la vida del individuo en sociedad.
A pesar de que Piketty señala a la desigualdad como el problema fundamental del capitalismo,
nunca explica de manera convincente por qué las desigualdades son importantes y por qué
contienen la semilla de la destrucción del sistema capitalista, más allá de una eventual rebelión
social preconizada desde 1867 por Marx y llevada a sus últimas consecuencias por George
Orwell en su obra “La rebelión en la granja” de 1945.

El capitalismo es el sistema económico que ha traído el mayor nivel de prosperidad a la


humanidad que hemos conocido. La libre competencia y la competitividad impulsadas a partir de
las capacidades de los individuos, permiten su funcionamiento y éxito; dependiendo de ello, las
personas progresan. Que una parte de la población logre acumular más riqueza que otras
debería ser irrelevante para las clases medias o bajas, en la práctica a estas clases lo que les
interesa es que su nivel de vida mejore.

Es indiscutible que una persona de clase media del siglo XXI vive mejor que una persona de
clase media de hace diez, cien o doscientos años, lo mismo ocurre con las pertenecientes a la
clase baja. Esta notable mejoría en los niveles de vida de la población se ha hecho posible
gracias al capitalismo. A pesar de que algunos logren hacerse ricos más rápido que otros, lo que
en realidad importa es que en general todos mejoran su calidad de vida. Lo anterior nos lleva a
cuestionar si en una sociedad las desigualdades constituyen realmente un problema.

El deseo de progresar, ganar dinero y defender la propiedad privada, como elementos


característicos del sistema capitalista, permiten a los hombres desarrollarse y buscar su felicidad
a partir del uso y aprovechamiento de sus capacidades. La imposición de cualquier medida
tendiente a vulnerar los beneficios producto del trabajo de los individuos en una sociedad libre,
no es sólo injustificable e ilegitimo, sino inmoral.

La desigualdad es inherente en un sistema que respeta la vida, la libertad y la propiedad de las


personas. Sólo a partir de la concepción de que cada individuo posee cualidades y características
distintas y dependiendo de ellas establece y persigue el logro de su proyecto de vida, es que la
sociedad en su conjunto se desarrolla y progresa.

Es demasiado atrevido asignar a la desigualdad, la primacía entre los problemas económicos. Si


queremos encontrar un tema económico que realmente afecta a miles de millones de personas
y tiene un carácter moral y político, ese tema sería la pobreza, no la desigualdad (Schettino
2014).

El hombre por naturaleza busca su felicidad, este logro sólo es posible a través de ejercicio pleno
de su libertad, entendida como la expresión y condición fundamental de la naturaleza racional
del ser humano, y como el valor máximo que permite su supervivencia, en una sociedad de
hombres libres, el capitalismo es el único sistema económico moralmente aceptable (Rand
1967).

Piketty no deja en claro en su obra que la desigualdad no es sinónimo de pobreza. Trata de


apoyar su teoría culpando a las clases sociales altas de acaparar el capital y perpetuar la pobreza
que justifica a través de la desigualdad económica. Manipula la realidad numérica en su favor,
resaltando que la riqueza de las clases altas ha aumentado en las últimas décadas y según sus
proyecciones se mantendrá así como una constante, pero evade el hecho de que el nivel de vida
de los pobres también ha mejorado y, siguiendo su misma lógica de proyección, lo seguirá
haciendo.

La creación de rigurosos impuestos a la riqueza en todo el mundo y un reparto de la misma, no


es la solución a la pobreza. Señalar a las llamadas “dinastías de ricos”, como los culpables de la
miseria, y sugerir su destrucción como respuesta, sólo evade la atención de las verdaderas
causas que han perpetrado la pobreza en el mundo.

La historia ha demostrado que la vida de las personas no ha mejorado en ningún sistema


colectivista, sino que invariablemente el resultado al que se llega en un sistema de ese tipo es a
una miseria aún mayor.
Si se concibe la desigualdad como la semilla de la destrucción del capitalismo, según la visión
de Piketty, ¿por qué no apostar a disminuirla, no a través de destruir a los capitalistas, sino
promoviendo la competencia, la productividad, el trabajo, el esfuerzo, la ganancia justa, y no a
costa del reparto de la riqueza que el Estado quite a los que la generaron?.

Un sistema del tipo que Piketty sugiere, sólo convierte a los hombres en parásitos que piden al
Gobierno que solucione su existencia, pues estos consideran que es justo y moral quitar al que
más tiene para dar al más pobre, que es correcto satanizar al rico sólo por ser rico, que el
bienestar social está por encima del individual y que la necesidad justifica recibir lo no ganado.

Implantar, o siquiera sugerir la adopción de medidas como las que Piketty menciona en su obra,
plantea la visión de hombres dispuestos a ceder su libertad, su vida y su propiedad. Con esta
clase de medidas no sólo se castiga la herencia, también se castiga la productividad y el éxito
merecido. Se castiga también a los generadores de empleo, a los innovadores, a todo aquel que
gracias a su inteligencia y esfuerzo sea capaz de generar riqueza.

No es a través de la beneficencia que se llega al progreso, no es a través de repartir lo no ganado,


no es quitando a unos para dar a otros. La riqueza se genera a partir del trabajo, aun cuando
haya sido heredado ese capital, no surgió de la nada, fue el fruto del trabajo de alguien que
libremente decidió dejarlo a sus sucesores.

¿Bajo qué argumentos legítimos y morales Piketty se atreve a sugerir que la solución a la
desigualdad que engendra el capitalismo es imponer medidas tendientes a quitar a los hombres
el producto de su trabajo?

¿Cuánto tiempo se podría mantener un sistema a costa de arrebatar la riqueza a las clases altas
para repartirla entre los menos afortunados?

Sería interesante preguntarnos si Piketty considera que bajo un sistema impositivo de la índole
que sugiere, los poseedores de capital a los que pretende arrancar sus ganancias, estén
dispuesto a seguir generando riqueza para entregarla a un Estado benefactor, o cómo pretende
realizar el reparto del capital una vez que se lo haya arrebatado a las dinastías de millonarios y
multimillonarios que tanto señala como culpables de la desigualdad.

La moral de Piketty de este modo sólo puede ser considerada como perversa, contraría a los
valores más nobles de la existencia humana, a la libertad, a la vida y a la propiedad de las
personas y a la búsqueda de la felicidad ganada.

El capitalismo no es malvado, aquellos que proclaman que el hombre capitalista debe


desaparecer para que la sociedad sea justa e igualitaria, son los incapaces de competir en un
mercado libre. Son el reflejo de la mediocridad, los verdaderos parásitos que se convierten en el
lastre para el desarrollo de la humanidad.

El impuesto a la riqueza recomendado por Piketty no soluciona el problema de la desigualdad,


ni el de la pobreza, ni su teoría de la contradicción principal del capitalismo. Si debiéramos
aventurarnos a dar una solución para disminuir la brecha de desigualdad, para combatir la
pobreza y para progresar, el discurso debería girar en torno a la educación y las competencias
laborales que potencien la capacidad productiva de los individuos.

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