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Casi en cualquier punto del mapa de Colombia han ocurrido atroces episodios de

violencia en los que perdió la vida un líder social. En Santa Marta silenciaron a una
víctima de desplazamiento que recién había recuperado sus tierras. En Cauca
debilitaron la lucha contra los sembrados de coca. En el Valle sacaron del camino a
un defensor que hacía los esfuerzos anticorrupción, y en el Catatumbo callaron a
un líder político. El país no había terminado de asimilar la arremetida y agregar las
nuevas víctimas en el registro de 400 que lleva la Fiscalía desde 2016 –sumando
datos de ONU, Defensoría, Marcha Patriótica y Cumbre Agraria– cuando estalló otro
caso: un grupo armado les arrebató la tranquilidad a los habitantes de El Salado
(Bolívar). Aunque la misma escena se repite desde hace tres años, el Estado sigue
sin poder evitarlo. Los líderes se sienten atados de pies y manos. Peor aún, sienten
que no hay antídoto y que su situación empeorará de cara a las elecciones
regionales. Los asesinatos aumentan, las denuncias no tienen eco, y la
‘institucionalitis’ tiene embolatadas las promesas de una política pública que de una
vez por todas pare el desangre. Mientras ese día llega, como termómetro, siete
líderes murieron asesinados en las primeras dos semanas de 2019.
Entre los grupos de víctimas identificados por las autoridades hay abogados de
derechos humanos, lideres LGBTI, afrodescendientes, políticos, sindicales
campesinos e indígenas. pero las juntas de acción comunal, de acuerdo con cifras
de la ONU, han puesto más del 50 por ciento. Algo preocupante, pues 7 millones de
colombianos actualmente están vinculados a una de ellas. Precisamente, el fiscal
Néstor Humberto Martínez reconoció el pasado viernes que los crímenes responden
a una sistematicidad en dos vías: una por el tipo de organizaciones criminales y otra
por el perfil de quienes más mueren. Muchos en los territorios aceptaron la idea de
participar en las juntas de acción comunal tras la salida de las Farc, pero no
imaginaban que el Estado quedaría en deuda a la hora de recuperar el control,
ofrecerle seguridad y un continuo tránsito a la legalidad.

Ante ese panorama, se agotaron los celulares, chalecos y comisiones


intersectoriales de las que tanto se habla, y el Gobierno debe concentrar sus
esfuerzos en proteger a quienes están vivos. Es hora de que la discusión suba de
nivel para que surjan soluciones de fondo más allá de las diferencias políticas y
metodológicas existentes a la hora de abordar el tema. Las víctimas se cuentan de
un lado y del otro, como ocurrió la semana pasada cuando el expresidente Uribe
informó que alguien mató a otro dirigente del Centro Democrático en Antioquia.
“Están asesinando a los líderes que cumplen su función. Los grupos delincuenciales
los ven como un obstáculo para sus acciones criminales”, le dijo a SEMANA el fiscal
delegado para la Seguridad Ciudadana, Luis González, quien informó un avance en
el esclarecimiento del 54 por ciento. Y es que hay una tendencia que en su mayoría
se mantiene. Las principales víctimas han caído en los lugares donde las
comunidades pelean por desterrar la cultura de la ilegalidad. Es decir, aquellos
municipios con mayor presencia de cultivos ilícitos, que sirven de ruta del
narcotráfico y donde subsiste la minería ilegal registran las tasas más altas.
Con ese patrón, varios expertos consultados por SEMANA sostienen que, aunque
también mueren por causas ajenas a sus actividades, la regla general es que los
líderes caen por sostener su lucha. De alguna forma las estadísticas de la Fiscalía
lo confirman. La entidad presentó el viernes en la reunión preparatoria de la
Comisión de Garantías un documento según el cual 44 de los 126 homicidios, cuyo
esclarecimiento ha avanzado, tuvieron un móvil particular, pero en 79 de ellos está
involucrada una organización criminal. Llama especialmente la atención que en la
mayoría de casos los perpetraron bandas delincuenciales locales de menos de 20
personas. Con esas características los analistas piden establecer con prioridad el
autor intelectual.

¿QUÉ ESTÁ FALLANDO?

Los líderes pierden la cuenta cuando piensan en la cantidad de entidades a las que
pueden recurrir para hacer valer sus derechos. Últimamente les hablaron de la
Comisión de Garantías, que el presidente no convoca desde hace más de seis meses. La
llegada de Iván Duque borró el rastro de buena parte de las políticas que Juan Manuel
Santos había dejado firmadas. “Estamos tratando de armonizar las acciones para dar
resultados concretos en el territorio”, le dijo a esta revista la ministra del Interior.

El Gobierno ha insistido en que dará continuidad a las políticas tras el lanzamiento del
Plan de Acción Oportuna (PAO), que él mismo lanzó para encarar la situación, pero las
comunidades que venían esperando el aterrizaje de programas piloto como Guapi,
Alto Mira y Frontera, Parra y San José de Uré no lo tienen claro. De hecho, muchos no
ven con buenos ojos que precisamente un militar retirado esté al frente de la gerencia.
A grandes rasgos, los seis decretos que firmó el expresidente antes de abandonar el
cargo buscaban, entre otras cosas, definir las políticas de protección colectivas, definir
el marco general de prevención, fortalecer las alertas tempranas y darles dientes a los
gobiernos regionales y locales para que ejecuten acciones oportunas.

En este último ítem reside buena parte de lo que algunos expertos creen que podría
estar fallando. Pese a la preocupación generalizada, hay quienes creen que una cosa es
lo que se siente en las grandes capitales y otra a nivel local. Investigadores
consultados por SEMANA contaron que usualmente las alcaldías y gobernaciones no
reconocen el papel que desempeñan los líderes sociales. Muchas veces los
estigmatizan, lo que entorpece más el plan de prevención.

Para resolverlo, el Gobierno expidió el Decreto 2252 de 2017 con el que establece que
las gobernaciones y alcaldías deberán actuar como los “primeros respondientes” a la
hora de detectar las amenazas contra líderes. Entre las primeras tareas que tienen
está ajustar o crear mecanismos para “evitar la consumación de situaciones de riesgo
que afecten a líderes y deberán designar a un funcionario de sus administraciones
para que mantenga canales permanentes de interlocución con los inspectores de
Policía”. El problema es que eso no está ocurriendo y falta ver si dará línea para que
así se dé.

“En materia disciplinaria, la Procuraduría adelanta 13 investigaciones que involucran


agentes del Estado en hechos que atentaron contra líderes sociales. No obstante, todos
los esfuerzos resultan pocos de cara a la tragedia. Las omisiones de cualquier
funcionario público en relación con sus obligaciones serán investigadas y sancionadas
sin que nos tiemble el pulso si a ello hay lugar. Hemos dicho que aquí hay
responsabilidades no solo de la fuerza pública, sino de alcaldes y gobernadores”,
respondió a SEMANA el procurador Fernando Carrillo a una pregunta por los efectos
del decreto.

¿VOLTEAR LA MIRADA?

Mientras los ojos del país se enfocan inevitablemente en 400 líderes asesinados en los
últimos tres años, también debe mirar prioritariamente a los miles que debe proteger.
De acuerdo con cifras de la Unidad Nacional de Protección, 4.487 líderes sociales y
defensores de derechos humanos cuentan con un esquema que contempla celulares,
chalecos blindados, hombres de protección, vehículos blindados y convencionales.
Todo depende del nivel de riesgo identificado por la entidad. Adicionalmente, se han
creado 38 esquemas de seguridad colectiva.

Pero ese apoyo tampoco significa una garantía. A muchos los han baleado a
quemarropa cuando están en casa con su familia. Peor aún, como ocurrió la semana
pasada, las víctimas no contaban con protección ni habían recibido amenaza alguna.
Diomar Parada es el primer sobreviviente de 2019. El presidente de Asojuntas se
recupera en Ocaña después de haber recibido cinco impactos de bala.

Si bien el nuevo Gobierno debe desplegar proyectos financiados para que los alcaldes
no se laven las manos, llegó la hora de que a nivel local adelanten gestiones para
atender el problema y, en algunos casos, dejar de desestimar las alertas. No es posible
que mientras las cifras están disparadas, los mandatarios locales y regionales le
manden la papa caliente a Bogotá diciendo que se trata de un problema de orden
público que debe resolver el Gobierno nacional. El Estado hace presencia en los
territorios justamente cuando protege a los líderes sociales, pues mediante su gestión
aterrizan con más facilidad las políticas territoriales.

Tras el encuentro relámpago de la Comisión de Garantías sin la presencia del


presidente Duque, el Gobierno anunció que varios miembros del gabinete se
desplazarán a Antioquia, Córdoba, Chocó, Bolívar, Valle del Cauca y Norte de
Santander para examinar la situación. “Esperamos, a comienzos del mes de febrero,
entregarle al presidente Iván Duque un reporte de las acciones realizadas para lograr
conjurar este problema que nos duele y nos atañe a todos”, concluyó la jefe de la
cartera política. Pero el nuevo gobierno se enfrenta a un problema muy grave: está
demostrado que es imposible obtener resultados distintos haciendo siempre lo
mismo.
INDIGENAS EN LA MIRA
TIERRA Y MUERTE
LA VIDA POR COCA
COMUNEROS BAJO AMENAZA
¿Cómo explicar la sistematicidad en los asesinatos de líderes
sociales?
257 líderes sociales fueron asesinados entre la firma del acuerdo de paz y el 31 de
julio de 2018. Un informe del programa Somos Defensores, el Cinep, la
Universidad Nacional de Colombia, la Comisión Colombiana de Juristas y el portal
Verdad Abierta, investigó qué está pasando.
¿Quién está matando a los líderes? ¿Hay sistematicidad? Muchos son los
informes y análisis que se han desarrollado alrededor de esta
problemática, pero esta es la primera vez que una investigación de este
tipo busca identificar y clasificar patrones claves, que ayudarían a
entender la ola de violencia que están viviendo los líderes sociales y
defensores de derechos humanos en el país.

257 líderes sociales y defensores de derechos humanos (DD.HH.) fueron


asesinados entre el 24 de noviembre de 2016 -fecha de la firma del acuerdo
de paz- y el 31 de julio de 2018, de acuerdo al informe ‘¿Cuáles son los
patrones?: Asesinatos de Líderes Sociales en el Post Acuerdo‘, elaborado por
diferentes organizaciones como el programa Somos Defensores, el Cinep, la
Universidad Nacional de Colombia, la Comisión Colombiana de Juristas, el portal
Verdad Abierta, entre otros.
Desde la firma del acuerdo de paz el asesinato de líderes sociales ha logrado
acaparar la atención de la opinión pública, no solo ha ocupado portadas en los
diferentes medios de comunicación, sino que además, la indignación frente a la
falta de garantías de seguridad por parte del Estado colombiano, ha llevado
a que miles de personas alrededor del mundo salieran el pasado 5 de julio de
2018 a las calles con el objetivo de exigir que se detuviera el asesinato de los
líderes y lideresas.

Entre los alarmantes hallazgos de este informe resalta el hecho de que


más del 44 por ciento de los asesinatos se realizaron en las viviendas
de los líderes sociales, lo cual muestra un patrón que indicaría la
sistematicidad en estos siniestros, debido a que las violaciones la vida
serían el resultado de unas actividades de seguimiento y planeación por
parte de los victimarios.

En esta línea, cabe resaltar que el pasado 11 de enero del presente año
el Estado colombiano reconoció que existe una sistematicidad en el
asesinato de líderes sociales en el país.

Adicionalmente, el fiscal general de la Nación, Néstor Humberto Martínez, indicó


que dicha sistematicidad se presentaría activamente “desde el punto de vista
que se trata de organizaciones criminales estructurales que están operando
en los territorios. Y hay sistematicidad pasiva, pues desde el punto de vista del
50 por ciento de la afectación de víctimas, pero no existe, como existió en los años
80, una sistematicidad que pueda involucrar a agentes del Estado”.

De igual manera, Camilo Bonilla -uno de los investigadores de este informe y


representante del Comisión Colombiana de Juristas- indicó que “la sistematicidad
se puede ver en que los ataques, además de ser reiterados y continuos,
también muestran indicios de planeación”, así mismo dijo que, “la omisión por
parte del Estado también puede indicar sistematicidad”.

El documento también reconoce que, no es un solo actor el responsable de dichas


violaciones al derecho a la vida, sino que son varios los actores implicados en
dicha victimización, pero son relativamente pocas las temáticas que manejan
quienes se han convertido en las víctimas de los grupos armados.

¿Quién los está matando?

Esta es la pregunta que se hacen los analistas, el Gobierno y los mismo líderes,
que quieren saber quiénes son sus victimarios. En la complejidad del territorio
varían los intereses y los autores. Según el informe, la mayoría de los asesinatos
(118) todavía no tienen un autor identificado, y en los demás casos en la
mayoría son presuntos autores, porque todavía no hay un esclarecimiento en el
proceso judicial.
Sin embargo, dentro de los autores identificados por el informe llama la
atención que la mayoría de los asesinatos a líderes sociales y
defensores de derechos humanos habrían sido cometidos por
paramilitares. Aunque en 2006 se desmovilizaron las Autodefensas
Unidas de Colombia, y desde ese entonces el Gobierno no ha reconocido
el paramilitarismo, el informe asegura que todavía “persiste el fenómeno”
al cual se le han dado varias denominaciones como “narcoparamilitares”,
Grupos Armados Organizados (GAO) y Grupos Delincuenciales
Organizados (GDO), los que antes se conocía como Bacrim.

“Registramos un total de 44 violaciones al derecho a la vida a manos de los


paramilitares, de los cuales la mayoría (20) fueron las autodenominadas
Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y Los Caparrapos (5)”, puntualiza el
informe. Los municipios más afectados fueron Medellín (Antioquia) con cuatro
casos; Riosucio (Chocó), San José de Uré y Tierralta (Córdoba), Buenaventura
(Valle del Cauca) y Cáceres (Antioquia) con tres violaciones cada uno.

De igual forma, las disidencias de las Farc se han convertido en un actor


armado cada vez más relevante. Son presuntos responsables de 19 asesinatos,
de los cuales 4 víctimas eran mujeres y uno pertenecía a la comunidad LGBT. Los
departamentos más afectados son Nariño con 7 casos registrados, mientras que
Caquetá, Cauca y Guaviare con tres casos cada uno.
El informe también le atribuye la presunta responsabilidad a la fuerza pública
de 14 asesinatos de civiles: 11 a manos del Ejército y tres de la Policía. Sin
embargo, el documento asegura que en cinco casos "el ejército reportó a las
víctimas ante los medios de comunicación como: un disidente de las FARC-EP,
tres miembros del ELN y un ladrón", lo cual niegan las organizaciones sociales.

En la presunta autoría de los asesinatos, el ELN tendría la responsabilidad de 8


de ellos mientras que el EPL de 2. El informe también indica que, hay 35 casos
de asesinatos a manos de un "grupo armado sin identificar" y de civiles capturados
a los cuales todavía se les busca establecer a cuál grupo pertenecen. Esta tarea
es para la Justicia.

¿Cuáles son los patrones?

El informe indica que, los patrones concretos encontrados son “los referentes a las
violaciones a los derechos a la vida e integridad en cuanto a: su localización
dentro de un determinado ámbito geográfico, las personas contra las que se
perpetran las violaciones, el modo en el que estas violaciones se llevan a cabo, su
frecuencia y sus posibles perpetradores”.

En cuanto al ámbito geográfico Bonilla señaló que la manera en que se generó


este indicador está relacionado no solo con los municipios en los que se presentan
mayor número de asesinatos de líderes sociales, sino que además, contempla
otros factores como las tasas de homicidio registradas en dichos regiones, el
vacío de poder por parte del Estado, la presencia de cultivos ilícitos y
algunas zonas donde se están llevando a cabo los Programas de Desarrollo con
Enfoque Territorial (PDET).

¿Faltan reportes en Medicina Legal?

Los investigadores encontraron que en algunos municipios las cifras de


asesinatos de líderes no concuerdan con los registros de Medicina Legal en
siete casos. Por ejemplo, en Belén de Bajirá (Chocó) y López de Micay (Cauca)
Medicina Legal no tiene registros de homicidios para 2017 y el informe registra dos
homicidios de líderes en cada uno.

"Se puede deber, es una hipótesis, a que Medicina Legal registró el homicidio en
el lugar donde hace el levantamiento del cadáver que no siempre corresponde al
lugar donde fue el ataque", explicó Bonilla.

¿De dónde salen las balas?

La mayoría de los líderes son víctimas del sicariato, y en 212 casos sus
asesinatos se han cometido con armas de fuego.
“De estas armas de fuego utilizadas en los crímenes un porcentaje importante son
armas cortas, tipo pistola que utilizan munición 220 de calibre 9 mm y expulsan los
casquillos o son tipo revólver, que utilizan balas de calibre 38. Cada uno de los
elementos que componen la munición poseen características específicas
dependiendo de la fábrica que la produzca (composición química específica de
la pólvora, el casquillo y el proyectil; marcas de número de serie, año y fabricante
presentes en el casquillo”, aseguran los investigadores.

El informe se pregunta si las municiones provienen de una misma fábrica, por


eso plantean como una necesidad que la Fiscalía revele de dónde salen las balas,
ya que creen que teniendo el casquillo y el proyectil, resulta posible rastrear el
origen.

Según el informe, el Estado no ha sido eficaz para evitar que se den más
asesinatos de líderes y defensores de derechos humanos. De hecho, advierte
que las Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo no han tenido una
respuesta eficaz y que por esto la "situación sigue siendo crítica". El informe
también pone el dedo en la llaga sobre la estrategia militar del gobierno, pues
aseguran ante la "ausencia de compromiso serio por poner fin al conflicto armado"
estos planes militares implicar "graves riesgos para los líderes" que viven en estas
zonas.

"La ausencia de una voluntad decidida en el Estado para desmontar las


estructuras paramilitares, evidenciada en la falta de estrategias eficaces para su
sometimiento a la justicia o para la persecución contra sus estructuras, así como
para la depuración de la fuerza pública y otras entidades estatales que han
colaborado con ellas", puntualiza el informe.

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