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Tabaco mariposa de Elena Anníbali.

Elena Anníbali: Tabaco mariposa.


Caballo negro Editora, 2009.

La pasión según Elena.


Un libro. Veintidós poemas. Caballos, perros. Algún animal salvaje también. Los vivos y los
muertos. El campo. El cielo. El aire. La luz. Quizás resulta innecesario recordar el vano
gesto de comentar un libro de poesía. Ante esta imposibilidad, lo que alcanza a decirse
pareciera agotarse en el recuento que parafrasea el menudeo del detalle pero que nunca
alcanzará la belleza que comenta. El poema siempre es otra cosa hacia la que vamos.
El libro de Elena Anníbali, tabaco mariposa (cuarto título de la Colección poesía de
Caballo negro Editora) merece a pesar de lo fatalmente inútil de la empresa, una lectura
atenta, un saboreo detenido. Y en el tránsito de ese “hacia” sin clausura, elegimos leerlo en
las coordenadas de lo apasionado y lo pasivo: dos movimientos que se implican y que se
desmienten borrándose, sobreescribiéndose. La idea de “pasión”, en ese doble movimiento
semántico, guarda la virtud caleidoscópica que parecen tener los poemas de tabaco mariposa:
es la acción de padecer y es lo contrario de la acción; implica tanto la latencia de lo pasivo
como el arrebato, la acción sublimada de la violencia intrínseca del amor.
Tabaco mariposa, puede leerse en tan opuestas direcciones tal vez porque la crudeza
de su realidad humana nos estremece con el hallazgo de una belleza atroz: la dentellada
imprevista de la muerte, la distancia infinita de todo, la soledad irremediable. Y es allí
donde puede uno perderse engañado (subyugado) por esa superficie ruda escrita con
singular delicadeza. Las texturas se superponen: la desposesión, la miseria, el olvido, la
muerte y una lengua aterciopelada que labra el detalle, que conmueve lo real. Pero los
poemas de Tabaco mariposa no apelan a la piedad ni a la compasión seducida por la tragedia
de un destino sino que dirigen una mirada imparcial y profundamente atenta a los difíciles
entresijos de la existencia, abriendo ante nuestros ojos el horizonte limpio de un paisaje sin
maquillajes retóricos.
¿Puede todo el peso humano de una vida anclada al corazón amargo del paisaje
levantar el fino velo del lenguaje, desmaterializarse en la sinfonía sutil de los claroscuros de
la lengua? Los que se mueren saludan con el brazo en alto desdibujándose en lo azul del
horizonte (“Lalo, el uno”):
y se dejó ir hacia la muerte
sin ruido
bajo el maíz y el maíz
de los silos

una noche
su fantasma nos hizo
una seña lenta y delicada
como deben ser las que uno hace
en los sueños

Solo eso; lo demás aguarda también bajo la misma intemperie para ser devuelto al
polvo como todo lo que permanece, a su pesar, sosteniendo los turbios fragmentos de la
vida. El aire cargado de polvo o de perfumes no son metáforas las que teje; esa materialidad
ligera es acaso el último velo de lo real, el límite de lo posible en su fugitiva materialidad:
éste es
el cielo, dijo
un camino turbio en el que andamos
perdidos sin fin
unos
solitos

En los poemas, el abanico del tiempo y de la ausencia despliega la larga sombra de


la muerte: la de los cuerpos que puede arrastrar la creciente o la breve despedida del
solitario en la luz crepuscular. Ese horizonte se abre a lo inabarcable de un cielo que no
espera sino como el espejo luctuoso de lo ilimitado del límite, de la infranqueable finitud.
Naturalezas humanas y animales se confunden unidas al destino común del
estremecimiento glorioso del cuerpo, al oscuro llamamiento de la muerte y al de esa
corriente única de la vida que se deja existir sin pretensiones. En tabaco mariposa lo que vive
(y lo que se vive) se deja vivir con la resignación de esperar aquello que inevitablemente
conmueve la vida, con la certeza lúgubre de que finalmente la bomba caerá y anulará los
nacimientos (como en “Hiroshima”), todo ese terco renuevo que se niega a desaparecer.
Pero la escena elemental de tabaco mariposa no está centrada en la pasión del cuerpo
en su tránsito vital sino, más precisamente, gira en torno a la experiencia. Son los
fragmentos dispersos de ese aprendizaje pretérito los que se reconstruyen en el presente de
la enunciación. Esos fragmentos del pasado se disponen en torno a la tensión entre saber y
no saber cuya temporalidad atraviesa la infancia y se proyecta en la voz poética que valora
esa distancia. Cada escena que vuelve del pasado forma parte de un largo aprendizaje que
incluye el miedo, la sensualidad, el deseo, la decepción y la muerte.
La experiencia siempre conflictiva del amor está presente en el recuerdo lábil del
hombre cuya ausencia no es más que un inasible perfume que se pierde en la memoria. El
amor, o más bien ese salto angustiado al propio abismo del cuerpo, se esboza en versos que
recuerdan la sensibilidad fina y precisa de un haiku crepuscular:
una cosa fragante
y sutil
como los eucaliptus
cuando los moja la niebla.

La delicadeza casi oriental de los poemas de tabaco mariposa está hecha de


movimientos sutiles, de rúbricas etéreas que se dan a leer. En ese espesor ligero de mundo,
los días de la infancia y la adolescencia, las imágenes intactas del pasado o los vagos
recuerdos del amor se escriben en un gesto, en el resplandor inasible de una ausencia:
aprendí a fumar con rubén
enrollando tabaco mariposa en papel
de seda (…)

a veces todo era oscuridad, salvo


su cara
iluminada brevemente por el fuego
como un animal
por los relámpagos
La luz que rodea los cuerpos se funde en la indiferenciada claridad de la distancia.
El horizonte de ese paisaje exiguo circunscribe todo lo que hay en el mundo, y en él, la
breve fulguración de cada existencia individual. No queda sino la belleza de la voz poética
que habita ese universo allí donde solo asoman las limitaciones de lo posible. El poema
escribe su doble “pasión” desde lo que permanece inmóvil, adormecido por el zumbido
cotidiano hasta aquello que de pronto enajena la sordidez de la vida para convertirla en el
canto hierático de ese destino:
el jugo caía, dulce y fresco,
sobre las rodillas de vos
de mí
y nos reíamos al abrirnos
las blusas
y mostrarle los pechos nacientes
al sol

todo era una hora


donde la muerte comenzaba
a besarnos los ojos

Las imágenes que evocan la adolescencia marcan ese apasionado contrapunto entre
el deseo y la muerte, entre el cuerpo y el abismo. En el pasado está la dulce fruta que
seduce, la libertad salvaje de los potros, los predadores y las presas, la plétora y la rapiña, la
alegría indómita del cuerpo, el exagerado ademán con que la vida se abre paso, la insistencia
feroz con que la existencia, por breve o terrible que sea, ocupa su lugar en el mundo.
Desde allí, desde el umbral de la experiencia, se despliega la fuerza renovadora de
una mirada que cuestiona lo real. Todo vuelve intacto en los ojos de la niña del pasado;
todo es vuelto a nombrar por primera vez. En ese gesto ansioso del cuerpo infantil toda
experiencia es temblor, aprendizaje apasionado: de la luz, del agua, de la tierra, de dios:
a la vuelta me daba
el pan de la tarde, cantando
los salmos preferidos
y una tristeza hermosa me cerraba la garganta
o quizá el polvo del camino
o dios, que entonces era
un potro negro
que despertaba el miedo

En esa urdimbre del recuerdo, la madre y la hija; la hija y la madre, son el delicado
centro de ese universo que se sostiene por virtud de un saber que se abre a lo desconocido,
a todo lo que se renueva en la mirada infantil. Así, el universo entero cabe en un paseo, en
una tarde de rezos, en los corrales, en el horizonte inabarcable. Y por esa sed de infinito
(ese saber que no se colma, esa experiencia imposible) la misma niña que juega a la muerte
puede ver nuevamente el límite, la delgada línea que separa la materia de su fantasma, el
delgado filo en el que se escribe el poema:
de niños
en su agua verde
en su colchón de insectos y nervaduras
íbamos a vernos los rostros

si lanzábamos una piedra


el círculo se abría
hacia un tiempo atroz donde no éramos
más que el fragmento
más que la uva desprendida del tallo
la forma corrompida del racimo

Entre la infancia-adolescencia y la adultez, entre el pasado y el presente, el poema


ejerce su soberanía absoluta. Aquel entorno en el que solo parece transcurrir la calmada paz
de los días iguales irrumpe la furiosa libertad de abrir los ojos, de aferrar la vida. Los perros,
que pueden conjugar en su ser la sumisión y la fiereza, exhiben la carnadura real de los
poemas con esa insistencia obstinada de lo que no se deja sofocar sin resistencia:
pero yo mordí la mano
y ahora tengo esta libertad
grande
en que me asfixio

El cambio de paisaje marcado por el paso del tiempo (antes los caballos; ahora “el
frufrú de la soja” en “La sospecha”) esboza una domesticación violenta de esa tierra de
caballos sueltos. Lo que se ha sometido es el vigor sexual del paisaje (extensión indómita
del cuerpo) que sostenía en sus briosos encelos el costado jubiloso de la vida. Allá los
caballos, el cuerpo al sol, los secretos inconfesables, los encuentros furtivos, la fruta del
verano; aquí la soja, la fumigación, el amigo de la infancia que ha hecho hijos y dinero con
los años, la ceguera, la sed. En este saqueo vital, se insinúa cierta criminalidad del presente
que sofoca su pasado salvaje. Ese mundo de ahora revela una tristeza de ojos vendados que
la voz poética solo puede habitar desde la incomodidad, desde la irremediable melancolía.
Finalmente, no quisiéramos dejar de aludir al hermoso poema “Hiroshima”, que
pareciera ser el resumen de todas las muertes, de todas las vidas desgarradas. Quizás este
poema, caprichosa columna vertebral de la exasperación del abismo en tabaco mariposa,
congregue, en el motivo extemporáneo (y por ello mismo paradigmático) de la caída de la
bomba en la ciudad japonesa, la fatalidad, ese fantasma de la extinción definitiva que
angustia la existencia. Todo puede ser arrasado de un momento a otro (aquí o allá, antes o
después) por la fulgurante onda expansiva de un íntimo Hiroshima que se desintegra ante
nuestros ojos como las alitas abiertas de una mariposa calcinada.

Adriana Canseco

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