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RAZÓN, MODERNIDAD, CRISIS

Javier Andrés Piñeiro


Itinerarios de la razón moderna

De acuerdo a una perspectiva que toma como puntos de partida los aportes de la
filosofía de la historia hegeliana y el análisis del proceso de “desencantamiento” del
mundo realizado por Max Weber, podemos caracterizar a la modernidad en términos de
un proceso de racionalización histórica que tuvo lugar en Occidente, cuyas raíces pueden
rastrearse en el llamado Renacimiento1 –de la mano del “redescubrimiento” que hace el
hombre de sí mismo, del humanismo experimentalista que se propone conocer el mundo
empíricamente, más allá de lo que digan sobre él los libros sagrados, de la voluntad de
encontrar verdades racionalmente fundadas, ajenas a todo dogma, de las ansías de
liberación de la sujeción a lo divino y al poder eclesiástico, de autonomizar la conciencia
de todo oscurantismo, y de otorgarle al hombre la potestad de ser sujeto y de construir
una historia eminentemente humana, vale decir, racional2–, y cuya consolidación se
produce en el siglo XVIII con la definitiva caída del Ancien Régime, la llegada de la clase
burguesa al poder, las revoluciones liberales, la secularización del Estado, el
afianzamiento del modo de producción capitalista, el crecimiento de la burocratización
de las sociedades, los grandes descubrimientos de la ciencia (propiciados, fomentados,
financiados y, finalmente, apropiados fundamentalmente por la burguesía con vistas a
incrementar su poder y a optimizar utilidades en el mercado) y la entronización de las
ideas filosóficas de la Ilustración. El Estado moderno y sus instituciones son, para decirlo
con Hegel, el corolario del proceso por el cual la razón se va desenvolviendo

1
“Ideologías de la libertad, de individualidad creadora, incursiones neoplatónicas, cabalísticas y
alquímicas hacia los saberes prohibidos por el poder teocrático preanuncian y promueven las
representaciones de la cultura burguesa: un sujeto camino a su autonomía de conciencia frente al tutelaje
de dios, un libre albedrío alentado por la experimentación científica frente a los dogmas eclesiásticos, un
conocimiento humanista de la naturaleza regido por ansías de aplicación, de utilidad y hallazgo de
verdades terrenales, en un marco cultural trastocado por los estudios copernicanos” (Casullo, 2004, p.
19).
2
En este sentido, Nicolás Casullo plantea que “ (…) es el siglo XVII, en la crónica de las ideas y del filosofar,
el que planteará las problemáticas anticipadoras de las crisis con que nace la modernidad: discernimiento
científico entre certeza y error, metodologías analíticas, esferas de sistematizaciones, y sobre todo ese
nuevo punto de partida descartiano que hace del sujeto pensante el territorio, único, donde habita el dios
de los significados del mundo: la Razón, frente a las ilusiones y trampas de los otros caminos. Este
itinerario del saber crítico corona en el siglo XVIII, período donde empiezan a fundarse de manera
definitiva los relatos y representaciones que estructuran el mundo moderno” (Casullo, 2004, p. 20).
dialécticamente a través de la historia y, por este movimiento, la realidad va adquiriendo
formas cada vez más racionales (al tiempo que lo racional va deviniendo real). Los
tiempos modernos, consecuentemente, son los que conciben la historia por vez primera
como un permanente avance que obedece a la lógica de un proceso progresivo de
racionalización de lo real, concepción que lleva implícita una mirada profundamente
optimista, utópica y esperanzadora sobre el futuro de la humanidad. En efecto, si la razón
de acuerdo a la Ilustración es emancipación de todo yugo, es autonomía de conciencia, es
libertad, igualdad, y condición de posibilidad de fundar un orden social ajeno a toda
prerrogativa y arbitrariedad, y cuenta además en su seno con las revolucionarias armas de
la crítica que le otorgan la capacidad de hacerse violencia y negarse a sí misma para dar
lugar a síntesis (históricas) cada vez más racionales, no queda duda de que si el espíritu
que animó a la cosmovisión moderna debiera resumirse en un lema ese sería “mañana es
mejor”.
La subjetividad moderna se manifiesta, entonces, como sentido colectivo de
pertenencia a una historia unitaria que, como tal, avanza hacia un telos común: el progreso
de condición humana3. Esta concepción teleológica de la historia del hombre en términos
de avance continuo a través de una suerte de calle de dirección única no del todo
iluminada –el faro de la razón es el que a cada paso nos permite ir viendo un poco mejor
y nos salva de andar a tientas–, pero en cuyo horizonte, al que propendemos
inexorablemente, reverbera un sol radiante que deslumbra y cautiva por su fulgor, le
confiere a la cosmovisión moderna su singularidad distintiva. Ahora bien, con la metáfora
“calle de dirección única” lo que queremos señalar es esta idea de pensar el presente en
términos de un futuro mejor que se esta forjando, de un constante caminar en dirección a

3
La idea de progreso, de progresismo de la historia es, de hecho, inseparable de la concepción de la
historia como empresa humana. “La concepción mitológica y religiosa de la historia –plantea Eduardo
Subirats– es cíclica y determinista. Nada nuevo puede emerger bajo el cielo de los antiguos dioses. La fe
en el progreso surge cuando la sociedad, la cultura, la historia son comprendidas como obra humana”
(Subirats, 2004, p. 155). La asunción de estar embarcados en una historia racional humana allí donde
antes no había más que “plan de Dios”, hace que el hombre tome conciencia de que transformar al mundo
es una empresa posible, que le corresponde por derecho propio y que no depende de nadie más que de
él y de su voluntad. Serán precisamente las rotundas transformaciones producidas en los planos de la
percepción, la experiencia y la estructura social –formateadas ahora por los imperativos de una realidad
tecno-urbana-masivo-fabril–, el asombro cotidiano ante los avances de la técnica y los descubrimientos
de la ciencia, la irrupción permanente de lo nuevo en la vida y la convicción de que la revolución es una
posibilidad latente a la vuelta de la esquina, las que le concederán a la subjetividad del hombre moderno
esa sensación de vértigo, de fugacidad de un presente en el que lo único estable es el cambio, de vivir un
tiempo en el que la historia salió definitivamente de su letargo para acelerarse como nunca antes.
una utopía colectiva que esta en el horizonte, de hacer la historia a cada paso, para
oponerla a esa otra imagen que sostienen aquellos que desde diversas vertientes políticas
e intelectuales diagnostican el marchitamiento de la cosmovisión moderna y el
advenimiento de una consecuente era posmoderna: la del “callejón sin salida” en el que
la humanidad habría entrado, la de un presente condenado a perpetuarse ad infinitum, la
del enorme desierto en el que se debaten los hombres tras la nihilización de la historia4.
No obstante, no debe confundirse teleología con unidimensionalidad. Desde sus mismos
albores, los tiempos modernos estuvieron marcados por el disenso, por la pugna de ideas,
por las luchas encendidas y feroces en pos de definir los derroteros por los que debía
discurrir la historia, de lo que se deriva que la “calle de dirección única” nunca fue una
sola, sino que las alternativas para caminar siempre fueron muchas. Antes de ser una
visión única de la historia, la modernidad multiplicó sus miradas a través de muy diversas
posturas que rivalizaban las unas con las otras, y que generaron el escenario de contiendas
políticas, ideológicas, filosóficas y científicas que la mayoría de las veces se expresó en
todo tipo de publicaciones. Pero aún en esta diversidad de polémicas y disputas hay una
dimensión que subyace: la concepción perspectivista que las caracteriza. Ya sea en la
finalización del oscurantismo y el avance de la democratización del saber que soñaron los
ilustrados, en las batallas libradas por un Bolívar o un San Martín para liberar al nuevo
mundo del yugo colonial y fundar la “patria grande” sudamericana, en la superación de
las contradicciones inherentes al capitalismo y el consecuente advenimiento de una
sociedad sin explotadores ni explotados que plantea Marx, en el derrumbe de las
prerrogativas y la universalización de los derechos civiles y políticos por los que luchó el
liberalismo, en la evolución y alcance del estadio positivo de la ciencia en términos
comtianos a costa de dejar atrás el todavía inmaduro estadio metafísico, en la unificación
del arte con la vida que propusieron las vanguardias artísticas, en la constitución de un
partido de vanguardia para conspirar contra la autocracia zarista, hacer la revolución e
instaurar la “dictadura del proletariado” en una Rusia por entonces todavía semifeudal,
tal como lo concibieron y lo llevaron adelante Lenin y Trotsky, en la eugenesia y en el
exterminio de las razas “impuras” con miras a la purificación de un mundo ario que
postula la utopía racista nazi, o en la voluntad de generar las condiciones sociales para el
advenimiento del “hombre nuevo” tras la que fueron un médico argentino y un abogado
cubano al mando de un puñado de hombres que se internaron fusil en mano en la Sierra

4
Vid. Picó, 1998, passim.
Maestra de esa suerte de back yard del imperio que era la Cuba de Fulgencio Batista, el
denominador común es siempre el mismo: la idea de que hay una utopía en el horizonte,
un sueño colectivo a realizar, un futuro promisorio en pos del cual la humanidad debe
encolumnarse y caminar. Nadie quizá logró resumir mejor este ideario en una sentencia
que el propio Ernesto “Che” Guevara: “Si el presente es lucha, el futuro es nuestro”.
Promesa de trascendencia, de redención secular (a derecha o a izquierda), de cambio, de
superación del “valle de lágrimas” en que habita el hombre. Tal es el signo de los tiempos
modernos, que se configuran, por lo tanto, como un pensar desde el futuro.

Utopia y desutopización: auge y caída de las grandes metadiscursividades

Toda formación histórica necesita que las instituciones, formaciones, saberes y


prácticas a las que da lugar vengan acompañadas de alguna verdad, sustento, explicación,
justificación o razón de ser que valide socialmente su emergencia, su funcionamiento y
su existencia5. En el mundo premoderno todos los caminos conducían a Dios: el plan
divino tenía la enorme capacidad de responder todos los interrogantes que el hombre
pudiera hacerse, y era la fuente indiscutible del poder de la nobleza y del clero sobre la
sociedad de su tiempo. El poder burgués encuentra su fuente de legitimidad, en cambio,
en las promesas de la razón ilustrada –una razón que, como dijimos, humanizó la historia
e imbuyó a la subjetividad del hombre de teleología– y sus grandes metanarrativas
inherentes (relatos que ponen a la humanidad a desandar el camino de un héroe que,
munido con las poderosas armas de la razón, lucha contra todo oscurantismo en pos de la
libertad, la emancipación, la justicia, la soberanía y la igualdad). El ethos que presidió la
restructuración del mundo según los cánones burgueses estuvo conformado, por lo tanto,
por una serie de metadiscursividades legitimantes que reivindicaban:
La idea del sentido de la historia como una meta a conquistar (…). La idea del bienestar
indefinido. La idea muy cara al proyecto de de la Ilustración del siglo XVIII de la
autodeterminación del hombre. La idea (…) de la superación de las miserias materiales y
espirituales del hombre, y los derechos humanos y ciudadanos inalienables. La idea de la

5
Jean-François Lyotard plantea, en este sentido, que si el lazo social es posible es por la existencia de un
conjunto de reglas pragmáticas consuetudinarias, comunes e inmediatas que comparten todos los
integrantes de una comunidad, saber al que denomina como “tradicional” o “narrativo”, cuya forma por
excelencia es el relato. Así, lo que los relatos populares que circulan en esa comunidad transmiten es “lo
que se pueden llamar formaciones (Bildungen) positivas o negativas, es decir, los éxitos o los fracasos que
coronan las tentativas del héroe, y esos éxitos o fracasos, o bien dan su legitimidad a instituciones de la
sociedad (función de los mitos) o bien representan modelos positivos o negativos (héroes felices o
desgraciados) de integración en las instituciones establecidas (leyendas, cuentos). Esos relatos permiten, en
consecuencia, por una parte definir los criterios de competencia que son los de la sociedad donde se cuentan,
y por otra valorar gracias a esos criterios las actuaciones que se realizan o pueden realizarse con ellos”
(Lyotard, 2006, p. 46).
conservación de los recursos naturales que hacen a la vida del planeta. La idea de que la
fraternidad y la libertad iban a avanzar sin pausas en las sociedades. La idea de que la
Ilustración y el perfeccionamiento de toda la humanidad iba a ser cuestión de décadas
simplemente. La idea del fin de las guerras y las violencias a partir de la Razón de los
estados, de la confraternidad de los pueblos. La idea de la superación de las desigualdades
sociales. La idea de la capacidad de la política, que se sustentaba en conocimiento
científico y en saberes, para conquistar la felicidad del hombre (Casullo, 2001, p. 207).

A la vuelta de dos guerras mundiales, de Auschwitz, de Chernobyl, de Hiroshima


y de Nagasaki, tras el colapso del “socialismo real”, en un presente en el que lo que
abunda no es la paz, la fraternidad ni la igualdad, sino la miseria, el belicismo y los
abismos sociales de todo tipo, se hace evidente que las promesas redentoras de la razón
ilustrada no sólo no se cumplieron, sino que el devenir del mundo muestra resultados que
están en sus antípodas mismas. En la actualidad, aquellos que desde posturas teóricas,
políticas, filosóficas o estéticas diversas señalan que el ideario moderno ha entrado en
una crisis terminal y postulan el consecuente advenimiento de un tiempo posmoderno lo
hacen, generalmente, apuntando al “agotamiento del proyecto de la modernidad en la
dimensión de sus grandes relatos legitimadores. Asistiríamos a la pérdida de legitimidad
de aquellas narraciones modernas que operaron en términos de filosofías de la historia.”
(Casullo, 2004, p. 21). En efecto, lo que estos enfoques vienen a plantear es que a la hora
de interrogarnos y reflexionar sobre nuestra experiencia social contemporánea lo que
aparece cada vez con más fuerza es la merma en su intensidad, la desaparición o la pérdida
de su antigua lozanía de un conjunto de sensibilidades, conceptualizaciones y patrones
culturales característicos y centrales de la cosmovisión que damos en llamar “moderna”.
Y si bien es cierto que la noción de “crisis” y la posibilidad siempre latente de confrontar
con sus verdades acompañan a la modernidad desde su génesis misma6, a diferencia de

6
Lo que constituye, sin lugar a dudas, una de las fortalezas más importantes de la modernidad es
precisamente esta capacidad que tiene la razón ilustrada de emitir juicios críticos fundados sobre todas
las cosas del mundo sin salirse de los márgenes de esta racionalidad, e incluso de ponerse a sí misma en
el banquillo de los acusados en tanto que objeto de esas críticas superadoras. Así, desde su mismo
surgimiento el proyecto moderno lleva en su seno el germen de su propio autoenjuiciamiento, lo que lo
ha dotado de una potencialidad progresista y de autoconversión sin precedentes en la historia humana,
y lo que posibilitó la existencia histórica de numerosas (y virulentas) críticas modernas –tomemos, por
citar sólo dos casos, el de las vanguardias artísticas o el de ciertas corrientes de pensamiento como el de
la Escuela de Frankfurt quienes, desde barricadas (modernas) estético-políticas o teórico-políticas
respectivamente, se plantaron como críticos feroces de las formas que fue tomando y de los caminos por
los que fue discurriendo el devenir histórico del proyecto moderno, denunciando sin complacencias las
miserias de un mundo social y de una razón crecientemente deshumanizados– de la modernidad. En este
sentido, Nicolás Casullo afirma que “La Modernidad es aquel discurso de la crítica: de la crítica que funda
la Modernidad en su crítica a las viejas representaciones, pero que la Ilustración planteará como perpetua
crítica a la crítica, como permanente crítica al conocimiento dado. La Modernidad será entonces,
básicamente, un pensamiento que avanza e infinidad de variables reflexivas que están de acuerdo o no
otros tiempos “el concepto de modernidad como crisis, y como crítica de sus verdades, el
pesimismo en tanto lucidez para confrontar con ‘las promesas del presente’, hoy no se
interiorizaría sólo en individualidades atormentadas, en una circunscripta pléyade de
enjuiciadores, en algunos textos puntuales que perciben la oscuridad del futuro, sino que
aparece como un creciente y generalizado espíritu de época7.” (Casullo, 2004, p. 19).
Espíritu cuyos rasgos más salientes son, entonces, el vaciamiento de toda trascendencia,
la desutopización y nihilización del curso histórico (y la consecuente imposibilidad de
reabrir el pensar desde el futuro), y la fragmentación y desagregación de los “grandes
relatos” en una pluralidad de relatos no totalizadores8.
En medio de este desierto, estimamos que el riesgo más grande que corre la
humanidad es el de caer en una desidia que la lleve a abandonar las armas de la razón
crítica9 –la herencia más valiosa que le legó la razón ilustrada– y dejarle así el camino
despejado a posturas reaccionarias o neoconservadoras10 para las cuales la
posmodernidad no es más que un pretexto, e incluso de caer en el más profundo
irracionalismo o en el inconducente anything goes de un relativismo axiológico para el
cual todo da igual. Creemos por lo tanto que, como ha señalado Eduardo Subirats:
La cultura moderna (…) no puede sobrevivir sin una siempre despierta imaginación
crítica y utópica. Si ella pudiera ser desterrada de una vez por todas, entonces podría darse
definitivamente la razón a aquellos pensadores que han declarado, con fundados motivos,

con este avance y lo que implica este avance. Esta, además, es la portentosa fortaleza de la Modernidad.
Su imposibilidad de ser pensada como finalizada, porque toda aquella crítica que la cuestione de la
manera más profunda, en realidad esta siendo Modernidad por excelencia, porque la crítica es fundadora
de los tiempos modernos. Esto pasa en muchas discusiones con aquellos que plantean las variables
sepultureras postmodernas: que en su crítica a la Modernidad trabajan con el arma secreta y clave de lo
moderno que es su capacidad crítica, con que nació” (Casullo, 2001, p. 18).
7
El subrayado es mío.
8
“La creencia en una historia unitaria, dirigida hacia un fin, ha sido sustituida por la perturbadora
experiencia de la multiplicación indefinida de los sistemas de valores y de los criterios de legitimación. Se
trata de constatar que el hilo conductor de la filosofía, la ética y la política en la edad moderna –el que se
pensaba como sentido progresivo y emancipativo-unitario de la historia–, se ha perdido, dejando sin efecto
la coherencia unificante que había tenido durante los siglos XVIII y XIX” (Picó, 1998, p. 45).
9
Coincidimos en este punto con la postura defendida por Andrés Mombrú cuando señala que “Es necesario
verlo claro, lo que se ha agotado no es la razón, sino los discursos vertebradores de la realidad, los
enunciados explicativos del mundo. Esta crisis puede ser benéfica en la medida en que la razón pueda
desprenderse de la pretensiones absolutistas que ha heredado de la Ilustración, pero será perjudicial en tanto
se convierta en un juicio desde lo irracional a la razón. (…) sepultada entre los millones de inmolados de
la modernidad, entre las toneladas inútiles de sus ‘papers’ científicos, entre los desechos industriales y la
polución, entre millones de diskettes y computadoras, extraviada en el dédalo de las interpretaciones
ideológicas, la modernidad nos ha dado una maravillosa herencia, la del pensamiento crítico, la de la razón
que interroga, que pregunta, que desconfía de lo dado y de las verdades eternas. Esto es algo que ciertos
discursos posmodernos quieren evitar que aparezca a toda costa, y lo homologan entonces con la razón
técnico-instrumental que tiene como meta el dominio. De este modo quieren desacreditar el discurso crítico
y se guardan para sí el instrumento que sostiene la producción tecnológica sobre la que se sustenta el poder”
(Mombrú, 2008).
10
Cfr. Habermas, 2004, p. 62.
el fin de la historia y de la humanidad misma. (…). No se trata de una alternativa posible,
sino, probablemente, de la única salida a la angustia y el escepticismo de nuestro tiempo
(Subirats, 2004, p. 162).

En torno a la autonomización del saber científico y su legitimación

Retomando el análisis del “desencantamiento” del mundo emprendido por Max


Weber, Jürgen Habermas plantea que la modernidad se desarrolló en términos de un
proceso de creciente burocratización, especialización y profesionalización del mundo. De
esta manera, la concepción totalizante, unificante e integradora de los sentidos que
expresaban la religión y la metafísica se escindió en tres esferas que se volvieron
autónomas: la esfera cognitiva, la esfera normativa y la esfera estético-expresiva. Por
consiguiente:
desde el siglo XVIII, los problemas heredados de estas viejas visiones del mundo
pudieron organizarse según aspectos específicos de validez: verdad, derecho normativo,
autenticidad y belleza. Pudieron entonces ser tratados como problemas de conocimiento,
de justicia y moral o de gusto. A su vez pudieron institucionalizarse el discurso científico,
las teorías morales, la jurisprudencia y la producción y crítica de arte. Cada dominio de
la cultura correspondía a profesiones culturales, que enfocaban los problemas con
perspectiva de especialistas. Este tratamiento profesional de la tradición cultural trae a
primer plano las estructuras intrínsecas de cada una de las tres dimensiones de la cultura.
Aparecen las estructuras de la racionalidad cognitivo-instrumental, de la moral-práctica
y de la estético-expresiva, cada una de ellas sometida al control de especialistas, que
parecen ser más proclives a estas lógicas particulares que el resto de los hombres. Como
resultado, crece la distancia entre la cultura de los expertos y la de un público más amplio.
Lo que se incorpora a la cultura a través de la reflexión y la práctica especializadas no se
convierte necesaria ni inmediatamente en propiedad de la praxis cotidiana. Con una
racionalización cultural de este tipo, crece la amenaza de que el mundo, cuya sustancia
tradicional ya ha sido desvalorizada, se empobrezca aún más (Habermas, 2004, pp. 57-
58).

Nos interesa aquí, a partir de la citada reflexión habermasiana, extraer dos conclusiones
relacionadas con el lugar ocupado por el saber científico en la modernidad y con los
criterios en que este saber se apoya para construir su legitimidad:
a) Como lo señaló Peter Bürger, la aceleración y el desarrollo de las autonomizadas
esferas artística, normativa y cognitiva distará mucho de ser paralelo u homogéneo.
Pronto se hará evidente, en cambio, que entre ellas existen importantes disparidades
estructurales11, así como muy notorias diferencias en el estatus que la sociedad les

11
Así, por citar un ejemplo, mientras el arte autónomo conlleva la idea de su autotrascendencia, no puede
afirmarse lo mismo de la moralidad (que pretende regir la praxis humana), ni mucho menos de la ciencia.
Cada esfera autonomizada por la razón fue, de este modo, desarrollando sus propias normas, reglas y
criterios, lo que las ha conducido –de acuerdo a lecturas como la realizada por Daniel Bell– a entrar en
severas contradicciones entre sí que están en la base de la crisis de la modernidad. Bell considera que el
hedonismo, la promiscuidad y el consumismo que se han encaramado en la esfera normativa (terreno donde
tradicionalmente habían reinado la autodisciplina, la gratificación postergada y las autorrestricciones que
confiere. Partiendo de esta vuelta de tuerca al modelo weberiano de la diferenciación,
queremos poner de manifiesto que “la primacía que cobró la ciencia frente a los otros
dos campos es una de las características distintivas del proceso de modernización
social” (Bürger, 2004, p. 84). La razón moderna “desencantó” al mundo
sustrayéndolo de todo lo que tenía de alto, de distante, de misterioso, de oculto, de
enigmático, de sagrado, de mágico y de poético, desnudándolo, objetivizándolo,
arrojándolo ahí delante en tanto que mero objeto de conocimiento. El mundo
moderno surge, en efecto, como organización científico-técnica, y va a ser
precisamente el camino científico “el que se va a imponer en este proceso de
racionalización del mundo como el discurso por excelencia del encuentro con la
verdad” (Casullo, 2001, p. 18). Es la fría mirada técnica la que el capitalismo burgués
busca imponer sobre la subjetividad del hombre moderno –y no el punto de mira ética
o poético12–, la que goza de renombre, de prestigio, de amplio reconocimiento social,
y cuya lógica desborda el propio ámbito de lo cognitivo y “contamina” incluso a las
otras esferas13.

impone el código ético del puritanismo protestante) como consecuencia del desarrollo mismo del
capitalismo de consumo operan en dirección contraria a los imperativos de eficiencia, disciplina y
racionalidad que son los que aún siguen rigiendo el orden tecnoeconómico, lo que redunda en una escisión
insalvable entre estructura social y cultura. Gilles Lipovetsky retomará el análisis hecho por Bell, y dirá
que la sociedad moderna no presenta un carácter homogéneo, sino que “se presenta como la articulación
compleja de tres órdenes distintos: el tecno-económico, el régimen político y la cultura; y cada uno obedece
a un principio axial diferente, incluso adverso”. Eficacia, igualdad y hedonismo serán, respectivamente, los
valores consagrados por cada esfera (Vid. Bell, 1998, passim; y Lipovetsky, 2008, p. 84).
12
La burguesía, en su afán de dominio, se encargó desde un principio de resaltar como deseables aquellos
valores de la razón moderna que coadyuvaban a la consolidación de su poder sobre el mundo: el
ascetismo, el ahorro, el puritanismo, el aprovechamiento eficiente del tiempo y de los recursos, el
autocontrol y la autodisciplina, etcétera. Tales valores, que son los que describe Weber en La ética
protestante y el espíritu del capitalismo, son los que imbuyeron al capitalismo clásico. Tras la crisis del
liberalismo ortodoxo y la metamorfosis –propiciada por las políticas keynesianas y la aparición en escena
del Welfare State– de un sistema de producción fuertemente disciplinario a uno orientado hacia el
consumo y mucho más permisivo (teniendo en cuenta que el consumidor es al mismo tiempo un producto
de ese mismo mercado), posiciones neoconservadoras como la de Bell abogan a toda costa por mantener
vigente la dinámica capitalista eficientista desde una perspectiva científico-tecnológica, al tiempo que se
escandalizan de las explosivas fuerzas culturales que acompañan esta transformación. Los viejos valores
clásicos que hicieron prósperas a las economías capitalistas deben, desde posturas como esta, ser puestos
a salvo del despertar de las fuerzas culturales hedónicas que el consumismo ha propiciado (fuerzas que el
disciplinamiento había sumido en un largo letargo tras muchos años de trabajo sobre los cuerpos y las
conciencias). En este sentido, Habermas señala que “(…) los neoconservadores saludan el desarrollo de la
ciencia moderna, en la medida en que posibilite el progreso técnico, el crecimiento capitalista y la
administración racional. Sin embargo, recomiendan, al mismo tiempo, una política que diluya el contenido
explosivo de la modernidad cultural” (Habermas, 2004, p. 62).
13
Como plantea Vladimir De Semir, “(…) el conocimiento propio de nuestras sociedades es especialmente
el científico, que desde su configuración en el siglo XVII no ha hecho sino acrecentarse e impregnar cada
b) La promesa ilustrada de una racionalización universalizante, igualadora y
democrática, que daría lugar a que todos los ciudadanos pudieran tener acceso a las
más altas manifestaciones culturales alcanzadas por la sociedad, y permitiría
asimismo que todos, llegado el caso, pudieran potencialmente convertirse en artistas
o científicos, quedó finalmente en la nada porque cada esfera conforme fue
desarrollando su propia especificidad se fue cerrando sobre sí misma. Así, en lugar
del utópico feedback ilustrado entre la “cultura” y la praxis cotidiana del hombre
común, lo que se verificó fue el enorme abismo abierto entre lo científico, lo estético,
lo normativo y la vida. Cada esfera fue, de esta manera, constituyendo su propia
pragmática, ajena a la pragmática del saber que da lugar al lazo social. El acceso a
tales pragmáticas, por lo tanto, no es algo inmediato ni expandido, sino que es un
dominio en el que se mueven unos pocos iniciados (a los que por ello se les da el
nombre de “expertos”), y da lugar a la conformación de profesiones e instituciones
específicas. A los efectos de nuestra investigación nos interesará dar cuenta
brevemente de las principales características que singularizan a la pragmática del
saber científico (nos referiremos a ella en el apartado “Ciencia y periodismo” de este
capítulo), y abordar las formas en que este saber se legitima socialmente, punto sobre
el cual diremos algunas palabras a continuación.
El conocimiento científico autonomizado, como genuino producto moderno que
es, necesita apelar a alguna de las grandes metanarrativas de emancipación para construir
su legitimidad. Entre ellas, Lyotard menciona aquella “que tiene por sujeto a la
humanidad como héroe de la libertad. Todos los pueblos tienen derecho a la ciencia. Si
el sujeto social ya no es el sujeto del saber científico, es que lo impiden los sacerdotes y
los tiranos. El derecho a la ciencia debe ser reconquistado” (Lyotard, 2006, p. 63), que
fue la que imbuyó la política escolar de la II República francesa; y a aquella otra que le
otorga ese lugar del saber a la Universidad, a condición de que esta dirija la ciencia “a la
formación espiritual y moral de la nación” (Ídem, p. 65), que es la que aparece cuando se
funda la universidad de Berlín entre 1807 y 1810, y tuvo influencia considerable en la
organización de la enseñanza superior en los siglos XIX y XX. Así, mientras que en esta

vez más todas las demás esferas sociales. En tal sentido, hay que admitir que este tipo de conocimiento
es el dominante y el que se convierte en el elemento característico de cuantos procesos de cambio y de
estructuración social se han dado y se siguen dando en nuestras sociedades” (De Semir, 2000, p. 11, el
subrayado es mío).
última lo que se resalta es el papel del espíritu especulativo o idealismo, en la primera la
legitimidad de la ciencia se sostiene en la función popular del conocimiento, en “el
derecho de todos a la ciencia defendido por la Ilustración. Aquí todo el mundo tenía
derecho, a través de la educación, a convertirse en un científico y el conocimiento tenía
que ser funcional para lo social” (Lash, 2004, p. 291).
A partir de la entrada en crisis de los grandes relatos y de su consecuente pérdida
de credibilidad, la ciencia posmoderna se sitúa frente a un nuevo marco de legitimaciones.
Derrumbadas las metadiscursividades, la paralogía y la performatividad aparecen en el
horizonte como los nuevos criterios de legitimación a los que se apela. De estos dos
criterios nos interesa particularmente hacer hincapié en este último (la
“performatividad”), ya que es el que el sistema le induce al hombre a aceptar. La
performatividad valida el conocimiento no ya por lo que este pueda tener de verdadero,
de justo o de crítico, sino pura y exclusivamente a partir de su eficacia14. De una eficacia
que se concibe en términos tecnoeconómicos y que está orientada, por tanto, a
incrementar el poder y a optimizar actuaciones. En este sentido, Lyotard afirma que:
La gestación de los fondos de investigación por parte de los Estados, las empresas y las
sociedades mixtas obedece a esta lógica del incremento del poder. Los sectores de la
investigación que no pueden defender su contribución, aunque sea indirecta, a la
optimización de las actuaciones del sistema, son abandonados por el flujo de los créditos
y destinados a la decrepitud. El criterio de performatividad es invocado explícitamente
por los administradores para justificar la negativa a habilitar cualquier centro de
investigaciones (Lyotard, 2006, p. 88).

Estados, empresas y demás instituciones abandonan de este modo el relato de


legitimación idealista o humanista al que solían recurrir para reafirmarse cognoscitiva y
socialmente, y reformatean sus actuaciones a la luz del principio rector de la
performatividad que les impone el mercado multinacional. Porque en definitiva, “en la
discusión de los socios capitalistas de hoy en día, el único objetivo creíble es el poder. No
se compran savants, técnicos y aparatos para saber la verdad, sino para incrementar el
poder” (Lyotard, 2006, p. 88).

14
“Sin olvidar que la eficacia se mide con parámetros económicos establecidos por quienes manejan las
leyes; pero no tanto las leyes jurídicas, morales o científicas sino más bien las leyes del mercado
multinacional” (Díaz, 2000, p. 36). Por tal motivo, consideramos que la consagración de la performatividad
como criterio de legitimación de la actividad científica es una de las características distintivas de lo que
intelectuales como Oscar Varsavsky (2008) han dado en llamar cientificismo. La ciencia ha de ser crítica y
metacrítica; el cientificismo, en cambio, es afirmativo y, por lo tanto, legitimador del statu quo.
De las verdades fuertes al “pensamiento débil”

Si hay una cualidad que caracterizó al pensamiento moderno desde sus mismos
orígenes esa fue la voluntad de verdad. En un mundo que se estaba sacudiendo el yugo
del poder teocrático tal verdad ya no podía ser la verdad de la Iglesia, ni la de Dios, ni
cualquier otra verdad supraterrena, sino que lo que se estaba buscando era la verdad, una
verdad que no podía ser sino humana. Ya sea a partir del revolucionario punto de partida
cartesiano –fundante de la subjetividad moderna al poner al cogito como origen y
fundamento de todo genuino conocer. En un mundo donde todo pudiera ser un engaño, la
verdad sólo puede provenir desde adentro, desde la racionalidad del propio sujeto
pensante–, o del que le dio sustento a la obra de los empiristas ingleses (entre cuyos
principales exponentes se encuentran filósofos de la talla de Bacon, Hume y Locke) –
repudio del principio de autoridad, del magíster dixit, y postulación de que el alfa y el
omega de toda verdad radica en la experiencia, de que la empiria es la condición de
posibilidad y la justificación de todo conocer–, por lo que luchó el pensamiento
antidogmático fue por encontrar el fundamento de la verdad de este mundo. Se hace
evidente que para que el pasaje de una cosmovisión teológicamente fundada a una
sustentada racionalmente haya podido tener lugar, vale decir, para que el avance y
desenvolvimiento de la racionalidad moderna pudiera haber venido a sustituir como
instancia superadora a lo que durante muchos siglos de historia humana fueron verdades
inconmovibles, esta racionalidad debía tener la capacidad suficiente para demostrar que
su forma de posicionarse ante el mundo produce verdades lo suficientemente fuertes y
sólidas como para dar lugar a un conocimiento sustentable desde sus mismos orígenes,
un conocimiento de la naturaleza y de los hombres bien fundado, generado a partir del
empleo de métodos que contribuyan a evitar caer en errores, dogmatismo o superstición15.
La ciencia no sólo cumplía con todos esos requisitos, sino que venía sustentada en la
promesa libertaria de un devenir mejor y verdaderamente humano. De esta manera, el
mundo desacralizado, liberado ya de sus antiguos misterios y revelaciones divinas, era

15
La ciencia moderna ha manifestado desde sus orígenes un temor reverencial por desviarse del camino
(methodos, en griego) que la lleva hacia la verdad, por lo que se da a la tarea de tratar de despejarlo a
cada paso de las malezas que podrían desviarla hacia el error. En la duda metódica cartesiana, la Teoría
de los ídolos de Bacon o el falsacionismo popperiano, por citar ejemplos muy conocidos, lo que podemos
percibir es la postulación de criterios sistemáticos racionalmente explicitados para evitar recaer en el
error, las supersticiones, las falsedades y todo aquello que, en general, nos confunde y nos lleva a
apartarnos del buen sendero que conduce al conocimiento verdadero.
ahora el mundo del yo, del sujeto racional como amo y señor de la naturaleza, un mundo
nuevo y objetivizable desplegado de repente ante sus ojos a la espera de ser conocido.
Esta dualidad sujeto cognoscente-mundo cognoscible que funda la ciencia
moderna concibe al conocimiento en términos de una adecuación creciente entre las
estructuras del pensamiento y lo que las cosas realmente son. Hacer ciencia significaba,
pues, avanzar constantemente hacia la verdad, producir un conocimiento cada vez más
acabado, cada vez más preciso y más exacto de la naturaleza y de los hombres. En la
confianza en que este avance sin pausa llevaría a la humanidad a estar a cada paso un
paso más cerca de la verdad, y en el carácter unilineal y acumulativo que presupone un
saber entendido de tal forma, radica el carácter eminentemente progresista que singularizó
a la ciencia moderna. Estas cualidades, sumadas a la enorme fecundidad que mostraría
este pensamiento para crear sistemas16, para realizar cálculos precisos, para someter todo
cuanto hay en el mundo a la fría cuadrícula matemática, para medir, para clasificar y para
cuantificar con exactitud, que eran los imperativos instrumentales que demandaba la
expansión del sistema económico mercantil, harán de la ciencia experimental moderna de
base empírica la herramienta de dominación por excelencia de la pujante clase burguesa.
El concubinato fue, de hecho, pródigo para ambas partes: la burguesía, en la búsqueda de
hacerse de instrumentos que le permitieran acrecentar su poder, fomentó enormemente el
desarrollo de la ciencia; y el desarrollo de la ciencia fomentó enormemente, a su vez, el
crecimiento del poder burgués. En palabras de Max Weber:
El capitalismo moderno ha recibido un importante influjo en su evolución por parte de
los adelantos de la técnica; su racionalidad actualmente se encuentra, de manera
sustancial, condicionada por las posibilidades técnicas de realizar un cálculo con
precisión; esto es, por las posibilidades de la ciencia occidental, especialmente de las
ciencias naturales precisas y racionales, con fundamento matemático y experimental. El
progreso de estas ciencias, por su parte, y aún de la técnica basada en ellas debe gran
estímulo a la aplicación que, con objetivos económicos, hace de ellas el capitalismo, por
las posibilidades de ganancia que brinda. (…) Tanto los comienzos de la matemática
como la mecánica no estuvieron condicionados por intereses capitalistas, sin embargo la
aplicación técnica de los conocimientos científicos (determinante para el orden de vida
de nuestras masas) estuvo, naturalmente, condicionado por los resultados económicos que
eran de desear en Occidente por ese concreto medio (Weber, 2006, pp. 14-15).

16
La idea misma de sistema lleva implícita la reducción de lo diverso a unidades. En la aplicación de este
ideal de sistema al universo natural y social podemos percibir la prepotencia homogeneizante que desarrolló
la racionalidad moderna en la historia. El desenvolvimiento de la Razón se vuelve, de esta manera, en un
acecho permanente contra las centrífugas y siempre inasibles fuerzas de la diversidad, la pluralidad y la
heterogeneidad, y a favor de la estandarización y homogeneización de la vida. Alienación, reificación y
extrañamiento crecientes son sólo algunas de las consecuencias a pagar por esta voluntad de dominio.
De esta manera, en tanto que representaba en el terreno del conocimiento el modo
de ser, de sentir y de producir de la clase burguesa, el modelo empirista-causalista-
experimentalista devino hegemónico conforme el poder burgués y el sistema capitalista
se fueron consolidando. Este apego al “dato”, a lo cuantificable, a lo experimental y a lo
“fáctico”, el repudio a toda forma de metafísica y a la posible “contaminación” ideológica
y/o axiológica de la teoría, y los imperativos de necesidad y universalidad exigidos al
producto científico llegarían a su paroxismo finalmente en la figura de Augusto Comte y
la escuela filosófica positivista. El pensamiento “positivo”, entronizado como el único y
exclusivo (excluyente) patrón universal a seguir por toda investigación que se pretenda
científica, no tardaría en convertirse en un verdadero credo totalitario “que no acepta más
diferencias ni alternativas que el apego estricto y celoso a la reproducción acrítica de (sus)
presupuestos, procedimientos, técnicas y metodología" (Mombrú, 2007), y en convalidar
prácticas científicas y sociales asimismo totalitarias17. “Orden y progreso” fue la divisa
de los autoproclamados guardianes de la pureza de la ciencia, de esta nueva “santa
inquisición” del pensamiento, cuya influencia sigue aún teniendo un peso considerable
en el campo científico (sobre todo en el influyente campo anglosajón, aunque no ya en su
vertiente inductivista y justificacionista ortodoxa, sino en su versión neo, que incorpora
la importante crítica realizada por el falsacionismo popperiano). La ciencia de los siglos
XIX y XX se volvió, de esta manera, una institución conservadora e intolerante –como
plantea Gadamer, “nadie es tan intolerante como aquel que pretende demostrar que lo que
dice ha de ser la verdad18”– que dio su venia a aquellas teorías que respondían a la
concepción consagrada como la única manera válida de producir conocimiento legítimo
sobre el mundo, y persiguió con fiereza a aquellos pensadores que osasen plantear tan
siquiera la posibilidad de un modelo epistemológico alternativo al positivismo
hegemónico19. Fueron tiempos, entonces, de modelos fuertes, de paradigmas fuertes y de
verdades fuertes avaladas por la corporación científica internacional.

17
No casualmente la sociología positivista concibe lo social en analogía al modelo físico-biológico. Se
habla, por ello, de “cuerpo” social o de “organismo” social, y se entiende cualquier atisbo de conflicto, de
disputa, de revuelta, de resistencia, lucha u oposición a lo establecido como “patologías” a combatir. La
sociología así concebida deberá procurar prever estos desvíos indeseables que generan malos
funcionamientos del cuerpo social, para así poder adelantarse a su ocurrencia y, en caso de fuerza mayor,
haber generado ya los anticuerpos eficaces para recomponer la homeostasis social.
18
“La ciencia coincide, en efecto, con el fanático en ser tan intolerante como él porque exige y da siempre
demostraciones. Nadie es tan intolerante como aquel que pretende demostrar que lo que dice ha de ser la
verdad” (Gadamer, 1992).
19
Entre estos “herejes” se destacan por la importancia y trascendencia de su obra las figuras de Thomas
Kuhn y Paul Feyerabend.
A partir de la segunda mitad del siglo XX la legitimidad del dominio de tal
pensamiento “duro” comienza a ser cuestionada desde algunas corrientes intelectuales
críticas, y en la actualidad se nos plantea incluso que la onda expansiva causada por el
derrumbe de los metarrelatos legitimantes no sólo ha alcanzado a la idea de “progreso”
sino también a la idea misma de “verdad”20. Asistiríamos así a una época en que se ha
perdido la confianza en las grandes verdades que dieron sustento a la cosmovisión
moderna y en que se pone en entredicho que la verdad pueda ser una (bien podría haber
múltiples verdades, todas ellas igualmente válidas), necesaria, universal y racional. Es
indudable, sin embargo, que el hombre necesita desde sus orígenes apoyarse en alguna
certidumbre para poder operar sobre el mundo, que no puede orientar su praxis a partir
de la nada, del vacío. El llamado “pensamiento complejo” o “pensamiento débil” viene a
plantearse, así, como una instancia intermedia y superadora tanto del dogmatismo de la
certeza como del escepticismo más nihilista21. Edgar Morin afirma, en este sentido, que
el pensamiento complejo no cae en un escepticismo resignado porque, operando una
ruptura total con el dogmatismo de la certeza, se lanza valerosamente a la aventura
incierta del pensamiento, se une así a la aventura incierta de la humanidad desde su
nacimiento. Debemos aprender a vivir con la incertidumbre y no (…) hacer cualquier
cosa para evitar la incertidumbre. (…) Tenemos sin duda una gran lucha entre las antiguas
formas de pensamiento, duras y resistentes a fuerza de resecas y esclerosadas, y las nuevas
formas de pensamiento que son aún embrionarias (…). No estamos en la batalla final sino
que estamos en la lucha inicial: estamos en un período inicial en el que hay que repensar
las perspectivas de un conocimiento y de una política dignos de la humanidad en la era
planetaria, para que la humanidad pueda nacer como tal. Y debemos trabajar en el azar y
la incertidumbre (Morin, 1994, pp. 440-441).

Para posturas como esta no se trata, entonces, de renunciar a la verdad –renuncia


imposible para cualquier empresa teórica– para recaer en un relativismo o un
irracionalismo inconducentes, sino de debilitar el núcleo duro de la razón dogmática con
el objeto de asumir una visión mucho más amplia y pluralista, capaz de acoger en su seno
lo divergente, lo azaroso y lo contingente. Como plantean Pier Aldo Rovatti y Gianni

20
“A estas alturas, la ‘crisis’ de fundamentos ya no puede ser tratada como una verdad incongruente, pero
susceptible de ser sustituida por una verdad distinta: de hecho, lo que entra en crisis es la misma idea de
verdad. (…) La pregunta es: ¿debemos renunciar a la verdad o aún resulta posible echar mano de ‘nuevas
razones’, menos pretenciosas, pero capaces de taponar la vía de agua que acaba de abrirse y de impedir que
la teoría pierda todo su poder?” (Rovatti, Pier Aldo y Vattimo, Gianni, 1995, pp.12-13).
21
“Sospechamos de quien pretende que su propia narración sea verdadera, simplemente porque
sabemos que la nuestra sería distinta. Por tanto, hay algo de transitorio y de intermedio en la expresión
‘pensamiento débil’. Provisionalmente, encuentra un lugar entre la razón fuerte del que dice la verdad y
la impotencia refleja del que contempla la propia nada. Desde esta zona intermedia puede hacer las
funciones de un indicador” (Rovatti, Pier Aldo y Vattimo, Gianni, 1995, p. 75).
Vattimo, “la racionalidad debe debilitarse en su mismo núcleo, debe ceder terreno, sin
temor a retroceder hacia la supuesta zona de sombras, sin quedarse paralizada por haber
perdido el punto de referencia luminoso, único y estable, que un día le confiriera
Descartes”. Tal vez en ello radique lo que Morin reivindica como “la aventura incierta
del pensamiento”.

Vigencia del pensamiento crítico

En virtud de los resultados concretos a que dio lugar el proceso de


“desencantamiento del mundo” estudiado por Max Weber, podemos afirmar que:
la ‘racionalización’ de la sociedad no conlleva ninguna perspectiva utópica, de cualquier
signo que esta sea, sino que más bien conduce a un aprisionamiento progresivo del
hombre moderno en un sistema deshumanizado, que se traduce en un crecimiento
irreversible de la reificación. (…) Cuando el legado de la Ilustración se extendió y fue
desenmascarado se puso al descubierto el triunfo de la razón instrumental. Esta forma de
razón afecta e invade toda la vida social y cultural, abarcando las estructuras económicas,
jurídicas, administrativo-burocráticas y artísticas. El crecimiento de la razón instrumental
no conduce a una realización concreta de la libertad universal, sino a la creación de una
‘jaula de hierro’ de racionalidad burocrática de la cual nadie puede escapar. (…) El
proyecto ilustrado de la emancipación humana queda así frustrado y en su lugar se instala
un proceso de incesante racionalización, burocratización y cientifización de la vida social
(Picó, 1998, pp. 15-17).

En la misma obra de Weber ya se pone de manifiesto que la racionalización operada sobre


el mundo terminó fagocitando la riqueza del proyecto ilustrado –con sus utopías, su
confianza en el hombre y su fe en la razón como motor de un progreso indefinido hacia
un mundo cada vez más libre, más justo y más humano– para dejarlo reducido a un simple
proceso de burocratización, instrumentalización y cientifización de la vida. Queda claro
que la Ilustración esperaba de la razón “algo distinto y mejor que el mero progreso
técnico, económico y administrativo: la abolición de la dominación y del autoengaño a
través de la abolición de la ignorancia y de la pobreza” (Wellmer, 2004, p. 213). El triunfo
de la concepción positivista posibilitó la instauración de un new order conservador
burgués a costa del sacrificio, la mutilación, el combate y la abierta persecución a los
aspectos más valiosos, más críticos y más potencialmente liberadores de la razón
ilustrada. La hegemonía lograda por las vertientes más reaccionarias del iluminismo
desembocó en nuevas y más eficaces formas de sujeción que –hasta el momento– lograron
su cometido de poner a la burguesía triunfante a salvo de que el sueño de un mundo más
justo, más racional y más humano pudiera finalmente llegar a tener lugar. Vemos así
como el nuevo mesías secular que la inteligencia humana construye para guiar a su pueblo
por el camino que lleva a ese final de la historia prometido en el que la plena realización
y la liberación definitiva aguardan como recompensas termina, paradójicamente,
desarrollando fuerzas traicioneras –que son, sin embargo, intrínsecas a su propia
lógica22–, que socavan su promesa de redención. La razón termina así convirtiéndose en
ideología del dominio y de la racionalización científico-técnica del mundo, y conduciendo
a sus seguidores hacia formas inéditas de esclavitud y de barbarie. Será precisamente el
carácter paradojal de esta razón iluminista –en cuyo ethos cohabitan emancipación y
reificación, liberación y barbarie– cuyo derrotero llevó hasta Auschwitz, el que encenderá
luces de alarma entre varios intelectuales de la primera mitad del siglo XX, y el que
animará investigaciones como las llevadas adelante por los intelectuales nucleados en la
escuela crítica de Frankfurt23 (muy especialmente los trabajos de Adorno, Horkheimer,
Marcuse y Habermas).
Instrumentalismo y pensamiento crítico son, pues, el anverso y el reverso de una
misma razón, y por lo tanto nacen juntas. Como la voz de una conciencia de la que resulta
imposible desprenderse, la capacidad de plantarse ante el devenir del mundo para negarlo
acompaña a la modernidad desde sus mismos albores. Y así como Frankfurt representó la
crítica feroz al proceso de reificación (afirmativa) del pensamiento, de reducción de la
razón a mero instrumento, ya en el siglo XIX el iluminismo romántico había reaccionado
duramente contra el avance de una racionalidad fría y calculadora que a medida que se
expandía iba segando al mundo de sus componentes míticos, poéticos, trágicos y
heroicos, e iba transformando lo que antes había sido un lugar lleno de encanto, de

22
“No tenemos ninguna duda (…) respecto a que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento
iluminista. Pero consideramos haber descubierto con igual claridad que el concepto mismo de tal
pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las instituciones sociales a las que se halla
estrechamente ligado, implican ya el germen de la regresión que hoy se verifica por doquier. Si el
iluminismo no acoge en sí la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena. Si la reflexión
sobre el aspecto destructor del progreso es dejada a sus enemigos, el pensamiento ciegamente pragmatizado
pierde su carácter de superación y conservación a la vez, y por lo tanto su relación con la verdad”
(Horkheimer y Adorno, 1998, p. 2. El subrayado es mío).
23
De lo que se trataba era de “(…) dar cuenta del otro rostro de la razón. Ya no la promesa del progreso,
la promesa de la equidad, de la democratización de la sociedad, del desarrollo técnico-científico para
definitivamente liberar a los hombres de la esclavitud del trabajo, sino una dimensión destructiva de la
razón, destructiva de los lazos tradicionales, de las identidades, una razón que apuntaba a la
cuantificación, que era solidaria, no con procesos de liberación del individuo, sino con procesos de
cuantificación social, de masificación, de industrialización. (…) En múltiples sentidos, la razón de finales
del siglo XIX comenzó a ser interrogada, ya no desde la dimensión salvadora, desde la dimensión
optimista, ilustrada, progresista, sino desde la dimensión de lo oscuro, la dimensión de lo irracional en el
interior mismo de la razón. Este va a ser un tema central (…): cómo la propia razón es capaz de producir
dispositivos profundamente irracionales” (Forster, 2001, p. 130).
pasiones, de misterios y leyendas en una simple cuadrícula regida por las leyes de la
mecánica newtoniana, y en las primeras décadas del siglo XX las vanguardias artísticas
habían formulado virulentos ataques contra la reducción del espíritu a industria de la
cultura, así como contra la institucionalización del arte como una esfera autónoma
escindida de la praxis cotidiana. Mencionamos estos tres casos por la envergadura que
tuvieron y lo influyentes que fueron sus ataques a la “positivización” del iluminismo, pero
podríamos seguir citando ejemplos de “ataques” realizados a los caminos por los cuales
fue discurriendo el pensamiento moderno con las armas provistas por ese propio
pensamiento24. Como señalamos más arriba, es la capacidad crítica la fortaleza
indestructible de la razón moderna, aquella que hace resurgir la utopía ilustrada de sus
cenizas cada vez que desde posturas “sepultureras” diversas se da a la modernidad por
terminada.
Diversas posiciones encuadradas en el llamado posmodernismo, de hecho, no han
dudado en plantear abiertamente, sobre todo tras la caída del bloque soviético y el
socialismo real, que lo que caracteriza a nuestro tiempo ya allende la modernidad es la
nihilización del curso histórico, la desaparición de la idea de progresismo, de futuro (para
mejor o para peor), la llegada del vacío para quedarse. De acuerdo a visiones triunfalistas
como la de Francis Fukuyama, asistiríamos así –con la consolidación del modelo de
democracia liberal y del capitalismo transnacional exportado por la superpotencia
triunfante que ahora reina en soledad– a la superación de una era de contradicciones (e
incluso de la idea de contradicción) y al consecuente “fin de la historia”. En otras posturas
un tanto más alejadas de los intereses de la Casa Blanca, se caracteriza el deslizamiento
hacia la posmodernidad como el pasaje de un tiempo que tenía un futuro claro, iluminado
por la luz de la razón, a un no future que se experimenta subjetivamente como un presente
perpetuo, en el que lo único que cuenta para el individuo es su realización personal aquí
y ahora. Pasaríamos así de una sociedad que reivindicaba lo prometeico, para la cual el
concepto de autonomía suponía “encontrar ese punto donde la libertad individual, donde
la capacidad de educar el espíritu individual confluía con las demandas sociales y con el
deseo de construir una sociedad más armónica, más transparente, una sociedad más
igualitaria (…)” (Forster, 2001, p. 243), a una sociedad caracterizada por la hipertrofia

24
Es este carácter autoconsciente del pensamiento iluminista, de una razón que tiene la capacidad de
pensarse a sí misma y de someterse a sí misma a crítica, lo que el positivismo contribuye a nulificar: “Sin
miramientos hacia sí mismo, el iluminismo ha quemado hasta el último resto de su propia autoconciencia.
Sólo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo suficientemente duro para traspasar los mitos”
(Horkheimer y Adorno, 1998, p. 5).
del consumismo, del narcisismo y del egocentrismo. En este sentido, autores como Gilles
Lipovetsky definen este pasaje como el
cambio de rumbo histórico de los objetivos y modalidades de socialización, actualmente
bajo la égida de dispositivos abiertos y plurales. (…) La sociedad moderna era
conquistadora, creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica, se instituyó como ruptura
con las jerarquías de sangre y la soberanía sagrada, con las tradiciones y los
particularismos en nombre de lo universal, de la razón, de la revolución. Esa época se está
disipando a ojos vistas; en parte es contra esos principios futuristas que se establecen
nuestras sociedades, por este hecho posmodernas, ávidas de identidad, de diferencia, de
conservación, de tranquilidad, de realización personal inmediata; se disuelven la
confianza y la fe en el futuro, ya nadie cree en el porvenir radiante de la revolución y el
progreso, la gente quiere vivir enseguida, aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar
el hombre nuevo. (…) estamos ya regidos por el vacío, un vacío que no comporta, sin
embargo, tragedia ni apocalipsis25 (Lipovetsky, 2008, pp. 9-10).

Al margen de las diversas posiciones intelectuales sostenidas en el debate


modernidad-posmodernidad, nos parece de fundamental importancia destacar –y esto será
uno de los puntos de partida de nuestro trabajo– que el hecho de que algunos autores crean
constatar la existencia de una condición histórica posmoderna de ninguna manera autoriza
a acusarlos como apóstoles o promovedores de la sumisión ante el orden establecido
(Follari, 1994, p. 15). Es necesario reafirmar aquí que el hipotético arribo de una edad
posmoderna no viene a poner fin a la razón, a una razón que siempre se regenera y sigue
dándole forma a nuestro mundo, sino a plantear que la racionalidad ya no puede sostener
su legitimidad social en las grandes metanarrativas modernas de emancipación debido al
amplio descrédito en que estas han caído. Los relatos vertebradores del mundo caen, la
razón (crítica e instrumental) sigue en pie. Por consiguiente, consideramos que es un error
tristemente expandido concebir a la posmodernidad como sinónimo de complacencia,
acriticidad o irracionalismo. Creemos, en cambio, que así como hay posiciones
posmodernas adaptativas, acomodaticias, complacientes y genuflexas como la sostenida
por Fukuyama, hay también posiciones sumamente críticas, contestatarias e
impugnadoras dentro de esa corriente. Coincidimos en este punto con Fredric Jameson
cuando afirma que:

25
En la tesis neoconservadora de Bell la disolución de los valores que imbuyeron el ethos del capitalismo
clásico (ascetismo, disciplina, uso sistemático del tiempo, diligencia en las vocaciones mundanas, fe en el
progreso y en el futuro) generaba que el hombre –a pesar de volcarse al goce pleno de las posibilidades que
abría el paso a una sociedad mucho más permisiva (placer sensual, consumo ampliado vía crédito, repliegue
hedónico hacia el self, disfrute presente sin pensar en el mañana)– experimentara un sentimiento de
desorientación, de confusión, de malestar, de vacío, aunque no supiera bien de donde provenía. En la lectura
de Lipovetsky, como vemos, tal vaciamiento de valores no genera pesadumbre, desorientación, lamento ni
malestar alguno en el egoísta, narcisista, consumista, individualista e indolente hombre contemporáneo.
Para ese hombre –que parece afirmar plenamente, como una conocida canción de R.E.M., aquello de “It’s
the end of the world as we know it, and I feel fine”– no hay más valores que los de la propia autorrealización
aquí y ahora.
En lugar de la tentación de denunciar las complacencias del posmodernismo como un
síntoma final de decadencia o saludar las nuevas formas como los heraldos de una nueva
utopía tecnológica y tecnocrática, parece más apropiado evaluar la nueva producción
cultural dentro de la hipótesis de trabajo de una modificación general de la cultura misma,
con la reestructuración social del capitalismo tardío como sistema (Jameson, 2002, p. 49).

Partimos entonces de la idea de que tanto modernidad como posmodernidad están


atravesadas por una razón que tiene el mismo origen, lo que ha posibilitado la existencia
de vertientes modernas de pensamiento tanto críticas como acríticas, y lo que da lugar
también a la postulación en nuestros días de posturas posmodernas que pueden ser
afirmativas o bien negadoras del statu quo vigente.

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