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I
En los años sesenta y setenta en América Latina las teorías que analizaban los problemas de la
comunicación y la cultura, después de haber develado la estructura de los medios, pivotearon en los
contenidos de los mensajes, en las intenciones de la emisión, en las determinaciones ideológicas.
Las conclusiones más importantes consolidaron una mirada crítica del funcionamiento de los
medios masivos, sobre sus efectos culturales y acerca del margen de libertad de las prácticas de
recepción. Si bien la vida cotidiana mostraba en nuestros países una generalizada conformidad con
las representaciones de la cultura masiva, existían contrapesos importantes que balanceaban su
influencia. Una red de mediaciones sociales que buscaban la conformación de una cultura
oposicional o alternativa con vocación de poder político, encarnada en una o dos generaciones,
acompañaba crítica y cotidianamente el desarrollo de poderosas industrias culturales en el
continente. Se podría decir que la existencia de miles de cuadros, sociales políticos culturales eran
la posibilidad de cuestionar de manera central a los medios masivos realmente existentes. Se “creía”
menos en los valores de la cultura masiva de lo que se la “actuaba”.
La revisión teórica, ideológica y fundamentalmente política de aquella etapa, que se hizo cargo
tanto de los aciertos como de los errores, se tradujo en la revalorización del lugar de la recepción
(correlato del nuevo espacio de las cuestiones democráticas, el basismo y el movimientismo social
en medio de las transiciones democráticas en América Latina). Si bien los fenómenos de recepción
diversa ya habían sido advertidos y desigualmente analizados en el período anterior, la nueva
situación, sobre todo en los años ochenta, fue contemporánea de un proceso de democracia formal y
ajuste económico que a pesar de encontrar importantes resistencias políticas y sociales se asentó en
la combinación de consensos democrático-liberales, represiones políticas y hegemonías
massmediáticas. El descubrimiento de que los receptores no se identificaban ajustadamente con los
mensajes – al poner en juego sus experiencias culturales populares, cotidianas y privadas para el
consumo de lo masiva -, como pretendían las teorías críticas anteriores, dejaba muchas veces de
lado que eso mismos medios actuaban sobre un campo arrasado de aquellos cuadros sociales,
políticos y políticos culturales. En cierta manera, el análisis de la cultura masiva se hacía por fuera
del marco político en el cual funcionaba.
El saldo actual nos entrega una versión una tanto acrítica de las teorías de la recepción en el
momento de una hegemonía massmediática que colabora en la construcción de la legitimidad
política, panorama que nos deja tan insatisfechos como antes, amén de correrse el riesgo de
desarrollar un relativismo tanto teórico como ideológico en el análisis de los fenómenos culturales.
Quizás la temática en donde se expresen mejor estos reparos sea en las actuales reflexiones sobre
el papel de la televisión y de los televidentes, problemática que le devolvió a la discusión cultural
un dinamismo polémico hasta ahora ausente.
II
Criticar a la cultura masiva, revisar los efectos de los medios, no significa convertirse
automáticamente en apocalíptico. Sabemos que una posibilidad de estructurar la polémica (se
necesitan siempre dos para que exista) es construir una posición absoluta del otro lado: ¿quién
defiende hoy los juicios lapidarios de Adorno sobre la televisión, que en el autor de Intervenciones
resultaban un anatema definitivo? La crítica histórica, social, cultural y política de la cultura de
masas no puede invalidarse como se lo hace con dos procedimientos de manipulación (con perdón)
argumentativa. Una es hacer existir lo que no existe, la otra es deslizar de vez en cuando, en
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doscientas páginas, una línea acerca de que no todo lo que reluce es oro y que la cultura de masas,
la televisión o en su defecto las imposiciones televisivas a la política nos son tan inocuas como se
plantea. A veces en los intelectuales orgánicos de los massmedia la descripción huele a positividad
objetiva.
De allí que algunos juicios podrían adjudicarse a la vorágine triunfalista de la hegemonía
televisiva y a la imposibilidad de abstraerse de su efecto integrador: “Una televisión contradictoria,
que por un lado arrastra el estigma de la vulgaridad y lo efímero, pero que también se perfila como
el ámbito más pluralista y democrático del espacio público moderno, ya que alberga la mayor
cantidad y variedad de opiniones y discursos sociales que una institución pueda contener”... “En fin,
un menú muy variado donde coexisten y se entrecruzan las más diversas ideologías de que se nutren
los argentinos”.
En el período alfonsinista la democracia se asimilaba a un conjunto de reglas (en la tradición de
Bobbio y de Habermas) que represtigiaba, en medio de una crítica de los sesenta y setenta, el
aspecto formal del funcionamiento político. Más acorde con el menemato, hoy la televisión es
observada como la sustitución (¿favorable?) de los espacios políticos tradicionales. Esto que podría
ser una “correcta” descripción de lo real parece influido por el peso de los reality show, de la
participación en encuestas callejeras y contestadores telefónicos, sin preguntarse acerca de lo que la
gente (el nuevo término que condensa y disuelve clase, pueblo, ciudadano, consumidor, usuario)
dice, qué códigos utiliza, qué objetivos existenciales pone en juego en la representación que le
ofrece la televisión.
El cuestionamiento acerca del lugar en donde se forma cultural e ideológicamente ese receptor
que hoy puede aparentemente gozar de tantas oportunidades de elección y de representación (a
veces justificado abusivamente con la metáfora del zapping) no es poco importante si advertimos
que transitamos las primeras épocas en que los usuarios de la televisión fueron formados en el clima
de su hegemonía y en medio de la decadencia de la escuela. Y de la misma manera que en las etapas
de crítica radical a la escuela se reconocía que la realidad, la política, la cultura popular y por qué
no, los propios medios articulaban el enjuiciamiento de un sistema educativo abstracto y fuera de
las necesidades cotidianas, actualmente es poco probable (y menos creíble) que desde adentro de la
industria (en su versión multimediática) se pueda estructurar una tarea crítica eficaz. Más bien lo
que puede advertirse es la potencia integradora que la propia industria tiene de la capacidad crítica
de los intelectuales para legitimar sus objetivos históricos y naturalizar, en una nueva mitología y
sentido común, su lógica comercial y la dominancia ideológica.
III
Frente a la actual hegemonía de la cultura de masas se puede pretender que alguien la apoye
porque le va bien, porque le gusta o porque no hay otra alternativa. Si bien la propia cultura de
masas crea sus intelectuales orgánicos que recuperan en cierta manera la dimensión de guías de
opinión en detrimento de aquella función, hoy vergonzante, de fiscalizadores críticos de lo social
(efecto del desuso del compromiso y de la vanguardia), la figura del inconformista ideológico, del
crítico cultural y del promotor de la incomodidad permanente se puede traducir en aislamiento o en
personaje (arquetipo o estereotipo) de la propia industria cultural. La famosa vacuna de las
mitologías modernas de Barthes.
La falta de distancia crítica para afrontar el juicio a los productos de los medios masivos, la poca
disposición a observar las contradicciones del sistema de concentración multimediática, la apología
de la interactividad como preámbulo de una democratización de autogeneración, son todas posturas
que dejan de lado una actitud tradicional del intelectual inconformista, que es su relación traumática
con el poder (una opción legítima es no serlo pero sin la “racionalización” de la derrota política).
Y allí, en la cuestión del poder se puede advertir la despolitización de la práctica de los
intelectuales que progresivamente se van incorporando a la política cultural de los medios. Si bien,
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se podría mantener aquella frase de los setenta de que “todo es político menos la química”, es real
también que lo que define estrictamente una práctica como política es la tematización del poder.
Los saludables aires foucaultianos ampliaron la influencia y existencia explícita del Poder en la
capilaridad social y suavizaron positivamente el análisis del poder basado en aquellos lugares en
que decía “aquí estoy”; la propia historia se rindió a una interpretación que ya no privilegiaba lo
público ni los momentos cruciales (revolución, guerra, crisis, Estado). Pero al haber tantos lugares
en donde el Poder se encontraba y se hacía discurso de cuerpos, imágenes, conductas y palabras se
disolvía aquel lugar en que el Poder se seguía encarnando con eficacia: la economía, las
instituciones políticas, las corporaciones.
Aunque esto no implica volver a estudiar al Poder desde una perspectiva manipulatoria o en clave
conspirativa, sería bueno tener en cuenta que la política siempre tuvo ambas cuotas en dosis
importantes. Un ejemplo reciente podría servir de ilustración. Fatigaría una biblioteca reunir los
escritos acerca de la relación entre la concentración informativa, la globalización cultural y la
Guerra del Golfo. La supuesta apertura que las imágenes podrían haber producido al conocimiento
de la guerra o la concientización en su contra estuvo totalmente subordinado a una razón de Estado,
como la propia guerra. Aunque los receptores gozaran de todas las posibilidades de elección
informativa, todos entraron en el puño de la CNN.
IV
Esta nueva ubicación de los intelectuales se relaciona estrechamente con el estado de las
instituciones universitarias que ratifican tanto la ausencia de los debates necesarios como el
ninguneo de la crisis como problema. Aceptado el mercado como organizador de la producción, de
los recursos y de la distribución, la universidad y buena parte de los referentes intelectuales que
participan de su gestión aparecen como los tutores de la dignidad de una familia tradicional
decadente en lugar de convertirse en los impulsores de una política universitaria y cultural
alternativa a la destrucción menemista-liberal. Como sucede siempre cuando los Presupuestos se
adaptan al ajuste y el recorte se adapta al presupuesto, las disputas académicas, bienvenidas cuando
tienen el transfondo de diversas posiciones teóricas, ideológicas o culturales, siempre en el marco
de la innegable lucha política, se limitan a las formas (poco variadas) de la administración de la
crisis.
La política de subsidios, becas y proyectos de investigación en lugar de presentarse como el
espacio adecuado para poner en práctica políticas culturales que vayan construyendo una nueva
articulación social, se subordinan, en la mayoría de los casos y a pesar del esfuerzo de muchos
investigadores, al capillismo académico o resultan el refugio de la desilusión política o el
escepticismo. Por tener una menor tradición universitaria y no gozar de sólidas estructuras
corporativas. Los estudios sistemáticos de la comunicación y la cultura se ubican en un amplio
margen en el territorio de las ciencias sociales. De allí que el impulso personal o grupal, por dentro
y por fuera del espacio académico pero alejado de sus géneros convencionales de exposición,
construya una parte importante del ensayo de análisis e interpretación de las nuevas realidades.
En este sentido se inscribe la propuesta de Causas y azares: tratar de recuperar el dinamismo de la
crítica cultural dentro y fuera de las instituciones, apelar a la reconstrucción de la historia del campo
sin una nostalgia inmovilizante, rescatar prácticas culturales y comunicacionales que se vuelven
atemporales en su búsqueda transformadora, no perder de vista el horizonte de una nueva sociedad
y una nueva cultura que no se disuelva en la aceptación resignada de una hegemonía massmediática
que lejos de ser tecnológica, discursiva o estética es esencialmente política.
Porque si la nueva integración de los intelectuales al campo del Poder invirtió aquello de
“pesimismo en la teoría y optimismo de la voluntad”, se trata de darlo vuelta otra vez y ubicarlo en
su justo sentido.
Causas y azares