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El joven y la filosofía

De niño a joven.
El niño vive de evidencias ajenas. En el hogar va asimilando las valoraciones
propias de la familia (razones, justificaciones, modo de hablar, valorar,
sentir, apreciar...) y así vive satisfecho. No necesita más. El niño pues, vive
de evidencias ajenas, no propias. Este es uno de los datos más seguros de
la psicología infantil. Pero ¿qué sucede a medida que el niño crece?
El jovencito empieza a crear y exigir evidencias propias. Empieza a querer y
exigir razones que le persuadan. Y es natural. Su vida es suya,
ineludiblemente suya, y a si necesita razones propias en que ese primer
momento de las evidencias recibidas, debe evolucionar hacia otro
momento, igualmente humano, de evidencias personalizadas, propias.
Con la juventud llega pues, la puesta en crítica de las evidencias infantiles.
Desgraciado el joven en quien no se produjese ese proceso interior. Ello
significaría que está creciendo solo corporalmente, y no a nivel de persona.
El joven quiere saber por qué hace las cosas. Quiere justificar en sentido
etimológico, su conducta ante sí mismo y ante los demás. Quiere ser el
mismo.
El joven suele volverse iconoclasta: quiere destruir, y enseguida, sin dar
tiempo a reflexión adulta, todo lo que, a su juicio, no tiene razón de ser. En
este momento, el joven, de si tan noble, se vuelve intransigente, duro,
impositivo, rebelde.
Esta rebeldía se exacerba especialmente en el campo religioso-moral. El
joven suele sentir las verdades religiosas morales como ataduras o
impedimentos a su propio desarrollo. Por tanto, tiende a romper con ellas.
Este proceso lo vive todo joven. Y debe vivirlo: es la condición de
crecimiento. Es uno de los pasos más hermosos y dolorosos de la vida
juvenil. Es uno de los más transcendentales para él. Es ese momento
maravilloso cuando el joven se empieza a sentir padre de si mismo, dueño
y responsable de su destino.
En resumen los jóvenes necesitan hacer su propia versión de lo que es la
vida desde sus diferentes aspectos.

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