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“La pregunta obvia a plantear es: ¿qué pasa con las nociones de sujeto y autor cuando

ese pico se ubica ya lejos en el pasado? ¿Se puede plantear como problema, como
‘objeto’ de una investigación, el del sujeto y el autor tras el eclipse de la teoría? ¿O,
posibilidad que por supuesto no puede darse por descontada, y de hecho no lo ha sido,
el sujeto y el autor como problemas ya son en sí mismos falsas preguntas ligadas por
entero a las ‘mistificaciones’ en las que, vistas desde la actual coyuntura pos- o
antiteórica, se habría basado en el discurso mismo de la teoría? ¿Se puede entonces
hoy seguir hablando teóricamente del sujeto y del autor? La respuesta, en principio,
puede ser que sí. Cualquier persona más o menos involucrada en el campo conflictivo,
dinámico y siempre cuestionando en su misma razón de ser de las ‘humanidades’ puede
notar que tanto ‘sujeto’ como ‘autor’ son categorías que siguen teniendo un lugar
importante en las disquisiciones hegemónicas de los investigadores en dicho ámbito.
Sin embargo, es también obvio que dichas nociones no se ‘manejan’ ya como en las
‘épocas de gloria’ de la teoría evocadas más arriba. Dada la necesaria brevedad de esta
introducción, el tratamiento más o menos contemporáneo de estas nociones tras la era
de la teoría podría describirse como sigue” (4-5).

“Si el sujeto y el autor son entonces un efecto de formaciones históricas y culturales


específicas, habrá una pluralidad de los mismos o, mejor, varias formas de subjetivación
y autoría. De aquí, una teoría de las posiciones de sujeto que encarnan modos de
construcción de la identidad y, de igual manera, distintos modos identitarios de ser autor”
(5).

“Las intuiciones más radicales de la teoría a propósito del sujeto pueden resultar en
cierta forma domesticadas si, para no renunciar al universalismo del sujeto moderno, se
lo reduce al formalismo de las reglas que organizan la pragmática de la comunicación
verbal. Las distintas variantes de este punto de vista, magistralmente representadas por
la Teoría de la Acción Comunicativa de Jürgen Habermas, conciben el sujeto como un
supuesto implicado por el funcionamiento de las reglas del intercambio comunicativo en
el marco de una teoría extendida de los actos de habla. El sujeto es una presuposición
del uso mismo del lenguaje, pero esto da también lugar a toda una serie de
consecuencias políticas y sociales concretas” (5-6).

“En efecto, la condición del autor, como resultado de la ‘reducción’ antes mencionada
del sujeto a la identidad, pasó a ocupar un lugar fundamental, aunque más o menos
secreto o simplemente dado por sentado, en los estudios literarios académicos. Sin que
esto necesariamente implicara una recaída en el despreciado biografismo, ciertos
rasgos identitarios de los autores se convirtieron en condición de las operaciones
interpretativas, al mismo tiempo por supuesto que muchos de esos mismos rasgos se
transformaban en los objetos privilegiados de los mecanismos de la promoción editorial”
(7)

“La cuestión es cómo efectivamente puede volver a pensarse el autor como esa figura
universal que el culturalismo posteórico rechaza a favor de las múltiples modalidades
de construcción de autor, aunque sea quizás para volver a dar lugar a su radical
desmantelamiento, como intentó hacerlo Barthes. ¿Hay en efecto en el autor algo que
se sustraiga a sus aspectos construibles (cultural e identitariamente hablando)? Y si es
así, ¿cómo se puede conceptualizar ese resto sin caer en las reapropiaciones idealistas
de la tradición estética, es decir, en una nueva y violenta resustancialización
particularista que peligrosamente intentaría pasar una vez más por su opuesto?” (8)

II. Muerte, resurección y transfiguración: las peripecias del autor antes y después del
eclipse de la teoría
“¿Qué es un autor en literatura? Esta es para nosotros ya una pregunta clásica, la cual
posee, si se plantea seriamente, una serie de respuestas también clásicas ligadas con
diferentes puntos de vista: desde el análisis lingüístico, por ejemplo, Émile Benveniste,
en sus trabajos sobre la ‘subjetividad en el lenguaje’ (1), demostró, en los albores de la
hegemonía estructuralista, que el lenguaje es condición necesaria de la constitución de
la subjetividad; desde el análisis de la escritura y el texto, Roland Barthes, con sus
artículos ‘La muerte del autor’ y ‘De la obra al texto’ (2), ya cerca del final de la década
del sesenta, hizo del autor solo una modalidad del cruce de códigos y textos que era
para él la literatura; y más o menos por los mismos años, desde su perspectiva de
análisis arqueológico del discurso, prefirió hablar de una función autor (3) ubicada en
los límites de discurso y realidad extradiscursiva y ligada a la clasificación y control del
sentido de los enunciados” (360).

“El carácter teórico de nuestro enfoque nos exige prestar atención a las condiciones en
que el problema está planteado, no simplemente describir las ocasiones en que se
instancia. Y en este sentido implica, en primer lugar, aceptar las consecuencias de la
muerte del autor tradicional, aquella que ya en su momento declaró Roland Barthes, si
bien está claro que esto no implica la clausura de toda imagen de autor, aunque sí
probablemente la del dueño absoluto y amo trascendente de todos y cada uno de los
aspectos de su obra. La utopía textualista barthesiana a la que dicha muerte daría lugar
no ha coincidido sin embargo con la liberación de la instancia de la recepción y la lectura,
sino más bien con una generalización del consumo como modalidad básica de acceso
a la literatura, entendiendo por esto un paulatino adelgazamiento de las operaciones
específicamente interpretativas, de lectura atenta y concentrada, de los textos literarios
por parte del lector. Con esto, más que nunca, los textos literarios, en cierta forma
sustraídos a la necesidad de hacer de ellos obras dotadas de algún principio de
unidad y coherencia (y por esto resultado de la actividad intencional de un autor),
se exponen en su más obvio carácter de múltiples, es decir, en su constitutiva
intertextualidad: la apelación a cualquier tipo de unidad interpretativa de los textos
literarios se ha vuelto dudosa y poco confiable, por eso más que nunca ellos circulan
fragmentariamente, abiertamente sometidos a la posibilidad de la cita y la
reinscripción sin que esto implique ya prurito alguno, mal que les pese a algunos
críticos tradicionalistas, acerca de la integración o reelaboración de esos
materiales en una unidad superior. Si bien podemos aceptar que la multiplicidad
abierta sin unidad trascendente es el ‘ser’ del texto, esto no nos permite sin
embargo hacer de la textualidad un paraíso liberado sin autor, que podría
denegarse o, en todo caso, aceptar alegremente” (368).

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