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LLENÉ DOS BOLSAS DE COMIDA Y ME

ENCAMINÉ HACIA LA CASA


DE UNA HERMANA DE MI BARRIO
Roberto Atúncar Nieto,
(Lima, Perú)

Una bendición extra Mi esposa Carmen y yo acabábamos de tener a nuestro


primer hijo cuando me llamaron a ser obispo de nuestro barrio. En ese entonces
teníamos dificultades económicas y para mí era muy estresante proveer para mi
familia y, al mismo tiempo, velar por los miembros de nuestro barrio y cuidar de
ellos. Llené dos bolsas de comida y me encaminé hacia la casa de una hermana
de mi barrio. Un domingo, en la reunión sacramental, me llamó la atención una
madre sola con sus cuatro hijitos. Se sentó en el último banco de la capilla e hizo
todo lo posible para que los niños guardaran silencio. Yo sabía que ella también
tenía dificultades económicas, pero nunca pedía ayuda. Las semanas pasaban y
ella asistía cada domingo a la Iglesia con sus hijos. Un día, cobré mi salario. Al ver
que había sido bendecido con una bonificación, decidí utilizar ese dinero extra con
el fin de comprar herramientas para las reparaciones que tanto necesitaba mi
casa. Sin embargo, mientras me dirigía a la tienda, esa hermana y sus hijos me
vinieron a la mente. Sentí que debía utilizar ese dinero extra para comprarles
alimentos. Llamé a Carmen y le dije lo que sentía que debía hacer, y a ella le
pareció bien. Mientras compraba, me quedé mirando unas galletas y pensé que
seguramente a los niños les gustarían algunos dulces. Llené dos bolsas de comida
y me encaminé hacia la casa de esa hermana. Toqué varias veces la desgastada
puerta de madera y, por fin, cuando estaba a punto de irme, la puerta se abrió.
“Obispo”, dijo la hermana, “¡qué sorpresa verlo aquí!”. De inmediato, sus hijos
salieron corriendo de atrás de ella. “Les he traído algo de comida”, dije. Una de
las hijas encontró las galletas y exclamó: “¡Galletas!”. Sus hermanos y hermanas
se arremolinaron emocionados. Una de las niñas, de siete años, me dio un abrazo.
“¡Gracias, obispo!”, dijo. Miré hacia el interior de la casa y vi que la hermana había
estado lavando ropa en un balde que había en el suelo. La familia no tenía
ninguna mesa y dormían en un colchón sobre el suelo. Me di cuenta de cuán
necesitados estaban. Hice arreglos para asegurarme de que tuvieran una mesa y
que cada uno de ellos dispusiera de una cama. Esa experiencia me ayudó a
darme cuenta de que el Señor guía y bendice a Sus siervos. No hace falta tener
un llamamiento concreto para ayudar a nuestros hermanos y hermanas; solo
necesitamos estar en sintonía con el Espíritu, encontrar a quienes necesitan
nuestra ayuda y estar dispuestos a ser instrumentos en las manos del Señor.
(“Una bendición extra” Liahona de octubre del año 2019 Pag. 34)

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