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Sentido del dolor

Autora: Rebeca Reynaud

Clives S. Lewis reflexionó sobre el dolor y concluyó que Dios nos habla por medio de la
conciencia y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a
un mundo de sordos.

Los seres humanos queremos ser felices a toda costa. Y lo seremos –por la eternidad- si somos
fieles a Dios en la vida terrena. De los grandes males, Dios saca grandes bienes. La única razón
por la que Dios permite el mal, dice Santo Tomás, es para sacar de allí un mayor bien.

San Agustín rezaba así: “Graba, Señor, tus llagas en mi corazón, para que me sirvan de libro
donde pueda leer tu dolor y tu amor; tu dolor, para soportar por ti toda suerte de dolores; tu
amor, para menospreciar por el tuyo todos los demás amores”.

“El sufrimiento, desde que pasó por él el Hijo de Dios santificándolo, tiene el misterioso poder
de disolver el mal, de romper la trama de las pasiones y de desalojar al pecado de nuestros
miembros. “Quien ha sufrido en carne propia, ha roto con el pecado” (1 P 4,1). La Sagrada
Escritura dice que “Dios reprende a los que ama”, y añade: “Ninguna corrección nos gusta
cuando la recibimos, sino que nos duele; pero después de pasar por ella, nos da como fruto una
vida honrada y en paz” (Hb 12,11). Pero hay algo, sobre todo, que debe sostenernos cuando
sintamos sobre nosotros la mano del podador: que Dios sufre con nosotros al vernos sufrir. Él
poda con mano temblorosa[1].(Raniero Cantalamessa).

Debemos de tratar de no echara perder ese poco sufrimiento “injusto” que a veces puede
aparecer en nuestra vida: humillaciones, críticas injustas, ofensas. Para ello, no hablar de él si no
es realmente necesario; guardarlo celosamente como un secreto entre nosotros y Dios para que
no pierda su aroma. Decía un antiguo Padre del desierto:

“Por grandes que sean tus sufrimientos, tu victoria sobre ellos se encuentra en el silencio”[2].
Cuando sufrimos con fe, poco a poco vamos descubriendo el porqué del sufrimiento y para qué
sirve; nos vamos dando cuenta de que los seres humanos, después del pecado, ya no podemos
caminar junto a Dios y progresar en la santidad, sin sufrir. Bastan unos pocos días sin cruces para
que nos encontremos inmersos en una gran superficialidad y flojera espiritual. “El hombre no
perdura en la opulencia, sino que perece como los animales” (Sal 49, 13).

Se comprende así por qué, para los santos, el sufrimiento deja con frecuencia de ser un
problema para convertirse en una gracia, como ya lo decía San Pablo: “A vosotros se os ha
concedido la gracia, no sólo de creer en Cristo, sino de sufrir por él” (Flp 1,29). Y entonces el
padecer puede convertirse en lo único por lo que vale la pena vivir, hasta llegar a pedirle a Dios:
“Señor, o morir o padecer” (Santa Teresa; Vida, 40,20).

Pero no pensemos que hemos llegado ya a esas alturas, y conformémonos al menos con aceptar
el sufrimiento que nos toque.

Para que el Señor se luzca no hacen falta éxitos humanos excepcionales. Jesús se ha de lucir en
nuestra conducta diaria, porque “el valor sobrenatural de muestra vida no depende de que sean
realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel
de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario” (cfr. J. Escrivá, Es
Cristo que pasa, n. 25).

El Papa Juan Pablo II explica que no estamos en el paraíso terrenal; dice: “Jesús no ha venido a
instaurar un paraíso terrenal, de donde esté excluido el dolor. Los que están más íntimamente
unidos a su destino, deben esperar el sufrimiento (...) En el designio divino todo dolor, es dolor
de parto; contribuye al nacimiento de una nueva humanidad”[3].

En realidad, sólo hay dos filosofías de la vida: para una, primero es el banquete y luego el dolor
de cabeza; para la otra, primero es el ayuno y luego el banquete

El ser humano que sufre “completa lo que falta a los padecimientos de Cristo”. En la dimensión
espiritual de la obra de la redención sirve para la salvación de hermanos y hermanas: es un
servicio insustituible.
María Valtorta dice: No hay otro camino para salvar al mundo: el sufrimiento. Jesucristo, que es
Dios, no escogió otro camino que éste para ser Salvador. Dios quiere que sepamos que la gloria
se convertirá en Gloria para nosotros pero en la otra vida.

El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma
las almas. El dolor hace presente la fuerza de la redención cuando nos unimos a los méritos de
Cristo. Hemos de vivir con un solo pensamiento: el de consolar a Jesucristo redimiendo a los
hombres. A los hermanos se les redime con sacrificio. A Jesús se le consuela con el amor y
encendiendo el amor en los corazones apagados.

Jesús sufrió más que cualquier hombre. Él no veía el suceso del momento. Veía las
consecuencias que ese suceso tendría en la eternidad; enseñándonos que el sufrimiento
termina, pero los efectos de ese sufrimiento no terminan pues tienen frutos de vida eterna
(Valtorta).

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[1] Cf. R. Cantalamessa, Un Himno de Silencio, Burgos, 2002, p. 144.

[2] Apophthegmata Patrum, Poemen 37: PG 65, 332. Citado por R. Cantalamessa, Un Himno de
Silencio, p. 145.

[3] Juan Pablo II; Audiencia general, 4 mayo 1983.

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