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RESUMEN DE LAS SESIONES DE LA SEMANA 2

Fabián Sánchez Arroyo.


Universidad Autónoma Metropolitana

Debemos entender que la comprensión de la realidad está íntimamente ligada a nuestra evolución
como especie, en el sentido de que hemos desarrollado capacidades fisiológicas que nos han
permitido sobrevivir a las múltiples exigencias del entorno desde hace millones de años. Ello, sin
embargo, no significa que nuestra perspectiva sea superior a la de las demás especies,
simplemente se trata de una respuesta acorde con las necesidades particulares de nuestros
antepasados, de manera que la forma en que vemos el mundo se halla condicionada a la
receptividad de nuestros órganos sensoriales. Lo cual tampoco quiere decir que estemos
limitados, puesto que hemos podido idear instrumentos que magnifican los sentidos de los que
disponemos naturalmente; además es importante señalar que, con el paso de los siglos, hemos ido
entendiendo cómo operan tales órganos sensitivos con respecto a los estímulos del mundo
exterior, con ello descubrimos que el universo, hasta cierto punto, no es objetivo ni unívoco pues
conlleva una interpretación humana, misma que está apoyada en una respuesta más o menos
inmediata; amén de que los fenómenos son proporcionales al método de observación de quien los
atestigüe —dicho lo cual, consideremos que hace poco más de un siglo Albert Einstein vino a
reforzar este aserto con su Teoría de la relatividad.
Conforme el ser humano fue introduciéndose en procesos civilizatorios cada vez más
elaborados, la perspectiva que solía servir únicamente para escapar de los depredadores o buscar
alimento comenzó a decantarse hacia otros aspectos colectivos igual de urgentes pero de diferente
índole intelectiva. Entonces, resultaba forzoso establecer ciertas convenciones mediante las
cuales pudiésemos regular la subjetividad de cada individuo. Pensemos por ejemplo en la
cartografía o en la representación de ciertos elementos cotidianos que fueren fáciles de identificar
y reconocer en común acuerdo, a fin de aumentar las posibilidades de supervivencia en
situaciones y contextos de una mayor complejidad social. Muy probablemente el afán científico
por analizar cómo funciona nuestra perspectiva en condiciones ideales permitió que los continuos
avances en materia de óptica pudieran ser eventualmente reflejados en el arte pictórico. Ya que la
diferencia entre el estatismo y rigidez de la pictografía egipcia en contraste con el realismo y
dinamismo de la pintura renacentista de Italia no obedece a una modificación del órgano ocular,
tampoco a un cambio radical del mundo y su interacción con los seres vivos, sino a un
comprensión más aguda de la relación existente entre el humano y la naturaleza. Como dice
Martin Kemp1 a propósito del descubrimiento de la perspectiva lineal por parte de Filippo
Brunelleschi:
Todo descubrimiento se apoya en ciertas condiciones sin las cuales habría sido
imposible. La primera de ellas es que el fin hacia el que se dirige tendría que
considerarse deseable —en este caso, que el registro sistemático de los fenómenos
visuales habría de verse como meta adecuada—. La segunda condición general es
que la invención tendría que ser operativa en cuanto a los niveles necesarios de
comprensión y habilidad. Bajo estas condiciones estrechamente asociadas subyacen
una serie de factores históricos, que van desde los aspectos más generales de lo que
puede llamarse “visión del mundo” a las circunstancias específicas (sociales e
intelectuales) del individuo o individuos implicados.

Así pues, se vuelve patente que de algún modo la realidad y sus diversas representaciones
son susceptibles de modificarse a partir de cómo percibimos aquélla, mejor dicho, de qué tan
profundamente nos internemos en los mecanismos físicos y químicos que la constituyen, con lo
cual nuestros valores estéticos también se verán afectados en consecuencia. Sin embargo, lo
fascinante de cada hallazgo en la inmanente relación matemática con la que se expresa el
universo y que termina manifestándose en el arte es que, no pocas ocasiones, alguna
característica inusual de un individuo que resulta excepcionalmente sensible, viene a empujar los
límites de las concepciones preestablecidas sobre la materia en la que se refleja una peculiar
forma de mirar el mundo: pienso, en este caso, en el pintor del siglo XVI mejor conocido como el
Greco, quien al parecer padecía de una afección visual que determinó su técnica y cuyos cuadros
conocemos, precisamente, por esa excentricidad al plasmar sus “claustrofóbicas” escenas
religiosas. Finalmente, digamos que la realidad se compone de ilusiones compartidas a las que les
adjudicamos una concreción más o menos estable que, por ahora, aún nos sirve.

1 Martin Kemp (2000), La ciencia del Arte: la óptica en el arte occidental de Brunelleschi a Seurat, Madrid,
Akal, p. 16.

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