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LA VIOLENCIA MASCULINA CONTRA LA PAREJA O EX-PAREJA MUJER

1.1 Delimitación conceptual de violencia


1.2 La violencia en función de sus objetivos
1.3 La violencia masculina hacia la mujer en la pareja
1.3.1 Violencia Doméstica
1.3.2 Violencia de Género
1.3.3 Tipos de violencia de género y formas de comportamiento violento
1.3.4 Impacto de la violencia de género
1.4 Modelos explicativos de la violencia de género
1.5 Factores en el desarrollo y mantenimiento de la violencia de género

El fenómeno de la violencia masculina hacia las mujeres, contra la pareja o ex-pareja,


ha formado parte de la esfera más íntima de las personas, dentro de lo que se ha dado en
llamar violencia familiar o intrafamiliar y que, durante mucho tiempo, se ha mantenido
oculta al resto de la sociedad ya que debía ser resuelta por sus miembros sin intromisión
externa alguna. La violencia sólo se hacía presente en las manifestaciones más intensas
y graves, pues la cultura más que rechazar la violencia la ha integrado como una parte
de la cotidianidad, desplazada a los arrabales de la sociedad y asociada a circunstancias
como el alcohol, las drogas o los problemas psicológicos de los agresores.
En los años setenta comenzó a hablarse en algunos países occidentales de la violencia
dentro de las familias, iniciándose así un camino de superación a la invisibilidad de este
fenómeno. Esta violencia hace referencia a todas las formas de abuso de poder que se
dan en el contexto de las relaciones familiares y que frecuentemente lo ocasionan los
varones en perjuicio de los más vulnerables como son las mujeres, los niños y las niñas,
y las personas mayores. Muchas veces para los más débiles es difícil escapar de la
situación de control y poder que ostentan sus agresores porque dependen emocional y
económicamente de ellos y porque desde siempre los conflictos familiares han estado
considerados como problemas privados que no debían salir de la propia casa.
Aunque la familia como grupo humano sea el agente socializador fundamental, en el
que se desarrollan las relaciones más generosas, seguras y duraderas, es sin duda, el
contexto donde se origina también una gran tensión, y donde muchas veces tienen lugar
los más amargos conflictos que pueden acabar en violencia. Como señala Rojas Marcos
(2005), aunque la familia constituye el compromiso social más firme de confianza,
protección, apoyo mutuo y amor que existe entre un grupo de personas, sus miembros
sufren con mayor frecuencia peleas y agresiones de diferente gravedad por parte de sus
familiares que las que pueden sufrir en cualquier otro lugar y por cualquier otra persona.
De los posibles agresores contra las mujeres, los más comunes y habituales son sus
parejas, los hombres. Por lo general, cuando se habla de este tipo de violencia, se hace
referencia a la violencia doméstica o a la violencia de género, aquella cuyas víctimas
suelen ser mujeres y sus agresores varones que las atacan por no adecuarse a los
estereotipos socialmente construidos para ellas. Nosotros, para acotar con alguna mayor
precisión si cabe, este tipo de concepto y a propósito de su estudio, preferimos rotular
este bloque como: “La violencia masculina contra la pareja o ex-pareja mujer”, que
incluye hasta las relaciones de noviazgo, que también son pareja aunque no convivan en
la misma casa, y también los vínculos con ex-parejas. Este tipo de violencia es la más
extendida en el mundo, que afecta prácticamente a todos los pueblos, a todas las clases
sociales y a todos los niveles educativos.
Comenzaremos con el concepto genérico de la violencia para delimitar después los
diferentes términos que se han venido utilizando en torno a la violencia masculina hacia
la mujer en pareja. Posteriormente, se hace una revisión de los principales modelos
explicativos sobre la dinámica de esta violencia, así como de los factores que han
contribuido al desarrollo y mantenimiento de la violencia de género.

1.1. Delimitación conceptual de violencia


No se cuenta con una definición universalmente aceptada para el concepto genérico de
violencia y cuando oímos hablar de él en ámbito de las relaciones personales, suele
equipararse con los términos de “agresión”, “maltrato” o “abuso”, con el significado de
una violación de los derechos del otro, una acción ofensiva, o un comportamiento que
persigue causar daño a otra persona. La mayoría de los investigadores es el término
“agresión” el que más utilizan para definir y delimitar el concepto. Para León, Gómez y
Cantero (1998), en la definición de agresión se pueden distinguir tres componentes
principales: ésta se produce entre miembros de la misma especie, el destinatario debe
percibirla como negativa, y debe tener una intencionalidad clara. Para Brain (1994), la
agresión es cualquier forma de comportamiento dirigido hacia la meta de herir o hacer
daño a otro ser humano, el cual está motivado a evitar dicho dolor.
Pese a ello, el concepto de violencia es mucho más amplio, va más allá del de agresión
y elude a fenómenos de destrucción, fuerza y coerción que ocurren en las relaciones
sociales, incluye no sólo las conductas, sino los actos, las actitudes, las motivaciones,
las emociones, los deseos, el daño físico, psicológico y material. Está demostrado que
ciertas actitudes o creencias que justifican la violencia predicen o anticipan el
comportamiento violento, como por ejemplo, la intolerancia, las actitudes negativas
hacia grupos étnicos y las actitudes sexistas (Toldos, 2004).
Por otra parte, hay determinados conceptos que están muy relacionados con el de
violencia como es la “ira”, ésta se refiere al estado emocional o conjunto de sensaciones
que impulsan al comportamiento violento a una persona, y si esta experiencia la utiliza
para asustar o hacer daño a otros se consideraría como un acto de violencia; otro
concepto es el de “hostilidad”, la evaluación negativa hacia una persona y el deseo de
verla sufrir de alguna forma incita a la violencia; o el de “agresividad”, predisposición
de la persona para explotar en cualquier momento, que con frecuencia ve amenazas o
desafíos y puede llevarla a atacar rápidamente a aquellos que lo enfadan o desagradan; y
otro término es el de “conductas antisociales”, actos de un sujeto cuyo principal
objetivo es causar daño deliberadamente a otras personas o instituciones sociales.
En cuanto al término “agresión”, muchas definiciones suelen hacer referencia a la
intencionalidad de hacer daño a la víctima, sin tener en cuenta que a veces sucede sin tal
intención o la conducta agresiva puede ocurrir de forma reactiva e impulsiva. Cualquier
acto que implique daño hacia una persona, como por ejemplo, los accidentes, aunque
en su forma es un hecho “violento”, la intención de tal acción por lo general no tiene el
propósito de provocar ningún daño. Cuando una persona actúa violentamente de forma
reactiva o explosiva puede ser debido a su estado, a cierto nivel de estrés que supera su
capacidad personal para afrontarlo de otra manera. Si además la persona está bajo los
efectos de las drogas, tiene un bajo autocontrol, es impulsiva y está habituado a utilizar
la violencia para superar sus frustraciones, la conducta violenta puede desencadenarse
más rápidamente.
Asimismo, las definiciones de agresión vienen a determinar como meta del
comportamiento herir o hacer daño hacia otro ser humano, sin especificar a qué tipo de
daño se refiere o si ese daño tiene un fin en sí mismo, o es para conseguir otro objetivo.
Es necesario señalar que la violencia tiene lugar en el momento en que una persona está
experimentando algún tipo de consecuencia aversiva, bien sea mediante acciones
directas de todo tipo, físico, verbal o psicológico, o bien mediante acciones indirectas,
cuando presencia que su agresor está maltratando a sus seres queridos, a sus mascotas,
golpeando muebles, tirando objetos, cerrando las puertas de golpe, etc. A través de estos
actos intencionados, que otorgan poder y control en las relaciones, se puede hacer sufrir
muchísimo a una persona.
También deberíamos añadir como actos violentos el castigo físico ejercido por algunos
padres hacia sus hijos. Puede que estos padres no tengan la intención de hacer daño al
hijo, pero utilizan la violencia como método para modificar una conducta no deseada y
mediante el castigo físico se puede transmitir un modelo de conducta violenta, utilizable
con las personas que se quieren y que sirve para conseguir una meta o un fin (Straus,
1994).
En definitiva, el concepto de violencia interpersonal engloba estados, intenciones y/o
acciones de naturaleza destructiva, que pueden generarse con la intención de causar
sufrimiento a una o varias personas que no desean dicho dolor, o para conseguir otros
fines como obtener poder y dominio. Se puede agredir de mil formas, con una mirada,
una actitud, un gesto, una palabra, una expresión, una señal o una conducta. La persona
puede causar daño físico (empujar, pegar…) o daño psicológico (ignorar, humillar,
ridiculizar, controlar, abusar o acosar afectiva y moralmente…), y de forma indirecta
(hablar mal de la otra persona o criticar a sus espaldas, o mediante la destrucción de
objetos significativos para ella). La violencia se establece mediante el uso de
operaciones que causan daño o perjuicio físico, psicológico o de cualquier otra índole, e
incluso la violencia puede darse por omisión –la no participación en el auxilio, cuidado
y atención necesaria de otras personas-.
De esta manera, es necesario recalcar algunos elementos clave del comportamiento
violento, como son su intencionalidad, su relación con los derechos humanos y el
objetivo perseguido, más o menos directo o indirecto, de someter, controlar y dañar a la
víctima. Esto implica centrarse tanto en el acto agresivo como en el sistema de
relaciones que hacen posible la agresión. Así, va a ser esencial entender al hombre como
un producto social complejo y enmarcado dentro de una sociedad que define sus reglas
de comportamiento, pero también las posibles transgresiones (Weber, 1974).

1.2. La violencia en función de sus objetivos


¿Qué persigue el agresor cuando atenta, ataca o hace sufrir a otra persona? ¿Quiere
realmente hacerle daño o busca algo más?
Autores como Berkowitz (1983) sostienen que las personas cuando agreden tienen otro
objetivo en mente, una meta que es más importante que el deseo de herir a sus víctimas:
el deseo de influenciar o externalizar poder sobre otra persona, o establecer una
identidad o impresión favorable. Hacen distinción entre violencia hostil o emocional y
violencia instrumental.
La violencia hostil conocida también como emocional, impulsiva, expresiva o afectiva.
Se define como un acto cuyo principal objetivo es causar a la víctima sufrimiento,
provocar dolor o hacer daño deliberadamente a las personas que ataca. En ocasiones, la
violencia es considerada como sinónimo de abuso de poder, en tanto y en cuanto el
poder es utilizado para ocasionar daño a otra persona. La noción de violencia emocional
sugiere que la agresión puede ser satisfactoria para algunas personas. Hay agresores que
emplean la violencia cuando están afligidas o heridas y pueden encontrar placer y
gratificación causando dolor a sus víctimas (Baron, 1977).
La violencia instrumental se refiere a aquellos casos en los que los agresores arremeten
contra otras personas, pero no con un fuerte deseo de verles sufrir, sino principalmente
para alcanzar otros objetivos. Por ejemplo, cuando alguien amenaza con un arma a otro,
no persigue el objetivo de provocarle un daño psíquico, sino obtener que el otro haga
algo que no haría por propia voluntad. Usan la violencia instrumental no para hacer
daño como un fin en sí mismo, sino como una técnica para obtener recompensas.
Este tipo de violencia es utilizada por individuos que ocupan o mantienen una posición
de superioridad respecto a las personas que la sufren. Esta superioridad suele ser tanto
física como social, es decir, nos encontramos ante una situación, en la cual el más fuerte
por sus características físicas, sus mecanismos disponibles para causar daño y por su
situación social, recurren a una conducta teóricamente innecesaria para conseguir sus
objetivos. Se trata de una situación paradójica en la que los grupos minoritarios
socialmente marginados son relegados a una posición inferior, y los más débiles o más
debilitados son precisamente las principales víctimas de la violencia. Así ocurre con la
mujer, en muchos casos, como víctima de la agresión del hombre, con los menores de la
violencia ejercida por los adultos, con los ancianos víctimas de personas más jóvenes,
con los grupos étnicos, con los inmigrantes, con los toxicómanos por parte del traficante
o con la actitud de los cabecillas de bandas marginales sobre su grupo o sobre los
ciudadanos que sufren su agresión (Lorente, 2001).
Los objetivos a medio y largo plazo de este tipo de violencia consisten en asentar la
posición de dominio o superioridad, al mismo tiempo que la opresión de la víctima.
Presentarse como amenaza ante futuras situaciones para que la víctima se mantenga en
esa posición y no intente salir de ella ni, por supuesto, recurrir a la violencia. Todo ello
indica que el agresor, más que ser violento, lo que hace es comportarse como tal, y que,
por tanto, adopta voluntariamente formas de actuar que dejan ver que se trata de una
persona que utiliza la violencia. Es por eso que el agresor necesita mostrarse como
violento para conseguir los beneficios de ese estatus, sin necesidad de acudir en todo
momento y ante cualquier situación a la violencia.
Mediantes acciones coercitivas muchos agresores intentan influir en el comportamiento
de otras personas, tratan que los demás hagan lo que ellos quieren, o bien intentan parar
el comportamiento de alguien o algo que les molesta, pero constantemente están
intentando imponer sus posiciones dominantes o intentando mostrar que ellos no están
subordinados a las víctimas. Muchos hombres después de agredir a su mujer han
manifestado que no querían hacerle daño, sólo que le obedecieran. Utilizan la fuerza
para someter, doblegar o subordinar a su pareja (Lorente, 2003).
La violencia masculina hacia la mujer es un claro ejemplo de una estrategia destinada al
objetivo de control y sumisión de la mujer, el agresor mantiene un control sobre la
conducta y busca una situación beneficiosa para él, consiguiendo una situación de
privilegio. Este aspecto funcional de la violencia, percibido en sentido positivo por el
agresor, es fundamental para entender cómo se perpetúa y cómo resulta más fácil y
sencillo dar un puñetazo que argumentar y razonar una decisión. La aplicación de la
violencia, o su posibilidad, consigue aumentar aún más el desequilibrio en esa relación
desigual entre el hombre y la mujer (Lorente, 2001).
La violencia puede servir también para causar buena impresión, para afirmar y proteger
la identidad, autoimagen o autoestima ante el entorno social más próximo, sobre todo
cuando el comportamiento violento recibe la admiración y aceptación del grupo. Es el
caso por ejemplo, de las pandillas de jóvenes que se divierten dedicándose a robar,
quemar coches, destrozar el mobiliario urbano o peleándose con otros grupos, y que
puede ser percibido por los demás como pruebas de fuerza, dureza, valentía o de la
hombría que les caracteriza para resolver conflictos. Reciben con ello la aceptación y
admiración de sus amigos, pero también causan el temor en sus rivales o víctimas, como
pudiera pasar en las relaciones afectivas con el género femenino, donde a través del
comportamiento violento demuestran su valor, control y dominio sobre las chicas, y
dejan bien claro ante los demás, que son ellos quienes “llevan los pantalones”. En el
fondo los agresores no dejan de ser personas frustradas y con un profundo complejo de
inferioridad que proyectan sus propias frustraciones, miedos y debilidades de sí mismo
sobre otras personas a través de la violencia.

1.3. La violencia masculina hacia la mujer en la pareja


El hecho de que este tipo de violencia sea ejercida por alguien con quien la mujer tiene
o tuvo, en algún momento de su vida, un vínculo de afecto, un proyecto de vida en
común, es precisamente el origen de la complejidad y de las grandes dosis de dolor que
suelen acompañar a esta forma de violencia.
La violencia masculina dentro de la pareja la debemos valorar como un problema social
de primer orden y asociado a la defensa de los derechos de las personas, es decir, desde
la perspectiva legal y la social. No obstante, esta doble influencia no siempre se ha
orientado en la misma dirección, provocando numerosas discrepancias y debates en las
diferentes denominaciones sobre la violencia masculina en la pareja. Así, aparecen en
nuestro país diferentes términos, no siempre sinónimos, con los que esta violencia
masculina se ha venido llamando: “violencia familiar o intrafamiliar”, “violencia
contra la mujer”, “violencia en la pareja”, “violencia íntima”, “violencia doméstica”,
“violencia de género”, “violencia machista”, “violencia contra la mujer en el hogar”,
“terrorismo de género”, etc. También en el mundo anglosajón esta violencia ha sido
nombrada de diferentes formas: “family violence”, “intimate partner violence”,
“domestic violence”, “partner abuse”, “violence against women”, “battered women”,
“dating abuse”, etc. Nombres y definiciones que introducen matices, connotaciones y
perspectivas diferentes, que pueden determinar una orientación teórica explicativa en la
delimitación del objeto de estudio: la violencia masculina o del hombre agresor.
El término violencia familiar o intrafamiliar (family violence) alude a todas las formas
de violencia (abuso, maltrato y/o abandono), que ocurren de manera sostenida, repetida
y habitual entre cualquiera de los miembros de la unidad familiar (entre la pareja, entre
los hijos, entre padres e hijos, etc.).
El término violencia contra la mujer (intimate partner violence), incide en la
característica primordial de las personas que la padecen y en el género como elemento
causal. Nos queda claramente definida la violencia contra la mujer en la Declaración
sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, Resolución de la Asamblea
General de Naciones Unidas en 1993, como “todo acto de violencia basado en el
género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico,
incluidas las amenazas, la coerción o privación arbitraria de libertad, ya sea que
ocurra en la vida pública o en la privada” (ONU, 1994). En esta definición se toman
como equivalentes violencia contra la mujer y violencia de género, luego abarca todas
las posibles formas de violencia cuyo denominador común es que son ejercidas por
varones contra las mujeres por el hecho de serlo y por la posición social que ocupan en
función de su condición.
Sin embargo, no todas las formas de violencia de las que son víctimas mujeres pueden
identificarse con violencia basada en el género, será necesario tener en cuenta otras
variables (Izquierdo, 1998). Es decir, todas las parejas tienen algún momento en el que
acaban enfadándose, criticándose y discutiendo, y en el acaloramiento de la discusión,
incluso las parejas felizmente casadas, pueden insultarse o comportarse de forma similar
al acoso emocional. Cuando esto ocurre, pudiera considerarse que es el resultado de las
tensiones y conflictos específicos dentro de la relación, y no sólo por razones de género
–encaminadas a intimidar, someter y controlar a la mujer-. Autores como Bosch y
Ferrer (2002) establecen una diferencia entre aquellas violencias que son ejercidas por
personas con las que existen o han existido vínculos afectivos (ejemplo, la violencia
ejercida por la pareja o ex-pareja), de aquellas otras que son ejercidas por personas con
las que se mantiene o se ha mantenido una relación exclusivamente profesional o social
(ejemplo, el acoso laboral o sexual). Por muchos motivos las relaciones sociales e
interpersonales provocan conflictos, y éstos no tienen su razón de ser exclusivamente en
el género o en el sexo.
Por otra parte, la violencia en la pareja, también denominada íntima, conyugal o
doméstica, se refiere al maltrato que ocurre entre los integrantes de una pareja, que
pueden estar o no estar casados, es decir, puede darse entre cónyuges, ex-cónyuges,
parejas que conviven o han convivido sin haber contraído matrimonio, parejas que no
han iniciado la convivencia pero tienen compromiso de casarse o vivir juntos, o novios
o ex-novios. La violencia en la pareja también engloba a todas aquellas personas, sean
del sexo que sean –heterosexuales, gays, lesbianas y transexuales-, que mantienen una
relación sentimental, amorosa o sexual, independientemente de que estén unidas en
matrimonio o convivan. Es decir, la violencia en la pareja puede ejercerla el varón sobre
la mujer, la mujer sobre el varón, puede darse entre dos varones o entre dos mujeres.
No obstante, aunque las mujeres pueden agredir a sus parejas masculinas y también se
dan actos violentos en parejas del mismo sexo, la violencia de pareja es soportada en
proporción abrumadora por las mujeres e infligida por los hombres (OMS, 2003). De
acuerdo con Echeburúa y Corral (1998), la conducta violenta en la pareja constituye un
intento de controlar la relación y es el reflejo de una situación de abuso de poder, por lo
que se ejerce por parte de quienes detentan normalmente ese poder (varones), y las
sufren quienes se hallan en una posición más vulnerable (mujeres, niños y personas
mayores).
Se trata pues de un comportamiento ejercido para controlar, dominar y mantener el
poder. Los autores Quinteros y Carbajosa (2008, 2010), afirman que existe un tipo de
violencia “Circunstancial”, no permanente, sino que se produce por conflictos puntuales
(ejercida tanto por mujeres como por hombres); y un tipo de violencia “Estructural”,
que es permanente y que puede ser: Estructural Exclusiva, cuando el maltrato
masculino se produce únicamente en las relaciones de pareja pudiéndose extender a los
hijos e hijas y, Estructural Generalizada, cuando los actos violentos del hombre además
se extiende a otros ámbitos fuera de las relaciones de pareja y familiares. Estos dos
autores referencian un tercer tipo de violencia, la violencia como “Defensa”, es una
agresión puntual o en defensa propia, la que se puede originar como reacción o
respuesta a los malos tratos recibidos.
En cuanto a las prácticas de dominación o violencia masculina, el repertorio de los
comportamiento violentos que la Organización Mundial de la Salud nos señala son:
“además de las agresiones físicas, como los golpes o patadas, este tipo de violencia
comprende las relaciones sexuales forzadas y otras formas de coacción sexual, los
malos tratos psíquicos, como la intimidación y la humillación, y los comportamientos
controladores, como aislar a una persona de su familia y amigos o restringir su acceso a
la información y la asistencia” (OMS, 2003).
A continuación, pasamos a ocuparnos de los dos términos que de manera generalizada
más veces han sido utilizados por investigadores, políticos y medios de comunicación
para referirse a la violencia contra la mujer, lo que ha dado lugar con bastante
frecuencia a confusiones. Se han empleado durante mucho tiempo estos dos términos,
violencia doméstica y violencia de género, como sinónimos siendo totalmente
incorrecto y, algunas definiciones como la de la ONU (1994), se toman como
equivalentes violencia contra la mujer y violencia de género llegando a identificarlos.
En España, con la Ley Orgánica 1/2004, de Medidas de Protección Integral contra la
Violencia de Género, se circunscribe la violencia de género a aquella que se ejerce en el
ámbito de la pareja por parte del hombre hacia la mujer, excluyendo los casos en los que
la violencia se ejerce por parte de una mujer hacia la pareja o ex-pareja hombre y los de
violencia en parejas homosexuales, que sí estarían incluidos en los términos como
violencia contra la pareja o violencia doméstica. A diferencia de lo que viene siendo
habitual entre los organismos internacionales que se ocupan del tema, nuestro país
circunscribe la violencia de género a aquella que se ejerce en el marco de la pareja, por
ser la más habitual y más visible de las violencias ejercidas contra las mujeres, dejando
al margen otras formas de violencia internacionalmente reconocidas (incluyendo el
acoso sexual, los delitos contra la libertad sexual, la mutilación genital, el tráfico de
mujeres, la violencia relacionada con la dote, etc.) que se abordan en diferentes artículos
del Código Penal Español vigente.

1.3.1. Violencia Doméstica


El término “doméstico” viene del latín “domus” que significa casa. La violencia
doméstica es, pues, la que ocurre en la casa u hogar (Bosch y Ferrer, 2002). Pero esto
induce a pensar en un acto privado y personal, en algo que ocurre en la intimidad del
hogar, cuando en realidad la violencia es un delito, un grave problema social, que
además se ejerce tanto fuera como dentro de casa.
Para muchos autores la violencia doméstica hace referencia a los actos de violencia que
se producen cuando el agresor es alguien que mantiene o ha mantenido una relación
afectiva de pareja con la víctima (Lorente y Lorente, 1999). Para otros, se estaría
ocultando quiénes son los agentes y las víctimas en la mayoría de los casos de violencia
en la pareja, y por ello prefieren emplear términos más explícitos, como abuso contra la
mujer o violencia contra las mujeres (Kelly, 1998).
En España, desde 1995, en el artículo 153 del Código Penal (Ley Orgánica 10/1995), ya
se definía el maltrato o la violencia contra la mujer como doméstica. Se refería a la
relación actual, exigía que tuviera un carácter habitual e incluía, además de la pareja, a
hijos, pupilos, ascendientes o incapaces con los que conviviere o sometidos a su patria
potestad, tutela, curatela o guarda de hecho de cualquiera de ellos. La reforma de este
artículo (Ley Orgánica 14/1999), extendió la protección –a las ex-relaciones afectivas- a
quien, con anterioridad a los hechos, hubiera sido cónyuge del sujeto activo o persona
unida a él por análoga relación al tiempo de cometerse el maltrato. Posteriormente (Ley
Orgánica 11/2003), el artículo 153 fue modificado de nuevo, dejando de exigir la
habitualidad en los malos tratos, y tipificándose en el artículo 173.2 la violencia
doméstica cometida con habitualidad.
Se definía por entonces la violencia doméstica, como toda acción u omisión física,
psíquica o sexual practicada sobre los miembros más débiles de una comunidad
familiar, fundamentalmente la ejercida sobre los menores, mujeres y ancianos, así como
las derivadas de la ruptura de la convivencia o relación afectiva, que cause daño físico o
psicológico o maltrato sin lesión (Ganzenmüler et al., 1999).
Pero si hasta ese momento el delito de malos tratos se identificaba con el concepto de
violencia doméstica, pudiéndose cometer tanto por un hombre como por una mujer y
siendo castigado de idéntica manera, la Ley Orgánica 1/2004 realizó una aportación
esencial, restringió la violencia de género a aquella ejercida por un hombre hacia una
mujer, y dejando la denominación de violencia doméstica para otras situaciones de
violencia dentro del hogar.
Luego entendemos por violencia doméstica, todo acto de violencia física o psicológica
ejercido tanto por un hombre como por una mujer, sobre cualquiera de las personas
enumeradas en el artículo 173.2 del Código Penal, a excepción de los casos específicos
de violencia de género. Estas personas enumeradas serían: a) cuando la ejerza la mujer
sobre el hombre o mujer que sea o haya sido su cónyuge o sobre aquella persona que
esté o haya estado ligada a ella de forma estable por análoga relación de afectividad
aun sin convivencia; b) cuando la ejerza el hombre sobre el varón que sea o haya sido
su cónyuge o que esté o haya estado ligada a él de forma estable por análoga relación
de afectividad, aun sin convivencia; c) cuando la ejerza ya el hombre, ya la mujer,
contra: descendientes, ascendientes, hermanos por naturaleza, adopción o afinidad,
propios o del cónyuge o conviviente, menores o incapaces que con él convivan o que se
hallen sujetos a la patria potestad, tutela, curatela o acogimiento o guarda de hecho del
cónyuge o conviviente, persona amparada en cualquier otra relación por la que se
encuentre integrada en el núcleo de su convivencia familiar, personas que, por su
especial vulnerabilidad, se encuentran sometidas a custodia o guarda en centros
públicos o privados.

1.3.2. Violencia de Género


Podríamos decir que la violencia de género (VG) es un conjunto de actitudes y
conductas de maltrato que el hombre machista ejerce directamente sobre la víctima
(pareja o ex-pareja mujer) produciéndole daño, malestar y sufrimiento, o cuando para
atacar a ésta, ocasiona el daño a su entorno más próximo y vulnerable como son los
hijos e hijas, los padres ancianos u otros familiares y amigos.
Nos dice Lorente (2004) que, la violencia como tal no tiene género –puede ser utilizada
por hombres y mujeres- pero el género sí tiene una violencia específica construida sobre
las referencias socioculturales que llevan a los hombres a controlar a las mujeres, y a
considerarse legitimados para agredirles cuando “les lleven la contraria”, o cuando
tienen que devolverlas a la senda abandonada de lo que ellos decidan que debe ser una
buena mujer, esposa, madre y ama de casa.
La violencia masculina contra la pareja mujer es diferente al resto de las conductas
violentas por su significado, por los objetivos que pretende y por las motivaciones desde
las que se ejerce, las cuales parten de la figura de autoridad del agresor y de la
legitimidad para corregir aquello que él considere desviado. Es la manifestación más
objetiva de trato indigno, pues el concepto de “trato” exige una continuidad en el tiempo
y en las conductas que se han establecido, y como ataque a la dignidad, se refleja en una
vulneración sistemática a los derechos humanos (Lorente, 2006).
La VG, producto de una cultura patriarcal que justifica y legitima una relación desigual
entre los géneros, no es un problema que afecte al ámbito privado, al contrario, se
manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad.
Ya no es como tal un delito “invisible” aunque se procure esconder, sino que su
conocimiento produce un rechazo colectivo y una evidente alarma social, por lo que su
erradicación ha entrado definitivamente a formar parte de la agenda pública.
En la denominación del concepto de VG, debemos atender a lo dispuesto en la Ley
Orgánica 1/2004 que, en el artículo 1.1 establece que “la presente Ley tiene por objeto
actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación
de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce
sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o
hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin
convivencia”. Y, por otro lado, en el artículo 1.3 se considera como violencia de género
a “todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad
sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad”.
Por lo tanto, de acuerdo con los autores Boldova y Rueda (2006), el concepto de VG se
podría sintetizar en cuatro características: 1ª) es el hombre quien la ejerce; 2ª) es la
mujer quien la padece en un determinado ámbito como es la relación conyugal o
relación de análoga afectividad, aun sin convivencia, presente o pasada; 3ª) supone el
ejercicio de cualquier acto de violencia sobre la mujer que debe estar castigado en
nuestro Código Penal, esto es, comprenderá los delitos de homicidio, aborto, lesiones,
detecciones ilegales y secuestros, amenazas, coacciones, delitos contra la integridad
moral, delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, delitos contra el honor, la falta
de vejaciones injustas de carácter leve, o cualquier otro delito cometido con violencia e
intimidación; y 4ª) el ejercicio de esta violencia debe ser manifestación de la
discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres
sobre las mujeres.
De esta manera, pueden aparecer dos tipos de delitos en relación a la VG: (A) Cualquier
tipo delictivo contra las personas (homicidio, lesiones, amenazas, etc.) donde a su vez se
den las características 1ª, 2ª y 4ª de VG. Por ejemplo, un hombre mata a su pareja mujer.
No se trata de un delito de VG exclusivo, sino de un delito de homicidio que ha sido
susceptible a convertirse en otra figura delictiva. (B) Delitos de VG exclusivamente, que
son los tipos penales recogidos en el Código Penal, artículo 148.4 –delito de lesiones
agravado- y artículo 153.1 –delito de violencia de género específico- (en el que se elevó
de falta a delito el maltrato de obra o el menoscabo psíquico leve). Por ejemplo, un
hombre agrede a su pareja, ex-pareja, novia o cualquiera relación análoga (aun sin
convivencia). Si causa lesión constitutiva de delito (requiere intervención quirúrgica,
tratamiento médico y/o seguimiento, etc.), se le aplicaría el artículo 148.4 –delito de
lesiones agravado- (castigado con 2 a 5 años de prisión). Si causa lesión constitutiva de
falta (hematomas, no requiere intervención quirúrgica, primera intervención), una sola
acción es suficiente, se le aplicaría el artículo 153.1 –delito de violencia de género
específico- (castigado de 6 meses a un año de prisión) [delito instaurado con la reforma
de Código Penal como consecuencia de la LO 1/2004].
Sin embargo, el trato penal cambia si en estos mismos ejemplos los sujetos fueran otros,
o se tratara de casos de violencia doméstica, es decir, cuando el delito es ejercido tanto
por un hombre como por una mujer, sobre cualquiera de las personas enumeradas en el
artículo 173.2 del Código Penal, a excepción de los casos específicos de VG. Por
ejemplo, una mujer (o miembro del matrimonio homosexual, pareja de hecho, etc.)
agrede a… Si causa lesión constitutiva de delito (requiere intervención quirúrgica,
tratamiento médico y/o seguimiento, etc.), se le aplicaría el artículo 148. –delito de
lesiones genérico-. Si causa lesión constitutiva de falta (hematomas, no requiere
intervención quirúrgica, primera intervención), una sola acción es suficiente, se le
aplicaría el artículo 153.2 –delito especial- (castigado de 3 meses a un año de prisión).
Por otra parte, según nuestra Ley Orgánica 1/2004, no se calificará como VG, por
ejemplo, la violencia laboral o docente ejercida sobre una mujer por quienes sostienen
este vínculo con la víctima, prevaliéndose de una posición de superioridad; la
mutilación genital femenina sobre una adolescente de 15 años de edad por parte de su
padre; que un hombre –que no sea su esposo o ex-esposo, compañero o ex-compañero
sentimental, novio o ex-novio- obligue a ejercer la prostitución a una mujer mayor de
edad con violencia o intimidación.
Tal y como dice Lorente (2006), el objetivo de la violencia masculina no es otro que
conseguir el control de la mujer en el seno de la relación de pareja y se caracteriza
especialmente por la forma de llevarse a cabo y el tiempo en su presentación. Se trata de
una violencia “inmotivada”, que en la gran mayoría de las ocasiones, las causas son
totalmente injustificadas, que puede estallar ante cualquier situación que el agresor
considere como ofensiva a su posición o a los criterios que, según él, deben definir la
relación establecida (por ejemplo, no tener preparada la comida, haberle llevado la
contraria, no haber estado en casa cuando llegó o llamó por teléfono, haberle quitado
autoridad delante de los hijos u otras personas, etc.). También es una violencia
“extendida”, que no se queda en la mujer que la sufre de manera directa, sino que
también afecta a los menores que conviven en ese ambiente, o a aquellas personas que
el agresor considere que están ayudando o apoyando a víctima. Y se trata de una
violencia “excesiva”, el grado de aplicación es mucho más intenso a la teórica
proporcionalidad que el conflicto que la ocasiona podría hacer esperar en comparación
con otro tipo de violencias (es una violencia caracterizada por múltiples y violentos
golpes de todo tipo, en ocasiones recurre al uso de objetos lesivos, armas blancas, armas
de fuego, uso del fuego, ácidos, etc.). Es decir, se trata de un tipo de violencia
inmotivada, desproporcionada, excesiva y con la intención de aleccionar a la pareja, no
tanto de lesionarla. En un momento dado, al agresor no le importan los gritos ni las
voces, ni los ruidos que traspasan las paredes y ventanas, ni tampoco realizar sus
agresiones en lugares públicos, inclusive, el agresor no huye después, sino que se
entrega a la Policía para dejar bien claro que ha sido él el autor de la agresión. De este
modo se demuestra a sí mismo y a los demás que no iba de broma, que su autoridad está
por encima de muchas cosas, hasta por encima de su propia vida, pues en no pocas
ocasiones se suicidan después de haber acabado con la víctima.
En cuanto al tiempo, esta violencia es un proceso que se va construyendo de manera
paulatina, no se trata de una repetición de hechos aislados con más o menos frecuencia,
o con mayor o menor intensidad, sino que es la propia permanencia el elemento
fundamental para conseguir los objetivos que pretende el maltratador.
Nos dice este mismo autor que, en ningún caso son las circunstancias individuales las
que pueden dar sentido al porqué de esta violencia, sino los factores socioculturales
relacionados con el androcentrismo. De hecho, si quitáramos los factores individuales
que afectan a los casos conocidos veríamos que podrían desaparecer algunas de las
agresiones, pero en ningún caso desaparecerían todas ellas, ni aún menos, la violencia
contra las mujeres. En cambio, si pudiéramos crear ese modelo virtual en el que reinara
la igualdad, comprobaríamos que no existiría una situación estructural de esta violencia;
se podrían producir casos, que sí serían aislados, pero no habría una situación
generalizada que incidiera primero en la producción y luego en su justificación y
minimización.
Todos los tipos de violencia en cuanto a los resultados son iguales, pues sólo puede
acabar en una lesión física, en un daño psíquico o, en los casos más graves, en la
muerte. Pero la VG es diferente al resto de las agresiones interpersonales porque nace
de la idea de que los hombres y mujeres están en una posición desigual. Por un lado, el
hombre culturalmente parte de una posición superior y se siente legitimado a resolver
los conflictos con su pareja haciendo uso de la violencia siempre que así lo decida, y por
otro, su objetivo no es causar un determinado daño, este se produce para alcanzar un
verdadero logro, que es poder controlar y dominar a la mujer. Por eso los episodios se
repiten y por ello cada uno continúa el control con la crítica, el menosprecio o la
humillación, la estrategia busca el aleccionamiento e introducir el miedo y el terror, para
que recuerde qué puede ocurrirle ante la negativa a seguir sus mandatos. La agresión a
la mujer es inmotivada, desproporcionada, excesiva y con la intención de aleccionar, no
tanto a lesionar (Lorente, 2009).
Los hombres que consideran a sus cónyuges o parejas mujeres como iguales (“lo que
vale para ellos, vale para ellas”), es muy difícil que utilicen la violencia contra las
mismas, por muchas discusiones, conflictos y desamores que vivan. Lo más probable,
como dicen Bosch y Ferrer (2002), es que el desprecio hacia las mujeres sea lo que
produce y justifica la violencia, y ese desprecio se ha nutrido de los prejuicios y falsas
creencias, que han sido adquiridos y legitimados culturalmente en los desequilibrios de
poder entre géneros.

1.3.3. Tipos de VG y formas de comportamiento violento


Como apuntamos más arriba, la VG en España se limita a la violencia contra las
mujeres en las relaciones de pareja, pero muchos otros organismos internacionales, ya
sea la OMS o la ONU, incorporan además a este concepto de VG otros tipos de
violencia como son: el acoso sexual, el tráfico sexual de mujeres, la mutilación genital
femenina, la violencia relacionada con la dote, etc.
Un fenómeno de violencia muy extendido es el acoso sexual. Según la Directiva
Europea (2002), es la situación en que se produce cualquier comportamiento verbal, no
verbal o físico no deseado de índole sexual que tienen el propósito o efecto de atentar
contra la dignidad de una persona, en particular cuando se crea un entorno hostil,
degradante y ofensivo.
El Informe mundial sobre la violencia y la salud, de 2003, considera que al menos 130
millones de mujeres han sido obligadas a someterse a la ablación o mutilación genital
(Heise y García-Moreno, 2003). Esta tradición puede considerarse un mecanismo de
dominación física y simbólica sobre la mujer, o sea, otro tipo de VG.
La violencia relacionada con la dote, que puede llegar al asesinato, la violencia ligadas
a la restauración de la honra (supuestamente perdida), las ideas sobre la castidad
femenina y su relación sobre el honor masculino son otras tipologías que ponen en
grave riesgo a las mujeres.
La prostitución forzada, la explotación sexual o el tráfico de mujeres son otras
manifestaciones de VG.
Heise (1994) relacionó las diferentes tipos de VG con cada etapa por las que va pasando
la mujer a lo alargo de su vida. Así, tienen lugar en la etapa prenatal: Aborto para
seleccionar el feto en función del sexo, malos tratos durante el embarazo, embarazo
forzado; En la primera infancia: infanticidio femenino, malos tratos emocionales y
físicos, menos acceso a los alimentos y la atención médica; Infancia: mutilación genital,
incesto y abuso sexual, menor grado de acceso a los alimentos, la atención médica y la
educación, prostitución infantil; Adolescencia: violencia en el noviazgo y el cortejo,
relaciones sexuales bajo coacción económica, abuso sexual en el lugar de trabajo,
violación, acoso sexual, prostitución forzada; Etapa de procreación: malos tratos
infligidos a la mujer por sus compañeros íntimos, violación en el matrimonio, malos
tratos y asesinatos relacionados con la dote, homicidio perpetrado por el compañero,
malos tratos psicológicos, abuso sexual en el lugar de trabajo, acoso sexual, violación,
malos tratos infligidos a mujeres discapacitadas; Ancianidad: malos tratos infligidos a
viudas, malos tratos a las ancianas.
Sin embargo, entre las formas de comportamiento violento se suele hacer con frecuencia
la siguiente clasificación: violencia física, psicológica, sexual y económica.
La violencia física se refiere a aquellos actos intencionales o acciones de fuerza contra
el cuerpo de otra persona de tal modo que puedan ocasionar un daño, dolor o
sufrimiento físico, enfermedad, o riesgo de padecerla. Son ejemplos de violencia física
acciones como pegar, golpear, abofetear, empujar, patear, morder, lanzar objetos al
cuerpo, estrangular, o cualquier otro maltrato que afecte a la integridad física de las
personas y que pueda ocasionar heridas, hematomas, fracturas, contusiones,
excoriaciones o enfermedades. Se trata de un tipo de conducta fácilmente observable,
más evidente y demostrable a la hora de denunciar un caso.
Con respecto a la violencia psicológica, también llamado abuso emocional, se refiere a
todas aquellas conductas, actos o exposiciones a situaciones que ocasionan o pueden
ocasionar un daño emocional, o perturbar la existencia o desarrollo sano de la víctima.
Es la violencia que suele ocurrir más a menudo pero la que menos se denuncia porque
es difícil detectarla por parte del que la sufre y demostrarla judicialmente.
Las conductas violentas de tipo psicológico pueden incluir desde un suceso aislado
como desvalorizar o degradar a la víctima, humillarla o despreciarla en un momento
dado, hasta infligir daño psicológico de manera persistente mediante ciertas actitudes,
comentarios y manipulaciones, de tal forma, que la víctima llega a creer que no vale
para nada y así tenerla sometida y controlada.
El agresor pretende con ello, que su víctima se convenza de que es ella quien provoca la
situación y, por tanto, es culpable de lo que le ocurre. Ejemplos de este tipo de violencia
son desautorizaciones constantes; paternalismo (“mejor conduzco yo, contigo
tendríamos un accidente”); descalificar su persona o trabajo (“no sabes hacer nada
bien, eres una inútil”); reprochar (“la casa está sucia y mis camisas sin planchar”);
insultarla en público y en privado; culpabilizarla (“tú tienes la culpa de que nuestra
relación no funcione”); justificar el comportamiento violento (“te tuve que pegar
porque estabas histérica”); inducir miedo e inseguridad (“es mejor que no vuelvas tarde
porque puede pasarte algo, ¿dónde vas a ir sin mí?”); chantajear emocionalmente si no
hace lo que desea (“si no haces esto por mí es que no me quieres”); criticar su aspecto
físico (“estás gorda, tienes las nalgas deformes”); amenazas (chantajear con suicidarse
si lo deja, amenazas de muerte, con llevarse a los hijos); comportamientos para
controlar a la víctima (decirle cómo, cuándo y con quien puede salir); conductas que
pretenden mantener a la víctima aislada (evitar que salga con las amigas o vea a la
familia); hacer daño a la víctima de manera indirecta (imponer una dura disciplina a los
niños cuando se está enfadado, maltratar a sus mascotas, destrozar los bienes y
propiedades de la víctima, destruir, esconder o tirar sus objetos personales), etc. etc.
El reconocimiento de este tipo de violencia es fundamental para que se logre, a su vez,
el reconocimiento por parte de las propias afectadas, que, en muchas ocasiones, tienen
dudas a la hora de discernir si efectivamente están siendo maltratadas. En este sentido,
desde la ONU se afirma que para algunas mujeres, los insultos incesantes y la tiranía
que constituyen el maltrato emocional quizá sean más dolorosos que los ataques físicos,
porque socavan eficazmente la seguridad y la confianza de la mujer en sí misma.
En cuanto a la violencia sexual, se entiende que se da siempre que se impone a las
mujeres un contacto sexual en contra de su voluntad, que amenaza o vulnera su derecho
a decidir tanto sobre el acto sexual como sobre la forma de contacto sexual, genital o no
genital. También se incluyen los actos ofensivos y no deseados hacia la víctima, o los
comentarios o referencias sexuales utilizadas para intimidar, humillar o agredir a la
víctima. Ejemplos de este tipo de violencia son el abuso sexual (contacto físico sin
violencia), agresión sexual (contacto físico con violencia), acoso sexual (solicitar
favores sexuales generando a la víctima una situación hostil).
No es algo raro que en el seno de la relación conyugal o sentimental, las víctimas no
consideren el sexo forzado como un crimen o ni siquiera un acto de violencia. De esta
forma, en muchas sociedades, la mujer no va a considerar el coito forzado como
violación si está casada o vive con el agresor; lo puede incluso interpretar como una
obligación en su papel de esposa.
Finalmente, algunos autores diferencian una categoría más, la violencia económica.
Podríamos incluirla en la categoría de violencia psicológica, pero, dada la frecuencia
con que aparece, estaría justificado su tratamiento como forma particular de violencia.
Con este tipo de conductas se pretende impedir que la persona acceda a la propiedad y a
su independencia (no dejar que disponga de dinero, controlar sus ganancias y el uso que
hace del dinero, impedir que trabaje fuera del hogar, no pasarle la manutención que le
corresponde cuando así lo ha dictado el juez, esconder las ganancias, robar dinero de la
pareja, utilizar sin consentimiento del otro el dinero ahorrado para otros gastos, utilizar
su tarjeta de crédito, manipular a la pareja para que pida dinero prestado a sus familiares
o paguen sus vacaciones, etc.
En la práctica, estas formas de comportamiento violento se encuentran, de manera
habitual, entrelazadas, incluso, resulta complicado clasificar el conjunto de experiencias
violentas que puede padecer una mujer. De hecho, cualquiera de los comportamientos
violentos de un agresor lleva implícita una carga de violencia psíquica, y puede ir
acompañado de violencia física o sexual (Martín-Serrano y Martín-Serrano, 1999). No
se trata pues, de experiencias aisladas, sino de una concreta dinámica de la relación de
pareja y de una pauta de agresión continuada (Rico, 1996).
Según Horley (2000), las técnicas que los maltratadores emplean para controlar a las
mujeres son muchas y variadas, entre ellas están: alterar los episodios de encanto y
afecto con otros de violencia; ejercer el control a través del miedo usando la agresión
física o sexual, la intimidación y las amenazas; aislar a las mujeres de otras personas;
abusos emocionales, psicológicos y verbales, incluyendo insultos, humillaciones,
impedir comer, dormir, etc.; culpar a las mujeres de los abusos que sufre; ejercer control
económico o del tiempo. Los autores Salber y Taliaferro (2000), añaden como posibles
tácticas de control las siguientes: usar a los niños y, agredir o amenazar con hacerlo a
los niños, animales de compañía o propiedades materiales de la mujer.
En esta línea de analizar la violencia como una dinámica continuada, se sitúa la teoría
de Walker (1984), el ciclo de la violencia. Los diferentes actos de violencia conforman
una dinámica que se desarrolla a partir de tres fases: una primera fase de acumulación
de tensión (en la que se van dando agresiones tanto psíquicas como golpes de poca
gravedad física); una segunda fase de descarga o fase aguda de golpes; finalmente, una
tercera fase de arrepentimiento por parte del agresor y de aceptación de la mujer que
cree en su sinceridad. Este ciclo se inicia una y otra vez, si bien, la tercera fase va
siendo cada vez más corta y la fase de descarga cada vez más frecuente.

1.3.4. Impacto de la violencia de género


La VG en la actualidad constituye un problema social de primera magnitud porque
afecta a miles de mujeres en todo el mundo. El estudio de la OMS “Women´s Health
and Domestic Violence Against Women”, presentado a los medios de comunicación en
2005, entrevistó a casi 25.000 mujeres rurales y urbanas de 10 países de diferentes
partes del mundo (Bangladesh, Brasil, Etiopía, Japón, Perú, Serbia y Montenegro,
Tailandia y Tanzania) y sus resultados indican que la violencia contra las mujeres es la
más común, afectando a 1 de cada 6 mujeres en el mundo, aunque haya países donde la
tasa es muy superior (entre el 15% de Japón y el 71% de Etiopía).
Las dificultades para conocer cifras de este problema son muy grandes y apenas en los
últimos años han comenzado a realizarse registros de mujeres muertas o denuncias
presentadas. En España, el primer estudio general sobre maltrato lo realizó el Instituto
de la Mujer (2000), con más de 20.000 mujeres mayores de edad. Los resultados
indicaron que el 4.2% de las entrevistadas (640.000 mujeres en la población general)
admitían haber sufrido alguna forma de violencia de su entorno más cercano en el
último año y, de ellas, el 52% había sido maltratada por su pareja o ex-pareja (368.000
mujeres); es decir, el 2.18% de mujeres mayores de 18 años del conjunto de la
población española se sentiría maltratada en su relación de pareja. Por otra parte, el
12.4% de las entrevistadas (2.100.000 mujeres) estaban en situación objetiva de
violencia y, de ellas, el 74.2% sufriría esa violencia a manos de su pareja o ex-pareja
(1.550.000 mujeres); es decir, el 9,2% de mujeres mayores de 18 años del conjunto de la
población española estaría “técnicamente maltratada” en su relación de pareja. En 2002
el Instituto de la Mujer (Alberdi y Matas, 2002) realizó una nueva encuesta según la
cual el porcentaje de mujeres técnicamente maltratadas descendía hasta el 11.1% y el
que reconociera el maltrato hasta el 4%.
El Instituto de la Mujer (III Macroencuesta, 2006) estimó una prevalencia anual de VG
de alrededor del 10% de mujeres mayores de edad en la población general, lo que
equivaldría a unos dos millones de mujeres aproximadamente. Otra Macroencuesta de
VG realizada en 2011 concluye, además, que unos 840.000 menores están expuestos a
las situaciones de VG en España y unos 517.000 reciben agresiones directas.
El impacto mediático en España tiene su inicio con el caso de Ana Orantes de finales de
1998. Con casos como este fue que la VG saltó al primer plano de la actualidad:
tertulias televisivas, reportajes, programas de radio y comentarios de expertos de la
materia. Pero es a lo largo de las últimas décadas cuando ha ido convirtiéndose en un
asunto cada vez más investigado desde las disciplinas del Derecho, Educación,
Psicología, Sociología y Medicina.
A nivel físico, el maltrato puede ocasionar lesiones de todo tipo en las mujeres,
traumatismos, heridas, quemadoras, relaciones sexuales forzadas, enfermedades de
trasmisión sexual, embarazos de riesgo, abortos y hasta la muerte. Cuando la violencia
física y psíquica sobre la mujer se prolonga en el tiempo, sin ninguna expectativa de
cambio para ella, o cuando siente que su pareja le falta al respeto y consideración
continuamente, puede producirle un deterioro psicológico grave que afecta a su vida
interior y a las relaciones con su entorno. Trastornos por estrés postraumático, síntomas
de ansiedad, depresión, insomnio, abuso de alcohol, drogas o psicofármacos. Intentos de
suicidio, e incluso la muerte como forma desesperada de acabar con la situación que
vive. Como consecuencia, puede ocasionar aislamiento social, pérdida de empleo o
absentismo laboral, y tener serias repercusiones sobre los hijos que directamente o como
testigos son víctimas de la violencia. Pero también las consecuencias negativas se dan
para el agresor, que puede llevarle a sentimientos de fracaso, frustración, resentimiento,
a la pérdida de la esposa, de los hijos, riesgo de detención y condena, aislamiento,
rechazo familiar y social, etc.
El número de mujeres muertas en España a manos de su pareja o ex-pareja entre 2003 y
2011 ascendió a 606 (V Informe Anual del Observatorio Estatal de Violencia sobre la
Mujer, 2012), de las cuales, tan solo habían sido denunciados 113 agresores por malos
tratos (el 27.8%). A la cifra de fallecidas habría que añadir las 52 de 2012, las 54 de
2013 y las 53 de 2014. El número de denuncias por VG en el año 2011 que se reflejan
en este Informe, es de 134.002, que supone un ligerísimo descenso respecto al año
anterior.
En este mismo Informe se refleja que a 31 de diciembre de 2011, el total de varones
internos cumpliendo condena en centros penitenciarios era de 65.184. De ellos 5.448
cumplían condena por delitos de violencia de género (8.4%). Por lo que se refiere a la
tipología delictiva, los internos en centro penitenciarios con delitos por VG, el 29.3%
contaban con los malos tratos como delito principal, seguidos por las amenazas (19,8%)
y el quebrantamiento de pena o medida de alejamiento (18.6%). En cuanto al tiempo
total de condena, el 37.1% de los internos con delitos por VG cumplían de 6 meses a 1
año. Entre 1y 3 años asciende al 33.6%. En penas inferiores a 1 año, el porcentaje es del
42.7%.
Por otro lado, el abordaje de la VG en los servicios de salud se ha centrado casi
exclusivamente en las mujeres que la han sufrido o la sufren y, en menor medida, en sus
hijas e hijos. En cambio, con los hombres agresores la intervención se ha limitado casi
exclusivamente al ámbito judicial, mientras que en el ámbito de la salud es
relativamente reciente y escaso (Geldschläger y Ginés, 2013). En una investigación
sobre las demandas de ayuda de los hombres que participaban en un programa para
agresores (Campbell, Neil, Jaffe y Kelli, 2010), casi 2 de cada 3 habían pedido ayuda
antes de entrar en el programa, pero solo la mitad de ellos la había recibido, y de los que
la habían recibido ayuda, solo 1 de cada 4 la consideró útil.
Todo estos datos, nos ponen de manifiesto lo importante de llevar a cabo actuaciones
preventivas sobre todas las personas implicadas en la VG, para que no se vuelvan a
repetir nuevas agresiones ni muchas de las situaciones que se presentan a raíz de las
denuncias.
1.4. Modelos explicativos de la violencia de género
Entender las causas por las que se produce la violencia masculina dentro de la pareja es
fundamental para poder prevenirla. Los primeros modelos explicativos consideraban
que esta violencia tenía su origen en las características individuales de las mujeres y/o
de los varones (Villavicencio y Sebastián, 1999). Posteriormente, se pasó a dar
explicaciones más amplias, incluyendo tanto teorías sociológicas (perspectiva de la
violencia, del conflicto familiar o la perspectiva feminista) como psicológicas (teoría del
aprendizaje social, del intercambio, del estrés), pero la explicación más ampliamente
aceptada hoy día es la perspectiva globalizadora multicausal del modelo ecológico de
Bronfrenbrenner (1979). Por lo general, puede hablarse de una línea de investigación
centrada en el análisis de factores individuales, y otra línea, centrada en el estudio de las
condiciones socioculturales que estarían detrás de esta violencia.
A nivel de factores individuales, se sitúan las teorías biologicistas (Glaude, 1991), las
teorías del impulso (Berkowitz, 1996) o los estudios sobre perfiles y tipologías de
maltratadores y víctimas (Dutton y Kropp, 2000). Se consideraba también el papel
desempeñado por posibles enfermedades mentales, lesiones cerebrales, trastornos de
personalidad, psicopatologías, consumo de alcohol y drogas, etc. Pero como se plantea
en el Informe Mundial sobre la Violencia y la Salud (Heise y García-Moreno, 2003), la
proporción de agresiones por la pareja vinculadas con trastornos psicopatológicos es
especialmente baja en contextos donde este tipo de violencia puede resultar común.
Muchas investigaciones ponen el foco en la crispación y las frustraciones que se
producen dentro de la pareja, o en las situaciones de estrés. Según Echeburúa y Corral
(1998), la conducta violenta en el hogar es el resultado de un estado emocional intenso –
ira-, que interactúa con unas actitudes de hostilidad, un repertorio pobre de conductas
(déficit de habilidades de comunicación y solución de problemas) y unos factores
precipitantes (situación de estrés, consumo abusivo de alcohol, celos, etc.), así como la
percepción de la vulnerabilidad de la víctima. Lorente (2001) dice que la frustración es
un factor que favorece la agresión a la mujer, tanto si proviene de factores ajenos al
hogar como si se genera dentro, pero al igual que ocurre con el alcohol, solo los
hombres que tienen establecidos y asumidos los patrones de dominación y control en el
seno de la pareja llevan a cabo la agresión a la mujer, ya que la frustración se puede
canalizar por muy diversas vías y superar de modos muy diferentes.
Otras explicaciones vienen de la teoría de la transmisión generacional de la violencia,
ésta sugiere, que la violencia es aprendida en el proceso de socialización en interior de
la familia. Los individuos que han experimentado violencia en su infancia, como
observadores o víctimas, tienen mayores probabilidades de ejercer (o padecer) violencia
de adultos (Jasinski, 2001).
Otro tema ampliamente tratado es la relación existente entre la violencia y el consumo
de alcohol y drogas. Muchos autores plantean que el alcohol desinhibe, baja las
defensas y permite que el individuo realice determinadas conductas que en otras
circunstancias habría reprimido (Torres, 2001). Sin embargo, esto no determina que el
alcohol sea la causa última de la violencia. Se argumenta que, hay muchos hombres que
abusando de la bebida y las drogas no maltrataron nunca a sus mujeres o, un mismo
hombre, puede ser violento estando ebrio o sobrio. Además, el consumo de alcohol
tampoco explicaría por qué el objetivo de la violencia son sus parejas sentimentales y
no cualquier otra persona. En nuestras sociedades, el consumo de alcohol se entiende
que puede servir de excusa para comportamientos violentos, es decir, el alcohol puede
proporcionar una excusa para conductas inadmisibles, permitiendo percibir a los
agresores, como menos culpables (Gelles, 1997). Esto no pasa, sin embargo, en el caso
en que las mujeres abusan del alcohol o las drogas, para ellas, en vez de servir de
excusa, pueden aumentar la tendencia a culpabilizarlas de la situación en que viven.
Hay un largo listado de factores individuales que pueden explicarnos algunos aspectos
de la violencia contra la mujer y que son factores a tener en cuenta (sociodemográficos,
actitudes, psicopatología, celos, abuso de sustancias, etc.), pero se puede concluir que,
estos factores no son las causas de la violencia, sino propiciadores de ella, pueden
aumentar el riesgo o dotarla de unas características peculiares. Como dice Victoria Sau
(1998), estos factores pueden influir para que el hombre pierda o afloje sus mecanismos
de autocontrol y ponga en marcha y a su modo la violencia, pero las causas van más allá
de las consideraciones individuales, de los factores propiciatorios, y abría que buscarlos
en los niveles estructurales y culturales.
En cuanto al estudio de las condiciones socioculturales que están detrás de la violencia
contra las mujeres, encontramos por ejemplo, la perspectiva feminista, que considera
esta violencia como algo estructural que tiene por objetivo mantener el poder y el
control de la mujer, o como un fenómeno del sistema patriarcal que sirve para el
mantenimiento del orden establecido. Así, frente a la posible interpretación de esta
violencia como algo excepcional –un problema de individuos concretos-, desde los
planteamientos socioculturales o estructurales se la considera como un suceso más bien
común, y, desde luego, como un problema social.
Desde estos planteamientos feministas, se considera que la violencia contra la mujer
está relacionada con un orden social de desigualdades de género y, más concretamente,
con la subordinación y dominación de ellas; con la permisividad social hacia la
violencia; con las ideologías, identidades y estereotipos de género, así como con el
papel jugado por las creencias culturales en cuanto a la pareja ideal, el amor perfecto,
etc.; con la construcción de las masculinidades en el tiempo; y, muchas veces, con el
papel que juegan los medios de comunicación en cuanto a la difusión de estereotipos y
valores de género.
Stith y Rosen (1992) propusieron el que denominan modelo interactivo de la violencia
doméstica, en el que analizaron los factores multicausales que pueden estar implicados
en la violencia. Estos factores hacían referencia a los elementos de vulnerabilidad de la
familia y del individuo, al estrés situacional, a los recursos individuales, familiares y
sociales para afrontar la vulnerabilidad, y al contexto social y cultural en el que la
situación de violencia ocurre.
Finalmente, entre las perspectivas más consistentes para la explicación de la violencia
masculina en la pareja se encuentran los denominados modelos ecológicos. Éstos
plantean la necesidad de considerar toda una serie de factores sociales y psicológicos
que, por sí solos y combinados, ejercen influencia, directa e indirecta, sobre el
comportamiento del agresor, ya sea para desistir o persistir en su agresión (Dutton,
1996).
El postulado básico del modelo ecológico de Bronfrenbrenner (1997) es que el ser
humano solo puede ser entendido si, además de las características individuales, se tiene
en cuenta las ambientales en que se desarrolla. El maltrato sólo se puede comprender
desde una perspectiva globalizadora multicausal en el que se indica que las causas
individuales, familiares, sociales y culturales se interrelacionan para explicar la VG. En
este modelo se aplican distintos niveles de análisis porque ningún factor explicaría de
modo exclusivo el comportamiento agresivo. La OMS (2003) también señala que la
violencia sólo se comprende a través del modelo ecológico, como resultado de la
combinación de factores individuales, relacionales, sociales, culturales y ambientales.
A nivel social (macrosistema), se refiere a los parámetros sociales y culturales de una
sociedad, a su sistema de valores y creencias, a sus actitudes compartidas y a sus
referencias ideológicas. Concepciones que contendrán una valoración sobre el poder, la
violencia, el género, la igualdad y, en definitiva, el papel que hombres y mujeres deben
desempeñar en la organización de la sociedad.
El nivel comunitario (exosistema) se refiere a las instituciones sociales, al poder
judicial, al sistema educativo, al sistema de salud o a los servicios sociales. Todas estas
instituciones sociales pueden convertirse en las principales legitimadoras de la violencia
y del trato a la mujer generando una legislación inadecuada o favoreciendo la
impunidad del maltratador.
El nivel relacional (microsistema) se refiere a las redes de vinculación próxima a la
persona, donde la familia desempeña un papel esencial. Este subsistema se centra en la
importancia de la familia de origen en el proceso de socialización para el aprendizaje de
los modelos fundamentales en las futuras relaciones interpersonales de la persona.
Por último, se situaría la persona, entendida asimismo como un sistema en el que habría
que valorar una serie de variables psicológicas relacionadas con su propia organización
cognitiva, emocional y conductual, y que interactúan con el resto de subsistemas.
Para terminar con los modelos explicativos de esta violencia, resultan muy sugerentes
los trabajos y reflexiones de Johnson (2006, 2008), quien considera que la violencia en
el ámbito de la pareja no es un fenómeno unitario y dirigido únicamente del hombre
hacia la mujer. Este autor establece la existencia de diferentes tipos de violencia dentro
de la pareja, que aunque asociadas al poder y al control de la relación, no todas ellas se
relacionan directamente con el género. La primera modalidad es la perpetrada por
hombres fundamentalmente (terrorismo íntimo o terrorismo patriarcal) y desde la
perspectiva de género (la violencia se utiliza para conseguir y mantener una situación de
dominio y control permanente en la relación); una segunda modalidad, se presenta como
respuesta al intento de control (esta reacción es habitual en mujeres que están sufriendo
malos tratos por parte del hombre); una tercera, más circunstancial, puede ser ejercida
por cualquiera de los dos miembros de la pareja como resultado de las tensiones y
conflictos específicos dentro de la relación; y una cuarta modalidad (Kelly y Johnson,
2008), donde se asocia la conducta disfuncional a las situaciones producidas en los
procesos de separación y divorcio, y aquellos relacionados con la custodia y relación
con los hijos después de la separación.

1.5. Factores en el desarrollo y mantenimiento de la violencia de género


Para comprender el fenómeno de la violencia masculina sobre las mujeres es necesario
analizar los factores que han contribuido a su desarrollo y mantenimiento, y que la han
legitimado social y culturalmente. El sistema de valores y creencias que ha
caracterizado a las sociedades patriarcales fijaba un desequilibrio de poder entre sexos
como algo natural, donde los varones eran superiores por naturaleza y les confería el
derecho y la responsabilidad de dirigir la conducta de la mujer. Los patrones de
conducta –la adjudicación de roles diferenciados en función del sexo- se han basado en
un modelo sociocultural que fomenta y tolera normas, valores y principios que
perpetúan la posición de inferioridad de las mujeres y su supeditación a los varones. Se
ha asociado lo masculino con características de dominancia, control e independencia, y
lo femenino con atributos de sensibilidad, afecto y preocupación por el bienestar ajeno.
Asimismo, el papel de supremacía del hombre ha estado destinado al espacio público o
político y el de la mujer ha quedado relegado al espacio privado o doméstico.
A través de los procesos de socialización se ha ido construyendo la identidad masculina
de los hombres –el conjunto de valores y actitudes que determinan cómo deben ser los
hombres-, y los ha ido ubicando en uno de los lados de la relación genérica y jerárquica
de poder (Matute, 2010). Así, desde los primeros momentos, al niño se le integra en lo
masculino, quien empieza a percibir desde bien pequeño un ambiente de relaciones de
poder entre sus padres (“oye una voz grave que se alza y otra voz fina en tono bajo”).
Con los juegos, al niño se le va inculcando el aprecio por algunas profesiones u oficios,
y de la violencia o brusquedad “propia de chicos”; y el desprecio por lo que es “propio
de las niñas” que después será lo “propio de las mujeres”. A la niña se le va inculcando
lo que es “propio” de los oficios y virtudes femeninas, lo que debe querer y a lo que
debe y puede aspirar “como mujer”, y se le va inculcando que no debe aspirar a lo que
“no es” de su género, sino propio del hombre. En los primeros años al niño todos lo
miman, mujeres y hombres, padre y madre, hermanas y hermanos. Luego, el padre
exigirá que no le mimen tanto por temor a que puedan aparecer inclinaciones
homosexuales, la misma madre vigilará también esa misma situación. En la escuela,
hasta los doce años, el niño jugará solo con otros niños, será preocupante si se le
observa con frecuencia en compañía de niñas. Al entrar en la juventud, ya no se le
querrá ver solo con chicos, ya habrá preocupación por conocerle una novia, e incluso,
cuanto más mujeriego, más masculino será.
Aunque el hombre sea adulto, los grupos de referencia, la ideología y las instituciones
se encargarán de darle consistencia y actualización constante a la identidad masculina.
Esta identidad en el sistema patriarcal determina que el hombre representa la autoridad
en la familia, debe ser “trabajador, fuerte, independiente, agresivo, poderoso, valiente,
protector o dominador”, que tiene que apartarse de todo aquello que parezca femenino,
que ha de vivir negando los sentimientos, actitudes y emociones que evoquen ternura,
debilidad o tristeza (“los hombres no lloran”) y, deberá convencerse y convencer a los
demás que no es una “nenaza”, que no es un bebé y que no es un homosexual. Esto lo
podemos observar en expresiones populares como “saluda como los hombres”, “un
hombre para ser completo debe escribir un libro, sembrar un árbol y tener un niño”,
“es hombre porque le gustan las mujeres”, “el hombre propone y Dios dispone, pero
cuando llega la mujer todo lo descompone”, etc.
Dentro del sistema de valores y creencias también tenemos un componente sexista
fuertemente arraigado, unas actitudes que discriminan a las personas de un sexo por
considerarlas inferiores. Pero una discriminación de antipatía sexista hacia las mujeres
también coexiste con sentimientos positivos hacia ellas. Glick y Fiske (1996)
consideran que el sexismo es ambivalente, está formado por dos componentes
diferenciados aunque relacionados. El sexismo hostil, un prejuicio hacia las mujeres que
las considera en una situación de inferioridad con respecto a los hombres y la valoración
negativa hacia los hombres como ostentadores de poder y responsables de la relegación
de la mujer a un estatus inferior; y el sexismo benevolente, que idealiza el rol tradicional
de las mujeres (esposas, madres y objetos románticos) al tiempo que enfatiza su
debilidad y necesidad de protección. Así, a las mujeres que se apartan de lo tradicional
(mujeres profesionales, feministas, incluso las sexys), se las considera peligrosas,
tentadoras y sensuales, y los hombres sexistas suelen mantener actitudes hostiles hacia
ellas (creencias como “las mujeres se burlan de los hombres”, “ellas piden igualdad por
privilegio”, “ellas no aprecian lo que nosotros hacemos por ellas”). Mientras que se
emplea una actitud benevolente con aquellas mujeres que cumplen con los roles
tradicionales (creencias como “un hombre completo debe tener pareja”, “la mujer debe
ser querida y protegida”, “ellas son más sensibles”). A través de actitudes benevolentes
los hombres se “ganan” la confianza de las mujeres frente al rechazo que generan las
actitudes hostiles.
Las investigaciones llevadas a cabo en los últimos años demuestran que, a pesar de los
esfuerzos realizados por numerosas organizaciones tendentes a difundir y promover
ideas progresistas acerca de la igualdad entre los géneros, cierto núcleo de premisas,
constitutivas de un sistema de creencias más amplio, sigue siendo sostenido por amplios
sectores de la población (Matute, 2010). Entre ellas, las más persistentes son: “que los
hombres tienen mayor valor que las mujeres, son los que mantienen económicamente a
la familia”, “que las mujeres deben de encargarse del cuidado de la familia”, “que el
hombre es el jefe del hogar”, “que ellas deben de estar disponibles y al servicio de los
deseos, placeres y razones del hombre”, o “que la privacidad del hogar debe ser
defendida de las regulaciones externas”. Este sistema de creencias hace que los varones
perciban “desde arriba” a las mujeres y, como consecuencia, que muchos se sientan
legitimados para hacer uso de la fuerza como “método correctivo” y como instrumento
de poder dentro de las relaciones privadas. Dicho de otra manera, si se garantizan los
privilegios masculinos, también queda garantizado el derecho a defenderlos y, cuando la
violencia masculina se manifiesta, no deja de ser un método exagerado para lograr el
poder y el control sobre las mujeres.
Actualmente, nos parece poco probable que las personas sean capaces de reconocer que
una situación de agresión hacia la mujer pueda estar legitimada o justificada de alguna
manera. Sin embargo, es frecuente encontrarnos con información sobre episodios de
violencia doméstica que reciban un tratamiento mediático en el que se trata de justificar,
de alguna manera, el comportamiento agresivo atribuyéndolo a intenciones positivas al
agresor, o incluso, tratando de buscar posibles causas en la conducta de la víctima que
expliquen el comportamiento del agresor como por ejemplo, su infidelidad, los celos o
la provocación por parte de la mujer (Haj-Yahia, 2003), convirtiendo así a las mujeres
en responsables de su propia agresión.
Distintos autores, como nos señala Amelia Matute (2010), han señalado el valor que
siguen teniendo los mitos culturales acerca de la violencia hacia las mujeres como
elementos que contribuyen a la perpetuación del problema. Mitos referidos a disculpar
en cierta medida la violencia masculina (los hombres que maltratan a las mujeres han
sufrido maltratos de niños, o son enfermos mentales y alcohólicos, o es por celos); y
mitos que culpabilizan a la mujer (mitos acerca de la provocación, el masoquismo, etc.),
que naturalizan la violencia (“el matrimonio es así”, “los celos son el condimento del
amor”), y que impiden a la víctima salir de la situación (mitos acerca de la familia, el
amor, la abnegación, la maternidad, etc.).
Tanto los mitos como el sistema de creencias culturales que conllevan unos “privilegios
de género” y una permisividad social ante la violencia, se han ido incorporando en los
pensamientos, actitudes o conductas de cierta parte de la población, y esto, legitima,
justifica o hace ver la agresión sobre las mujeres con cierta tolerancia.
Otro factor que contribuye al mantenimiento de este tipo de violencia es su invisibilidad
social. A la vida pública solo llegan a través de los medios de comunicación los casos
más conocidos, más por las consecuencias graves que hayan podido tener, que por un
interés sobre ellos. Son muchos los casos de maltrato que pasan desapercibidos por ser
negados, es más, muchas veces los vecinos o familiares saben o sospechan que están
ocurriendo, pero prefieren callar. Diferentes estudios han establecido que los casos
denunciados no superan el 10% de los casos reales (Lorente, 2010). Esto supone, que
más del 90% de los que ocurren pasarían desapercibidos, más por ser negados que por
no haberse enfrentado a ellos. Aun así, son numerosos casos los que llegan a los
juzgados, los que acuden a un servicio de urgencias, los que se presentan en la consulta
de un centro de salud o los que son simulados como accidentes, pero que permanecen
ocultos al resto de la sociedad y, de esta manera, al no estar a la vista, pareciera que
forman parte de un problema reducido o inexistente.
Las razones para esta invisibilidad pueden ser muy diversas, desde la permisividad
social a la relación abusiva –del varón hacia la mujer-, el miedo a denunciar o la
creencia en las dificultades para demostrar los hechos, hasta la falta de reconocimiento
por parte de quien la padece, la dependencia emocional y económica del varón, los
hijos, la vergüenza social o el temor a que el próximo episodio de maltrato sea aún más
grave (Koepsell, Kernic y Holt, 2006). Otras razones de esta invisibilidad son las que el
autor Luis Bonino (1995) denominó micromachismos. Son comportamientos cotidianos
o prácticas sutiles que retienen el dominio y superioridad sobre la mujer, que imponen
los propios intereses, creencias y percepciones del hombre, y que son efectivas porque
el orden social imperante los ratifica, porque se ejerce reiteradamente y porque muchas
veces son tan sutiles que pasan inadvertidos para quien los padece o para quien los
observa. Son formas y modos larvados y negados, de abuso e imposición de las propias
“razones” en la vida cotidiana, que permiten hacer lo que se quiere e impiden que ellas
puedan hacerlo de igual modo. Nos valga como ejemplo las responsabilidades sobre lo
doméstico, donde el varón se define como “ayudante” de la mujer, lo que le obliga a ella
a ejercer la “gerencia del hogar”, teniendo que organizar e indicar lo que los demás
deben de hacer en casa, con la consiguiente sobrecarga; o donde las mujeres se ven
llevadas “naturalmente” a atender el teléfono o el timbre en casa, a levantarse cuando
falta sal, a acompañar al marido al médico, a comprar su ropa, a cuidar de las personas
enfermas, de los mayores, etc.
Por otra parte, ¿por qué, pese a la situación de malos tratos que sufre la mujer en su
relación de pareja, ésta se mantiene en ella?, o incluso, reanuda su relación con el
agresor. ¿Por qué la mujer no opta por la solución “lógica”, que implicaría el abandono
de la relación, y acepta, por el contrario, la actitud violenta del hombre? Cuáles son las
dificultades para salir de una relación así.
Las actitudes y manifestaciones que algunas víctimas maltratadas argumentan han sido,
la enorme preocupación por lo que le pueda pasar a su agresor si éste es denunciado y,
en ocasiones, los sentimientos de amor que aún tiene hacia él y el compromiso con el
sueño de que las cosas pueden cambiar. Esto ha llevado a argumentar muchas veces por
parte de los hombres, que tal violencia no existe porque si no, ellas abandonarían pronto
la relación.
Los principales elementos que hacen a la mujer permanecer en la relación o en el
ambiente en que se produce la violencia masculina, se puede encuadrar en dos grupos.
En el primero (Gelles, 1976; Browne, 1987), estarían las razones socioculturales: la
falta de alternativas, el temor a la desaprobación de familiares y amigos, la
preocupación por la pérdida de lo que supone la relación (fuente económica, hijos,
hogar, iniciar una nueva vida…) y el miedo a las represalias del agresor. En el segundo
(Amor y Bohórquez, 2006), serían los aspectos psicológicos referidos a la dependencia
emocional y a las repercusiones psicopatológicas del maltrato: el estado de indefensión
al que se llega después de un periodo de maltrato, la apatía y malestar que interfiere
gravemente en su proceso de toma de decisiones, el vínculo emocional que se establece
cuando se alternan el buen y el mal trato, el ciclo de la agresión, donde la víctima queda
enganchada en la ilusión de que el agresor va a cambiar.
El maltrato a la mujer la lleva poco a poco a lo que se ha llamado “personalidad de
bonsái” (Lorente, 2004), la mujer queda empequeñecida al ser todas sus iniciativas
cortadas por el agresor, como el bonsái que es podado por quien lo abona y riega. En
definitiva, unas veces por los efectos del cariño mostrados tras la agresión, otras por los
del abandono de sí misma como consecuencia del maltrato, hacen que la mujer sea
incapaz de escapar.

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