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Es difícil transmitir cómo era una clase de Ana. Tenía una estructura, sí.

Pero eso no era lo


importante, sino, más bien un modo de ver las cosas, a los demás y al baile como forma de transitar
la vida. El humor siempre estaba presente. Era ácido, pero no agresivo, y se articulaba siempre
sobre un lenguaje orillero (había una nobleza porteña en ella que ya no se ve muy seguido) Algo de
ese humor quedó cristalizado en aforismos y seguro se podrán leer algunos en este libro, pero muy
distinto es entender de qué manera funcionaban esas alocuciones en el contexto de la enseñanza.

El baile para Ana tenía que ver con la música, con el cuerpo y con una forma de vincularse. Al decir
esto me percato de que podría pensarse que daba largos discursos. Para nada. Hacía múltiples
intervenciones que apuntaban en ese sentido. Y creo que lo más importante es que Ana entendía que
el baile, como el habla, es un fluir que no puede descomponerse en partes sin desvirtuarse
seriamente. En ese sentido, lo que priorizaba era la mirada. Los pasos son una consecuencia de la
mirada. “Miramos el retrato de Belgrano” decía, o “miramos el ventilador” o “al cuadro de
Capussi”, y aprovechaba para hacer una humorada en relación a esa u otra persona, que siempre
contenía una observación aguda, algo de lo que nadie podía desentenderse.

Ana era una mujer, eso no es una obviedad. Para ella el baile era una forma de dar y recibir amor. Si
algo entendieron sus verdaderos alumnos es que alguien conduce y tiene responsabilidad de
delicadeza y consideración infinitas por el otro. Hay un montón de cosas para pensar a partir de su
transmisión casi física de una forma de vincularse entre dos que está más allá de las palabras. En su
enseñanza, además de los pasos del baile, había también unos modos de ser mujer o de ser hombre,
que no tenían mucho que ver -ya no digamos con lo biológico- ni siquiera con el género. Lo repito:
ser hombre en el tango era para ella asumir una infinita responsabilidad, una enorme ternura y un
absoluto cuidado. Cosa que podía mostrar perfectamente. Ser mujer, en cambio, era dibujar en una
tela que siempre cambiaba de forma, pero que tenía unos bordes bastante claros. La mujer en el
tango era un lugar para la emergencia de la magia producida por el encuentro. Creo que hay
registros fílmicos de eso. Como si todavía pudiéramos verla bailar.

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