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Teniendo en cuenta los resultados de la búsqueda realizada hasta el momento, y con

el objetivo de mantener un orden conceptual, se seccionó el material investigativo revisado


de acuerdo a cuatro bloques significativos: el primero, gira en torno a las concepciones de la
fenomenología de la memoria y del proceso de duelo dentro del marco de los estudios
culturales. Un segundo corpus investigativo, relativo a las perspectivas cognitivo
conductuales. Tercero, los planteamientos relativos a la memoria y el duelo en relación al
campo de las artes; y finalmente, un apartado relativo a los fundamentos teóricos planteados
desde el psicoanálisis respecto a las nociones de duelo y memoria.
La memoria: entre lo individual y lo colectivo
La tradición filosófica se ha empeñado en establecer una suerte de equivalencia entre
la memoria con la identidad personal. Y es que no puede negarse que la posibilidad, para
cada uno, de evocar los acontecimientos anteriores, supone cierto estatuto de apropiación
sobre los recuerdos. En este sentido, era lógico esperar, como afirma Braunstein (2013), que
la memoria “comenzase por ser tratada dentro de los marcos teóricos de la vetusta psicología
de la conciencia como una función individual, como una facultad del alma inherente a la
esfera intelectual” (p. 11). Se pudo después, sin mayor reparo, efectuar un giro conceptual y
resolver que no sólo la mente en su dimensión singular podría funcionar como vía de acceso
de un sujeto a su pasado. Al lado de la memoria individual se encontraría otro modo —
transindividual— de la memoria: la memoria colectiva. Si bien esta noción se sumió en los
resquicios del olvido durante varias décadas, reconquistó cierto aliento a partir de los años
setenta, cuando los estudios centrados en la memoria, coartados por las crisis identitarias
derivadas de una novísima concepción del pasado, signaron el horizonte de la historiografía
(Laville, 2004). De allí en adelante, para encontrar alternativas a la concepción
sociológicamente "ocupada" de la memoria colectiva, los académicos han acuñado términos
como "memoria social", "memoria cultural", e "historia popular" (Fentress & Wickham,
1992; Gedi & Elam, 1996; Rosenzweig & Thelen, 1998; Winter & Sivan, 1999).

El binomio individual–colectivo mantiene su vigencia en el campo de la investigación


contemporánea relativa a los procesos de memoria y duelo. Esto se vislumbra en el trabajo
de Brescó & Wagoner (2019), que lleva por nombre La psicología de los monumentos
modernos: la implicación afectiva de los recuerdos personales y colectivos. En este se
analiza cómo el duelo y la memoria colectiva son experimentados y expresados en los
memoriales modernos. Para los autores, los recuerdos se los hace colectivos por la forma en
que son interpretados y sentidos en primera persona del plural, desde un ‘nosotros’.

El dolor colectivo se ha asociado tradicionalmente a la memoria e identidad colectiva


e identidad colectiva de un grupo (Brescó & Wagoner, 2019). Conmemorar, entonces, supone
recordar en común, y en esa vía la pérdida colectiva implica llevar el pasado al presente de
una manera emocional. Brescó y Wagoner toman la noción Halbwachsiana de memoria
colectiva, que alude a la relación orgánica y afectiva que una comunidad particular tiene con
su pasado, para contraponerla a la de la historia, que no sería más que memoria muerta. Así
visto, el pasado transmitido a través del recuerdo colectivo, no importa cuán distante o
incluso mítico pueda ser, nunca es, por definición, un país extranjero; más bien, es algo
familiar y emocionalmente vinculado a una comunidad en particular. Desde esta perspectiva
teórica, la conmemoración de una pérdida colectiva, independientemente de lo remota que
pueda ser dicha pérdida, es algo que se realiza y se siente en el plural en primera persona por
parte de un determinado grupo. Asimismo, el recuerdo y el duelo se convierten en algo
mediado por las posibilidades y limitaciones de un contexto, que a su vez se crea social e
históricamente; cumplen funciones sociales importantes, como revitalizar los límites
emocionales con miembros vivos y muertos de una comunidad imaginada determinada.

El trabajo en mención analizó la experiencia situada y evolutiva en dos monumentos:


el Monumento a los Judíos de Europa Asesinados de Berlín, y el Monumento
Conmemorativo a las Víctimas del 11-S construido en la Zona Cero de Nueva York. El
propósito de lo anterior fue dilucidar hasta qué punto las diferentes formas de memoria (es
decir, su estilo arquitectónico, género y recursos materiales) median diferentes formas de
articular la memoria colectiva y el dolor colectivo. Partiendo de la perspectiva de la
psicología cultural, los autores sostienen que los memoriales, como artefactos materiales
situados históricamente, crean posibilidades y limitaciones para que las personas se
propongan explorar la relación entrelazada entre el dolor colectivo y la memoria colectiva.
Al conectar los eventos colectivos con sus propias historias individuales, las personas pueden
apropiarse y personalizar los memoriales modernos de una manera que tenga sentido para
ellos, estableciendo así una relación afectiva con el grupo.
A partir de lo anterior, concluyen que el recuerdo humano es tanto personal como
sociocultural y, por otro lado, que los mediadores de la memoria, como los memoriales,
proporcionan un vínculo crucial que conecta a individuos y colectivos. Si bien contribuyen a
conmemorar una pérdida colectiva en el plural en primera persona, también permiten una
variedad de procesos de creación de significado individuales y formas personales de recordar
y conectarse con el pasado colectivo (Brescó & Wagoner, 2019).

Cabe resaltar que el artículo de Brescó & Wagoner propone una articulación entre el
duelo y la memoria a partir de la función social del monumento. La tramitación de la pérdida
a partir de las posibilidades simbólicas que ofrece la cultura es sin duda uno de los puntos
destacados más importantes.

En Psicología Social de la Memoria: Espacios y Políticas del Recuerdo, artículo


publicado por Piper-Shafir, Fernández-Droguett, & Íñiguez-Rueda (2013), se plantea una
línea de trabajo centrada en la comprensión e intervención de las memorias colectivas que se
construyen alrededor del golpe militar en Chile de 1973, a la dictadura que le siguió y a los
intentos de transitar hacia la democracia. La pregunta central en torno a la cual gira dicho
trabajo se refiere a los sujetos que estas memorias construyen, así como a sus efectos en el
presente y posibles futuros.

Para estos autores, aunque los debates sobre la comprensión de procesos de memoria
colectiva se hayan visto signados por la tensión entre lo individual y lo colectivo, la lectura
que ofrece la psicología social permite adoptar una perspectiva que “considera
simultáneamente los procesos sociales constituyentes de la subjetividad, las acciones que
construyen al sujeto social y la construcción de la realidad social, con especial interés en la
dimensión simbólica de los procesos sociales” (Piper-Shafir et al., 2013, p.20).

La psicología social de la memoria que desarrollan centra sus investigaciones en las


acciones por medio de las cuales se recuerda el pasado reciente, considerando que estas son
a la vez discursivas y performativas: la memoria como acción discursiva construye relatos
sobre el pasado. En ese sentido, recordar algo supone, a su vez, decir qué y cómo se recuerda,
delimitando un momento específico y con un determinado tejido de sentido. Por otro lado,
entender la memoria como performance supone centrarse en las acciones rituales en las
cuales se realiza y que van construyendo —y eventualmente modificando— el sentido del
pasado que se recuerda.

A partir de la observación de prácticas conmemorativas y la producción de discursos


sobre el pasado relacionados con el golpe de estado en Chile, los autores afirman que el dolor
y el sufrimiento de las víctimas constituyen no solo un elemento central en los recuerdos,
sino que son también el actor central de los lugares de memoria. Asimismo, subrayan la
centralidad de la figura de la víctima en estas prácticas y la invisibilización de aquellos que
no sufrieron directamente la represión política de la dictadura. Cuestión que motiva la
pregunta por aquellas “otras memorias”, esto es, las de las generaciones que no vivieron
dicho período histórico. En consecuencia, consideran que no solo es relevante interrogarse
por las memorias que las diversas generaciones construyen respecto del pasado reciente-
conflictivo de la sociedad, sino también por cuáles son las relaciones que existen entre ellas.

A manera de conclusión, los autores afirman que la proliferación de lugares de


memoria y su gestión activa por parte de las agrupaciones de derechos humanos no solo
manifiesta la ausencia de una política pública del recuerdo, sino la importancia y urgencia de
su realización. Ya que “solo así podrá el Estado garantizar el derecho ciudadano a la
conservación y transmisión de la memoria, permitiendo la articulación de las iniciativas tanto
de estas agrupaciones como de diversos organismos del Estado” (Piper-Shafir et al., 2013, p.
29).

Este trabajo tiene la virtud de introducir una puntualización que reviste de particular
interés para nuestra investigación, a saber, que las posibles interpretaciones (memorias) no
estarían dadas por los acontecimientos que se recuerdan, sino por la posición que ocupa el
sujeto en dicha tradición. Lo cual supone impugnar el estatuto de verdad que se le atañe a la
interpretación, y así asumir que toda interpretación es relativa a sus condicionantes socio-
históricos de producción y a los anclajes culturales y lingüísticos del sistema de significados
que la articulan.

Memoria y duelo: una aproximación cognitivo-conductual


En el marco de la investigación contemporánea sobre el fenómeno de la memoria es
posible constatar un esfuerzo mancomunado por parte de los teóricos de la terapia cognitivo-
conductual en dilucidar la función de la memoria autobiográfica en lo que se ha denominado
“duelo complicado”, o también “trastorno persistente de duelo prolongado” (Boelen,
Huntjens, van Deursen, & van den Hout, 2010; Brittlebank, Scott, Mark, Williams, & Ferrier,
1993; Golden, Dalgleish, & Mackintosh, 2007; Maccallum & Bryant, 2008, 2010, 2011; Xiu,
Maercker, Yang, & Jia, 2017). Es menester subrayar la particular asociación que se ha
establecido entre la memoria autobiográfica y la memoria episódica. Dicha proximidad, ha
conllevado a que en algunas explicaciones las dos sean consideradas equivalentes
(Markowitsch & Staniloiu, 2011). Ahora bien, como plantean Maccallum y Bryant (2010) en
su trabajo titulado Memorias definidoras del yo en el duelo complicado, “es posible que las
memorias autobiográficas que se tienen del difunto sean un factor que sustente la
prolongación del duelo complicado” (p. 1311). Según los autores, los recuerdos definidores
del yo son afectivamente intensos, repetitivos, vívidos y comprenden perdurables
preocupaciones sobre uno mismo; en suma, son una central característica del yo
autobiográfico porque son esenciales para el desarrollo de una historia de vida interiorizada.
En este orden de ideas, el distintivo de la memoria autobiográfica sería su capacidad de
trascender la función adaptativa de supervivencia (constituir representaciones que orienten
el comportamiento presente y futuro) para incorporar fundamentales funciones psicológicas,
sociales y emocionales, como la autodefinición (emparentada con la configuración de la
identidad), las relaciones sociales del yo y la autorregulación.

En relación a lo anterior, Maccallum & Bryant (2010) señalan que la pérdida de un


ser querido no solo interrumpe las relaciones de apego, sino que también puede estimular
cambios en los roles y objetivos de vida establecidos, y por lo mismo aseveran que el grado
en que un individuo es capaz de incorporar estos cambios en su autoidentidad y estructuras
de significado más amplio, ha de estar relacionado con la capacidad de recuperarse después
de la experiencia de la pérdida. En el estudio que llevaron a cabo, se tomó una muestra de 40
participantes, de los cuales 24 individuos cumplieron con el diagnóstico de duelo complicado
(2 hombres y 22 mujeres), y 21 individuos con duelo que no cumplieron con los criterios
para duelo complicado (3 hombres y 18 mujeres). Se les aplicó el test de memoria
autobiográfica, con el fin de que describieran tres recuerdos definidores del yo (Williams &
Broadbent, 1986), Los resultados mostraron que los participantes con un duelo complicado
proporcionar más recuerdos autodefinidos que involucraban al fallecido. El grupo sin duelo
complicado evidenció una mayor búsqueda de beneficios en sus narraciones de memoria y
experimentó menos emociones negativas en el recuerdo. A partir de estos hallazgos, los
autores concluyen que el duelo complicado está asociado con patrones distintivos de
memoria autobiográfica que están vinculados a la identidad propia, cuestión que sugiere que
las personas afligidas que experimentan un anhelo continuo por su ser querido consideran
que su identidad propia está más estrechamente relacionada con la persona fallecida y están
más afligidas por los recuerdos relacionados con la pérdida.

En esa misma línea se ubica el trabajo de Boelen et al., (2010) titulado Especificidad
de la memoria autobiográfica y síntomas de duelo complicado, depresión y trastorno de
estrés postraumático tras la pérdida. Según los autores, “la especificidad reducida de la
memoria (o "memoria sobregeneral") está más claramente presente en las personas con
antecedentes de trauma y en las personas con diagnóstico de depresión o trastorno de estrés
postraumático (TEPT)” (p. 331). La reducción de la especificidad de la memoria puede ser
el resultado de al menos tres procesos psicológicos: en primer lugar, un intento de evitar
recuerdos angustiantes de experiencias traumáticas. Esta "hipótesis de regulación afectiva"
explicaría por qué se observa un exceso de memoria general entre las víctimas de trauma.
Segundo, puede deberse a un control ejecutivo disminuido en personas con trastornos
emocionales ("hipótesis de control de ejecución"); y finalmente, podría deberse a auto-
representaciones negativas y procesos de reflexión que mantienen a las personas atrapadas
en un nivel general de recuperación ("hipótesis de captura y rumia"). Este estudio examinó
la especificidad y el contenido de las memorias autobiográficas en individuos que
atravesaban por un duelo. Se administraron medidas de autoinforme de la angustia
relacionada con el duelo y una versión estándar y rasgo de la prueba de memoria
autobiográfica (AMT) a 109 personas en duelo. Con la AMT, las personas recibieron
instrucciones para recuperar una memoria personal específica en respuesta a palabras clave
positivas y negativas, con el fin de analizar las asociaciones de la especificidad de la memoria
con: (a) variables demográficas y relacionadas con la pérdida ; (b) niveles de síntomas de
duelo complicado, depresión y trastorno de estrés postraumático, y (c) asociaciones del
contenido de los recuerdos (relacionado versus no relacionado con la persona perdida) con
síntomas. Los hallazgos mostraron que la especificidad de la memoria variaba en función de
la edad, la educación y el parentesco. Asimismo, que la reducción de la especificidad de la
memoria se asoció significativamente con los niveles de síntomas de duelo complicado, pero
no con la depresión y el TEPT; por otro lado, que los niveles de síntomas de duelo complicado
y TEPT se asociaron con una recuperación preferencial de memorias específicas relacionadas
con la persona perdida. Finalmente, los autores concluyen que los recuerdos vinculados a la
fuente de la angustia de un individuo (por ejemplo, la pérdida) son inmunes a los procesos
de evitación involucrados en la especificidad de la memoria.

Autores como Golden, Dalgleish, & Mackintosh (2007) sostienen las hipótesis
descritas en los trabajos anteriores y afirma que los individuos traumatizados tienen una
dificultad relativa para recuperar recuerdos autobiográficos específicos de toda su vida.
Sugieren que esto representa una evitación funcional generalizada del pasado personal que,
paralelamente, conlleva a la aparición intrusiva de recuerdos específicos únicamente del
acontecimiento traumático. Se trata de una asociación que se ha replicado en diversas
investigaciones y en relación a diferentes situaciones traumáticas diferentes a la pérdida de
un ser querido (p. ej. Dalgleish et al., 2003; Decker, Hermans, Raes, & Eelen, 2003; Harvey,
Bryant, & Dang, 1998; Henderson, Hargreaves, Gregory, & Williams, 2002; Hermans et al.,
2004; McNally, Lasko, Macklin, & Pitman, 1995; McNally, Litz, Prassas, Shin, & Weathers,
1994).

Arte: un puente entre el duelo y memoria


La memoria se ha erigido como una de las líneas de fuerza más relevantes en el
panorama artístico, y en particular en el arte contemporáneo colombiano. Quizá porque
consagra una coyuntura idónea para intentar la indispensable y difícil conexión entre arte y
sociedad. Como reconocen Domínguez, Fernández, Tobón, & Vanegas (2014), desde finales
del siglo pasado, algunas de las obras más categóricas del arte colombiano han configurado
poéticas de la memoria que metaforizan la naturaleza del dolor, el recuerdo y el olvido a
través de sus soportes, escenificaciones y procesos, como ocurre en Noviembre 6 y 7 (2002)
o en los Atrabiliarios (1992-2004) de Doris Salcedo; en Aliento (1996-2002) de Óscar
Muñoz; en Bocas de Ceniza (2003-4) de Juan Manuel Echavarría; en las Auras anónimas
(2009) de Beatriz González; en El testigo (2018) de Jesús Abad Colorado. Estas apuestas
artísticas alientan con aplomo los procesos de duelo en las comunidades, así como la
reconstitución de la identidad. De igual forma la reflexión que suscitan entroniza una relación
con el pasado que lo mantiene presente y nuestro, avivando las potencialidades soterradas en
él, así como las esperanzas de las que es depositario.

Como efecto de lo anterior, el arte, como intermediario entre la memoria y el duelo,


ha convocado a diversos investigadores a desplegar un armazón teórico que concentra su
interés en hacer explícita la función de lo estético en la construcción de memoria colectiva,
así como en la tramitación del dolor a través de lo simbólico. En esa vía, por ejemplo, Pinilla
(2017) en su trabajo titulado Memoria, arte y duelo: el caso del Salón del Nunca Más de
Granada (Antioquia, Colombia), analiza el trabajo de memoria colectiva realizado en el
Salón del Nunca Más, ubicado en Granada. En dicho municipio, el Salón apostó por la
articulación de diversas prácticas que, junto al interés de construir memoria, contribuyeron a
que las víctimas de la violencia emprendieran el esfuerzo de simbolización de la pérdida a
partir de rituales públicos. Para el autor, cierta imposibilidad que subyace a la tramitación del
dolor, indica el lugar central que ocupa la memoria colectiva. No obstante, lo noción misma
entraña los más oscuros problemas, pues quienes estarían destinados a edificarla, la más de
las veces se encuentran en el estupor propio de lo traumático, fijados en el horror de la
pérdida. En este sentido, Pinilla (2017) considera que “el trabajo sobre la memoria no sólo
es una cuestión política (pública) sino también psicológica (privada). De modo que los
imperativos sobre la memoria colectiva (el deber de recordar) resultan inseparables de los
trabajos de duelo y la evolución del trauma (la necesidad de olvidar)” (p. 318). Una anotación
que introduce aquí el autor resulta de suma importancia, a saber, que la experiencia
traumática, con su cuota de silencio o renuencia a hablar, se encuentra en estrecha relación
con una crisis del lenguaje y, asimismo, con un vano fervor por olvidar.

La investigación analiza el desarrollo de dispositivos visuales tanto periodísticos


como artísticos, específicamente el cubrimiento periodístico realizado por la prensa, el
trabajo documental del fotógrafo Jesús Abad Colorado y, por último, la obra de la artista
Erika Diettes titulada “Río abajo”. A partir de esto, se discierne el papel de las imágenes
para activar la memoria, canalizar o darle cabida al dolor. Para Pinilla, esta dimensión
emocional del trabajo de memoria es parte constitutiva en estos procesos, “pues en
situaciones como las acontecidas en Granada —asesinatos selectivos, masacres,
desapariciones y desplazamiento de la población—, el resultado final no sólo es el trauma
individual sino también el colectivo” (p. 321). La pérdida, desde esta perspectiva, no ha de
concebirse únicamente como individual, sino también inscrita en el orden de lo colectivo, de
manera que la puesta en escena pública del dolor pone de relieve el carácter terapéutico del
arte para la tramitación del duelo. El Salón, según sostiene el autor, posibilita el ofrecimiento
de un marco social para la pérdida de los seres amados, con el fin de que otros den
autenticidad a la pérdida que en un principio se siente en lo más íntimo, es decir, de permitir
la manifestación de lo privado en lo público para encontrar allí un sostén simbólico.

Pinilla (2017) finaliza subrayando el objetivo de los trabajos de memoria llevados a


cabo en el Salón del Nunca Más: darle forma al sinsentido de lo ocurrido, que es el
sentimiento dejado por el trauma experimentado. Más que forjar cierta identidad colectiva,
lo que se propone el Salón en calidad de trabajo de memoria es posibilitar el franqueamiento
de las barreras del horror, contribuyendo a la movilización de trabajos de duelo que
parecieran no tener fin, “pues el tiempo, para las víctimas, ha sido interrumpido y parece
existir sólo el presente” (p. 338).

En otro texto del mismo autor, titulado Las víctimas, la memoria y el duelo: El arte
contemporáneo en el escenario del postacuerdo, se profundiza en la estrecha relación entre
memoria, duelo, arte y política, situando la obra de la artista Doris Salcedo “sumando
ausencias” como eje de análisis. Según Pinilla (2017a), la Ley de Víctimas, el Museo
Nacional de la Memoria y el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la
Construcción de una Paz Estable y Duradera, recurren al arte para hallar respuesta que
posibiliten la reparación simbólica y la construcción de la memoria histórica.

Sin embargo, ¿hasta qué punto puede ser esto logrado a través de la experiencia
estética? Para dar respuesta a esto, el autor piensa la acción de duelo ejecutada por Doris
Salcedo como la interrupción del flujo cotidiano para que algo extraordinario sobrevenga.
Los materiales empleados en la obra fueron siete mil metros de tela blanca y una volqueta de
cenizas para inscribir, sobre la tela, los nombres de mil novecientas víctimas del conflicto
armado. Esto, sostiene Pinilla, supone la construcción de un marco que posibilita la
simbolización o representación de la pérdida en la dimensión colectiva y, en esa vía, la
existencia de un tercero que haga efectivo el reconocimiento, el registro de la misma.
Los dos trabajos referenciados de Pinilla analizan la función de lo estético como
posibilidad para tomar distancia del dolor, por lo menos en el sentido de permitir la
atenuación de la fuerza de lo siniestro, en aras de hacer gobernable su recuerdo y así trocar
la desventura de la pérdida en esperanza. Sin embargo, se limita en pensar la operatoria de la
memoria y el duelo como fenómenos afincados en una dimensión pública y colectiva,
dejando a un a lado la posibilidad de interrogar su función en el ámbito singular de la vida
anímica. Esta segunda perspectiva es la que se busca dilucidar en el presente trabajo, con
motivo de situar en consideración e interrogar cuestiones trascendentales como la
indeclinable y mortificante repetición del dolor y el inquietante retorno de la figura del
muerto, por mentar tan solo algunas.

Otros autores se aproximan al problema de la relación entre arte, trauma y memoria


desde una perspectiva psicológica y neurocientífica, como Cao (2018), en su texto Aletheia:
contra el olvido. Estrategias a través del arte para elaborar la memoria emocional. ¿Qué
hacer con el patrimonio inmaterial del recuerdo traumático? El autor, sustentado en la
concepción del trauma propuesta por Van der Kolk, analiza los efectos del acontecimiento
traumático en la memoria, así como de la puesta en juego de iniciativas artísticas para la
tramitación del dolor. En ese sentido, afirma que, tras un acontecimiento traumático, la
persona es incapaz de edificar un relato, o bien relata sin poder integrar lo dicho
somáticamente en su narrativa personal; cuestión que concede un matiz intrusivo a los
recuerdos traumáticos (Cao, 2018).

El autor argumenta que las artes, en relación al trauma, hacen posible que las
imágenes asociadas a los eventos emocionalmente displacenteros, y que se han asentado en
algún lugar del cerebro emocional del individuo, puedan ir evocándose paulatinamente para
experimentar de manera más afable los recuerdos emocionales y corporales, de modo que
“los trazados neuronales kinestésicos y emocionales puedan aprender nuevos modos”. (Riley,
2004, citado por Cao, 2018). Así pues, tanto la escritura, como el dibujo, la poesía y la
narración, en tanto que procesos de exploración simbólica, permiten la reorganización de los
fragmentos de la memoria del sufrimiento, a fines de lograr integrarlos a una narrativa
coherente y secuenciada, y dirigirlos a otro.
El trabajo en mención subraya la importancia del arte como instrumento para evocar
recuerdos antes los cuales pueda el sujeto tomar una nueva posición, pues asume que toda
puesta en juego de la memoria del dolor a través de los recursos artísticos resulta benéfica.
No obstante, el psicoanálisis enseña que las más de las veces el sujeto se enfrenta ante la
imposibilidad de reconocer el pasado como algo cumplido en el núcleo de su representación,
y reconoce, en su lugar, un obcecado esfuerzo por hacer de lo traumático una continuación
indistinguida del presente. En ese sentido, se vislumbra un asunto a explorar, a saber, que la
memoria no refugia de lo displacentero excluyéndolo, sino que, por el contrario, propende a
remachar una y otra vez sobre los pasados lacerantes.

Aproximaciones psicoanalíticas al problema de la memoria y el duelo.


Braunstein (2011) ha señalado que “el psicoanálisis se construyó alrededor de la idea
de traumatismo psíquico y de sus destinos. Eso llevó a olvidar otro polo de la memoria: el de
la nostalgia, el goce de la memoria aferrada a lo perdido y ausente” (p. 51). Estas palabras
son contemporáneas al interés particular de la empresa que aquí se propone ejecutar, ya que
indican una hiancia, un vacío epistémico al momento de pensar la dimensión de la memoria
como memoria del dolor, es decir, en su relación con lo real de la pérdida. Asimismo, cabe
resaltar la minuciosa investigación psicoanalítica de la memoria llevada a cabo por el mismo
Braunstein (2013), que culmina con la formalización del texto La memoria del uno y la
memoria del otro. Allí des-cubrirá una dimensión vergonzante de la memoria de los
humanos: el goce del recuerdo doloroso. Nos dice Braunstein (2013):

las memorias traumáticas no se borran sino que tienden a persistir; el olvido es


relativamente impotente ante la violencia del recuerdo hiriente. ¿Podríamos sostener
que la memoria ama al dolor y que no sabe olvidarlo, decir incluso que la esencia de
la memoria es el dolor?” (p. 165).

De esta manera se vislumbran los efectos deletéreos que tiene el recuerdo traumático,
así como su estatuto de artefacto construido por el inconsciente y deformado por el yo
memorioso.

Asimismo, el trabajo de Korgi (2019) acerca del problema del duelo en casos de
desaparición forzada, revela una aproximación al problema que nos convoca. Partiendo del
marco histórico del conflicto armado colombiano, la autora reflexiona sobre la doble
dimensión que abre el fenómeno del duelo para el ser hablante. Por un lado, reconoce el
desasosiego subyacente a la muerte un ser querido, pues la misma enfrentaría al deudo con
la alteridad de la muerte, de lo no representable a nivel de lo universal; por otro lado, la
presencia de lo que parmente del muerto como un resto a nivel de lo particular, un resto que
no se dejaría eliminar. Dicha alteridad, afirma, plantea inconvenientes a la memoria, pues
esta “no sabe qué hacer con lo que no es representación o, incluso, que no puede hacer nada
a falta de representación” (p. 214). A partir de esta idea, Korgi concluye que el ritual ha de
plantearse, en el caso del conflicto armado colombiano, “como una tentativa por parte de las
víctimas de inscribir lo innombrable, a falta de lo cual no habría memoria posible”.

Gallo (2019), en su texto Acerca de la memoria: revivir, rememorar y elaborar,


afirma que “la memoria se inscribe en el inconsciente como material significante, y dicho
material es el que retorna como recuerdo en la consciencia”. En esa vía, se sitúa un divorcio
entre la consciencia y la memoria, aún cuando entre ambas se establezca en cierto punto un
lazo. En otras palabras, la memoria inconsciente permanece siempre encendida, pero si se
piensa en relación con la experiencia perceptiva de la consciencia, se prende y se apaga.

Ahora bien, el autor señala la existencia de ciertas impresiones de las cuales la


consciencia nada quiere saber, así se mantengan encendidas “a la manera de una pesadilla
que no cesa de retornar”. De manera que, mientras un sujeto se entregue al hecho de recordar
constantemente una experiencia vivida real o imaginariamente en la cual se vio involucrado
de forma dolorosa, sin hacer nada por elaborar tal experiencia, no habrá historización sino
repetición. En efecto, el quid de la cuestión en la relación del trauma con la memoria reside,
según Gallo, en la puesta en juego de la reviviscencia. La memoria reducida a una
reviviscencia imaginaria revela un goce en la repetición de la vivencia dolorosa, esto es,
cierta imposibilidad para lograr una reinscripción significante que estaría del lado de la
rememoración.

Gallo (2019) concluye que, al menos en lo que concierne al tratamiento de las


víctimas del conflicto armado, es fundamental establecer la distinción entre la memoria como
reviviscencia (repetición testimonial sin fin) y la memoria como rememoración simbólica
(reordenamiento de los significantes que componen la experiencia para instaurar un límite al
goce de revivir). Además, anota que en relación a la experiencia de la pérdida, la
reviviscencia supondría el sostenimiento de una posición de desalojo, desamparo e
impotencia, y por lo mismo una suerte de obstáculo para la elaboración psíquica y el
necesario trabajo de duelo: el sujeto, sujetado a su recuerdo lacerante, encontrará imposible
subjetivar el vacío y otorgar un lugar en la historia a aquello que perdió con quien no está
más.

Por su parte, Ramírez (2012), en su texto Recordar, repetir, reelaborar u olvidar en


el conflicto armado contempla el inconsciente freudiano como una memoria que se diferencia
de la memoria preconsciente, por cuanto esta última implica un esfuerzo de voluntad para
recuperar sus contenidos, mientras que la primera, de difícil acceso, se expresa a través de
las formaciones de lo inconsciente (lapsus, sueños, síntomas, actos fallidos, olvidos). En esa
vía, se propone avanzar la reflexión de algunos mecanismos psíquicos desarrollados en el
contexto del conflicto armado.

Las víctimas en el conflicto armado se encuentran ante un absurdo, una nada de


sentido, con lo real desnudo. Es claro, como indica el autor, que ante la escena traumática no
hay olvido: incluso un síntoma es la imposibilidad de olvidarla. En el discurso de las víctimas
“se presenta lo real bajo la forma de la tyché, encuentro contingente, inesperado, como por
azar” (p. 33). Se trata de una condensación extrema en la imagen, un desplazamiento máximo
hacia el símbolo.

Ahora bien, la respuesta a nivel psíquico puede implicar en algunos casos el


sepultamiento de lo vivido en lo inconsciente, es decir, la puesta en juego de la represión,
mientras que, en otros, como señala Ramírez al ilustrar el testimonio de una madre a quien
le asesinaron uno de sus hijos, no hay represión de la escena. Allí, no se trata de hacerle
recordar, pero tampoco de hacerle olvidar, sino de la elaboración del duelo, y para ello será
necesario escuchar la singularidad del síntoma de cada uno, posibilitar la elaboración de esa
huella en la que hay participación subjetiva, y es en esa dimensión en la que el sujeto puede
dar sentido a lo que no tiene, o vivir con el agujero de sentido, es decir, hacerse responsable
de su propia vida.

Cabe destacar, por otro lado, tres trabajos cuyas principales líneas de desarrollo
abordan el problema de la memoria y el duelo en psicoanálisis:
El primero de ellos es el trabajo de Moreno (2004) titulado El objeto de la memoria
y el olvido. La autora parte del supuesto de que “la memoria inolvidable imprime una
condición trágica a la existencia, no sólo a causa del carácter mortal de los recuerdos, sino
también en razón de su dimensión mortífera” (p. 20). Supuesto que encuentra soporte en la
obra La escritura o la vida, de Jorge Semprún (1995). Moreno alude a una memoria que
denomina real, a la cual le sucedería una voluntad de olvido que se muta en represión, y en
esa medida considera que “la represión misma sería un intento de trazar un borde a la
atrocidad” (2004, p. 22). Los recuerdos vueltos así inconscientes han de persistir a su vez
como la memoria más mudable, y en esa vía la memoria atormentadora, traumática, librada
a los artificios del inconsciente, producirá en el síntoma otra presentación de sí, deformada
lo bastante como para que su portador no la reconozca. Por otro lado, se subraya la distancia
que se establece entre lo efectivamente vivido y la palabra que lo evoca, cuestión que pone
en juego una dimensión estructural que se revela como sustento de la memoria y el olvido:
así, para Moreno ya en la memoria como inscripción de una ausencia yace el germen del
olvido.

El segundo trabajo, El duelo en el duelo. La persecución y la venganza, de Mario


Figueroa (2004), aborda dos dimensiones del duelo que se encuentran en estrecha relación
con la memoria. Por un lado, el autor considera que quien esté en duelo procurará con la
puesta en marcha de la memoria bordear ese hueco, ese agujero en lo real dejado por el
muerto. No obstante, el sujeto de duelo pronto habrá de enfrentarse a una encrucijada, pues
“uno de los lazos a desanudar para poder asumir la pura pérdida, del muerto y del trozo de
sí, tiene que ver con ese porvenir que se convirtió de repente en un ‘sin-haber-venido’” (p.
38). Desde esta perspectiva, aunque los recuerdos de lo vivido con el muerto acosen, el
problema no reside tanto en esta memoria de lo realizado, sino en lo no cumplido. Esta
elucubración encuentra sustento para Figueroa (2004) en la tesis propuesta por Jean Allouch
(2006) en Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca, que condensa el siguiente
apotegma: “la medida del horror en quien está de duelo es función de la medida de la no
realización de la vida del muerto”. (p. 38)

Una segunda arista tiene que ver con la dimensión social del duelo; esto es, con la
búsqueda de la satisfacción de la memoria del muerto. Como afirma Figueroa (2004) para
Freud la “satisfacción de memoria sería satisfacción de deseo, es sólo a este nivel de memoria
como se satisface el deseo, a través de la huella mnémica mediante la que se busca la
identidad de percepción”. (p. 53). Se trata entonces de una concepción que, para Figueroa,
encuentra soporte en lo planteado por Lacan en el Seminario VI: El deseo y su interpretación
(1958-59/2014):

[…] el trabajo de duelo se presenta en primer lugar como una satisfacción


dada al desorden que se produce en razón de la insuficiencia de todos los elementos
significantes para enfrentarse al agujero creado en la existencia por la puesta en juego
de todo el sistema significante en torno al menor duelo” (p. 131).

En este punto, el autor considera la emergencia de un interrogante frente a la


encrucijada en la que nos encontramos en Colombia: advierte, por un lado, la presencia de
toda esa memoria traumática que demanda ser satisfecha y, asimismo, la exigencia a las
comunidades de soportar ese proceso en aras de facilitar formas de inscripción, medios de
escritura, monumentos de testimonio, historias a narrar, etc., por el otro, la necesidad de no
caer en una mera estandarización de la memoria, en la imposición de una versión o en la
burocratización de unos rituales vacíos, parodias que no impliquen en nada a los sujetos más
afectados (Figueroa, 2004).

El tercer trabajo es el desarrollado por Elmiger (2010), que lleva por título Lo público,
lo privado, lo íntimo en los duelos. En este, la autora proporciona una aguda mirada del
fenómeno del duelo, tomando como punto de partida las nociones Arendtianas de lo público,
lo privado y lo íntimo. Así, sitúa cada época o sistema de pensamiento como posibilitador de
un determinado conjunto de condiciones (políticas, legales, míticas) que definen la totalidad
de lo que cada cultura, y por ende cada sujeto puede poner en juego para hacer frente a lo
real de la pérdida, las maneras de juzgar la muerte, al muerto y al deudo. Se verá, afirma
Elmiger “cómo cada época propuso maneras de subjetivizar el agujero crea-do en la
existencia, ubicando en algún lugar la falta como ―culpa en sus versiones imaginaria,
simbólica o real, como maneras de anudar trauma, culpa y duelo” (p. 125). En ese sentido,
concluye que lo que cada época legisla en relación a lo público, para que en lo privado e
íntimo se realice el duelo, también determina las formas en que sanciona el mantenimiento
de la memoria del muerto como la contracción de una deuda simbólica.
Acerca de la memoria en la masacre de El Salado

Las marcas del conflicto armado colombiano sobre la población civil, han movilizado
diversas iniciativas académicas que apuntan a dilucidar las afectaciones simbólicas y
materiales de la barbarie. Es por lo mismo que el rastreo bibliográfico sobre el caso particular
de la masacre de El Salado permite situar todo un conjunto de análisis socio-políticos que
insertan el problema de la memoria como una categoría de análisis, y en íntima relación con
la noción de historia (Charry, 2016; Gómez, 2014; Moreno, 2011; Prada, 2016). Cabe
destacar que no se encontró ningún texto académico que abordara con profundidad el
problema del duelo en el caso de la masacre de El Salado. Por ello, en este apartado se ocupa
de autores que han reflexionado en torno a la experiencia de la masacre sirviéndose del
concepto de memoria.

Ceballos (2015) en su trabajo titulado Las mujeres víctimas de El Salado: Una


reflexión ética del conflicto armado, examina los daños causados a mujeres del Salado que
experimentaron violencia sexual en el contexto del conflicto armado y, en esa vía, las
dinámicas de resistencia y sus procesos de reconstrucción de memoria. Según el autor, la
acción primaria que fundamentó el proceso de construcción de memoria por parte de las
mujeres fue el silencio, sustentado en el temor a la re-victimización o al señalamiento y
vinculado con la idea de una vía para el procesamiento del duelo. Posteriormente, en
colaboración con organizaciones de la sociedad civil les sería posible atravesar el estupor
inherente al silencio, para empezar a escucharse y buscar quién las escuchara, así como a la
creación de murales y monumentos como forma de resistencia.

Hernández (2005) señala el retorno de estas mujeres a sus tierras, como una de las
principales formas para recuperar su historia, su identidad y sus costumbres. Estos retornos
han de concebirse, por tanto, como una vía para la reconstrucción de sus memorias, “ya que
las mujeres recuerdan con nostalgia sus tierras, las actividades que realizaban en ellas y los
hechos traumáticos a los que sobrevivieron, con el objetivo de reflexionar, reparar y luchar
contra la impunidad” (p. 61).

Para autores como Gómez (2018), —sustentado en Bordieu— es necesario


comprender la función de las territorialidades para la construcción de sentidos en los que se
vislumbran las tradiciones, luchas y conflictos. En efecto, la consolidación de la historia y la
memoria de los saladeros estaría permeada por la tensión entre la imposición por parte de
instituciones gubernamentales y no gubernamentales de sus visiones y los sentidos que son
atribuidos por los mismos habitantes. Desde esta perspectiva, el autor sostiene que la
recuperación de las fiestas y celebraciones tradicionales de El Salado fundan un elemento de
memoria y celebración de la identidad, pero de igual forma un ejercicio de reapropiación del
territorio erradicando del mismo las marcas que habrían dejado durante años las FARC y las
AUC.

El informe producido por el Grupo de Memoria Histórica (2009), titulado La masacre


de El Salado: esa guerra no era nuestra, se consolida como uno de los documentos más
rigurosos en cuestión de reconstrucción de los hechos. En él se exponen las fatídicas
consecuencias sobre la población civil de la región de Montes de María y se integran los
relatos y trayectorias personales, sociales y políticas de El Salado tras los embates de la
violencia.

Bajo este panorama se advierte la irrupción de la memoria de las víctimas como una
parábola que transita a tientas de la memoria individual al momento social de la memoria aun
incipiente. El informe resalta el repliegue, el silencio y el procesamiento íntimo como el
común dominador entre las víctimas. Un silencio de carácter fundamentalmente en el que
apremia la polisemia: se presenta como alternativa para el procesamiento del duelo, o como
estrategia de sobrevivencia, o bien la sencilla carencia de alguien dispuesto a escuchar. Con
todo, lo que se sitúa es el carácter de encapsulamiento de la memoria, es decir, una dimensión
en la que la experiencia del horror pareciera desafiar la capacidad de poder narrarla.

Se extra de ello que la decisión de los saladores de instalar su memoria en la escena


pública, configurada desde la doble condición de víctima y ciudadanos, ha de ser pensada no
solo como un intento por encontrar, por decirlo así, una dimensión histórica en la que
prevalecen los “porqué”, sino también como una interpelación a la sociedad a reconocer y
reconocerse en lo sucedido. Así, como afirma el Grupo de Memoria Histórica (2009) “el
dolor y la memoria individualmente vividos se convierten, a través de la narración, en un
dolor y una memoria socialmente compartidos” (p. 29).
En búsqueda de lo inédito

Llegados a este punto, podemos discernir los vacíos que yacen en los aportes
referenciados, y así, darle un lugar al problema a investigar. Los investigadores de los
estudios culturales no explicitan los mecanismos que operan a nivel subjetivo en relación a
la tramitación simbólica. Aunque los investigadores de los estudios culturales arrojan una luz
respecto a la dimensión social de la memoria y su relación con la tramitación del pasado
traumático, la reunión de las nociones de memoria y duelo no encuentran aquí un esfuerzo
conceptual que permita discernir sus puntos de articulación en la vida anímica, y en esa vía
se prescinde de una lectura clínica que ilustre el lugar de lo inconsciente y lo real1 —
conceptos solidarios y centrales en la clínica psicoanalítica —en la operatoria de dichos
procesos.

En su conjunto, los artículos mencionados de la perspectiva cognitivo-conductual se


concentran en concebir una distinción entre el proceso de la memoria autobiográfica en
relación al duelo complicado y no complicado. Esta perspectiva del duelo como una categoría
nosológica, y de la memoria como un proceso de evocación de vivencia específicas, no se
interesa por ninguna discusión acerca de los modos en que se inscribe la experiencia de la
pérdida en lo subjetivo, y tampoco da lugar a elaboración epistémica alguna en relación a la
articulación entre el fenómeno del duelo y la memoria. Como se ha detallado, el interés
principal dentro de esta línea de trabajo es determinar la cantidad de recuerdos que ha de
tener alguien en relación a las vivencias relacionadas con el difunto, situando el proceso de
la memoria como exclusivo del orden yo-consciencia. Desde esta perspectiva no se da lugar
a la pregunta por la función de la fantasía en la construcción del recuerdo y, asimismo, de
aquello que es excluido en razón de que resulta inconciliable o inconveniente para el yo. Los
mecanismos de construcción de esas ficciones de la memoria serán, sin duda, pieza
fundamental en la empresa investigativa que aquí se propone.

1
Aquí la expresión “real” no define la realidad objetiva, percibida por los órganos de los sentidos y hecha
existir mediante su formulación en conceptos. En el uso que hace Lacan de este término, denota, para
cada sujeto, aquello que cae por sorpresa y lo traumatiza; eso que por permanecer fuera de sentido lo
angustia y horroriza, eso que retorna en el mismo lugar, así se suponga superado. Como afirma Gallo
(2016), “de esto real cada quien solo logra simbolizar pedazos, elementos sueltos, desarticulados, con los
cuales no es posible armar algo coherente y bien sistematizado. (p. 18).
Por su parte, los investigadores del campo de las artes se inclinan, en gran medida, a
enfatizar un único polo creador y benéfico de la memoria. Será tarea nuestra esclarecer otro
de sus extremos, esto es, la dimensión vergonzante de la memoria de los humanos: el goce
del recuerdo doloroso2.

Finalmente, las investigaciones en el psicoanálisis evidencian un modo inédito de


abordar el tema de la memoria. No obstante, aunque la referencia a la memoria de lo
traumático resulta transversal en la mayoría de ellas, se vislumbra que dentro de dicha
conceptualización se aglutinan, sin discriminación, los más variados fenómenos que suponen
una discontinuidad en la vida. Atender a la especificidad de la experiencia de la pérdida
―como una de las modalidades de lo traumático― en su relación con los procesos psíquicos
de la memoria, acaso permita ampliar en un fragmento considerable el armazón teórico-
conceptual que le subyace.

2 Se trata de una de las hipótesis exploradas por Braunstein en su texto La memoria del uno y la memoria del
otro.

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