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Alguna vez le propuse a Miguel Ángel Rojas que construyera su propio Museo Imaginario:
Él me cuenta que incluiría también, La base del mundo (1961), una obra de Piero Manzoni,
que es un rectángulo de bronce para que el mundo se suba al pedestal, “y todo animal,
vegetal o mineral se convierte en una obra de arte”. Miguel Ángel Rojas cree que el planeta
tierra es la principal obra de arte y por eso hoy hace parte de sus preocupaciones. Santa
(2006) por ejemplo, es una fotografía de un paisaje colombiano, de un amanecer húmedo en
una tierra muy verde, atravesado por punticos blancos que forman un texto: “Caiga de lo
alto bienhechor rocío como riego santo”. Y los puntitos, de cerca, son pequeñas calaveras;
creo que no se ha hablado de manera tan sintética pero a la vez tan geográfica y urgente,
sobre el glifosato, como en esta obra.
Bueno: pero siguiendo con el museo imaginario, Miguel Ángel incluiría Los Borrachos de
Velásquez: “Me encanta esa pintura; la pincelada es ágil y rápida; es materia y salta a la
vista. Velázquez capturó el instante de la felicidad y evasión de la borrachera en la mirada
de esos hombres cuando aún no existía la fotografía”. Pero también instalaría varias
replicas de los orinales de Duchamp en Times Square y los grabados nocturnos y urbanos
de Edgard Hooper de un East Village pobre, antes de ser colonizado por las clases altas.
Y entonces, todos los días para Miguel Ángel Rojas son un nuevo comienzo. Está
descubriendo que su trabajo ha sido una arqueología de sus múltiples orígenes: campesinos
de Coello e indígenas, pero también orígenes setenteros de amantes del cine de Berman y
de La naranja Mecánica y de tantos placeres, de Nueva York que visitó muy joven, en
1964 cuando empezaba a estudiar arquitectura. Múltiples orígenes que se mezclan en su
cabeza y en su casa todo el tiempo, y por eso está inventándose obras inquietas con este
mundo en que vivimos y con Colombia con los indígenas y con el problema de
narcotráfico.
Un hombre vital y ágil de mil ideas por minuto, de las que desarrolla selectivamente solo
algunas, pacientemente, con la confianza en una ardua experimentación. Me dice:
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técnica: cuando se toma y se imprime una fotografía de manera diferente, cuando en pintura
se logra un resultado desconocido, inesperado.”
La conversación entre contenido y forma es lo que hace la diferencia en las obras de Miguel
Ángel Rojas.
En realidad la obra de Miguel Ángel Rojas es una ampliación de la mirada. Las cámaras
kodak las descubrió a los nueve años, las desbarato hasta entender cómo funcionaban, y
finalmente hizo un descubrimiento clave: la fotografía de larga exposición. Ampliar la
mirada es la fuerza de la atención constante sobre las cosas y sobre las relaciones. Con la
cámara vigiló los orificios de los baños del teatro Imperio en Chapinero y del Mogador en
el centro de Bogotá. Y nunca esa mirada fue tan deseante como en el teatro Faenza donde
puso su atención en los hombres que se intuían, se exhibían y se encontraban en la
oscuridad. Una mirada que se volvió un lente de hojas de coca convertidas en pequeños
círculos, desde donde vigila también un mundo muy amplio: el mundo del intercambio
desigual ente los países productores y consumidores de coca y los canales de influencia de
las imágenes que viene de los gringos.
En su museo imaginario Miguel Ángel Rojas, me dice, incluiría el Pop, que desbarataba el
mundo con tanta gracia y con derroche de gozo. Miguel Ángel Rojas es un artista en pleno
desarrollo de su gozo. Le pregunto: en este museo incluiría una obra con sangre? Se lo
pregunto porque tengo en la mente una de sus obras recientes: “Línea”. Me impresiona
cómo la hizo: embadurnó una cabecita Tumaco con su propia sangre.
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“Me inclinaría por guardar la sangre de John Lennon en la camiseta que tenía cuando lo
mataron –la guardaría dobladita– , y que Joko Ono le escribiera Number nine varias veces”.
¿Y un Warhol?
“Le pediría que se levantara de la tumba y me hiciera un retrato. ¿Es mucho pedir?”
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Natalia Gutiérrez Publicado en la revista Summa