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Lectura: “El feminicida y la feminazi”

Por Ana María Guerrero1

Fue en Ayacucho, lugar y escenario de las escenas más trágicas de nuestra historia. Y aunque no fuera la
década de 1980, sino 2015, una mujer volvía a correr tratando de salvar la vida. Tras ella se precipitaba
Adriano Pozo, desnudo y furioso, decidido a regresarla al cuarto de hotel donde, minutos antes, había
intentado violarla y estrangularla. La encontró refugiada en la recepción y la hizo regresar a rastras y de los
pelos, no una sino tres veces, antes de que la chica consiguiera encerrarse en un almacén. Él fue controlado
por tres trabajadores del hotel mientras llegaba el serenazgo, pero por poco tiempo pues con gran habilidad,
los convenció de que lo soltaran: habló, rio, los abrazó y juró que era inofensivo. Sellaron la simpatía con un
apretón de manos, habitual, normal, como si no hubieran notado que Adriano estaba, todo el tiempo,
completamente desnudo.

Era elocuente, pues, esa exhibición de poder. Enseguida consiguió las llaves del almacén y se dirigió a abrir la
puerta. Fue apenas suerte que las llaves no abrieran. Confiado en su alianza, Adriano regresa un instante a su
cuarto y uno de los trabajadores del hotel, ético, empático, aprovecha para dejar huir a Arlette. En la calle, el
serenazgo está grabando y capta su voz aterrorizada. Cuando Adriano regresa, la jala a vista de todos y ella
se resiste suplicando ayuda. Parsimoniosos, los agentes varones no intervienen sino que buscan convencerlo
mientras él les extiende la mano para establecer otra alianza. En esa negociación, incomprensible porque no
habría nada que negociar, Adriano repite insistente otro gesto de profunda desinhibición y poder: se abre y
se cierra la toalla que ahora lo recubre parcialmente, mientras niega que haya habido agresión física. Arlette
Contreras tiene los vasos sanguíneos de los ojos reventados por la presión del estrangulamiento.

La indignación social llegaría un año después, cuando a pesar de las pruebas, Adriano Pozo fue absuelto de
toda responsabilidad. Una pregunta surgió entonces, inevitable: ¿qué tendría que haber pasado para que
fuera condenado? La respuesta cayó de madura: matarla.

Para que sepan todos que tú me perteneces

Aquel día, en el hotel de Huamanga, Adriano Pozo se había roto la camisa enseñándole el pecho a Arlette
Contreras y sobre ella le había anunciado que “le haría el amor”. Ante el forcejeo y negativa de la chica, este
se corrigió: “entonces te voy a violar”. ¿Cómo así se pasa del amor a la violación en un instante? ¿De qué
manera la violencia del macho, que sale de forma radical, extrema, se produciría por amor?

Es importante notar que esta misma lógica funciona como paradigma en cualquier otra situación de violencia
machista: en el esposo que pega porque “ama demasiado” o en el enamorado que cela porque “no vive sin
ella”. La justificación suele hacerse en nombre del amor, se trataría de “mucho” amor, un privilegio que

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Psicoanalista y docente de la Escuela de Psicología de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya

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supone que las mujeres deberíamos comprender, agradecer y, por lo tanto, aceptar. En el acoso callejero
podemos ver un razonamiento similar cuando los hombres insultan o se burlan ferozmente si no se les
aceptan sus “piropos”. En esta lógica las mujeres pasarían, en instantes, de admiradas a rechazadas, de
deseadas a despreciadas, y en general, de queridas a odiadas, polaridades que nos permiten interrogarnos
sobre qué es lo que realmente se desea, ¿amarlas o destruirlas?

No se trata de “reacciones naturales”, esto supondría una herencia verificable y poco variable en lo humano
a pesar del tiempo y los espacios; tampoco se trataría de casos aislados producidos por dementes u hombres
impulsivos, pues existe un mismo patrón, una misma lógica, detrás de cada caso. Tomados en su conjunto lo
que observamos son los ejemplos más ruidosos, más evidentes, de un fenómeno social de mayor extensión y
que tiñe cualquier expresión del quehacer humano. Las manifestaciones más sutiles de la violencia machista,
que se reúnen en palabras como mansplaining y hepeating, muestran que, aunque menos evidentes, menos
mediáticas y espectacularizadas, no dejan de ser nocivas. Lo que está en juego es la instauración de una
asimetría a favor del hombre, o mejor dicho, la recordación de que esa asimetría existe, o pre-existe, cada
vez que la mujer se manifiesta de alguna manera autónoma. A veces lo que incomoda es una autonomía de
orden más intelectual, profesional, a veces de tipo económico, pero es sin duda la autonomía sexual, la
autonomía del deseo, lo que más perturba. En cada caso podemos observar estilos propios de los sujetos
envueltos, detalles que hablan de sus historias personales, pero detrás siempre alimentados por la misma
lógica restaurativa de la prominencia masculina.

Nos situamos, entonces, en la compleja intersección de lo social y lo psicológico, un espacio de fronteras


porosas donde la cultura colorea el psiquismo y este recrea, a su modo, las características y preceptos de cada
sociedad. La violencia contra la mujer se practica y justifica en subjetividades fuertemente marcadas por
aquello a lo que Rita Segato ha llamado el mandato de masculinidad, voz social presente en nuestra
convivencia. El sistema patriarcal, como sistema social determinado, funciona con lógicas y pautas
preexistentes a las personas, que regula o caracteriza nuestra organización, nuestras formas de convivir y
considerar lo bueno y malo, lo normal y lo anormal, lo permitido y lo prohibido. El mandato de masculinidad
es, entonces, eso mismo: un mandato, una orden, un imperativo de socialización marcado por lo autoritario
y urgente, que manda a establecer una jerarquía de dominación y valores de un género sobre otro.

La violencia sería, de este modo, el recurso más difundido para vengar a los hombres despreciados o
cuestionados en su autoridad, para disciplinar a las mujeres o a cualquiera que contravenga los parámetros
dominantes de masculinidad. Se entiende, entonces, por qué Adriano Pozo le juró a Arlette Contreras: “tú no
me vas a dejar, prefiero verte muerta”. O por qué a Eyvi Ágreda le lanzaron gasolina y una advertencia: “si no
eres mía no serás de nadie”. Arder en llamas era para Carlos Hualpa un castigo necesario, ejemplar: “quería
darle un escarmiento”, dijo en sus declaraciones, “se aprovechaba de su apariencia física para utilizar a los
hombres”. En redes sociales los comentarios más benevolentes, de hombres y mujeres, criticaban a Hualpa
pero señalaban que era una consecuencia lamentable de la actitud “aprovechadora” de “algunas mujeres”,
es decir, la responsabilidad del acto recaería en ella, y por extensión, a otras víctimas. La responsabilidad
principal de ser agredidas, asesinadas, de “algunas mujeres”, no estaría en el agresor sino en ellas mismas,
por provocarlo. En estas lógicas al hombre no se le exige respeto, control, de él se espera que pierda los
límites, puede hacerlo. Total, “es hombre”. Luego de la (in)evitable muerte de Eyvi, por redes sociales se

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difundieron mensajes donde algunos sujetos reforzaron la lógica de los comentarios iniciales: bien hecho,
decían, para que las mujeres aprendan.

Es evidente que estamos delante de un fenómeno social. Esos comentarios no son aislados, sino expresiones
de discursos mayores, discursos impregnados del mandato de masculinidad y que opera indistintamente en
hombres como en mujeres. Como las redes sociales, las canciones son otras formas de producción social,
cultural, que suelen ser transmisores privilegiados de potentes mensajes sociales. No podemos pensar que
solo a Luis Abanto Morales se le ocurrió escribir que con sangre de sus venas le marcaría la frente a su
propiedad privada. Antes que Carlos Hualpa, que “humildemente” se somete a la justicia y “entiende” que
debe pagar por lo que ha hecho, Abanto Morales ya asumía algo parecido cuando decía que “siendo tu dueño
no me importa más nada”, asumiendo que aceptará cualquier cosa con tal de ser reconocido como
propietario de su objeto. Bueno, estamos hablando de eso, que como al ganado sin dueño, que se marca a
hierro y fuego, la objetalización de la mujer, su posesión, es con plena consciencia y total impunidad.

Mujer que no es mala es chola

Recordemos que este fue el “creativo” eslogan que el diseñador peruano Gerardo Privat lanzó hace algunos
años, anudando, de forma magistral, varios marcadores de la subalternidad de las mujeres. Su justificación
no pudo ser peor: “quise decir que la mujer mala tiene el poder”. Buscando vender la idea de transgresión en
sus productos, Privat nos sugería que mejor pensáramos que no es bueno ser “la buena” (o “la santita”), que
la mujer “que se respeta” es a la que nadie mira y toca, la virginal o la moralmente rígida, o la que a otro
hombre pertenece. Peor si era “chola”.

En la lógica de Privat, a quien sí debía desearse era a la mujer mala, mejor si fuese blanca. Lo magnífico de la
frase es su poder de condensación de imágenes: a la mujer mala sería lícito desear, a ella sí se le puede tocar,
con ella sí se pueden “hacer cosas”, es decir, con ella sí se puede llegar “a más”, que para algunos hombres
puede significar permiso para transgredir; total, es la mala, la sin dueño, la disponible, la prostituta. Pensemos
en los matices de la campaña de Privat y preguntémonos si siempre es así. ¿La mujer “buena”, la que “se hace
respetar”, está libre de violencia? ¿La idea es que si nadie la quiere, entonces, nadie abusaría de ella? ¿Se
trata la violencia machista solo de mujeres que “se lo buscan”, que “algo habrán hecho”?

Es evidente que no. Las investigaciones dentro y fuera de nuestro país coinciden en señalar que la violencia
contra la mujer no depende del comportamiento de las mujeres, de lo que estas hagan o dejen de hacer, en
otras palabras, de sus actitudes o cualidades personales o morales. La violencia contra la mujer no es
restrictiva de una condición social, económica, etaria, de sus costumbres de vestir, caminar o hablar, tampoco
de su fenotipo o etnia, ni de su espiritualidad o religión. Aunque es cierto que esta violencia adquiere
diferentes connotaciones en algunas franjas características, lo fundamental es tener presente que la violencia
machista es transversal a nuestra sociedad, atraviesa toda y cualquier condición de vida de las mujeres.

Los hijos sanos

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Sabemos, en primer lugar, que no existe perfil para la víctima, salvo que ser mujer sea, de por sí, “un perfil”.
Si no hay perfil de víctima tampoco hay para el agresor. Esto quiere decir que la diversidad es la regla, que los
agresores son tan diversos como las mujeres que son víctimas de su violencia. En segundo lugar, sabemos
que estos eventos no son casualidades o coincidencias, ni expresión biológica, genética, de una violencia
innata. Sabemos que son los contextos los que estimulan o disuaden la puesta en acto. Un feminicida, antes
de serlo, era un feminicida en potencia, alguien socializado en el mandato de masculinidad que fue
sintiéndose con derecho a tomar la vida de la mujer con la que se relacionaba. Son los contextos, las familias,
los barrios, los docentes, la educación, las políticas públicas, las directrices institucionales, los discursos
vehiculizados en los medios de comunicación, en fin, la sociedad, la cultura misma, lo que va legitimando, en
un sentido u otro, estos pensamientos y sentimientos de dominación de género.

En tercer lugar, aunque la costumbre mande colocar en “los locos” todo lo que a la sociedad le desagrade y
la razón no entienda, también sabemos por innumerables estudios que el agresor común, el feminicida
promedio, no pertenece a ninguna población clínica. Es decir, que no es un sujeto especialmente identificado
y diagnosticado con algún tipo de trastorno o discapacidad mental. Por ello decimos, en el plano del activismo,
que los agresores son “hijos sanos del patriarcado”, consigna de efecto perturbador para muchos y que
significa que los agresores son gente común y corriente, cualquiera de nosotros o que está entre nosotros.
Nadie excepcional. Se puede entender, entonces, por qué son inválidas aquellas justificaciones al agresor,
“fulanito sería incapaz de hacer algo así” o “yo lo conozco y nunca lo vi agrediendo a ninguna mujer”. Además
de la obviedad de que un agresor puede actuar en privado y que violencia es, también, un cúmulo de
pequeños gestos con la víctima y no necesariamente con el resto, sabemos por la abrumadora mayoría de
investigaciones que son los hombres, sobre todo cercanos afectivamente a sus víctimas, los principales
perpetradores.

Es necesario que pensemos allí donde nos perturba el “hijos sanos del patriarcado”. El mandato de
masculinidad como organizador social constituye un paraguas que nos cubre a todos, es decir, todos
finalmente somos hijas e hijos sanos del patriarcado, todos nos socializamos bajo la misma lógica machista
aunque no todos puedan pensarla, cuestionarla y tratar de transformarla. Frente al eslogan podemos ver la
cantidad de hombres y mujeres, incluso los que pueden pensar críticamente sobre machismo, que sobre todo
se preocupan por desmarcarse, por no ser confundidos con un agresor, por aclarar que “ellos no son así”, o
que “no todos son así”. ¿Por qué? A algo le temen quizás. Quizás a revisar su propia historia, un ejercicio de
largo aliento y siempre doloroso, quizás a ver en sí mismos los privilegios de un orden social, si se trata de
hombres, o la defensa de ese orden, al que costó demasiado adaptarse, en el caso de las mujeres. Para algunas
de ellas, fue el ejercicio permanente de la seducción o el agresivo desarrollo profesional lo que debieron
desplegar para “alcanzar un lugar” en la sociedad. Sin duda esto pasa una alta factura psíquica. Cuestionar el
poder de la estructura patriarcal, la violencia del macho, podría hacerles perder aliados, posiciones, todo lo
que costó una vida conseguir.

Cualquiera que se detenga a pensar con calma, aunque en las disputas cotidianas los matices no siempre
aparezcan, puede entender que el “hijos sanos del patriarcado” o “Perú, país de feminicidas” no significa que
todos y cada uno de los hombres son necesariamente agresores o feminicidas en potencia. Lo que significa
es que existe un orden social que nos salpica a todos, que el mandato de masculinidad es la orden de ejecutar,
ya sea en el discurso o en la acción (es decir, “por las buenas o por las malas” como le dijo Adriano Pozo a

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Arlette Contreras), una dominación de género sobre la que luego vendrán otras más: de clase, de etnia, de
edad, de orientación sexual, entre otros.

La culpa siempre será de ella

La novedad de estos tiempos radica en la toma de consciencia de las mujeres y la valentía para su consecuente
manifestación pública, en formato de denuncia o testimonio. Para muchas, para la mayoría, salir a las calles,
sea en Perú, en Argentina o España, es ya una forma de testimoniar que entendemos lo que estamos diciendo,
que somos conscientes de la magnitud de lo vivido, y que hemos encontrado, finalmente, la fuerza y las
palabras para decirlo, -por ejemplo, decir, nos están matando, que es una forma incluso leve, amigable,
potable, de decir, nos han matado. Está todavía por hacerse una Historia del feminicidio.

No es, entonces, que la novedad sea la violencia contra la mujer, no es que “ahora está de moda” ver agresión
por todos lados, no se trata de que “ahora todos son agresores”. La novedad es la conciencia, la valentía y el
testimonio de las mujeres; y saber, por supuesto, que aunque hablamos de un sistema de organización social,
no nos referimos a responsabilidades etéreas que se diluyen en el plural de todos. Convenientes maneras de
sacudirse responsabilidades. Sabemos que son los sujetos concretos, de carne y hueso, con nombre y apellido,
que así como pueden transformar el campo social de forma constructiva, también pueden ser agresores y
deben ser detenidos en el ejercicio violento de su masculinidad.

Queda claro, a estas alturas, que a muchos no les gusta el estilo de protestar de algunas mujeres. Que
exageran, que son agresivas, que “caen en la violencia que dicen combatir”. Sin embargo, las cosas son
demasiado dramáticas como para que se trate de una cuestión de gustos y preferencias. No es esta una
discusión estética sobre la reivindicación o la reflexión teórica. Asistimos a una lucha social muy particular,
que articula diversos saberes y se manifiesta de múltiples maneras: desde lo más privado que puede ser la
creación individual o el trabajo de consultorio, por ejemplo, pasando por el taller comunitario, la reflexión en
aulas y los colectivos, hasta las multitudinarias marchas en las principales plazas del mundo o las
coordinadoras para la ejecución de políticas públicas. Su fuerza emana del diálogo y de la reflexión profunda
sobre una experiencia histórica de vida, largamente silenciada y cuyo secreto, el mejor guardado, decía que
el agresor estaba al lado.

La feminazi es, pues, la representación de la mujer loca o exagerada que existió toda la vida. La mujer a la que
llamaron histérica, neurótica, resentida, vengativa, bruja, mala madre, mala hija, desagradecida. No nos
sorprende la estrategia de descalificación, esta existió siempre, desde tiempos inmemorables. Tampoco
sorprende que esos hombres y mujeres lo que estén haciendo es un llamado al orden, que lo que piden, en
el fondo, es que no se digan las cosas de esa manera, tan fea, tan exagerada, tan vulgar… tan impropio de una
mujer. Es una forma más de exigir que se cumpla aquello de “calladita te ves más bonita”. Pero notemos que
no solo son las formas las que buscan cambiarse, también es el contenido porque, ya sea por una razón u
otra, lo que se busca todo el tiempo es encontrar el caso, ese caso, caso único, donde las feminazis “fallan”,
donde finalmente tendrán que reconocer que se equivocaron, que exageraron, que no todo lo que dicen es
cierto, que no todos son agresores, que ellas son las agresoras. Como comenzamos diciendo, es la misma
lógica repitiéndose siempre.

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Hoy el engranaje del imaginario machista, o el machinario, como ha sintetizado la poeta Rocío Silva
Santisteban, ha activado sus propulsores y anda a toda potencia. Hoy las mujeres que protestan, “las féminas”
como dicen algunos, han sido equiparadas a la figura del nazi, y sus reivindicaciones, al nazismo. No solo se
les masculiniza por argumentar y protestar sino que, también, se les acusa de querer destruir al hombre, y
por ende, “al planeta”. La mujer que protesta es la mujer más temida entonces porque al hablar revela que
la violencia de género está más cerca de lo que hemos creído siempre, que ya no se puede culpar al loco de
la calle, al delincuente de la esquina, que es hora de mirar por casa.

En la extrapolación, el abismo de figuración que se ha condensado en ese insulto, solo puede ser señal de que
un duro, grave y hondo golpe se ha asestado. Seguiremos viendo reacciones, a las que habrá que responder
con la más cuidada y prolífica producción de sentidos.

Extraído de Guerrero, Ana María. (2018). “El feminicida y la feminazi”. En Revista del Instituto de Defensa Legal Ideele N° 280.
Recuperado de https://revistaideele.com/ideele/content/el-feminicida-y-la-feminazi

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