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W. G. Sebald Sobre la historia natural de la destruccién te ‘Traduccién de Miguel Séenz eee eee ANAGRAMA Los derechos de edicién sobre la obra pertenecen a Editorial Anagrama, S. A. yen consecuencia ésta no podrs ser reprodicida, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. ‘tulo original: Laftkrieg und Literatur © Carl Hanser Verlag Miinich, 1999 © Dela traduccién, Miguel Séenz, 2003 © Editorial Anagrama, S. A., 2003, Pedré de la Creu, 58 - 08034 Barcelona ab Tustracin de la cubicrta: «Rube Berlin, Berlin, 30 April 1945», fotografia de Jewgeni Ananewitsch Chaldej, © KPK Collection Berlin - Mosc Primera edicién: enero de 2010 Depésito legal: B. 884-2010 ISBN: 978-84-9711-120-1 Impresidn y encuadernacién: Liberdaplex, S. L. U. Printed in Spain - Impreso en Espafia El derecho a utilizar la marca Quinteto corresponde alas editoriales ANAGRAMA, EDHASA, GRUP 62 y SALAMANDRA. Biografia W. G. Sebald (1944-2001) nacié en Wertach, Alemania, vivi6 en Suiza, después de acabar sus estudios universitarios, y luego en Inglaterra. Desde 1970 fue profesor en Norwich, Murié en un accidente automovilistico el 14 de diciembre de 2001. Recibié numerosos galardones, entre ellos el Premio Joseph Breitbach, el Heinrich Heine y, en 2002, el Independent Foreign Fiction por Austerlitz, En Anagrama se han publicado también Sobre la historia natural de la destruccién, Del natural, Peitrida patria, Los emigrados, Carapo Santo y Los anillos de Saturno. ADVERTENCIA PRELIMINAR od Las conferencias de Zurich contenidas en el pre- sente volumen no aparecen exactamente de la misma forma en que fueron pronunciadas a finales de otofio de 1997. La primera de ellas se basé en la descripcién hecha por Carl Seelig de una excursién que realizé en el verano de 1943 con Robert Walser, paciente por entonces de un psiquidtrico, precisamente el dia ante- rior a la noche en que Hamburgo fue destruida por el fuego. Los recuerdos de Seelig, que no hacen refe- rencia alguna a esa coincidencia, me aclararon cudl era la perspectiva desde la que yo mismo contemplaba los espeluznantes acontecimientos de aquellos afios. Naci- do en mayo de 1944, en una aldea de los Alpes de All- giiu, soy uno de los que casi no se vieron afectados por la catdstrofe que se produjo entonces en el Reich ale- min. El que esa catdstrofe, sin embargo, dejé rastros en mi memoria es lo que intenté mostrar mediante pasajes bastante largos tomados de mis propios trabajos litera- ios, cosa que en Zurich se justificaba, porque allf, en 7 realidad, hubiera debido tratarse de conferencias litera- rias, En la versién que aqui se presenta, evidentemente, las autocitas extensas hubieran sido inadecuadas. Por ello sdlo he tomado algo de la primera conferencia para una nota final en la que, por lo demas, se trata de las reacciones provocadas por las conferencias de Zurich y de las cartas que me Ilegaron posteriormente. Gran parte de ellas tienen un cardcter un tanto estrafalario. Sin embargo, precisamente por las deficiencias e inhi- biciones de los distintos escritos y cartas que me llega- ron a casa, se podfa ver que la sensacién de millones de personas de haber recibido una humillacién nacional sin paralelo en los tiltimos afios de la guerra nunca se habia expresado verdaderamente con palabras, y que los directamente afectados no la habian compartido entre sf, ni transmitido a los que nacieron luego. La queja formulada una y otra vez de que la gran epopeya alemana de la guerra y la posguerra habia permanecido inédita hasta entonces tenfa algo que ver con el fracaso (en cierto modo totalmente comprensible) ante la fuer- za de la absoluta incertidumbre surgida de nuestras ca- bezas manidticas del orden. A pesar de los denodados esfuerzos por la llamada superacién del pasado, me pa- rece compo si los alemanes fuéramos hoy un pueblo sor- prendentemente ciego a la historia y sin tradiciones. No conocemos el interés apasionado por la antigua forma de vida y las caracteristicas especificas de nuestra civilizacién, como por ejemplo se aprecia por todas partes en la cultura de Gran Bretafia. Y, cuando volve- mos la vista atrés, en especial a los afios entre 1930 y 1950, miramos y apartamos los ojos al mismo tiempo. 8 Por eso, las obras de los escritores alemanes de después de la guerra estén marcadas a menudo por una con- ciencia a medias 0 equivocada de la necesidad de conso- lidar una posicién sumamente precaria de quienes s- cribfan en una sociedad desacreditada moralmente casi por completo. Para la abrumadora mayoria de los lite- ratos que permanecieron en Alemania durante el Ter- cer Reich, redefinir la comprensién de s{ mismos era una cuestién més urgente que describir las auténticas condiciones que los rodeaban después de 1945. Carac- teristico de las desagradables consecuencias que se de- rivaban para la prdctica literaria fue el caso de Alfred Andersch. Por eso se reproduce aqui, como anexo a las conferencias sobre guerra aérea y literatura, el articulo que publiqué hace unos afios en Lettre sobre ese escti- tor. En aquella época me valié duras reprimendas de personas que no querfan admitir que, durante el des- pliegue aparentemente incontenible del régimen fascis- ta, una postura de oposicién bésica y una inteligencia despierta, por las que Andersch sin duda se caracteriza- ba, podian convertirse en intentos més 0 menos cons- cientes de adaptacién, y que ello podfa hacer que un personaje ptiblico como Andersch tuviera que hacer ajustes al presentar su vida, mediante discretas omisio- nes y otras enmiendas. En esa preocupacién por reto- car la imagen que se queria transmitir se encuentra, en mi opinién, una de las razones fundamentales de la in- capacidad de toda una generacién de escritores alema- nes para describir y traer a nuestra memoria lo que ha- bfan presenciado. Guerra aérea y literatura Conferencias de Zurich & El truco de la climinacién es el reflej« defensivo de cualquier experto. STANISLAW LEM, Incdgnita a Es dificil hacerse hoy una idea medianament adecuada de las dimensiones que alcanzé la destruc cidn de las ciudades alemanas en los tiltimos afios d: la Segunda Guerra Mundial, y més dificil atin refle xionar sobre los horrores que acompafiaron a esa de vastacién. Es verdad que de los Strategic Bombing Sur veys de los Aliados, de las encuestas de la Oficin Federal de Estadistica y de otras fuentes oficiales s desprende que sélo la Royal Air Force arrojé un mi llén de toneladas de bombas sobre el territorio enemi go, que de las 131 ciudades atacadas, en parte sk tuna vez y en parte repetidas veces, algunas quedaro: casi totalmente arrasadas, que unos 600.000 civile fueron victimas de la guerra aérea en Alemania, qu tres millones y medio de viviendas fueron destruida: que al terminar la guerra habia siete millones y medi« de personas sin hogar, que a cada habitante de Colo nia le correspondieron 31,4 metros ciibicos de escom bros, y a cada uno de Dresde 42,8..., pero qué signifi 1 caba realmente todo ello no lo sabemos.! Aquella ani- quilacién hasta entonces sin precedente en la Historia pasé a los anales de Ja nueva nacién que se reconstrufa sélo en forma de vagas generalizaciones y parece haber dejado tnicamente un rastro de dolor en la concien- cia colectiva; quedé excluida en gran parte de la expe- riencia retrospectiva de los afectados y no ha desem- pefiado nunca un papel digno de mencién en los debates sobre la constitucién interna de nuestro pais, ni se ha convertido nunca, como hizo constar luego Alexander Kluge, en una cifra oficialmente legible...? Una situacién por completo paraddjica si se piensa cudntas personas estuvieron expuestas a esa campaiia dia tras dia, mes tras mes, afio tras affo, y cuanto tiem- po, hasta muy avanzada la posguerra, siguieron en- frentandose con sus consecuencias reales que (como hubiera cabido pensar) sofocaban toda actitud positi- va ante la vida. A pesar de la energfa casi increfble con 14 que, después de cada ataque, se trataba de restablecer unas condiciones en cierta medida aceptables, en ciu- dades como Pforzheim, que en un solo raid en la no- che del 23 de febrero de 1945 perdié casi un tercio de sus 60.000 habitantes, todavia después de 1950 habia cruces de madera sobre los montones de escombros, y sin duda los espantosos olores que, como cuenta Jan- net Flanner en marzo de 1947, se despertaron en los bostezantes sétanos de Varsovia con los primeros ca- lores de la primavera? se esparcieron también inme- diatamente después de la guerra por las citfélades ale- manas. Sin embargo, aparentemente, no penetraron en la conciencia de los supervivientes que resistieron en el lugar de la catéstrofe. La gente se movia «por las calles entre las horrorosas ruinas», decia una nota fe- chada a finales de 1945 de Alfred Dablin en el suroes- te de Alemania, «realmente como si no hubiera pasa- do nada... y la ciudad hubiera sido siempre asi».4 El reverso de esa apatia fue la declaracién del nuevo co- mienzo, el indiscutible herofsmo con que se aborda- ron sin demora los trabajos de desescombro y reor- ganizacién. En un folleto dedicado a la ciudad de Worms en 1945-1955 se dice que «el momento recla- ma hombres hechos y derechos, de actitud y objetivos limpios. Casi todos éstarén también en el futuro en la vanguardia de la reconstruccién».> Incluidas en el tex- to redactado por un tal Willi Ruppert, por encargo del ayuntamiento, hay numerosas fotografias, entre ellas las dos de la Kimmererstrasse que se reproducen aqui. Asi pues, la destruccién total no parece el horro- roso final de una aberracién colectiva, sino, por decir- 15 Jo asi, el primer peldafio de una eficaz reconstruccién. A raiz de una conversacién mantenida en abril de 1945 con los directivos de IG-Farben en Frankfurt, Robert Thomas Pell deja constancia de su asombro por la extrafia mezcla de autocompasién, autojustifi- cacién rastrera, sentimiento de inocencia ofendida y despecho en las manifestaciones de la voluntad de los alemanes de reconstruir su pais «mayor y més podero- so,de lo que nunca fue» -propésito con respecto al cual ng se quedaron luego atrés, como se puede ver en las postales que los que viajan a Alemania pueden comprar hoy en los quioscos de periédicos de Frank- fart y enviar a todo el mundo desde la metrépoli del Main-. La reconstruccién alemana, entretanto ya le- gendaria y, en cierto aspecto, realmente digna de ad- miracién, después de la devastacién causada por el enemigo, una reconstruccién equivalente a una segun- 16 da liquidacién, en fases sucesivas, de la propia historia anterior, impidié de antemano todo recuerdo; me- diante la productividad exigida y la creacién de una nueva realidad sin historia, orient a la poblacién ex- clusivamente hacia el futuro y la obligé a callar sobre lo que habfa sucedido. Los testimonios alemanes de esa época, que apenas se remonta una generacién, son tan escasos y dispersos que, en la coleccién de reporta- jes publicada por Hans Magnus Enzensberger en 1990 Europa in Tritmmern (Europa en ruinas), slo perio- distas y escritores extranjeros toman la palabra, con trabajos que hasta entonces en Alemania, significati- vamente, apenas se habian conocido. Los pocos rela~ tos en alemdn procedian de antiguos exiliados o de otros marginales como Max Frisch. Los que se queda ron en casa y, como por ejemplo Walter von Molo y Frank Thiess en Ia deplorable controversia sobre Tho- 17 Frau tart tay Main Buck 2um Remar 10? mas Mann, gustaban de decir que, a la hora de la des- gracia, habfan aguantado en su patria mientras otros contemplaban la fancién desde sus asientos de palco 18 en América, se abstuvieron casi por completo de co- mentar el proceso y el resultado de la destruccién, sin duda en gran parte por miedo de caer en desgracia con las autoridades de ocupacién si sus descripciones eran realistas. En contra de la suposicién general, el déficit de transmisién de lo contempordneo tampoco fue compensado por la literatura de la posguerra, deli- beradamente reconstituida desde 1947, de la que hu- biera cabido esperar alguna luz sobre la verdadera si- tuacién. Si la vieja guardia de los llamados emigrantes interiores se ocupaba sobre todo de darse ufta nueva apariencia y, como sefiala Enzensberger, evocaba la herencia humanista occidental con abstracciones in- terminablemente prolijas,’ la generacién més joven de los esctitores que acababan de regresar estaba tan con- centrada en el relato de sus propias vivencias bélicas, que siempre derivaba hacia lo sensiblero y lacrimége- no, y parecia no tener ojos para los horrores, por to- das partes visibles, de la guerra. Incluso la muy nom- brada literatura de las ruinas, que se habia fijado programaticamente un sentido insobornable de la rea~ lidad y, segtin confesién de Heinrich Béll, se ocupaba principalmente «de lo que... encontramos al volver a casa», resulta ser, bien mirada, un instrumento ya afi- nado con la amnesia individual y colectiva, probable- mente influido por una autocensura preconsciente, para ocultar un mundo del que era imposible hacerse ya una idea. A causa de un acuerdo técito, igualmente vilido para todos, no habfa que describir el verdadero estado de ruina material y moral en que se encontraba el pais entero. Los-aspectos més sombrios del acto fi- 19 nal de una destruccién, vividos por la inmensa mayo- ria de la poblacién alemana, siguieron siendo un se- cteto familiar vergonzoso, protegido por una especie de tabi, que quizé no se podfa confesar ni a uno mis- mo. De todas las obras literarias surgidas a finales de los cuarenta, la novela de Heinrich Boll El dngel ca- Haba? es en realidad la tinica que da una idea aproxi- mada de la profundidad del espanto que amenazaba apoderarse entonces de todo el que verdaderamente mirase las ruinas que lo rodeaban. Al leerla resulta evi- dente enseguida que precisamente ese relato, impreg- nado al parecer de una irremediable melancolfa, era demasiado para los lectores de la época, como pensa- ba la editorial y sin duda también el propio Bill, y por ello no se publicé hasta 1992, casi cincuenta afios mis tarde. De hecho el capitulo diecisiete, que descri- be la agonia de la sefiora Gompertz, es de un agnosti- cismo tan radical que incluso hoy resulta dificil de ol- vidar. La sangre oscura, de grumos pegajosos, que en esas paginas brota a raudales y entre espasmos de la boca de la moribunda, se expande por su pecho, tifie las sdbanas y cae al suelo, formando un charco que se extiende répidamente, esa sangre como tinta y, como el propig, Ball subraya, muy negra, es el simbolo de la acedia cordis contra la voluntad de sobrevivir, la de- presién livida, imposible ya de eliminar, en que hu- bieran tenido que caer los alemanes ante semejante fi- nal. Aparte de Heinrich Béll, pocos autores, entre ellos Hermann Kasack, Hans Erich Nossack, Arno Schmidt y Peter de Mendelssohn, se han atrevido a romper el tabti impuesto a la destruccién externa ¢ in- 20 terna, y en su mayorfa desde luego, como se demos- trar4 ain, de una forma mis bien discutible. Y aun- que en afios posteriores los historiadores de la guerra y Ja patria comenzaron a documentar la caida de las ciu- dades alemanas, ello no alteré el hecho de que las imagenes de ese terrible capitulo de nuestra historia nunca traspasaran realmente el umbral de la concien- cia nacional. Por lo general aparecidas en lugares més © menos apartados —por ejemplo, Fewersturm iiber Hamburg (Tormenta de fuego sobre Hamburgo) se publicé en 1978 en la Motorbuch Verlag de Stuttgart, esas compilaciones, a menudo curiosamente poco afec- tadas por el tema de su investigacién, sirvieron ante todo para sanear 0 apartar un conocimiento incon- mensurable para la razén normal y no para intentar comprender mejor la asombrosa capacidad de autoa- nestesia de una comunidad que, aparentemente, ha- bia salido sin dafios psiquicos dignos de mencién de aquella guerra aniquiladora. La casi total falta de pro- fandos trastornos en la vida interior de la nacién ale- mana denota que la nueva sociedad alemana federal ha traspasado la responsabilidad de las experiencias vi- vidas en la época de su prehistoria a un mecanismo de funcionamiento perfecto que le permite, aun recono- ciendo de hecho su propio surgimiento de una degra- dacién absoluta, prescindir también por completo de la vida emocional, si es que no afiadir un mérito a la hoja de servicios de quien ha logrado soportarlo todo sin ningun indicio de debil dad interior. Enzensber- ger sefiala al respecto que no es posible comprender «la misteriosa energfa de los alemanes... si no se com- 21 prende que han hecho de sus defectos virtud, La in- consciencia ~escribe fue la condicién de su éxiton.10 Entre los requisitos del milagro econémico aleman no s6lo figuran las enormes inversiones del Plan Marshall, el comienzo de la Guerra Fria y el desguace de instala. ciones industriales anticuadas, realizado con brutal efi- ciencia por las escuadrillas de bombarderos, también formaron parte de él la indiscutida ética del trabajo aprendida en la sociedad totalitaria, la capacidad de improvisacién logistica de una economia acosada pot todas partes, la experiencia en la movilizacién de la llamada mano de obra extranjera y la pérdida, en defi- nitiva sélo lamentada por unos pocos, de Ia pesada carga hist6rica que, entre 1942 y 1945, fue pasto de las llamas junto con los seculares edificios de vivien. das y comerciales de Nuremberg y Colonia, de Frank. furt, Aquisgrin, Brunswick y Wurzburg. En la géne- sis del milagro econémico, éstos fuciun factores hasta cierto punto identificables. El catalizador, sin embar- go, fue una dimensién puramente inmaterial: la co- triente hasta hoy no agotada de energia psiquica cuya fuente es el secreto por todos guardado de los cadé- veres enterrados en los cimientos de nuestro Estado, lun secreto que unié entre si a los alemanes en los afios Posteriores a la guerra y los sigue uniendo més de lo que cualquier objetivo positivo, por ejemplo la pues. fa en practica de la democracia, pudo unirlos nun- sa. Tal vez no sea equivocado recordar precisamente thora, en ese contexto, que el gran proyecto europeo acasado ya dos veces ha entrado en una nueva fase, "que la zona de influencia del marco alemén —la His, 2 toria se repite a su modo- se extiende con bastante exactitud a la zona ocupada en 1941 por la Wehr- macht. La cuestién de cémo y por qué el plan de una gue- rra de bombardeo ilimitado, preconizado por agru- paciones dentro de la Royal Air Force desde 1940 y puesto en practica en febrero de 1942 empleando un inmenso volumen de recursos personales y de econo- mia bélica, podia justificarse estratégica 0 moralmen- te, nunca fue en Alemania, que yo sepa, entilos de- cenios que siguicron a 1945, objeto de un debare publico, sobre todo porque un pueblo que habia asesi- nado y maltratado a muerte en los campos a millones de seres humanos no podia pedir cuentas a las poten- cias vencedoras de la légica politico-militar que dicté la destruccién de las ciudades alemanas. Ademés no puede excluirse que no pocos de los afectados por los ataques aéreos, como se sefiala en el relato de Hans Erich Nossack sobre la destruccién de Hamburgo, vie- ran los gigantescos incendios, a pesar de toda su célera impotentemente obstinada contra tan evidente locura, como un castigo merecido o incluso como un acto de revancha de una instancia més alta con la que no habia discusién posible. Prescindiendo de los comunicados de la prensa nacionalsocialista y de la emisora del Reich, en los que se hablaba siempre al mismo tenor de sédicos ataques terroristas y bérbaros géngsters aé- teos, al parecer muy raras veces formulé alguien una queja por la larga campafia de destruccién llevada a cabo por los Aliados. Los alemanes, como se ha infor- 23 mado repetidas veces, asistieron con muda fascinacién a la catdstrofe que se desarrollaba. «No era ya el mo- mento —escribié Nossack~ de sefialar diferencias tan insignificantes como las existentes entre amigo y ene- migo.»!! En contraposicién a la reaccién en su mayor parte pasiva de los alemanes al arrasamiento de sus ciudades, que sentfan como un desastre inevitable, en Gran Bretafia el programa de destrucciones dio moti- vo desde el principio a duros enfrentamientos. No sélo Lord Salisbury y George Bell, obispo de Chiches- ter, formularon repetidas veces y de la forma més in- sistente ante la Cémara de los Lores y para el puiblico en general el reproche de que una estrategia de ataques dirigidos principalmente contra la poblacién civil no era defendible desde el punto de vista del derecho de la guerra ni de la moral, sino que también las instan- cias militares responsables estaban divididas en su va- loracién de esa nueva forma de hacer la guerra. Esa continua ambivalencia en Ia evaluacién de la guerra de destruccién se manifesté més atin después de la capi- tulacién sin condiciones. En la medida en que comen- zaron a aparecer en Inglaterra reportajes y fotografias de los efectos de los bombardeos de saturacién, crecié a repugnancia por lo que, por decirlo asi sin pensar, se habia ocasionado. «ln the safety of peace -escribe Max Hastings, she bomber’s part in the war was one that many politicians and civilians would prefer to forget.» Tampoco la retrospectiva histérica aporté “ninguna aclaracién del dilema ético. En la literatura de memo- rias se siguen reflejando las querellas de los distintos _ grupos, y el juicio que pretende ser ecudnimemente 24 objetivo de los historiadores fluctia entre la admira- cién por la organizacién de una empresa tan poderosa y la critica de la inutilidad y bajeza de una actuacién llevada sin piedad hasta el fin, contra toda razén. El origen de Ia estrategia del Iamado area bombing se basé en la posicién sumamente marginal en que se en- contraba Gran Bretafia en 1941. Alemania estaba en el apogeo de su poder, sus ejércitos habfan conquistado el continente entero, y estaban a punto de penetrar en Africa y Asia y de abandonar sencillamente a los brité- nicos, que no tenian ninguna posibilidad real de inter- venir, a su destino insular. Con esa perspectiva, Chur- chill escribié a Lord Beaverbrook diciéndole que sélo habfa una via para obligar a Hitler a un enfrentamien- to, «and that is an absolutely devastating exterminating attack by very heavy bombers from this country upon the Nasi homeland».} Evidentemente, los requisitos pre- vios para una operacién de esa indole distaban mucho de darse. Faltaban la base de produccién, campos de aviacién, programas de formacién para tripulaciones de bombardero, explosivos eficaces, nuevos sistemas de navegacién y casi cualquier forma de experiencia aprovechable. Lo desesperado de la situacién queda reflejado en los extravagantes planes que se aplicaron seriamente a principios de los afios cuarenta. Asi por ejemplo, se consideré la posibilidad de lanzar estacas de punta de hierro sobre los campos para impedir la recoleccién de las cosechas, y un glacidlogo exiliado llamado Max Perutz realizé experimentos para el pro- yecto Habbakuk, que debfa producir un enorme por- taaviones imposible de hundir, hecho de pykrese, una ‘ 25 especie de hielo artificialmente endurecido. Apenas menos fantdsticos resultaban los intentos de crear una red defensiva de rayos invisibles, o los complicados cilculos, realizados por Rudolph Peierls y Otto Frisch, de la Universidad de Birmingham, que permitieron considerar la fabricacién de una bomba atémica como posibilidad real. No es de extrafiar que, con ese tras. fondo de ideas que rayaban en lo improbable, la es. trategia mucho mis facil de comprender del area bom- bing, que a pesar de su escasa precision permitia trazar un frente en cierto modo mévil por todo el territorio enemigo, fuera sancionada por la decisién guberna- mental de febrero de 1942 «to destroy the morale of the enemy civilian population and, in particular, of the in- dustrial workersy.\4 Bsa ditectriz no surgi6, como se afirma una y otra vez, del deseo de acabar r4pidamente la guerra mediante la utilizacién masiva de bombar. deros; en resumidas cuentas, era mas bien la unica po- sibilidad de intervenir en la guerra. La critica que se hizo Iuego (considerando también las victimas pro- Pias) de ese programa de destruccién impulsado sin piedad se orient principalmente a que se hubiera man- tenido cuando se podian realizar ya ataques mucho mds precisos y selectivos, por ejemplo contra fibricas de rodamientos de bolas, instalaciones de petrsleo y carburantes, nudos de comunicaciones y arterias prin- cipales, con lo que, como sefialé Albert Speer en sus. memorias,'> muy pronto se hubiera podido paralizar todo el sistema de produccién. En la critica de la ofen- siva de bombardeo se sefiala también que, ya en la pri- mavera de 1944 y a pesar de los ataques incesantes, se 26 perfilaba que la moral de Ja poblacién alemana estaba aparentemente intacta, la produccién de la industria sélo habia sido afectada en el mejor de los casos margi- nalmente, y el fin de la guerra no se habfa acercado un solo dia. Para el hecho de que, no obstante, no se mo- dificaran los objetivos estratégicos de la ofensiva y los tripulantes de los bombarderos, que a menudo acaba- ban de salir del colegio, siguieran expuestos a una rule~ ta que costaba la vida a sesenta de cada cien, habia = mi opinién razones que recibieron escasa atencién escribir la historia oficial. Por un lado, una enfresa de las dimensiones materiales y organizativas de la ofensi- va de bombardeo, que, segtin estimaciones de A. J. P. Taylor, devoraba una tercera parte de la produccién bélica briténica,!6 tenfa su propia dindmica hasta tal extremo que quedaban casi excluidas las rectificacio- nes de rumbo y restricciones a corto plazo, especial- mente en unos momentos en que esa empresa, des- pués de tres afios de expansién de las instalaciones de fabricacién y de base, habia alcanzado su punto més alto de desarrollo, es decir, su méxima capacidad de destruccién. Un sano instinto econémico se oponia a dejar sencillamente inutilizado el material ya produce do, los aparatos y su valiosa carga, en los campos de aviacién de la Inglaterra oriental. Fue probablemente decisive ademés para la continuacién de la ofensiva el valor propagandistico, claramente indispensable para apoyar la moral briténica, de las noticias que aparecian diariamente en los periédicos ingleses sobre la labor de destruccién, en unos momentos en que, por lo dems, no habfa contacto alguno con el enemigo en el conti- 27 nente europeo. Sin duda por esas razones no se plan- te6 la posibilidad de destituir a Sir Arthur Harris (commander in chief of Bomber Command), que si- guid aplicando inexorablemente su estrategia cuando el fracaso era ya claro. Algunos comentaristas opinan también «that “Bomber” Harris had managed to secure a peculiar hold over the otherwise domineering, intrusive Churchills,"7 porque, a pesar de que el primer ministro expres en diversas ocasiones ciertos escripulos por los horribles bombardeos de ciudades abiertas, se tran- quilizaba —al parecer por influencia de Harris, que rechazaba cualquier argumento adverso— pensando que sélo se estaba produciendo, como ¢l decfa, una justicia pogtica més alta y «that those who have loosed these horrors upon mankind will now in their homes and persons feel the shattering strokes of just retribution». Realmente es mucho lo que abona la tesis de que con Harris legé a la cispide del Bomber Command un hombre que, segtin Solly Zuckerman, crefa en la des- truccién por la destruccién,!9 y por ello representa- ba inmejorablemente el principio mds intimo de toda guerra, es decir, la aniquilacién mds completa posible del enemigo, con todas sus propiedades, su historia y su enforno natural. Elias Canetti ha relacionado la fascinacién del poder, en su manifestacién més pura, con el ntimero creciente de victimas que amontona. Totalmente en ese sentido, la inatacabilidad de la po- sicién de Sir Arthur Harris se basaba en su interés ilimicado por la destruccién. Su plan, mantenido hasta _ el fin sin concesiones, de sucesivos ataques aniquilado- res era de una légica aplastantemente simple, frente ala hina 28 cual, todas las alternativas estratégicas reales, como por ejemplo la interrupcin del suministro de carburante, tenfan que parecer puras maniobras de distraccién. La guerra de los bombardeos era la guerra en su forma mds pura y franca. De su desarrollo contrario a toda razén se puede deducir que las victimas de la guerra, como escribe Elaine Scarry en su libro extraordinariamente sagaz. The Body in Pain, no son victimas convertidas en las calles en objetivo de la clase que sea, sino que son, en el sentido mas exacto de la palabra, esas calles y ese objetivo mismos.?° La mayorfa de las fuentes, de muy distintos nive- les y, en general, fragmentarias, sobre la destruccién de las ciudades alemanas son de una extrafia ceguera, que se debe a su perspectiva limitada, parcial o excén- tica. Por ejemplo, el primer reportaje en directo de un raid sobre Berlin que difundié el Home Service de la BBC resulta més bien decepcionante para quien es- pere tener una visién de lo sucedido desde un punto de vista superior. Como, a pesar del peligro real cons- ante, apenas pasaba nada que pudiera describirse en aquellas incursiones nocturnas, el reportero (Wyn- ford Vaughan Thomas) tuvo que arreglarselas con un minimo de contenido real. Sélo el patetismo que de vez en cuando afecta su voz evita que se produzca una impresién de aburrimiento. Oimos cémo los pe- sados bombarderos Lancaster despegan al caer la no- che y, poco después, sobrevuelan el Mar del Norte, con la blanca espuma de la costa debajo. «Now, right before us ~comenta Vaughan Thomas con un trémolo 29 apreciable— lies darkness and Germany.» Durante el relato del vuelo, naturalmente muy abreviado, hasta divisar las primeras baterias de luces de la Iinea de Kammbuber, se presenta a la tripulacién al oyente: Scottie, el mecénico, que antes de la guerra era opera dor de cine en Glasgow; Sparky, el bombardero; Connolly, «the navigator, an Aussie from Brisbane»; «the mid-upper gunner, who was in advertising before the war and the rear gunner, a Sussex farmer El skipper (comandante) permanece anénimo. «We are now well out over the sea and looking out all the time towards the enemy coast.» Se intercambian diversas observaciones e instrucciones técnicas. A veces se oye el zumbido de los grandes motores. Al aproximarse a la ciudad, los acontecimientos se precipitan. Los co- nos de los reflectores, entremezclados con las andana- das luminosas del fuego antiaéreo, se dirigen hacia los aparatos; un caza nocturno es derribado. Vaughan Thomas trata de destacar debidamente el momento culminante, habla de un «wall of searchlights, in hun- dreds, in cones and clusters. It's a wall of light with very few breaks and behind that wall is a pool of fiercer light, glowing red and green and blue, and over that pool myriads of flares hanging in the sky. That's the city itself... It’s going to be quite soundless —contintia Vaug- han Thomas— the roar of our aircraft is drowning everything else. We are running straight into the most gigantic display of soundless fireworks in the world, and here we go to drop our bombs on Berlin»24 Sin embat- go, después de ese preémbulo no ocurre realmente nada. Todo va demasiado deprisa. El aparato sale ya 30 de la zona del objetivo. La tensién de la tripulacién se resuelve en una stibita locuacidad: «Nor too much nat- tering», recuerda el comandante. «By God, that looks like a bloody good show», dice uno atin. «Best I've ever seen», dice otto. ¥ luego, al cabo de cierto tiempo, un tercero, con voz un poco més baja, casi con una espe- cie de respeto: «Look at that fire! Ob boyly25 Cuantos de aquellos grandes incendios hubo entonces. Una vez of decir a un ex artillero aéreo que vela todavia Colonia en llamas desde su puesto en la torreta de cola cuando estaban ya de vuelta sobre la costa holan- desa: una mancha de fuego en la oscuridad como Ia cola de un cometa inmévil. Sin duda, desde Erlangen © Forchheim se vefa que Nuremberg estaba ardiendo, y, desde las alturas que rodean Heidelberg, era visible el resplandor de los incendios sobre Mannheim y Ludwigshafen. En la noche del 11 de septiembre de 1944, el principe de Hesse estaba en la margen de su parque, mirando hacia Darmstadt, a una distancia de 31 | 15 kilémetros. «El resplandor aumenté cada vez mas, hasta que, al sur, todo el cielo ardié, atravesado por relémpagos rojos y amarillos.»?6 Un recluso de la pe- quefia fortaleza de Theresienstadt recuerda cémo, desde la ventana de su celda, se vefa claramente el teflejo rojo candente sobre Dresde en llamas, a una distancia de 70 kilémettos, y se ofan los sordos im- pactos de las bombas, como si alguien estuviera arro- jando sacos de quintal a un sétano muy cerca de 41.77 Friedrich Reck, al que poco antes de terminar la guerra los fascistas Ilevaron a Dachau por sus ma- nifestaciones subversivas, y murié alli de tifus, anoté en su diario ~dificil de sobreestimar como testimonio auténtico de su época~ que, durante el ataque aéreo sobre Munich en julio de 1944, el suelo temblé has- ta Chiemgau y las ventanas se rompieron a causa de las ondas explosivas.2® Aunque ésos eran signos in- confundibles de una catdstrofe que afectaba a todo el pais, no siempre era facil saber més sobre la indo- Je y las dimensiones de la destruccién. La necesidad de saber luchaba con la tentacién de cerrar los sen- tidos. Por un lado circulaba una gran cantidad de desinformacién, por otro, historias ciertas que supe- rabgn toda capacidad de entendimiento. En Ham- burgo, se dijo, hubo 200.000 muertos. Reck escribe que no puede creer todo lo que se dice, porque ha ofdo hablar mucho del estado mental «totalmente trastornado de los fugitivos de Hamburgo... de su amnesia y de la forma en que vagaban vestidos sdlo con pijama, tal como huyeron al derrumbarse sus ca- sas».2? También Nossack cuenta algo parecido. «En 32 los primeros dias no se podfan obtener informacio- nes exactas. Los detalles de lo que se contaba nunca estaban claros.n®9 Al parecer, bajo la conmocién de lo vivido, la capacidad de recordar habfa quedado parcialmente interrumpida 0 funcionaba en compen- sacién de forma arbitraria. Los escapados de la catds- trofe eran testigos poco fiables, afectados por una es- pecie de ceguera. En el texto de Alexander Kluge, no escrito hasta 1970, acerca de «El raid aéreo sobre Halberstadt del 8 de abril de 1945», donde al final plantea la cuestin de los efectos del llamado moral bombing, se cita a un psicélogo militar estadouni- dense que, basindose en conversaciones mantenidas después de Ia guerra en Halberstadt con supervivien- tes, tenia la impresién de que «la poblacién, a pesar de su innato gusto por narrar, habia perdido la capa- cidad psiquica de recordar, precisamente dentro de Jos confines de las superficies destruidas de la ciu- dad».3! Aunque en el caso de esa suposicién atribui- da a una persona supuestamente real se tratara de uno de los famosos artificios pseudodocumentales de Kluge, es sin duda exacta en lo que se refiere al sindrome ast identificado, porque los relatos que achaca a los que escaparon con nada mas que la vida son en toda regla discontinuos, y tienen una calidad tan errdtica que resulta incompatible con una instan- cia narrativa normal, de forma que suscitan con faci- lidad la sospecha de ser invenciones sensacionalistas. Esa falta de veracidad de los relatos de testigos ocula- res se debe también a los giros estereotipados que con frecuencia utilizan. La verdad de la destruccién 33 total, incomprensible en su contingencia extrema, pali- dece tras expresiones apropiadas como «pasto del fue- go», «noche fatfdicar, «envuelto en llamas», «infierno desencadenado», «inmensa conflagracién», «espanto- i so destino de las ciudades alemanas» y otras pareci- _ das. Su funci6n es ocultar y neutralizar vivencias que exceden la capacidad de comprensién. La frase hecha caquel dfa espantoso en que nuestra hermosa ciudad fue arrasada», que el investigador de catdstrofes esta- dounidense de Kluge encontré en Frankfurt y en Furth y en Wuppertal y Wiirzburg, y también en Halberstadt,? no es en realidad més que un gesto para rechazar el recuerdo. Hasta la anotacién de Vic- tor Klemperer en su diario sobre la caida de Dresde se mantiene dentro de los limites trazados por las convenciones verbales.}* Después de lo que hoy sa- bemos sobre el hundimiento de esa ciudad, nos pare- ce increible que alguien que, bajo una Iluvia de’chis- pas, estuviera en la Briihlterrasse contemplando el panorama de la ciudad en llamas pudiera sobrevivir con la mente imperturbada. El funcionamiento al parecer incélume del lenguaje normal en la mayoria de los relatos de testigos oculares suscita dudas sobre la autenticidad de la experiencia que guardan. La muerte por el fuego en pocas horas de una ciudad entera, con sus edificios y arboles, sus habitantes, animales domésticos, utensilios y mobiliario de toda clase tuvo que producit forzosamente una sobrecarga y paralizacién de la capacidad de pensar y sentir de los que consiguieron salvarse. Por ello, los relatos de testigos aislados tienen sélo un valor limitado y de- 34 ben complerarse con lo que se deduce de una visién sinéptica y artificial. En pleno verano de 1943, durante un largo pe- riodo de calor, la Royal Air Force, apoyada por la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos, realizé una serie de ataques aéreos contra Hamburgo. El ob- jetivo de esa empresa, llamada «Operation Gomo- rah», era la aniquilacién y reduccién a cenizas més completa posible de la ciudad. En el raid de la noche del 28 de julio, que comenzé a la una de la fiadru- gada, se descargaron diez toneladas de bombas explo- sivas e incendiarias sobre la zona residencial densa- mente poblada situada al este del Elba, que abarcaba los barrios de Hammerbrook, Hamm Norte y Sur, y Billwerder Ausschlag, as{ como partes de St. Georg, Eilbek, Barmbek y Wandsbek. Siguiendo un método ya experimentado, todas las ventanas y puertas que- daron rotas y arrancadas de sus marcos median- te bombas explosivas de cuatro mil libras; luego, con bombas incendiarias ligeras, se prendié fuego a los tejados, mientras bombas incendiarias de hasta quin- ce kilos penetraban hasta las plantas més bajas. En pocos minutos, enormes fuegos ardfan por todas par- tes en el drea del ataque, de unos veinte kilémetros cuadrados, y se unieron tan répidamente que, ya un cuarto de hora después de la cafda de las primeras bombas, todo el espacio aéreo, hasta donde alcanza- ba la vista, era un solo mar de lamas. Y al cabo de otros cinco minutos, a la una y veinte, se levanté una tormenta de fuego de una intensidad como nadie 35, hubiera creido posible hasta entonces. El fuego, que ahora se alzaba dos mil metros hacia el cielo, atrajo con tanta violencia el oxigeno que las corrientes de aire alcanzaron una fuerza de huracdn y retumbaron como poderosos érganos en los que se hubieran ac- cionado todos los registros a la vez. Ese fuego duré tres horas. En su punto culminante, la tormenta se lev frontones y tejados, hizo girar vigas y vallas publicitarias por el aire, arrancé Arboles de cuajo y arrastré a personas convertidas en antorchas vivien- tes. Tras las fachadas que se derrumbaban, las llamas se levantaban a la altura de las casas, recorrian las ca- les como una inundacién, a una velocidad de més de 150 kilémetros por hora, y daban vueltas como apisonadoras de fuego, con extrafios ritmos, en los lugares abiertos. En algunos canales el agua ardfa. En los vagones del tranvia se fundieron los cristales de las ventanas, y las existencias de azticar hirvieron en Jos sétanos de las panaderfas. Los que huian de sus refugios subterréneos se hundfan con grotescas con- torsiones en ef asfalto fundido, del que brotaban gruesas burbujas. Nadie sabe realmente cudntos per- dieron la vida aquella noche ni cudntos se volvieron locgs antes de que la muerte los alcanzara. Cuando despunté el dia, la luz de verano no pudo atravesar la oscuridad plomiza que reinaba sobre la ciudad. Has- ta una altura de ocho mil metros habfa ascendido el humo, extendiéndose allf como un cumulonimbo en forma de yunque. Un calor centelleante, que segiin informaron los pilotos de los bombarderos ellos ha- bian sentido a través de las paredes de sus aparatos, 36 L i siguié ascendiendo durante mucho tiempo de los rescoldos humeantes de las montafias de cascotes. Zonas residenciales cuyas fachadas sumaban doscien- tos kilémetros en total quedaron completamente destruidas. Por todas partes yacfan cadéveres aterra- doramente deformados. En algunos segufan titilando llamitas de fésforo azuladas, otros se habfan quema- do hasta volverse pardos o purptireos, o se habfan re- ducido a un tercio de su tamafio natural. Yacfan re- torcidos en un charco de su propia grasa, en parte ya enfriada. En la zona de muerte, declarada ya en los dias siguientes zona prohibida, cuando a mediados de agosto, después de enfriarse las ruinas, brigadas de castigo y prisioneros de campos de concentracién co- menzaron a despejar el terreno, encontraron perso- nas que, sorprendidas por el monéxido de carbono, estaban sentadas atin a la mesa o apoyadas en la pa- red, y en otras partes, pedazos de carne y huesos, 0 montafias enteras de cuerpos cocidos por el agua hir- viente que habia brotado de las calderas de calefac- cién reventadas. Otros estaban tan carbonizados y reducidos a cenizas por las ascuas, cuya temperatura habia alcanzado mil grados 0 mas, que los restos de familias enteras podfan transportarse en un solo cesto para la ropa. El éxodo de los supervivientes de Hamburgo co- menzé ya la noche del ataque. Empez6, como escribe Nossack, «un desplazamiento incesante por todas las carreteras de los alrededores... sin saber hacia dén- le».4 Hasta los territorios més exteriores del Reich fueron a parar los refugiados, en nimero de un mi- én y cuarto de personas. Con fecha 20 de agosto de 1943, en el pasaje antes citado, Friedrich Reck infor. ma de unos cuarenta cincuenta fugitivos que in- tentaron asaltar un tren en una estacién de la Alta Baviera. Al hacerlo, una maleta de cartén «cayé en el andén, se reventé y se vacié de su contenido. Jugue- tes, un estuche dé manicura, ropa interior chamus- cada. Finalmente, el cadaver de un nifio asado y momificado, que aquella mujer medio loca Ilevaba consigo como resto de un pasado pocos dias antes todavia intacto».35 Es dificil imaginar que Reck se in. ventara esa espantosa escena. Por toda Alemania, de una forma o de otra, la noticia de los horrores de la aniquilacién de Hamburgo debié de difundirse a tra- vés de los fugitivos, que oscilaban entre una histérica voluntad de supervivencia y la mds grave apatfa. El diario de Reck, al menos, es una prueba de que, a pesar la censura de noticias que reprimfa cualquier informacién exacta, no era imposible saber de qué forma tan aterradora perecian las ciudades alemanas. 38 chances ionE Reck informa también, un afio més tarde, de las de- cenas de miles que, después del gran ataque a Mu- nich, acamparon en el recinto de a Maximilianplatz. Y escribe luego: «Por la cercana autopista del Reich [se mueve] una interminable corriente de refugia- dos, frdgiles ancianas que arrastran, sobre largos pa- los que llevan a la espalda, un fardo con sus tiltimas pertenencias. Pobres sin hogar con la ropa quemada y ojos en los que todavia se refleja el espanto del remo- lino de fuego, de las explosiones que lo despedazaban todo, de quedar sepultado o de la vergonzost asfixia en un sétano».56 Lo més notable de esas anotaciones es su rareza. Realmente parece como si ninguno de los escritores alemanes, con la tinica excepcién de Nossack, hubiera estado en aquellos afios dispuesto 0 en condiciones para escribir algo concreto sobre el curso y los efectos de una campatia de destruccién tan larga, persistente y gigantesca. En eso tampoco cambié nada una vez finalizada la guerra. El reflejo casi natural, determinado por sentimientos de ver- giienza y de despecho hacia el vencedor, fue callar y hacerse a un lado. Stig Dagerman, que en el otofio de 1946 informaba desde Alemania para la revista Expressen, esctibe desde Hamburgo que viajando en wren, a velocidad normal, estuvo contemplando du- rante un cuarto de hora un paisaje lunar entre Has- selbrook y Landwehr y no vio un solo ser humano en aquella inmensa zona incontrolada, quiz4 el cam- po de ruinas més horrible de toda Europa. El tren, escribe Dagerman, como todos los trenes de Alema- nia, estaba muy Ileno, pero nadie miraba afuera. Y a 39 él lo reconocieron como extranjero porque lo hacta.7 Janet Flanner, que escribia para el New Yorker, hizo las mismas observaciones en Colonia, que, segin dice en sus reportajes, reposa «en su orilla del rio... entre los escombros y la soledad de una destruccién fisica total... sin ninguna figura. Lo que ha quedado de su vida ~seguimos leyendo~ se abre camino con esfuerzo por carreteras secundarias repletas: una po- blacién encogida, vestida de negro... muda como la ciudad».3® Ese mutismo, ese cerrarse y hacerse a un lado es la razén de que sepamos tan poco de lo que pensaron y vieron los alemanes en el medio decenio comprendido entre 1942 y 1947. Los escombros en- tre los que vivian siguieron siendo la terra incognita de la guerra. Es posible que Solly Zuckerman presin- tieta ese déficit. Como todos los que participaron di- rectamente en las discusiones sobre la estrategia de ataque més eficiente, y por tanto tenfan cierto interés profesional en los efectos del area bombing, inspec- cioné en la primera oportunidad que se le presents la destrozada ciudad de Colonia. Todavia al volver a Londres estaba impresionado por lo que habia visto y convino con Cyril Connolly, entonces director de la etvista Horizon, en escribir un reportaje titulado «Sobre la historia natural de la destruccién». En su autobiografia escrita decenios més tarde, Lord Zuc- kerman deja constancia de que su propésito fracas6. «My first view of Cologne —dice~ cried out for a more eloquent piece than I could ever have written.»9 Cuan- do en los afios ochenta pregunté a Lord Zuckerman por ese tema, no recordaba ya sobre qué habia queri- 40 ! | do escribir con detalle en su momento. Sélo con- servaba atin la imagen de la negra catedral, que se alzaba en medio de un desierto de piedra, y de un dedo cortado, que habja encontrado en una escom- brera. Al

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