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KARLFRIED GRAF DÜRCKHEIM

el maestro
interior

el maestro, el discípulo, el camino

Mensajero
EL MAESTRO INTERIOR
KARLFRIED GRAF DURCKHEIM

EL MAESTRO INTERIOR

El maestro - El discípulo - El camino

3.a Edición

Mensajero
Versión española por Concha Quintana de la obra francesa
titulada LE MAITRE INTÉRIEUR.

© Ediciones Mensajero - Sancho de Azpeitia, 2 - 48014 BILBAO Apdo.


73 - 48080 BILBAO (España)
ISBN 84-271-1380-3
Depósito legal: BU - 296. — 1989
Printed in Spain
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—Thomas Jefferson

sin egoísmo

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Referencia: 1026
PRESENTACION

En nuestro tiempo, y sobre todo entre los jóvenes,


escuchamos cada vez más, que están pidiendo un maestro.
Este requerimiento abre una nueva era en la historia del
mundo occidental. Es el indicio de que una edad nueva deja
tras sí a los «tiempos modernos», ya envejecidos. Simboliza el
relevo de la «edad de las luces» por una luz nueva, en la que
el hombre de Occidente pueda descubrir que la espiritualidad,
cuyos criterios habían sido hasta ahora determinantes a sus
ojos, alteraba la verdadera realidad. Una nueva salida se abre
ante él.
La llamada al maestro supone rechazar el papel que hasta
ahora han desempeñado los educadores y profesores, en la
medida en que se pretendía, no solamente transmitir un saber
y unas capacidades, sino también formar un sujeto capaz de
organizarse una existencia «justa». A su concepción de
«justo», le falta un elemento decisivo: ese vínculo que com-
promete al ser humano con la trascendencia haciéndole capaz,
merced a ella, de alcanzar su madurez de hombre. Preparar al
hombre exclusivamente para afirmarse y tener éxito en el
mundo, para ser en él eficaz y conducirse según ciertas
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convenciones, es relegar a la sombra su verdadera calidad
humana.
Por lo mismo, las reglas que determinan la concepción
actual del conocimiento no pueden ya mantenerse. Estas
reglas le limitan a lo que se percibe por los sentidos, es
comprendido por la razón y ordenado en conceptos y, por
añadidura, al dominio técnico del mundo. Más allá empieza el
terreno de la imaginación y de las quimeras, del sentimiento y
de las creencias: esfera íntima y campo privado subjetivo del
individuo. Esta es una forma de ver que no respeta la
trascendencia, es decir, la realidad sobrenatural de ese SER
que forma la trama de nuestra vida.
Una opinión inexacta —que, en parte, es causa del
constante progresar de la secularización— hace que la
trascendencia escape a una auténtica experiencia. Los
defensores de la «fe» y aquellos que se consideran como
representantes de la ciencia están en esta actitud. Y cuanto más
se cierren a la experiencia de la trascendencia los campeones
de la fe, haciendo sólo referencia a la revelación, están refor-
zando todavía más la postura de los racionalistas, que rechazan
la fe en nombre del conocimiento empírico. Se está iniciando
un cambio. Pues los científicos, cuya investigación es
realmente experimental, se ven obligados a admitir una
dimensión de la vida, que no sólo está presente, sino que es
efectivamente activa y tan incontestable como inaccesible a la

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razón, así como inexplicable en ciertas «circunstancias». Por
su parte, dentro de la religión cristiana, sacerdotes y seglares
intentan volver a encontrar el acceso a una experiencia
religiosa primordial. Ellos también ven que el haber
abandonado este aspecto es una de las causas de la decadencia
de la fe. Y ni los sicólogos, ni los terapeutas de estilo antiguo,
ni los sacerdotes de vieja tradición, pueden hacer frente de
golpe a la exigencia impetuosa de una juventud que se aparta
de las «creencias», reclama la «trascendencia», sin dejarse
detener ni por los escrúpulos científicos ni por los preceptos
religiosos.
El hombre actual toma conciencia, irresistiblemente, de
esa realidad supra-natural que espera ser percibida en una
experiencia viva y activa. La fe viva, siempre ha llevado
contenida, inconscientemente, la experiencia de la
trascendencia. Estaba «ahí», oculta a la conciencia del saber,
como fuerza inexplicable y certeza absoluta. Ahora ya se
empiezan a abrir las puertas que conducen a ella. Aquel que se
atreva a franquear el umbral pisa un suelo nuevo. A la joven
generación le apremia alcanzar esa salida. La droga es, de
forma manifiesta, una mala entrada. ¿Quién puede indicar cuál
es la buena dirección? ¿Quién sabe de qué se trata? ¿Quién
muestra el camino?
La juventud no es, por otra parte, la única que siente la
nostalgia de ese SER sobrenatural del que el hombre se ha
apartado. Para eliminar su desasosiego interior, es preciso que
jóvenes y viejos accedan a un nuevo estado. Ello supone una
experiencia particular, una llamada, una madurez: y eso exige
un maestro, sea cual fuere el estatuto y la apariencia
bajo la que se presente —educador, sicólogo, terapeuta,
sacerdote, u otras— y bajo la que se ejerza responsabilidad
sobre los otros.
El maestro —la existencia y la acción del maestro en
este mundo— son el testimonio operante de la
trascendencia que determina toda nuestra vida. Y ¿qué es lo
que queremos decir cuando, en este libro, hablamos de
trascendencia? Denominamos así al SER insondable de
todos los seres, a aquél del que nuestra vida 'misma está
tejida, al SER sobrenatural más allá del tiempo, del espacio
y de los contrarios, a la VIDA que está por encima de la
vida y la muerte. Hablamos así del Ser esencial, en el cual
todos participamos, de modo individual, de la Vida por y en
la cual existimos; esa Vida que nos vuelve a llevar a su seno
para engendrarnos de nuevo. Y que, en nosotros y a través
de nosotros, quiere presentarse al mundo. De lo
trascendente no hablamos en nombre de una fe tradicional,
sino en razón de una experiencia singular en la que, por su
plenitud, su orden y su unidad, el SER toca, llama, libera y
compromete al hombre. También la sentimos como un Tú.
¿Por qué no decir entonces simplemente «Dios»? Porque
para un hombre que esté realmente sensibilizado, en
búsqueda, la renovación religiosa se le hace más difícil, si
es que no supone una amenaza, tan pronto como se meta en
un concepto o en una fórmula teológica la experiencia pri-
mordial de lo divino, que es el objeto de su búsqueda actual.
Son, de hecho, estos conceptos y estas fórmulas las que, al
privarlas de su contenido, han conducido a la crisis de
nuestro tiempo. Tanto si hablamos de la Otra Dimensión,
como si lo hacemos de Vida sobrenatural, SER divino,
realidad más allá del espacio y del tiempo, de lo Absoluto,
o ya escribamos la VIDA, con mayúsculas, de lo que
queremos siempre hablar es de ese misterio único,

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insondable, que el hombre está llamado a manifestar y a
servir. La naturaleza del maestro, en cuanto testigo y
servidor de la VIDA, tampoco puede fijarse en un concepto.
Al hablar de «maestro» no se puede sino sugerir de qué se
trata. Su naturaleza y su acción están fuera de una
descripción conceptual lineal. Lo que él es, lo que emana
de él, y lo que pasa a través de él, no se puede sino observar,
de lejos, como a un núcleo oculto y misterioso. Según la luz
con que se le enfoque desde un ángulo o desde otro, está
constantemente revelando nuevas formas y nuevos rostros.
Una visión circular de este orden, el reflejo del centro sobre
múltiples facetas llevan, naturalmente, a repeticiones
verbales —fórmulas fundamentales de lo que aparece a
través de todos los reflejos.
Este libro no intenta ser una contribución a las «ciencias
humanas», ni a la sicoterapia, ni a la pedagogía. No se apoya
tampoco en la teología ni en la dirección espiritual. Pero
quizás ayude a aquellos que tienen responsabilidades
humanas a descubrir, en ellos mismos y en quienes les son
confiados, la fuente de la verdadera vida, esa fuente que
nuestra civilización, nuestros colegas y nuestras universida-
des especialmente, están amenazando con secar. Se trata de
volver a descubrir la VIDA supra-natural y el CAMINO para
su testimonio en el mundo. Una y Otro precisan del Maestro.

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Primera parte

LA LLAMADA AL MAESTRO
CAPÍTULO I

EN TODOS LOS TIEMPOS

1. El maestro como arquetipo

Todas las figuras primordiales de la vida humana


adquieren su significado en relación con el mundo en el
cual aparecen. Su propio sentido e importancia se sitúan
en el marco de un conjunto histórico concreto. Ocurre
igual con la figura del maestro.
La noción de maestro no es la misma en Oriente y en
Occidente y, tanto en uno como en otro, varía con el
transcurrir de los siglos. Su imagen está estrechamente
ligada a la tradición religiosa a la que pertenezca. Es, pues,
distinta en el budismo, en el hinduismo o en el mundo
cristiano. Sin embargo, no podríamos comprender ninguna
religión distinta de la nuestra si en todas ellas no estuviera
contenido, por encima de todas las variaciones, un mensaje
destinado a todos los hombres. Es así como podemos
concebir una idea general del maestro, ya que todas sus

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manifestaciones históricas encierran un carácter común.
Bajo una forma que le es propia, cada hombre
manifiesta la VIDA que nos hace vivir a todos. En su época
y en su lugar, por su naturaleza y a su nivel, cada hombre
es, en el TODO, una manifestación particular del SER
divino. En cada uno de nosotros la VIDA se hace presente
en una conciencia individual y bajo una forma única. Y en
todas las variantes del mundo humano, revelando más o
menos el SER, se expresa la idea de hombre. Y es así
como, a través de todas las formas que la encarnan, existe
«la idea del maestro», como la más elevada manifestación
humana del Ser divino. «El maestro» es el hombre que ha
devenido expresión encarnada de la VIDA. A pesar de
todas las resistencias que, generalmente, oscurecen y velan
esta Vida en la corta existencia humana, la Vida se afirma,
creadora y liberadora, en el hombre. En el maestro, la
VIDA supranatural toma, en el mundo humano, una forma
especial de testimonio y manifestación.
El maestro es el arquetipo de lo humano. ¿Qué quiere
esto decir? Que dondequiera que aparezca la vida humana,
se vuelven a encontrar ciertos fenómenos, raíces u
orígenes de sus formas primitivas, situándose siempre
entre la vida y la muerte, el sentido y lo absurdo, la soledad
y la protección, la infancia y el estado adulto, el individuo
y la comunidad, etc. Esta polaridad oscila siempre entre
nacimiento y muerte, yang y yin, tensión entre polos
masculino y femenino, día y noche, cielo y tierra,
conciencia e inconsciencia.
Que dondequiera que haya vida humana, existe lo que
engendra y lo que recibe. Que en todas partes hay
esperanza e inquietud, alegría y sufrimiento, seguridad y
temor, saciedad y hambre, vigilia y sueño, enfermedad y
curación. En todos estos contrarios está la VIDA.

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La VIDA no es esto o aquello, sino lo que está más
allá de los contrarios, lo que se vive en cada uno de ellos.
Es el TODO que tiene y excede todos los opuestos. Es lo
que domina y abarca, lo que se manifiesta en la lucha y en
el juego de los antagonismos, lo que avanza de forma en
forma en una perpetua transformación. La plenitud y la
unidad, inherentes a la VIDA, son su orden secreto, su ley.
Por eso reaparecen siempre situaciones fundamentales: los
mismos estancamientos, los mismos bloqueos, e iguales
abatimientos, la misma apertura a una nueva ascensión.
En la multiplicidad, en apariencia infinita, de
manifestaciones de fuerzas y contrafuerzas, vemos
siempre al hombre confrontado con las mismas estructuras
esenciales de su destino. Le vemos bajo el aspecto de
padre, madre, niño, chico o chica, adolescente;
desempeñando las mismas funciones de campesino,
obrero, soldado, médico o sacerdote, —reanudación
perpetua de los estados ordinarios en su condición
humana.
Solo, el hombre reclama un compañero, en la
dificultad necesita la ayuda del otro. En una situación de
estancamiento, busca quien le muestre la salida. A cada
situación de aflicción fundamental responde la fuerza que
permite salir de ella. A la ansiedad, a las nostalgias y a las
esperanzas siempre renacidas, corresponden figuras
compasivas eficaces. La del maestro es una de ellas.
Un maestro que corresponda a su propio arquetipo, es
la respuesta decisiva a una necesidad vital del hombre que
ha llegado a un cierto grado de su evolución. El maestro es
esa respuesta porque él guía hacia la VIA, haciendo así
realidad la promesa innata al hombre. La nostalgia y la
presencia de esta promesa alcanzan cada vez a más
hombres. Y esa es la razón por la que oímos hablar en todas
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partes de la llamada al maestro.
¿Qué necesidad y qué promesa conducen a esta
llamada? ¿A qué contrarios permite llegar la acción del
maestro? ¿Cuál es la desolación que él ayuda a superar?
¿A qué vida nueva él conduce? ¿Qué camino muestra?

2. Mediador entre cielo y tierra

En el hombre, ese desasosiego interior esencial que le


hace recurrir al maestro, nace de su doble origen, de la
oposición entre su origen terrestre y celeste y del
sufrimiento que padece al sentirse perdido en el mundo. El
maestro encarna la promesa de reunificación con el SER
sobrenatural, no sólo merced a una fe plena de esperanza,
sino mediante una experiencia real, y por la vía de un
ejercicio de transformación. El hombre primitivo y el niño,
no son todavía conscientes de este doble origen. Su do
ble naturaleza está todavía inserta en el UNO primordial.
Tierra y cielo, aquí y más allá, están aún tejidos en la
armonía de la vida. No obstante, un día se produce la
ruptura.
Tan lejos como nuestro conocimiento pueda llegar, en
el tiempo y en el espacio, el hombre siempre ha sentido y
siente su destino como una tensión entre dos realidades.
Una le es familiar. Llega a ella, mal que bien, merced a su
experiencia y a las tradiciones de su colectividad. La otra
penetra como un soplo inquietante en la realidad de este
mundo ordinario. Esta no le es ni accesible, ni la domina
de la misma forma que la primera y, aunque es im-
penetrable, interviene profundamente en su vida. Fuera de
los límites del poder humano existe, pues, siempre una
realidad —imprevisible, a veces beneficiosa y otras
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peligrosa— que escapa a las propias fuerzas naturales.
En todos los tiempos han existido hombres que
parecían situarse a un nivel más alto. Un especial contacto
les enlazaba con otra dimensión. Gracias a los medios de
que parecían disponer, comunicaban con las fuerzas de una
realidad superior. Sin duda, ellos sabían cómo el hombre,
para su salvación, debía comportarse con respecto a estos
medios y qué ejercicios o qué sacrificios el hombre podía
hacer que le fueran favorables. Porque, peligrosa o protec-
tora, la otra realidad era la más fuerte: sobre este punto
nunca ha habido duda. Esa realidad era y seguía siendo el
poder que, abarcando todas las cosas, determinaba
finalmente el destino humano: amenaza fundamental,
esperanza o hilo conductor que llevar a una vida mejor,
liberada del sufrimiento. Sin embargo, la actitud de los
«poderes» parecía estar siempre ligada a la conducta
humana. Se volvía siempre a la misma pregunta: ¿cuál es
la vía que lleva a una relación justa con los poderes
sobrenaturales? ¿Qué medio permite participar en su poder
y conocer la dicha que puedan dispensar? ¿Dónde está la
vía que permite acceder al contacto, quizá incluso, a la
unión con la otra realidad supranatural? Esta es la más
antigua de las preguntas, la que se remonta al principio de
los tiempos. El hombre, por medio de métodos y en
diversos campos, según su tradición y el nivel de su
espíritu, siempre ha intentado comprender lo
supraterrestre, hacer que le sea propicio alcanzarlo. De ello
da testimonio la diversidad de religiones.
Sea cual fuere el contenido específico de una religión
y el papel que en ella juega la fe, lo único importante y
duradero para mantener vivo el sentimiento religioso sigue
siendo el contacto inmediato de lo divino vivido por el
creyente, y lo que este creyente hace para devenir uno con

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él. Siempre se han planteado tres cuestiones: ¿cuál es la
VIA? ¿cuál es su precio? ¿qué es el ejercicio? Se sabe y se
actúa desde estas tres preguntas. Ellas son reflejo —y de
cierta manera también en nuestro tiempo— de la nostalgia
primitiva de un intermediario entre el cielo y la tierra. En
la llamada al maestro, se expresa una eterna búsqueda,
aquélla que intenta poner fin a la tensión fundamental entre
nuestra vida, condicionada por el espacio y el tiempo, y la
VIDA su- pra-terrestre, el SER divino.
3. De la angustia primitiva al conocimiento iniciático

Una prodigiosa evolución separa el sentido de la vida


en el hombre que se siente dependiente de los poderes del
infierno e intenta hacerse con ellos —mediante un
intercesor, súplicas y sacrificios— y la fe en un Dios
personal cuyo amor salva al mundo de las fuerzas del mal.
Hay también un extraordinario desarrollo desde la
conciencia limitada al pensamiento mágico y mítico, que
pasa después por la mental, para llegar a la conciencia
íntegra que encierra todos los estadios . Y ¡qué distancia
la que hay entre la visión del hombre, insignificante grano
de arena en el Todo y la que hace de él un microcosmo,
reflejo del universo macrocósmico, destinado a manifestar
en su forma humana-suprahumana la plenitud del Todo!
Y entre la imagen de un destino traspasado de
angustias, que ve al enemigo en las fuerzas ajenas, y el
hombre que descubre en sí mismo al adversario de esa
realización que él puede hacer posible; entre el
«medecinman» que intenta seducir, mediante sacrificios
sangrientos, a lejanas divinidades y aquél para quien el
foso abierto entre aquí y más allá se colma en su propia
interioridad. Entre el hombre que en el sufrimiento y en las
dificultades sólo ve la mano de las fuerzas contrarias a la

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vida y aquél que las reconoce como ayudas en el camino
de unión con

ese SER, que no solamente está «más allá» de la vida,


sino todavía más allá de la vida y la muerte.
La forma de considerar la relación entre el aquí y el
más allá, refleja el nivel y el grado de conciencia humana
de la VIDA. Se observa también, en nuestros
contemporáneos, una decisiva oposición entre los que
siguen estando aferrados a lo tangible, a lo material, y los
que son capaces de presentir y respetar aquello que sólo
puede desvelar una visión interior. Entre los hombres
cuyos criterios de realidad, teóricos y prácticos, se reducen
a lo real, comprendido con la conciencia objetiva, y
dominado por la técnica y aquellos para quienes los
verdaderos valores están más allá del tiempo y el espacio.
Sólo la conciencia de lo interior tiene acceso a esta realidad
que no se deja ni comprender ni dominar, y cuyo
conocimiento es la condición para toda acción superior. La
realidad tangible, más que revelarla, la oculta. Esta
realidad no se deja ver sino por el ojo interior.
La diferencia entre estas dos clases de hombres
destaca claramente hoy. Unos se contentan con desarrollar
los conocimientos que se les enseñan, las aptitudes y los
comportamientos a adoptar en el mundo. Otros van más
lejos y buscan la madurez interior de su verdadero Sí. Este
hombre no exige ni aporta un «más» a nivel de un saber
profano, del poder y de los bienes, sino a nivel de contacto
con el SER supra-terrestre, lo cual supone otra clase de
conocimiento que, merced a una experiencia, toca el
misterio del SER y descubre el camino interior que le lleva
a él. Es el camino iniciático: iniciar quiere decir abrir la
puerta del misterio . Aquel que aporta, transmite y hace

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realidad este conocimiento es el maestro.

4. Saber intemporal. La gran Tradición

Hay un conocimiento temporal y un saber intemporal.


La ciencia que sirve para dominar el mundo está en
continuo desarrollo. Un invento excluye a otro. Lo que se
ha descubierto ayer, ya hoy no satisface. Pero el saber de
Lao-Tse es una sabiduría tan válida hoy como lo fue en su
tiempo.
El tesoro de sabiduría de la humanidad tiene que ver
con su devenir interior y con su vinculación a lo
sobrenatural. Este vivo contenido es independiente de lo
espacio-temporal. Las apariencias y contradicciones bajo
las que se presenta, que están determinadas por la época y
el lugar, la expresan y ocultan a la vez. Y a través de todas
las capas externas irradia la VIDA más allá del espacio-
tiempo. Para aquél cuyos ojos saben ver, la luz de este SER
sobrenatural y oculto a todas las cosas, transparece en
todos los fenómenos. Está contenido en una conciencia y
en unos conocimientos primordiales innatos al hombre y a
los que éste puede despertar. La verdad que encierran vive
en lo que se llama la «gran tradición», también intemporal,
que se perpetúa a través de todos los países y todos los
tiempos.

La gran tradición está vinculada a un conocimiento


fundamental que las experiencias reavivan
incesantemente, el de las condiciones que, en el hombre,
han velado al SER, pero también el de las circunstancias
por las cuales, en y por medio de este hombre, el SER

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puede volver a tomar forma en este mundo. Esta tradición
se encuentra en el saber inspirado de los sabios y los
maestros, en el tema central de los mitos de la creación y
en la nostalgia de liberación de todas las grandes
religiones.
La «gran tradición» expresa la verdad de la VIDA
sobrenatural, que reaparece continuamente en la
conciencia, por medio de todas las deformaciones y
buscando realizarse en el hombre. Es la historia del Ser
divino, apartándose de sí mismo y buscándose de nuevo;
oculto en el mundo contigen- te, y especialmente en la
conciencia humana por la rebeldía de un mundo enemigo
y por la oposición de sus criaturas mortales, y
reencontrándose luego en el hombre, gracias al destello
inextinguible de su Ser esencial, despertándole a sí mismo
en la luz de una nueva conciencia. La verdad de esta
historia, pasada y futura, está en el espacio en que se mue-
ven el conocimiento iniciático y la acción del maestro,
cuya raíz es esta verdad. En el maestro desaparecen
aquellas oposiciones que, en su condición espacio-
temporal, dividen a los seres en países, razas, caracteres y
diversidad de evolución. También es así para aquello que
diferencia a Oriente de Occidente.
Parece insalvable el antagonismo entre el «sí» de
Occidente a las estructuras, a la persona, a la historicidad
de nuestro destino y la concepción oriental de la vida que
lo rechaza, más o menos en bloque, buscando la verdad
última en el UNO sin forma, impersonal, fuera de la
historia. Pero hay una verdad superior que hace que esta
contradicción entre Oriente y Occidente, cree la tensión en
nosotros mismos, constituyendo tema de trabajo de nuestra
vida interior. Aquí los contrarios se perciben como polos
cuya tensión dialéctica anima de forma diversa al
conjunto, al Todo vivo, siguiendo la inclinación, más o
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menos pronunciada, de uno u otro. Entonces aparece la
diferencia entre el Este y el Oeste como intensificación de
uno de los polos. Un auténtico encuentro entre ambos
extremos, entre cristianismo y budismo, adquiere así todo
su sentido, ya que puede conducir a la vez a una mayor
comprensión recíproca y a una precisión clara y profunda
de las diferencias. La apariencia bajo la que se presenta la
verdad primordial de la VIDA está siempre condicionada
por el medio. Pero, por su propia naturaleza, esta verdad
está más allá de los contrarios, manteniéndose viva en cada
maestro. Por eso el mensaje transmitido por los verdaderos
maestros tiene un valor universal.

5. El Sabio y el Maestro

La verdad esencial de la VIDA puede tomar forma, en


el mundo humano, en dos figuras: en la del Sabio y en la
del Maestro. Ellos no son personajes históricos reales si no
han sido «transformados» desde lo profundo del Ser supra-
natural. En medio de un mundo condicionado, ambos se
sienten libres de toda contingencia. Han sobrepasado las
pruebas fundamentales de la existencia humana: el miedo,
la desesperación, el abandono.
En el maestro, la VIDA no es sólo la fuerza viva que
le ha transformado y llevado a un plano superior de
humanidad, sino que también le hace capaz de cambiar a
los otros. El maestro no es únicamente el homo divinans,
es además el homo fa- ber. En él, como en el sabio, la
VIDA trascendente, interiormente consciente como una fe
viva, está también presente como un proceso de toma de
conciencia y de metamorfosis siempre crecientes. Lo que
hay de sobrenatural en el maestro, es a la vez una
experiencia de saber luminoso y una fuerza activa de
24
evolución.
Al sabio y al maestro se añade un tercer personaje. Su
toma de conciencia de la vida toma forma especialmente
por el saber. Es el «hombre docto» —en la India se le
llama «Pandit»— no en el sentido de nuestros
«científicos», porque él se interesa por un saber que va más
allá de la razón. Sin ser él misino un «transformado»
perfecto, puede transmitir, sin embargo, el conocimiento
esotérico. Participa, pues, del sabio y del maestro, pero
vive buscando, explorando, absorbido por las cosas
secretas, por las leyes ocultas, por el sentido primitivo de
los símbolos. Quizás C. G. Jung fue uno de estos «hombres
doctos».
El sabio y el maestro tienen un rango superior al del
hombre corriente. Humanos como son, viven a un nivel
supra-humano. Si nosotros podemos llegar a presentir algo
de su naturaleza y de su realidad es porque en cada uno de
nosotros vive algo —una promesa, un conocimiento
esencial, una misión— que también está más allá del
horizonte del hombre corriente: es el maestro interior. El
hombre, en su centro, es siempre potencialmente un
hombre docto, un sabio y un maestro. La presciencia de
esta potencialidad está aumentando en el mundo. Es la
fuente luminosa de ese «élan» hacia la transformación que
hace vibrar al espíritu occidental; su fuente de tinieblas es
ese potencial reprimido.
Los principios tradicionales están desapareciendo
radicalmente, y en un sentido que hasta ahora no se había
dado nunca. Los antagonismos y los choques no se limitan
ya a una tensión entre los partidarios de la realidad racional
y técnica/y aquellos que buscan alcanzar la plenitud de su
vida religiosa por medio de una fe interiorizada y despren-
dida del mundo. El desacuerdo sitúa a ambos grupos como
opuestos a los hombres que buscan en el mundo la
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experiencia de la realidad divina y en Dios la de la verdad
del mundo.
El antagonismo tradicional entre fe y ciencia, está ya
caduco. Forma parte de un estado de conciencia superado
por los hombres evolucionados de nuestro tiempo. Los
maestros de todos los tiempos, también los maestros
cristianos, habían ya franqueado este umbral. El aspirar a
una experiencia interior y a una transformación esencial,
gracias al contacto personal con la trascendencia, llega
ahora, por encima de las fronteras, a todos los países.
Responder a esta aspiración es la eterna tarea del maestro.
Para que un maestro sea aceptado en Occidente, no debe,
por ello, zanjar la oposición entre la vida interior y el
mundo a favor de una vida interior totalmente separada de
éste. Sino que debe resolverla con una actitud que permita
que «el espíritu se haga carne» y que lo sobrenatural
esencialice el mundo en su multiplicidad y en su
historicidad.

26
CAPÍTULO II

EN NUESTROS DIAS

1. La pregunta

«¿Qué puedo yo hacer para que lo que he ex-


perimentado se repita? No, más bien, ¿para que yo pueda
permanecer en contacto con lo que he sentido?
—¿Qué has sentido?
—No sé. Sólo sé que era fuerte. Me ha quedado un
estremecimiento interior.
—¿Bello? ¿Bueno?
—Mucho más que bello y bueno. Es simplemente
aquello».
—¿Qué quieres decir?
—Eso ¿qué importa? Fuerte, grande. Indescriptible.
Plenitud, luz, amor. Todo a la vez.
—¿Te ha producido una gran impresión?
—Mucho más que eso. ¡Una impresión parece tan
subjetivo! Era mucho más. ¡Era una presencia tal que yo

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no había nunca sentido antes!
—¿Y tú?
—De repente me sentí otro. Completamente libre.
Totalmente yo mismo y en mí mismo, y a la vez conectado
con todo. Ya no sabía nada y lo sabía todo. ¡Me invadía tal
energía! Y me sentía feliz más allá de toda medida. Por un
instante he sido totalmente yo mismo, no, no era ya «yo»
y sin embargo era yo como nunca. ¡Y hasta más!
—¿Qué habías hecho antes?
—Nada. Me llegó de repente. Aquello se apoderó de
mí, me dominó, me vació, me colmó. Aquello me llevó a
mí mismo, me anonadó, después salí de nuevo fuera de mí.
Es realmente inefable.
—¿Tu espíritu se sentía confuso? Y el mundo que te
rodeaba, ¿cómo era?
—¿El espíritu confuso? En absoluto. Nunca tuve la
mente tan clara. Todavía más. Veía lo que nunca había
visto.
—¿Qué era?
—El interior de las cosas —y a través de ellas— su
«núcleo». No puedo describirlo. Todo tenía un sentido
completamente diferente. Era exactamente igual que antes,
pero al mismo tiempo mucho más, todo era otra cosa y,
justamente por eso, todo era ello mismo.
—¿Y tú?
—Exactamente igual. Cambiado, era otro, y por lo
mismo, era enteramente yo mismo. Ya no me pertenecía.
—¿Y ahora?
—Oh, sí. ¡Ahora! Estoy buscando alguien que me lo
explique. No, —¿para qué explicarlo? —. Alguien que me
lo confirme, que me «descargue» todavía más, que me
guíe. Yo ya sé que es yendo en esta dirección como se
encuentra.
—¿Encontrar qué?

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—El sentido, la razón de ser. Por qué estamos aquí.
Necesito alguien que conozca esto, que «sepa», etc... ».

2. ¿Quiénes desean un maestro?

En nuestra época son sumamente frecuentes con-


versaciones de este tipo. ¿Con quién? De forma general,
con hombres que en lo más profundo de sí mismos han sido
tocados por una experiencia y con ella por algo nuevo,
maravilloso e incomprensible. La alegría que les invadió
contenía tanto una promesa como la exigencia de un
compromiso, sin. que puedan ya dejar de pensar en ello. Y
reclaman ahora alguien que les comprenda y les ayude a
devenir la persona que corresponde a su experiencia.
Reclaman al maestro.
El maestro es la respuesta a una cuestión planteada por
una situación interior muy precisa, y también a un estadio
determinado en la evolución de un hombre. Con
frecuencia, esta situación la desencadena un conflicto sin
salida, una dificultad interior para la que no se encuentra
solución con los propios medios y con el propio juicio y
para lo que la fe religiosa no es tampoco una ayuda.
Muchas veces este hombre presenta y busca algo que
le está íntimamente destinado, que representa su más
profunda misión y la realización de su propia vida. Una
experiencia particular se lo ha hecho entrever. El ha
entrado en contacto con el SER sobrenatural, con lo
Divino, de tal forma que su vida se orienta,
imperativamente, hacia lo interior y por un nuevo camino.
No sabe bien lo que le ha pasado. Sabe sólo que se trata de
mantener un contacto permanente con aquello que le ha
tocado. Y es entonces cuando busca a aquel que pueda

29
enseñarle lo que hay que hacer. Sabe que no puede ser ni
su padre, ni su madre, ni un pedagogo, ni un sicotera-
peuta, ni incluso un sacerdote. Entonces ¿quién? Y esta
pregunta recae en el maestro.

3. ¿Quiénes hacen esta pregunta?

Son, casi siempre, jóvenes que no han creído nunca en


nada. De forma brusca una experiencia les hace capitular,
abriéndoseles a la vez un nuevo horizonte. Se trata
también, muchas veces, de personas francamente
antireligiosas hasta ese momento, de materialistas puros
que «son» auténticos comunistas o de izquierdas,
militantes, ladrones que, en ocasiones, hasta han llegado a
matar. De repente, algo como un relámpago les alcanza y
una experiencia echa abajo toda su- forma de concebir la
vida. Ya nada marcha bien. Piden de otra forma algo to-
talmente distinto.
A menudo son hombres —de todos los medios y
niveles de cultura— que han renunciado a sus

30
«creencias». No se sienten bien, porque «allí» falta algo.
No solamente han sido infieles a su iglesia, sino que por
temor a caer en las creencias de su infancia, rechazan todo
aquello que se las hace recordar, reprimiendo, así, la
calidad numinosa que, de improviso, podría «tocarles». A
la larga, la situación se hace insoportable. Un día son
vencidos y buscan, según ellos «alguien que vuelva a
anudar el cordón umbilical —pero es necesario que sea con
algo totalmente diferente—».
Son también, a veces, las víctimas de un sicoanálisis
radical, que no solamente no les ha librado de un seudo-
dios, sino que también les ha hecho sordos al SER. En
muchos casos son antiguos analistas, freudianos entre
otros, en los que el análisis ha hecho más que vaciarles de
sus creencias. Durante años han trabajado lo más lejos
posible de la religión para descubrir, por último, que en lo
profundo, algo en ellos no estaba en su sitio. Formados en
una honradez intelectual están obligados a reconocer que
su conciencia no está tranquila. Un desasosiego interior
cada vez mayor les lleva finalmente a buscar a alguien que
les abra secretamente el acceso bloqueado a lo profundo de
sí mismos.
También hay gente mayor, dispuesta, por fin, a soltar
sus ataduras a las mil cosas a las que se aferraban y que,
para ellas, suponían el mundo. Un día, en un momento de
gracia, se han dicho: «Si yo soltara presa, todo podría
todavía cambiar». Esto puede ocurrir en un momento de
silencio y soledad. A veces, también, después de un
violento conflicto. Con orgullo, con exasperación, un
hombre endurecido en su yo se ha enfrentado una vez más
a los
otros, y luego se ha venido abajo. Y, de repente, se ha
instalado en él una gran libertad, venida como un don, sin
duda de otra parte. ¿Quién puede ser capaz de explicarle
esto? ¿Cómo mantener esta dicha?
31
3
A veces esto ocurre después de un intento de suicidio.
Inmediatamente después —el veneno comienza ya a hacer
su efecto— o inmediatamente después de despertar —
cuando todavía el yo no se ha recuperado del todo. Y se
siente en otro mundo.
Liberado de su yo temporal, el hombre ha vivido su
verdadera naturaleza y la gran libertad. Esta experiencia
prodigiosa resuena en él. Comprende que se le ha ofrecido
la preciada joya de la vida y no sabe ni como utilizarla, ni
como salvaguardarla. Busca quien sepa darle luz sobre esta
experiencia, le enseñe a conservarla, a profundizar en ella,
a hacerla fructífera.
También otras veces son, hoy en día, jóvenes que por
medio de la droga han conocido estados inhabituales,
momentos de expansión y de inmensidad insospechada.
Franqueados los límites conceptuales y los tabúes del
mundo, lo que ellos han sentido les deja el recuerdo de algo
«que vale la pena». Nadie puede despojarles de la
convicción que esta experiencia va más lejos de su
existencia ordinaria y banal. Lo que ellos sienten en su
conciencia habitual no ha sido nunca tan «gratificante».
Pero después se sienten mal, lo que les hace escépticos con
respecto a la droga que les ha hecho vivir esa situación
interior. ¿Era esa la puerta falsa? ¿Hay otros caminos?
¿Dónde está el hombre que les muestre un medio legítimo
de acceso?
Actualmente hay hombres duros —industriales,
financieros, hombres políticos que, al borde de la
depresión, o incluso en el corazón mismo de ella, han
tenido una «curiosa experiencia». En el preciso momento
en que se derrumbaban a nivel de su poder en el mundo,
algo distinto ha llegado a ellos. Algo extraordinario y feliz
que les ha subyugado. Pero ¿qué era? Sienten vergüenza
en hablar de ello. Durante algún tiempo sienten incluso
vergüenza con respecto a sí mismos por estar dominados
32
por «algo así». No tienen, tampoco, ninguna confianza en
la voz interior que les dice: «Sabes, es eso lo que realmente
vale la pena vivir». Más tarde, como no encuentran
sosiego, terminan por buscar alguien que les comprenda, y
les ayude a ir más lejos.
Frecuentemente son los sacerdotes. Ellos son fieles a
su fe. Se dedican incansablemente a su ministerio y a su
prójimo; viven en su Orden una vida consagrada a Dios, al
trabajo y a la oración, dicen su misa diaria —y a pesar de
ello no están en contacto con lo divino. A veces ya no
pueden orar. Están como faltos de sensibilidad. Sufren por
su situación de inautenticidad, se sienten avergonzados por
su fachada artificial. Reina en ellos una gran turbación y
un gran desasosiego interior. Y entonces puede suceder
que, de repente, se sientan invadidos por «otra dimensión»,
simplemente al pelar una patata o jugando con una piedra
del jardín. Por un instante se sienten en la plenitud del Ser.
Pero se encuentran ante un enigma y muchas veces se
plantea una cuestión candente: ¿cómo situar lo que acaban
de sentir dentro de su sistema religioso? Viven de forma
brusca la diferencia entre una fe profesada y la experiencia.
¿Cómo se integra esta experiencia en su fe? ¿Y por qué lo
que acaban de vivir, esa liberación y esa alegría
indescriptibles, no ha sido, desde hace ya mucho tiempo,
el fruto de su vida de fe? ¿Habrán buscado demasiado
«fuera» la fuente de salvación? Y se ponen a- buscar
alguien que les ayude. Porque se dan cuenta de que algo
falta en su evolución interior, una madurez, una
transformación, cuyo progreso exige algo más que
piadosas consideraciones, fidelidad y «firmeza en la fe».
Todos aquellos que viven tales experiencias y a los
que se les ha dado el no traicionarlas, rechazándolas como
si fueran meras impresiones, están en el umbral de una vida
totalmente regenerada, llena de un sentido nuevo, a
condición de que acepten estas experiencias tal como son,
33
sin intentar insertarlas en un «sistema» pre-existente.
Muchos más hombres de los que se puede uno imaginar
han alcanzado hoy este umbral. Cuando se niegan a pa-
sarlo, caen muchas veces enfermos. La VIDA se bloquea
en ellos y no puede manifestarse al exterior. Son entonces
pasto de tendencias agresivas y de depresiones que les
dejan desorientados. Sólo luce débilmente en ellos la
claridad de lo que sintieron. Buscan al hombre que les
muestre, con la salida de este atolladero, el camino de una
nueva vida. ¿A quién acudir? Un médico, como tal, no
entenderá nada. Les recetará, quizás, un tranquilizante o
les enviará a un siquíatra. También temen a los sicólogos
o a los sicoterapeutas, porque pueden asociar a otra cosa lo
más valioso de su experiencia, considerándola como una
ilusión, una proyección, una inflacción del yo. No hay nada
más terrible e irreparable como el caer en las manos de
alguien que interprete mal esta experiencia —desconocida
para él— y trate, por ejemplo, como «manía» la
experiencia de lo divino que, ciertamente, puede, por un
momento, hacer saltar los límites del comportamiento
«normal». Del sacerdote se teme que, situándose a nivel
teológico, ponga en duda el valor de la experiencia y la vea
como un fenómeno «natural», puramente «subjetivo».
Eventualmente intentará que aquél que le pide ayuda
y consejo vuelva al seno de su «madre la Iglesia». Ahora
bien, este hombre tiene la impresión de haber pasado a otro
estadio de madurez. Y busca a alguien totalmente
diferente: busca al maestro.

4. La experiencia que suscita


la llamada al maestro

Las experiencias y situaciones que suscitan la llamada

34
al maestro son de índole y profundidad muy diversas.
Pueden ser ligeros contactos del SER que, no obstante,
pueden despertar en un instante, y en aquellos que están
preparados, un intenso anhelo de fusión con el gran
Desconocido. Puede, también, tratarse de una «gran
experiencia», de una fuerza irresistible, por y en la que, y
sin que pueda caber la mínima duda, se viva la otra
dimensión como una liberación, una promesa y un
compromiso. Estas experiencias pueden producirse con
ocasión de situaciones extremas, cuando realmente el
hombre está en el límite de sus fuerzas e ideas, sobre todo
si, además, han perdido su fe religiosa.
El punto de partida de un primer contacto con el SER
puede ser el encuentro con una persona, una palabra, una
pregunta, un gesto, una mirada que traspasa hasta lo más
profundo —y así llega. Algo nuevo, totalmente
inesperado, ha entrado en la vida de un hombre. Y quizás,
sin que se haya dado cuenta, ya ha tomado una secreta
decisión.
Una frase que se lea en un libro, un pensamiento que
se haya leído u oído con frecuencia, pero que por primera
vez choca, resuenan de repente como la llamada de una
potente campana. Es imposible seguir estando sordo, pues,
por otra parte, en quien lo oye, una voz responde.
Puede también ser un hecho trivial, un leve accidente,
un esguince, un fantasma de la fiebre, el ver a unos niños
jugar. O bien un sueño, una experiencia sexual, una escena
de una película o, en la actualidad, un «viaje de LSD». El
sentido es siempre el mismo: el hombre ha puesto su
mirada en otra realidad, un mundo distinto le ha hablado.
Algunos rasgos, cuyos beneficios son duraderos, carac-
terizan esta experiencia: la calidad de numinoso y la
experiencia de una fuerza sobrenatural, de un compromiso
y de una promesa, vividos en una trascendencia inmanente.
Ciertamente que estas características no son
35
necesariamente conscientes como tales, pero están insertas
en esa experiencia que marca un cambio capital en la vida.
Para que estas experiencias se produzcan, se precisa haber
alcanzado la madurez inherente a un hecho que uno mismo
no puede «hacer» y para el cual el yo ordinario no capacita.
La experiencia es el acto que abre a la trascendencia. Para
ello es necesario que se venga abajo el muro que separa de
lo divino, ese muro formado con todas las costumbres, con
ese yo tal como ha sido hasta ese momento, con esas
formas arraigadas de pensar, con la obstinada pretensión
de una vida tranquila y segura, y mantenido todo por un
sólido sistema de algo «que se conoce». Que ese muro que
bloquea una verdadera madurez y un devenir se derrumbe,
y que se consienta en ello, no es nunca, con toda seguridad,
fruto de los méritos del hombre. Esa no es su obra. Algo
diferente irrumpe en él. Es la gracia, que nace al hacerse
presente otra dimensión, tan distinta a todo lo que ordina-
riamente se puede experimentar en el mundo, que hay que
llamarla sobrenatural. Lo que en un momento así se vive
está fuera del conocimiento del yo consciente y profano y,
no obstante, emana de una verdad indudablemente
presente en el hombre. Es la realidad de su Ser esencial,
modo de presencia en él del SER sobrenatural que quiere
manifestarse, a través de él, en el mundo. Su paso al mundo
habitual es gracia, pero hay que hacer posible que esa
gracia actúe, hay qué prepararse a ello. Y este es el sentido
del ejercicio espiritual.
La experiencia que provoca la llamada al maestro es
siempre un encuentro con este SER esencial, es decir, un
dar paso en la conciencia humana a la trascendencia que le
es inmanente. Al llegar así, de forma imprevista e
inexplicable, a la interioridad de la conciencia, produce la
suficiente conmoción y es lo suficientemente gratificante
como para determinar al hombre a buscar cómo mantener
un vínculo constante con la trascendencia, que se ajuste a
36
su Ser esencial como a su fuerza en el mundo.
La alegría y la liberación que aporta el primer contacto
con el SER sobrenatural es, en muchos casos, una
respuesta liberadora a alguna de las dificultades mayores
de la existencia humana.
Tres circunstancias insoportables para el yo natural
ensombrecen la vida humana: la destrucción, el absurdo,
y la soledad.
El aniquilamiento, físico o social, puede «hacer morir
de miedo». La frustracción causada por el desorden y la
injusticia de lo absurdo alcanza a veces tales proporciones
que toda fe se apaga, perdiendo la vida totalmente su
sentido. El estar forzado a sufrirlo puede llevar a un
hombre a las fronteras de la desesperación y la locura. La
muerte de un ser querido, la traición de un amigo, la
exclusión de la comunidad engendran, a veces, tal
aislamiento que sobrepasa las fuerzas humanas. Frente a
una de estas situaciones extremas, intolerables, —ya se
trate de aniquilamiento, desesperación o abandono total—
puede llegarle al hombre la fuerza para hacer aquello de lo
que su yo natural es incapaz: el decir «sí» a lo inaceptable.
Quizás sólo por una fracción de segundo, pero esto basta:
el desgarramiento interior ha entreabierto por un instante
la espesa coraza en la que el hombre encierra su fini- tud,
dejando que lo infinito fluya en él.
Por su Ser esencial, que encarna lo sobrenatural, el
hombre es elevado a otro plano. Ha vivido el milagro: en
el «sí» al aniquilamiento, la presencia de una VIDA más
allá de la vida y la muerte —absolutamente ajena a todo
aniquilamiento— en la aceptación de lo absurdo un sentido
más allá de todo sentido o no-sentido, en la humilde
acogida al abandono, una protección más allá de la
protección y del abandono en este mundo. El se ha sentido
a sí mismo en la trascendencia que le es inmanente. Ha vi-
vido en su Ser esencial individual su participación en una
37
VIDA impersonal y universal. Esta vida se ha manifestado
a él en su plenitud como una fuerza suprahumana, en su
orden como un sentido impenetrable, y en la unidad de su
amor supra-personal.
Son muy pocos, de los que viven experiencias tan
fuertes, en los que no se opera una «metanoia», un cambio
radical.
Y ¿quién está preparado para acoger bien instantes
semejantes? ¿Quién está, incluso, presto a respetarlos?
Actualmente se ha llegado por fin a este punto. El hombre
contemporáneo, al alcanzar los límites de su sabiduría
racional, cansado de goces mediocres y sublevado contra
una búsqueda exclusiva de éxito y eficacia, aspira a algo
totalmente distinto. Es preciso que lo encuentre. Y está,
por fin, preparado para recibir la experiencia liberadora de
su Ser esencial, y para no tratar ya con ligereza su
encuentro con la trascendencia, sino a ver en ella una
fuerza que, liberándole de la angustia del mundo, crea para
él, a otro nivel, una misión y una promesa.
Cuando el SER sobrenatural, la VIDA divina —el
creyente dirá Cristo, Dios— ocupa el espacio de la
conciencia con experiencias de este orden, éstas son tan
inconcebibles y tan extraordinarias, y el hombre
«corriente», no preparado, es subyugado hasta tal punto
por ellas, que no puede, simplemente, aceptarlas. Se
pregunta si es todavía normal. En la mayor parte de los
hombres, la gran ola que, por un momento, les ha agitado
se pierde en las arenas de una duda explicable. Pero otros
son tocados tan irrefutablemente que ya no viven
tranquilos. Y es entonces cuando llaman al maestro.
La generación que viene, más que la que nos precede,
parece que busca su Ser esencial y el despertar a El. Lo que
separa a los jóvenes, cada vez en mayor número, de su Ser
esencial es una película tan fina, y la fuerza de este SER

38
que tiende a manifestarse es tan grande que unas pocas
cosas serían suficientes para producir en ellos una descarga
a veces peligrosa. Una ocasión anodina basta para que se
venga abajo una forma, impuesta por su situación en el
mundo, y que no corresponde a su Ser esencial. Lo que
entonces ocurre es, frecuentemente, similar a una crisis de
esquizofrenia. Un muchacho habla confusamente y, de
repente, se cree que es Jesucristo. O bien discute, se
convierte en violento y su caso parece ser típico de clínica
siquiá- trica. Si se le toma y se le trata como a un enfermo
mental, pierde la oportunidad decisiva de su vida. Porque
en realidad se trataba de que su Ser esencial se había
abierto paso y hubiera sido preciso orientarle, lentamente
y con precaución, hacia el camino justo. Lo que en estos
casos trágicos llega de lo profundo de forma —muchas
veces difícil de dominar, caracteriza la situación en la que
en nuestros días se encuentra mucha gente. Están dispues-
tos a entrar en un nuevo espacio. Tienen necesidad de un
guía que les conduzca, con coraje, prudencia y perspicacia,
a la verdadera VIDA que les está destinada.

5. ¿Dónde están los maestros?

¿Dónde están los maestros que hoy se precisan? Si


bien Extremo Oriente conoce la tradición del maestro,
Occidente ignora esta figura central, integrada de forma
natural en las estructuras sociales. ¿Por qué? Porque, es
evidente que la cuestión esencial a la que responde el
maestro no se plantea con la suficiente acuidad como para
favorecer o exigir un maestro. ¿Cuáles son las razones?
De forma general, el occidental se compromete más
en el mundo que el oriental, que se interesa
preferentemente por su devenir interior. El hombre de

39
Occidente tiende más que el oriental a ocuparse de los
problemas del mundo exterior y a valorarse de acuerdo con
éste. Su actitud con respecto a la realidad histórica es
positiva, considerando como misión propia la de organizar
el mundo. Afirmarse, realizar algo importante, formar su
propio universo con una obra valiosa, es para el occidental
una aspiración natural y el criterio de su misión. Para
llevarla a cabo son suficientes, según parece, los conoci-
mientos y las capacidades, la disciplina y un adecuado
comportamiento en la comunidad- ¿Qué ocurre en este
caso con las necesidades del hombre interior? Que tienen
un lugar —limitado— en la vida social estando orientado
al prójimo, y entrando dentro del campo de la fe redentora.
Sin embargo, la fidelidad a la fe no está necesariamente en
relación con la madurez espiritual. La angustia interior
puede aliviarse cuando uno se siente protegido por la
poderosa bondad divina, con una conciencia tranquila y
con la esperanza de la salvación prometida en una vida
mejor, victoriosa del mundo. Mientras esta fe viva actúa y
reina, la cuestión de la vía interior, en el sentido iniciático,
no se plantea. Ni tampoco la del maestro.
Los dos pilares que sostienen la existencia del hombre
occidental —conocimiento y organización del mundo y
seguridad en la fe— no permiten la evolución, salvo
algunas excepciones, en dos aspectos: por una parte, la
conciencia y la responsabilidad de la posibilidad de una
maduración interior, así como del deber que ésta lleva
consigo; y por otra, la evolución, también posible y
necesaria, que permite que el hombre viva mediante la
experiencia, y gracias a haber ensanchado su conciencia,
aquello que sólo una creencia piadosa le hacía hasta ese
momento poseer. De ahí que algunas personalidades
importantes, líderes del mundo económico y político, y
también a veces de la Iglesia, carezcan de madurez, y en
tal medida que parece inconcebible, sin que tengan
40
siquiera la intuición de que les falta. Son irrealistas,
prisoneros de su yo, ávidos de poder, dependientes de las
críticas, ansiosos, emotivos y pobres de comunicación.
Todo lo cual muestra hasta qué punto les falta el contacto
y el vínculo con su Ser esencial, que es lo que les
sostendría. La sabiduría y el sentido de la vida oriental se
apoyan totalmente en este contacto. Y por eso, a los ojos
de los Orientales, no son las obras, sino la madurez de sus
«ancianos sabios» lo que constituye la flor de su cultura.
Este hecho remarca la diferencia existente entre dos
concepciones de la vida y sus consecuencias. Este apego
persistente de los hombres de Occidente —incluso
cultos— a las exigencias de una conciencia objetiva
acaparadora es un signo característico de su inmadurez.
Esta no-evolución de la conciencia impide que se abra paso
al Ser esencial y a la experiencia trascendente que le
manifiesta. Y para la fe representa también una peligrosa
carencia, pues si se llegara a poner en tela de juicio por la
razón, o a tambalearse por la duda, no podría regenerarse
en profundidad sino por la experiencia de las propias
fuentes del Ser esencial en la trascendencia.
La única forma justa y fecunda de considerar las
diferencias entre Oriente y Occidente es ver en ello, no una
diferencia sicológica entre los pueblos, sino un problema
interior de personalidad. Lo que caracteriza la tradición
oriental del maestro es la «trascendencia como
experiencia» y la vía iniciática que proviene, gravita y
conduce a ella. Pero también existe, potencialmente, en el
hombre de Occidente, donde una fe fundada en la
revelación, y la importancia dada a la organización y al
dominio del mundo, han hecho que quede relegada a la
sombra. No se ha manifestado, por tanto, con la suficiente
autoridad. Ha llegado ahora el momento en que esto puede
y debe producirse. Se trata de un cambio total que hace

41
que se pase de una orientación puramente objetiva, que
desprecia al hombre, sus sentimientos y sus aspiraciones
esenciales como «pura subjetividad», a reconocer a un
hombre «sujeto» cuya maduración exige algo más que su
propia conservación y eficacia en la comunidad.
El hombre sólo alcanza la madurez del verdadero Sí
cuando está en contacto con su más profundo núcleo, su
Ser esencial, independiente del mundo y de sus
contingencias. Y a la inversa, una toma de conciencia de
su centro, tal como la vivimos hoy, hace que nazca el deseo
de realización del Sí y la orientación hacia la VIA. Una vez
que se hace consciente, el desasosiego interior producido
por el Ser esencial, nó conocido, y no realizado, no
desaparece ni con un mayor éxito en el mundo, ni
volviendo a la fe. Porque está ligado a una situación en la
que el hombre siente que ya no se realiza en la eficacia
profana, y en la que su fe ya no le sostiene. En el camino
interior se hace así ineluctable la necesidad de un guía.
¿Qué es lo que ocurre si no hay un maestro? Hay tres
formas de responder a esta cuestión:
Aquél a quien el desasosiego interior de su Ser
esencial le hostiga hasta el límite de su resistencia,
encuentra un maestro. Curiosamente, la experiencia
muestra que con el infortunio nace su propio remedio.
Aquél que en la desesperación más profunda busca apoyo
y consejo, suscita siempre la ayuda, sencillamente por la
intensidad de su angustia y por la fuerza de su interrogante.
Le llega la respuesta de una persona que, sin ser ella misma
un maestro, escucha en lo profundo de su naturaleza
humana la llamada de esa misma profundidad afligida en
el otro. Y así, sin grandes reflexiones, da la respuesta justa.
Para ser más exacto: la respuesta no viene de ella: le es
inspirada y ella la transmite. Se tiende una cuerda
misteriosa entre la aflicción de uno y la receptividad del
otro, —un tercero tensa el arco— y el sonido liberador
42
resuena. El prójimo puede ser de esta forma nuestro
maestro si sabemos acudir a él de forma justa.
Existen también —y más de lo que podamos pensar—
hombres que por su evolución y su experiencia están
capacitados para ejercer la acción de un maestro si es que
toman conciencia de ello y osan hacerlo. Este es el caso de
quienes durante mucho tiempo han tenido que ocuparse de
los otros para ayudarles. Los sicoterapeutas, por ejemplo,
podrían guiar, al menos en una parte del camino, si se inte-
resaran por esta temática y si, conscientes de sus aptitudes,
asumieran valientemente sus responsabilidades. En una
palabra, si franquearan el paso que hay entre sicoterapeuta
y «gurú». Necesitarían, naturalmente, una preparación
diferente a la formación que se imparte en la actualidad
para aquellas profesiones por las que se hacen responsables
del prójimo. ¿Qué educadores, médicos o sacerdotes,
durante su formación, han tomado conciencia del hombre
interior, de la responsabilidad que asumen en cuanto a su
madurez y a la posibilidad de una verdadera realización,
mediante el contacto con su Ser esencial y la trascendencia
que le habita? La terapia actual no conoce todavía sino el
arte pragmático de curar, tratando el sufrimiento en
relación con el mundo, es decir, por la incapacidad de
hacer frente a las exigencias de la existencia. Pero, ¿quién
sabe dar remedio al otro sufrimiento, a aquel que crea la
ineptitud para responder a la exigencia del Ser esencial?
Este sufrimiento es el mal específico de nuestro tiempo. La
curación de este mal depende de un arte iniciático de curar.
Se trata de aprender a volver a ser uno con el propio Ser
esencial, de permanecer en unión con El y de vivir por El.
El terapeuta debe por eso poseer las condiciones necesarias
para actuar como gurú, como maestro. Nuestra época le
obliga a prepararse para ello.
Y sin embargo, la respuesta capital a la pregunta

43
«¿dónde están los maestros?» está en nosotros mismos.
Hay un maestro interior.

44
Segunda parte

EL MAESTRO-EL ALUMNO-EL CAMINO

4
CAPÍTULO I

IDEA Y REALIDAD DEL MAESTRO

1. El maestro eterno

La palabra «maestro» designa tres cosas: el maestro


eterno, el maestro en el sentido físico del término, y el
maestro interior.
El maestro eterno es un principio que se representa
por una imagen primordial, por una idea, por un arquetipo.
El maestro «en carne y hueso» es la encarnación de esta
idea en la realidad histórica. El maestro interior es el
despertar del hombre a la realización potencial —que es
promesa, posibilidad y misión— del maestro eterno en una
forma humana.
Lo que el maestro significa —ya se trate de idea,
realidad carnal o vocación interior— es la VIDA
humanamente encarnada, la vida sobrenatural, ma-
nifestada en el mundo bajo la forma de un hombre.

51
El maestro sólo existe si existe aquél que se
compromete en una búsqueda incondicional de la VIA que
lleva a la VIDA, es decir, el alumno, el discípulo. No hay,
pues, maestro sino en conjunción con la vía y con el
alumno.
La idea que expresa la palabra «maestro» es la de
«homo maximus» en quien la VIDA total —en su plenitud,
su orden y su unidad— se manifiesta en una forma
humana. Esta VIDA es también acción transformante y
creadora, que actúa con eficacia, incluso a nivel del mundo
que, sin embargo, supera. Un verdadero maestro está
haciendo realidad a los ojos del alumno al maestro interior
que está presente en él. Por el camino que él enseña, este
alumno espera actualizar la idea que se ha despertado en
él como posible y necesaria.
Al igual que el" maestro, la vía y el alumno com-
prenden tres aspectos: la idea, su realidad física y su
realidad interior.
La «trinidad maestro, alumno, camino», es la manera
en y a través de la cual toma forma, a pesar de todas las
resistencias y sean cuales fueran las circunstancias, el SER
sobrenatural y absoluto que está más allá del espacio-
tiempo. Hacerse cada vez más disponible, es decir, abrirse
al «élan» de la VIDA que tiende a manifestarse en el
mundo, es la tarea que le está destinada al hombre. Pero
para percibir así la vida, para tomar conciencia de que ésta
pugna por manifestarse y aceptarla como un camino a
seguir y como una vocación esencial, hay que haber
alcanzado cierto grado de evolución. Entonces será un
deber, un privilegio y una misión.
Las figuras del maestro, del alumno y de la vía se
actualizan en la historia bajo formas muy diversas según
el carácter, el nivel y la tradición espiritual de los pueblos

52
y de los individuos. Y se trata siempre de una encarnación
del maestro eterno, del discípulo y del camino eternos, de
esa trinidad cuyo arquetipo está presente en el hombre .
La forma de vivir y de percibir la relación entre vida
sobrenatural y realidad espacio-temporal determina la
visión de la VIDA, tal como tiene que aparecer en el
mundo y realizarse en el hombre. Cuando el SER
sobrenatural es la única realidad verdadera, el hombre
prisionero del mundo, alejado del SER, no puede cumplir
su destino sino después de haber triunfado del mundo y de
haber aceptado la muerte que le hace entrar en la realidad
del UNO. Pero también se puede percibir la VIDA
absoluta como estando por encima de la oposición entre
Vida sobrenatural y realidad profana. La aparición en el
espacio-tiempo de este más allá de lo espacio-temporal se
reconoce entonces como legítimo y la calidad de hombre
se realiza totalmente en aquél que, en el mundo, vive el
SER y da de El un testimonio consciente y activo. La
verdadera Vida se manifiesta, se cumple, y se concluye,
principalmente de dos formas. Tienen en común el primer
paso dado: la «muerte» del yo, de ese yo endurecido y
apegado al mundo —su aniquilamiento en el SER más allá
del espacio y del tiempo. Pero la orientación y el fin de la
evolución no son iguales cuando se niega y rechaza
definitivamente la encarnación, o cuando, por
el contrario, se vive conscientemente como realiza-
ción plena de la manifestación del SER divino. La ley del
«espíritu que se hace carne» rige el Occidente cristiano. El
contenido de la idea del maestro será, pues, diferente en
Oriente que en Occidente.
El maestro eterno es la VIDA que, perdida por una
conciencia objetiva, intenta volver a ocupar su morada y
reaparecer en nuestro mundo. Esta VIDA quiere revelar la

53
plenitud que lleva en sí y sustenta todo lo que vive, el
orden, origen de toda forma, y su unidad que, por la fusión
de todas las cosas, entre sí mismas y con esta misma Vida,
crea, en una constante renovación, una Totalidad siempre
nueva, que se hace posible sólo mediante el proceso peren-
ne de un «morir y devenir». En el maestro la VIDA
aparece en su pureza, como el principio de una perpetua
transformación cuyo sentido es el hombre que ha logrado
responder a su destino de testigo vivo de la VIDA. Y la
llegada del maestro eterno tiene lugar cuando el hombre
ha resistido. demasiado a la manifestación de esta. VIDA,
presente en su Ser esencial, y cuando esta oposición le
lleva al límite de lo que El puede soportar.
«El Ser esencial» de un hombre es el modo individual
de presencia en él de la VIDA sobrenatural que quiere
hacerse transparente en él y por él en el mundo. El hombre
es y sigue siendo, en su Ser esencial, un hijo de la VIDA
en perpetua metamorfosis. El oponerse a ello, fruto de la
conciencia definidora, es causa de ese sufrimiento
específicamente humano. Al llegar a un cierto punto, la
Vida hace que el hombre se sensibilice por fin a la voz de
su Ser esencial reprimido. Las formas de advertirle son
diversas. Puede ser una depresión o una enfermedad, el
choque por acontecimientos inesperados, algunos virajes
o golpes del destino, encuentros curiosos y «casualidades»
sorprendentes, a través de todo lo cual parece que la VIDA
lucha contra los obstáculos que le impiden instalarse en
este hombre. La voz de la VIDA puede también hacerse
oír por medio de una sed creciente de algo distinto. Por
sensaciones de ansiedad y de esperanza, por una nostalgia
confusa de liberación, por experiencias de lo numinoso o
por breves contactos del Ser. Por último, y sobre todo, por
«grandes experiencias» que sacan a un hombre de su sueño
y le requieren para un cambio de vida. Y entonces precisa
54
un maestro.
Hay dos razones por las que se puede pasar el umbral
que provoca la venida del maestro: son el sufrimiento y la
esperanza. La causa del sufrimiento es la inmovilización o
el haber abandonado el camino que nos está destinado. O
también, si se falta a nuestra unidad interior que busca el
realizarse plenamente y que sólo un cambio permanente la
mantiene viva. La promesa que vive en nosotros se hace
consciente cuando el origen de toda realización de uno
mismo, el flujo vivo que monta del Ser esencial amenaza
con sumergir el muro de la conciencia definidora. La
intuición de la VIDA que, en nosotros, espera ser recibida,
nos despierta súbitamente. Son momentos en que lo
Absoluto, por su fuerza potencial de realización, puede, de
pronto, triunfar de lo contingente: el nacimiento de una
nueva conciencia despierta así al maestro interior que
encarna la VIDA.
2. El maestro interior

Cuando, mediante un trabajo de ambos, maestro y


discípulo, el Ser esencial entra en la existencia de éste
haciendo que lo sobrenatural se haga naturaleza, el alumno
traspasa el umbral de la metamorfosis. Poco a poco, una
nueva disposición de ánimo libera su verdad y hace de él
un testigo de la VIDA. Todo lo cual se realiza bajo dos
aspectos: por una parte, el mundo exterior, espacio-
temporal, donde maestro y alumno se encuentran
realmente como hombres, y por otra, el espacio interior del
alumno que se está buscando. Aquí, el maestro no es
alguien que va al encuentro del alumno desde fuera, sino
como una instancia interior al propio alumno. Todos
somos al mismo tiempo alumno y maestro. Lo somos por
deseo y por la fuerza de nuestro Ser esencial que tiende a

55
realizarse bajo una forma en el mundo. Y a esto hay que
despertar. La condición necesaria, tanto para buscar como
para descubrir al maestro de fuera, es el maestro que está
presente en nosotros mismos.
Quien llega a la madurez del camino busca al maestro
porque tiene necesidad de ser guiado. Si en un entorno
nadie responde a lo que aspira, debe saber que él mismo
posee un maestro, su maestro interior. Si no fuera así,
nunca podría encontrar el maestro de fuera. O, si lo
encontrara, no le reconocería como tal. «Si el ojo no
tuviera luz, no reconocería al sol». Y si no hubiera
«maestro interior», el maestro del exterior no podría actuar
en nosotros.
Para descubrir y aceptar un maestro de fuera es
preciso que, en la profundidad del propio Ser esencial haya
un maestro y que éste empiece a hacerse consciente. Así
es como hay que comprender la respuesta de un maestro a
la siguiente pregunta: «¿Cómo hay que hacer para llegar a
ser maestro? —Sencillamente, dijo, dejar que se
exteriorice». Siempre, de hecho, ya se es aquél que se
busca y que uno quisiera llegar a ser. El motor que pone
en marcha la búsqueda es, justamente, lo que se busca.
El maestro exterior, al igual que el interior, sólo va al
encuentro de aquél que tiene necesidad de él porque ha
llegado al grado de madurez en el que la separación del
Ser esencial se convierte en sufrimiento. Ser maestro es
haber abolido esa separación y haber encontrado
nuevamente la unión con nuestra naturaleza esencial.
Somos Uno con el SER en nuestro Ser esencial; en nuestro
yo profano estamos separados de El. Cuando lo que nos
distingue del animal se impone de forma absoluta, es
también eso mismo lo que nos separa de Dios. De lo que
se trata aquí es de la fusión del yo profano con el Ser esen-
cial, al servicio del SER. La fuerza para realizarlo está en
56
nuestro Ser esencial, que es Uno con el SER. Le
corresponde al maestro hacerla consciente y activa.
La causa de que el hombre que busca un maestro se
sienta atormentado está en que ha emprendido un camino
equivocado. Y reclama su camino. Al igual que el maestro
es una instancia interior, el camino que busca el hombre
que se ha perdido le es también, potencialmente, innato. El
Ser asencial, la manera en que el SER está presente en
nosotros, no es estática como una imagen. Es una vía
innata en la que, grado tras grado, necesitamos realizar
aquella forma y estructura que una el Ser esencial con el
yo profano y le capacite para actuar, es decir, para
transformar la existencia en nosotros y a nuestro alrededor,
de conformidad con el SER.
El maestro interior es la conciencia primordial, viva
en nosotros, convertida en fuerza de transformación. Será
esta fuerza la que nos lleve por el camino que nos es
inherente, al total cumplimiento de nuestro destino
esencial. El maestro en nosotros se hace visible como
unión entre la conciencia de la VIDA más allá de los
contrarios y la fuerza realizadora de esta conciencia que se
afirma como CAMINO. En este camino, la VIDA podrá,
manifestarse en el mundo con una pureza cada vez mayor.
El maestro es también la voz de la conciencia absoluta,
totalmente diferente de la conciencia que nos llama al
orden en el mundo y en la comunidad en que vivimos.
El maestro interior somos nosotros mismos, bajo el
aspecto potencial, hecho consciente, de lo que podríamos
y deberíamos ser. El maestro interior, en el sentido de
aptitud para comprender y reconocer esta potencialidad,
exige cierto grado de evolución. Para oír como llamada la
voz del maestro hay que estar presto a ello. Responder a
esa llamada exige, no solamente coraje, sino también cier-
ta humildad.
57
No supone presunción reconocer al maestro en uno
mismo. Hacerlo así eleva, colma y compromete a la vez:
se precisa humildad para aceptar el peso de este
compromiso y del camino a recorrer por esta Via. La
verdadera humildad no consiste sólo en no querer parecer
más de lo que uno es. Es también aceptar ser más de lo que
uno parece ser. Hay una falsa modestia que es,
sencillamente, miedo a las responsabilidades. Y es un
obstáculo para dejar emerger el maestro interior.
El sentido y reconocimiento del maestro en nosotros
como deseo de «ser como Dios» es una condición
necesaria para que actúe la fuerza autónoma de la VIA. No
se podría decir que un hombre ha dejado el CAMINO si,
en principio, no se le reconociera la capacidad de seguirlo.
Él maestro en nosotros responde al alumno interior.
Maestro-alumno-camino están ineluctablemente unidos,
no sólo en el mundo, sino también en nosotros. El
despertar del maestro interior es al mismo tiempo el
despertar del alumno, y ambos existen sólo en relación con
la vía interior en la que el maestro guía y el alumno sigue,
en este mundo, pero también en uno mismo. Reconocer y
aceptar un maestro supone que el despertar del maestro y
del alumno, se haya producido ya en nosotros y que ambos
hayan despertado al CAMINO.

3. El maestro encarnado

Si se trata de un personaje que existe históricamente,


la palabra «maestro» designa al hombre en quien la VIDA
está totalmente presente. Se ha impuesto por su
experiencia y por su conocimiento. Una energía activa se
encarna en la forma del maestro. El es la verdad de la
VIDA, hecha consciente por sí misma, cuya fuerza
58
creadora se orienta y se dirige a una transformación
imposible de detener. El maestro encarnado trasciende la
humanidad ordinaria y es la forma más elevada del ser
humano. El es el hombre que ha llegado a la madurez que
exige la manifestación de lo sobrenatural, cuya impronta
posee. El ha franqueado muchos grados en los que aún
estaba frenado un pleno crecimiento de la vida. Siendo
como es hombre, tiene por ello una calidad supra-humana.
Su pensamiento y su acción no están ya sujetos al orden y
a las exigencias sociales, morales o teológicas del mundo,
ya que él vive en la libertad de lo sobrenatural. El maestro
puede respetar los sistemas del mundo, pero no está
sometido a ellos. Por eso, a menudo choca e importuna. La
verdad de la VIDA no permite que lo que ha llegado a ser
se mantenga, sino en la medida en que no frene ni vaya en
contra de que lo no-llegado a ser emerja.
La unidad de la Vida, presente en la conciencia del
maestro, no es la de la conciencia pre-mental, ligada
todavía indisolublemente al Todo. Es también totalmente
distinta a la fusión arcaica e indiferenciada con la madre
nutricia, aquella que absorbe muy frecuentemente al
hombre sometiéndole a una ñoña seguridad, enemiga de su
autonomía. El maestro encarna más bien la unidad
reencontrada, a la que ha precedido la muerte y la ruptura
de la unidad arcaica. Antes de la conciencia de la presencia
del SER ya ha conocido la desgarradura de las primeras
raíces y la ruptura de la unidad con El. En el maestro, la
luz proviene de la noche que él ya ha pasado; su saber
florece en un segundo plano de la conciencia perdida; y su
encuentro con la debilidad y la muerte le han hecho fuerte.
Su amor ha nacido en el sufrimiento de la soledad vivida.
Si él llega al alumno, no es solamente como la
encarnación de lo que éste buscaba y esperaba. El puente

59
que une el alma del alumno con la suya es muchas veces
el recuerdo ansioso que le ha dejado el alejamiento del Ser,
que en otros tiempos hubo de superar. El le acerca
fraternalmente al alumno y a su sufrimiento. El amor del
maestro es algo especial.
El maestro sabe que, de hecho, no es él quien toma
conciencia de la VIDA, sino que es ésta la que, en él, se
hace consciente de sí misma de un modo humano. Esta
Vida se realiza así como una perfección particular, con la
luz de un conocimiento y la fuerza de una acción
extraordinaria, que hace bien.
El maestro es un hombre que ha llegado a ser
transparente a su Ser esencial. Gracias a este contacto, él
reconoce a este Ser en todas las cosas que encuentra,y
transmite a su alrededor su transparencia a la
trascendencia. Allí donde está el maestro, la VIDA se hace
manifiesta.
El maestro personifica la verdad de la VIDA más allá
de los contrarios, vida que está tendida como puente entre
el tiempo y la eternidad. El encarna esa tensión que nos.
viene dada para que la resolvamos y no para que nos
disolvamos en ella. El comunica a esa tensión la
perspectiva creadora de una transformación del mundo
conforme al SER.
El maestro encarna la VIDA. El conoce la verdad y
guía por el camino en el que ésta toma forma.
El SER se manifiesta en el maestro en su trini- dad: él
representa la plenitud tangible de Su poder y de Su fuerza,
el orden por el nivel de Su calidad. Una estructura
conforme al Ser se elabora sin que él tenga necesidad de
actuar. El maestro encarna, visiblemente, la unidad del
SER, por su vínculo esencial con todo lo que vive, por lo
profundo de su humanidad y por un amor que no tiene
60
nada que ver con un «sentimiento». Estas son las carac-
terísticas del nivel al que él se sitúa.
Es así como el maestro posee las tres calidades
primordiales del SER: poder, rango y nivel .
En torno al maestro brilla el resplandor de la VIDA,
conscientemente presente en él como luz de una intuición
superior y como fuerza de una acción transformante.
El maestro es el mediador llamado a unir el mundo
profano con el Ser sobrenatural. El desata los nudos que
no dejan que el hombre realice el Sí, descubre los polos
opuestos, para luego tender entre ellos un puente que, en
una conciencia creativa y liberadora, una el yo profano con
el Ser esencial.
El maestro sólo es el maestro en relación con un
mundo deseoso de transformarse y capaz de hacerlo
realidad. El sabio no tiene necesidad de discípulo, pero, sin
alumno, el maestro es igual que una nota de música sin
nadie que la escuche .
El maestro es lo que es por su vínculo con una
instancia superior, de la cual le viene su existencia y su
misión. El es responsable ante esa instancia.

Mediador entre el cielo y la tierra, él actúa siempre en


nombre de esa instancia y nunca se presenta como origen
de su propio hacer. El remite a una realidad superior, a un
poder sobrenatural, a Dios o a su maestro. La actitud del
maestro es fruto de su sumisión a lo Absoluto y de su
respeto hacia quienes le han precedido. La presencia del
SER que está por encima de él, determina y penetra su
«ceremonial».
Un maestro sin humildad no es un maestro. O bien es
un maestro marcado por el signo inverso, es decir, un
demonio, producto y presencia de una trascendencia

61
usurpada por el yo.
El maestro no es un profesor; él no enseña a leer sino
a vivir (Maestro Eckhardt). El es representante e
intermediario, iniciador y protector de la VIDA que se
engendra por sí misma en un movimiento y cambio
incesantes. No podemos, pues, representarle con precisión
en ninguna situación o estado. Para el alumno, escuchar al
maestro es someterse a un trastocamiento constante. A la
larga, esto sólo es posible en la medida en que el alumno
comience a escuchar el silencio de lo profundo y cuando,
a través de todas las brusquedades del maestro, llega a
percibir también la Vida en él.
El silencio de la VIDA está por encima de la calma y
de la agitación, del silencio y del ruido. Expresa la paz que
nace en nosotros cuando el desorden de nuestro propio
corazón y el de fuera comienzan a sentirse como el telón
de fondo e instrumento de la gran paz.
Cuando aparece el maestro es como el rugido de un
león anunciando un combate a vida o muerte. De este
combate no se libra ningún hombre que esté llamado a un
plano superior. Ninguno de estos llamados puede evitarlo.
Es una lucha que promete lo más sublime y que presagia
lo más difícil: un verdadero «morir y devenir», no de una
vez por todas, sino como fórmula perpetua del CAMINO.
El maestro no responde al ideal de «hombre honrado»,
tal como éste se nos presenta. Ni con la imagen de lo que
exigen los valores tradicionales de lo bello, lo verdadero y
el bien. Lo que emana de él parece abominable a los ojos
de un «buen burgués» y éste, a su vez, es la diana de las
flechas del maestro. El maestro no es un elemento de
estabilidad, sino una figura revolucionaria; con él nunca se
sabe lo que va a pasar. El es imprevisible y contradictorio,
al igual que la VIDA encarnada en él, porque él es vida y
muerte, yin y yang, en perpetuo ir y venir. Su acción es una
62
fuerza a la vez creadora y liberadora. El maestro es la vida,
con la muerte que la vida lleva consigo, peligrosa,
incomprensible y dura. El hombre aspira a la tranquilidad,
a la seguridad, a la armonía. El maestro echa abajo lo que
se ha establecido, destruye lo que parece estar seguro,
deshace lo que se enlaza. Retira el suelo sobre el que pisa
el alumno, porque lo que éste precisa es caminar y no
«instalarse». Lo que importa es avanzar y no el llegar,
cambiar y no el acabar. La vida es sólo un pasaje. El
maestro mantiene viva la vida como en perpetuo viaje.
El maestro destruye las cosas establecidas. Sin
embargo, una vez destruidas las estructuras existentes,
dejando al alumno hundido en medio de un aparente
desorden, se hace presente un nuevo orden. Se desarrollan
nuevas formas. Y en la dureza

63
del maestro, el discípulo reconoce el amor. Comprende
entonces el sentido de la noche a la que le ha lanzado, ya
que de ahí nace una inesperada claridad.
El modo de actuación del maestro es el no-actuar.
Realmente él no «hace» nada. Es el mediador de una Vida
que, obrando a través de él, transforma a los seres.
El maestro sabe lo que supone «ser alumno». El posee
esa mirada que reconoce, ese corazón que ama en el
alumno a su Ser esencial, esa mano firme y ligera que le
conduce. El maestro conoce el CAMINO y los obstáculos
que pone el hombre. El sabe cuáles son las condiciones
que favorecen o impiden la transparencia. El maestro
conoce las etapas del Ser esencial en tanto que VIA, y sabe
determinarlas en el discípulo. El discierne la ley del
devenir y el orden de los grados en su progresión. El
maestro ve la luz que ilumina el camino, y también los
espejismos que engañan al alumno. El sabe la necesidad y
los modos del «morir» que preceden el despertar a una
nueva vida.

64
5
CAPÍTULO II

EL ALUMNO

El maestro eterno, en una forma humana, es la VIDA


en el camino de su manifestación en el mundo.
Históricamente encarnado, sólo aparece cuando se le
llama y se le reconoce, o cuando alguien tiene necesidad
de su ayuda para dar testimonio de esa VIDA.
Cuando un hombre, hasta entonces satisfecho con su
suerte, se da cuenta de que es prisionero de lo relativo, es
que ha llegado el momento crucial. La voz de lo
sobrenatural, presente en su Ser esencial, se deja oír,
siendo imposible ignorarla. Esta le llama a transformarse
y, respondiendo a esta llamada, él despierta al estado de
alumno. Sin embargo no llegará a ser realmente alumno,
discípulo, hasta -que se decida a «servir» y a buscar al
maestro que le dirija.

Para que se pueda hablar de un verdadero despertar al

67
estado de alumno, es preciso que éste sea atraído por el
Otro con tal fuerza que haga tambalear toda su orientación
anterior. Para ello es necesario que se sienta seguro, o por
lo menos, que tenga una presciencia lo suficientemente
viva como para comprometer la vida en este sentido, para
que no sea ya profana sino trascendente, incluso dentro de
su existencia y actividad seculares. El despertar del
alumno interior coincide con el del maestro interior, así
como una insistente llamada a buscar un maestro de fuera.
Y es así como nace la constelación de los elementos que
llevan al encuentro con el maestro.
Alumno y maestro son UNO: son las dos caras de la
VIDA que tiende a manifestarse, tanto en la conciencia del
alumno como en el encuentro entre dos personas. Todos
nosotros somos, de hecho, los discípulos —quizás
dormidos— del maestro eterno; estamos destinados,
potencialmente, a seguir a aquél que nos llama a un
camino de unión con el SER.
Él hombre, sólo puede cumplir su destino si escucha
la voz de su maestro interior. Es, pues, por naturaleza, un
alumno virtual, el alumno interior frente al maestro
interior. Al igual que el maestro, el alumno está siempre
«ahí», está ya en él. El arquetipo del alumno está ligado al
del maestro, así como el arquetipo del sujeto dispuesto a
seguirle, incondicionalmente, por la vía de unión con el
Ser.
El despertar del alumno no está siempre provocado
por un acontecimiento importante; el más insignificante
incidente puede llevar a un cambio interior decisivo, ya
que el sufrimiento por haber rechazado el Ser esencial
prepara desde mucho tiempo atrás ese despertar.
Sufrimiento que tiene su expresión de diversas formas,
que se escalan desde un malestar físico hasta la tendencia
al suicidio, pasando por la neurosis y la depresión. Cuanto
68
más fuerte sea el malestar que nace del Ser esencial, mayor
es la posibilidad de que una causa mínima baste para
provocar un cambio total. Ha vibrado una cuerda, la del
Ser esencial, y de repente, lo desconocido se revela.
Cualquier cosa adquiere un sentido iniciático —abre la
puerta del misterio— y el «Otro» penetra en lo profundo
de la conciencia. El hombre ha sido tocado por lo
Desconocido. Los primeros momentos le sumen en la
confusión. Feliz y turbado al mismo tiempo, goza, quizás
sólo durante una fracción de segundo-, de una
extraordinaria libertad. Y es así como puede ser cautivado
por un Otro al que siente que pertenece. Puede entrever
una nueva dimensión y una plenitud y profundidad
desconocidas y, en ellas, la promesa de una vida hasta
entonces inaccesible. Cuando todo esto se siente como un
compromiso, y no como una simple impresión agradable,
que puede quedarse en nada, es entonces cuando se
produce el despertar del alumno. Pero una iluminación no
quiere decir que sea ya un iluminado.
Para que esa irrupción del Ser en la conciencia
ordinaria, que se siente en la primera experiencia
iniciática, tenga el carácter de un despertar, hay que
comprender la obligación que lleva consigo. Y esta
obligación representa un esfuerzo, cuya naturaleza y
dirección difieren totalmente de todos los trabajos y
sacrificios que hasta entonces le habían sido exigidos al
sujeto.
Si se compara todo lo que la experiencia inicia- tica
hace vislumbrar como futuro con la existencia llevada
anteriormente, ésta parece haber sido vivida por un sordo
o por un ciego. Parece haber sido vulgar, desprovista de
sentido,' solitaria. De pronto, algo nuevo se hace posible.
Realizarlo exige, naturalmente, una metamorfosis interior

69
y no, como antes, una realización tangible en el mundo.
Para quien ha despertado a la VIA, esto supone una dicha
y un compromiso diferentes. Se le impone una nueva ley,
no del exterior, sino del interior. O más bien, él mismo es
esa ley. Y lo es en su Ser esencial que es parte del SER.
Seguir esa ley depende de él y no de circunstancias
externas.
Ese es el momento del despertar al estado de alumno.
El hombre oye la voz que le llama a salir de su antigua
realidad para entrar en la nueva y está dispuesto a
responder a ella: el CAMINO que le invita a seguir se le
presenta con toda evidencia y siente que le está destinado.
Sin conocerlo tiene que seguirlo, como si aquellas
palabras de la antigua sabiduría hindú estuvieran dirigidas
a él: «Sin conocer el CAMINO, yo sigo el CAMINO con
las manos abiertas, con las manos abiertas».
«Y, ¿quién puede llamarse discípulo? Sólo aquél que
está sumido en una profunda nostalgia, a quien la aflicción
le lleva al límite de su resistencia sintiéndose amenazado
por la destrucción si no logra encontrar una salida.
Sólo el hombre atormentado por una inquietud del
corazón que no cederá con nada en tanto que no encuentre
lo que la calme.
Sólo aquél que, una vez que ha emprendido el
CAMINO, sabe que no puede volverse atrás, estando
dispuesto a dejarse dirigir y a obedecer.
Sólo aquél que, con una gran confianza es capaz de
dejarse llevar allí donde ya no comprende nada, estando
dispuesto a pasar por todas las pruebas.
El hombre duro consigo mismo, que acepta soltar
presa para someterse al Ser que quiere emerger en él.
Sólo aquél en quien lo Absoluto ha tomado posesión,
puede soportar todas las dificultades que encuentra en el
70
rudo camino que le lleva al maestro.
En la entrada a la sala de ejercicios está escrito en
letras grandes: «Todo o nada». El discípulo lo deja todo
tras él; pero en adelante siempre tendrá la seguridad de que
lo que encontrará no será ya lo arbitrario, sino la sabiduría
intuitiva del maestro. En concordancia directa con su Ser,
el maestro empleará todos los medios para llevar al
alumno al camino. La muerte que le impone tiene como
fin la VIDA más allá de la vida y la muerte; no la destruc-
ción, sino el SER que con la muerte irradia. Este es el
sentido del CAMINO que el maestro enseña a su alumno».

Al mismo tiempo que nace el alumno, nace también


el maestro. Sin podérselo imaginar con precisión, el
alumno que acaba de despertar, presiente lo que significa
«el maestro», ya que, en su nueva con-
ciencia, también el maestro se ha despertado en él.
Esa conciencia de CAMINO, inherente a su propio Ser
esencial, exige un cambio que le haga transparente a la
manifestación del SER. Esta conciencia fundamental
difiere de la conciencia primitiva, en que ésta se expresa
por el simple miedo a ser castigado, dejándose oír cuando
amenaza el castigo. La conciencia absoluta no concierne
tampoco a los deberes que hay que cumplir con respecto
al mundo, a una persona, a un cometido, o a una
comunidad, ni cuando se falta a esa ley en que: «la
existencia de la comunidad es el deber de sus miembros».
La instancia que habla por voz del maestro interior no
exige sino la fidelidad absoluta al propio centro, cuyas
decisiones pueden ser también contrarias a los
compromisos profanos, obedeciendo así a la conciencia
absoluta; aquél que realmente se hace alumno puede llegar
a modos de comportamiento que el mundo califica como
71
infidelidad, crueldad, o traición.
La omnipresencia de lo Absoluto se manifiesta en la
conciencia superior del que ha despertado. La voz del
maestro interior no tiene vuelta de hoja y sólo puede
llamarse alumno aquél que está dispuesto a obedecerla.
Esta obediencia implica una incondicional disciplina.
Hay dos formas dé disciplina, una es heteró- noma y
otra autónoma. En la primera, el hombre se somete a una
autoridad externa, que siente como un poder ajeno y como
que daña a su propia libertad. La disciplina autónoma es
expresión de fidelidad a una decisión tomada a favor del
propio Ser esencial, —fuente de la verdadera libertad—.
La disciplina autónoma cambia la libertad del yo
(hacer o evitar lo que se quiere) por la libertad de hacer,
por medio del yo, lo que quiere el Ser esencial. La
instancia que en este caso manda es el propio hombre en
su Ser esencial, el maestro interior. El hecho de fijarse en
el maestro exterior no hace sino avivar la energía del
maestro interior. Si éste falta, la acción de un maestro de
fuera no tiene ya fuerza transformadora. De hecho, ya no
hay maestro. Es ésta también la razón por la cual un
verdadero maestro se retira para dejar al alumno solo
consigo mismo. El maestro suscita y pone a prueba al
maestro interior, luego se oculta para no estorbarle.
Maestro y alumno viven en el mismo espacio. Ambos
respiran el mismo aire vital, impregnado de calidad
numinosa. Este soplo que llega de otro mundo anima,
renueva, exige y protege; aporta calma y sustento, y es a
la vez inquietante y familiar.
Maestro y alumno se sitúan bajo la misma luz, aquélla
que hace que todo sea transparente al Ser esencial. Los dos
viven a una temperatura común que les vincula el uno al
otro, y a ambos con todo el universo en un contacto cálido,
e ininterrumpido, de Ser esencial a Ser esencial.
72
Maestro y alumno se encuentran en la misma fuerza
de VIDA, cuya corriente les penetra, les mueve, les
vivifica, les hace progresar. Están al servicio del mismo
Señor, al servicio del SER divino, que quiere manifestarse.
Quien despierta al estado de alumno está cogido entre
dos fuegos: por una parte el maestro —el de fuera y el de
dentro— que lo único que quiere hacer de él es que sea un
testigo del SER divino, y por otra su personalidad profana
que, egoísta o altruista, pero práctica, es atraída por el
mundo sin gravitar todavía, en verdad, en torno a su
centro. Esta tensión es distinta a la que existe —
inconsciente —entre el yo y el Ser esencial. El discípulo
es consciente del conflicto existente entre su compromiso
con el Ser y las exigencias del mundo. Ya no es el
sufrimiento inconsciente nacido del rechazo, por el apego
al mundo, del Ser esencial y de su promesa. Progresar en
el Camino exige del alumno que se someta por entero,
durante un cierto tiempo, que se renueva constantemente,
al Ser esencial. Sufre entonces la cólera del mundo
reprochándole su inconstancia. Pero aquél que ha sentido,
sólo por una vez, el Ser esencial que le ha desprendido de
todo lo que es el mundo, le encontrará luego en todas
partes, también en este mundo, pudiéndole servir en todo
trabajo profano.
Aquél que se ha convertido en alumno accederá a una
nueva calidad de humanidad, la del hombre que ha entrado
en el camino del CAMINO. Esta calidad no se alcanza de
una vez por todas. El proceso de un despertar al estado de
alumno pasa por numerosos grados. Comienza por el
hecho que suscita la llamada interior, la respuesta a esta
llamada, y luego el primer acto de obediencia. Y es así
cómo el hombre llega al camino del CAMINO. Hay, pues,
que distinguir el grado que hace posible el despertar del

73
alumno, del grado de un despertar real.
A la pregunta de ¿Cuál es la diferencia entre el
alumno y el maestro?, un maestro oriental respondía:
«Cuando alguien puede verdaderamente decirse «alumno»
es que ya está allí donde está el maestro: en el CAMINO.
La única diferencia es que en el maestro eso se nota un
poco más que en el alumno». Lo cual significa que: en su
lucha constante contra el yo profano, el verdadero alumno
no corre ya el peligro de ser infiel al maestro, es decir, al
interminable proceso de transformación que conduce a la
gran transparencia. Quien sólo ha despertado a la
posibilidad de devenir alumno, es todavía un novicio
inseguro. Ha sido tocado por el SER, está preparado para
seguir el CAMINO, hasta quizás se ha prometido
emprender los primeros ejercicios; pero sin embargo, no
está totalmente decidido a comprometerse. Está en el
camino del CAMINO, pero no ha franqueado todavía el
umbral del no-retorno de la transformación. Si tomamos
como ejemplo la oración perpetua: no es él quien recita la
oración eterna, es la oración eterna la que le habla. Es
absolutamente necesario, porque es hombre, que esté
constantemente con el tenor de la tentación de detenerse
en el CAMINO. Pero en el fondo, ya no existe tal peligro.
Estar en el CAMINO significa entonces que: el CAMINO
le posee.
Incluso el alumno en potencia forma parte ya, como
novicio, del orden secreto. Cuando el SER le ha llamado a
la trascendencia y él ya se ha orientado hacia el CAMINO,
ha superado con éxito el examen de acceso. Para él ya ha
quedado desgarrada la cándida unidad, tal como se
presenta al hombre natural. La antigua visión de la vida
había construido un edificio con los sentidos, con la razón,
con nuestra conciencia de los valores de lo verdadero, lo
bello y el bien, con nuestra moral de eficacia y buen
74
comportamiento —más un poco de religión». Y no
solamente se revela este edificio como demasiado
pequeño (con lo que bastaría añadirle un piso), sino que ni
sus cimientos, ni el conjunto de su concepción no nos
interesan ya. Como si ahora tuviéramos alas, la antigua
jaula protectora nos parece, de pronto, lo que es: una
prisión. Permanecer en ella, por miedo o pereza, sería
traicionar a nuestro Ser esencial.
El hombre tocado por el SER vive bajo el signo de una
exigencia nueva, con la alegría y la claridad de una luz
distinta. El sabe que a él se ha incorporado otra realidad, o
más bien, él se ha abierto a otra realidad, o aun para ser
más exactos, él mismo se ha abierto plenamente a una
persona absolutamente diferente a lo que él creía ser. Pero
para devenir lo que él es en su Ser esencial, también en y
para el mundo, necesita un maestro.

75
CAPÍTULO III

¿COMO ACTUA EL MAESTRO?

El maestro actúa de cinco diversos modos: enseñando,


aconsejando, irradiando, dando ejemplo, provocando
situaciones de choque.

1. El enseñar

En la Edad Media, un principio escolástico decía que


«la filosofía es sierva de la teología». Se da, pues, el primer
puesto a la teología, que aquí quiere decir, a la fe que ha
quedado enraizada en la conciencia. Esta fe no se apoya en
una idea discursiva. Viene dada con la aquiescencia a la
revelación. Pero como el hombre es un ser pensante, siente
de forma natural la necesidad y el deber de hacer pasar
también a la conciencia objetiva, en la medida de lo
posible, esa fe que vive sin necesidad de pruebas en su
conciencia íntima. Y así la interpreta con la razón, la fija

76
en conceptos y la estructura en una doctrina.
La verdad de la fe ha ido siempre acompañada de una
enseñanza en este sentido. Y lo mismo ocurre con la
verdad de la VIDA, que se hace realidad en el maestro
transmitiéndose por su mediación. Si bien lo esencial de su
contenido no puede ni formularse ni explicarse con
conceptos, ya que sólo puede pasar de «corazón a
corazón»; sin embargo el verbo y la enseñanza siguen
siendo un elemento constitutivo cuando el maestro dirige.
La enseñanza es tanto más necesaria cuanto que el
maestro tiene que tratar con alumnos inteligentes: éstos no
se contentan con imitarle y obedecerle, quieren participar
de su pensamiento. Cuanto más habituado esté el alumno
a tener una visión reflexiva de la vida y a intentar definir y
ordenar todo lo que es accesible al entendimiento, intentará
más integrar el saber del maestro en una concepción
general de la vida, a fin de que sea más que una ideología
o el resultado de piadosos deseos. Es preciso que esta
concepción se apoye en experiencias, pero también
permita un conocimiento lógico, claro y sólido. El
elemento esencial, el núcleo de la enseñanza del maestro
no puede transmitirse intelectualmente. Es, sin embargo,
posible llevar a la conciencia conceptual las formas que lo
expresan, las condiciones que permiten acogerlo y los
resultados de la consiguiente toma de conciencia.
El verdadero sentimiento religioso no puede ser sino
expresión de una relación inmediata con la trascendencia,
que nos toca por medio de experiencias en sí inexplicable.
No es menor la necesidad de conocer las disposiciones
sicológicas, el sentido y el camino del fenómeno de
transformación que tales experiencias suscitan y que
conduce a ellas. Para poder preservar su sentido ante
cuestiones objetivas, hay también que comprender
suficientemente su origen y sus efectos. Una verdadera

77
enseñanza impartida por el maestro responderá a ello de
dos formas. De una parte, él muestra el vínculo evidente
que existe entre las particularidades de lo que enseña y su
inserción en el orden del movimiento global que supone el
camino indicado. De otra, el maestro fortifica la esperanza
del alumno y le sostiene en su perspectiva de realización
de «sí mismo» en el SER. Responde así a una cuestión
racional y a una cuestión esencial.
Los maestros no dejan en herencia sistemas filo-
sóficos. Ya hayan hablado o escrito, poco o mucho, y con
todas las variantes posibles, lo que hayan dicho siempre
tiene un solo fin: transmitir lo UNO a que aspiramos. El
maestro siempre ha tenido una sola cosa que comunicar.
Pero su mensaje parece siempre nuevo, y múltiples son las
imágenes que él emplea, la luz que le ilumina y los
caminos por los que él lleva al CAMINO.
El maestro puede transmitir su enseñanza bajo la
forma arcaica de una tradición venerable. Pero aun así, la
hace pasar a su modo, tal como está viva en él. Lo universal
sólo pasa a través de testimonios individuales. Incluso si el
maestro utiliza fórmulas legadas por tiempos pasados, él
transmite lo que expresan de una forma que le es propia. Y
palabras mil veces repetidas parecen así brotar como por
vez primera de las raíces de todo lo que vive. La enseñanza
del maestro puede también ser una libre interpretación,
asemejándose a una metafísica personal —el factor
decisivo siempre sigue siendo el destello que parte hacia el
otro. Lo que dice el maestro importa menos que la forma
en que lo expresa y el hecho de que sea dicho por él. La
palabra actúa cuando quien la pronuncia es él mismo esa
palabra. El maestro no convence por sus argumentos, sino
por su Ser.
«La enseñanza no es, pues, el elemento decisivo. Sólo
lo es el comunicarse de corazón a corazón, de Ser esencial

78
a Ser esencial, del SER que fundamentalmente es el
maestro, al SER que el alumno es también en su esencia.
El maestro no trata a sus alumnos como si fuera un
pedagogo; ni examina, ni informa, ni da consejos.
Colmado por lo UNO, fija su mirada en el alumno
contemplando su Ser esencial. Va a él partiendo de su
centro, con amor, llamándole y alcanzándole directamente.
Todo cuanto intercepta el paso del Ser esencial, él lo ve
concentrado en una sola fórmula: en las ataduras que el
hombre mantiene y que le inmovilizan. Esa es la raíz del
mal que hay que extirpar a costa de lo que sea. Todo lo que
viene del maestro brota de este modo del espacio de lo «no-
acontecido», inmediato y único, para hacer que surja así en
el otro, libremente, eso «no acontecido» y que debe
producirse aquí y ahora. Sólo ese instante es reflejo del
eterno presente de donde puede irrumpir la iluminación
que alcanza al discípulo al abrir el muro del orden que le
mantiene prisionero. Toda imagen cotidiana, toda noción

79
habitual es peligrosa, al igual que las reflexiones que
reafirman un contenido con un significado que nos sea
familiar. Sólo aquella palabra o silencio, acción o no-
acción, única e irrepetible, que vienen del centro animado
por el Ser, es lo que, en ese mismo instante, puede hacer
presa en el alumno, tocar su Ser esencial en su interioridad,
despertarle y llevarle a luz» .
Hay dos planos en el contenido de la tradición que el
maestro revela. El primero es un conjunto de relatos,
imágenes y nociones asequibles al entendimiento
ordinario, ya que van dirigidas al yo natural. Pero una
interpretación «inteligible» tiene tendencia a fijarlas, y éste
es, en todas las religiones, el eterno problema de una
doctrina exotérica. El segundo plano es un sentido
esotérico, impenetrable a los conceptos, y que está
contenido en el núcleo vivo de las imágenes y relatos. Para
que este sentido profundo de los símbolos se pueda
comprender, es preciso que aquél que lo recibe tenga
«oídos para oír». Este es un elemento insondable, pero
también esencial, en torno al cual toda gravita. La forma
exotérica permite que pase y toque al creyente. No
obstante, lo único que éste puede hacer es abrirse a una
conciencia superior. El contenido secreto de la enseñanza
sólo resuena a través de todas las imágenes en aquél que
tiene oídos para oír, que le permiten sentirse afectado y
comprometido, cada vez más profundamente —también
en no hablar.
En el momento en que algún relato o símbolo queda
fijado o inmovilizado en la cabeza del alum-
no, o alguna fórmula o concepto se hacen autónomos,
ocupando así, sin darse cuenta, el lugar de la verdad viva,
el maestro los destruye. Las imágenes y los conceptos no
deben nunca ser otra cosa que indicaciones, recuerdos,

80
6
estímulos para una posible experiencia. Los maestros
orientales dicen que «no hay que confundir la luna con el
dedo que indica dónde está».
Desde siempre, cuando un alumno rechaza los
términos con los que el maestro le transmitió la verdad, ha
sido como un signo del despertar a esa misma verdad: el
alumno había «comprendido». Muchas veces el alumno ha
quemado el libro que contenía la doctrina considerada
como sagrada, porque, comparada con el fruto que ha
madurado interiormente, todo escrito le parecía «paja», y
cuando el maestro es un verdadero maestro, se alegra de
esa ofensa.
No obstante, siempre han jugado un papel muy
importante los libros que contienen enseñanza sagrada.
Transmitidos personalmente de maestro a alumno, toman
a veces el carácter de una presencia directa de la
trascendencia que aportan. Es, de alguna manera, lo divino
entre nosotros. De ahí viene la costumbre de prestar
juramento sobre un libro sagrado, de dedicarle un sitio
singular en la casa, de tratarle con un especial respeto.
También otros objetos pueden estar cargados de la misma
fuerza suprasensible, que emana del maestro que nos los
dio. Estos objetos hacen que de una forma activa esté
presente lo que él ha enseñado. Creer que, si-
cológicamente, se puede despojar de su significado vital a
un objeto venerado como sagrado es olvidar que el
hombre, sujeto vivo, da al mundo la realidad significativa
que para él tiene. La «profundidad» de esta realidad
personal depende de aquella con la que el hombre se abre,
él mismo, al mundo.
El núcleo, el punto focal de la enseñanza viva
transmitida por el maestro puede darse en una imagen, un
acontecimiento, un gesto y hasta en una simple palabra. El
maestro cumple así una función sacerdotal, sobre todo
81’
cuando impone las manos al alumno, traza en su frente un
signo santo, le propone una palabra sagrada, o quizá una
simple sílaba que, al repetirla, hace presente lo divino.
Si el alumno cree que puede quemar las etapas, se
equivoca. Si se le preguntara al maestro por qué hay que
seguir el camino de la razón sabiendo que conduce a un
callejón sin salida, el respondería: «porque tú eres un ser
que piensa». Lo mental puede muy bien ser una función de
sombra con respecto a la percepción inmediata que es el
fin último, pero no es, sin embargo, posible en el camino
interior el «saltarse la sombra». Hay que descubrir lo que
es justo a través de su contrario: el camino por la
desviación, la unión por la separación,1a VIDA por la
muerte. Hay que admitir la sombra (la vida que se ha
reprimido), aceptarla e integrarla; de no hacerlo así vuelve
furtivamente, y casi siempre cuando uno se cree ya
adelantado en el CAMINO. Con una zancadilla le tira a
uno al suelo, teniendo que empezar todo de nuevo. Por eso,
en nuestros días, la VIDA inacessible a la razón y la
calidad que se percibe a través de ella, tendrán más
oportunidad de ser reconocidos por aquellos que han
llegado al límite de la capacidad racional para después ir
más allá.
El temor de ver que una realidad pensada es
reemplazada por la vida inmediata da lugar al desdén o,
por lo menos, a la desconfianza con respecto a «la
enseñanza», es decir, al conocimiento conceptual del fin y
del camino. Una antigua regla de los verdaderos directores
de conciencia es el evitar la enseñanza teórica porque irrita
al que está buscando, sin aportarle nada. Por eso la mística
ha evitado siempre los conceptos porque, definiéndola,
destruye la vivencia de la experiencia. A la pregunta del
maestro «y bien, ahora la has tenido» un alumno, que
acababa de tener una gran experiencia, la fija con un

82
simple «Sí» —y el maestro le echa fuera gritándole: «Ya
no tienes nada». No todas las definiciones explicativas
matan el contenido de la palabra y de su acción. Algunas
respetan y preservan la experiencia. Captarlas supone ya,
necesariamente, que se comprenda, o sea, vivir la
experiencia del SER. Una progresión metódica en el
camino de una conciencia más profunda no puede
renunciar a ella.

2. Las directrices

El maestro se distingue del terapeuta clásico en el


sentido de que interviene, corrige y aconseja. Y la
diferencia entre un hombre que haya sido analizado y un
alumno es que éste cuenta con los consejos del maestro,
que está dispuesto a seguirlos y hasta ávido de ellos. Esta
diferencia se hace particularmente notable cuando el
maestro, poniendo a
prueba la confianza del alumno —apoyo y justificación de
su relación— le exige algo que él no comprende y que
realiza de mala gana.
El joven de hoy, si no supiera de qué se trata, no vería
en ello sino una autoridad injustificada, una dominación
típicamente paterna. Y sin duda alguna que sería ya hora
de que desapareciera una forma así de autoridad. «¿Por qué
tengo que hacer eso? —Porque yo lo digo». O bien: «hijos,
yo no comprendo lo que queréis decir con vuestras histo-
rias de libertad. En mi casa cada uno es libre de hacer lo
que yo quiero». Ciertamente que sería bueno admitir una
autonomía, que se debiera desarrollar pronto y respetar, ya
en el niño, la dignidad de la persona. Y para el maestro la
regla fundamental de sus directrices es el pleno desarrollo
del alumno que se confía a él.

83’
La autoridad de todo superior a quien se somete un
subalterno se apoya en el hecho de que el primero
personifica al Todo de modo más ostensible que el
segundo.
Y es así tanto para el superior como para el
subordinado, ya sea un profesor, un «jefe», un oficial, un
superior de convento, o un maestro. La cuestión es saber si
la obediencia es libremente consentida o si hay alguna
coacción. Lo que distingue las diversas relaciones de
autoridad se resume a eso. La autoridad ¿ha nacido de una
libre decisión o ha sido impuesta? o también: la decisión
tomada en otro momento ¿es, o no, todavía aceptada
interiormente? Por otra parte, para legitimar una relación
de autoridad es preciso que el maestro sea un auténtico
representante del Todo que su función encarna, por lo
tanto, que sea el mediador real y convincente de la VIDA
que él representa.
En una justa relación maestro-alumno, éste es y se
mantiene libre. La disciplina a la que se somete no es
heterónoma, sino autónoma. Y lo mismo que es libre para
elegir un maestro, y no otro, es también libre para dejarle
—bien porque se considere preparado para la
independencia, o porque el CAMINO le parezca estar por
encima de sus fuerzas, o también porque quiera cambiar de
maestro. Este es un elemento trágico en la vida de los
maestros. Les ocurre muchas veces que un alumno al que
se han consagrado durante años, sin escatimar ningún
esfuerzo, les deje por una u otra razón. Nadie le retiene.
Pero en tanto que el alumno trabaja con el maestro, le
somete su libertad. Y además, no sólo no se queja el
alumno de su excesivo rigor, sino que reprocha al maestro
que no ponga a prueba su fidelidad con más duras
exigencias. Esto supone, a su vez, que el discípulo concibe
la vía como una lucha incansable contra el pequeño yo

84
egoísta y preocupado por cuál es su actitud. El alumno
sigue los consejos del maestro, aunque sean duros. No por
obediencia ciega a una voluntad más fuerte que la suya,
según el mundo, sino para sacudir la tiranía del yo con la
ayuda de un maestro más avanzado que él en saber y en
grado de ser, y poder llegar así a la libertad del Ser
esencial.
Todas las directrices del maestro actúan en lo
profundo de una relación esencial con el Ser del alumno y
una relación así engendra siempre una profunda unidad.
Los consejos del maestro no sólo están cargados de la
plenitud del SER, presente en él. El hecho de que él
encarne la ley del SER que habla por su boca no es su única
justificación: esos consejos son también reflejo de la
unidad con el Ser que le vincula al alumno. Las más
rigurosas e incomprensibles prescripciones del maestro
tienen su raíz en el amor al alumno, amor que nace de su
unión con el Ser esencial de éste. En razón de esta unidad,
la transformación constante que debe operarse, en este
mundo, en el discípulo y de la cual él es responsable,
supone para el maestro una tarea y una obligación. Cuanto
más profundo sea este vínculo esencial, más fácil será al
maestro tratar a su alumno con naturalidad y sencillez, y
guiarle con directrices que seguirán siendo
incomprensibles en un plano humano. Estas directrices son
la marca de su infatigable disponibilidad, de su capacidad
inventiva y de su coraje. La presencia de esa otra
dimensión es lo que legitima todo esto.
Como punto central de las instrucciones del maestro
está siempre lo relativo a los ejercicios. Son realmente un
elemento capital en la vía iniciática. El maestro prescribe
el ejercicio, lo explica y lo controla. El conoce las etapas y
las señales del progreso, sobre todo si ya no se trata de
técnica, sino de aquello que descubree el juego del yo

85
interesado constantemente en su triunfo, o por el contrario,
del Ser esencial que comienza a alborear en la conciencia.
El maestro acompaña al alumno paso a paso en su camino
de transformación hacia la trascendencia, en el que el
ejercicio le hace avanzar. El decide la clase, la frecuencia
y la medida del ejercicio. A menudo, en el camino
iniciático, se trata de un entrenamiento de las fuerzas
naturales, llegando a veces a los límites del agotamiento,
pero es precisamente entonces, si la actitud general es
justa, cuando se despiertan y reciben las fuerzas
sobrenaturales. Si el yo renuncia y se abandona,
permaneciendo inquebrantable el centro de la persona, es
cuando se hace presente aquello que está más allá del hori-
zonte del yo.
La dirección del maestro, en el terreno del ejercicio,
consiste siempre en una repetición incesante de los mismos
consejos y del mismo llamamiento para mantener al
alumno en la actitud general justa. No se refieren
solamente a algunos ejercicios específicos, sino a toda la
conducta del alumno. El maestro percibe el mínimo
distanciamiento: un algo falso en el tono de la voz, una
sombra de suficiencia hipócrita, la falta de sinceridad, una
falsa apariencia. Entonces interviene. Pero, a su vez, él es
parco en alabanzas.

3. El irradiar

El maestro actúa con la irradiación, que emana de él


sin que él hable ni intervenga. Este elemento silencioso es
siempre lo esencial de sus palabras y de su acción. Opera
de múltiples maneras.
Comunica al otro una fuerza especial. De forma
natural, uno se siente poca cosa frente al maestro, pues él

86
reduce a nada las pretensiones del yo. No obstante,
también se puede uno sentir muy fuerte junto a él, y sobre
todo en el momento de dejarle, ya que él despierta la
energía del Ser esencial oculto por el pequeño yo. En
presencia del maestro se puede ver con calma el
aniquilamiento como si, con con él, todo lo aniquilable se
diluyera y sólo quedara lo indestructible.
En la irradiación del maestro hay una luz que traspasa
la bruma de lo que se ha llegado a ser, liberando del pasado
para una acción creadora. Esa luz penetra y arranca sin
piedad la mentira. Al igual que la fuerza del maestro, esta
luz proviene de otra dimensión. Gracias a su transparencia,
puede pasar a través de él y difundirse en el mundo.
En presencia del maestro, la verdad se hace presente.
Las respuestas a las preguntas que se le plantean vienen
por sí mismas, antes de haber sido incluso formuladas. Se
eclipsan las ambigüedades, se derrumban las fachadas.
A la luz del maestro se manifiesta y actúa la ley
interior del alumno. Es al mismo tiempo conocimiento y
conciencia ética. En la irradiación del maestro se perfila
una estructura acorde con el Ser esencial. Lo no auténtico
se descubre haciéndose inaceptable. Aparece la verdadera
forma.
La irradiación del maestro es dura, severa y, sin
embargo, está plena de calidez. Hace que el otro perciba
su unidad con el Ser esencial, rompiendo los lazos carentes
de importancia. El amor del maestro implica la unión con
lo sobrenatural, liberando de los apegos profanos. La
atracción del llamado por el maestro se da porque su
irradiación no es solamente liberadora y beneficiosa, sino
también intensa y peligrosa. Es un baño de fuerza
renegeradora. Por ello, el amor del maestro es a la vez
destrucción y bendición. Es fuerza, luz y amor, que obra

87
sin hacer nada, por medio de esa irradiación que deja siem-
pre ver un hombre poseído y penetrado por el SER.

4. El ejemplo

El maestro, cuando hace falta, remueve las estructuras


de existencia de una comunidad, pero no su ley vital. Para
servir a esta comunidad debe alterar el orden establecido.
El maestro no es, pues, un modelo de hombre «bueno» o
de «buen burgués».
El es siempre el original que no se puede ni se debe
imitar. Con una fama individual única, él es el testimonio
dado a aquello que posee un valor humano universal.
La ley, valedera para todos los hombres, debe ser
cumplida por cada uno de ellos según su estilo individual.
Un día, alguien preguntó a un maestro oriental por qué se
detenía tanto tiempo en lo individual cuando para él sólo
lo UNO universal tenía valor y realidad. «¡Porque lo UNO
y lo individual es una misma cosa!» respondió sin vacilar.
Para encontrar lo divino no es necesario que el hombre
prescinda de sí mismo, sino que, por el contrario, se acepte
totalmente en su propia particularidad. El maestro al actuar
de conformidad con la vida, conduce al alumno a sí mismo,
haciendo que surja en él lo que en él hay de original. Esta
es la diferencia entre un verdadero maestro que hace que
el alumno sea autónomo, hasta en el lenguaje, y los seudo-
maestros que la mayoría de las veces exigen ser imitados,
llevando a sus alumnos a la esterilidad imponiéndoles una
cierta terminología.
El maestro representa para el alumno, bajo forma
humana, la realidad buscada, y deseada, tal como ésta debe
ser. El la encarna por medio de sus palabras, de su
comportamiento, por su forma general de ser. Pero fijar la

88
mirada en un modelo sólo es justo si permite el despertar
del maestro interior y con él, lo que es propiamente
individual.
Muchas veces el gran viraje en la vida del alumno se
produce a raíz de un primer contacto con el maestro. En
ese encuentro «eso» «aparece» por vez primera, y después
más frecuentemente. La llama se ha encendido,
alimentándose luego del vínculo entre maestro y alumno.
La prueba de una relación fecunda con el maestro es
la resonancia de cada encuentro con él. En ese encuentro,
que puede ser lo más sorprendente, aterrador, arriesgado
que se pueda uno imaginar, el alumno se siente después
con el corazón en paz, totalmente libre.
La calidad de ejemplo y de modelo del maestro se
hace especialmente manifiesta cuando él comunica por
medio de un arte. Es entonces más hábil que cualquier otro.
Debe poseer una maestría absoluta. Pero si el maestro está
en el camino que lleva al CAMINO y si su arte constituye
un ejercicio que conduce a él, su carácter ejemplar no es
ya fruto de una capacitación técnica. Viene de la actitud
humana que determina esa capacitación y, en definitiva,
del factor supra-humano gracias al cual, sin su propia
intervención, se perfecciona el talento del maestro
haciéndose también sensible a los otros, a aquellos que son
testigos de ello.
La influencia supra-natural se hace aún más evidente
cuando el maestro está físicamente tan débil que casi ya ni
es posible someterle a prueba. A veces sucede entonces
que, simplemente por la forma de manejarlo (por ejemplo
tensar un arco cuando apenas tiene fuerza para ello) brota
una chispa en aquellos que están presentes, incluso si la
flecha no logra su fin.
Un maestro experto en un arte es capaz de poner su
técnica, totalmente purificada del yo, al servicio de una

89
fuerza más profunda, dejando que ésta actúe por medio de
él. El resultado no se mide ya según criterios ordinarios.
Porque lo importante entonces es más que uh resultado
visible, es la revelación de una dimensión completamente
diferente y que se presenta cuando la destreza buscada por
el alumno se obtiene gracias a:
— la actitud general de quien logra el resultado,
— la fuerza que allí aparece,
— lo que interiormente siente el propio alumno,
— su acción numinosa en aquellos que son testigos.

El maestro no lleva a cabo esta realización porque él


«pueda» más que el alumno, sino porque él «es» más y
porque, liberado del miedo, del yo y de toda intención,
todo aquello de lo que él es capaz está puesto, desde «allí»
a su disposición. Es por esto, y no por una mayor aptitud,
por lo que él es un modelo para el alumno, en el camino
iniciático. Por otra parte, el maestro no sólo expresa la
transparencia a la trascendencia en una realización par-
ticular, sino en toda su acción, y simplemente por su forma
de estar. La resonancia de la trascendencia a través de su
forma física hace de él un maestro.
El maestro es un modelo por su transparencia a su Ser
esencial. En todo lo que dice o hace es, sencillamente, él
mismo. El se muestra tal como es, sin forzarse y sin la
instancia de control de un yo convencional. El maestro
está, por lo tanto, más allá de las virtudes.
Si de un maestro se dice que es bueno, entregado,
dispuesto a sacrificarse, amable y afectuoso, o si por el
contrario, egocéntrico, terco, impaciente, distante, duro y
a veces cruel, estas apreciaciones pueden ser —o no —
exactas. De cualquier modo no tienen nada que ver con lo
que él es en cuanto maestro, ni con lo que hace de él un
maestro. El vive lo que le demanda la forma que la VIDA
90
toma en él, su impronta, su estructura, la carga de su
energía, sin preocuparse por lo que de todo ello resulte.
Prescindiendo de los criterios del yo profano, apegado a la
sociedad, él ya sólo es responsable con respecto a la VIDA
y no se inquieta ni por el efecto producido en el prójimo,
ni por ser o no conforme con las reglas de comportamiento
en uso. La verdad interior le empuja a destruir las
apariencias lisonjeras en aquellos que le rodean. También
es ésta una tentación para el falso maestro.
Quod licet Jovi, non licet boni. La falsificación del
maestro se encuentra hasta en el estilo de algunos
sanadores o pequeños «magos»: excesivas exigencias,
avidez pretenciosa, gestos chocantes. Imitan al maestro
para obtener sus privilegios ante el adepto que se ha
sometido a su autoridad. Un falso maestro exige, por
ejemplo, que sus discípulos le sacrifiquen su fortuna, se le
entreguen sexualmente, le colmen de atenciones u
homenajes.
Algunos de estos falsos maestros son mediocres
falsificaciones, pero también hay adversarios peligrosos,
con prestigiosos dones, que representan poderes de las
tinieblas. Ellos están en contacto con fuerzas
trascendentes, supra-naturales, que movilizan para llevar a
cabo hazañas extraordinarias. Quien de esta forma se
asemeja a un maestro es, en realidad, un hombre con una
«profundidad» no purificada. Se sirve abusivamente de su
contacto con la otra dimensión, que él utiliza con fines
mágicos, en provecho de su yo profano. Emplea su fuerza
de atracción para despojar a sus adeptos de su indepen-
dencia, vinculándolos a él mediante una ciega obediencia.
Sus poderes, indiscutibles, sirven a un yo usurpador de lo
divino que se hace honrar como un semi-dios. Ya no se
trata en este caso de lo divino, sino de lo diabólico.

91
El verdadero maestro dispone de fuerzas superiores y
de poderes supra-sensibles, pero más que mostrarlos, los
oculta. No supone para él vanidad; los pone al servicio de
lo Absoluto. En cuanto encarnación de la VIDA, obra
también milagros. Y, aparte de lo que el hombre sienta
como bueno o malo, su superioridad con respecto al
mundo hace que siempre actúe de forma creadora,
liberadora, transformante.
5. Las situaciones de choque

Estar abierto a la vida implica el éstar libre con


respecto a las leyes que la obstaculizan. La vida es siempre
un estar pasando. No soporta que algo se inmovilice.
Siempre sorprende. También el maestro. Nunca se sabe lo
que va a hacer.
La verdad del maestro es una puerta angosta. Para
pasar por ella hay que dejar tras de sí todo lo que nos
mantiene en la vida ordinaria. Nuestros puntos de apoyo y
lo que nos da seguridad nos permite orientarnos, es el suelo
que nos sostiene. El maestro pone en tela de juicio todos
los apoyos de nuestra vida natural. Cualquier medio le es
bueno para hacer que el alumno salga de su encasillamien-
to, para retirar de sus pies ese suelo que le separa de lo
profundo de sí mismo. «Lo que ya está establecido debe
ser derribado». Uno cree tener un derecho; se le niega. Al
alumno se le arranca de aquello a lo que se apega. El
maestro ridiculiza las cosas por las que el hombre siente
vanidad. Lo que el hombre cree ser, se desenmascara; y lo
que él cree saber, se desarrolla, ad absurdum. En
consecuencia, todos los medios, absolutamente todos, son
buenos para ser utilizados por el maestro. El sentido de pa-
labras y acciones del maestro, de otro lado incom-
prensibles, se explica y justifica por lo sublime de su fin.
Puede llegar a darse la respuesta absurda, el ataque

92
imprevisto, el puñetazo, la bofetada, la ofensa, la risa
sarcástica, el grito estremecedor. Ahí es donde se produce
la situación de inaceptable para el yo, teniéndolo que
aceptar; lo absolutamente intolerable y por lo que hay que
pasar; lo inesperado que desquicia y destruye todo aquello
que mueve, levanta y protege el orden habitual de nuestra
conciencia sobre nosotros mismos y el mundo. Este caer
tan brutal es lo que, justamente, puede hacer que se abra,
en aquél que busca la verdad más allá de este orden. Y de
esta forma reconocerá en el estar firmemente instalado y
firmemente fijado en esa realidad que era su apoyo, un
simple objeto que satisface su posición de yo.
Si el terreno sobre el que se asientan nuestra
conciencia natural y sus sistemas es lo que deforma nuestra
experiencia del SER, la primera preocupación del Maestro
debe ser la de provocar una sacudida valiéndose del medio
que sea. Por eso, la forma de actuar del maestro es a veces
el relámpago en un cielo sereno, su lenguaje la paradoja,
su lógica el contrasentido, su ternura el choque .

93
94
CAPÍTULO IV

LA VIDA Y EL HOMBRE

Cuando se considera a Dios en relación con el hombre,


se le reconoce generalmente como el Todopoderoso a
quien se debe obediencia, a quien se acude en las
dificultades y en quien, en última instancia, sólo se
encuentra la dicha, la seguridad y la paz. El hombre tiene
necesidad de El para no desesperar, para soportar la
crueldad del mundo y para superar, finalmente, su angustia
ante la muerte así como ante la vida.
Dios es ese poder, independiente del hombre, que le
domina, le gratifica o le aniquila. Ese poder que tan pronto
se manifiesta como se oculta, que le habla o que se calla.
El hombre depende de Dios. Suponer así esta relación
corresponde, sin embargo, a un estadio de evolución
humana. Es ese estadio en que el hombre transfiere todo lo
que sobrepasa el horizonte de su experiencia natural y de
su com-

95

7
prensión del yo profano al exterior de sí mismo, hacia una
trascendencia que tiene los dos polos de sombra y de luz
pero que, a pesar de ello, dispone, con respecto a él, de
poderes ilimitados. Esta forma de verlo cambia cuando
ciertas experiencias le hacen descubrir que todo lo que hay
más allá de su horizonte, no se sitúa necesariamente «fuera
de él». Entonces se da cuenta que existe una realidad que,
si bien trasciende su horizonte ordinario, es inmanente al
hombre y que constituye su verdadero núcleo, su Ser
esencial. Y es así como se abre una nueva forma de
concebir la relación entre el hombre y el SER divino.
Cuando el hombre, en la trascendencia, ve al SER
divino actuando en su Ser esencial al intentar manifestarse
en él y por él, su visión se modifica y su dependencia ya
no le parece que sea completamente unilateral.
La obra divina depende también del hombre, de su
disponibilidad para acogerla y para dejar que actúe en él.
Puede iniciarse un cambio crucial al percibir y reconocer
el hombre en sí mismo la resistencia que hace a lo que él
es en su Ser esencial y que, por ese Ser, él quisiera
devenir.. Este descubrimiento tiene algo de perturbador: el
hecho de que, a pesar de su pequeñez, él, hombre, puede
obstaculizar la VIDA.
También puede el hombre descubrir que por la
respiración es la propia vida la que respira en él y que, la
mayor parte de las veces, él no la recibe plenamente; y
todavía más: que una resistencia inveterada, de la que en
parte es responsable, se opone al flujo de esa respiración.
Quizá un día caiga por fin en la cuenta de que está
bloqueando la forma que su Ser esencial quiere darle.
La impresión que le causen estos descubrimientos y el
alcance del compromiso que puedan engendrar, serán
mucho más profundos cuanto que un contacto con el SER
hubiera ya dejado sentir la presencia de la VIDA, origen,

96
raíz y sentido de toda existencia y de todo devenir. Este
choque será fecundo si el hombre se siente tocado por una
emoción esencial en el momento en que se da cuenta que
él puede impedir que la vida se manifieste en él y por él.
Esta emoción tiene que alcanzarle como un rayo para que
pueda nacer en él una nueva conciencia.
Esto parece en principio monstruoso y sin embargo es
así: depende del hombre que la VIDA logre imponerse con
toda su potencialidad trascendente. Se tiene, pues, derecho
a decir que: el hombre tiene necesidad de Dios, pero que
también Dios tiene necesidad del hombre y que éste ha de
estarle disponible. No sólo busca él a Dios, sino que Dios
también le busca a él, por lo que él debe dejarse encontrar.
La vida humana alcanza su pleno desarrollo cuando llega
a lo sobrenatural, y el SER sobrenatural logra su
cumplimiento cuando el hombre le acoge, es decir, cuando
permite que el SER sobrenatural se «haga carne».
En la flor, su imagen se exterioriza en una forma
según sus condiciones propias: (tierra, agua, luz). Es lo
mismo en el hombre. Y al igual que el jardinero, aunque
no pueda modificar la flor que está contenida en el capullo
es, no obstante, responsable de las condiciones
indispensables para que brote. Pero con una diferencia: en
el hombre, al contrario de lo que sucede con la flor, estas
condiciones externas no son las únicas que favorecen o
ponen en peligro su pleno desarrollo. La flor no es
responsable de una eventual malformación —y el hombre
sí, en la medida en que intervienen factores internos y no
ya externos. Cuando la semilla depositada en él no llega a
brotar, el hombre no puede acusar, sino parcialmente, a los
elementos de fuera. Si él no corresponde al principio de su
Ser esencial, es decir, al modo en que la VIDA debe tomar
forma en él, no puede atribuir toda la culpa ni a las cir-
cunstancias ni al medio en que se mueve. El grado y la

97
manera en que la imagen que le habita sea apta para
realizarse en el mundo dependen también de él; con ella
comparte la responsabilidad. El hecho y la medida de esta
responsabilidad se le revelan cuando él despierta a la voz
interior, a la voz de la VIDA, o sea, al maestro interior.
En la vida de todo hombre se repite un proceso básico.
La plenitud no dividida del SER se diferencia, se separa;
entre sus dos polos se crea una tensión. El SER se
manifiesta en los elementos que se han separado por esta
ruptura, que se hacen independientes sin que, no obstante,
al principio, desaparezca del todo su unidad. Pero cuanto
más se acentúa la individualidad propia de estos miembros
separados de la unidad, corren más el riesgo de apartarse
de sus raíces, de encerrarse y apoyarse en sí mismo,
perdiendo así su vínculo con el SER. El destino original
del hombre es el de ser más o menos víctima de este
peligro. La formación del yo, con su voluntad egocéntrica,
conduce a una separación crucial. La conciencia racional
se sirve así del conocimiento teórico y de las
«observaciones» prácticas para construir el hombre y el
mundo. La unión con el SER llega de este modo al punto
de ruptura. Si bien la unidad del SER con el Ser esencial
no se pierde jamás, desaparece, sin embargo, de la con-
ciencia racional. La eterna tarea del hombre es el abrirse,
con una nueva conciencia, a lo que la conciencia racional
ha escondido y que sigue estando presente en el Ser
esencial. Para lograrlo necesita al maestro.
Por otra parte, una fusión arcaica con el SER
representa el peligro opuesto. Si bien el hombre está
destinado a alcanzar su autonomía, corre el riesgo de no
poder desprenderse del UNO primordial. La «gran madre»
primitiva le retiene. Está siempre en una situación de
conflicto entre el aspirar a la independencia y el atractivo
de la madre protectora. Para devenir hombre, debe librarse

98
del vínculo envolvente materno que le lleva
incesantemente al seno del Todo original. Pero, pata seguir
siendo humano, tampoco debe nunca romper del todo ese
lazo nutricio. Este tema fundamental del devenir humano
está presente en todos los grados de evolución del hombre.
Cuanto más se avanza en la evolución, más se acentúa la
tensión entre un integrarse en la profundidad materna y
una autonomía viril, entre la independencia del yo profano
y un en- raizarse en el Ser esencial. Aquél que ha sido
llamado al CAMINO necesita en este caso ser guiado por
un maestro.
Todo lo que está vivo, vive deviniendo. Y el haber
devenido es siempre para lo no advenido una condición y
un obstáculo. Lo que se instala sólidamente se opone a la
vida en su movimiento constante y el destino del hombre
quiere que él engendre y viva esta contradicción interior.
Tiene que sufrir por ello para afinar su intuición del SER
y poder así descubrirle. La conciencia humana, que se
desarrolla a la vez como conciencia del yo y conciencia del
mundo, se mantiene siempre entre estos dos polos fijos: un
yo instalado en uno mismo y un mundo que le es propuesto
a la razón. Por el sufrimiento que nace de una realidad
estática y estancada, es como el hombre puede alcanzar la
realidad dinámica de su Ser esencial y descubrir el camino
que le está destinado. Cumplir esta tarea ha de pasar ne-
cesariamente por el sufrimiento de un yo profano que,
suplantando al SER, se constituye en absoluto.
El despertar permite reconocer que el aspirar —lo cual
es incontestable para el yo— a una existencia sólidamente
asegurada, se opone a la verdad de la VIDA, nunca
inmóvil, jamás instalada en sitio alguno. Este es el primer
paso hacia una plena madurez humana. Y no se trata de
una constatación teórica, agradable y sin problemas. Es un
despertar en lo esencial, un choque que obliga a salir del

99
sueño. Un mundo construido y mantenido en un orden
estático, se ve muchas veces obligado a ceder el sitio a la
verdad del SER, a su transformación, que libera y
compromete a la vez. Reconocerlo así es el único modo de
pasar a la vía iniciática. Esta vía iniciá- tica no tiene, para
nosotros, como resultado el SER sobrenatural despojado
del yo y de todo objeto, sino el volver al mundo espacio-
temporal en un Ser-Sí mismo, en que el Ser esencial
aparezca bajo la forma de un yo fuerte, capaz de dar
testimonio en el mundo de lo sobrenatural. Es entonces
cuando el hombre se halla en el camino de devenir él
mismo un maestro.
Se tiene que haber alcanzado un cierto nivel para estar
en condiciones de trabajar, de forma realmente
responsable, en manifestar la VIDA que está presente en
nosotros. Es preciso haberse dado cuenta del peligro
creado por el antagonismo existente entre el yo
condicionado por el mundo, y lo absoluto del Ser esencial.
Esta toma de conciencia se produce en una experiencia.
Pues, para percibir el peligro, lo que está amenazado debe
aparecer como el verdadero Sí en potencia, cuya
realización es la tarea que se le ofrece al hombre. Y es
necesario que éste sienta y acepte el derecho de su Ser
esencial a tomar forma en el mundo. Para que la decisión
capital en la existencia del hombre se imponga, este de-
recho, indiscutiblemente superior al de su yo profano, debe
aparecer claramente ante él como el deber de realizarlo en
este mundo por su verdadero Sí-mismo. Tendrá que elegir
entre una vida egocéntrica al servicio del mundo y, en más
allá de este mundo, una existencia consagrada a servir a la
VIDA trascendente. La vida iniciática, que lleve a una
auténtica individuación, es lo único que permitirá hacer
esta opción. El hombre no puede seguir solo este camino:
necesita un maestro.

100
A medida que el hombre se transforma en un yo
consciente de sí mismo y del mundo, más se pone él mismo
en juego en el grado y forma en que la vida pueda, o no,
manifestarse en él, es decir, producir una forma que según
su propio modo, manifieste la plenitud, el orden y la
unidad del SER.
Cuando el hombre consigue abandonarse a esta fuerza
de la VIDA para alcanzar su forma individual, es entonces
para él una fuerza liberadora. Pero si le ofrece resistencia,
la siente como energía que destruye su estructura personal
voluntariosa. No se trata ahora de preguntarse si, según sus
propios criterios, un hombre quiere el «bien» u obra el
«mal». La sola cuestión es saber si él se obstina en seguir
su propia voluntad o si se abandona al Ser esencial que
toma forma en él.
El resistir a la VIDA en su irse abriendo al devenir
origina un gran sufrimiento. Cuanto más cerca está el
hombre del grado de evolución que le permitiría percibir
la voluntad del SER, más le atormenta la negativa de su yo
egoísta, que no quiere ceder el sitio, obedecer, abandonarlo
todo a la vaguedad del SER. Y es aún más desdichado si,
al no comprender el sentido de los repetidos asaltos del
SER, se cree obligado a soportar valerosamente esta
tensión; de esta forma no se da cuenta de que su actitud
heroica y apasionada es justamente lo que engendra su
sufrimiento. La única solución es un cambio radical:
reconocer que él está cerrando el paso a esa VIDA que para
crecer en él bajo la forma que él debiera ser, necesita su
conformidad y su participación.
Del hombre depende que le lleguen colores, tonos,
imágenes y formas de las «olas» y de las «vibraciones
cósmicas», así como que las acoja o las rechace, de forma
parcial o bajo uno u otro aspecto: las respuestas del hombre
a la llamada del SER determinan siempre su destino. Saber

101
esto es de la máxima importancia cuando el hombre llega
a un nivel en que la VIDA adquiere en lo vivido calidades
particulares. Esa VIDA que quiere hacerse presente, por el
hombre, y por encima de él, debe ser algo más que un
concepto. Es preciso que la Vida le cautive y sea cautivada
por él, en lo más profundo de sí mismo, como una
experiencia cualitativa.
La fuerza explosiva del SER queriendo manifestarse
es tanto mayor cuanto que el hombre que ha llegado al
grado de evolución requerido esté más firmemente
aferrado a su propia estructura. Si está totalmente
identificado con su personalidad profana, y si tampoco
escucha la voz del maestro, entonces esta fuerza se le
mostrará como destructiva. Un «hombre bueno» puede ser
tan sordo al SER como un «mal hombre». Muy
frecuentemente se considera a sí mismo como presa del
poder de las tinieblas: en realidad es él quien hace de su
Ser esencial, al abrirse camino hacia la luz, un poder
enemigo. «El hombre bueno» debe dejar su estructura
presente, aunque sea buena y noble, para adoptar la
fórmula del devenir.
El mundo de los valores de lo verdadero, lo bello y el
bien forma parte, durante una cierta eta- pa, del campo de
manifestación del SER. Son un modo de expresión y de
mediación, sólo mientras un reflejo divino lo envuelva. En
este caso, si la noción de honor está todavía viva, el
hombre se pone humildemente al servicio de estos valores,
estando dispuesto a sacrificar su vida para serles fiel. Y
más tarde, cuando la relación del hombre con sus valores
ha hecho que éstos no sean sino un orden establecido, una
estructura de conceptos que neciamente le sirven de apoyo
y justificación, este orden petrificado se convierte en un
obstáculo para la VIDA. El hombre «bueno», que siempre
ha hecho lo mejor, se sorprende entonces de las pruebas

102
que Dios le envía. Y simplemente porque la vida divina no
pue-, de ya pasar a través del muro de sus sistemas y de
sus virtudes. El mismo ha convertido el maravilloso orden
de la VIDA en la fuerza que le destruye. —Nuestro
despertar —que quiere decir: que el hombre comienza a
descubrir que la VIDA sólo acepta todo, realmente todo,
lo que el hombre hace, cuando puede hacer realidad su
voluntad de manifestarse. En el caso contrario protesta.
Cuando el hombre se ajusta a ello, percibe su aprobación;
y cuando duda, siente el aviso interior.
Por naturaleza, el hombre está hecho para el diálogo,
para escuchar y responder, para preguntar y recibir
respuesta. Sentirse en constante comunicación con lo que
él ve y oye, encuentra y percibe, teme o busca, es un factor
constitutivo de la conciencia humana. La forma y la
fisonomía de un «ser» le llega directamente como algo que
le concierne, le agrada, o le repele, le acepta o le provoca,
etc. No puede evitar el personalizar cada una de las fuerzas
o de los poderes con que se ha encontrado. Toda la
realidad, interna y externa, del mundo en el que vive, se
presenta ante él bajo el aspecto de individuos amigos o
enemigos. Por ello, también de forma natural, considera a
la VIDA, que lo abraza y lo sobrepasa todo, como a un ser
incomprensible, como a un «Tú» misterioso e insondable.
La conciencia objetiva, que se erige en absoluto matando
lo vivido, pone cada vez más en peligro esa VIDA de la
cual es hija y con la que se comunica de manera
espontánea. Esta conciencia convierte al Tú inconcebible
de la experiencia en una estructura definible, con
caracteres objetivos. Y cuanto más se separe de la realidad
primitiva del encuentro, la razón, a la que también domina,
la va poniendo cada vez más en tela de juicio, para,
finalmente, reducirla a nada. Más tarde, llegada la
madurez, el hombre traspasa otra vez los límites de la

103
conciencia objetiva, que retiene y encarcela su experiencia
directa. Se vuelve a hacer receptivo a su contenido de rea-
lidad numinosa y a la llamada sobrenatural. Se le da así
una nueva oportunidad de encontrar al SER infinito y
misterioso como a un Tú, ligado a él desde su origen, y
también la de recibir su gracia y sus consejos.
Por la forma en que es tocado por lo numinoso, se
puede reconocer la medida en que un ser, dotado de
conciencia y cuyo yo se ha formado y afirmado en la
independencia, está vinculado todavía a la VIDA.
Protegido por la concha de ese yo que le tiene prisionero,
está cerrado al Ser esencial. Sólo cuando con una
conciencia abierta pueda llegar a traspasar las fronteras del
universo profano, yo-mun-do, será cuando podrá encontrar
de nuevo la VIDA. En el sí o en el no con que el hombre
responda a la VIDA, en sus intervenciones, inspiraciones
y reproches, se reconocerá a sí mismo como su propio
maestro y como eterno alumno. Y cuando en su propio Ser
esencial él vea la VIDA, entonces llegará también a ser
«autónomo» en su función de servidor de ésta,
descubriendo la condición humana de maestro del mundo
a la que le destina su origen supra-temporal.

104
CAPÍTULO V

EL CAMINO

Llamar al maestro es buscar a aquél que lleva al


CAMINO. ¿De qué camino se trata? Del camino que abre
la puerta del misterio, el camino inicia- tico. El misterio es
el de la VIDA y del SER, que en nuestra existencia están
ocultos.
La vía iniciática gravita en torno a la experiencia del
SER y al esfuerzo por llegar a la unidad con El. Esto es lo
que tiene en común con la mística. Al igual que en la
mística, la experiencia del SER es un don de la gracia que
el hombre recibe. El no puede fabricarla. Pero en él camino
iniciático, el alumno está constantemente activo, ocupado,
bajo la dirección del maestro, en prepararse para la
experiencia. Trabaja sin descanso por alcanzar un grado
que le transforme en una persona cuya relación con lo
Absoluto no repose en la creencia, sino en la presencia,
cada vez más profunda, de la trascendencia que alcanza al
hombre total. En el camino iniciático, el hombre intenta

109
hacer realidad otra forma, por lo que hasta sus mínimos
movimientos estarán orientados a ser transparente a la
trascendencia. La experiencia del SER sigue siendo para
él un don de la gracia. No obstante, el alumno que ha
emprendido el camino iniciático se esfuerza por adquirir
una disposición de espíritu que le mantenga en esa
corriente de transformación que es ya testimonio de su
unidad con la VIDA.
Al ir avanzando en el camino, el hombre se siente, a
pesar de su imperfección, cada vez más ligado a lo divino
y marcado con el sello de lo sobrenatural. Esto le hace ser
mucho más dolorosamente consciente de lo «no divino»
que sigue habiendo en él. Según va progresando en el
camino aumenta también su humildad.
En el camino iniciático, el hombre se siente guiado.
Está sostenido por una tradición milenaria. Su maestro
encarna esta tradición y le indica el camino de
transformación, caracterizado por el eterno «morir y
devenir». El camino iniciático exige este paso, renovado
cada vez con la muerte. Hay que derribar siempre las
barreras y rasgar el velo que siempre se vuelve a formar.
Hay que luchar contra el enemigo para restablecer los
lazos con el nuevo reino.
El CAMINO implica que incesantemente se renueve
el irse abriendo paso hacia el SER. Gracias a lo cual, el
hombre es capaz de dejar que se derrumben las fachadas
que sostienen su yo profano en los papeles que está
obligado a jugar en el, mundo.
Sólo un sacrificio total de todo lo que está con-
dicionado por el mundo, permite que se reciban los dones
de lo Absoluto. Es natural que el hombre disimule ante los
otros sus insuficiencias. Sin embargo, cuando sea capaz de
mostrarse a descubierto, desnudo, es cuando, sin

110
obstáculos, aparecerá aquél que realmente él es. Tener el
coraje de desnudarse forma parte del CAMINO.
El CAMINO es la luz con que el hombre, aceptando
el sufrimiento de su finitud, aviva la llama de infinito que
hay en él. Y se reconoce así en la fórmula del devenir de
su Ser esencial, empezando a vivir por El.
El CAMINO es el proceso por medio del cual la VIDA
que el hombre es por su Ser esencial, desde su origen y a
través de todos los tiempos, adquiere en ese Ser una
conciencia espacio-temporal y una estructura histórica. El
CAMINO es el modo de expresión individual de la VIDA
que, grado a grado, va apareciendo en un ser humano —en
su conciencia, su forma y en su actitud en el mundo.
El CAMINO es la forma en que la VIDA sale del
secreto en que, en el hombre, se halla oculta. El crecer de
una conciencia que intenta encerrar lo incondicionado en
lo condicionado, recoger lo inconcebible en conceptos,
oponiendo una realidad estática a la dinámica de la VIDA,
hace inevitable ese secreto. En el centro está el yo
inventor, sostén y guardián del orden estable y de
construcciones duraderas, sin las cuales el hombre no
puede vivir, pero que impiden que la VIDA se manifieste
al mundo en su plenitud, en la ley de su metamorfosis y en
su unidad.
El CAMINO es el mecanismo que, paso a paso, lleva
a su origen al hombre que se ha apartado de él. Le conduce
también a la manifestación del SER, encarnado en él.
El fin del CAMINO es un volver a la unidad con el
SER sobrenatural del hombre, que el mundo le ha hecho
perder. Es la ruta que requiere un maestro y que presupone
un alumno; emprenderla exige cierto grado de madurez. Es
la ruta merced a la cual el hombre se hace, por fin, apto
para cumplir su destino: dar testimonio del SER divino —
al igual que la flor en su lenguaje de flor, el animal a la
111
manera animal, y en el hombre a la manera humana —
consciente y libre.
El destino del hombre quiere que primero pierda su
camino, creando una conciencia que le haga imaginarse
libre e independiente. De este modo traiciona el carácter
transformante de la vida al perder el contacto con el SER.
El entrar en la VIA iniciática supone un viraje
completo, la gran «revolución». Este entrar impone la
decisión definitiva de ponerse al servicio de la
trascendencia, lo que implica el sacrificar todo lo que lo
impida y el comprometerse a todo lo que pueda
favorecerla. Es un comprometerse para la vida y para la
muerte. El CAMINO es también obediencia al maestro,
por cuanto él personifica la VIDA y, con respecto al
alumno, la autoridad única y absoluta. Someterse así es
expresar la libertad, que nace de un vínculo total con la
trascendencia y que va aumentando cada vez más.
La VIA iniciática comienza al pasar al tercer estadio.
En el primero todo está centrado en el ego,

112
en el cuidado de uno mismo, en el gozo asegurado de una
vida elemental. En el segundo grado, el centro de interés
es el otro —un objeto, una obra, el prójimo, la sociedad—
y su fruto es el hombre al servicio ajeno, liberado de su
egocentrismo. En este estadio reina la virtud como una
fuerza que, por medio del valor, del olvido de uno mismo
y del amor, hace superar los obstáculos, tanto interiores
como exteriores a fin de «servir» a la existencia de la
comunidad. El serle fiel tiene su raíz en el honor y, en la
sociedad a la que se pertenece, perder el honor equivale a
la muerte. El «OTRO», que está más allá de la
«naturaleza» se presenta así bajo el aspecto de un valor
absoluto de los principios de orden y de ley que reinan en
el mundo.
En el tercer estadio todo gravita en torno al «ser
esencial» y a la transformación del hombre a través de su
creciente unidad con el SER divino presente en él. Este
Camino se abre partiendo de un contacto con el SER, que
se presenta bajo la forma de una apertura de la conciencia
a la trascendencia. La VIDA supra-natural se manifiesta
en esta etapa, no ya solamente por el derecho a vivir y por
el deber de servir en el mundo, sino como una promesa y
una llamada a la fusión con lo Divino, que llega a ser el
sentido de este servicio.
Cuando el hombre emprende el Camino iniciático,
reconoce que se ha desviado de su origen eterno e inicia
de nuevo la búsqueda de la unión con el SER. Este es el
camino en el que el hombre, hasta entonces inconsciente
de su calidad de expresión del SER, descubre la
posibilidad y encuentra la fuerza para manifestarle. Este
camino supone un cambio total, una muerte y un
renacimiento.
Hay dos fases de evolución en el Camino. El hombre

vo
accede a la primera paso a paso, por medio de un constante
abandono del pasado y una perseverante acogida a lo
nuevo, con una actitud que le permite ser transparente a su
Ser esencial y a la Ley de transformación. Esta
transparencia es la condición de pureza que requiere todo
testimonio del SER. Este primer grado es el camino qué
lleva al CAMINO. En el segundo grado, el hombre ha lo-
grado ya la transparencia, la forma transparente y la
transparencia que es forma, y él mismo se ha hecho
CAMINO.
El CAMINO, en el sentido iniciático, es la forma en
que la VIDA, tras haber sido perdida por el hombre, se va
reafirmando poco a poco, en una serie de etapas y grados
y por la realización de formas en continua renovación.
Para ello es preciso que una experiencia particular le haga
tomar conciencia de su Ser esencial y de su destino. Es
necesario, por último, que esté dispuesto a sacrificar todo
lo demás para realizar su destino.
El Camino, que se va haciendo paso a paso, escalón a
escalón, es una metamorfosis cuyo fin es la manifestación
inalterada del SER en su forma humana. Y se va
cumpliendo mediante un largo proceso de contacto
consciente y de unión con lo no advenido, que supone y
favorece un abandono incesantemente renovado de lo
devenido. «Devenir UNO» no sólo expresa la posibilidad
de una manifestación síquica y espiritual de la
trascendencia. Es
también la obligación de encarnada físicamente, en una
forma espacio-temporal.
En el CAMINO, la eterna revolución Yin-Yang se
presenta constantemente a fa conciencia, siendo acogida
por la voluntad. El hombre aprende a dejar toda forma ya
hecha para admitir una forma nueva. El camino parece

vo
duro hasta, que la, oposición de Yin y Yang alcance un
ritmo de polaridades, en el que el Tao se viva libremente.

Las etapas del CAMINO iniciático no son ni producto


de la imaginación, ni el resultado de una reflexión racional.
Son la realización de una , ley de transformación inherente
al hombre que, llegado a un cierto grado de evolución,
hace posible y necesaria su actualización consciente. El
CAMINO es la vida bajo forma humana, que alcanza el
pleno desarrollo.cn su verdad. Las . palabras de Cristo:
«Yo soy el CAMINO, la VERDAD y la VIDA» —sea cual
fuere; el sentido que lé daba Cristo al decirlo de sí
mismo— es el Verbo que habita , en todo ser vivo. El Ser
esencial del hombre no es una imagen interior, sino un
Camino interior. Camino que, innato en él, es la sucesión
dé etapas por las que tiene , que pasar para responder a su
destino y lograr, según va madurando, tal disposición de
espíritu que ya nada detenga su transformación hacia una
siempre mayor transparencia. Entonces está en el
CAMINO, o mejor aún: él mismo se ha hecho CAMINO.
El camino del CAMINO comienza en un umbral que
sólo se puede traspasar dando un salto a otro nivel. Se llega
a él cuando, si se continuara la ruta seguida hasta ese
momento y si se mantuviera la misma forma de vida,
llegaría a suponer la muerte por rigidez total o por
completa disolución. Se traspasa el umbral cuando, al estar
próxima la muerte, se provoca el anhelo del Ser esencial.
Y es entonces cuando, para salir de esa situación insalva-
ble, se hace inevitable dar el salto.
El emprender el CAMINO presupone un abrir el paso
a la trascendencia en el orden natural de la existencia. El
hombre accede al Camino sólo cuando esta apertura la
experimenta como tal, sintiendo su promesa y aceptando
la obligación que ella implica.
vo
De muy diversas maneras es conducido el hombre al
camino que lleva al Camino. Siempre que fracase al ir
hacia el fin elegido, este fracaso lleva consigo una
advertencia y una pregunta: «¿no me habré equivocado
totalmente de ruta?». Los fracasos en el mundo son signos
del maestro interior. Con ellos nos recuerda que hay que
pensar en lo esencial: buscar el contacto con lo
sobrenatural .
El CAMINO es la manera con que la VIDA toma
conscientemente forma en el hombre. No se puede hablar
de CAMINO hasta haber alcanzado un grado de
conciencia situado más allá de las fronteras de la
conciencia racional todopoderosa. En el estadio pre-
racional, inconscientemente, la VIDA toma la forma
apropiada. Sin ningún esfuerzo por su parte, el hombre
crece «biológicamente» por la fuerza, el orden y la unidad
de la VIDA. Al nivel en que reina la razón, él mismo
trabaja, metódicamente, para estructurar su vida y poder
darle un sentido. Domina la naturaleza y forma su universo
creando obras eficaces y sistemas sólidos. Aporta su
colaboración a los valores intelectuales y contribuye a la
armonía de la vida en sociedad. Para abordar el tercer
estadio, es preciso que su visión de la realidad sobrepase
el horizonte de la razón objetiva. Tiene que ser capaz de
sacrificar al SER y a la constante transformación que éste
exige, no sólo la independencia del yo egoísta, sino
también el apego al mundo con una abnegación altruista.
El SER se convierte así en el centro del interés que da sen-
tido al Camino. El hombre está en el camino del verdadero
Sí, testigo potencial del SER divino. A partir de ese
momento, todo cuanto haga en servicio del mundo será
para él una ocasión de trabajar por manifestar al UNO.
En tanto que el hombre no sea presa del propio SER,
intentará llenar su existencia creando formas que tengan
vo
valor en su universo. Aquellas realizaciones más o menos
perfectas en las que participa, le satisfacen al dar a los
principios lógicos, estéticos o éticos, formas que parecen
inmortales. En medio de las dificultades y de los azares de
su existencia histórica, encuentra en ella alegría, sentido y
apoyo. Sin embargo, esta aptitud para participar, el espíritu
«objetivo» y la ilusión de poder oponer a la im-
permanencia de su vida algo que sea duradero, es
justamente lo que le hace correr el riesgo de inmovilizarse.
Cuanto más su desasosiego interior le lleve a huirse y a
buscar su clima en un ámbito de organizaciones objetivas,
aparentemente válidas, más difícil le será encontrar otra
vez la verdadera Vía de transformación que lleva a la
madurez.
En efecto, en la conciencia objetiva humana, lo
infinito más allá del tiempo y del espacio, se transforma en
una finitud indefinidamente prolongada, y el SER,
absolutamente inacessible para el tiempo, está
representado como de duración eterna. El espiritó que
forma estos criterios trabaja contra la Vida. Cuando este
principio toma también posesión del hombre interior, hace
de él un adversario de la Vida inmovilizado en la forma
tornada. Pero ; este estado puede finalmente traer la
curación, ya que el sufrimiento que este inmovilismo
ocasiona al Ser esencial, hace que salga a la luz del día la
verdad que vive. El espacio petrificado del mundo objetal
se convierte de esta manera en el origen doloroso que
permite percibir el verdadero deber del sujeto: El
cementerio de la Vida deviene un campo en que la VIDA,
que se ha hecho consciente, vuelve a florecer.
El Camino iniciático comienza con una revolución
copernicana en la forma de concebir la vida: a través de la
experiencia del SER, el hombre se da cuenta que él y su
mundo no són el centro en torno al cual gira el universo.
vo
Ambos gravitan en torno a otro centro y, en lo Sucesivo,
deben hacerlo conscientemente. Pero esta toma de
conciencia será el primer paso en el Camino sólo si esta
experiencia trastocante toma en su vida el carácter de
núcleo esencial; compromiso del corazón, pero también
práctica y resolución de sacrificio. El hombre entra en el
camino cuando considera al SER divino, no sólo como una
creencia y una visión del mundo nuevas, sino como el
centro que ya había sentido en lo más íntimo de sí mismo,
aceptándolo con su voluntad. Y es entonces cuando ese yo,
aferrado á las obligaciones del mundo, que sobrevive
tenazmente en su egocentrismo, en el miedo a sufrir, y en
sus vacías satisfacciones, aparecerá ante él como ún pa-
decimiento, un peligro y una infidelidad a lo UNO.
En el CAMINO no hay ningún fin a alcanzar. El
propio Camino es ese fin. Y si, al principio, el hombre se
imagina que llegará un día a alguna parte, al ir avanzando
termina por comprender que, si no detiene su progresar,
llegará a encontrarse en el movimiento absoluto de
constante transformación. Al entrar en el movimiento
eterno, una profunda paz se adueña de él. La noción de un
fin al qué se pueda llegar pertenece al mundo objetivo de
un yo definidor. Vencer esté dominio, es decir, renunciar
a él, es el primer deber en el Camino.
Hay dos tipos de silencio: el silencio de la muerte, en
que ya nada se mueve y el silencio de la Vida, en que ya
nada detiene el movimiento de transformación.
El CAMINO está al servicio de la unión con la Vida
divina para dar testimonio de ella en el inundo histórico. Y
toma tres vías paralelas: el constante desarrollo de aquel
órgano, merced al cual el hombre va haciéndose cada vez
más apto para experimentar y respetar la trascendencia que
mora en él y en todo cuanto hay en el mundo; el

vo
discernimiento de las condiciones que favorecen o se
oponen a la unión con la trascendencia; el ejercicio, es
decir, la práctica que destruye los obstáculos para esa
unión y que desarrolla aquello que la hace posible . En la
llamada al maestro está inconscientemente con-

tenido el deseo de ser ayudado y el de progresar en estos


tres aspectos.
El fin de todo ejercicio en el CAMINO es la gran
transparencia, aquella que hace que el hombre sea capaz
de percibir el Ser esencial, presente en él haciendo posible
que se manifieste en él y en el mundo.
Cualquiera que sea el nombre con el que se designe el
verdadero centro en torno al cual todo gravita, al que hay
que referirlo todo y punto de partida de todas las cosas, la
realidad es que no se le puede nombrar de ningún modo.
Pero se percibiría siempre como un «Tú», exigente y
liberador, que es medida, dirección y forma. Aunque se le
dé el nombre de Dios, VIDA, SER divino, Buda, Cristo o
Espíritu Santo, aunque con estos nombres tenga, o no, un
lugar determinado en la teología, aunque haya tomado en
la historia o en las imágenes rasgos humanos: como centro
del Camino está más allá de las palabras, de la historia y
de las imágenes. Por medio de una experiencia sin imagen
ni palabra, engendra fuerza sentido y protección.
El acaecimiento que supone la experiencia del SER,
pero también su más ligero contacto, poseen una calidad
particular, la calidad de ún clima numi- noso que nos
invade. Está ligado al impulso de una fuerza especial que
nos ocupa, nos empuja y, al mismo tiempo, nos alza por
encima de nosotros mismos, estableciéndonos
interiormente en ella. Al igual que todo lo que nos hace
reconocer lo «santo» o lo «sagrado», esta calidad
numinosa es siempre el signo de una presencia, que se hace
vo
consciente, del OTRO. No es en modo alguno el superlati

vo
vo de la dicha o de la angustia que ya conocemos. En lo
numinoso, algo supra-natural nos toca, es lo insondable
que nos acompaña siempre, que nos hace avanzar y nos
detiene, que nos llama fuera de nosotros mismos y nos trae
a nosotros, que nos hace dudar, y nos tranquiliza, que nos
destruye y después nos engendra de nuevo. De ahí esa
mezcla de «facinosum y de tremendum» inherente a lo nu-
minoso , cuyo fin es siempre el mismo: hacer que
lleguemos a ser de tal forma que la VIDA, en nosotros y a
través de nosotros, pueda manifestarse en el mundo de un
modo cada vez más puro y libre. Por el contacto con lo
numinoso entra en juego el Maestro eterno que nos llama
al CAMINO y nos mantiene en él. Desde lo más profundo
de nuestro Ser esencial así lo queremos. Nuestra llamada
para ir a él es la del maestro, recibida primero con nuestra
nostalgia y luego con nuestra voluntad. La llamada del
maestro es la de nuestro Ser esencial.
Lo numinoso es también la calidad fundamental de
toda experiencia religiosa. Hay, no obstante, una
diferencia entre la experiencia que confirma la fe, que
penetra en ella haciendo que fructifique, y la experiencia
que expresa el ser conforme al Ser esencial y al Camino,
convirtiéndose en el aguijón de un esfuerzo personal hacia
la transformación en el sentido del SER.
El CAMINO en el que el hombre busca la gran
transparencia, oculta la suma de toda una vida reprimida
que aspira a manifestarse: la sombra. Se la reconoce por
los «malos» impulsos, ya que para ma-

nifestarse tiende a destruir. Hay dos modos de dominar


esas fuerzas negativas, poniéndolas al servicio de la
transformación. El primero es sicológico. Se trata de
buscar las raíces de la represión, descubrirlas y emplear
útilmente las energías liberadas. El otro medio para acabar

121
con el «mal» es la «ascesis». En una adhesión absoluta a
Dios, el hombre le sacrifica, con sincera humildad, sus
insaciables apetitos personales. Para que ese sacrificio sea
auténtico, es preciso que el propio yo sea inmolado. Es un
acto de conversión total que, libremente, por amor a Dios,
conquista la nueva vida aceptando la muerte. Sin
disciplina no se puede avanzar en el CAMINO. Descubrir
la sombra y la posibilidad de su metamorfosis no quitan
sentido a lo que en otros tiempos se buscaba en el ayuno y
en la oración, en la renuncia y en la abnegación de uno
mismo. Los dioses quieren una virtud ganada por el
hombre con el sudor de su frente, y su transformación por
medio del sacrificio y la muerte. Por sí sola la sicología de
lo profundo no alcanza totalmente la purificación ni la
liberación.
El camino iniciático no es lineal; es una espiral, a la
vez centrípeta y centrífuga. Es un movimiento de la
periferia hacia el centro y del centro a la periferia. Los más
lejanos horizontes de la superficie van hacia el centro, a la
profundidad interior y luego, fuera de ésta, de nuevo hacia
la periferia.
Nosotros nos sentimos siempre atraídos por el centro,
pulsados y llamados por él, y al mismo tiempo devueltos,
re-enviados a, lo lejano. La respiración del Todo del que
formamos parte, se refleja por medio de este movimiento
en nuestra singularidad única. Devenimos lo que somos-
en nuestro Ser esencial, por esa inspiración y esa
espiración, por la alternancia que nos lanza más allá de
nosotros mismos, y luégo nos trae de nuevo a nuestro
centro.
Percibimos nuestro centro por su relación viva con
todo lo que nos rodea. Lo sentimos como él centro original
y como el propio sentido de nuestro universo y de nuestros
paisajes internos. Y no son otra cosa sino el reflejo finito
122
de nuestro Ser esencial que tiende a manifestarse en el
tiempo, y en el espacio. Esta periferia de nuestra existencia
no es solamente el espacio del pleno desarrollo y la forma
de manifestación de nuestro núcleo; supone también su
inevitable peligro, al igual que la existencia de nuestro
núcleo es el beneficioso riesgo de la periferia. El núcleo
puede perderse en la periferia y ésta puede temerle como
a un callejón sin salida. Centro y periferia viven de sus Í
peligros alternativos. Lo que crea su fuerza viva es no
permitir que nada detenga ni inmovilice su movimiento de
oscilación.
En el reino del centro de los dos polos no se da un
crecimiento constante, y el camino ahí no es igual.
Comienza con una situación de. choque y son
innumerables las trampas, las barreras, las grietas qué hay
que franquear. El hombre vuelve siempre a pasar del Otro
a la forma-de vida de su yo natural y cada vez es un
derrocamiento, un salto peligroso lo que le devuelve ál
reino del centro. Hace falta un hombre distinto al dél
mundo. Esa es la razón por la qué el universo se hace
totalmente diferente cuando él SER sé alza en nosotros.
Porque el hombre deviene alguien distinto: en adelante ve,
busca, ama de otro modo y, consecuentemente, otra cosa.
El salto a la otra dimensión supone un abandono, úna
renuncia y, muchas veces, hasta el destruir aquello que nos
liga al mundo. Vivimos después gracias a una fuerza
diferente, en una estructura con otro significado y con un
amor distinto. En este mundo el amor es sinónimo del
vínculo que nos hace ser uno con el amado, al que no
podemos abandonar. El amor en el reino del centro es la
experiencia de la unidad y de la fusión en el Ser esencial,
así como de la libertad en lo contingente donde ya nada
nos retiene. Aquél que ha llegado, al camino del CAMINO
puede, sin duda, vivir y actuar todavía en sus antiguas
123
ataduras: de hecho está ya liberado de ellas. Para él ya no
determinan ni criterios, ni dirección y, sin vacilar, las
abandona cuando se convierten para él en un obstáculo en
el camino que lleva al CAMINO.
El CAMINO, del que en definitiva se trata, no es una
vía por la que el hombre avanza, sino por la que «es
avanzado». No es él quien entra en el CAMINO, es el
CAMINO el que, un buen día, triunfa en él. El camino que
lleva al CAMINO exige del hombre trabajo y esfuerzo.
Cuando se llega al CAMINO, éste se adueña de él
haciéndole avanzar sólo con su consentimiento, es decir,
con su disponibilidad para dejar que el camino se haga en
él.
Mantenerse en el CAMINO no le pide al hombre
ningún otro esfuerzo que el de resistir a la tentación de
querer determinar él mismo su propia dirección, aunque
incluso sea el cielo lo que se presente como fin. Si el
hombre decide por sí mismo el Camino, si se esfuerza por
determinar su dirección, es que ya lo ha perdido. A medida
que va progresando, todo lo que tiene que hacer es
mantenerse vigilante, escuchar, obedecer e impedir que su
yo —aunque sea un yo bien intencionado— intervenga en
la búsqueda de su salvación.
El CAMINO que avanza en nosotros es el Maestro
eterno como Camino. De hecho, El es el «Sí» innato en
nosotros, el Todo original, siendo a la vez la tarea que nos
es dado realizar. Siempre que le fallamos u ofendemos, él
protesta y se rehace mediante un proceso de marcha hacia
adelante que se reanuda constantemente. Es el maestro al
que nosotros llamamos y que, incesantemente nos llama.
Nuestra llamada al maestro es el eco de la eterna llamada
del maestro eterno. Y sólo después de haberla oído le
podemos nosotros llamar.
Desde el momento en que el CAMINO nos gana, ya
124
no hay altos, ni ataduras, ni aceptación de ataduras. Y, sin
embargo, allí donde el hombre se siente «bien», tiene
siempre la tentación de pararse. No está, pues, nunca
eximido de la responsabilidad que le mantiene en
movimiento. Siempre sigue estando llamado a hacer
conscientemente el CAMINO. Su libertad es el poder decir
sí o no a lo que le invita: bien a un movimiento que viene
del CAMINO y que exige una nueva transformación, o la
tendencia que procede del yo y que le dirige a un estado de
seguridad.
Si el hombre toma en serio el CAMINO, debe
aprender a desprenderse, a desprenderse cada vez más. Y
así llega a «nada». Pero este nada sólo es un vacío justo si
representa la puerta de la plenitud y si el abandonar las
viejas formas abre el camino a las nuevas .
Es preciso que lo que ha llegado a ser, ceda el lugar
para dejar que aparezca lo no llegado a ser, que lo múltiple
enmudezca para permitir que se escuche la voz de la
plenitud. Del hombre depende que ese vacío, en el que
puede nacer ló nuevo, no se convierta en un remolino que
lo traga todo, sino que siga siendo un suelo nutricio en el
que pueda florecer lo nuevo.
Un pajarillo se ha posado en una rama seca que
avanza en el vacío (motivo que ha inspirado a los pintores
de todos los países y de todos los tiempos). Así es como el
pájaro hace hablar al vacío —y el vacío al pájaro.
Lo infinito sé despierta en el hombre a través de lo
finito, que es su opuesto. Y lo finito descubre en lo infinito,
que contradice, su propio Ser esencial.
La VIDA engendra la plenitud de las formas en la
singularidad y realización propias de cada uña (Yang),
para luego volverlas a llevar al seno del gran UNO (Yin).
Lo enemigo de la Vida destruye esta al bloquear él
movimiento: en la forma ya hecha —y es la muerte por
125
petrificación; o por la absorción de la forma en el Todo —
que es la disolución. EL maestro habla el lenguaje del
Todo viviente, que se vive en la polaridad del movimiento
sin admitir el pararse. El maestro hace una llamada a la
forma a la que se ha llegado, para retornar a la profundidad
original y de ésta a un nacer de nuevo. Esta alternancia
forma el tejido de lo vivo.

Un gran momento en la vida es aquél en que le es dado


al hombre el comprender derepénte que todo ló que se
mueve, en él y a su alrededor, representa el esfuerzo
poderoso del SER por manifestarse en el espacio y el
tiempo. Quizás reconozca entonces, con angustia, cómo en
su mundo humano, él obstaculiza el impulso del SER por
manifestarse; una experiencia de este orden puede dar
ocasión a ese gran cambio que hace del hombre un
servidor del SER.
Merced al peligro que la VIDA corre de no poder
tomar forma, ésta deviene consciente de sí misma en el
«ser de conciencia hombre». Los fracasos del hombre
hacen que éste descubra el Todo al que la vida le destina:
lo profundo cuando corre él riesgo de zozobrar; sus límites
cuando los rebasa; lo posible al buscar lo imposible.
Cuando el maestro eterno toma posesión del hombre a
través dél CAMINO, le hace dejar toda posición adquirida.
Al llegar a un límite, tiene que sobrepasarlo. Este salto
comprende a la vez la destrucción total y una nueva vida.
Avanzar en el camino que lleva al CAMINO es perder
y recobrar perpetuamente el Todo, percibiendo y
aceptando los opuestos que éste encierra: cielo y tierra,
forma y no-forma, conciencia e inconsciencia, masculino
y femenino, etc. En una alternancia ininterrumpida, los
opuestos se separan y se vuelven a juntar en la conciencia

126
humana, luchan entre sí y se vuelven a unir en un Todo
perpetuamente nuevo. Cuanto más siente el hombre el
peligro, lo discierne con precisión y, a veces, lo acepta,
más vivo y conforme con el SER será todo ese interior
nacido de una nueva fusión. Y también reflejará más la
VIDA en su espíritu siempre creador y liberador. El
maestro interior no admite ni el pararse ni ningún alto, en
un descanso armonioso y sin tropiezos. El maestro interior
zarandea a aquél que comienza a instalarse obligándole a
emprender de nuevo el camino.

CRISTO MAESTRO

En el Occidente cristiano, el Maestro eterno se ha


encarnado y cumplido en Jesucristo. En él se realiza, de
forma única, en una figura histórica, la idea del maestro. Y
en él se dan juntos todos los rasgos que, en todo tiempo y
lugar caracterizan al verdadero Maestro.
Sea cual fuere la santidad única y la divinidad que el
creyente cristiano atribuya a Jesucristo, en cuanto hijo de
Dios, muerto por nosotros y resucitado —no se deben
buscar ni límites ni diferencias en el hecho de que el
hombre no es sino un hombre y que Cristo es, también,
divino. La idea y la realidad del maestro quiere justamente
decir que el hombre es también los dos y que está
destinado a serlo. Su Ser esencial sobrenatural constituye
su verdadero núcleo original y su existencia en el mundo
debe sufrirse, vivirse y realizarse como su manifestación.
En todas partes y siempre, la tarea del maestro es despertar
al hombre a ese núcleo, a ese centro y, partiendo de ahí,
hacerle a la vez fuerte en este mundo y libre del mundo.

127
Comprender el Evangelio, pone al hombre bajo la
acción del soplo divino que despierta y hace que resuene
en él la eternidad. Hace del hombre un discípulo del
Maestro eterno al que puede llegar a percibir en sí mismo
por voz del Espíritu Santo: un descubrimiento esencial de
nuestro tiempo es el de ese Espíritu que mora en nosotros.
No obstante, sólo un número limitado de hombres ha
alcanzado ese grado de evolución que permite oír al
maestro («tener oídos para oír») y, por otra parte,
comprender la Escritura, y su contenido real no es
accesible sino a una exégesis científica, ya que las palabras
de Cristo fueron pronunciadas en un tiempo y para
hombres que no habían todavía pasado por el estadio de la
razón tal como nosotros la conocemos hoy. Por ello es
necesaria una conciencia interiorizada, postmental.
La fe viva es un estado espiritual en el que el misterio
viviente nos habla siempre que no haya sido sometida al
radio destructor de la razón. Y es así como el hombre que
ha avanzado en el Camino iniciático, aquél que alcanza
una «conciencia» superior a la razón y se abre cada vez
más profundamente al misterio, se sitúa en el camino de la
verdad de Cristo. Abierto a su propio Ser esencial, se ha
hecho caja de resonancia del Maestro eterno. Su llamada
al Maestro es, en verdad, una respuesta viva al VERBO
que se deja oír por nosotros a través de todo lo que es.
Sería el momento de redescubrir también hoy el tesoro
de conocimiento iniciático que está contenido en la
tradición cristiana occidental, ese saber de experiencia del
cristianismo primitivo, dé sus
ermitas y sus monjes, de los místicos de la Edad Media, de
los alquimistas y de los «iniciados», de tantos y tantos
círculos secretos. Lo importante aquí es distinguir la
experiencia mística del camino iniciático, que la contiene,
pero que después ha sido metódicamente trabajada y
128
9
desarrollada.
La llamada al maestro no expresa realmente el aspirar
a una experiencia mística, sino a tomar la dirección del
Camino de transformación, que en la medida en que
abrirse a lo Absoluto se cumple en el hombre, hace que
éste sea un mediador de lo divino, dispuesto a darle forma
en el mundo. Se hace así receptivo a «eso» divino, y capaz
de recibirlo para difundirlo luego en torno a él. El hombre
debe saber y dar testimonio de que, al igual que la vida que
le rodea en el espacio y en el tiempo, también él es, bajo
una forma velada, la palabra divina. El Maestro eterno que
mora en él, así como el maestro físico, le enseñan a
desocultarla y a transformarla, en lo finito, en mediadora
transparente de lo infinito. En este Camino, Cristo,
Maestro eterno, estará cada vez más presente en él. Y el
precepto que nos da de ver el mundo y amar al prójimo «en
Cristo», se cumplirá de forma natural, en aquél que ha lle-
gado a la madurez de la verdad de su Ser esencial y que
vive por ella.

129
Tercera parte

LA VOZ DEL MAESTRO EN LA VIDA


INTRODUCCION

Cuando un hombre llega al camino que lleva al


CAMINO y cuando decide consagrar su existencia a servir
a la VIDA, puede ocurrir que ésta le sirva de maestro en
su vida interior.
En toda circunstancia —en la forma de moverse, de
tratar lo cotidiano, de hacer frente a los cambios y a los
golpes de la suerte, de reaccionar ante los altibajos de la
existencia, de resistir —o sucumbir— a las tentaciones del
mundo— y en todas las cosas, una vez que ha llegado a
estar atento, oirá la voz del maestro. La voz, alta o
silenciosa, que le expresa, es imposible no reconocerla.
Esta voz le indica los progresos o los bloqueos, le dice si
en un momento preciso, está a punto de desviarse del ca-
mino traicionándose a sí mismo. El deber de prepararse
para la gran transparencia está continuamente presente en
el espíritu del hombre que ha despertado, y la voz de la
conciencia, mediante la cual se manifiesta el maestro, no
deja nunca de hablar. Si realmente nos hemos hecho
alumnos, toda situación cotidiana es un test. Y aquí sólo

133
hablamos de ese estado de discípulo.
Al afrontar la vida, que llamamos externa, y el
destino, estamos siempre tentados de perder de vista la
significación central de nuestra existencia. Mil ocasiones
—tentaciones o peligros del mundo— hacen que
olvidemos la trascendencia en favor de los fines, buenos o
malos, queridos por el yo. En vez de preocuparnos por el
sufrimiento, nacido de nuestro Ser esencial, nuestros
intereses giran la mayoría de las veces en torno a la
inquietud producida por nuestra «posición» en el mundo.
Y esta lucha contra los sufrimientos «naturales» es
justamente un elemento capital en el Camino. El servicio
a la VIDA no nos permite apoyarnos en la experiencia que
nos haya aportado el contacto liberador del SER sobre-
natural, para despreciar el mundo e instalarnos en la otra
orilla. Estamos ahí para crear el espacio del mundo
sobrenatural en el universo profano. El hombre que, por el
contacto con el SER y por su vínculo de reflexión interior
con El, ha podido adquirir una forma, debe incesantemente
replanteársela al surgir siempre nuevas dificultades con el
mundo. Debe también aprender a discernir su sombra. Su
coraje o por el contrario, su miedo, interno y externo, ante
el sufrimiento, le revelarán si va bien por el camino y si se
encuentra bajo la dirección —desprovista de
indulgencia— del maestro. Si realmente está en este
camino que lleva al CAMINO, la mínima pausa o
desviación avivará las advertencias del maestro. Y por
supuesto, también sus palabras de aliento cuando
verdaderamente estamos de la forma justa. El nos invita a
continuar cuando en el CAMINO aparece un nuevo
camino y dudamos si emprenderlo o no, en ocasiones
porque nos asusta el salto a lo desconocido. Y cuando
nuestra forma de estar es realmente justa, nosotros le
sentimos con una paz, con un silencio vivo y luminoso,
134
con una profunda armonía interior que está por encima de
todo «movimiento síquico» y también del silencio y del
tumulto del mundo. Al igual que a veces en una
meditación profunda, un molesto ruido externo se
transforma en rumor de fondo dando paso a un maravilloso
silencio interior, totalmente ajeno al ruido o a la ausencia
de ruido, a un estado situado más allá del silencio y del
ruido.
Haber despertado verdaderamente al CAMINO es
signo de un alto y raro grado de evolución humana.
Nuestros contemporáneos, para quienes la actitud justa se
reduce a la trinidad «capacidad de andar el propio camino,
eficacia y comportamiento normal», están muy lejos de
este estadio. Entre ellos, los más sutiles no se sienten ya
muy a gusto. Incluso más, sufren el peso que asfixia lo
esencial de sí mismos. Se trata, pues, de adelantar ese
despertar de la conciencia que expresa la totalidad y
profundidad en lo esencial del hombre. No es suficiente el
probar intelectualmente las ideas y exigencias superiores
en cuanto a la total realización humana, en el sentido del
homo maximus. Hay que sentir físicamente esas ideas y
esas exigencias, ser capaces de discernir la transparencia
que se busca, o su carencia, en la actitud corporal, forma
de estar, respiración, en la asociación y en la alternancia
de tensión y distensión. Hasta en los hechos más banales
de lo cotidiano y en las más concretas situaciones profe-
sionales, el esfuerzo iniciático debe justamente llegar a
aquellos ámbitos que «al hombre espiritual» le parecen tan
alejados y tan poco interesantes como posibles, por
ejemplo, las labores cotidianas, y los más modestos
campos del deporte y de los ejercicios corporales .
En el hombre que ha despertado al CAMINO, cada
instante lo vive bajo la mirada del maestro interior. Creer
en el mirar de Dios que lo ve todo se ha convertido para él

135
en un hecho de experiencia. «Cada situación, dice un
axioma oriental, es la mejor ocasión para progresar en el
CAMINO». Sin embargo, según el propio carácter, grado
de evolución y biografía personal, en cada uno de nosotros
hay campos que son particularmente sensibles a la voz del
maestro, y otros que, por el contrario, nos hacen
relativamente sordos al SER. Y todo hombre que ha
despertado al camino iniciático percibe la voz del maestro
en el encuentro con su propio cuerpo, en la búsqueda del
centro y en el encuentro con la muerte.

136
CAPÍTULO I

LA VOZ DEL MAESTRO EN EL ENCUENTRO CON


EL CUERPO

1. El cuerpo que se es

Tal como se concibe hoy el cuerpo humano está siendo


objeto de grandes modificaciones. El cuerpo se va
convirtiendo cada vez más en campo de experiencias y de
realización de sí mismo en cuanto persona, y por ello llega
a ser un factor central en el Camino iniciático. Se produce
este hecho a la vez que tiene lugar un cambio de
significado en el campo de la sicoterapia, al desarrollar su
carácter, hasta ahora pragmático, en el sentido de terapia
iniciática. Este proceso acaba de empezar. Se trata,
todavía, y será así durante algún tiempo, de vencer el
dualismo sico-físico al observar y tratar al hombre. Desde
siempre es un hecho conocido que las enfermedades
pueden tener un origen síquico. Tambien es sabido que, si
llega el caso, el sicoterapeuta no médico, recurre a éste,

137
teniendo en cuenta los «factores médicos». Pero la
participación del cuerpo en una sicoterapia está aún en sus
primeros balbuceos.
Si, en el curso de un análisis, se recomienda al
paciente ejercicios de respiración, de relajación o algunos
movimientos, se hace generalmente sin tomar muy en
serio la importancia que tiene para la persona, un trastorno
respiratorio o una crispación. Estos ejercicios se utilizan
como simples añadidos, destinados a eliminar los
desórdenes físicos que entorpecen el trabajo síquico. Se
dice «no se puede hacer nada con un paciente tan
crispado». Trabajar en un Cuerpo perturbado cobra aquí
un carácter secundario en relación con el elemento
principal que se busca y trata en el «solo siquismo». Esta
situación cambia cuando la terapia, en lugar de contentarse
con actuar sobre los trastornos locales o sobre los
mecanismos neuróticos, así como de resolver algunos
complejos con el fin de recuperar una eficacia funcional,
va dirigida a todo el hombre para liberar a su verdadero Sí-
mismo. Cuanto más se va dando uno cuenta que sólo una
forma de existencia físicamente justa, también en sí
misma, permite que el hombre alcance su pleno desarrollo,
la separación alma-cuerpo se hace más problemática, y
parece cada vez más imposible considerar y tratar a un
paciente como si estuviera separado de su cuerpo.
¿Qué se entiende aquí por «cuerpo»? ¿Es de ese
mismo cuerpo del que se ocupa la medicina clásica? No.
Por otra parte, también la medicina cambia. El médico
actual cada vez va tomando mayor conciencia de la
estrechez de miras que supone el contemplar una
enfermedad física como algo que fuera independiente del
«alma». Y ¿qué es, pues, el «alma» que el médico quisiera
tomara parte en su trabajo? ¿Es la sique de la que se ocupa
la «sicología tradicional» de la consciencia? No, porque la

138
sicología de lo profundo y la terapia que en ella se inspira
fueron las primeras en contar con la medicina. De otro
lado, las experiencias y los descubrimientos médicos
amplían el horizonte de los sicoterapeutas haciendo que
sobrepasen la noción de lo «solamente síquico» (algunos
resultados de investigaciones y tratamientos no ortodoxos,
agrupados bajo el término de «experiencias terapéuticas»
forman parte de este grupo). Parece que hasta ahora se trata
de un simple entendimiento, fácil de comprender, entre
medicina y sicología: la medicina sicosomática, por
ejemplo, admite el otro «polo» teniendo en cuenta
acciones recíprocas entre estos dos factores. Poco a poco
esta evolución conduce, de hecho, a descubrir un «tercero»
que está más allá de la dualidad físico- síquico. Y es así
como interviene un nuevo elemento de conocimiento. El
médico comienza a preocuparse, por ejemplo, de una
respiración «vacía» que no es enfermedad. Ya no la
considera como secuela de un fuerte catarro crónico o
como un trastorno síquico, sino que a través de esa
respiración ve que se está expresando un sujeto ansioso, a
quien una tensión de angustia, también física, le impide
curarse. De la misma manera, las cosas empiezan a
esclarecerse cuando el sicoterapeuta ve en los hombros en-
cogidos de su paciente la expresión de una actitud rígida
de defensa interior que le está frenando el paso a una etapa
de madurez a la que, de no haber sido por ello, hubiera
llegado hace mucho tiempo.
Observaciones de este orden y el verificarlas con
hechos, llevan a una concepción del «hombre en su
cuerpo» esencialmente diferente de la que ve en él —
cualquiera que sea su modo de asociación— un compuesto
cuerpo-alma-espíritu, o cuerpo-alma, consciencia-materia,
etc. Hoy ya no se plantea la cuestión de ¿cómo están el
cuerpo y el alma unidos, sino cómo es posible haberlos
podido imaginar separados alguna vez? ¿Cuál es el poder

139
secreto que está acercando de este modo sicología y
medicina? ¿Quién es ese misterioso «tercero»? Nadie sino
el hombre que se ha hecho cada vez más consciente de sí
mismo y de su totalidad. Esta toma de conciencia refleja
una tendencia general en nuestros días, del hombre cada
vez más sublevado contra la presión del mundo que, al
«funcionalizarse», amenaza su carácter de «todo»
reduciéndole a un simple fragmento de universo. En este
rebelarse contra la funcionalización se expresa un yo
profano «biológicamente condicionado», pero sobre todo
el Ser esencial. El sufrimiento que ocasiona el reprimir ese
Ser esencial no puede aliviarse con tratamientos cuyo fin
pragmático sea un rendimiento funcional. Se precisa una
terapia iniciática enfocada a la transformación y a la
maduración del sujeto. Médico y paciente tienen así
necesidad del maestro interior.
Todo ello explica por qué el hombre de hoy emerge
de un espacio síquico al que la intensa luz de las ciencias
naturales le había lanzado en una sombra total. El hombre,
también con la parte reprimida de su Ser esencial, el
hombre, tal como él mismo se siente, tal como vive y se
presenta físicamente como persona, y tal como es en
nuestro encuentro natural, en la relación personal del «yo»
y del «Tú». Y, desde el momento en que pensamos, el velo
de los conceptos se hace más grueso en esa vivencia es-
pontánea de nuestro «estar en el mundo» y de nuestro
«estar juntos». E impide que la profunda sabiduría del
entendimiento se transforme en conocimiento consciente.
Para comprender al hombre, corrientemente se utiliza un
esquema que es fruto de la reflexión: cuerpo por un lado,
alma por otro. Y de este modo, en los diálogos de nuestra
existencia cotidiana, la conciencia racional es inducida a
poner entre paréntesis lo que está más allá de esta opo-
sición.
El hombre, entendido como un «alguien», sobrepasa
140
la oposición conceptual del cuerpo y del alma, o del cuerpo
y de la conciencia, pero es siempre un «sujeto» y una
forma corporal. Todo cuanto haga o sienta, él lo siente y
lo hace «en su cuerpo» o, para ser más exactos, en cuanto
cuerpo. Cuando se trata de la vía interior, también es en su
cuerpo donde él percibe a aquél que le guía, al maestro
interior.
El cuerpo del que se ocupa la sicoterapia es distinto al
cuerpo que trata el médico, al menos cuando se trata de
una sicoterapia que, por encima del interés pragmático y
de la recuperación de la eficacia bajo cualquiera de sus
aspectos, se ocupa de que el hombre llegue a ser realmente
aquél que él es según su Ser esencial. Únicamente en una
forma corporal es como el hombre tiene realidad en el
espacio y en el tiempo. Exclusivamente en esta forma, y
nunca sin ella, él puede «realmente» ser una persona. Sólo
en esa forma, o más exactamente, en tanto que forma
corpórea, él puede devenir aquél que fundamentalmente
está destinado a ser, y la persona que él debe hacer realidad
en este mundo. Es, por tanto, necesario diferenciar el
cuerpo que se tiene del cuerpo que se es.
Nunca vemos a nadie como cuerpo o como alma,
independientes uno de otra. El ojo analítico de un yo que
define es el que separa dos claras realidades: lo de dentro
y lo de fuera, el alma y el cuerpo. Con una visión total, y
haciendo referencia al Tú de la persona, nos relacionamos
siempre con el sujeto físicamente presente, en el cual la
forma de interiorizarse y de exteriorizarse no pueden estar
desunidas.
A nivel de persona, el cuerpo no es ni un organismo
físico que se pueda separar del sujeto, ni un instrumento
que funcione más o menos bien al servicio del yo profano.
Es, más bien, el medio espacio- temporal para ser un sujeto
y para devenir uno mismo. Es la manera en que el hombre,

141
en cuanto Ser esencial, está en el mundo. Es la unidad de
actitudes y gestos en los que el hombre se constituye, se
expresa, toma forma y en cuanto tal, se vive o no se vive.
El cuerpo que se es, es la forma en que según el sentido de
la propia finalidad o contra este sentido, el hombre no sólo
se vive, sino que se presenta visiblemente, y mediante un
continuo cambio de su forma, se realiza más o menos, de
conformidad con su Ser esencial. Mantener ese cuerpo
«sano» cae dentro del ámbito de una terapia iniciática, que
es claramente diferente a un tratamiento pragmático.
En la terapia iniciática, el trabajo sobre el cuerpo se
efectúa bajo el signo de la ley personal fundamental. De
llevarla, o no, a cabo depende la salud del hombre en
cuanto persona y el que se mantenga en ella. El deber de
observarla se expresa por voz del maestro interior. Esta ley
dice que el hombre está destinado a devenir persona, es
decir, un sujeto libre y conscientemente capaz de dejar que
en él tome forma y resuene el SER sobrenatural que habita
su Ser esencial y que tiende a manifestarse en su existencia
en este mundo.
La ley fundamental concierne a la realización de
nuestro Ser esencial en el mundo, o sea, por nuestro
cuerpo. La terapia iniciática actúa, por lo tanto, siempre
sobre la manifestación física del Ser esencial. Para
responder a esta ley, se precisa una actitud general, cuya
principal calidad sea la transparencia.
La transparencia es esa limpidez que hace que la
conciencia humana pueda recibir al SER, presente en su
Ser esencial, de tal modo que dé testimonio de El en el
mundo, físicamente y por medio de las diversas
circunstancias de su vida. Esta actitud no es sólo un orden
interior, un «orden del corazón», sino la actitud corporal,
«el orden del cuerpo». Únicamente asociando estos dos
aspectos es como aparece «el orden de la persona». Ya que
el hombre no puede llevar a cabo su misión sino por su
142
modo de estar en el mundo, es decir, en su cuerpo, una
terapia de la persona, por la propia fuerza de. las cosas,
debe abarcar al cuerpo que es la condición para este
trabajo. Esto supone ir más allá de una simple
preocupación por la salud.

143
Una sana forma corpórea del hombre en cuanto
persona es algo bien distinto a un cuerpo con buena salud.
Los logros de la medicina en lo que a ésta se refiere no
quiere decir que los investigadores y médicos, que
teóricamente los han hecho posibles, vean y traten al
hombre en cuanto persona. Por el contrario, la
«enfermedad», en la medida en que deje algo de
conciencia, no es razón suficiente para considerarla un
fracaso a nivel de persona. A menudo el dolor físico y el
acercamiento de la muerte son justamente las fuerzas que
preparan al hombre para devenir una persona, dándole la
ocasión de poderse dar cuenta de ello, cuando una buena
salud hace, en muchos casos que la vía interior quede en
el olvido.
El hombre está en su forma corporal «justa» cuando
es transparente a la manifestación del SER presente en su
Ser esencial, y cuando esta forma le permite dar testimonio
de la plenitud, del orden y de la unidad del SER presente
en él. Cuando al hombre se le considera en su unidad
íntegra y al cuerpo desde el punto de vista del Ser esencial
que quiere manifestarse, la explicación causal de los
factores humanos internos deja paso a una interpretación,
mucho más esclarecedora, del comportamiento y de la
estructura física en cuanto expresión y realización de uno
mismo por el Ser esencial. Hasta donde llegue el
diagnóstico, llega también la terapia y la medicina. El
médico se hace compañero y guía en el CAMINO, es el
gurú.
Si ya no se considera al cuerpo como el cuerpo que se
tiene, sino como el cuerpo que se es, es decir, como la
unidad de gestos y actitudes mediante la cual un ser
humano se exterioriza y se realiza
visiblemente como persona en el mundo, es preciso que se
pueda también percibir lo que se revela a través de él. Lo
cual requiere dos elementos: el sujeto, tal como las
circunstancias de la vida le han hecho devenir, y aquél que
realmente él es por su Ser esencial. Cada una de estas
formas revelan, además, si y en qué medida, él se ha hecho
un cuerpo conforme a su Ser esencial. Contemplar el
cuerpo bajo la óptica de la persona no tiene ya nada que
ver con el hombre en cuanto estructura de características
fijas, sino que se considera la relación que existe entre una
forma existencial, condicionada por el mundo, y la forma
que, según la tarea que le haya sido dada por su Ser
esencial, ha de realizar. Vistos así el cuerpo y sus
miembros, en reposo o en movimiento, devienen un
campo de signos que nos muestran un sujeto que, bajo una
forma individual, en mayor o menor medida y a través de
las diversas circunstancias de su vida, cumple la ley de su
humanidad. Tener una visión de Ser esencial y del deber
que de ello resulta confiere al cuerpo un sentido
directamente iniciático, que es aplicable a la forma de la
persona que vive en concordancia con su Ser esencial.
Cuando, por lo de fuera, lo visible, se fija la mirada
en lo invisible interior, ya no queda gran cosa en la
relación entre la forma y su sentido, que la vieja
concepción del cuerpo y del alma considerados como dos
realidades distintas. «El alma es entonces el sentido del
cuerpo y el cuerpo la expresión del alma» (Klages). Pero
hay que dar un paso más: lo que por un lado se nombra
como alma y por otro cuerpo son dos aspectos y dos
modos del hombre que se vive y se expresa como persona,
porque lo que él es en su interior es, a la vez, exterior, y a
la inversa. Es decir, que siempre y al mismo tiempo, él «se
exterioriza» y «se interioriza», se siente y se expresa en su
cuerpo. Lo «de dentro» también muestra dos aspectos: lo
que de hecho, con el correr del tiempo, ha devenido el
hombre condicionado por el mundo, y lo que, no
145
10
condicionado, él es y debe realmente ser por su Ser
esencial. Ver al hombre en su cuerpo de una forma que sea
justa, en su verdadera medida, supone que se puede ver y
reconocer la relación existente entre su cuerpo y la forma
de su Ser esencial y hasta qué punto éste está presente en
la forma del hombre en este mundo.
Al contemplar el cuerpo como un campo de marcas
interpretables y al hombre en el sentido de su deber según
el SER, es inevitable considerarle también como reflejo y
forma de realización microscópica de las leyes y signos
que rigen la VIDA universal, de la que él mismo es un
modo de manifestación. Sólo se valora entonces la salud y
el mantenerse en ella si están en correspondencia con las
leyes universales. Todo lo cual lleva, de forma natural, al
terapeuta de hoy a acercarse a un pasado en el que el
cuerpo humano era considerado en su unidad con el
universo.
Así como el SER no puede manifestarse en un
hombre sino en la forma propia, individual, prevista para
él, también el camino justo hacia lo divino sólo se puede
encontrar si suscita en el hombre su propia forma de Ser
esencial.
La terapia se hace iniciática y el terapeuta un gurú en
la medida en que ambos no busquen ya la recuperación de
una eficacia funcional con respecto al mundo, sino que el
verdadero Sí-mismo vaya deviniendo, o sea, la integración
del Ser esencial y del yo profano al servicio de la
trascendencia. Sabiéndolo o sin saberlo, queriéndolo o sin
quererlo, el «paciente» ya no busca en este caso al médico,
sino al maestro. Pero el maestro no trata el cuerpo de igual
modo que el médico. En ese cuerpo él ve, toca y trata al
hombre que va por el Camino que lleva a la trascendencia:
él toma de la mano al hombre que está en búsqueda.
En la terapia de la persona, se acoge y percibe al
hombre a través de la morfo-sicología del cuerpo, viendo
cuál es la relación que guarda con la forma del Ser esencial
146
que debe hacerse visible en él. También se busca utilizar
esta percepción para favorecer aquellas condiciones
mediante las cuales el hombre, en cuanto estructura que
existe en el mundo, es decir, también en su cuerpo, puede
devenir conforme con su Ser esencial.
Si. el cuerpo es la manera en que el hombre, en cuanto
Ser esencial representa a la persona, debe también
expresar hasta qué punto cada una de sus sucesivas formas
es o no «acorde con su Ser esencial». Esto es importante
de observar por el terapeuta, a quien le interesa menos el
rendimiento práctico que el desarrollo del Ser esencial. En
terapia, observar el cuerpo desde el punto de vista de la
persona es tan importante para el paciente como para el
terapeuta. Y aún más: percibirse a sí mismo en el propio
cuerpo es decisivo e indispensable para progresar en el
Camino.
Aquél que realmente se encuentra en el camino que
conduce al CAMINO percibe todo, en su cuerpo, en un
segundo plano de la totalidad —centrada en el Ser
esencial. Cualquier perturbación se vive así, no sólo como
un desorden de salud, que en el mundo causa perjuicios a
una eficacia o adaptación social, sino poniéndolo en
relación con esa realización de la persona que exige el Ser
esencial. Por medio de cualquier desorden del que se
llegue a tomar conciencia, la voz del Todo sometido a la
VIDA, o sea, la voz del maestro interior, nos llama al
«orden».
Sólo el terapeuta que se halle, también él, en el
camino, es el que puede hacer que se desarrolle, en él y en
el otro, «el ojo y el oído del Ser esencial», merced a lo cual
detectará, en el lenguaje del cuerpo, aquello que lo está
impidiendo. Guiará también a su compañero en esa
percepción de sí mismo bajo el signo del SER.

2. La visión morfo-sicológica
147
Por el aspecto externo y por el comportamiento, el
terapeuta, de modo natural, y con toda claridad, se forma
una idea de su interlocutor. Registra igualmente cómo va
progresando en el trabajo, consciente o
inconscientemente, por la forma de ir hacia él, de sentarse
o de permanecer de pie, por cómo le da la mano, habla, le
mira o rehuye su mirada. En todo ello el terapeuta ve si su
paciente se siente libre o está violento, crispado o relajado,
o en el punto justo de tensión, o si está accesible o cerrado;
si realmente es él mismo o si se encubre con una fachada.
El terapeuta, de modo espontáneo, se da cuenta de estos
signos, al igual que nos sucede a nosotros en la vida
cotidiana. Un don innato y una larga experiencia hacen
que tenga un «ojo clínico» acertado y una capacidad de
observación más o menos desarrollada. Esta morfo-
sicología natural constituye un vasto tesoro que, una vez
descubierto, es decir, hecho consciente y explotado de
forma sistemática, puede tener una gran importancia en el
diagnóstico y terapia de la persona. Si se compara con su
valor real, uno se sorprende al ver que la morfo- sicología
y los movimientos expresivos, juegan un papel tan
insignificante en la terapia oficial y en la formación que
prepara a ella. Cuando el terapeuta deviene gurú, se
desarrolla en él una visión totalmente distinta del cuerpo,
y con ella, el conocer los signos que están en relación con
el Ser esencial.
Para quien sepa descifrarlo, la forma de la cabeza y
los rasgos de la cara reflejan de forma expresiva el carácter
y el destino, la naturaleza y la vida de un ser. ¿No debería
entonces formar parte la morfo-sicología de la formación
de un terapeuta? Una terapia, que principalmente haya
estado orientada hacia la sicología de lo profundo, ha
provocado muchas veces que el interés dado al
inconsciente y a su terreno genético haya hecho sombra a
la a priori tipología inscrita visiblemente en el cuerpo
humano. Despertar a una nueva conciencia del cuerpo le
148
devolverá su importancia, sobre todo en la medida en que
el campo de visión morfo-sicológica se extienda también
a la relación existente entre el yo profano y el Ser esencial,
o sea, entre la forma existencial y la forma del Ser
esencial.
Al igual que el aspecto de todo el cuerpo refleja, en
su lenguaje corporal, la totalidad del hombre, también
cada parte del cuerpo habla su lenguaje particular. Y es
esto lo que hace que sea posible, por ejemplo, la ciencia
de la mano. Partiendo de un conjunto de signos que se
apoyan en la experiencia, por tanto en una base estadística,
indica no solamente que las cosas son así, sino también
que, de acuerdo con el significado morfo-sicológico de un
signo, deben ser así.
El cuerpo, según el lenguaje de la mano, no se tiene
todavía mucho en cuenta en terapia. Y, sin embargo, basta
con echar una ojeada a una mano para captar algunas
profundas particularidades de un carácter: si, por ejemplo,
de partida, un sujeto es capaz de amar, o si por naturaleza
es egocéntrico, si su tendencia le lleva más bien a la
reserva o a la iniciativa, si —y esto es muy importante en
el caso de una terapia orientada al «Ser esencial»— su
sensorialidad suprasensible inicial hace que sea receptivo
a la percepción de lo numinoso. De la mano se desprende
también el tipo al que un hombre pertenece: si es del tipo
elemental, afectivo o espiritual, determinando cada uno de
estos tipos un estilo totalmente particular de experiencia y
de testimonio de la trascendencia. La mano indica también
la relación existente entre ciertos dones y los impulsos
fundamentales. En el ánimo del terapeuta, todas estas
observaciones no definen ni fijan el rostro de un ser, sino
que le ayudan a evitar errores de partida al evaluar sus
potencialidades.
Un campo especial de la terapia en el que está
implicado el cuerpo es la grafología. En la formación de
todo terapeuta se deberían incluir algunas nociones
149
grafológicas fundamentales con el fin de utilizarlas, no
sólo como un medio de diagnóstico, sino también como
tratamiento, tanto pragmático como iniciático.
Estar capacitado para hablar a alguien de su escritura
aporta más que el profundizar en el conocimiento de sí
mismo, incitándole, por otra parte, a trabajar sobre él, en
especial si se trata de rasgos «negativos» como la mentira
o la disimulación, una agresividad oculta, una necesidad
subyacente de dominio, una espiritualidad dispersada, la
represión de fuerzas vitales, el egocentrismo, etc.
El deseo de mejorar, nacido del descubrimiento de la
propia escritura, sugiere la idea de una grafo- terapia, tal
como la practica Maria Hippius . La escritura no expresa
únicamente la relación potencial y actual de quien escribe
al mundo, por ejemplo la capacidad de afirmarse, el grado
de actividad o de resistencia, o de contacto, sino también
la relación del yo profano con el Ser esencial. Indica
asimismo el nivel de apertura al SER y las disposiciones
para la Vía iniciática. A aquél que se descubre en su
escritura le habla de este modo el maestro interior.
La grafoterapia no consiste en corregir la escritura.
Se trata más bien de aprender a sentir qué actitudes
fundamentales se exteriorizan realmente en algunos gestos
«depositándolas» en los signos gráficos. Repetir un gesto
cientos de veces y el de-jar su Huella en la escritura
pueden ayudar a modificar algunas actitudes connaturales.
Por ejemplo, alguien al escribir puede reconocer que su
escritura inclinada hacia la izquierda expresa una falta de
espontaneidad y una defensa ansiosa con respecto al
mundo. Puede de este modo pasar a un trazado inclinado
a la derecha, no por el grafismo en sí, sino por su propio
interés. Se dará inmediatamente cuenta de que esto le
parece al principio muy difícil y que, eventualmente, le
asusta o desencadena su agresividad. Pero, si se entrega
completamente a este trabajo y lo realiza en actitud de
meditación, sentirá pronto que la repetición perseverante
150
de gestos orientados a la derecha —hacer una guirnalda
inclinada a la derecha miles de veces— producirá en él una
sorprendente apertura. La escritura da acceso a un nuevo
campo de conocimiento y de formación de uno mismo en
el CAMINO. Observar la propia escritura le-indicará a
quien escriba a qué altura del camino se halla ese que él es
en su Ser esencial —y que de hecho debe ser— y si
progresa o si está bloqueado por el yo: a través de su
propia escritura le hablará el maestro interior.

La morfo-sicología del cuerpo en movimiento


comporta una posibilidad de diagnóstico y terapéutica. El
hombre puede trabajar así, desde su interior, en la forma
en que se presenta para irse haciendo cada vez más
receptivo al SER divino que en él y a través de él, busca la
luz. Toda estructura viva es una forma en movimiento y el
conjunto de los gestos expresa y representa a la persona.
Una terapia de la persona que, por el cuerpo, vea ver-
daderamente al hombre, tiene presente las posibles
discordancias entre la forma existencial y la del Ser
esencial. Visto desde esta óptica, toda fachada in-
movilizada, condicionada por y para el solo mundo,
constituye una distorsión o una sobrecarga que no tiene su
origen en un trastorno orgánico. Hay que reconocer en ello
un factor de oposición a la forma prevista y justa y, desde
lo interior, trabajar por eliminarlo.
El medio más eficaz para discernir y utilizar los gestos
expresivos es la terapia del movimiento. Cuando el interés
del terapeuta va dirigido al devenir de la persona, el cuerpo
en movimiento ofrece un punto capital de partida en su
diagnóstico iniciático. En pocas horas, y simplemente por
la forma de estar de pie, de caminar hacia adelante y de
retroceder, una persona experimentada en terapia
iniciática puede hacer que su alumno tome conciencia de
hechos que un análisis ordinario necesita, en muchas oca-
siones, de meses para precisarlo. Estas observaciones se
151
asimilan en lo profundo de uno mismo al haberse
percibido a través del cuerpo. Un ojo habituado se da
cuenta en qué un hombre no se vive en la forma que le ha
sido destinada por el Ser esencial, por lo tanto en qué él
mismo se malogra viviendo al margen de esta forma, en
otros términos, si su cuerpo está en contradicción con la
forma de Ser esencial. Ello concierne particularmente a la
relación vivida entre el elemento masculino y el femenino
en nosotros. Y la experiencia de uno mismo en el cuerpo
también puede y debe hacer que se desarrolle la capacidad
de diagnóstico sobre uno mismo, así como la autoterapia.
En un proceso de toma de conciencia y de realización
personal según el Ser esencial, y en el sentido de terapia
iniciática, la danza puede jugar un papel considerable, en
especial para descubrir el ritmo personal. Si se preguntara
por medio de qué se expresa o se tiende a expresar aquello
que hay de más profundo en un ser, se podría responder
que por su ritmo. El ritmo representa algo completamente
diferente al «tempo». El ritmo es la característica de gestos
análogos, repetidos a intervalos similares en los cuales se
vuelve a encontrar la forma del Ser esencial. El «tempo»
sólo forma «también» parte de sus particularidades. Aquél
que está en el camino oirá la voz imperativa del maestro,
no sólo cuando su forma en el movimiento, sino también
cuando su modo de vida, van en contra de su ritmo
personal.
Cuando alguien, bailando, se da cuenta de que no es
capaz de estar «ahí» totalmente presente, y luego, tras
múltiples intentos, llega por fin a encontrar su ritmo
gracias a la danza, la alegría que se apodera de él en el
momento mismo de descubrirse así a sí mismo es tanque
quien le contemple no lo podrá olvidar. Aquello que debe
determinar una actitud general justa —en relación cielo y
tierra, masculino y femenino, yang y yin, mundo e interio-
ridad— se manifiesta ya al andar, pero mucho más en la
danza y, sin gran esfuerzo, se puede hacer que un hombre
152
tome conciencia, por ejemplo, de su falta de base o, por el
contrario, de la forma en que se «adhiere» a la tierra, de un
falso «estar en las nubes» o de un «peso» sin
espiritualidad. Y nace así en él el deseo de transformarse
a través del movimiento. En una terapia de la persona lo
que sobre todo es importante es que esta transformación le
prepare para devenir y sentirse realmente él mismo, y para
ser y seguir siendo él mismo en el movimiento. Se irá así
mostrando, cada vez con mayor naturalidad, en una forma
de movimiento válida para él, puesto que corresponde a su
Ser esencial. Mediante esta forma irá desarrollando cada
vez más la conciencia de que participa en el SER divino,
manteniéndose en ella.
«Todo ser vivo debe presentar y expresar am-
pliamente, con toda libertad, su forma y su movimiento
como lo que él mismo es. Tiene que complacerse en su
propio juego para poder así sentir el gozo de ser él-mismo-
en-este-mundo».
«Cuando un hombre logra ser él mismo, en su
naturaleza profunda, es decir, en su forma primordial
entonces ya no es. sólo él, la frontera desaparece; él
participa de la fuerza del SER, es absorbido por la
Eternidad, y acogido en Dios».
«El hombre no puede llegar a ser él mismo si no es
presa del milagro del SER, de lo Divino. El SER le da esa
libertad de actitud por medio de la cual, sin intención ni
cálculo, él está representando lo original, lo primordial, ya
que la totalidad del universo se trasluce en él» .

3. Deformaciones colectivas

Toda pertenencia verdadera a un grupo se ve reflejada


en expresiones y estructuras de movimiento típicas. Al ser
resultado del espíritu de todo el grupo, imprimen en cada
miembro el carácter específico que el grupo ha encarnado.

153
A veces éste sobrecarga en una proporción tal la expresión
in- divual de sus miembros que llega a impedir el devenir
personal.
Hay formas de comportamiento, de mantener una
compostura, o de dejarse llevar, de gesticular, de mirar y
de caminar, y sobre todo de hablar, que revelan la
pertenencia a un determinado grupo. Todo ello puede
formar parte del «estilo» de una colectividad. Pero hay una
diferencia sutil entre un estilo, que no impide en absoluto
que surja la individualidad, y una «superestructura»
colectiva que encubre la propia personalidad ó lleva a
suplantarla. Por eso los particularismos de una lengua, y
más aún de un habla regional y popular, que son
característica de un origen, no se oponen a la forma de un
individuo, sino que la acentúan al estilo de su patria. Pero
también existe una «imagen» de grupo y un lenguaje
especial que alteran lo que es propiamente individual
restando el nivel personal.
Todo modo de comportamiento condicionado por el
grupo expresa y fortifica la conciencia del valor individual
y también del valor del «nosotros y yo» que se manifiestan
casi siempre por una actitud selectiva exclusiva del «otro».
Por encima de un determinado grado puede perjudicar la
evolución. También cada edad, con el aspecto físico que
le es propio, se distingue por la forma particular de
moverse. En todo período de la vida lo exagerado y
excesivo altera la forma que conviene a los que. pasan por
tal período. Ya el niño «infantiliza» sus formas y su
lenguaje imitando a los adultos que le rodean. O puede ser
víctima del estilo «guardería». Una acentuada grosería
marca frecuentemente el comportamiento natural de la
pubertad. Algunos estudiantes adoptan el aspecto de
guasones provocantes. En el comportamiento tipo de
algunas profesiones —profesor, sacerdote, funcionario—
hay siempre algo tan estereotipado como «impuesto», tal

154
como la «déformation professionnele». Hay
comportamientos ligados a la posición social, que ocultan
la forma personal de ser. Es la actitud sumisa del hombre
de confianza, del funcionario concienzudo, la forma de
comportarse del jefe que se siente seguro de su autoridad
pero que a su vez depende de un superior de más alto nivel;
y de sobra se conocen los aires del poderoso «Director
General», que puede permitirse todo y que por esa misma
razón está al margen de su verdadero Sí.
Cuanto mejor vea el terapeuta la forma «persona»
corporal de su interlocutor, mejor detectará la sombra bajo
la deformación colectiva y, tras la sombra y la fachada, la
forma negada del Ser esencial que él trata de hacer brotar.
En la mayor parte de los casos, el comportamiento del
grupo es totalmente inconsciente. Pero aquél que está en
el Camino, es decir, en su propio Camino, debe sentir el
elemento que se ha superpuesto a su persona. Cuanto más
profundo sea el contacto con su Ser esencial, sentirá más
cómo lo que aparenta al exterior es una mentira, así como
lo que haya de convencional en su actitud, su voz y sus
gestos. En la terapia iniciática, el maestro hace que se vaya
desarrollando un sentido cada vez más afinado de las
anomalías que, en relación con la forma de su Ser esencial,
se han encarnado en él y que son debidas a la colectividad,
despertando en su alumno este sentido. Siempre que aquél
que está buscando se halle realmente en el camino que
lleva al CAMINO se da inmediatamente cuenta que hay
una forma de ser que constituye una ofensa a su verdad
interior. El también oye la voz del maestro interior, en el
lenguaje de su cuerpo, que le llama de nuevo al orden. El
tomar conciencia de una forma corporal que ha sido
determinada por el grupo, es preparar el camino hacia una
conciencia cada vez más afinada y es ir formando una
estructura que sea conforme con el Ser esencial.

155
4. Las imágenes directrices

Hasta que un hombre llega a ser dueño de ese órgano


que le permite reconocer la forma que le ha sido destinada,
se deja influenciar por imágenes directrices. Ideal
educativo de los padres, super-ego, libros leídos en la
niñez, películas, deportes, modas y el espíritu de la época,
participan en la formación de esas imágenes. En la
juventud actual, ya no son los antiguos modelos del
«muchacho dinámico» o de la «dulce jovencita» los que
determinan las representaciones y actitudes de los niños.
Desde muy temprana edad son sustituidos por los tipos
actuales: hippies, beats, rockers, etc. No obstante persiste
todavía la imagen de la mujer refinada o del caballero (o
de lo que se entiende como tal), del hombre natural, del
revolucionario, del héroe deportivo, etc. Estas imágenes
directrices marcan a veces ciertas estaciones en el Camino,
pero pueden también llevar a un afán de emulación, a una
regresión, a deformaciones o a una falsificación de la
expresión natural que daña el desarrollo de una actitud que
fuera conforme con el Ser esencial. Un hombre que haya
despertado a su Ser esencial es sensible a sus errores, y las
imágenes directrices de este género pierden su poder. Una
imagen directriz muy influyente en nuestros días es la del
hombre despojado de toda fachada, independiente de los
tabúes y que, sin complejos, se presenta simplemente tal
como es: un hombre verdaderamente humano. Más que
ninguna otra, esta imagen directriz sale al encuentro de un
«devenir uno mismo por el Ser esencial».
Un innato potencial creativo, junto con ciertos
deterioros orgánicos, ligados a tendencias compensatorias
de adaptación, y también penosas experiencias cuyas
huellas persisten bajo la forma de actitudes de defensa,
pueden debilitar a cualquier ser, haciéndole susceptible de
deslizarse involuntariamente hacia ciertos modelos que,

156
más tarde, se adueñarán por completo de él, induciéndole
a un tipo de imagen que no es el suyo, apartándole así de
su grado real de evolución. También el «temperamento»
hace que el hombre se incline hacia algún modelo que
corresponda a su propio espacio de completo desarrollo
pero que, justamente por eso, favorecen una tendencia
excesivamente unilateral. La sangre «espesa» o «fluida»
que es ya una particularidad de estructura individual, hace
que se tienda hacia la imagen del «aventurero» o a la del
«serio- estable» ; el introvertido o el extravertido son
atraídos por el tipo ermitaño o mundano.
Para que esa toma de conciencia de una imagen
directriz impuesta a la individualidad llegue a ser lo
bastante fuerte como para mover a abandonarla, es preciso
que se despierte e interiorice la conciencia del cuerpo,
cuyas raíces están en el Ser esencial. La mayoría de las
veces este género de modelos suplen a un yo inexistente,
impidiendo que el Ser esencial se manifieste. Y a la
inversa, algunos hombres, al descubrir sus modelos,
pueden tomar así conciencia de la orientación que le es
propia a su Ser esencial.
La forma corporal de manifestación de los principios
arquetipicos no tiene nada que ver con las deformaciones
de grupo o con las imágenes directrices. Se distinguen de
éstas, sobre todo, en que su fuerza de representación
supra-personal posee una raíz trascendente. Estas formas
corpóreas se adueñan del hombre bajo un aspecto positivo
o negativo, de carácter masculino o femenino (la gran Ma-
dre). Siempre que un sujeto es presa de un arquetipo, el
conjunto de fuerzas y dones que éste posee, así como los
poderes supra-personales en los que participa, trabajan por
crear la «configuración» de una forma concreta, que no se
hará plenamente consciente si no se vive con el cuerpo. Lo
cual puede significar que este hombre se dé cuenta del

157
sentido supra-personal de su propia estructura interior, re-
conociendo de golpe el peligroso embrujo del que es presa.
En otro caso, quizás perciba que la actitud

158
impuesta con exigencia por una imagen interior es
justamente la que, para él, se ajusta a su Ser esencial,
obligándole así a hacer realidad la estructura que le es
propia.
La transformación del cuerpo tiene aún otro sentido:
una tradición muy antigua, siempre válida y presente en
nosotros, ve en el hombre tres planos: la naturaleza, el
alma y el espíritu. Cualquiera que sea el modo en que se
definan estas importantes nociones, se refieren
indiscutiblemente a tres dimesiones que tienen para el
hombre un sentido, tanto tipológico como genético.
Algunos hombres están más ligados que otros a la
naturaleza, en la cual ellos se sienten en plenitud. Para
otros es más su vivencia afectiva, y aún otros viven más
por su espíritu. Todo lo cual se expresa por la estructura en
general, por el rostro, los miembros (manos) o bien por la
escritura. Estos tres niveles implican también una
evolución a la que, en principio, todo ser humano está
destinado, ya qué los tres están presentes en él. En cada
uno de nosotros existe ya la fórmula que le es propia para
que se logre una buena correspondencia entre sí, es decir,
la propia armonía personal. El trabajo del maestro interior
sigue el sentido de esta fórmula. A cada hombre él le indica
su modo de evolución, por ejemplo, si y cómo el hombre
que vive la naturaleza elemental a la que está vinculado,
puede interiorizarse a sí mismo y dar un alma ál universo.
Y cómo, por último, tiene que superar el campo del
sentimiento y crecer a nivel del espíritu absoluto. En este
aspecto ni lo natural, ni la afectividad interior, sino sola-
mente la experiencia y la manifestación del Logos es lo
que puede animar la estructura esencial.
Al igual que en el caso de los diferentes tipos, también
en el cuerpo se refleja en cuál de los tres niveles se
encuentra el hombre. El terapeuta debe «ver» con quién va

159
13
a trabajar. Cada uno de los tres niveles tiene
potencialmente la salud, la belleza y la transparencia que
le son propias. Y, en definitiva, cada paso en el CAMINO
modifica también la materialidad del cuerpo, en el sentido
de que es tocada por el soplo espiritual. Partiendo de la
burda materia, va a la materia sutil, llegando a la cúspide
en que el cuerpo visible no es ya sino testimonio,
inmaterial como lo es el soplo, de la otra dimensión que
resplandece y se trasluce por medio de él. El terapeuta
tiene que ser consciente de estos niveles —naturaleza,
alma, espíritu— que son visibles en el cuerpo y que en él
buscan expresión y forma. De cara a su alumno, no debe
perderlos de vista, lo que supone que él sea consciente de
su propio modo de ser y de su propio nivel. Teniendo esto
en cuenta —incluso sin hablar— sino simplemente porque
él «ve» en su alumno el nivel que le es propio, actuará de
acuerdo con ello. No le situará en una forma inadecuada,
ni le impulsará demasiado pronto a un grado que todavía
no es el suyo, ni tampoco le mantendrá en aquél que
necesita sobrepasar.
Este silencioso actuar quiere decir que el «terapeuta»
hace despertar en su compañero al maestro interior,
dejando que éste actúe. El terapeuta no es el único que está
llamado a este modo de obrar. También lo es toda persona
que se halle en una situación de encuentro auténtico y
responsable con el otro. Y sólo podrá ser capaz de ello en
la medida en que ella misma sea alumno del maestro eterno
y el maestro interior esté actuando en ella. Si es así,
también esta persona puede obrar como maestro.

5. El ejercicio

Que el cuerpo contribuya a la terapia siguiendo la

160
dirección del Camino, comprende el ejercicio. Se entiende
por ejercicio toda práctica cuyo fin sea la transparencia del
cuerpo a la trascendencia.
La transparencia de la persona implica una presencia
por el SER y para el SER. El hombre deviene totalmente
una persona sólo si, inconscientemente, el SER resuena a
través de él, pero también es preciso que su modo de estar
refleje una interioridad consciente por el Ser esencial. Esta
forma de presencia consciente exige también la
transparencia del cuerpo al Ser esencial.
El SER ESENCIAL, en cuanto que es el modo en que
la VIDA está presente en el hombre, es «vida». Lo cual
siempre implica movimiento y transformación, de acuerdo
con el eterno ritmo del devenir. Esta es la razón por la que
el Ser esencial está presente en el hombre, no sólo como
imagen interior, sino también como camino interior innato.
El Ser esencial es la ley individual del devenir, que
únicamente puede cumplirse en una forma de trans-
formación. Por esta ley, el caminar hacia la trascendencia
obra a la vez como necesidad, promesa y exigencia.
Cuando es el yo profano el que reina en el lugar del Ser
esencial, el saber y la actividad del yo gravitan en torno a
lo que es permanente. El camino hacia la realización del
Ser esencial es bloqueado, deteniéndose el movimiento de
transformación que indica que-se-está-en-el-camino. La
necesidad de durar hace que el yo se apegue a los sistemas
estables, cortando el paso a todo cambio. Por el contrario,
en el hombre sano, la vida, constantemente creadora y
liberadora, se presenta en una forma exis- tencial de
devenir que ininterrumpidamente lo hace nacer,
desaparecer y renacer por medio de las metamorfosis de
esa forma. Cuando la estructura exis- tencial del hombre
asegura ese movimiento de transformación, el estado físico
del hombre es la transparencia. El fin de toda práctica,

161
entendida como ejercicio, es una disposición del cuerpo
que permita y garantice ese movimiento.
La forma existencial del hombre en cuanto persona es
determinada por su aspecto general, por su respiración y
por una organización innata de sus tensiones, o sea, por
una viva relación de tensión y distensión . La terapia
iniciática no enfoca todo esto como funciones del cuerpo,
sino como formas neutras de manifestaciones sico-físicas
de la persona. La medida para que el porte exterior, la
respiración y la tensión sean justos o equivocados depende
de su correspondencia con la ley fundamental individual
de la persona y de la forma en que permitan o no la
transparencia. El principal adversario

de la forma justa es el predominio del yo profano. Es cierto


que consolidar el propio caparazón forma parte del camino
humano. Pero allí donde se instala de manera absoluta,
impide la maduración que tiene su origen en el Ser
esencial. Si el yo pesa excesivamente, se traduce en un mal
porte exterior, en una respiración vacía y en vez de una
relación justa entre tensión y distensión, hay una alternan-
cia de crispación y relajamiento.
El ejercicio que se pone al servicio de una actitud
justaz consiste primordialmente en enraizarse en un centro
justo, en conseguir el centro de gravedad justo. Este centro
se halla en el espacio de la pelvis y del abdomen.
Considerados en el sentido de la persona, una y otro son
algo más que una parte del cuerpo humano. Representan el
espacio materno de transformación y la «tierra espiritual»
que acoge a toda forma adquirida, la funde o la transforma,
la vuelve a poner en circulación en una forma regenerada,
uniendo a la vez al hombre con las fuerzas cósmicas. El
lograr este centro libera, pues, de todo lo que esté duro,
dejando libre la vía de la forma nueva que surge del Ser
esencial. Por ello su sentido universal es el de «centro del
162
hombre», al que los japoneses llaman «hara».

Hay infinitas situaciones que pueden hacer que el


hombre sucumba, ya se trate de su yo elemental,
preocupado sólo de subsistir, de su personalidad en el
mundo reclamando el existir, servir y amar, o de la
persona, cuyo fin esencial es la transformación y la
transparencia a la trascendencia. Y entre las numerosas
razones que le impiden hacer frente a la prueba de
situaciones difíciles, una de ellas sigue siendo
formalmente la misma: el hombre se sale de su centro;
pierde el contacto con su Ser esencial independiente del
mundo, cobra miedo y se siente forzado a actuar con sólo
sus fuerzas. Bajo el influjo del yo, definiendo todo y
defendiendo sus propios intereses, él mismo ha bloqueado
sus fuerzas profundas y, en un momento decisivo, no
puede disponer de lo que él tiene, de lo que sabe y puede.
Así es como se explica un hecho, en principio, sorpren-
dente: encontrar y consolidar el centro justo de gravedad
es un remedio universal cuyo beneficioso efecto se deja
sentir tatito en el plano de la eficacia en el mundo como en
el camino de maduración hacia el Ser esencial.

Hay tres factores de resistencia que impiden que se


tome la postura justa: la crispación, el relajamiento y la
negativa. Estas tres actitudes paralizan o hacen más lenta
toda curación, toda victoria sobre la debilidad con respecto
al mundo, así como todo progreso en el camino de la
transparencia. Estas tres actitudes revelan una falta de
contacto con el Ser esencial. Se presentan como la falta de
confianza y de conciencia de la forma requerida, como un
endurecimiento del yo, un «no» a la vida. Las tres traducen
una resistencia del hombre, perdido en su yo profano, y su
falta de comunicación con el SER. Las tres se dejan ver en

163
gestos endurecidos por la rutina. Trabajar el centro de
gravedad justo es practicar aquellos movimientos que
expresen y hagan posible la confianza en las fuerzas
profundas, la conciencia de una forma vinculada con el Ser
esencial y el redescubrimiento del «sí» a la vida. Toda
terapia corporal de la persona y todo ejercicio orientado
a la transparencia buscan el mismo fin. Sentir la propia
transparencia —o su defecto— en el cuerpo, es encontrar
al maestro interior.

164
CAPÍTULO II

EL MAESTRO INTERIOR EN EL CAMINO


DEL MEDIO EN QUE SE VIVE.

1. «La bonne assiette» Se mantiene la expresión francesa


por no tener correspondencia tan expresiva en la lengua
castellana. La traducción más próxima sería «estar bien
asentado»

En la lengua francesa hay una locución muy expresiva.


Habla de alguien que no está en su «asiet- te». ¿Qué es lo
que se quiere decir con esta expresión? Simplemente que
el interesado no está en forma, no es totalmente él mismo,
no se encuentra en absoluto en su estado de equilibrio. Está
algo nervioso, inquieto, soporta mal una crítica; está dis-
traído, se desconcierta fácilmente, está tenso, en definitiva,
no se siente bien. Se podría decir: no está en su centro.
Porque, en efecto, todo ello se asemeja mucho a lo que se
quiere decir con «estar en el centro de sí mismo» o «no

165
estar en el propio centro». Y ¿qué tiene esto que ver con
«assiette»? ¿Qué es «assiette»? Aparte del sentido que
tiene de plato de mesa, este término designa la pelvis. ¿Se
puede, pues, decir de alguien que no esté de buen humor,
ni se sienta sólido, que no está «en su pelvis»?

«La bonne assiette» es también un término de


equitación. De un buen jinete se dice que tiene un buen
«assiette». Con ello se quiere mostrar que está bien sentado
en la silla, centrado en la pelvis. Y así es como se mantiene
en contacto firme y seguro con el caballo, lo cual le permite
el poderse hacer en cualquier momento con él, con soltura.
El caballo obedece, responde a la mínima presión. Y de
otra parte, al estar bien sentado, en el centro, está seguro
de seguir los movimientos de la montura, por lo que el
jinete se mantiene sólidamente en la silla; no puede ni ser
desmontado ni caer. Está firmemente sentado en el centro
que une al caballo con el jinete y de ahí que, en un sentido
amplio, se diga «bien centrado en sí mismo». El centro
justo indiscutiblemente representa en este caso una actitud
del hombre total que le sitúa en armonía consigo mismo y
con el mundo, pudiendo así hacerle frente con seguridad.
En él el hombre es «él mismo» con la máxima libertad. El
ejemplo del jinete muestra claramente que «estar en el
centro de sí mismo» es un fenómeno de «persona».
Independiente de la oposición cuerpo-alma, es una manera
de estar en el mundo de la persona. Cuanto más se
profundiza en lo específico de esta manera de estar, más se
advierte que solamente el hombre está realmente centrado
cuando vive por un elemento supra-natural del que él
mismo es partícipe. Pues bien, por la voz del maestro es
nuestro centro más profundo y más personal el que nos
habla. En el camino que lleva al CAMINO nos esforzamos
por llegar a ese centro. Y una vez que ya estamos
verdaderamente comprometidos, nos podemos dar cuenta
166
si tomamos el buen camino o nos alejamos de él por los
ligeros entusiasmos o reacciones de defensa, que son
avisos del maestro interior.

2. El mundo visto en su aspecto personal y en su aspecto


objetivo

Nosotros recibimos el mundo en que vivimos bajo dos


aspectos: uno es objetivo y el otro subjetivo, personal.
Todo fenómeno adquiere un sentido diferente según el
ángulo bajo el que le consideramos. Y ocurre igual con el
centro.
Por ejemplo, en su aspecto objetivo, cuando se trata
de definirle o de medirle en el espacio y en el tiempo,
intentamos observar el mundo tal como es en sí, sin
relacionarle con nadie que viva, sufra y se mueva en él.
Llamamos objetivo al resultado de una definición de este
orden, oponiéndolo a la visión subjetiva esencialmente co-
determinada por el sujeto que la vive. Todas las ciencias
naturales intentan conocer objetivamente el mundo,
incluso si en última instancia descubren que el sujeto que
observa sigue estando implicado. Y continúan esfor-
zándose por una objetividad del saber en sí, si bien, en
definitiva, hay que admitir que un resultado válido exige,
no la exclusión, sino una participación correcta del factor
humano, o para ser más exactos, del hombre total, y sobre
todo si se trata de conocer al hombre en sí.
El aspecto personal de la vida comprende y sobrepasa
lo objetivo, es decir que no es sino un elemento entre
aquellos que le son accesibles al hombre en cuanto
persona. El centro de conciencia afectado por el aspecto
objetivo es el yo que define. Y no es, sin embargo, sino
una forma entre otras del sujeto. Partiendo de su estado de

167
yo, que él se imagina como «incondicionado», el sujeto
hace de lo que vive un objeto. Lo que constituye este obje-
to es el mundo. Y cuando el hombre se esfuerza por asirle
objetivamente, intenta preservar su «centro» de
conocimiento —el yo que observa, define y diferencia—
de todo elemento personal que pueda llegar a oscurecerle
o turbarle. Lo primero que hace es apartar los deseos,
temores, esperanzas e inquietudes, en una palabra, los
sentimientos y las pulsiones. De este modo él mismo se
retira de lo que sucede. En pro del yo que define, se coloca
entre paréntesis en cuanto sujeto personal que ama y sufre.
Intenta reducirse a una especie de instrumento impersonal
de «conocimiento objetivo». Cuando le es posible, se
sustituye a sí mismo —al igual que el médico de tendencia
puramente científica— por una placa de radiografía o por
un tubo de ensayo. Y ¿quién es, en definitiva, «el hombre»
que establece una relación así con su yo del saber? Visto
bajo una óptica personal, el universo observado se
organiza y define en relación con el sujeto que le percibe.
Si se trata del aspecto objetivo, el hombre, en tanto que
observador, intenta desconectar esta relación,
eliminándose a sí mismo en cuanto «centro del mundo».
Una «conciencia objetiva» imaginaria trabaja entonces
como el centro de saber al que todo está subordinado; todo
hombre la posee y aparece en el consensus omnium. Si,
por el contrario, se trata del aspecto personal, el sujeto que
lo vive forma el centro evidente de su universo. El es el
centro de la vida que él vive y del mundo en que se mueve.
El es quien da sus criterios de valor y de sentido al mundo
entero y al conjunto de todo lo que vive, sintiéndose él
como el centro. El relieve y significado del mundo
personal del sujeto que se siente como centro refleja punto
por puntozel orden de sus deseos vitales. Y cuando el sujeto
no está bien centrado en sí mismo, todo su universo se

168
disloca. Por lo mismo, un mundo vital desordenado y
ansiógeno está revelando un sujeto que no está en su
centro.
En el aspecto personal, subjetivo, de la vida, no hay
nada que, por su calidad significante, no esté en relación
con el sujeto que lo vive. De ahí que todo, verdaderamente
todo, lo que vivimos en el aspecto personal tiene un
carácter de fisonomía. Esta característica no es, en modo
alguno, privilegio de los niños, los poetas y los primitivos.
Incluso en un adulto que haya aprendido a ver el mundo
bajo su aspecto objetivo y a poner entre paréntesis las
imágenes y proyecciones que le hacen aparecer como
sujeto, —la forma fundamental de lo que vive sigue siendo
el aspecto personal. Se comprende así que cada objeto,
cada silla, casa o piedra, una grieta en la pared, un cojín o
una tetera, un ladrillo o una nube y hasta los conceptos que
se dicen abstractos —como el odio, el amor, la justicia, el
orden— toman en ese aspecto subjetivo un carácter de
fisonomía. Todo nos encuentra y nosotros nos
encontramos con cada cosa como una «entidad» que, de
cierta forma, nos interesa, nos atrae o nos repele por las
más diversas calidades y disposiciones. La conjunción de
todo ese mundo que nos encuentra personalmente y nos
orienta por medio de todas sus calidades, sus formas y su
orden hacia el centro: el sujeto que lo vive y que, en ellas,
se encuentra siempre a sí mismo. Mientras no pongamos
expresamente entre paréntesis nuestra humanidad, sea lo
que fuere lo que veamos, nosotros hombres, lo vemos
humanamente y en todo lo que cada uno de nosotros ve, se
encuentra también a la vez consigo mismo.
Al hacerse presente el aspecto personal, se pone en
duda la verdad que el aspecto objetivo ha estado siguiendo
(al dejar lo más apartado posible la función de centro del
saber). Por el contrario, la verdad humana de la existencia,

169
es decir, el sentido y la importancia de todo lo que rodea a
quien la vive, sólo se hará visible cuando sea sentida y
comprendida a partir del hombre y en relación con él. El
aspecto objetivo, con todo lo que le distingue, tiene
también su lugar en el marco de la visión personal, en la
cual también posee sus calidades precisas. De este modo,
por ejemplo, todo cuanto objetivamente se percibe, tiene
un cierto carácter de distancia. Se queda en una esfera
menos «cálida», más desprendida. La palabra «objetivo»
tiene una tonalidad particular en la imagen global del
aspecto personal y lo que se define de forma objetiva
conserva, incluso al vivirlo, una calidad «personal».
No son «vibraciones» lo que el hombre oye, sino
tonos; ritmos y no correspondencia entre las vibraciones;
melodías y no relaciones determinadas por los números
que forman un conjunto (si bien, en un sentido objetivo, el
hombre puede descubrir y abstraer todo esto y ponerlo, de
cierta manera, en relación con su vivencia). El hombre ve,
gusta y siente todo, también aquello que el aspecto objeti-
vo le hace discernir por medio de conceptos o medidas
abstractas. El vive y siente mucho más un mundo siempre
cargado de calidades afectivas, que le favorecen o le
amenazan, le tientan o le repelen, le hacen feliz o le sumen
en la desesperación, le colman o le dejan vacío, todo lo
cual representa un contrapeso de la forma con que él se
vive y se expresa a sí mismo en el mundo. A fin de cuentas,
todo depende, pues, del estado de ánimo en que se en-
cuentre, estando éste también sometido al hecho y a cómo
él esté en su centro. Y de éste, él es responsable.
En un sentido objetivo, la palabra «centro» designa un
punto determinable en el espacio. Está en el medio, y hacia
el cual y a partir del cual todo lo demás se sitúa y se ordena
«en círculo», es decir, que se organiza con precisión en
torno a él. Este punto en el medio es el centro que

170
determina el orden; lo que le rodea es la periferia. Con
respecto al punto central, ésta representa lo exterior. Este
punto es el centro del círculo y cuando hay movimiento,
todo gravita en torno al centro.
Si se habla de centro desde el punto de vista personal,
no se trata ya de un orden espacialmente definible y
mensurable. Aunque no obstante, en él se pueden
encontrar todas las nociones referidas al orden espacial,
pero con un sentido nuevo, personal. El «centro» es así el
centro de la vida y de la vivencia personal, el eje en torno
al cual gira la vida del sujeto.
El sujeto, la persona, es el centro de su universo. Todo
cuanto forma parte de éste, el principio de organización de
su sentido tiene sus raíces en él. La estructura de orden y
de lo que el mundo significa, así como la realidad personal
en la que cada uno de nosotros vive y sufre, las formas de
su orden y de su jerarquía, el contenido de lo que le
determina, con sus calidades y tensiones, su
superficialidad y su profundidad, sus oportunidades y sus
riesgos, su sentido y su no-sentido, dejan ver punto por
punto la forma, la actitud y las necesidades vitales del
sujeto que le lleva en sí. Por eso, por ejemplo, el sentido
integral del simbolismo del espacio para el conocimiento
del hombre sólo aparece si la antropología filosófica
reconoce en la forma vertical del cuerpo a su modelo
necesario, original .
Con respecto al CAMINO que lleva al verdadero Sí,
abierto a la trascendencia, marcado con su sello, y
destinado a dar testimonio de El—, es decisivo distinguir
entre, de una parte, la realidad que concierne al yo natural
y la personalidad ordinaria y, de otra, una realidad
diferente, que sobrepasa y trasciende el horizonte del yo.
En general, la distinción que se hace entre estas dos
realidades es la que diferencia el mundo humano y el

171
mundo supra- humano, el natural y el sobrenatural, el
mundo terrestre y el mundo celeste. Esta segunda realidad
va más allá de la primera, tiene, pues, otro rango. En lo que
vivimos es aquel terreno que nos toca por su calidad
numinosa. Al hombre le ha sido dado, y se le ha asignado
como tarea, el hacer la distinción entre estos dos mundos,
arraigándose en uno o en otro. Pero su vocación final es la
de llegar a la integración de ambos en sí mismo. Estos dos
universos se hallan, en el hombre, en el espacio interior de
realidad de sus encuentros como persona. Y nacen de dos
raíces de la vida humana: el yo profano y el Ser esencial.
3. Las tres necesidades fundamentales del hombre

Decimos que el hombre está siempre en su universo,


en tanto que sujeto personal y que es el centro en torno al
cual todo gravita, pero no hemos dicho todavía qué es lo
que eso significa: quiere decir que un hombre, centro de su
universo, se sitúa, también a sí mismo, en su propio centro.
Para poder responder a la cuestión de «¿cuándo está un
hombre en su centro?» hay que discernir primero aquellas
necesidades fundamentales, cuya realización es la base de
una existencia humana.
Cualesquiera que sean los intereses, en general o en
detalle, que condicionan la vida humana —las existencias
son de una diversidad infinita— tienen siempre su eje en
tres necesidades fundamentales. El tomar conciencia de
ellas forma parte del echar a andar por el CAMINO.
La primera necesidad es la de vivir, sencillamente, día
tras día, subsistir. Desde el momento en que se ponga en
duda si se presenta un peligro de muerte, o simplemente
una limitación o alguna inseguridad de la vida, todo el
campo de significaciones se ensombrece. La vida se sitúa
entonces bajo el signo de la inquietud, el temor, la angustia
y hasta el terror. Se pone uno a temblar/y el equilibrio está
172
más o menos amenazado. Si esta primera necesidad
fundamental está satisfecha, si el vivir y el sobrevivir están
asegurados, si no hay por lo tanto inquietud por este lado,,
y si el hombre ha recuperado su equilibrio, entonces se
rehace y encuentra de nuevo su centro. Pero ¿cuál es este
«centro»? Cuando no hay nada que le turbe, el hombre se
siente estable. Y al sentirse así, realmente en el medio de
sí mismo ¿está bien?
La segunda necesidad fundamental no es sólo el vivir
y el sobrevivir, la vida tiene también que tener un sentido.
Parece ser así cuando visiblemente responde a su propia
ley, permitiendo organizar una vida armónica y con un
valor. Toda existencia personal gravita en torno a una
estructura significante, en torno al orden, a la justicia, y a
su posible cumplimiento. Es una búsqueda de equilibrio y
de armonía, en reposo y en movimiento, en el trabajo o en
el ocio, tanto en relación con la persona en sí como con su
posición y su cometido en el mundo. Cuando todo esto
parece estar asegurado, el hombre siente equilibrada su
vida. Y si se le niega, su vida pierde el sentido. Se
convierte en desacorde, vacía, tediosa, absurda, llevando
finalmente a la desesperación. Siempre que se perturba el
orden o se presenta una duda sobre el sentido de la vida, se
tambalea todo el edificio de significaciones de esta vida.
El mundo se agrieta, corre el peligro de hundirse. Y parece
entonces que la vida está privada de ese centro que sostiene
toda la construcción.
La tercera necesidad del hombre le lleva a una
comunidad. El hombre está hecho para el diálogo. Tiene
que tener un «tú». No puede vivir en una soledad total. E
incluso cuando llega a ser adulto y su madurez ha hecho
de él un individuo, separado de la colectividad y de su
comunidad original, intenta igualmente restablecer sus
lazos. Necesita afecto, protección, sentirse amparado en el

173
interior de un todo en el cual está inserto. Si está privado
de esto no es realmente él mismo. Conscientemente o en
lo secreto, se esfuerza por encontrarlo; sin ello su vida no
tiene centro.
El conjunto de estas tres necesidades fundamentales,
que tienen al hombre en vilo a lo largo de toda su vida,
representa, pues, el centro vivo que le mueve. Son las
raíces vivas, las fuerzas impulsoras, así como el principio
regulador de cuanto hace y omite. En la medida en que
estas tres necesidades están satisfechas, se siente
equilibrado, más o menos él mismo, o sea, en su centro. Su
vida le parece justa, normal. Cualquier peligro en cuanto a
la realización de alguno de estos tres deseos, le asusta y
amenaza su control. Sin embargo, aunque estas tres
exigencias fundamentales sean centrales en el sentido de
que, consciente o inconscientemente, la existencia humana
tenga su eje en ellas, e incluso si éstas están satisfechas y
si el hombre, eventualmente, se siente en su centro, ello no
significa todavía que ya lo esté realmente.
4. La triple unidad del SER, centro del hombre

Las tres necesidades fundamentales del hombre —


vivir, una vida que tenga sentido, en el seno de una
comunidad—, en el lenguaje del destino humano expresan
la triple unidad del SER supra-natural: el SER en cuanto
plenitud, orden y unidad contenidos en todo lo que existe.
Cuando el SER se hace experiencia —en ciertos momentos
de luz en el transcurso de la vida humana, o
progresivamente al seguir el Camino interior— se
manifiesta, en nuestra breve existencia, como Vida
superior, trascendencia en lo inmanente, realidad
sobrenatural en el mundo, Absoluto en lo contingente, Ser
esencial en el Sí. Entendemos por SER ESENCIAL el

174
modo de presencia del SER divino que tiende a manifes-
tarse en el hombre a través de su individualidad propia.
La triple unidad del SER aparece en todo cuanto vive
—vegetal, animal u hombre —en el lenguaje de su
naturaleza profunda. La plenitud se manifiesta siempre por
la fuerza de vivir, el orden por una ley interior y la unidad
por el principio de vida que lo abraza y lo une todo.
Cuando se impide que el SER se manifieste en la
existencia, lo que vive es débil, está desprovisto de
energía. En vez de aparecer una estructura ajustada al SER,
surgen desviaciones y deformaciones. En lugar de la
unidad agrupando los elementos del Todo, viene el
aislamiento y la disgregación. Pero cuando el SER puede
expresarse en el hombre, éste está satisfecho por el gusto
de vivir, por la alegría de actuar y de participar en obras y
valores plenos de sentido, por la dicha de la unidad en el
amor.
Allí donde el SER no puede manifestarse reina el
miedo, el desaliento, la tristeza y la soledad. Por ello se
puede ver claramente que el centro, el eje en torno al cual
gravita fundamentalmente toda vida humana está en el
querer y en el poder de manifestación del SER en la
existencia. El hombre sólo está en su verdadero centro
cuando el SER divino, presente en su Ser esencial, puede
aparecer en él y a través de él como una fuerza que le
mueve, una forma que hace realidad su sentido, y como un
amor creador y liberador.
Proclamar al SER en la existencia humana es el
impulso que anima cada vida y cuya realización le da a ésta
continuidad, sentido y valor. No se trata únicamente de un
«élan» vivificante universal, sino también de la más
profunda tarea y aspiración del hombre. Todas las
religiones de la tierra veneran en sus atributos divinos la
triple unidad del SER. En el cristianismo es la revelación

175
del poder, de la sabiduría y de la bondad de Dios Padre.
Nosotros la encontramos en las tres joyas del Budismo:
Bouddha, Dharma (la ley) y Samgha (la comunidad de los
discípulos); en los tres distintivos del Shinto: la espada, el
espejo y la cadena de piedras preciosas, etc.
Sea lo que sea lo que el hombre ve como más sublime
en la imagen de Dios que venera, estará siempre reflejada
esta triple unidad que, en momentos de gracia, se percibe
en lo más profundo de uno mismo como realidad
trascendente. Se trata siempre de la triple unidad sentida
dentro de uno mismo como lo más profundo que allí exista.
El hombre, en ciertos momentos de gracia, la percibe en sí
como la verdad trascendente, la inconcebible plenitud de
una fuerza, de un sentido y de un amor supra-naturales, que
son inherentes a su Ser esencial, es decir, al modo
individual en que el SER está presente en él. Por el cambio
que se produce en el nivel y en la modalidad con que el
hombre percibe los signos que dan testimonio de la triple
unidad del SER —fuerza, sentido y protección—, y por la
manera de vivirla y de tomar de ella conciencia en su pro-
pio centro, es como se deja ver el progreso del hombre en
su devenir persona.
Cuando, bajo uno u otro de los aspectos de esta triple
unidad, la VIDA hace presa en el hombre, —ya sea
liberación o compromiso, lazo o manumisión, ya le levante
o le aplaste— para él siempre es su maestro interior, es
decir, su Camino connatural. Progresar en el camino exige
que la conciencia se haga más amplia, gracias a lo cual el
SER penetra y transforma fundamentalmente al hombre
por la experiencia creciente de su trascendencia. El umbral
decisivo tras el cual puede nacer en el hombre el verdadero
centro, el SER, como su propio centro, es rebasar ese grado
de conciencia en que el hombre se halla bajo el dominio
del yo natural, cuyo terreno es el conocimiento objetivo, la

176
destreza técnica, los valores y los sistemas de vida parali-
zantes. Su visión estática se opone a la dinámica del SER
y con esa conciencia estrecha, ese yo hace de la vida y del
SER un objeto, por lo que el hombre falta a su Ser esencial.
5. Tres tipos de conciencia

La calidad de conciencia que el hombre tiene de sí


mismo y la medida en que está, o no, condicionado
indican, no solamente si él se siente, sino si, y en qué
grado, está en su centro. Tres diferentes significados
caracterizan la conciencia de sí mismo, expresando de este
modo la triple unidad del SER. En el hombre son, la
conciencia de su fuerza, de su valor, y la conciencia del
«nosotros».
Ser consciente de la propia fuerza traduce la certeza
de que nada puede derribar a aquél que así la siente. Se
considera capaz de hacer frente a cualquier dificultad y a
cualquier peligro. De una u otra forma terminará siempre
por salir de ella. Es estar convencido de que aunque haya
sido disminuido, y hasta tirado al suelo o despojado de las
cosas esenciales, encontrará la fuerza necesaria para
compensar, rehacerse y restablecer la situación. Así, toda
amenaza es una ocasión no temida, sino bien acogida, para
poner a prueba esta energía. El resultado es una gran
seguridad, que se funda en la confianza en la propia fuerza,
que es la base de una existencia libre de temores.
La conciencia del valor de sí mismo expresa el creer
que el orden del mundo es innegable y que, por tanto, en
él se hallará un lugar inteligente. Y puesto que las cosas
están organizadas con precisión, no hay razón para poner
en duda el valor de la propia persona ni el de la propia
existencia. Con una perfecta buena fe, el hombre está muy
lejos de llegar a desesperar.
La conciencia, bajo la forma de «conciencia del
nosotros» traduce la certitud de que se está inserto en el

177
Todo de la vida y bajo su protección. Nunca se siente uno
rechazado. Se está seguro del afecto de los demás, el amor
que se siente es aceptado y recíproco. Este sentimiento
hace de la vida una comunidad manifiesta que nunca
fallará. Hace que se tenga una impresión favorable de
integración en sí mismo y en el mundo. La naturaleza y
sobre todo el círculo en el que el hombre se mueve, y toda
la comunidad humana, son un espacio protector que
garantiza el pleno desarrollo de cada uno. Se puede, pues,
ser en ella uno mismo, sin inquietud ni timidez. La vida
transcurre así con la impresión de protección total. Por el
contrario, hay existencias que se viven en la duda de una
perpetua cuestión: ¿Formo parte de la comunidad? ¿Soy
amado? ¿Siento a cada momento la amenaza de ser
excluido?
El hombre se siente integrado en su centro cuando la
conciencia de sí mismo no está turbada en ninguno de estos
tres planos. Y se siente descentrado en la medida en que
sea perturbada. Pero para saber si realmente está, en su
centro, es necesario hacer una observación más precisa, ya
que la triple conciencia de sí mismo puede situarse a nive-
les muy diversos. Hay que distinguir, al menos, tres
planos: la conciencia de sí mismo elemental, la del hombre
evolucionado pero que se limita, no obstante, a su
horizonte utilizando sus propias fuerzas para construir su
yo profano; y por último, la conciencia de sí mismo que ha
llegado al nivel de la experiencia del SER y a la integración
del yo profano en su Ser esencial, o sea en el Sí. Hay, pues,
una diferencia entre la conciencia de sí mismo elemental,
todavía sin quebrantar, del niño, y la que se apoya en la
fuerza, en los dones y en la posibilidad de la personalidad
del yo y de su posición en el mundo. Entre esta última y la
conciencia de sí del hombre que, transparente a la
trascendencia, ha devenido una persona. La capacidad

178
para distinguir estos tres grados de conciencia de sí mismo
se desarrolla al ir progresando en el camino interior.

6. La conciencia de sí mismo infantil

En el niño aún no alterado, la conciencia de sí se


manifiesta por una confianza natural en sí mismo y en la
vida, confianza total, sin cálculos, no amenazada todavía
por ningún tropiezo con el mundo. En él reina la confianza
original, la seguridad que la vida lleva en sí misma. E igual
de evidente es la fe en un universo ordenado en el que
nunca se duda de uno mismo; y, por último, la conciencia
y el convencimiento de que la actitud afectuosa, segura e
incondicional de los allegados expresa la protección de la
vida. En este momento, la conciencia de sí mismo, del
mundo y de la vida son todavía una sola y única cosa. Este
sentimiento de seguridad y de fe primitivas son la
expresión de un reposado vínculo con el SER. El Ser
esencial no está todavía deformado por el yo. La
conciencia infantil de sí mismo se mantiene firme y segura
hasta que algún hecho inesperado choque con ella, o algo
«terrible» la desgarre. Estos dramas de la tierna infancia se
producen sobre todo cuando falsean los personajes clave
sobre los que de forma natural se apoya la esperanza inicial
de seguridad, de sentido y de sosten que, en la conciencia
infantil, representa la triple unidad del SER. Cuando este
sentimiento de inquebrantada confianza en la vida reina en
el niño, es que su relación original con el SER domina aún
la conciencia del mundo que su yo está formando.
Mientras siga así, el niño se mantiene en su centro original,
siendo de este modo mitigados y compensados los
pequeños traumatismos. Es una gran suerte para el hombre
que el crecimiento del yo profano se produzca en una

179
constante relación con lo profundo del SER.

7. La conciencia de sí mismo del yo profano

Según se va desarrollando el yo profano, el hombre va.


adquiriendo mayor independencia. Y se ve más
rápidamente obligado a ello cuanto antes se vengan abajo
sus primeras esperanzas, lo que, por lo demás, es más o
menos inevitable. Su confianza y su primitiva impresión
de seguridad se desvanecen. En adelante, y mediante los
progresos de sus propias capacidades, es como podrá
enfrentarse a la existencia y hacer segura la conciencia de
sí mismo, para así estar seguro de él y poder conservar su
equilibrio, no tanto en razón de lo que él es básicamente
—es decir un niño que no ha salido nunca del SER— sino,
conscientemente, con el solo apoyo de su yo. Y por ello
mismo, su vida y su supervivencia estarán por mucho
tiempo sometidas a «condiciones» debidas tanto al mundo
como a lo que él mismo posee, sabe y puede. La conciencia
de su fuerza no es la única que está bajo esta depen-
ciencia. Cuando, en la conciencia profunda se empieza a
aflojar el lazo primitivo con el SER, la conciencia del valor
de sí mismo y la conciencia del nosotros se subordinan
también a las condiciones del mundo y a la facultad de
cada uno de dominarlo o de acomodarse a él.
A ese nivel dominado por el yo, la conciencia de la
propia fuerza depende de lo que el hombre tiene, de lo que
sabe y de lo que puede. Se siente bien, conectado con su
centro, en la medida en que su vida está asegurada, o sea,
allí donde sus aptitudes están en correspondencia con las
exigencias del mundo, sus bienes no corren peligro, o se
afianza su poder. Esta seguridad se puede situar en el plano
de la salud, de los medios financieros, o bien apoyarse en

180
la situación que se ocupa en el mundo, en una superioridad
en el campo de las ciencias y del talento, o en la confianza
de los coterráneos. De cualquier modo, el sentimiento de
seguridad está en relación con el dominio del aspecto
contingente y arriesgado de la vida. El sentirse capaz de
hacerle frente se basa en la fuerza personal o en relaciones
seguras. Cuando éstas parecen ser ya las idóneas,
engendran un sentimiento de tranquilidad que hacen que el
hombre se sienta seguro. Y la conciencia de poder hacerle
frente a la vida le da al hombre la impresión, aunque sea
pasajera, de que vive realmente en su centro. Pero, puesto
que, de hecho, siempre está amenazado por lo inesperado
—por ejemplo por una repentina enfermedad— y porque
al final está la certeza de la muerte, lo que él construye está
siempre edificado sobre arena. Esta és la razón por la que
la inquietud o un miedo indeterminado, están siempre
presentes en el hombre. A esto se añade la angustia ante lo
desconocido, que nunca desaparece del todo y que hace
que ese sentimiento de estar «en el centro de sí mismo» sea
una mentira. Cuando el hombre cree que, gracias a sus bie-
nes, a su saber y a su poder, domina las exigencias del
mundo, parece que se le abren las puertas de su propio
centro. Y en la medida en que el derecho a vivir dependa
de factores externos, no es un derecho absoluto. Una vez
satisfechas ciertas condiciones con respecto al mundo, es
verdad que el hombre se siente en su centro. Pero aún no
está en él.
Al desvanecerse, en el estadio del yo profano, la fe
primitiva del niño, la conciencia del valor de sí mismo en
el adulto pasa a estar bajo la dependencia de las
circunstancias externas, en particular de su visión
perspicaz de lo que sucede. Y también la certeza sobre la
que se basa el sentimiento de orden y el sentido de la vida.
Por lo tanto, se necesita, de una u otra manera, estar en

181
concordancia con el mundo en el que se vive. En todo caso,
es preciso que no esté en total contradicción con la idea
que uno se hace del sentido y de la justicia. El sentimiento
del valor de sí mismo también depende de la aceptación y
de la estima que ofrezca la sociedad. Si se duda de una u
otra, se apodera del hombre una cierta falta de seguridad.
Inmediatamente se insinúa en él la duda sobre el valor de
sí mismo, y un sentimiento de inferioridad amenazante le
lleva, como compensación, a la necesidad de brillar. El
equilibrio natural se ha roto, y se ha perdido la serenidad.
El hombre se apoya en sí mismo y no se siente en su centro.
Se perturba la conciencia del valor de sí mismo. La
impresión de que la sociedad no le reconoce, y de que no
ocupa en ella el lugar que merece, le turba en la medida en
que, a nivel de la personalidad a la que se refiere el mundo,
se haya perdido el contacto inicial con el SER, sin que se
haya vuelto a recuperar. El perder la fe en el sentido y en
la justicia del mundo, le arranca de su centro. Sólo se siente
centrado, por un momento, si la sociedad le ve, le valora y
le trata conforme a la opinión que él tiene de sí mismo. En
un mundo tal como el que se ha hecho, esta clase de
sentimiento de sí mismo se apoya en un suelo movedizo.
Tiene uno, pues, el derecho a preguntarse si: aquel hombre
en el que el sentimiento de sí mismo y su confianza en la
vida dependen de la estima de los otros, de su posición y
del sentido que él da al mundo, ¿está, alguna vez,
realmente en su centro?
En cuanto al dominio del yo profano, la conciencia de
sí mismo en relación al nosotros está sometida a la
existencia de hecho de un «tú» o de una comunidad
protectora. Ciertamente que, al igual que en la conciencia
de la propia fuerza y en la del valor de sí mismo, hay una
conciencia de sí mismo cándida que, si ha sobrevivido a la
infancia el enrai- zamiento inicial en el SER, no la harán

182
tambalear ni incluso las experiencias adversas. Es así como
algunas personas mantienen de forma natural un
sentimiento imperturbable de innata pertenencia. En todas
partes se sienten bien acogidos y amados por todos. Con
una chocante falta.de tacto se introducen en círculos
cerrados forzando el contacto, incluso aunque no haya
razones para establecerlo. Pero cuando la conciencia de sí
mismo ha perdido su raíz primordial en el SER, el
sentimiento del «nosotros» precisa del apoyo de una
verdadera comunidad. Si ésta llega a faltar, porque muera
un ser amado o bien- por ser excluido de una comunidad
de la que el hombre se sentía miembro, la vida se hace
insoportable. Privado de su centro y como despojado de sí
mismo, es como si fuera un vagabundo. Y a la inversa, se
siente con el derecho a ser él mismo si dispone de un
auténtico sostén familiar, de una vida conyugal en armonía
y si dentro de un grupo en el que personalmente es
aceptado y amado tiene con quien hablar
confidencialmente. Así tiene la impresión de estar en
armonía con la vida, protegido, confirmado en su propio
centro. Y en el círculo de los suyos, siente la presencia de
este centro. Pero ¿es verdaderamente así? No, ya que este
centro está aún condicionado, está dependiendo de las
circunstancias. El verdadero centro del hombre no tiene
que estar condicionado, ha de ser signo de un
enraizamiento en lo Absoluto. Cuando el hombre es
realmente «alumno en el Camino», las fluctuaciones del
sentimiento que tiene de sí mismo le indicarán si se desvía
del Camino. Y estas desviaciones se transformarán
espontáneamente en llamadas del maestro interior, cuya
voz le hace comprometerse a anclar en otro lugar la
conciencia de sí mismo.

183
8. La conciencia de sí mismo por el SER

Hay una experiencia de conciencia de sí mismo más


profunda, es la conciencia por el SER ESENCIAL.
Paradójicamente aparece en aquel momento en que se han
derruido todas las condiciones que sostienen la conciencia
de sí mismo a nivel del yo. Así lo prueban tres «grandes
experiencias» del SER que se presentan en aquellos
momentos en que se vienen abajo las condiciones
normales de existencia: cuando, frente a una muerte
inminente e ineluctable —y justamente por ello— el
hombre descubre otra vida; ante lo absurdo, un sentido
más profundo; y en el abandono, una inmensa protección,
que no es de este mundo. El SER ha ocupado la conciencia
íntima y una confianza sobrenatural sucede de repente a la
angustia más terrible. Del mismo modo, nace una nueva fe
del encuentro con lo absurdo, ese absurdo que debiera
haber llevado a la desesperación. Y cuando un aislamiento
total hace insoportable el vivir, uno se encuentra envuelto
en una extraordinaria protección. ¿Qué es lo que ha
ocurrido? ¿Qué sabiduría, consciente o inconsciente, es la
que ha tomado en estos casos el timón? Sólo aquella que
se atreve a aceptar el anonadamiento rechazando todas las
exigencias del yo profano con respecto a la seguridad, al
sentido y a la protección. El SER emerge en ese momento
en que, al llegar al límite de las fuerzas y del saber, se
extingue el yo. De estas experiencias nace una conciencia
de sí mismo más profunda, independiente de lo que el
hombre puede hacer, comprender o dominar mediante
ciertas ventajas temporales. En la debilidad se puede uno
sentir sostenido por una fuerza sobrenatural, en medio de
las tinieblas del mundo percibir una claridad sobrenatural,
y en el seno de la indiferencia del mundo, un
incomprensible amor. Es entonces, solamente entonces,

184
cuando al tomar posesión en el hombre tal estado, éste
llega a su verdadero centro, que no es otra cosa que el Ser
esencial por medio del cual lo Absoluto, el SER más allá
del tiempo y del espacio, está presente en nosotros,
fielmente, incluso hasta en el seno del mundo contingente.
Cuando al vivir ciertas experiencias el hombre ha sentido
ya una vez esa manifestación del SER en la existencia, su
centro, hasta entonces oculto, puede convertirse en el
punto focal consciente de su vida de persona. Ante
cualquier desviación que le separe de él, su afinado oído le
hará escuchar la voz del maestro interior. En el hombre, en
adelante consciente, libre y responsable, todo podrá ya
gravitar en torno al eje común, de modo inconsciente, a
todo ser vivo: la manifestación del SER divino en él, y por
él en el mundo. Lo que supone que en la lucha, en la
creación y en el amor, permanecerá en contacto constante
con la trascendencia. Por medio de ella y a través de su
individualidad personal, irá dando, cada vez más conscien-
temente, testimonio de la plenitud, del orden y de la unidad
del SER divino. Llegado a este punto de su centro, un
único movimiento integra y realiza tanto sus más fuertes
pulsiones, como su más profunda vocación y su aspiración
más total.

9. El centro: el SER, presente en el hombre

La realidad verdadera y esencial, puesto que es el


núcleo que interviene en todo, el centro primario y
absoluto de todo ser vivo, es el SER divino, que está
presente en él para manifestarse en una forma, única en
cada uno. La diversidad de cuantos existen en este mundo
hace que el SER se presente dentro de una multitud de
formas individuales. La imagen interior de cada una de las
estructuras que se forman, en las condiciones del espacio

185
y del tiempo, es a la vez su camino interior innato. Es la
ley de devenir, según la cual, por una sucesión precisa de
etapas y grados, se desarrolla, llega a su plenitud y se
acaba, y muriendo da su fruto, germen de un nuevo
devenir. Este camino interior es, en todo ser vivo, el núcleo
activo de su existencia. El hombre, ser consciente, está en
su verdadero centro cuando ha percibido y reconocido su
camino interior como su verdad y su vocación
primordiales. Y también si es capaz de seguir esta vía y si
el alejarse del camino despierta su conciencia del SER,
dándose cuenta de ello por la voz del maestro interior.
Consecuentemente, él está en su centro cuando, de forma
definitiva, está ya en el Camino.
Al hombre se le ha dado —a modo de exigencia— el
hacer consciente este centro de todo lo que vive, en vez de
simplemente dejarle que actúe y reine, inconscientemente,
como ocurre en los demás seres vivos. Participa así en su
formación responsable. Le ha sido dado, no solamente el
vivir en el SER, como todo ser vivo, sino el vivir,
conscientemente, por el SER divino que es su verdadero
centro, y el sentir, como su conciencia moral, el empuje
del SER hacia su manifestación.
La conciencia de este SER no está, en modo alguno,
en consonancia con el yo natural, y su presencia interior en
el seno de la existencia no es posible. La experiencia del
SER es más bien un acon-
tecimiento de un orden muy particular, deformado primero
por la conciencia del yo profano. Más tarde, el sufrimiento
que produce esta alteración del SER, y puesto que es una
necesidad esencial secreta del «ser de conciencia humana»
el manifestarle, hace que nazca en él, en un momento
preciso, cuando está preparado para ello, esta aspiración:
el percibir en su conciencia, por medio de una experiencia
especial, que el SER emerja o se abra paso. Es un hecho

186
que lo trastoca todo, ya que libera al hombre de una forma
de conciencia dominante que le impide poder sentir al
SER. Cualquiera que sea el género y grado de obstinación
de esta conciencia deformadora del SER, engendra
siempre una tensión que, al desaparecer, da lugar a un
estado de conciencia que hace que el hombre sea algo más
accesible al SER.
Toda forma de conciencia que sea obstáculo para la
manifestación del SER implica que le sea imposible al
hombre el estar en su centro. Y sólo tendrá acceso a él si
despeja en su conciencia el necesario espacio para que el
Ser emerja, en la medida en que todos sus actos u
omisiones y todo lo que en él sea pulsión, sentido y
cumplimiento, se arraigue en la libre manifestación en este
mundo del SER sobrenatural.

10. El Camino que lleva al centro

Cuando el hombre ha llegado a este punto, sintiéndose


en su centro, y cuando toda su actitud permite que el
testimonio del SER TRASCENDENTE se vaya
desarrollando en su conciencia, es entonces cuando está en
el Camino, en esa vía que le ha abierto su experiencia del
SER, el Camino de la iniciación y de la individuación. Este
es el Camino que parte de la experiencia del SER y en el
que, por medio de una iniciación, formación y fusión
progresivas, el hombre avanza, siguiendo las etapas pres-
critas, y fuera de la existencia superficial de su conciencia
natural, hacia su conciencia profunda, en la que puede irse
desarrollando su Ser esencial, es decir, el SER sobrenatural
que vive en él.
Este camino se abre a través de una experiencia que
exige una «conversión», un viraje radical, un cambio
fundamental de orientación. Partiendo de ahí es el SER

187
divino, y no el hombre, el que está en juego a fin de que,
paso a paso, pueda ir haciendo presa en lo más íntimo del
hombre. La llegada del SER a la existencia humana, es
decir, su acogida en el Sí del Ser esencial trashumano,
comienza con un suceso liberador, crea un compromiso
definitivo e implica incesantemente una nueva muerte. El
cumplimiento final que El promete sólo se logra en la
medida en que, en un proceso continuo de transformación,
el hombre descubre, siente y reconoce su centro. Esta
metamorfosis Se produce por tres medios: la experiencia,
el comprenderla y el ejercicio.
En el comienzo del CAMINO está la experiencia
iniciática. En la mayoría de los casos es un fulgor de
iluminación que metamorfosea todo. Es como si de repente
se rompiera un grueso velo de niebla y apareciera un nuevo
centro, un nuevo núcleo. Y con él un nuevo sentido y la
promesa de una plenitud, de un orden y de un Todo
diferentes. Las montañas se vienen abajo, se abren abismos
desconocidos, arroyos secos se convierten en fecundantes
ríos y la luz que se hace da la impresión de que el sol ocupa
el lugar de la luna. Experiencias de este orden son las horas
estrelladas del hombre. Puede en ellas haber diferentes
grados de profundidad, de duración y dé calidad. Y nos
sorprenden en medio de una cotidiana vida gris o en
circunstancias extremas de sufrimiento. Pero tienen
siempre un carácter de absoluto que confirma su
autenticidad. Es una experiencia que excluye toda
impresión o experiencia naturales y que, sin vivirla, el
hombre • no puede saber qué es eso que llaman «la otra
dimensión».
Al comienzo del Camino está el respeto hacia estos
hechos, llamados «experiencias del SER» que hacen que
el hombre despierte a la conciencia de sí mismo en este
Ser. No son siempre experiencias relumbrantes como las

188
que puede vivir el hombre cuando, al llegar al límite de sus
fuerzas, su yo natural ve que sus cimientos se hunden.
Algunas experiencias del SER son un don que llega en
medio de la vida «ordinaria». Y mientras duran, el hombre
se siente en un estado muy extraño, afincado transi-
toriamente en su centro. Al comienzo del Camino debe
aguzar el sentido que le permita percibir esos instantes
iniciáticos en los que, por un momento, el Ser esencial le
colma totalmente. En estos instantes todo cuanto siente, y
cuanto hace, tiene un carácter muy particular. Está
sensibilizado al máximo con respecto a lo que favorece o
estorba su movimiento hacia la transparencia a la
trascendencia. Se abren los sentidos internos. El hombre
tiene la impresión de haber estado hasta entonces sordo y
ciego con respecto al SER. Y en un instante, se convierte
en un ser que ve y oye dentro de sí mismo y de las cosas,
y que está abierto a la voz del maestro interior.
Sentirse en el verdadero núcleo de sí mismo, es estar
centrado en la transparencia y orientado hacia lo que en
ella se pueda presentar. Esta orientación no es un estado
estable. Más bien es como estar flotando, es un «estar
andando», un andar que apenas toca el suelo, un avanzar
sin detenerse, como en un saliente de la montaña, donde la
más mínima indecisión puede suponer la caída. Siempre
que uno se detiene hace despertar la voz interior.
Estar en el centro de sí mismo es estar abierto de un
modo especial, lo que permite que el espíritu de la gran
VIDA circule sin trabas. Es también encerrarse para tener
bien guardado aquello que no hay que perder y que es una
forma viva en movimiento, la copa que contiene la VIDA,
un vaso precioso, cuyo valor, que se siente como
inestimable, hace que los movimientos, involuntariamente,
sean precavidos... En todo ello hay que conservar un lazo,
un contacto con algo inefable, que no se deja coger y que

189
sólo se mantendrá «si se le tiene como si no le tuviera». Y
estas nuevas formas de abrirse, de estar en forma, de estar
en contacto, no son simplemente dones efímeros, son el
contenido de nuevos compromisos, de cometidos que, si
no se realizan, hacen que intervenga inmediatamente el
maestro interior.
Estar en el centro de sí mismo es estar al mismo
tiempo vigilante, con una especial vigilancia de todos los
sentidos, hacia dentro, en una especie de claro-oscuro
luminoso donde todo empieza a brillar desde el interior. Es
una especie de conciencia íntima del SER en la que todos
los sentidos —oído, olfato, gusto, tacto y también la
vista— están de nuevo reunidos, como un sentido
primordial único, para una cierta percepción interiorizada.
En ninguna parte se detiene un sentido al fijarse, todo es
receptividad, la «posesión» se limita a reflejar, a refle-
xionar. Por eso es por lo que todo este estado brilla con una
luz especial, con una claridad interior luminosa que
calienta y nutre a la vez. Y todo reposa en un misterioso
equilibrio que queda preservado en los movimientos. El
mantenimiento constante de una dirección y de un nivel
determinado es lo que parece que está preservado por la
mano de un maestro secreto. Se es a la vez balanza
hidrostática y compás, la gota de agua y la aguja,
misteriosamente lo que ambos indican y lo que señala el
mínimo defecto de equilibrio. Este es el signo de que el
hombre está realmente en el Camino, en su verdadero
centro. Porque la característica de ese «estar en el
verdadero centro de sí mismo» es la de que aquél que en
su naturaleza profunda «reposa» en él y el que le busca, le
deja y le vuelve a buscar, son UNO. Ese estado
indescriptible —don de la gracia y del instante iluminado
por ella— es y se mantiene impermanente, porque el
hombre sigue estando siempre cogido a la red de su

190
conciencia natural. Pero si se mantiene, con perseverancia,
en el camino de la auténtica profundidad de sí mismo,
progresando así en transparencia, ese estado se va hacien-
do un fondo constante que favorece la experiencia.
La experiencia del SER y la transformación por El
son dos cosas distintas. A una simple experiencia hay que
añadir el conocimiento y el ejercicio. El contacto y la
experiencia del SER sólo adquieren su sentido
transformador si a ello se añade el conocimiento y la
práctica. Tener una iluminación es diferente a ser alguien
que ha despertado.
El primer paso para el discernimiento consiste en
captar el sentido de la experiencia del SER, punto de
partida hacia una metamorfosis que exige el trabajo de toda
una vida. Ante todo hay que comprender que si la
experiencia se queda en un primer plano, nuestra
conciencia denominada natural es la «oscuridad» que no
puede concebir la verdadera luz. El carácter objetivante de
la conciencia racional y el orden estático que de ella resulta
se oponen a una superación de la objetividad y al
dinamismo de la vida que lo envuelve todo. Es un
obstáculo a ese nacimiento de la Gran Vida en la otra,
pequeña. Desde hace siglos la sabiduría oriental insiste en
la alienante estrechez de una conciencia exclusivamente
objetiva. También en Occidente sería ya hora de darse
cuenta de ello y de reconocer que no se llega al verdadero
centro del hombre sin antes haber traspasado las barreras
de su conciencia natural.
El descubrir que esta conciencia natural está
impidiendo el contacto con el SER es la primera
respuesta a ¿qué es lo que, de hecho, aparta al yo natural
de ese Ser esencial que se ha podido sentir en la primera
experiencia del SER? Lo primero que
se ve es la conciencia estática del yo profano. Y después la

191
sombra que intercepta la vía del Ser esencial hacia el Sí y,
consecuentemente, hacia el centro.
La «sombra» es una de las más fecundas nociones en
la sicología de C. G. Jung. La sombra representa todo
aquello que en la vida no ha sido aceptado, o se ha
reprimido, bien sean impulsos vitales primitivos o
reacciones contra un mundo cruel. La sombra es la luz bajo
la forma de aquello que la estorba. El hombre tiene que
saber reconocer aquello que hace que renazca en él la
sombra que intercepta la luz del Ser esencial. Su extensión
y profundidad son iguales al obstáculo que se opone a la
llamada del hombre a ir hacia su centro, pero también es la
medida del horizonte que se abre a él si logra integrar esta
sombra. Llegar’ a captar su naturaleza, su origen, la forma
en que se presenta, así como la posibilidad de superar,
tanto la sombra como el bloqueo que ésta origina, es
trabajo de una reflexión analítica en lo profundo, que debe
despejar la ruta del Ser esencial. El primer contacto del
SER no implica todavía la limpieza del terreno, en el
sentido sicoanalítico del término. Para participar realmente
en esa otra dimensión y comprometerse en la vía de la
transformación, hay que renovar incesantemente el
sacrificar la forma del momento. También hay que aceptar
e integrar el aspecto que se desconoce del Ser esencial,
idéntico al caos creador que obra en el hombre . Sin
esfuerzo no es posible trabajar correctamente el campo en
el que debe crecer el germen del SER trascendente, en la
vida y también- en la actitud interior de aquél que busca.
Con lo que corre el riesgo de ser inmediatamente asfixiado
por la mala hierba de los mecanismos ocultos, por la
proliferación de los deseos salvajes y de las aspiraciones
prematuras de llegar a la cima.

El reconocer las etapas que hay que recorrer para

192
llegar a la transformación forma también parte de la
preparación para el camino. «La regla fundamental, el
principio y el fin de todo trabajo, es el hacer que se pueda
sentir lo que hay de esencial tras las deformaciones del
hombre o en su inconsciente. Después de haber tomado
conciencia y de haber destruido las formas caducas, hay
siempre que esperar que se reactiven,- en un nuevo
segundo plano, las fuerzas vitales creativas profundas» (5).
La metanoia que aquí nos interesa pasa por una
ruptura y por la destrucción de los viejos sistemas. Sin una
aniquilación del antiguo estado de sujeto, sin la muerte del
yo y sin abandonar las formas caducas, sin sacrificio en
última instancia, no hay transformación, y sin este espíritu
de sacrificio el hombre no logra llegar a su centro.
La transformación es un mecanismo de múltiples
eslabones. El hombre es en él el escenario del combate
entre las grandes fuerzas, que las vive como luces y
tinieblas, masculino y femenino, riqueza y pobreza. El
tiene que sentirlas, sufrirlas y vivir sus opuestos para que
más tarde, mediante la transformación propiamente dicha,
desaparezcan en la coincidentia oppositorum, renaciendo
de la luz que existe más allá de la luz y las tinieblas. Esta
insigne experiencia es*el primer encuentro perturbador
con nuestro verdadero centro. A pesar de ello, el camino
continúa después de haber vivido este más allá de los
contrarios. El SER exige, en un movimiento de
interminable metamorfosis, una disposición de ánimo
mediante la cual el hombre que ha alcanzado su verdadera
madurez, siendo uno con su centro y viviendo partiendo de
él, no se detenga nunca en el Camino. Porque es una ruta
sin punto de llegada, una vía cuyo fin es ella misma. El
hombre ya ha logrado su centro cuando se halla de forma
definitiva en el camino que le lleva a él.

Una vez que se ha llegado a ese «estar-en-el- centro-

193
de-sí-mismo» no se puede pensar de ningún modo que
haya comenzado una vida libre de sufrimientos. Al
contrario. En la medida en que el hombre deja que esa otra
dimensión se extinga y renazca en él, hallará en ella la raíz
indestructible de sí mismo, y es así como reconoce que está
comprometido a este respecto admitiéndolo sin reservas;
justamente entonces está en condiciones de admitir el
sufrimiento. Que sepa sufrir —y no que ya no sufra— es
la prueba de que ha alcanzado su centro. Visto desde la
óptica del Ser esencial, vencer el sufrimiento significa ser
capaz de sufrir el dolor. La única forma susceptible de dar
fielmente testimonio del SER en el mundo es este dominio
de sí mismo. Aquél que realmente ha «gustado» el SER,
querrá alejarse del mundo y perderse en ese Ser libertador.
Sin embargo, si por el encuentro con el poder de las
tinieblas, no pone constantemente en juego el aspecto
puramente luminoso de su contacto con él, vuelve a caer
fuera del SER. Tener el coraje de hacer un arriesgado don
de sí mismo es lo que engendra la forma por la que el
hombre, con plena conciencia, responsable y libre,
mantiene el contacto con su Ser esencial permaneciendo
en su centro, no ya de un modo pasajero, sino de forma
constante. El hombre sigue siendo hombre, e incluso en su
forma más sublime. Si, una vez llegado a su Ser esencial,
se queda «apartado» del mundo, es que, como persona, no
está todavía en su centro. Y sólo lo hallará al re-integrar el
Ser esencial y el mundo. Lo cual exige un ejercicio
metódico.
El tercer medio que debe servir de preparación para
recibir la impronta del SER en la existencia, y de ahí el
estar-en-el-centro-de-Sí-mismo, es el ejercicio, el trabajo
sobre la vida interior, pero también sobre la forma de estar
en el mundo, de un modo justo. También comprende
siempre una práctica de disciplina para un buen orden del

194
«cuerpo». Solamente así es como se procura el propio
campo de realización legítima en el tiempo, ese aspirar al
Todo y a formar una conciencia amplia. Lo corporal, en un
sentido cósmico, es también la matriz donde se puede
depositar lo espiritual y, por ella, transformarse en el
sentido esencial, ganando forma y fecundidad. Encarnar el
conocimiento iluminante es tan necesario para un sano
desarrollo del hombre espiritual como el inflamar el
«fuego sagrado del espíritu haciendo así brillar la materia
bruta al darle la vida» . El trabajo del cuerpo, como
exercitium forma el núcleo del CAMINO. El cuerpo no se
debe comprender solamente como opuesto al alma y al
espíritu, sino también como el cuerpo que se es.

11. El centro en el simbolismo del cuerpo

Estar en el centro de sí mismo se expresa en la


apariencia corporal, por una justa forma de estar, un
siempre renovado equilibrio agil, y siendo acorde con el
SER por la precisión y la gracia de los gestos que de ello
resultan. Este orden armónico que da pruebas de la
transparencia es más que una figura estática que se pueda
definir con medidas y proporciones. Es una actitud
dinámica merced a la cual nada, por lo que respecta al
cuerpo, impide que el Ser se manifieste en su movimiento
de transformación. Más aún, el hombre está físicamente en
su centro sólo en la medida en que haya conseguido el
movimiento fundamental de la vida, el ritmo de creación y
liberación, de emerger y desaparecer, de abrirse y cerrarse,
de dar y tomar de nuevo, en una palabra, la «respiración de
la vida». Es entonces cuando todo cuanto estorba al élan
de transformación de la vida, limitándole o alterándole, se
siente enseguida corrigiéndose espontáneamente en el sen-
tido de la transparencia.

195
Una evolución orientada a la persona pasa por la forma
del sujeto del yo profano. Pero las tendencias
fundamentales de éste están centradas en la posición que
el sujeto ocupa en el mundo y si aquellas dominan están
frenando la dinámica de la vida, En tanto que impere el yo,
se eclipsa la existencia corporal por una actitud cuyo eje es
el yo, oponiéndose consecuentemente a la vida.
«En el marco del simbolismo del espacio, el lugar que
el hombre ocupa en el cosmos (Scheler) es simbólicamente
inteligible. Para quien se proponga analizar la estructura
humana, la disposición simbólica de su aspecto corporal y
de sus miembros ofrece el punto de partida para una
interpretación morfológica de su naturaleza» . El sentido
del cuerpo y de su estructura es ante todo el de mostrar el
campo de expresión de la persona en perpetua trans-
formación. Su simbolismo no es el resultado de una
interpretación que, en un cuerpo independiente del hombre
proyectara algo que no haya en él, dicho de otro modo, que
no-exista. Es mucho más exacto decir que el cuerpo
humano, sus elementos y sus funciones, sólo pueden
comprenderse simbólicamente. Ese cuerpo es el modo en
que el hombre está presente y se vive, en que se «posee».
Se presenta a través de su cuerpo, ya que éste es la forma
que corresponde a su ley interior innata, por la cual,
progresivamente, encuentra o frustra esa forma. Por eso la
parte alta y la parte baja del cuerpo no tienen un significado
fisiológico primario, sino que su sentido está ante todo en
relación con la persona. «El misterioso simbolismo del eje
vertical de la postura del hombre, que es opuesto al plano
horizontal del andar —que comparte con el animal— es de
incomparable fuerza expresiva en una antroponomía
intuitiva» . La parte alta y la baja representan una relación
entre la dimensión, dirección y actitud de la vida humana,
y su significado caracteriza, en el marco del conjunto, cada

196
una de las estaciones en la Vía de transparencia. Por
ejemplo, la «parte alta» en el hombre representa la
capacidad de elevarse y también la de dominar algo que
está situado por debajo de él y que intenta tirar de él hacia
abajo. Pesantez y ligereza, dureza y suavidad, sólido y
líquido, etc., todas estas características no tienen un sen-
tido físico primario que se transponga después a una
significación humana. Señalan calidades de una vivencia
humana, la potencialidad de su evolución y de su
movimiento hacia la plenitud. Es un proceso en el que se
objetivizan definiciones y abstracciones modificándolas
en conceptos aplicados a una realidad material,
aparentemente existente «en sí mismo».
Por tanto, el sentido de las diferentes partes del cuerpo
se modifica según la temática de vida y de evolución en la
que aparecen como etapas, o como centros, en el camino.
La misma región del cuerpo puede simbolizar, unas veces
la parte baja, otras el medio. La tierra sobre la que nuestros
pies se posan representa para nosotros lo de abajo.
Asimismo sentimos también el abdomen, con todo lo que
abriga y representa, como parte baja. La palabra «bajo»
tiene un significado muy distinto si hablamos del suelo que
hay bajo nuestros pies o si se aplica al espacio materno de
las fuerzas transformadoras, en la pelvis, que tenemos que
abrir, y donde tenemos siempre que sumergirnos de nuevo
para evitar que el espacio de lo alto: la cabeza
(pensamiento), el pecho (voluntad) y el corazón
(sentimiento) se endurezca y esterilice.
Si se trata del vínculo con las fuerzas cósmicas, el
hombre siente su centro en la región situada más abajo del
ombligo, el bajo vientre. Pero si él es consciente del
movimiento transformante en el que, elevándose y
descendiendo entre el cielo y la tierra, él se afirma como
persona en un devenir, la región abdominal, en lo bajo, se

197
convierte en el espacio que mueve y regenera las fuerzas
de sus raíces. De este modo la cabeza no representa
solamente lo que se eleva al cielo, opuesto a los pies
apegados a la tierra, sino que es el espacio del espíritu. El
centro deja de situarse en el abdomen, pasa a estar en el
corazón. El corazón es el punto medio entre el cielo y la
tierra donde, en este terreno de tensión entre lo de arriba y
lo de abajo, puede brotar lo nuevo.
El descubrir el «centro terrestre» del hombre,
encarnado en el espacio del abdomen y de la pelvis, es de
capital importancia en el camino de la transparencia.
Marca el primer paso en el Camino que va del yo profano
a la persona.
El hombre no está realmente en el camino de la
transparencia, y por lo tanto de su centro, si no ha sentido,
reconocido y comenzado a practicar un reposo confiado en
su centro corporal, condición para toda distensión y forma
justas.
Ciertamente que el hombre occidental, al principio, se
sorprende y le choca el saber que, para lograr la
transparencia, también en el cuerpo, el centro que debe
primero actualizar y mantener es el abdomen, o más
exactamente, el bajo vientre y la pelvis. Por eso
«l’assiette» de que se ha hablado anteriormente envuelve
en este espacio corporal mucho más de lo que se pueda
pensar: el secreto del ejercicio que lleva al centro del
hombre total
La importancia del abdomen queda resaltada
constantemente en las esculturas romanas y góticas que
representan figuras humanas, así como en Cristo en su
majestad. Y desde hace mucho tiempo ya se conoce en
Oriente. Sobre todo en Japón, que hacen del abdomen el
núcleo de ejercicio que conduce a la madurez, es decir, a
integrarse en la trascendencia. Este ejercicio se da en la
198
enseñanza y en la práctica del «hara» .
En el sentido propio del término, la palabra «hara»
quiere decir «vientre». En sentido figurado representa la
actitud general del hombre que, distendido y cada vez más
libre del dominio del pequeño yo, está serenamente
anclado en una realidad que le permite sentir y recibir la
vida «de otro lugar». Estando así seguro de que él domina
en el mundo, puede consagrarse sin tregua a lo que es su
vocación. Puede, sin miedo, combatir, morir, crear, amar.
Cuando consigue establecerse en su hara, enraizán- dose
en él, descubre el crisol donde las fuerzas de la vida, sus
aliadas, reciben todas las formas fijas del yo para fundirlas
y transformarlas en formas nuevas. Y gracias a esta
capacidad de renovación, asume el mundo de modo
diferente. Nada le abate ni quebranta su elástico equilibrio.
Mantiene la cabeza fría. Su cuerpo está tenso con soltura.
Respira con la respiración del centro al ritmo que le
permite abrirse y cerrarse, darse y volverse a encontrar.
Puede permanecer en calma en medio de las

199
tempestades del mundo. En su hara, el hombre reposa en
ese manantial de fuerzas que no se agota en la fuente de
una incansable transformación y desde ahí, en el espacio
de las raíces de su ser y de su devenir personal, «Hara no
hito», «el hombre que tiene un vientre» quiere decir el
hombre que ha llegado a la madurez habiendo cumplido
las con- diciones de integración del yo profano y del Ser
esencial. En última instancia, sólo puede alcanzar un
auténtico equilibrio el hombre que ha dejado el ámbito del
yo para establecerse en la región del hara, su centro
terrestre, echando ahí el ancla. Aquél que, mediante el
ejercicio, ha descubierto el «hara» oye, en su cuerpo, la voz
del maestro desde el momento en que deja su centro
corporal, o corre el riesgo de salir de él, como por ejemplo,
cuando está en peligro. El hombre del yo profano, una vez
descentrado, en caso de peligro tiende, justamente, a
«rehacerse» por la parte alta, crispándose.
No obstante, tener «hara» y estar «en el hara» no
quiere decir que un hombre esté ya centrado. «Hara» no
garantiza todavía el centro de la persona. Para alcanzarlo
hay que añadir al centro terrestre un firme contacto con el
centro celeste. El centro celeste es diferente del terrestre.
Para llegar a él hay que entrar en contacto con las fuerzas
espirituales. Pero primero es necesario abrirse al centro
terrestre para así recibir el germen del Logos, sin forzarlo
ni deformarlo por medio de sistemas lógicos.
Si la sede del centro terrestre está en el abdomen y la
pelvis, región del origen natural y del vínculo con las
fuerzas cósmicas, la del centro celeste está situada
simbólicamente en lo alto, no en la cabeza, sino en torno a
ella, y también en el espacio pecho- cuello-cabeza y su
aura.
El prisma del yo profano reduce las fuerzas su- pra-
humanas «de abajo» —plenitud de las fuerzas cósmicas en

200
14
las que, desde su origen, participa el hombre— a la noción
y representación de pulsiones y necesidades sexuales. De
igual modo esta visión del yo limita la mente, es decir, el
Logos, a las categorías de la lógica, de la ética, de la
estética. Es verdad que sus «valores» son la manera en que
a través del yo profano se percibe el SER sobrenatural.
Pero también son víctimas de la tendencia del hombre a
definir y fijar. Se convierten en sistemas estadísticos fijos
que erigen un muro entre el hombre y el SER sobrenatural.
El hombre no es libre para acoger el orden vivo del SER
que está por encima de todo sistema, si antes no ha
retomado y refundido estos sistemas en el centro terrestre.
Y entonces es cuando se construye el centro de lo alto que
nosotros llamamos centro celeste.
El «centro celeste», en sí, significa el SER intangible,
inaccesible a lo espacio-temporal condicionado, es la
fuente de la experiencia por la que el hombre encuentra lo
Absoluto más allá de todo lo contingente, es la VIDA
inacessible a la muerte, es el sentido libre de todo error, y
es el amor más allá de la crudeza del mundo.
El hombre al que le haya sido dada esta experiencia, si
permanece en ella, es arrancado del mundo. Colmado por
completo por su Ser esencial puede entonces creerse el
centro. Pero puesto que es un hombre, ligado a su cuerpo,
al tiempo y al espacio, apoyarse sólo en su Ser esencial no
supone toda

201
vía, para él, estar en su verdadero centro. Esos instantes en
los que se siente colmado y movido por su Ser esencial le
anticipan ya el poder saborear cómo es la existencia en ese
su verdadero centro.
En un sentido simbólico, ese centro es el corazón, que
sólo podrá alcanzarlo si integra el cielo y la tierra. Una vez
abierto en él este corazón, entra, como hijo del cielo y de
la tierra, en su verdadero centro.
El hecho de participar en las fuerzas terrestres y
celestes que envuelven al yo profano, todavía no hacen de
un hombre una persona. Sino al contrario. El participar en
las fuerzas del cosmos y del Lo- gos, que sobrepasan y
contienen el yo es, en sí, impersonal. Las fuerzas de la
tierra son personales, las fuerzas del cielo, supra-
personales. Si llega a pasar las fronteras del yo, el hombre
puede establecerse en ambas fuerzas y obrar por ellas sin
ser él mismo todavía una persona en el sentido más subli-
me del término, y sin acceder, por lo tanto, a ellas en
cuanto persona. Y puede ser seducido tanto por las fuerzas
de la tierra como por las del espíritu. Es también posible
que su pequeño yo sea alzado y hasta aspirado por unas o
por otras de forma alternativa, de suerte que se presente y
actúe como si no existiera su yo, y no sólo en los momentos
de arrebato o de entusiasmo, sino también en su actividad
cotidiana responsable (por ejemplo, como sanador o guía
espiritual). Al actuar de este modo, que puede ser muy
beneficioso, no es del todo él mismo el que se da. El, como
ese individuo único, es real sólo en su cuerpo cientos de
veces condicionado, inseparable de su destino personal,
sujeto tejido con sus venturas y sus desventuras, con sus
esperanzas y sus angustias; en una palabra, él como ese
hombre no está todavía realmente presente en una acción
parcial. Todo auténtico profesor, médico o terapeuta, todo
guía espiritual conocen el salto característico que se da en

202
su relación con aquél que se le ha confiado en ese momento
en que no puede hacer ya otra cosa que no sea abrirse él
mismo. Entonces, bajo el hábito de su profesión, aparece
el hombre total y en el encuentro con el otro, realmente él.
A pesar de todos los riesgos que esto implica, él sabe y
siente que: sólo ahora llega al otro de persona a persona .
Naturalmente, para que sea provechoso, el que da y dirige
ha de estar él mismo situado ya en su centro de persona.
Es muy frecuente que esta primera intervención
personal no pueda realizarse, precisamente porque el
hombre, al estar ligado, ya sea a las fuerzas cósmicas, o a
las fuerzas espirituales, se ve al mismo tiempo privado de
un yo. Vive, ama, crea y actúa, bien a partir de su centro
terrestre, o de su centro celeste —todavía no a partir del
centro de estar-en- el-mundo-de-la-persona. Sus acciones
—hasta caritativas;— son personales, como lo son las que
hacen algunos sanadores, o impersonales, como el modo
de actuar de algunos sacerdotes. «El hombre, visto como
un todo, es decir, el hombre realizado, no es un eslabón
entre tierra y cielo, entre naturaleza y espíritu, y tanto una
como otro, es la unión de una y otro en una conciencia
iluminada»

«En cuanto centro de justa unión, la estructura


humana exige que la persona lo quiera, pues sin eso sería
algo penáado, pero no real» . «La persona numinosa tiene
su sitio simbólico en el punto de intersección entre el
espacio espiritual y el corporal, así como entre lo alto y lo
bajo...» .
De este modo, el centro de la persona no es ni lo que
encarna el «hara» ni lo que representa el espacio de lo alto,
sino el corazón. No obstante, el corazón, entendido así, no
es el corazón con que el hombre se apega al mundo
sentimentalmente, en el bien y en el mal, sino el que nace

203
cuando, en cuanto yo, el hombre lo ha abandonado todo.
Cuando se haya hecho nada en la tierra, desarrollándose
plenamente con las fuerzas del cielo, encontrará por fin la
ruta que le lleve al punto que, en sí mismo, los une. Es el
«gran corazón», ese al que la devoción al corazón de Jesús
no ha situado por casualidad en el centro, o sea, en la
región del plexo solar. Al decir que el centro del hombre
es el corazón, es ese corazón del que hablamos.

12. El corazón —centro del hombre

El corazón del centro representa al hombre hijo del


cielo y de la tierra. Y no se puede decir que ese corazón
haya llegado a su pleno desarrollo ni que el hombre haya
llegado a su centro mientras sólo lo viva de modo pasajero,
en momentos de entusiasmo. En cuanto hijo del cielo y de
la tierra tiene que haberse hecho testigo firme de ese SER
en el que el cielo y la tierra están contenidos. Ahora de-
bemos, pues, preguntarnos: ¿qué quieren decir esas
imágenes de «cielo» y «tierra»?
La tierra significa, por una parte, las fuerzas maternas
cósmicas de la «gran naturaleza», frente al cielo «morada
de las fuerzas paternas espirituales del Logos». Y la
antinomia cielo-tierra tiene un sentido más amplio que el
de fuerzas impersonales que mueven la naturaleza con
respecto a las fuerzas del espíritu, fuerzas también
universales e impersonales, cuyas imágenes primordiales
son las ideas y las leyes en las que, al igual que todo ser
vivo, nosotros también participamos. La oposición cielo-
tierra está también viva en nosotros en el ritmo de Yin y
Yang como eclosión eternamente creadora de la vida en el
cumplimiento de las formas individuales y en su regreso
liberador al seno del gran Todo.

204
Pero la tierra es también la vida en su contingencia; la
vida de un hombre en su desarrollo histórico, condicionada
por las circunstancias y el destino, siempre llena de
sufrimientos y dificultades, limitada siempre por la vejez y
la muerte. Y opuesto a ella, el cielo, ese SER divino,
universal, inaccesible al destino, eternamente joven, por
encima del tiempo y del espacio. Oriente nos enseña que
el hombre puede despertar a este cielo como a su «na-
turaleza de Buda» escapando de la locura de su yo profano.
Si nos cruzamos con la mirada de alguien que realmente
está en el CAMINO, a punto de devenir un hombre total,
lo que nos mira no es un yo profano que sufre por su
destino individual; no es tampoco el Ser esencial más allá
del destino, oculto en ese yo. Esa mirada es la mirada de
un yo de persona, que se sitúa en la intersección de una
vertical que pasa por encima del tiempo y de la horizontal
sujeta a lo temporal. Es ese punto crucial de tensión —
cargado de una nostalgia a la vez plena de promesa y
sufrimiento— de esa eterna lucha para lograr la
integración justa del cielo y de la tierra, del Ser esencial y
del yo del mundo, del SER absoluto y de la existencia
contingente. Y en ese campo de fuerza de esa tensión se
forma el verdadero centro del hombre. Sólo en esa tensión
deviene totalmente hombre. Sólo ahí puede nacer ese
corazón de en medio, en el que el amor es algo diferente a
una generosa calidez, si bien cósmicamente impersonal, y
totalmente distinta al pálido amor espiritual venido de un
«centro del cielo», que no conoce ni acepta la tierra. En la
fusión del cielo y de la tierra es donde nace el verdadero
centro de la persona. Solamente ahí, donde lo Absoluto
germina en lo contingente —la fuerza en la debilidad, el
sentido en lo absurdo, el amor en la crueldad del mundo—
y únicamente ahí, el hombre puede alcanzar su verdadero
centro cuando, en medio del mundo, él se sabe uno con el

205
más allá del mundo. El sabe que debe vivir yendo a él, en
él y por él. Pero también sabe que, ligado al mundo, y
recayendo continuamente en la horizontal, está obligado a
asumir el faltar a la vertical. El centro en el que el hombre
puede alcanzar su centro no es, pues, un punto fijo al que
se llega de una vez por todas, sino que es una fidelidad
tenaz que acepta la cruz y vive con perseverancia un mo-
vimiento sin fin que le lleva del mundo al centro y del
centro al mundo en el que vive y se mueve. En este
movimiento, ese espíritu de más allá del tiempo y del
espacio toma una forma espacio-temporal, que se renueva
constantemente y bajo la cual «desaparece» en el mundo
contingente. Y de otra parte, en su cuerpo cientos de veces
condicionado, debe siempre redevenir transparente para
que la luz del cielo pueda resplandecer en su pureza a
través de él. Si es capaz de vivir esta cruz, que es lo que le
determina, está, en el mundo, como persona, en su centro.
Así es como el centro del hombre es la trascendencia que
quiere manifestarse en él, pero únicamente bajo ese
aspecto de cruz.
Al hallar el hombre ese centro, es decir, la trans-
parencia a la trascendencia, entonces todo lo que vive
adquiere un destello particular y una singular irradiación
emana de él. Poco importa lo que quiera que haga o con
quien se relacione ya que, por lo que a él respecta, todo
deviene transparente (14). Así, con una suave energía, él
vuelve a llevar a su centro todo aquello con lo que se
encuentra.
El hombre está en su centro cuando, en el mundo, él
vive, inflexiblemente, de y por su Ser esencial. En EZ el
hombre participa en el SER divino. Pero esta participación
no se hace experiencia, compromiso y cumplimiento
conscientes si él no acepta su destino, único y
condicionado. No es a pesar de, sino en lo contingente

206
donde percibe lo absoluto del modo particular del SER que
él es en su Ser esencial. Y justamente, una vez aceptada
esta condición contingente, es también cómo, un día, por
gracia, puede llegar a experimentar en su Ser esencial al
SER de todos los seres, y sentirse unido, con fe, al
principio de todas las formas, a Cristo como VERBO. Se
debería así decir que el hombre está en su centro cuando
se siente uno con Cristo y vive por El y cuando la voz del
Maestro en nosotros, que se llama Cristo, le vuelve
siempre a indicar ese centro. Nosotros no entendemos a
Cristo sólo como naturaleza esencial de todas las cosas o
como la fórmula de devenir por el Ser esencial connatural
a cada hombre, sino como esa instancia sobrenatural que
representa y exige la unión con lo «contingente». El hom-
bre puede llegar a ser uno con el SER en la experiencia,
por medio de un encuentro, sólo porque en el mundo está
siempre «siendo» y porque no puede nunca llegar a ser del
todo uno con El. Y en este encuentro, cuando en el punto
doloroso de intersección del cielo y de la tierra en la cruz,
él se percibe como persona, Cristo se presenta a él, no
como principio, sino como un «Tú».
Es preciso vivir la experiencia de la propia situación
crucial para que pueda abrirse en el hombre el ojo interior
de su «ser una persona». Y llega por fin al centro de su
centro cuando se abre ese ojo que en un sentido espiritual
es «del SER y del sol, el ojo de Cristo, por decirlo de algún
modo, a través del cual el que ve y al que se ve devienen
UNO. Con esta mirada que, en sentido estricto, no es ya
esa pobre visión humana, el hombre ya no ve desde el
punto de vista de su yo natural el centro en el que vive, y
en el que puede y debe realmente vivir. Sin embargo,
tampoco lo ve por una pura identificación con su Ser
esencial, desde dentro, sino que lo ve a la vez desde dentro
y desde fuera como un hombre que por la integración del

207
yo profano y del Ser esencial, se mantiene en el punto de
intersección de la cruz. En la medida en que él mismo se
haya sentido designado para la cruz, por la naturaleza de
su propia dimensión, estará —se atreve uno a decir— en
diálogo con Cristo. En El se hace visible, como el más
íntimo fondo del hombre, el Tú divino personal. Cuando el
hombre va hasta el final en la experiencia de sí mismo, en
lo más profundo de sí, percibe el diálogo personal con Dios
y, de ese modo, su compañero divino» (15), su verdadero
maestro interior que le sigue siempre impulsando a esta
experiencia. Se puede, pues, decir que:
El hombre está en su centro cuando está en Cristo. Se
expone tímidamente esta fórmula por cuanto con excesiva
facilidad ha caído en la vacuidad, al ser plácidamente
aprobada por aquellos que hacen de ella una profesión de
fe, sin asociarla ni a la experiencia ni a la transformación,
sin ver en ella: el fin infinito de un CAMINO que pasa por
la muerte y la metamorfosis.
La voz iniciática se presenta como modelo y es
asimilada por la fe en la medida en que ésta expresa la
transparencia hecha vida en el interior del hombre, sin
contentarse simplemente con tener algo como verdad. En
este sentido a todo hombre le es dado el estar en su centro,
en cada grado de su evolución, de una forma específica a
tal grado. El camino iniciático no está destinado a todos,
sino que, por el grado de evolución de un hombre y por la
experiencia que él tiene posibilidad de vivir, le puede ser
dado como tarea a realizar el ser conscientemente lo que
de hecho es —hijo del cielo y de la tierra— dando
testimonio de ello. Este proceso de individuación
progresiva z implica que se expanda la conciencia y se
salven las fronteras de la conciencia natural. El corazón
puede entonces colmarse de la paz luminosa que envuelve
la experiencia de la trascendencia: para un «corazón

208
sencillo» la más sublime realización. Pero esto entraña
también un peligro: el de la «trascendencia negativa», es
decir, la tentación de detenerse ahí, y de este modo, echarlo
todo a perder. Porque, justamente cuando ese hombre se
creía en su centro, ha vuelto a salir de él al pararse. No
obstante, si él es uno de los llamados, la voz del maestro le
dará la alerta y le lanzará al camino de una nueva
transformación.

209
CAPÍTULO III

LA VOZ DEL MAESTRO EN EL


ENCUENTRO CON LA MUERTE

La voz del maestro nos habla en nuestro encuentro


con la muerte. Nos habla por la voz de esta VIDA, a la que
está ligada la muerte de todo ser vivo y para quien morir
es la condición del devenir.
La muerte forma parte de la vida, el sufrimiento forma
parte de la vida. Vida-sufrimiento-muerte se
entremezclan. El sufrimiento atormenta o el sufrimiento
hace madurar según sea la actitud del hombre que sufre,
bien porque se sienta como un yo natural que aspira a una
vida duradera y exenta de sufrimientos, o porque
enraizado en su Ser esencial, la razón de su existencia sea
la de manifestarle en este mundo. En el segundo caso, el
sufrimiento disuelve aquello que obstaculiza el ir
creciendo por el Ser esencial. En cuanto al yó natural,
cuyos deseos están orientados hacia el bienestar y para no
sufrir desventuras, ve en el dolor y la muerte el lado som-
brío de la existencia, la sombra. Y ¿qué es la sombra, sino

221
la luz tras la apariencia de aquello que la oculta?
La sombra desaparece cuando el hombre se hace
transparente a la VIDA que envuelve su corta existencia y
su muerte. Como mediador de la luz, la deja entonces
traslucir bajo la forma de ese SER que el yo, al luchar
contra la muerte, está impidiendo que se haga realidad a
lo largo de la vida.
Para que la plenitud del SER pueda nacer en nosotros
hay que destruir por completo lo múltiple que ocupa
nuestra existencia. Lo múltiple que resuena, en nosotros y
a nuestro alrededor, debe hacer el silencio para dejar que
se oiga la voz del Ser esencial. Por eso el ejercicio
espiritual quiere el silencio a fin de que la conciencia
íntima, liberada del tumulto de pensamientos e imágenes
del mundo, permita la entrada a lo que hay más allá del
ruido, los conceptos y las imágenes.
La destrucción de lo múltiple permite que nazca lo
UNO. Su silencio da la palabra a la plenitud, la muerte de
lo múltiple es la vida de lo UNO.
Por eso, cuando lo múltiple está ocupando en el
alumno mucho espacio, la voz del maestro interior viene
a dar testimonio de ese UNO oculto en su corazón.
En el Japón de otros tiempos, algunos maes- tos Zen,
para situarse ante la muerte que les llevaría al SER
absolutamente liberador, tenían una costumbre muy
particular. Cuando les parecía que había llegado el
momento, invitaban a sus amigos y se reunían con ellos en
una última comida. Una vez

222
terminada ésta se sentaban en el centro del círculo,
escribían un último poema, y se sumían en un reco-
gimiento del que ya no volverían.
El rostro de mármol de los muertos es insondable.
Parece imposible que nada se mueva ya allí donde un
instante antes había todavía vida. Pero si se tiene el coraje
de permanecer junto al muerto y contemplar ese rostro, es
posible que sea uno tocado por el soplo de la otra VIDA,
en la que el que acaba de expirar apenas ha entrado aún.
Y, con esa voz que quizás se deje oír, venida de muy lejos
y sin embargo muy próxima, se abrirá de repente un nuevo
horizonte.
Con la muerte, el horror se hace presente en el mundo,
también el hombre primitivo huye ante lo inexplicable
que, en el cadáver, le fija y le aterroriza. Todo el mundo
conoce ese escalofrío de horror. Es un largo camino el que
hay que recorrer desde el miedo cerval, que da la muerte,
a la fuerza para mirarla de frente con serenidad. El primer
paso es el soportar ese miedo. La muerte impone el silen-
cio. El silencio que de ella emana hace que todo lo que la
rodea se calle. Sólo una apacible persistencia hará que el
hombre se acerque tanto al silencio de la muerte que
comience a entenderla. Lo que la muerte tiene que decir
va dirigido a quien sepa permanecer mudo ante su
impenetrable secreto. Y si, en silencio, presta oídos frente
al rostro de la muerte, percibirá la voz del Maestro
supremo.
Un hombre muere. Ya no tiene pulso. Los ojos se
ponen en blanco. Cesa la respiración. Silencio insondable.
¿Es un cadáver? Todavía no, pues es entonces cuando le
llega la hora al Ser esencial y se

225
deja ver lo que hasta ese momento estaba oculto. Después
de la última convulsión, entonces, en lo más profundo, se
abre la puerta tras la cual, durante toda la vida, está
esperando la verdad del Ser esencial. Y entonces
prorrumpe, penetrando en la sustancia, todavía plástica,
del rostro, realizando en él su metamorfosis, su
transfiguración.
Un misterioso «entre» separa el momento en que se
acaba de expirar y el de la muerte. Cuando se hace visible,
ilumina con un resplandor particular al que acaba de
morir. Por ese resplandor brilla la liberación de algo, pero
también la libertad hacia algo: una certitud interior y una
paz luminosa.
Es natural que la pena que causa la muerte de un ser
querido sea mayor que la dicha que dejan los recuerdos de
una vida en común. Pero después puede nacer en la
conciencia, sosegado y fecundo, el más íntimo
componente del pasado, que es ese otro más allá del
tiempo que encierra el estar unido al otro. Y de este modo
es como el que está presente en su ausencia nos habla con
un lenguaje consolador y exigente de la VIDA que
transforma en sí mismo a vivos y muertos.
El morir comienza al nacer. La muerte va unida al
tejido de la vida. Lo que vive y crece vive hacia su muerte
y por la muerte de lo que, creciendo, va sobrepasando.
Imperceptible, indoloro, transcurre en una perpetua e
insensible transformación. Pero en la medida en que el
hombre deviene un yo que define, se aferra y busca la
estabilidad, más difícil le va siendo despejar el lugar de lo
nuevo. Dichoso aquél que sabe desprenderse. No obstante,
un día, la verdadera muerte viene a él exigiéndole más que
ese morir inherente a cada transformación. Le exige crecer
por encima y más allá del verdadero morir: crecer más allá
de sí mismo.
224
Mucho antes de que el hombre piense en ello, sin
sufrimiento, como un cáncer, la muerte empieza a llamarle
y a venir ya a buscarle. Y ¿qué es la muerte? ¿No hay, por
la muerte, una mayor Vida? Y el fruto de la madurez ¿no
es —o no debiera ser— el saber abrirse a ella muriendo?
Cuando el hombre, al ir envejeciendo, no se pregunta lo
que con la vejez le espera, sino que sólo piensa en pro-
longar su existencia, deja de vivir el coronamiento de su
vida. Algunos dan más importancia a morir bien que a
vivir más tiempo. Y no es posible vivir bien sino en
relación con morir bien.
A veces un hombre a quien se le va acercando la
muerte oye esta pregunta: «¿Tienes miedo a la muerte o
bien a la fuerza de VIDA que aparece al abrirse la puerta
de la muerte?». El hombre avanza hacia la madurez,
presiente y reconoce cada vez más como una amenaza
todo aquello que parece darle tranquilidad y protección,
que le defiende y le mueve en esta vida, porque eso frena
su desarrollo. A las fuerzas conservadoras de la vida van
asociados poderes de muerte, de petrificación. Y a las
fuerzas de aniquilación se unen los servidores y men-
sajeros de la vida.
La Madre-Tierra lanza fuera de ella a los hijos que
lleva en sí, luego los alimenta para, un buen día,
engullirlos de nuevo. ¿Mecanismo único? En el camino
hacia uno mismo, el hombre, que ha nacido para la
libertad, está obligado a ceder a esa aspiración que le llama
otra vez al cuerpo materno, has-
ta que, libremente, habiéndose hecho uno con ella,
cargado con su savia, tenga la fuerza de destruirla en sí
mismo, consiguiendo su autonomía.
Para cada hombre, el sentido de la muerte depende de
lo que él entienda por «vida». El rostro de la muerte

225
15
cambia según sean los ojos de quien le mira. Podemos
verla, bien como un hecho que amenaza nuestra vida
poniendo fin a ella despiadadamente, o bien como un
episodio inherente a la existencia, y orientado hacia otra
vida, en la que desaparece lo conocido, pero en la que se
abre una puerta a lo desconocido, y quizás, a un SER que
está al otro lado de todo tiempo y de todo cambio. Eso
depende del nivel y de la clase de espíritu de quien la mira;
también depende de su conciencia, más o menos
desarrollada, del Ser esencial, en la que lo supra-temporal
aspira a la luz, en el tiempo y más allá de todos los
tiempos.
Son cosas diferentes:
El temor a la muerte como fin cruel;
El horror ante la muerte, porque lo desconocido está
frente a nosotros;
La preocupación por lo que habrá después de la
muerte.
Tienen en común, para quien está todavía bajo el
dominio del yo profano, el ser en sí mismas fuerzas
destructivas. Pero aquél que está en el CAMINO reconoce
en estos temores aquello de lo que debe desprenderse,
alzándose la voz del maestro a través del temor, el horror,
la angustia y la inquietud. El maestro le llama al orden
transformante del Ser esencial dando a todas estas cosas
otro sentido.
El hombre puede morir de tres muertes:
La muerte por vejez y por enfermedad.
La muerte por fidelidad al deber.
La muerte como puente tendido hacia la otra orilla.
De la primera manera todo el mundo muere. Muchos
son los que están dispuestos a morir de la segunda. Pocos
son los que son capaces de morir de la tercera. Son
226
aquellos en los que ya vive, como experiencia, promesa y
compromiso, lo que sobrepasa y abarca la vida y la
muerte.
La muerte forma parte de la Vida —pero la vida
también forma parte de la muerte. En lugar de nuestra
fórmula «vida y muerte», en algunos pueblos tienen la de
«vida y renacimiento». La vida no termina con la muerte:
de la muerte nace también la vida. La VIDA lleva siempre
a una nueva VIDA.
El enigma de la vida y sus innumerables misterios,
vienen de su fraternidad con la muerte. En la vida humana,
todo lo profundo está en relación con la muerte que le
espera. Y en relación con la muerte es como percibimos la
plenitud y la riqueza de la vida en este mundo —y como
presentimos la plenitud de la VIDA más allá del mundo.
Lo profundo permanece oculto para el hombre que recha-
za el pensar en la muerte ineluctable, dejándose absorber
por el mundo superficial y viviendo como si la muerte no
existiera-. Sólo aquél que conoce a los cómplices de la
muerte —el desasosiego, la angustia, el horror— y les
hace frente, es el que puede contemplar la claridad que
viene del infinito, que traspasa toda finitud, elimina las
fronteras llevando al hombre por encima de ellas y
haciendo de él un testigo de la eternidad. Esta claridad es
simplemente el reflejo de la luz que en realidad nosotros
mismos somos. El sí a la muerte abre en nosotros ese ojo
que la percibe.
En la angustia confusa que nos oprime ante la vejez
está el temor a ver declinar la vida y aproximarse la
muerte. Para el yo natural, la juventud se presenta como el
período de potencialidades ilimitadas; la vejez como un
creciente estrechamiento del espacio de vida disponible.
Envejecer debiera querer decir madurar, y madurar supone
siempre abrirse a la voz del maestro interior. Si el hombre,

227
al envejecer, logra también la madurez, y si oye la voz del
Ser esencial pensando en cómo puede éste ir
desarrollándose, en el camino, la edad entonces no es un
estrechamiento sino que, por el contrario, amplía el
horizonte futuro. Ser viejo es no tener ya ningún futuro
ante sí. El hombre maduro sigue siendo joven, ya que el
envejecer le va dando cada vez mayor oportunidad de
renunciar a lo secundario para concentrarse en lo Unico
esencial: devenir cada vez más transparente a la gran
VIDA que está • presente en nuestro Ser esencial y que
tiende a manifestarse por medio de nosotros. El
acercamiento de la muerte —el gran miedo para el yo
natural— se presenta así como la justificación de una
mayor libertad para abandonarlo todo, y para entrar sin
inquietud en la inconmensurable dimensión de lo
Desconocido.
La muerte es el intermediario por medio del cual, a
nivel de los seres vivos, la; gran VIDA emerge en el
umbral de cada renovación. Se presenta como destrucción
regeneradora, inseparable de lo que se ha llegado a ser y
coordinando el devenir. Para lo no-advenido, ella es la
promesa de transformación en una nueva estructura. Toda
renovación requiere primero una destrucción, y todo
despuntar la desaparición de algo. Aquél que únicamente
busca el sobrevivir, se cierra el acceso a la VIDA, porque
está rechazando su instrumento, la muerte, que es el que
prepara el espacio que la VIDA necesita... El hombre que
ha despertado al camino de transformación está dispuesto
para las mil y una muertes que la VIDA exija de él a lo
largo de su existencia.
La existencia humana se mueve entre dos polos: la
VIDA más allá de la vida y la muerte, y la existencia con
un comienzo y un fin. El poder y el querer ser los dos a la
vez es lo que, como aspiración, potencialidad y vocación,
228
distingue el estado de persona. El hombre sólo percibe el
sentido de estas dos vidas en el trasfondo del peligro que
entre sí, alternativamente, constituyen una para otra. De
hecho, ¿qué debe ser la vida mortal? El testimonio de lo
inmortal en el mundo. Y ¿qué es la inmortalidad?
Aclimatar lo mortal en lo inmortal. Que comienza a ser
posible cuando una vez que ha despertado al Camino, y
hecho alumno, el hombre oye la voz del maestro. La
VIDA se convierte así en un compromiso y en una fuerza
cuya exigencia no tiene fin.
El hombre sólo puede vivir en comunidad con otros y
adaptado a un mundo objetivamente construido. Cuando
éste le devora haciendo de él una cosa, le está amenazando
la muerte por alienación. Deja de ser él mismo. Si el
núcleo de su Ser esencial le da todavía suficientes fuerzas
para poder decir no, las propias tinieblas de este
alejamiento de sí pueden hacer que nazca la luz que le
proteja. El peligro mortal de pérdida de sí mismo se trans-
forma así en un creciente descubrimiento interior —esto
es lo que ocurre en nuestros días.
A lo largo de toda su vida, al hombre le está acosando
y acompañando su muerte. En tanto que no comprenda
que vive en exilio, toma, sin razón, la presencia de la
muerte como un simple antagonismo en relación con la
vida espacio-temporal. Ciertamente que para presentir,
percibir, y finalmente, para saber que la muerte no es
solamente un fin, es preciso haber aprendido a conocer lo
infinito. Hay que haber aprendido a respetar aquellos
momentos en que, estando próxima la muerte, haya sido
tocado por la experiencia de otra Vida, o en un morir, por
la de un renacer. Muy pocos son los que no hayan tenido
un encuentro con esta experiencia. Pero no es frecuente el
que hayan aprendido a escuchar en la muerte la voz de la
VIDA.

229
Después de la muerte de los padres —dejada ya atrás
la tutela protectora— es cuando los hijos son adultos.
Siempre que el inconsciente haya estado dominado por
una fuerte imagen paterna o materna, el soñar que se
asesina al padre o a la madre puede indicar el comienzo de
la emancipación. Es muy frecuente que el sueño en sí o el
despertar vayan acompañados de espanto ante el crimen,
pero muchas veces también es un sentimiento de lo que
eso debiera suponer. Al matar, obedecemos a la voz del
maestro. Luego viene la satisfacción de la liberación y,
con ella, la vuelta al amor filial. Más aún, por primera vez,
se trata ahora de auténtico amor, el amor en la libertad.
Hay una muerte por hambre y otra por indigestión.
Hasta el santo tiene necesidad de un mínimo material. Una
ráfaga de espíritu está aún esperando al hombre que ha
llegado a la saturación material. Si, en el primer caso, falta
lo mínimo o si, en el segundo, se apaga la chispa, ambos,
en la medida en que son hombres, mueren. Sin embargo,
la proximidad de la muerte les mantiene vivos, a uno
porque la huye, y al otro porque va hacia ella.
El sentido de la muerte es la vida que ella hace
posible. En el anonadamiento salta la chispa de lo
indestructible y llamamos «audaz» a quien busca la
inminencia de esta destrucción para poder sentir lo
indestructible. Sólo el peligro hace que aparezca lo que,
desde toda la eternidad, es insensible al peligro. Unos se
juegan la vida afrontando la montaña; otros en un duelo y,
en todos los tiempos hay hombres caballerescos,
dispuestos a todo, más fuertes que la muerte porque
presienten que una muerte generosa inflama la chispa de
la Vida.
«Con toda seguridad que volveré a empezar», decía
una mujer que había intentado suicidarse. «¿Por qué? —
Porque cuando después de haber tomado el veneno, yo me
230
sentí perdida al haberlo dejado todo, lo que despuntó era
indeciblemente bello».
«Una vida cuyo sentido sea el sobrevivir, no tiene
sentido», dijo un israelita al entrar en la cámara de gas...
Un momento antes todavía temblaba de miedo. De repente
se sintió absolutamente en calma y radiante. Y el destino
pasó junto a él.
El infortunio que puede llegar a destruir a un hombre
es de tres tipos: el miedo al anonadamiento, la
desesperación ante lo absurdo y la soledad en el abandono.
Pero ante una muerte que parece inevitable, cuando al
hombre le es dado el hacer aquello de lo que un hombre
ordinario es incapaz: aceptar lo inaceptable, puede nacer,
insospechadamente, una nueva vida. Aquél que puede
someterse, libremente, a lo ineluctable, soportándolo,
arranca a la muerte su aguijón. Y porque está dispuesto a
sacrificar su yo, abre a su Ser esencial la puerta que con-
duce a su verdadero Sí. Y de pronto, de la destrucción nace
lo indestructible, de la desesperación ante lo absurdo la luz
más allá del sentido y del no sentido. Y en medio del
abandono del mundo entero, la desolación se cambia en
protección en el seno del SER supra-natural.
Así como la fe es auténtica cuando la duda no puede
ni siquiera venir a la mente, y la libertad no es verdadera
libertad si corre el riesgo de estar sometida a la mínima
obligación, cuando el pensar en la muerte puede causar
turbación, la vida no es todavía la verdadera VIDA.
El progreso de la humanidad, es decir, de lo humano
en el hombre, no consiste en aumentar la seguridad y la
duración de la existencia (una prosperidad segura puede
significar una regresión de lo humano), sino en hacer que
aumente la fuerza que triunfa de la muerte. Lo cual no se
produce sino bajo el signo de la experiencia, cada vez más
profunda, de una VIDA más sublime, que no tiene nada

231
que ver con la muerte en el tiempo.
Estar dispuesto a morir, es ser fiel a lo que se pretende
representar. La vida que la fidelidad engendra, permite y
mantiene, viene de la muerte que se está dispuesto a sufrir.
A esta muerte nos llama el único que tiene autoridad para
ello, el maestro interior.
Por encima de la muerte se mueve la luz de la gran
VIDA. El silencio de la muerte permite que se perciba una
VIDA distinta, y tras sus fronteras, las lejanías que desvela
a nuestra conciencia no tienen límites. Sólo es capaz de
sentir la VIDA que la muerte ya le indica, el hombre que
es consciente de la muerte en sí mismo.
El heroísmo y la resignación son las dos maneras con
que le es posible al hombre, por sus propias fuerzas, bien
de vencer la muerte, o de aceptarla por una dolorosa
renuncia. Estas son las formas por las que la muerte se
refleja en un yo, prisionero de su visión natural y que vive
valerosamente, con abnegación, más acá de las fronteras
de su horizonte. Para estar enlazado por la muerte al Otro
infinito, es preciso haber sentido, del otro lado de la fron-
tera, las verdaderas raíces. La muerte se convierte así, para
el hombre, en la puerta abierta hacia la patria de su origen
eterno.
Moribundos que durante unos instantes han pasado
«allí» nos dicen que han percibido una pura luz de beatitud
y liberación. ¿De qué luz puede tratarse sino de esa que ya
resplandece, de vez en cuando, a través del velo de nuestra
conciencia ordinaria? Pero no la vemos porque, ajenos a
nuestro Ser esencial, nos volvemos hacia el único mundo
que comprendemos. A la luz del día de nuestro mundo no
vemos las estrellas del mundo de allá arriba. Unicamente
comenzarán a brillar las estrellas de la VIDA para aquél
que en su búsqueda de luz, soporte el ver que se oscurece
su conciencia ordinaria.
232
En cada grado del devenir de un hombre, la muerte
toma para él un sentido diferente.
En un primer nivel, la muerte no es sino un sombrío
destino. Es el enemigo de la vida contra el que debemos
defendernos. Pero incluso visto de este modo, la muerte
sigue siendo el trasfondo oscuro del que todo placer de la
existencia y toda vida asegurada o recuperada, se aparta
luminosamente. La muerte, nuestra constante compañera,
la que nos amenaza en cada momento, es también una
perpetua renovación de nuestra alegría de vivir. Esa secre-
ta conciencia interior de la muerte da esplendor a la vida.
Cada instante vivido sin temor reviste un aspecto de dicha
que, sin nuestra compañera la muerte, no lo sentiríamos
nunca.
En el segundo grado de evolución, la muerte es ese
sacrificio que estamos dispuestos a realizar para respetar
el sentido que le corresponde a este nivel: el servicio al
prójimo y a nuestra obra. Estar dispuesto a morir para
servir son los cimientos de la vida en su segundo nivel.
Incluso si la muerte física es el mayor sacrificio que el
hombre puede hacer en servicio de la vida —cuando
aquélla se sitúa bajo el signo de la fidelidad, toda la vida
se sacrifica al servicio del prójimo.
En el tercer grado, la muerte es el umbral que hay que
traspasar en el camino de una vida más sublime. Para
quien haya despertado al CAMINO, la muerte adquiere
entonces un sentido de experiencia, vivida en ella y por
ella, de esa gran VIDA que está siempre a la espera de que
seamos instrumentos de su manifestación en el mundo.
Para glorificarla, estamos dispuestos a abandonar lo que
protegíamos en el primer nivel y lo que preservábamos y
realizábamos con la abnegación en el segundo. En esta
etapa, la muerte es la amiga que nos instruye en el camino,
la que le prepara y la que abre la puerta de otra vida —que

233
está ya en la de aquí abajo.
El sentido que se le dé a la muerte es inseparable del
que se le encuentre a la vida. Vista desde fuera, la muerte
es un fin; vista desde dentro, es un comenzar. La muerte,
vivida de forma justa, es el gran desprendimiento: soltar
presa, dejarse morir, extinguirse, dejarse devenir uno con
la plenitud de lo profundo. Y de este «devenir UNO», de
esta fusión con la más profunda capa primordial que so-
mos nosotros mismos en lo más profundo emerge, —pero
sólo si nosotros lo hacemos posible— nuestro verdadero
Ser esencial.
La destrucción se transforma en brote, las tinieblas en
luz, el abandono de lo que se ha llegado a ser en
advenimiento de lo que no ha sido. Este movimiento de
transformación es la fórmula fundamental de toda
meditación verdadera. En el silencio de todo pensamiento
e imagen es como percibimos la voz del maestro.
Cuanto más muera el hombre a su yo natural,
aparecerá con mayor evidencia su verdadero Ser esencial.
Cuanto más profunda sea su fusión con su propio Ser
esencial, único, más se encontrará a sí mismo en la
Esencia que es la naturaleza de todo lo humano y de todas
las cosas. Si el hombre logra el dejar que muera ese yo
ansioso por permanecer, podrá entonces entrar en contacto
con la VIDA. Cuanto más se encuentre a sí mismo, como
indivi- dúo único, al abandonar su yo condicionado por el
mundo, mejor percibirá la VIDA universal, supra-
individual. Así es como, por la muerte del yo, puede el
hombre encontrar la naturaleza esencial de todas las cosas,
la VIDA de todo ser vivo. Al fusionarse el hombre con ella
podrá desarrollar ese verdadero yo, que es a la vez superior
al mundo y conforme al Ser esencial en el mundo, para en
éste combatir, crear, amar.

234
Al igual que cualquier otra observación sobre la
realidad de la condición humana, el valor de lo que se dice
sobre la muerte no va más allá del horizonte de la
conciencia que lo expresa. El horizonte de lo real, en cuyo
centro está el yo, es muy raquítico. En ese horizonte la
realidad humana está reducida a lo que el hombre siente,
percibe y concibe —en su espacio y en su tiempo. Este
tiempo se cumple y se acaba entre el nacimiento y la
muerte. Más allá, para este yo, están las hipótesis, la
especulación, la imaginación, la metafísica, productos de
deseos y de temores. ¿Y la VIDA más allá de la vida y la
muerte? ¿Una piadosa creencia y nada más? No. Esa es
una experiencia primordial. Más todavía: está basada en la
más profunda experiencia nacida en una conciencia
desarrollada y apoyada en el conocimiento de una
tradición milenaria sobre la profundidad divina, origen y
sentido de nuestra vida. La experiencia y la conciencia de
la VIDA, en todos los tiempos, son el contenido de la
iluminación. Desde siempre es la fuente en la que sacian
su sed todos cuantos anuncian a Dios, y es la meta eterna
de todos sus discípulos. Es —unida siempre a la muerte—
la vida que contiene la VIDA.
La eternidad que da luz a la muerte no es de duración
eterna —lo finito que continúa sin fin— es una realidad
que se afirma, verticalmente, en la fini- tud, inserta entre
un comienzo y un fin. Lo enemigo de la VIDA confunde
al hombre haciéndole creer que más allá de su finitud nada
puede conocer, y la conciencia objetiva sirve de trampa al
demonio para hacer que el hombre se quede en no
considerar sino aquello que él puede fijar en una
definición. La VIDA no se deja fijar. Pero como para el
hombre el dar un rodeo por la conciencia objetiva forma
parte del CAMINO, necesita para liberarse de ello una
evolución más larga. Atrapado en su yo profano, el sino

235
del hombre es olvidar su doble origen. El es ciudadano de
dos universos; como hijo de la tierra, pertenece al mundo
espacio-temporal, limitado y contingente. Y al mismo
tiempo también es hijo del cielo, de un SER absoluto e
infinito, más allá del tiempo. En el mundo de su yo natural,
todo tiene un principio y un fin. En el reino de su Ser
esencial no hay ni principio ni fin, ni nacimiento ni
muerte. En toda vida de este mundo hay muerte. Despertar
al CAMINO es recordar el doble origen de sí mismo y oír
la voz, llena de promesas y exigencias, que nos llama a la
forma de vida que une el cielo y la tierra.
El miedo a la muerte es inherente al hombre. Al igual
que el amor a la vida. Hay que saber lo que es el temor a
la muerte para tener la oportunidad y el derecho a presentir
y sentir la VIDA que nos espera Con la muerte. Cuando la
muerte ha pasado rozándonos, se ve ya con toda claridad
que la vida en este mundo está amenazada: es una conva-
lecencia, después de un gran peligro o de un combate del
que se haya salido victorioso. Sólo, en el fondo sombrío
de la muerte es como, en paz o en guerra, la vida natural
puede alcanzar todo su esplendor en lo que se vive
humanamente. En el momento en que se extingue la vida
natural es cuando, por vez primera, brilla la luz de lo
supra-natural, y cuando se siente la amenaza de la muerte
es cuando aparece su luz.
Toda transformación vive de la disolución de lo que
ha llegado a ser. Sin embargo, hay que tener una
conciencia desarrollada más allá de los límites todavía
impuestos por la visión natural, para llegar a presentir algo
del permanente misterio que vive, teje, y trabaja en el
hombre y que, fuera del tiempo, transforma todo lo que es
temporal. No se es verdaderamente uno mismo —aunque
sea sólo por un instante— si no se llega a ser consciente,
a través de todo lo devenido, de lo no-devenido del SER
236
sobrenatural, de eso «no-creado» en el alma de que habla
el Maestro Eckhardt. Por ello, dondequiera que se
encuentre un hombre, visible a todos, lo invisible está
actuando: es lo no advenido en él que, sin que él haga
nada, engendra, por medio de la disolución de lo devenido,
un devenir justo.
El animal no muere igual que el hombre. Se deteriora,
se extingue, termina. El hombre no quiere terminar al
igual que el animal. Quisiera ser consciente de ello y al
mismo tiempo se resiste a la muerte, rehúsa el
desaparecer, quiere ignorar todo lo que sea fin. Quiere
durar, sobrevivir, permanecer. Esa es su naturaleza. Es
inherente a la naturaleza del yo el definir todo lo que le
sale al paso, el protegerse por lo que es duradero, el
afirmarse en lo inalterable. Todo lo que sea amenaza para
el reposo de lo permanente se convierte en enemigo.
También la transformación. Y justamente, cuando ya nada
se mueve/es el reposo de la muerte. La paz de la vida está
allí donde ya nada puede detener el movimiento de
transformación.
El Ser esencial de cada hombre es el modo en que la
VIDA, innata en él, es a la vez su CAMINO: innato, dado,
y dado como tarea, como una sucesión continua de etapas
a cubrir, en cuanto que es un caminar, hacia una forma
viva en y por la cual la VIDA pueda manifestarse siempre
más en el mundo. El hombre alcanza su verdad, sólo en la
medida en que, despertando a su camino, encuentra su Ser
esencial, cuya verdad, modalidad individual especial de la
VIDA es al mismo tiempo la verdad que se expresa en el
lenguaje de su propia humanidad. Y para que la plenitud
del SER pueda brotar en el hombre por el Ser esencial
como Camino, Verdad y Vida, aquél que tiene que destruir
su naturaleza del yo, tenaz y ajena a su origen. Con la
muerte de ésta y con el sufrimiento que supone su

237
destrucción, se prepara la toma de conciencia de lo nuevo.
Según una tradición muy antigua, la forma de
existencia natural del hombre ofrece una máscara y un
cerrarse extremadamente fuerte contra la realidad del SER
universal, que sin embargo, él encarna. Esta realidad vive
en él por un elán secreto por manifestarse. Es una
nostalgia inextinguible por algo totalmente diferente, muy
por encima de este mundo, y una necesidad,
incomprendida, de un devenir preciso: Es, finalmente, la
necesidad fundamental del hombre que, y porque es
hombre, se siente «aparte». Está llamado, por su origen, a
dar testimonio del SER que está encarnado en él a modo
humano, es decir, consciente y libremente. Pero la corteja
que se ha formado por la conciencia de su yo natural, lo
está impidiendo. La eterna cuestión es, pues: ¿cómo puede
el hombre responder a ese empuje que él siente del SER?
¿cómo puede él acceder a la Vida, que fundamentalmente
él es en su Ser esencial? La eterna respuesta es: por la
muerte. Esta respuesta no resulta agradable a los oídos del
hombre que está encerrado en su yo natural. Pero, para
aquél que ha despertado al CAMINO, es la condición
normal de un nacer a una actitud interior que permita que
lo Absoluto se afirme, estando precedido por la promesa
de vivir la experiencia de la luz plena.
Quien busca esa VIDA que, con la vida o la muerte,
no desea otra cosa sino vivir en ella y servirla, ve a la
muerte como amiga que le rescata de todo lo que, con la
voluntad de durar, se opone a la vida y a sus
transformaciones. Morir es el momento en que la muerte,
que está actuando siempre en nosotros, se acerca a su fin.
Es el momento de prepararse para este instante supremo
de la fusión con la VIDA. No es nunca demasiado pronto
para darse cuenta de que ese momento se ha iniciado ya y
que, lenta y secretamente la muerte, está trabajando ya,
238
para sacarnos de este mundo. La muerte no es enemiga,
sino fraternal al hombre que, por ella, va a atravesar el
gran umbral.
Se dice de la muerte que es el precio del pecado. Lo
que no quiere decir que puesto que has pecado tienes que
morir. Sino que quiere más bien decir que el hombre,
«separado» sólo del resto del mundo por su conciencia del
eterno curso de las transformaciones, se opone con su
voluntad de durar a la ley de la VIDA, sintiendo como
muerte la disolución inherente a todo lo que está vivo. Y
porque está orientado a lo permanente y busca lo no
efímero eternizando lo efímero, tiene que sufrir como
angustia toda desaparición que, sin embargo, forma parte
de la VIDA.
Cuando quien en la muerte no veía sino un callejón
sin salida, al sentir los primeros síntomas de que se acerca,
llega a reconocer la voz de la VIDA que, por la muerte, le
conduce de nuevo a la patria, puede llegar a ser para él una
«gran experiencia». Quizás comprenda entonces que su
terror a la muerte es, en realidad, el temor a la fuerza de la
VIDA que, al romper su envoltura terrestre, brotará en él.

239
INDICE
Págs.

PRESENTACIÓN .................................................................................... 7

LA LLAMADA AL MAESTRO

I. EN TODOS LOS TIEMPOS .......................................................... 15


1. El maestro como arquetipo .............................................. 15
2. Mediador entre cielo y tierra ......................................... 18
3. De la angustia primitiva al conocimiento iniciático . 21
4. Saber intemporal. La gran Tradición ............................. 23
5. El Sabio y el Maestro .................................................... 25
II. EN NUESTROS DÍAS ................................................................. 29
1. La pregunta ..................................................................... 29
2. ¿Quiénes desean un maestro? ..................................... 31
3. ¿Quiénes hacen esta pregunta? ................................... 32
4. La experiencia que suscita la llamada al maestro ........... 37
5. ¿Dónde están los maestros? ........................................... 43

EL MAESTRO - EL ALUMNO - EL CAMINO

I. IDEA Y REALIDAD DEL MAESTRO ........................................... 51


1. El maestro eterno ........................................................... 51
2. El maestro interior ....................................................... 56
3. El maestro encarnado .................................................... 59
II. EL ALUMNO ............................................................................. 67

245
Págs.
III. ¿CÓMO ACTÚA EL MAESTRO? ............................................................................. 77
1. El enseñar ....................................................................... 77
2. Las directrices................................................................. 84
4. El irradiar........................................................................ 88
5. El ejemplo ..................................................................... 90
5. Las situaciones de choque ............................................. 95
IV. LA VIDA Y EL HOMBRE ............................................................ 97
V. EL CAMINO .................................................................................. 109
Cristo Maestro ....................................................................... 128

LA VOZ DEL MAESTRO EN LA VIDA

Introducción .......................................................................... 133


I. LA VOZ DEL MAESTRO EN EL ENCUENTRO CON EL CUERPO 137
1. El cuerpo que se es........................................................ 137
2. La visión morfo-sicológica .......................................... 148
3. Deformaciones colectivas ........................ .'.................. 155
4. Las imágenes directrices ............................................... 158
5. El ejercicio ................................................................... 163
II. EL MAESTRO INTERIOR EN EL CAMINO DEL MEDIO
169
EN QUE SE VIVE ......................................................................................................
1. «La bonne assiette» ...................................................... 169
2. El mundo visto en su aspecto personal y en
su aspecto objetivo ......................................................... 171
3. Las tres necesidades fundamentales del hombre 177
4. La triple unidad del SER, centro del hombre 180
5. Tres tipos de conciencia................................................ 183
6. La conciencia de sí mismo infantil ...................... 185
7. La conciencia de sí mismo del yo profano ... 186
8. La conciencia de sí mismo por el SER ................ 190
9. El centro: El SER, presente en el hombre ... 192
10. El Camino que lleva al centro ...................................... 194
11. El centro en el simbolismo del cuerpo .......................... 204
12. El corazón, centro del hombre ....................................... 213
III. LA VOZ-^ DEL MAESTRO EN EL ENCUENTRO CON LA
MUERTE .................................................................................................................... 221

246
NOTA FINAL

Le recordamos que este libro ha sido prestado


gratuitamente para uso exclusivamente
educacional bajo condición de ser destruido una
vez leído. Si es así, destrúyalo en forma
inmediata.

sin egoísmo
Para otras publicaciones visite
www.lecturasinegoismo.com
Referencia: 1026
Otros títulos de interés:
Karlfried Dürckheim nació el 24 de octubre de la espiritualidad occidental.
de 1896 en Munich. Participó en el frente en
la I Guerra Mundial (1914-1918). Se traslada LA GRAN LIBERACION
a Japón donde permanece de 1937 a 1947. Daisetz Teitaro Suzuki
A partir de 1950 desarrolla en Todtmoos- Maestro japonés, el autor, expone las líneas
Rutte (Selva Negra) el Centro Rutte y la básicas para una iniciación en la doctrina
Escuela de Terapia iniciática. Actualmente
es Catedrático de Psicología y Filosofía en la Zen y responde a las preguntas que el
Universidad de Kiel. occidental se plantea ante algunos aspectos
del Zen.
Libros que ha publicado:
ZEN, UN CAMINO HACIA LA PROPIA
— El Zen y nosotros (Ed. Mensajero). IDENTIDAD
— Practique de la voie intérieur (Ed. Le Enomiya Lasalle
Courrier du Livre). El método Zen, dentro y fuera del marco
— La Percée de l'Etre (Ed. Le Courrier du japonés, con unas indicaciones prácticas
Livre). para la iniciación a esta escuela originaria
— Exercices initiatiques dans la psyco- del budismo mahayana.
thérapie (Ed. Le Courrier du Livre).
— L’Homme et sa double origine (Ed. du EL CAMINO DEL YOGA
Cerf).
Xavier Moreno Lara
— Meditar. Por qué y cómo (Ed. Men-
Iniciación en la teoría y en la práctica del
sajero).
yoga. Destaca su acomodación a la
— Japón y la cultura de la quietud Ed.
Mensajero). mentalidad y al lenguaje occidental.
— El Maestro interior (Ed. Mensajero).
— Hara. Centro vital deí hombre (Ed. MEDITAR. POR QUE Y COMO
Mensajero). Karlfried Graf Dürckheim
Meditación como ejercicio iniciático que
tiende hacia la apertura del Ser esencial y
hacia una vida que le permita tomar forma en
Concha Quintana toma contacto en Francia,
el año 1975, con la enseñanza de Karlfried el mundo.
Dürckheim. iniciando así un acercamiento
cada vez mayor a su espíritu y obra. Algo JAPON Y LA CULTURA DE LA
más tarde conoce al autor del libro quien, QUIETUD
desde entonces, la viene acompañando en Karlfried Dürckheim
su propia evolución interior, y en la El encuentro auténtico entre Oriente y
profundización de su enseñanza. Occidente no es un problema de pueblos,
Karlfried Graf Dürckheim le ha confiado la sino un problema inmanente de tensiones,
tarea de traducir sus libros al español, que no deben ser cortadas, sino integradas.
estando asimismo comprometida en este
camino de transformación interior por la
transmisión de su enseñanza.
Concha Ouintana - Aptdo. de Correos
61.038 - 28080 MADRID.
EL ZEN
Enomiya Lasalle
Propone la posibilidad de un Zen para
cristianos y analiza las analogías que se dan
entre el Zen y algunas escuelas o maestros
la fe viva siempre ha llevado contenida, inconscientemente, la
experiencia de la trascendencia. Estaba «ahí» oculta a la conciencia
del saber, como fuerza inexplicable y certeza absoluta. Ahora ya se
empiezan a abrir las puertas que conducen a ella. Aquel que se
atreva a franquear el umbral pisa un suelo nuevo. A la joven
generación le apremia alcanzar esa salida. La droga es, de forma
manifiesta, una mala ehtrada. ¿Quién puede indicar cuál es la buena
dirección?

Este libro no intenta ser una contribución a las «ciencias humanas»,


ni a la sicoterapia, ni a la pedagogía. No se apoya tampoco en la
teología ni en la dirección espiritual. Pero quizás ayude a aquellos
que tienen responsabilidades humanas a descubrir, en ellos mismos
y en quienes les son confiados, la fuente de la verdadera vida, esa
fuente que nuestra civilización, nuestros colegas y nuestras
universidades especialmente, están amenazando con secar. Se trata
de volver a descubrir la Vida Supra-natural y el Camino de su
testimonio en el mundo. Una y otra precisan del Maestro.

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