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LA CORRUPCIÓN EN SUS JUSTAS PROPORCIONES


:UN ENSAYO DE TEORÍA SOBRE LA CORRUPCIÓN ADMINISTRATIVA1

Germán Carvajal A.

● La corrupción es un fenómeno contemporáneo bastante conspicuo, y


su notoriedad por supuesto lo hace objeto de múltiples estudios
e interpretaciones y, además, de cruzadas políticas fervorosas
que ven en el mismo un flagelo que imposibilita el tránsito
óptimo de las sociedades por las sendas del desarrollo y el
crecimiento. En este escrito nos interesan esas
interpretaciones, porque las interpretaciones son el paso
obligado para la comprensión cabal del fenómeno. Por supuesto,
las interpretaciones, por diversas que lleguen a ser, tienen un
objetivo común y es posibilitar la explicación del fenómeno
social en cuestión; ahora bien, lo mínimo que podemos pedirle a
una explicación es consistencia. Explicar es una operación
intelectual en la que se trata de remitir el fenómeno a explicar
a otro fenómeno que lo determina, la consistencia due la
explicación está en la eficacia de esa determinación. Pues bien,
en general se suele entender la corrupción como aquella
situación en la que un comportamiento, en contextos normativos
institucionales, se realiza en contra de las normas prescritas,
para con ello sobreponer el interés particular sobre el interés
público. En este escrito llamaremos a esta definición como el
concepto clásico de corrupción. Esta manera de concebir la
corrupción conduce a buscar las causas por las cuales hay una
tendencia a obrar de esa manera. ¿Por qué los individuos, en un
momento dado, van contra las normas institucionales y buscan
sobreponer su interés particular sobre el interés público? Una
respuesta puede ser, por ejemplo, la explicación
institucionalista de acuerdo con la cual este comportamiento es
propiciado por el debilitamiento de las instituciones, es decir,
del poder coercitivo de la normatividad. La explicación
institucionalista presupone, pues, dos opuestos, a saber: el
interés individual y la normatividad, la última controla la
primera y si su poder se reblandece, comienza a campear la
primera sobre la segunda configurando así el fenómeno de la
corrupción.
Pero el institucionalismo no nos introduce una explicación del
debilitamiento institucional dentro de la explicación de la
corrupción; es decir, pese a la explicación institucionalista podemos

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hacernos una pregunta: si la corrupción se produce por el


debilitamiento institucional, ¿por qué se debilitan las
instituciones? La respuesta a esta pregunta es lua auténtica
explicación de la corrupción, ya que si nos limitamos a la afirmación
del debilitamiento institucional, no estamos produciendo una
explicación auténtica, sólo estamos empleando la definición de
corrupción como explicación de la corrupción; pero una definición no
es una explicación: la primera nos delimita el objeto, la segunda nos
lo pone consistentemente en relación con otro que lo determina. Las
teorías del vacío o debilitamiento institucional, así como aquellas
que apelan al cálculo costo-beneficio de parte del individuo, están
siempre encerradas en los límites del concepto pero no ponen el
objeto que este concepto delimita en relación con otro distinto que
lo explique, o sea, no explican la corrupción sino que se limitan a
describirla acentuando uno de los componentes de la definición del
objeto sobre los otros: la normatividad institucional o el interés
privado.

El concepto clásico de corrupción, como generalmente se lo entiende,


implica un conflicto entre el interés particular o privado contra el
bien común o interés público. Este concepto involucra, pues,

oposición público-privado; y entonces la corrupción queda descrita,


a partir de este concepto, como la situación o el comportamiento en
el cual lo privado prima sobre lo público en un contexto en el que
debe primar lo público. En este orden de ideas, la corrupción se
concibe como una anomalía de tipo procedimental, una anomalía
administrativa, en suma, una anomalía de orden técnico, porque la
administración pública es una técnica. En tanto se concibe la
corrupción como una anomalía técnica, se la explica, entonces, por
las desviaciones del comportamiento del individuo, sea que estas
desviaciones estén malignamente calculadas por el propio individuo,
sea que se presenten como oportunidades generadas por vacíos o
ambigüedades normativas, sea que den como una tendencia en el
comportamiento de grupos de individuos por el cambio o
resquebrajamiento institucional. Concebir la corrupción como un
fenómeno administrativo, o sea, como una anomalía técnica, limita su
comprensión a la moralidad porque se resume todo en la desviación
intencional de un principio de comportamiento.

Pero la corrupción dista mucho de ser un fenómeno que pueda


comprenderse estrechamente dentro de los límites del aámbito
administrativo; esto se advierte cuando el fenómeno se hace
recurrente en forma impresionante desde el punto de vista tanto
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estadístico como en cuanto tiene que ver con sus modalidades. Tanto
la estadística como las maneras de ocurrir permiten pensar en un
abrumador fenómeno social que, por sus características actuales,
lejos de considerarse como una maligna desviación intencional del
alma de los individuos, debe tomarse como síntoma de crisis, y por
tanto ha de explicarse en términos de teoría social. En este sentido,
podemos dar la razón, en cierta forma, a las explicaciones
institucionalistas que fundamentan la corrupción en el
resquebrajamiento del poder coercitivo de la institución, pero el
institucionalismo lo que hace es poner como causa lo que en realidad
es un efecto, o sea, un síntoma. Para proceder, pues, con un ensayo
de tal explicación haremos lo siguiente: hemos de definir la
corrupción de un modo distinto al concepto clásico, para con ello
darle una configuración diferente al fenómeno; de allí proponer una
explicación, es decir, proponer su relación con otro objeto distinto.

Partamos de la definición clásica del concepto de corrupción, como la


actuación indebida en la que un funcionario sobrepone su interés
particular sobre el interés público, en un contexto en el que no es
legítimo hacerlo. Esta definición implica dos elementos, uno
inmediato: la oposición público-privado; y otro mediato: el
sobrepujamiento de un interés por otro en un contexto en el que no es
legítimo hacerlo. Este segundo elemento es más general que el
primero, y forma la definición que buscamos para efectos del esbozo
de la teoría que queremos ensayar en este escrito, debido a que esta
definición general nos posibilita la siguiente proposición: la
corrupción es un fenómeno social que tiene al menos tres modalidades
de las cuales la más conocida con el nombre de corrupción es la
definida en el concepto clásico, pero hay otras dos que, aunque
también conocidas, no se les da el nombre directo de corrupción, sino
que se las relaciona indirectamente con ella, estas otras dos formas
son la exacerbación de los trámites burocráticos (“tramitomanía”) y
la aparición de organismos paralelos al dispositivo administrativo
como mafias, ejércitos privados, etc.

Asumimos aquí la corrupción como un tipo de fenómeno en principio


propio de los dispositivos de administración pública. A su vez, la
administración pública está ligada a la política en la medida en que
aquélla funge como el dispositivo técnico por medio del cual se
implementan las decisiones tomadas en el ámbito de ésta. La política
decide, la administración ejecuta. La política, a su vez, se organiza
como el ejercicio del poder en el contexto de unas relaciones de
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producción, y en este caso que nos ocupa, las relaciones de


producción en el capitalismo. Tenemos así

términos en una serie: capitalismo, política, administración


pública; la naturaleza de esta serie es la que nos proveerá de la
explicación del fenómeno que nos interesa, la corrupción
administrativa. La definición clásica de corrupción –como ya lo
anotamos atrás– se funda en un conflicto de principio entre el
interés privado contra el interés público; este conflicto es
inherente a toda la armazón de la sociedad moderna erigida sobre las
relaciones de producción del capitalismo, porque el capitalismo,
justamente, es un conjunto de relaciones de producción que se
desarrolla con base en un principio rector el cual es la valorización
permanente del valor; esta valorización del valor determina dos modos
de comportamiento fundamentales en las relaciones de producción
capitalista, a saber: comprar para vender y vender para comprar. En
el contexto del ethos de estos dos principios es que brota el interés
privado como su núcleo real, como el polo a tierra de todas las
relaciones sociales posibles; pero un conjunto de relaciones sociales
cuyo núcleo real es el interés privado es, por principio, un conjunto
de relaciones sociales críticas, o sea, inestables; pues los
intereses privados necesariamente entran en conflicto debido a la
competencia obligada, en ese medio económico basado en la explotación
del trabajo humano y la naturaleza, al servicio de la valorización
permanente del valor de cambio. Pues bien, he aquí que por esta
condición crítica, de tendencia a la inestabilidad, es que el Estado
y su dispositivo de administración surgen también como respuesta a la
crisis inherente a los intereses en conflicto; el Estado es la
promesa de estabilidad en el caos que genera el imperio del principio
de individualidad. El bien común o interés público son los nombres de
esa promesa; lo público sólo se puede erigir sobre la realidad de lo
privado y su caos concomitante

Lo que usualmente llamamos Estado es un conjunto de dispositivos, es


decir, un mecanismo. Estas palabras, dispositivo y mecanismo, tal vez
tengan un sabor excesivamente tecnológico, muy propio de aquellas
cosas que se cuecen en los talleres de los técnicos y a partir de las
recetas de los ingenieros. Sin embargo es preciso hacer un pequeño
excurso para aclarar que estos dos términos, en su sentido más
primigenio, están más allá de nuestra mentalidad ingenieril. El
mecanismo es, fundamentalmente, una relación entre dispositivos, y
éstos, a su vez, son entidades que se caracterizan por constituir su
naturaleza y función unas a partir de las otras en un orden de
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sentido previamente planificado. Así, por ejemplo, la palabra griega,


del griego clásico, mekhane, en los poemas homéricos, Ilíada y
Odisea, aparece para nombrar esos planes urdidos por los dioses y los
héroes, consistentes en aprovechar los objetos y las personas, sin
que éstas lo sepan necesariamente, para lograr algún objetivo contra
otro dios o algún héroe. De esta palabra griega mekhane derivó
nuestra palabra mecanismo. Pues bien, regresando ahora al Estado,
podemos caracterizarlo como una red de dispositivos, es decir, de
entidades del orden físico tanto abiótico como biótico y normativo,
cuyo sentido es ejercer un control territorial, para efectos de
establecer un cauce al maremágnum caótico e inestable de los
intereses privados que brotan en el lecho del desarrollo de la
valorización del valor. En este orden de ideas, las instituciones
públicas ya llevan en su seno el principio de la crisis, en tanto su
destino común es estabilizar la colisión de intereses privados, que
bulle en el seno de la sociedad capitalista. Esta crisis potencial
tiene una forma, una estructura que es menester examinar.

Hemos afirmado que la economía capitalista, las relaciones de


producción constituidas en la práctica de producir bienes de consumo,
para valorizar permanentemente el valor de cambio, determina el
núcleo real de la sociedad moderna, núcleo que tiene su expresión
humana más prístina en el interés privado. De otra parte, el Estado y
sus dispositivos de administración surgen como reacción a la
tendencia crítica de inestabilidad; en tanto su existencia se
justifica en la minimización del caos suscitado por la colisión de
intereses privados, el Estado es un enorme y complejo mecanismo de
control. En tanto de lo que se trata es de controlar, entonces nos
hallamos en el terreno de la técnica. El Estado es un aparato técnico
complejo que ejerce su función en el control de esa masa crítica de
intereses y propósitos privados de toda índole, reunidos en un
espacio, o sea, un territorio. Este aparato técnico afianza su poder
y eficacia en los dispositivos de administración que son conformados,
de un lado, por una red de equipos, locaciones, y personal; y por
otro, de sistemas formales de procedimiento constituidos por normas y
reglas. Ahora bien, el complejo aparato técnico, como todo artefacto
funcional, no tiene su sentido en sí mismo, sino que el control de
esa masa crítica de intereses privados se da en función de un sentido
más allá del aparato mismo; y este sentido orientador es decidido por
la clase dominante, es decir, aquella clase que, detentando el poder
del Estado, puede dar curso a la estabilidad otorgándole un norte
determinado. Este sentido es el bien común, el interés público. Este
interés público, este bien común, es un producto imaginario: como las
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líneas del mapa y el mapa mismo, no tienen existencia fuera del papel
y la mente de los individuos, pero hacen posible la delimitación
territorial, los tratados y la ubicación en el espacio. Así mismo, el
carácter imaginario del bien público consiste en que es el horizonte
del desarrollo del Estado territorial, no existe como realidad en la
masa crítica de intereses privados que conforman las relaciones de
producción, sino que es la meta del aparato técnico, meta nunca
plenamente realizada sino que ha de ser constantemente impostada como
trasfondo ideal contra el cual se mide la eficacia del aparato
técnico en estabilizar la masa crítica de intereses privados. El
estado es un mediador entre una masa real de intereses privados y una
meta imaginaria llamada interés público, la cual es la expresión de
los ideales de la clase que detenta el poder en el aparato del
Estado. Es por eso que las filosofías políticas de la modernidad, por
lo menos desde el siglo XVII hasta el XIX, conceptualizaron el Estado
o como una elaboración ética surgida del pacto y la enajenación del
derecho natural, o como un reino de la eticidad en el cual el interés
particular se concilia con el interés general.

Los tres términos de que partimos en un principio, capitalismo,


política y administración pública, se nos han transformado, ahora,
por virtud del anterior análisis en otros tres que son el interés
particular, el aparato técnico de la administración y el bien
público. Estos tres elementos son de índole diferente unos de otros
en cuanto tiene que ver con su modo de existencia social. El interés
particular es real, su carácter real radica en que constantemente se
reitera y forma el elemento básico de la construcción de las
relaciones de producción concretas sobre las que se erige la sociedad
moderna; este interés nunca se retira sino que a cada instante es
reproducido. Por su parte el Estado y sus instituciones, en tanto
aparato técnico formal, existen en un nivel simbólico, como aparato
de significantes normativos y reguladores que rigen y comandan la
estabilidad de la masa de intereses con miras a alcanzar el ideal del
bien público. Este aparato simbólico, a diferencia de los intereses
anteriores, no tiene la insistencia de lo real y puede volverse
difuso y hasta retirarse plenamente de algún rincón del territorio, y
es en esta retirada en lo que piensan las explicaciones
institucionalistas y funcionalistas de la corrupción. Y Finalmente,
tenemos el ideal del bien público cuya existencia se manifiesta como
meta imaginaria que refleja los intereses dominantes: el bien público
toma diversos ropajes imaginarios como la patria, el país, la nación,
el progreso social, el crecimiento, etc. Estos tres elementos,
someramente enunciados, son los componentes de la estructura del
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potencial crítico de la sociedad moderna en cuyas tensiones se gesta


el fenómeno que queremos explicar, la corrupción.

Los tres elementos no pueden existir separados unos de otros: la masa


crítica de intereses particulares del capitalismo demanda un aparato
estatal que lo regule; los liberalismos radicales, que demandan la
necesidad de un Estado mínimo, confiesan la necesidad de la presencia
del aparato estatal, al menos para efectos de procesos como la
administración de justicia y la defensa, etc., procesos estos que
brotan como efecto de las colisiones de los múltiples intereses.
Ahora bien, siempre que está presente el Estado, está presente el
ideal del bien común como trasfondo orientador de sus procesos. No
obstante, pese a no poder existir por separado, estos tres
componentes no necesariamente mantienen una coexistencia armónica
entre sí: se desfasan unos respecto de los otros y he aquí que estos
desfases constituyen las condiciones de posibilidad de la corrupción.
La concepción clásica de la corrupción, como una imposición del
interés privado sobre el interés público en un contexto normativo en
el que no es legítimo, es una idea de orden netamente moral, es
decir, es una idea liberal; pero si concebimos la corrupción de un
modo más general todavía, sólo como el trastocamiento indebido de un
tipo de interés en beneficio de otro, entonces tenemos, por ejemplo
que una imposición del interés público en desmedro del interés
privado igualmente es corrupción; por tanto la corrupción no puede
comprenderse de forma consistente como acto ilícito de los
individuos, sino más bien en términos de anomalías de la estructura
social.

II

Hemos dicho que las explicaciones liberales ponen la causa en el


individuo y no remiten el fenómeno a otro fenómeno distinto que lo
funde, o sea, no son auténticas explicaciones. ¿Dado todo lo
anterior, cuál es el otro fenómeno o tipo de fenómeno que sostiene al
de la corrupción? La anterior descripción de la estructura social del
campo de la administración la hicimos a partir de tres términos
iniciales: el capitalismo, la política y la administración. Esta
última, realmente, se erige con base en los otros dos, por tanto, el
fenómeno de la corrupción se funda, a su vez, en fenómenos de orden
político y económico. La serie de los términos en cuestión nos
condujo luego a tres componentes de ese campo social, a saber: los
intereses particulares, el aparato técnico del Estado y el d común,
estos tres componentes pueden desfasarse unos de otros y estos
desfases tienen su origen o bien en la economía o bien en la
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política. Así, por ejemplo, la dimensión del interés real puede


hipertrofiarse en relación con el interés público imaginario y la
dimensión simbólica del proceso técnico; o bien el aparato técnico
simbólico puede igualmente desbordarse en relación con los otros, o
sea, el interés particular real y el interés público; y finalmente,
el imaginario del bien común puede inflamarse de manera apabullante
en relación con la dimensión simbólica del aparato técnico y el
interés particular real. En cada caso aparecen sendas formas de
corrupción cuya descripción somera nos ha de ocupar ahora.

La primera es la corrupción en su sentido clásico, es un


desbordamiento del elemento real, es decir, del interés particular
sobre las determinaciones normativas del dispositivo y sobre el
interés común; esta corrupción es aquella en la que se configuran los
consabidos tipos de desfalco, peculado, nepotismo, etc.; es la
corrupción que indigna a los liberales, la que suscita banderas de
campaña electoral, etc. El nombre de corrupción, usado para nombrar
este tipo de anomalía administrativa, es cercano del nombre
perversión; esta corrupción es un tipo de perversión, en la que el
individuo, consciente de la prohibición explícita o implícita en la
estructura normativa, sin embargo opta por la desviación para
favorecer su interés particular. En este orden de ideas, la
corrupción tradicional desmiente permanentemente el poder coercitivo
del dispositivo en torno al bien común, es por eso que suele suscitar
la anatematización moral, sobre todo en la medida en que va
involucrada la apropiación del erario público por vía de la
desmentida de la normativa establecida. Sin embargo, hasta aquí, no
hemos aún explicado por qué este sobrepujamiento de lo real sobre lo
simbólico y lo imaginario. Es menester afirmar que este tipo de
corrupción opone dos tipos de personas, a saber, el individuo y el
ciudadano; el primero es real, el segundo imaginario; el ciudadano se
erige sobre el individuo como una máscara que le permite interactuar
en el plano del bien público; pero por debajo de este disfraz
político se agazapa el individuo real que habita los desfiladeros de
la valorización del valor, que ha de entendérselas con su destino en
el laberinto monótono del ethos único del comprar para vender y el
vender para comprar. En esta dicotomía de la vida del individuo real
éste se convierte en sujeto que encarna el interés particular, porque
esos dos principios de la vida en el mercado comportan la acumulación
constante de un valor revalorizado permanentemente y cuyo proceso
presupone un lecho de competencia. El ciudadano como persona
imaginaria es una abstracción que pide la renuncia al interés real, o
sea, al interés particular. El ciudadano presupone una mística que
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por sí misma ya contradice al individuo real y su pasión por el poder


de apropiación de lo que le dispone el ethos del capital.
Precisamente, uno de los factores señalados, por los expertos en el
tema, como facilitador de la corrupción, es la discrecionalidad en la
decisión, es decir, que el decididor se mueve en un amplio margen de
comportamiento y en un amplio margen de expresión subjetiva. El
monopolio, la discreción y la posibilidad de no ser vigilado
conforman –dicen los que saben- la ecuación de la corrupción. De
estos elementos constitutivos, todos tienen una característica común,
a saber, la primacía del elemento subjetivo. El monopolio es la
concentración en manos del sujeto de la potestad sobre el
procedimiento; por su parte, la discreción se compadece con el
monopolio, pues la discreción es la potestad completa del fuero
subjetivo sobre el procedimiento en términos de interpretación y
decisión, es una forma del monopolio. Finalmente, la no vigilancia
también, de forma negativa, remite al fuero subjetivo: el sujeto no
está confrontado con otro como objeto de éste, el sujeto goza,
entonces, de plena intimidad y privacidad para el ejercicio de su
deseo. Esa ecuación lo que hace es desplegar tres formas correlativas
de manifestación de la subjetividad entendida como interés privado.
Por tanto, las formas de corregir el problema son medidas que anulen
la intromisión o la hipertrofia de ese interés sobre los procesos;
estas medidas siempre recaen sobre el dispositivo reorganizando su
estructura: normas para eliminar el monopolio sobre el proceso;
complejización de los procesos de toma de decisiones para que no
quede a discreción de un sujeto; y sistemas alternos de vigilancia y
competencia entre los propios funcionarios.

Pero ninguna de las medidas tomadas ataca la raíz de la hipertrofia


del interés privado: el ethos mismo que se erige sobre la
valorización del valor. Las medidas más cercanas a esto suelen ser
los ajustes de salarios de los funcionarios, para que la precariedad
en los mismos no despierte la tentación. Pero el fenómeno real de la
corrupción ha probado que no es un asunto de salarios cuando se
descubren redes de corrupción en niveles cuya jerarquía demanda
salarios altos. La valorización del valor no es asunto de salarios
sino de un ethos que no conoce límite burocrático alguno, un ethos
que, como el del catolicismo, se hace universal independiente del
territorio. El capitalismo y su ethos no son territoriales, obedecen
a una sola ley que desconoce el imaginario del ciudadano y los
colores de la patria. Por eso los ajustes, por férreos y disuasivos
que puedan ser, finalmente encuentran su caducidad en alguna forma de
evasión encontrada por la iniciativa del interés privado, el cual
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incluso llega a sofisticaciones como renunciar a actuar en solitario


para asociarse en complejas redes que violan todos los filtros
dispuestos por los vigilantes de la pureza de los manejos de los
asuntos públicos.

La segunda forma es el desbordamiento del componente simbólico


técnico, normativo, es decir, el desbordamiento del dispositivo mismo
y sus prescripciones a un punto en que la obsesión por el
procedimiento puede dificultar la ejecución del proceso. La
institución se vuelve paquidérmica, lenta, de tal manera que llevar a
cabo un proceso por las vías normales se vuelve oneroso y agobiante.
Esta sobrecarga del elemento técnico puede suscitar una exacerbación
de la corrupción del primer tipo, justamente para aprovechar la
necesidad de saltarse los onerosos y agobiantes trámites normales: la
avidez del lucro, atenta siempre a la oportunidad, puede encontrar en
ello un camino de satisfacción. Es un tipo de anomalía que parece
provenir del mecanismo mismo de la institución; y examinando con
detenimiento lo que ocurre, tenemos que se trata de una obsesión por
poner intermedios técnicos entre el inicio del proceso y su
conclusión con la pretensión de asegurar su transparencia y eficacia.
Pero esta obsesión puede igualmente manifestar el deseo de
obstaculizar el proceso e, incluso, impedir su conclusión. El sistema
queda corrupto, no directamente por la desmentida perversa de los
individuos, sino por su propia inercia operativa, por la colisión
entre sus dispositivos. La obsesión por el trámite formal parece no
tener otra causa que la estructura misma del dispositivo burocrático;
pero esta función técnica realmente descansa en un fundamento
político: la necesidad del control en el ejercicio del poder, la
protección del poder mismo mediante una mediación técnica; y el poder
se ejerce y se resguarda porque es la garantía del control social en
un estado de cosas cuyo desenvolvimiento es el lecho natural de unas
tradiciones y unas élites dominantes. Ciertamente, el aparato técnico
del Estado puede tener tamaños diversos de acuerdo a concepciones
políticas que, en últimas, son prescripciones económicas, pero en
cualquier caso su mole técnica pretende el control y por tanto la
salvaguarda del poder de la clase que lo regenta. Toda obsesión es
obsesión con el poder, porque la obsesión se manifiesta como la
patología en la que se acata el poder y la ley, y entonces, a
diferencia de la corrupción clásica, no se pretende desmentir la ley,
sino multiplicarla para garantizar su permanente entronización y, por
tanto, garantizar la permanencia del amo; si en la corrupción clásica
se desmiente al amo y su mandato de ciudadanía; en la obsesión
burocrática, que multiplica los procesos en forma agobiante, el
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mandato del amo es cumplido con el objeto de salvaguardar la pureza


de sus determinaciones hasta mostrar la realidad de lo que está en
juego: que sólo el amo puede realizar sin obstáculo su deseo. Pero
entonces esto muestra, nuevamente, la médula desnuda que recorre de
un lado al otro todo el drama y es que finalmente la competencia en
el juego de valorización del valor tiene ganadores y perdedores, y
justamente quienes detentan el poder de la máquina estatal sólo lo
hacen en virtud de su éxito en la competencia. Es ya un lugar común
enterarse de las quejas, en muchos lugares del mundo, de los
obstáculos que la mole de trámites impone a los procesos de creación
de empresas, a los procesos de administración de justicia, a los
procesos de atención en salud, a los procesos de acceso a la
educación, etc., quejas que no provienen precisamente del seno de las
élites sino de estratos medios e inferiores; por tanto, nuevamente
vemos remitida esta forma de corrupción administrativa a las
determinaciones en el juego económico y la posición social que éste
determina.

La tercera forma de corrupción la describimos, en general, como el


desbordamiento del componente imaginario, o sea, el bien común o bien
público sobre los otros dos componentes, el real del interés privado
y el simbólico del mecanismo del Estado. Hemos dicho que este interés
público es un efecto imaginario que expresa los ideales de la clase
dominante, un plano imaginario, un horizonte de sentido en el que la
realización del interés privado, por los senderos del lucro y la
valorización del valor, se desenvuelve sin problema como el paraíso
del crecimiento en los flujos naturales del mercado. El interés común
en el que todos los individuos encuentran su identidad como
ciudadanos a la par que realizan sus objetivos de lucro en el
circuito infinito y real del comprar para vender y el vender para
comprar, ese interés común se manifiesta en el semblante de la patria
y la identidad nacional. Pero también puede adquirir un obscuro y
siniestro caris al servir de fin no solamente para el desarrollo del
mecanismo estatal y sus dispositivos, sino también a la proliferación
de mecanismos paralelos que, como en el delirio de un psicótico,
constantemente le advierten a éste de la pérdida de su identidad, de
que el mundo le amenaza, de que debe obrar para protegerse. A nombre
de las faltas del Estado territorial, y su inoperancia para defender
los altos intereses del bien común, brotan entonces organizaciones,
mecanismos complejos que, al igual que el propio Estado, movilizan
dispositivos compuestos por funcionarios, recursos físicos y
técnicos, para consumar su labor paralela de mantener en vigor los
más altos intereses de la nación; así, no dudan en desarrollar
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procesos monstruosos de persecución, desplazamiento forzoso de


comunidades enteras, violación del fuero privado mismo,
expropiaciones ilegales, y también la práctica de la masacre, el
genocidio, la limpieza social, la eliminación del adversario
político, entre otras cosas. Esta esquizofrenia del aparato público
en la que el interés común encuentra salvaguardas paralelas al
aparato estatal, suele surgir como respuesta a una amenaza de
inconsistencia de este aparato mismo. La inconsistencia del aparato
es, a su vez, el peligro para la clase que detenta el poder a partir
del Estado; así, por ejemplo, el partido nacional socialista con sus
juventudes hitlerianas surgió para detener el avance de un cataclismo
social, una revolución inminente en la Alemania de comienzos de siglo
XX; también la práctica de tener ejércitos privados ha sido en
Colombia una constante, periódica, en las costumbres de las élites
económicas desde el siglo XIX, para contrarrestar el empuje de
movimientos sociales campesinos, obreros, etc., que ante los vacíos
del aparato legítimo ponen en cuestión, con su presencia, la
interpretación dominante del imaginario bien común. Organizaciones
paralelas al Estado para subsanar vacíos que éste deja en su deber de
instituir el bien común, pueden surgir, no obstante, sin representar
necesariamente una siniestra anomalía de la exacerbación de ese bien
común; por ejemplo, esto ocurre con las llamadas Organizaciones No
Gubernamentales. Éstas son una instancia del liberalismo en el que se
asume que la propia comunidad, los particulares, pueden hacerse cargo
de sus problemas en cierta medida; la política pública de los últimos
decenios ha fomentado el desarrollo de este tipo de organizaciones
como solución al planteamiento liberal de contracción del Estado,
pero igualmente, este tipo de organización es una entidad, técnica,
paralela al Estado que pretende el ejercicio de un programa en
función del bien común, y en este sentido no se distingue de un grupo
paramilitar. La diferencia es de grado y campo; de hecho, la
privatización del aparato bélico ya se da a ciertos niveles, aunque
aparentemente inocuos, como en las compañías privadas de seguridad.
Saltar de allí a experimentos más atrevidos como algunos que se
llegaron a proponer en Colombia bajo el nombre de “convivir” (palabra
esta variante de bien común), no es difícil, pues el Estado puede
perfectamente desdoblarse a nombre de los derroteros del bien común
entendido como libre curso, en el plano democrático, de la iniciativa
privada.

Las tres anomalías que hemos descrito someramente, han de ser


explicadas necesariamente retrotrayéndolas a causas políticas y
económicas, porque la administración de lo público presupone la
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política y la economía como los pilares que lo sostienen. Ahora,


estas anomalías son formas de la corrupción, o sea, la intromisión
ilegítima de un interés en el fuero de otro. La corrupción
tradicional sólo es una manifestación de las tres, una muy conocida y
publicitada por razones del componente moral que puede conllevar,
pero las otras dos también se hallan presentes en alguna medida en
los territorios del Estado. Probablemente la tercñera es tan
siniestra y patológica que no se pueda decir que se halle
necesariamente en todas las naciones, sin embargo aun en países con
alto desarrollo económico se pueden encontrar dispositivos
paraestatales, burocratizados, que desarrollan negocios ilegítimos y
permean las instancias del propio Estado legítimo, por ejemplo las
mafias que, pese a su carácter de negocio criminal que acumula lucro
en cantidades exorbitantes, puede, en un momento dado asumir roles de
labor social, como ocurrió en Colombia con el Cartel de Medellín. Con
esto hemos de concluir este ensayo de teoría de la corrupción
administrativa, un intento de producir lo que llamamos una
explicación auténtica poniendo el fenómeno de la corrupción en
relación con otros que puedan explicarlo, y como conclusión tenemos
que decir que esos otros fenómenos sólo pueden ser de naturaleza
económica y política, instancias que son las instancias básicas que
conforman la estructura del campo social de la administración
pública.

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