una noche
su fantasma nos hizo
una seña lenta y delicada
como deben ser las que uno hace
en los sueños
Solo eso; lo demás aguarda también bajo la misma intemperie para ser devuelto al
polvo como todo lo que permanece, a su pesar, sosteniendo los turbios fragmentos de la
vida. El aire cargado de polvo o de perfumes no son metáforas las que teje; esa materialidad
ligera es acaso el último velo de lo real, el límite de lo posible en su fugitiva materialidad:
éste es
el cielo, dijo
un camino turbio en el que andamos
perdidos sin fin
unos
solitos
Las imágenes que evocan la adolescencia marcan ese apasionado contrapunto entre
el deseo y la muerte, entre el cuerpo y el abismo. En el pasado está la dulce fruta que
seduce, la libertad salvaje de los potros, los predadores y las presas, la plétora y la rapiña, la
alegría indómita del cuerpo, el exagerado ademán con que la vida se abre paso, la insistencia
feroz con que la existencia, por breve o terrible que sea, ocupa su lugar en el mundo.
Desde allí, desde el umbral de la experiencia, se despliega la fuerza renovadora de
una mirada que cuestiona lo real. Todo vuelve intacto en los ojos de la niña del pasado;
todo es vuelto a nombrar por primera vez. En ese gesto ansioso del cuerpo infantil toda
experiencia es temblor, aprendizaje apasionado: de la luz, del agua, de la tierra, de dios:
a la vuelta me daba
el pan de la tarde, cantando
los salmos preferidos
y una tristeza hermosa me cerraba la garganta
o quizá el polvo del camino
o dios, que entonces era
un potro negro
que despertaba el miedo
En esa urdimbre del recuerdo, la madre y la hija; la hija y la madre, son el delicado
centro de ese universo que se sostiene por virtud de un saber que se abre a lo desconocido,
a todo lo que se renueva en la mirada infantil. Así, el universo entero cabe en un paseo, en
una tarde de rezos, en los corrales, en el horizonte inabarcable. Y por esa sed de infinito
(ese saber que no se colma, esa experiencia imposible) la misma niña que juega a la muerte
puede ver nuevamente el límite, la delgada línea que separa la materia de su fantasma, el
delgado filo en el que se escribe el poema:
de niños
en su agua verde
en su colchón de insectos y nervaduras
íbamos a vernos los rostros
El cambio de paisaje marcado por el paso del tiempo (antes los caballos; ahora “el
frufrú de la soja” en “La sospecha”) esboza una domesticación violenta de esa tierra de
caballos sueltos. Lo que se ha sometido es el vigor sexual del paisaje (extensión indómita
del cuerpo) que sostenía en sus briosos encelos el costado jubiloso de la vida. Allá los
caballos, el cuerpo al sol, los secretos inconfesables, los encuentros furtivos, la fruta del
verano; aquí la soja, la fumigación, el amigo de la infancia que ha hecho hijos y dinero con
los años, la ceguera, la sed. En este saqueo vital, se insinúa cierta criminalidad del presente
que sofoca su pasado salvaje. Ese mundo de ahora revela una tristeza de ojos vendados que
la voz poética solo puede habitar desde la incomodidad, desde la irremediable melancolía.
Finalmente, no quisiéramos dejar de aludir al hermoso poema “Hiroshima”, que
pareciera ser el resumen de todas las muertes, de todas las vidas desgarradas. Quizás este
poema, caprichosa columna vertebral de la exasperación del abismo en tabaco mariposa,
congregue, en el motivo extemporáneo (y por ello mismo paradigmático) de la caída de la
bomba en la ciudad japonesa, la fatalidad, ese fantasma de la extinción definitiva que
angustia la existencia. Todo puede ser arrasado de un momento a otro (aquí o allá, antes o
después) por la fulgurante onda expansiva de un íntimo Hiroshima que se desintegra ante
nuestros ojos como las alitas abiertas de una mariposa calcinada.
Adriana Canseco