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La estética de la brevedad1

Por Philippe Ménard

El arte del narrador es producto, por un lado, de sus cualidades personales, pero
depende también del género literario que utiliza. En sus lais y en sus fábulas, Marie cultivó
asiduamente el relato breve. Con sus mil ciento ochenta y cuatro versos, el lai de Eliduc
es una excepción notable en su producción y, sin embargo, el texto no tiene una
extensión considerable, dado que, traducido, alcanza solo unas veinte páginas en formato
-12º. La extensión media de los lais de Marie de France es de cuatrocientos setenta y
siete versos, con lo cual las exigencias del género y los gustos de Marie convergen en el
privilegio de una estética de la brevedad.
Podría reprochársele a nuestra autora cierta sequedad. Es evidente que al estilo
narrativo de los lais le falta un poco de carnadura. Las frases se reducen a lo esencial.
Vuelan, como si la autora tuviera prisa por terminarlas y llegar al final del relato. Los
adjetivos no se amontonan alrededor de los sustantivos ni los complementos, alrededor
de los verbos. Marie avanza a grandes pasos. Esto se observa, por ejemplo, en el
momento en que se establece la situación central en el lai de Los dos enamorados. Se
nos dice:

Había en el país un doncel, hijo de un conde, apuesto y gentil. Más que ningún otro se
esforzaba en comportarse bien para ganar renombre. Frecuentaba la corte del Rey y a
menudo moraba allí por algún tiempo. Se enamoró de la hija del Rey y muchas veces le
pidió que le otorgase su amor y fuese su amiga. Como era valiente y cortés y el Rey lo tenía
en mucho aprecio, la muchacha le otorgó su amor, y él le dio las gracias humildemente. (vv.
57-70)

No se ofrece casi ninguna precisión que otorgue color y movimiento a la escena, o


presencia y vida a los personajes. Algunos verbos de existencia, una constatación general
relativa a los esfuerzos y los méritos del joven, dos verbos de acción, uno que denota el
amor del héroe y su demanda (en estilo indirecto, modo de la máxima discreción), otro
que indica la respuesta favorable de la joven: todo esto se encuentra condensado de
manera singular y es rápidamente enunciado. No es que el estilo no sea fluido y claro. La
frase progresa sin tropiezos. No es entrecortada, brusca ni confusa. Pero avanza a un

1
Ménard, Ph. “L’esthétique de la brièveté” en Les lais de Marie de France, Contes d’amour et
d’aventure du Moyen Age, París, PUF, 1979, pp. 202-212. Traducido por María Dumas para uso de
los alumnos de la cátedra de Literatura Europea Medieval, Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires. [N. de T.]
ritmo un poco seco, casi monótono y se enuncia en un tono neutro. ¿Qué retenemos de
este resumen tan esquemático, descarnado y desprovisto de elementos concretos? Una
situación abstracta, el amor recíproco de dos héroes y, más allá del clima de nobleza algo
banal, una sola indicación sugestiva: la reverencia del aspirante aceptado por la hija del
rey. Es poco, si pensamos en todo lo que hubiésemos querido saber sobre los dos
personajes principales.
Este estilo neutro y sin brillo no se reserva a los desarrollos secundarios, momentos de
unión, de transición, de introducción. Aparece de manera casi continua, incluso en las
situaciones en que esperaríamos un poco más de emoción. Este es el caso del final del lai
de Yonec, el instante en el que la heroína cae inerte sobre la tumba de su amante:
… cayó desmayada sobre la tumba y murió durante el desmayo. ¡Nunca más volvió a
hablarle a nadie!
Su hijo, al ver que había muerto, cortó la cabeza a su padrastro. Con la espada que había
sido de su padre los vengó a él y a su madre. Después de ocurrido esto, cuando se supo por
la ciudad, cogieron a la dueña con gran honor y la depositaron en la tumba, junto al cuerpo
de su amigo. ¡Dios tenga piedad de ellos! Y antes de marcharse de allí hicieron de Yonec su
señor.
Mucho tiempo después, los que oyeron esta aventura hicieron un lai sobre la pena y el dolor
que aquéllos padecieron por su amor. (vv. 540-558)

Puede reconocerse que la sucesión de acontecimientos se presenta con extrema


celeridad y evidente austeridad. La sobriedad del estilo es tan marcada que tenemos la
impresión de estar leyendo el informe de un accidente. Una persona pasa a mejor vida,
otra es decapitada, enseguida tiene lugar la inhumación de la dama fallecida: esta es la
declaración presentada por la autora de la relación. Un soplo débil de emoción riza la
superficie del relato cuando la narradora expresa el deseo de que los amantes
desaparecidos reciban la misericordia de Dios. Pero la concentración excesiva de
acciones, la ausencia de retórica, de imagen, de color, de indicación concreta y pintoresca
dejan una impresión persistente de inexpresividad. Si se mira con atención, puede
percibirse que no hay en Marie frialdad ni impasibilidad. Sin embargo, podemos lamentar
un arte tan descarnado.
Antoinette Knapton señaló que la paleta de Marie es muy limitada, ya que en un total
de casi seis mil versos en los lais (5729 más precisamente) solo se identifican cuarenta y
tres términos que hacen referencia a colores.2 Al examinar el empleo de estas
indicaciones, descubrimos que algunas de ellas aparecen debilitadas porque se incluyen
en contextos tradicionales, incluso, convencionales, y que finalmente la sensibilidad
cromática de la autora tiene poco brillo. De su paleta se encuentran ausentes colores

2
A. Knapton, “La poésie enluminée de Marie de France", Romance Philology, 1976, 30, p. 177.
fundamentales y, contrariamente a lo argumentado por A. Knapton, la mayoría de las
indicaciones cromáticas se concentra en torno a tres tonos principales: el oro, el rojo y el
blanco. Sin ser absolutamente incolora, la visión de Marie es un poco monótona.
El color no es lo único de lo que carece su estilo. También se encuentran a menudo
ausentes la vivacidad y el sentido de lo concreto. No hay una búsqueda sostenida de la
expresividad como en Chrétien de Troyes. Nada de hipérboles ardientes, de movimientos
vehementes, de énfasis frecuentes. La cadena de la enunciación se desarrolla sin
exigirnos demasiado. Un vocabulario elegante y matizado, pero limitado y con muy pocas
imágenes. Marie no evita en todas las ocasiones la monotonía y la uniformidad, tampoco
el cliché. Como se dirige rápidamente a la esencia de las cosas, a lo esencial, no siempre
sabe ver y hacer ver. El lenguaje de las sensaciones que le da tanto cuerpo a la expresión
está prácticamente ausente. Esto resulta en cierta monotonía estilística. La atención a la
brevedad y la economía de los medios van de la mano. No es necesario apresurarse para
cargar su frase de intensidad, desarrollar una comparación o forzar la atención. Se
entiende que Joseph Bédier haya dicho: “Ningún esplendor en el estilo”.3 La estética de
Marie de France es simple y parsimoniosa. La autora se conforma con una lengua sobria
y despojada. En general se siente satisfecha con pequeñas frases banales, sin buscar la
abundancia y la vehemencia. Estilo sin coquetería ni grandilocuencia, sino magro y seco.
La sequedad no caracteriza solo la expresión, sino que es igualmente perceptible en la
articulación del relato. ¡En cuántas ocasiones hubiésemos deseado que los
acontecimientos se ampliaran y las observaciones fueran más nutridas! De la declaración
de amor de Guigemar tenemos apenas el esqueleto: “—¡Señora, me muero por vos! Mi
corazón está angustiado; si no me queréis salvar, no me queda sino morir. Os pido
vuestro amor, hermosa. ¡No me rechacéis!” (vv. 501-506). Se percibe que la autora no
tiene tiempo de detenerse para ofrecer una entonación un poco más personal a la
declaración del héroe. Por eso recurre a la fraseología tradicional. Las últimas palabras
que escuchamos de la boca de Guigemar, “Hermosa señora, demos fin a este discurso”
(v. 526) muestran claramente que la narradora no tiene tiempo que perder. El desenlace
de este mismo lai se despacha con una velocidad notable: el desafío a Mériaduc, la
partida de Guigemar y los suyos del castillo del adversario, el asedio de la fortaleza, la
victoria final y la muerte del enemigo no ocupan más que cuarenta versos.
Evidentemente, Marie tiene prisa por cerrar su relato. Todo el resto lo considera
secundario. A lo largo de los lais, el decorado exterior está reducido a su más simple

3
J. Bédier, “Les Lais de Marie de France”, Revue des Deux Mondes, 1891, t. 107, pp. 835-863.
expresión: algunas líneas esquemáticas. Los paisajes, los interiores, la vida cotidiana casi
no tienen lugar. Aquí y allá se entrevén algunas telas. Pero no se dice casi nada sobre los
vestidos, las comidas, los objetos domésticos, los trabajos y los días de los hombres.
Marie de France no es solo una miniaturista que trabaja con lo infinitamente pequeño,
sino también una pintora de caballete. Deja sistemáticamente de lado los detalles
demasiado finos y se limita a los aspectos indispensables. En estos relatos depurados y
reducidos a lo esencial, solo cuenta la aventura amorosa.
Si bien esta estética de la brevedad tiene algunas carencias, no se encuentra, sin
embargo, desprovista de méritos. Hay que reconocer en Marie de France una sobriedad
de buen gusto.
Al evitar demorarse o estirar el relato, Marie va al centro de las cosas. No es necesario
multiplicar los detalles para hacer ver ni gritar para hacerse escuchar. No es necesario
forzar los efectos, cultivar sistemáticamente la intensidad y la exageración para tener en
suspenso al auditorio. Alcanza con elegir con cuidado los medios de expresión. Unas
pocas indicaciones bastan, si se seleccionan hábilmente. Al final del lai de Lanval, cuando
el hada hace su aparición triunfal en la corte del rey Arturo, Marie no consagra largos
desarrollos pormenorizados al retrato detallado del personaje. Con unos pocos toques
confiere presencia y vida a su heroína ante nuestros ojos. El palafrén blanco que cabalga
sugiere la nobleza de la dama. La blancura resplandeciente de la tez se percibe en su
cuello, más blanco que la nieve. El superlativo y la comparación tradicional garantizan que
la heroína es verdaderamente inmaculada. El contraste entre los cabellos rubios y las
cejas marrones constituye una sutileza suplementaria, y una hipérbole nos asegura que
un hilo de oro brilla menos que sus cabellos a la luz. Hasta aquí, el ojo de la pintora no ha
intentado aislar rasgos específicos para individualizar al personaje. Prefirió llevar a un alto
grado de incandescencia las cualidades principales de la dama, a fin de mostrar que
posee una belleza perfecta y absoluta. En consonancia con el uso habitual de los
escritores medievales, la descripción es general y siempre idealizada. Se enfoca en la
esencia, no en la existencia y procura demostrar que en ese personaje la esencia de la
belleza se encarna en toda su plenitud. Sin embargo, en Marie encontramos una
selección de detalles, en lugar de una acumulación inmoderada de indicaciones. En su
descripción, la autora parte de la mitad del cuerpo, para luego detenerse y concentrarse
fundamentalmente en los elementos significativos del rostro, a diferencia de tantos
escritores que, con la minucia de un escolar, siguen un orden descendente y no nos
ofrecen ningún detalle al bajar de la cabeza a los pies. Marie, entonces, no sigue de
manera servil las tradiciones escolares ni busca acumular ingenuamente particularidades
insignificantes. En este punto la brevedad es muy eficaz: invita a la densidad. Pero,
además, Marie no se queda en el nivel de la generalidad. Distingue y diferencia a su
heroína, concediéndole la dignidad de una Diana cazadora, ya que la dama, al avanzar,
recoge su manto de púrpura oscura y sostiene un gavilán en el puño, mientras que la
sigue un lebrel. ¿Cómo olvidar esta actitud original y esta visión radiante? ¿Cómo no
sentir la actitud decidida y el aire soberano de la dama? No hubiésemos visto nada más si
la autora hubiera agregado otros detalles. Esos pocos octosílabos bastan para lograr que
aparezca una mujer extraordinaria. Es evidente que aquí la escritora no se conforma con
representar un tipo ideal de belleza. Hace sentir la singularidad individual de los seres.
Lo observado en relación con el retrato físico de los personajes aparece también en
relación con su retrato moral. A veces una nimiedad es suficiente para mostrar y hacer ver
la interioridad. Se hace arte con nimiedades. Con una sola palabra, Marie de France nos
da a entender que Lanval está agobiado. Lo muestra acostado en el suelo, como una
efigie funeraria. Es una postura de abatimiento: en el inicio de la Chanson de Roland, el
rey Marsil está tendido en el suelo cuando deplora no poder resistir a Carlomagno (v. 12)
y, después de Roncesvalles, el rey pagano se acuesta sobre la tierra (v. 2573). Marie no
necesita insistir, entonces, para transmitir que Lanval renuncia a luchar contra la suerte
que lo fustiga. De la misma manera, no se requieren largas explicaciones al final del lai de
Yonec, cuando vemos a la heroína desplomarse, muerta, sobre la tumba de Muldumarec.
Esta muerte súbita es una muerte de amor y de emoción, similar a la de la bella Aude en
la Chanson de Roland, a la de Iseo sobre el cuerpo de Tristán, a la de Tisbe sobre el
cuerpo de Píramo y a la de la dulce heroína del lai de Los dos enamorados. Nada ya
retiene en vida a la amante. Ahora que ha criado a su hijo, puede desaparecer, como las
grandes amantes que mueren fulminadas. Otra actitud sugestiva: el final del lai de Laustic,
cuando el amante encierra los restos del ruiseñor en un relicario. No se dice nada sobre
los sentimientos del protagonista, pero es inútil que Marie nos los explique. En ese gesto
adivinamos la permanencia de un amor fiel. Sería torpe y desafortunado glosar esa
conducta. Habla por sí sola. Hay que agradecer a Marie por no habernos importunado con
explicaciones molestas e inútiles.
Podríamos señalar lo mismo sobre las descripciones exteriores de paisajes o, de
manera más general, sobre la inscripción de las historias en lo real. Aquí también la
brevedad de Marie es infinitamente sugestiva. El principio de la descripción rápida y
concisa es llamar la atención solo sobre algunos elementos impactantes y, por lo demás,
recurrir a la imaginación del público. De este modo, para referir el esplendor prodigioso de
la nave mágica que transporta a Guigemar, Marie se limita a dos detalles: las clavijas de
ébano y la vela de seda. Dicho esto, no es necesario agregar nada más. Ya quedamos
suficientemente deslumbrados. Imaginamos una nave de un lujo inaudito. En Yonec la
poeta no describe extensamente el país del Otro Mundo, se conforma con dos o tres
toques: una ciudad rodeada por murallas, donde todas las moradas parecen ser de plata,
una ciudad, en apariencia, muerta, con calles vacías y casas adormecidas; una
habitación, en un palacio, donde las velas arden día y noche para iluminar. Esto alcanza
para intrigarnos poderosamente y para crear una impresión magnífica de extrañeza. No
hace falta nada más para desorientarnos. La concisión de Marie conduce a una poesía
auténtica. Estamos en el camino del sueño, hemos cruzado las puertas de oro de lo
imaginario. Hubiese sido superfluo e, incluso, perjudicial agregar indicaciones. Se
comprende así la densidad poética de este arte elíptico. Al avanzar rápido, al conformarse
con un trazo apenas marcado, Marie utiliza una técnica profundamente evocadora que
nos proporciona un placer doble: en principio, el placer de saborear las abreviaciones, de
entender los sobreentendidos, de comprender entre líneas. En el fondo, siempre no
sentimos agradecidos con un autor que nos permita sentirnos inteligentes. Luego, el
placer que derivamos de participar en la obra de arte, de completar en nuestro interior el
cuadro, de soñar íntimamente. ¿No es este el medio privilegiado de la poesía?
La sobriedad de la narradora tiene otro efecto: produce en nosotros una enorme
impresión de simplicidad. Está claro que en los lais la ausencia de elegancia y la
naturalidad sin rodeos no son producto de la pobreza o incapacidad creativa, sino que
proceden de una elección deliberada. El rechazo de la retórica tiene algo de apacible y
nos dispone mucho mejor para sentir todas las delicadezas y los matices de la expresión.
Las intenciones de la escritora se distinguen con más nitidez en la medida en que se
destacan sobre un fondo neutro. Tienen además frescura y novedad porque nada se
desgasta más rápidamente que un procedimiento. La transparencia de la escritura y la
honesta simplicidad del estilo no significan que el arte de Marie sea uniforme y que
carezca de variedad. El ritmo narrativo no es siempre igual. Aquí es clamo y sereno, allí
precipitado y agitado. El par de octosílabos no constituye un bloque compacto como en
Saint Brendan o el Bestiaire de Philippe de Thaon. La ruptura del pareado es una
innovación que Marie no inventó, porque aparece ya en el Eneas e, incluso, en Wace,
pero ella la perfeccionó y la utilizó con delicadeza: al separar versos unidos por la rima, la
autora concierta con ductilidad la versificación al movimiento del relato. Con aguda
intuición, hace desaparecer así un riesgo considerable de monotonía.
Sin el virtuosismo de Chrétien de Troyes para modificar la cadencia, variar los cortes
de versos, inventar una rima graciosa o sorprendente, Marie aparece como una buena
obrera de la versificación con un talento probo y un oficio sólido. La honestidad de su arte
la aleja de todo lo que responde a una retórica afectada: antítesis forzadas, agudas e
imágenes preciosas. Nuestra autora no busca sorprender ni deslumbrar. No hace alarde
de ingeniosidad para hilvanar la metáfora o reunir rimas leoninas. No presume de
sagacidad entrechocando las palabras. El manierismo y la complicación, que son tal vez
el precio del extraordinario brío de Chrétien de Troyes, no aparecen en Marie. Sin duda, la
escasez de imágenes vuelve el estilo de los lais algo prosaico. Pero la retórica no está por
completo ausente. Aquí y allá se insinúan repeticiones: “Lanval daba espléndidos dones;
Lanval liberaba a los prisioneros; Lanval vestía a los juglares; Lanval hacía grandes
honores” (vv. 209-212). Hipérboles escanden el relato en momentos oportunos. Los
epítetos de excelencia —particularmente difundidos en la literatura medieval, que busca
embellecer e idealizar como toda literatura cuentística— no atiborran exageradamente la
narración. Marie indudablemente elogia a sus personajes, pero sin énfasis ni
grandilocuencia. De manera ocasional, exclamaciones sensibles hacen temblar la
frecuencia del discurso. Por eso sobresalen más.
Habría que agregar que la simpleza aparente de la expresión se carga de una multitud
de efectos con la cálida voz de un recitador. Basta con leer en voz alta un pasaje que
parece relativamente apagado e inexpresivo para ver cómo se anima. Las modulaciones
de tono de un juglar sensible y que domina su oficio a la perfección introducen, sin lugar a
dudas, destellos de vida en la fachada austera de los lais. Según se baje o se eleve la
voz, se debilite o se amplifique, se acelere o se disminuya el ritmo, todo un mundo nuevo
de sentimientos se revela. La sinceridad de Marie conduce entonces a la plenitud, no al
vacío. Pone de relieve el talento del recitador y apela a su colaboración. Los cuentos de
Marie necesitan decirse para cobrar vida. La voz del intérprete, por su altura, su fuerza, su
calidez, su registro, su caudal, los transfigura. Signo de que la simplicidad de la escritura
de los lais es rica y fecunda.
La brevedad representa un rechazo de la afectación y de la complicación inútil. Implica,
por ende, reserva y discreción voluntarias. Este es el último aspecto de esta estética de la
sobriedad. Resulta, en efecto, evidente que uno de los aspectos distintivos del arte de
Marie es la economía de los medios. No es casual que nuestra autora utilice la lítote,
procedimiento de retraimiento y de modestia. Cuando Lanval, por amabilidad del hada, se
viste con un traje nuevo, adquiere un aspecto gallardo. Esperamos naturalmente una
hipérbole: la situación exige un superlativo. Marie prefiere emplear una lítote maliciosa:
“Cierto que no era un necio ni un villano” (v. 178). Poco después el héroe es invitado por
el hada a un banquete muy agradable. Aquí también Marie evita elevar el tono y utiliza
con gracia un rodeo negativo: “… cenó junto a su amiga. El ágape no era como para
rehusarlo” (vv. 181-182). Es muy característico de Marie atenuar la expresión y decir poco
para sugerir más. Aquí la lítote contrasta por su reserva con la situación y la expectativa
frustrada produce humor. La discreción de las sonrisas, la discreción de la emoción
caracterizan el estilo de Marie. Un crítico moderno, E. Mickel, consideró que la ironía era
uno de los aspectos fundamentales del arte de nuestra autora4 y se convenció de que la
estructura de los lais ponía de relieve la amarga ironía de la suerte. Pero para Marie de
France la desgracia de los hombres es digna de piedad y en sus cuentos de ninguna
manera se distingue un uso sistemático de la ironía. En ocasiones, en el recodo de un
verso, aflora una sonrisa maliciosa, una sonrisa a medias, débil y velada, como el sol en
invierno. Sin embargo, debemos convenir en que Marie no es una escritora jovial, como
Hue de Rotelande, Chrétien de Troyes o Jean Renart. Un detalle significativo: ni siquiera
los personajes de Marie de France se ríen. En alrededor de seis mil versos solo pueden
identificarse dos risas, pero se trata de risas malvadas: risa de denigración de la mujer
perversa y maldiciente en Fresno (v. 25), risa odiosa del marido en Laustic (v. 92).
Discreción también de la efusión lírica. La narradora no es nunca indiferente a los
padecimientos de los personajes simpáticos, pero no interviene con el tono vibrante de
Béroul para maldecir a los malvados y lamentarse por los amantes. Entre el trovero, que
sin duda fue su contemporáneo, y Marie hay una clara diferencia en el énfasis. Béroul
habla como siente, con espontaneidad. Marie no levanta la voz: hace que se escuche lo
que piensa con mesura y contención. En este sentido, hace uso de un arte muy clásico.

4
Cf. E. Mickel, “Use of irony as a Stylistic and Narrative Device”, Studies in Philology, 1974, t. 71,
pp. 265-290.

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