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El granjero y el tokaebi

Cuenta esta historia que hace muchos años en un


país de Asia llamado Corea, un hombre vivía
con su esposa en una pequeña granja. Los
dos se querían mucho y disfrutaban de una
vida tranquila rodeados de sus animales,
lejos del bullicio de la ciudad. No
necesitaban mucho más para ser
verdaderamente felices.

En verano, tras acabar las faenas diarias,


solían cenar junto a una gran ventana que
abrían de par en par para poder contemplar
cómo la brillante luna iba subiendo
lentamente a lo más alto del cielo y escuchar
los pequeños sonidos que solo se aprecian
cuando todo está en silencio. Para ellos,
disfrutar de ese momento mágico no tenía
precio.

Pero una noche, mientras compartían el


exquisito arroz con verduras que tan bien
preparaba la mujer, escucharon unos alaridos
terroríficos.
– ¡¿Pero qué es ese escándalo?!
– No lo sé, querida, pero algo muy grave debe
estar sucediendo ¡Salgamos afuera a echar un
vistazo!
Se levantaron de la mesa asustados y abrieron
con mucho sigilo la puerta. Frente a ellos,
junto a las escaleras de la entrada, vieron seis
monstruos no demasiado grandes pero
feísimos que estaban peleándose y chillando
como energúmenos.
La mujer se llevó las manos a la cabeza.
– ¡Oh, no, son monstruos tokaebi que
vienen a molestarnos! Ten cuidado con lo
que les dices no vayan a enfadarse con
nosotros ¡Ya sabes que tienen muy mala
baba!
El buen hombre, a pesar del miedo a las
represalias, se armó de valor y les gritó:

– ¡Fuera de aquí! ¡Estas tierras son de nuestra


propiedad, largaos inmediatamente!
Los tokaebi, lejos de acobardarse y poco
dispuestos a obedecer, comenzaron a reírse a
carcajadas. Uno de ellos, el que parecía
llevar la voz cantante, se atrevió a decir:
– ¡Ja, ja, ja! ¿Qué os parece, compañeros?…
¡Que nos larguemos, dice este! ¡Ja, ja, ja!
Al granjero le temblaban las piernas pero
sacó fuerzas de flaqueza.

– ¿No me habéis oído? ¡Quiero que os vayáis ahora


mismo, dejadnos tranquilos!
Nada, ni caso. Los tokaebi se quedaron mirando al
granjero con cara burlona y el jefecillo de la banda
dio unos pasos hacia adelante.
– ¡Oye, tú, granjero de pacotilla!… Dices que estos
terrenos son tuyos pero yo digo que son míos ¡A ver
cómo arreglamos este desagradable asunto!
El buen hombre y su esposa se quedaron
estupefactos, pero tenían clarísimo que la granja y
las tierras donde vivían eran suyas desde hacía más
de veinte años y no iban a consentir que un
arrogante monstruito se saliera con la suya.
– ¡¿Pero qué dices?! ¡Esta casa y esta tierra son
nuestras! ¡Mi esposa y yo somos los legítimos
dueños!

El tokaebi se había levantado ese día con


muchas ganas de fastidiar a alguien y siguió
chinchando al hombre con su tonillo
insolente.
– ¡No pongas esa cara, granjero! Me parece
que tenemos un problema de difícil solución
porque es tu palabra contra la mía, así
que… ¡te propongo un reto!
– ¡¿Qué reto?!

– ¡Uno muy fácil! Tú me harás una pregunta a mí y


yo te haré una pregunta a ti. Quien la acierte será el
dueño de todo esto ¿Te atreves a aceptar mi
propuesta o eres un gallina?
El granjero apretó los dientes para contener la rabia
¡Ese desvergonzado tokaebi le estaba llamando
cobarde! En el fondo de su alma sentía que no debía
entrar en su juego porque además se lo jugaba todo
a una pregunta, pero o aceptaba o jamás se libraría
su presencia.
– Está bien, acepto. Acabemos con esto de una vez
por todas.
– ¿Habéis oído chicos?… Parecía un miedica pero
no… ¡este granjero es un tipo valiente!
El hombre tuvo que aguantar las ganas de darle una
patada y mandarlo a la copa del árbol más alto. Su
paciencia estaba a punto de agotarse.

– ¡Pregúntame lo que quieras, no te tengo miedo!


El tokaebi se quedó pensativo unos segundos.
– Está bien, vamos a ver… ¿Cuántos vasos se
necesitan para vaciar el mar?
El granjero se concentró bien para no fallar la respuesta.

– Depende del tamaño del vaso: si


es tan grande como el mar, un único
vaso es suficiente para vaciarlo. Si
el tamaño del vaso es como la
mitad del mar, se necesitan dos.
El tokaebi se sorprendió por tan
buen razonamiento y muy a su
pesar tuvo que dar la respuesta por
válida.

– ¡Grrr! ¡Está bien, está bien, has acertado! Veo que eres más listillo de lo que aparentas
¡Ahora pregúntame tú a mí!
El hombre se colocó de perfil en el umbral de la puerta,
con un pie dentro de la casa y otro fuera. Mirando al
tokaebi a los ojos, le preguntó:

– ¿Estoy entrando o saliendo?


La inteligente pregunta indignó al monstruo porque era
imposible saberlo.
– ¡Grrr! ¡Menuda pregunta, granjero! ¡No lo sé, no lo sé!
– ¡Ah!… ¡¿Qué no lo sabes?! ¡Pues he ganado el reto y
ya te estás largando de mis tierras!
El jefe de los tokaebis echó chispas por la
boca de la furia que le invadió, pero tuvo
que cumplir su palabra porque muchos
testigos habían presenciado su estrepitosa
derrota.

De muy mala gana dijo a sus colegas:


– ¡Vámonos, aquí ya no pintamos nada! ¡Hasta
nunca, granjero sabiondo!

El granjero y su esposa contemplaron en silencio cómo


los seis monstruos se adentraban en el bosque y
desaparecían entre las sombras. Cuando los perdieron
de vista se dieron la mano, entraron en la casa, y con
una sonrisa inmensa de felicidad se terminaron el
delicioso arroz con verduras que habían dejado a
medias.

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