de por sí presentan pues sirven para examinar los múltiples niveles de articulación
existentes entre sectores del inconsciente, entre el inconsciente y la conciencia, y
entre lo representacional y lo neurobiológico. Desde esta perspectiva, constituyen
un terreno apto para poner a prueba al enfoque "modular-transformacional" en su
intento de fundamentar la psicopatología y el tratamiento desde una perspectiva no
reduccionista que dé cuenta de la complejidad del funcionamiento psíquico.
Freud fue el primero en hacer una descripción semiológica detallada del ataque
de pánico, con sus temores asociados de muerte inminente o de volverse loco,
delimitando el sindrome y separándole de la "angustia expectante" (Freud, 1895).
Diferenciación que un siglo después se mantiene tal cual, siendo reproducida en el
DSM-IV al distinguirse entre el trastorno de pánico y el de ansiedad generalizada,
dominada ésta por la expectativa ansiosa de supuestos peligros que el sujeto
avizora para sí o los suyos.
En cuanto a la etiología del ataque de pánico, Freud consideró que era de causa
biológica -no por una reminiscencia del pasado o por un conflicto neurótico. Pensó
-y es aquí donde no tenemos porqué seguirle- que lo que le subyacía era la
excitación descargada en el cuerpo por un estancamiento de la libido debido a la
insatisfacción de la pulsión sexual. No interesa -resulta insostenible a la luz de los
conocimientos actuales- la teoría de la libido estancada como causa de la
angustia, o que su origen sea exclusivamente biológico, pero sí es digna de
consideración la necesidad de tener también en cuenta la particularidad biológica
de los que padecen crisis de pánico. Las investigaciones de los últimos años
aportan pruebas demasiado fuertes como para ser ignoradas acerca de los
componentes neurofisiológicos que justificarían porqué algunas personas ante
conflictos o situaciones traumáticas que en otros no se acompañarían de los
trastornos neurovegetativos que forman parte del ataque de pánico, en ellas, las
manifestaciones corporales pasan a un primer plano (Coplan & Lydiard, 1998;
Davis, 1998; LeDoux, 1998; Wiedemann, Pauli, Dengler, Lutzenberger, Birmaumer,
& Buchkremer, 1999; Windmann, 1998). Lo que no es de extrañar si se tiene en
cuenta que lo mismo sucede con la repercusión corporal diferente con que las
personas reaccionan ante conflictos o situaciones de estrés: en algunos, estas
condiciones se mantienen como tensión puramente mental mientras que en otros
sobrevienen crisis de asma, trastornos alérgicos o inmunológicos severos,
somatizaciones digestivas, artritis, etc. Es decir, procesos en el cuerpo, que es lo
que también sucede en los ataques de pánico.
Por otra parte, así como ante las enfermedades orgánicas la codificación sobre
los riesgos que implican, y la respuesta emocional consecuente no es igual para
todos los sujetos, frente a las manifestaciones corporales de la angustia habrá
quienes reaccionarán con máxima sensación de peligro y otros, en cambio, le
otorgarán una significión más benigna. Por tanto, al examinar los trastornos de
pánico debemos tener en cuenta:
Pero, ¿resulta suficiente ofrecer como explicación del ataque de pánico que la
persona que lo presenta muestre la existencia de conflictos o situaciones vitales
estresantes? Volvemos a la pregunta ¿por qué alguna gente tiene problemas tanto
o más severos que los que padecen ataques de pánico y, sin embargo, la
angustia no toma esa modalidad? El error tan frecuente de encontrar que dos
condiciones se hallan presentes -conflicto y/o trauma, por un lado, y trastorno de
pánico, por el otro- y creer que su copresencia explica todo hace olvidar los tan
antiguos principios de condiciones necesarias y suficientes. El conflicto y las
situaciones traumáticas actuando desde el inconsciente no son condición
suficiente para originar los ataques de pánico: se les debe agregar la especificidad
de la reacción neurovegetativa y, sobre todo, la codificación que se haga de cuáles
son los peligros que la angustia conllevaría.
Angustia señal
Por ello, cuando el sujeto entrevea inconscientemente que hay o habrá conflicto
interpersonal, o que perciba, también inconscientemente, su propia rabia y
hostilidad hacia el otro -lo que hace anticipar una respuesta agresiva ya sea en
forma de castigo o de abandono-, o que sienta excitación sexual con los temores
que ésta pueda ocasionar, o que fantasee abandonar por narcisismo a un objeto
al cual, simultáneamente, desde la autoconservación siente como protector, o que
se represente como insuficiente para enfrentar una tarea o asumir una
responsabilidad, cualquiera de estas condiciones, además de despertar
angustia, actúa en un nivel semiótico como señal de que podrá sobrevenir un
ataque de pánico porque esas condiciones precedieron a la primera crisis de
pánico y a las subsiguientes. No es sólo que el conflicto produzca angustia sino
que la codificación que se le otorga a la situación conflictiva como capaz de
provocar la angustia es la que contribuye a producirla.
Por tanto, por lo menos dos niveles en que las representaciones inconscientes
pueden evocar las unas a las otras:
Así como hay representaciones del self en el terreno del narcisismo -"cuánto
valgo", "cuán superior/inferior soy al otro", etc.-, existen representaciones del self
en el módulo de la autoconservación -estoy seguro/corro peligro-, particularizas en
relación a la capacidad que el sujeto se autoatribuye de controlar el nivel de
angustia, de que no se va a desorganizar o a volver loco. Por eso no se puede
hablar de "la" representación del self como si fuera una unidad. Hay gente que
tiene bajísima autoestima, que se siente miserable, muy deprimida, pero no cree
que se volverá loca ni tampoco que no podrá controlar la angustia, es decir, que
esta crecería indefinidamente. Incluso, se puede tener un nivel de angustia
insoportable, que oprima el pecho, que haga sentir que apenas se respira pero el
sujeto no cree que se volverá loco, ni que se desorganizará psíquicamente, ni que
saldrá corriendo ante la mirada desvalorizante de testigos potenciales.
Otros, en cambio, con una sólida autoestima, sintiéndose superior a todos, sin
embargo desconfian de su cuerpo y de su mente, y temen los supuestos peligros
que la angustia acarrearía.
Lo que provee una nueva evidencia que el psicoanálisis es, por un lado,
una teoría sobre la causación, sobre el encadenamiento de procesos y, por el
otro, sobre un sujeto hermenéutico que interpreta dentro de sistemas de
significación.
Por otra parte, alguien sí puede haber llegado a tener el sentimiento de que la
figura externa será capaz de calmar la angustia pero no haber sido internalizada
esta función y transformada en capacidad de autoapaciguamiento. Con lo cual la
tranquilidad continurará dependiendo imaginariamente de la presencia del
personaje significativo o, en su caso, del terapeuta. Búsqueda de la simbiosis que
no hará sino incrementar la angustia de separación, dado que ésta es vivida como
quedar librado a las propias fuerzas; es decir, a la impotencia imaginaria.
La anterior es una condición muy diferente que la que presentan aquellos que
sienten que su angustia no será calmable ni por él/ella mismo/a ni por ningún
personaje externo. Nos encontramos ante los casos más severos, en que la
angustia se convierte en desorganizante, no infrecuentemente caracterizada en el
tratamiento por crisis de desesperación y agresividad. Son los pacientes que, ante
la emergencia de la angustia en sesión, comienzan a gritar, a llorar, a rechazar
ayuda, y no por narcisismo o transferencia negativa sino por el terror que les
produce el creer profundamente que no habrá nada ni nadie que pueda
protegerles.
¿Por qué en los trastornos de pánico resultan eficaces -por lo menos en el corto
plazo- tres tipos de tratamientos tan diferentes como el psicoanalítico (Milrod,
1995; Milrod, et al.; 1997; Milrod, et al., 1996; Milrod & Shear, 1991a; Milrod &
Shear, 1991b), el cognitivo-conductual (Craske & Barlow, 1993) y el farmacológico
(Bakker, van Balkom, Spinhoven, Blaauw, & van Dyck, 1998; Pohl, Wolkow, &
Clarcy, 1998), como lo evidencian muchos estudios de evaluación? ¿Es sólo por el
efecto placebo, por el reaseguramiento que implica estar en tratamiento, es por un
factor común a cualquier tipo de tratamiento? No parece ser el caso pues la
evaluación de distintas modalidades de intervención dentro de los tratamientos
cognitivo-conductuales (Craske & Barlow, 1993), o de los psicofármacos
empleados, muestran resultados claramente diferentes (Sheehan, 1999). Más aún,
¿por qué un tratamiento psicoanalítico que no encara directamente el
trastorno de pánico conduce, tan frecuentemente, a que éstos
desaparezcan?
Creemos que ello es debido a que actúan en distintos eslabones del circuito de
la angustia: el de las fuentes/causas inconscientes de la angustia -el psicoanálisis-,
el de la reacción consciente ante la angustia -el tratamiento cognitivo-, y el del nivel
neurofisiológico de la angustia -el farmacológico.
Pero si esto es así, ¿por qué no dar prioridad a aquello para lo cual se utiliza
habitualmente la expresión "es la base", refiriéndose a lo neurofisiológico? Por
una razón poderosa, porque decir que lo biológico es la base resulta engañoso: la
relación entre lo representación y lo neurofisiológico es de doble vía, pudiendo ser
cualquiera de los dos el primer eslabón en el encadenamiento causal. Lo
representacional produce modificaciones en el nivel neurofisiológico, incluso
permanente. Los trabajos sobre lo que se conoce como "plasticidad neuronal"
(modificaciones morfológicas y neuroquímicas de las neuronas, y eléctricas en las
sinapsis, que derivan de las experiencias vividas) lo muestran claramente (Edeline,
1999; Joseph, 1999; Kleim, Swain, Czerllanis, Kelly, Pipitone, & Greenough, 1997;
Post, Weiss, Li, Smitg, Zhang, Xing, et al., 1998; Wang, 1997).
Se podrá decir que el paciente responde a la palabra del analista por el peso
que tiene la transferencia. Sin duda, aunque la transferencia es sólo la condición
de posibilidad para que la palabra sea escuchada, para que se le otorgue validez.
Pero una vez que esto sucede, el factor que establecerá la diferencia en lo que se
promueva en el inconsciente del paciente será el contenido de esa palabra. Doble
dimensión, por tanto: cualidad de la transferencia y lo que la palabra de esa figura
de la transferencia afirme.
Por otra parte, el discurso de los padres, las frases que profieren, son
estructurantes del sujeto. La palabra, además de reactivar algo ya constituido en el
inconsciente, de desactivar ("Untergang") otros sectores del mismo, interviene en
la misma génesis del inconsciente.
Pero si esto es así ¿qué explicación tiene que a pesar de este carácter
ansiógeno del setting clásico no deja de ser efectivo en ciertos casos -no en todos-
de crisis de pánico? ¿Es sólo por la transferencia?
Creemos que hay otra explicación posible: que con el dispositivo analítico se
haga, además de psicoanálisis, conductismo de la más pura raigambre, aquello
conocido como "exposición a la angustia", como "flooding", en que actúan la
extinción y la habituación. Se somete al paciente a una situación de tanta angustia
que, cuando llega a un máximo, como lo demuestran los estudios empíricos,
después disminuye. Es exactamente lo que fundamenta la técnica de exposición
preconizada por la modificación de conducta. En este sentido, no deja de ser una
ironía que que lo que se describe como tratamiento psicoanalítico sea, en realidad
una terapia de modificación de conducta encubierta mediante el método de
exposición. Pero el problema es que los mismos conductistas han cuestionado la
eficacia de la exposición masiva, es decir, al máximo nivel de angustia -ver
(Craske & Barlow, 1993), p.20-, y alguna gente, dentro del cognitivismo, como
Bandura (1977), consideran que lo decisivo no es la exposición, sino el sentimiento
de eficacia.