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Y los tarahumaras tienen como base de su

pensamiento esas extrañas figuras y la sierra de


los tarahumaras igualmente las lleva. He visto
repetirse veinte veces la misma roca
proyectando en el suelo dos sombras; he visto
la misma cabeza de animal devorando su
propia figura. Y la roca tenía la forma de un
pecho de mujer con dos senos perfectamente
dibujados; he visto el mismo enorme signo
fálico con tres piedras en la punta y cuatro
agujeros sobre su cara externa y vi pasar, desde
el principio, poco a poco, todas esas formas, a
la realidad. Admito que se diga que esas formas
son naturales; pero lo que no es natural es su
repetición. Y lo que es menos natural todavía,
es que las formas de su país los tarahumaras las
repiten en sus ritos y en sus danzas. Esas
danzas no han nacido del azar, sino que
obedecen a la misma matemática secreta, a la
misma intención del juego sutil de números a
que toda la sierra obedece. Esta sierra habitada
que despide un pensamiento metafísico por sus
rocas, los tarahumaras la han sembrado de
signos, de signos perfectamente conscientes,
inteligentes y concertados. En cada recodo del
camino se ven árboles en forma de cruz,
quemados voluntariamente, o en forma de seres
humanos con frecuencia dobles, uno enfrente
del otro, como para manifestar la dualidad
esencial de las cosas; otros árboles ostentan
lanzas, tréboles, y las mismas puertas de las
casas tarahumaras muestran el signo del mundo
de los mayas: dos triángulos opuestos con los
vértices ligados por una barra; esta barra es el
"árbol de la vida", que pasa por el centro de la
"realidad". Continuando la marcha a través de
la montaña, estas lanzas, estas cruces, estos
triángulos, estos seres que se dan la cara y que
no se oponen para señalar su juventud

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