cosmopolitas, algunas de ellas inmensas, trae como consecuencia una transformación radical del espíritu griego. Acude a estas ciudades toda clase de gentes, con frecuencia aventureros, que buscan algún modo de ganarse la vida. Desvinculados de sus patrias, dispuestos a ofrecer su esfuerzo a quien fuere, enfrentados con la necesidad de defender el pan de cada día, en el espíritu de estos hombres gana importancia, a costa del pasado, el presente y el futuro inmediato. Y esta sensación de desarraigo —como había sucedido en la época sofística— debía llevar inexorablemente a la pérdida del sentimiento de tradición. Tal como ha escrito con frase gráfica un crítico eminente: «un Píndaro, un Esquilo, un Aristófanes, trasladados a la Grecia del siglo iii, se habrían encontrado desplazados, forasteros». Es un hecho que la literatura, sobre todo la poesía, de la época alejandrina rompe sus vínculos con el pasado. Asistimos al nacimiento de nuevos géneros que responden a las necesidades de los nuevos tiempos. Es posible seguir, paso a paso, el camino que ha conducido a las nuevas condiciones espirituales —e incluso políticas— que conformarán el helenismo; y la ruptura con la tradición —los sofistas— es uno de los primeros síntomas (cf. A. Tovar, Vida de Sócrates, Madrid, 1947, quien presenta a este filósofo como una reacción frente al desarraigo sofístico). En Isócrates hallamos ya la idea de que se es griego por adopción (de la cultura griega), no por nacimiento tan sólo. Y en Jenofonte hallamos también anticipaciones de ciertos aspectos políticos: por ejemplo, es un precursor de la biografía, que en la época que nos ocupa empezará a formarse como género