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2019– Lengua y literatura 1° A, B Y C – Ecen – nivel medio

Cuadernillo de Cuentos Literarios

Profesoras Paula Guerrero, Rocío Meng y Ana Navarro


Alumno: Curso:
- 2019-
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Era una tarde calurosa y el vagón del tren


también estaba caliente; la siguiente parada,
Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los
ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña
aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía,
que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la
esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto,
estaba ocupado por un hombre soltero que era un
extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el
niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el
compartimiento. Tanto la tía como los niños
conversaban de manera limitada pero persistente,
recordando las atenciones de una mosca que se niega a
ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía
empezaban por «No», y casi todos los de los niños por
«¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de
polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.
-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay
montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.
-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando
la atención ante una novedad.
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y
hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.

La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía
la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora,
pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz
de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta,
probablemente la perdería.
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-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de
alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su
reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de
los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que
era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido
por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera
gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la
repetición de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias – dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
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-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.

-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las


niñas.
-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña
pequeña llamada Berta que era extremadamente
buena.
El interés suscitado en los niños
momentáneamente comenzó a vacilar en seguida;
todas las historias se parecían terriblemente, no
importaba quién las explicara.
-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la
verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de
leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus
lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la
favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.
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-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su
vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas
grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía
esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería
tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy
bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder
entrar.
-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior. La tía se permitió una sonrisa que
casi podría haber sido descrita como una mueca.
-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su
hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe
no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-.
De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
-¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y
algunos eran totalmente blancos.
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El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los
tesoros del parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos,
que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que,
naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
-¿Por qué no había flores?
-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho
al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo
contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles
con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías
populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan
extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que
hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo
buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si
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podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.


-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.
-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con
inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente
blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y
empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la
siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de
los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y
sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan
extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que
el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado
buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un
cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de
obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido
que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él.
Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró
hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres
medallas de la bondad.
-¿Mató a alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.
-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.
-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.
-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril. La tía expresó su desacuerdo.
-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa
enseñanza.
-De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido

tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.


«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños
la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»

Actividades de comprensión:

1. Clasifiquen el narrador de El cuentista según la persona gramatical, el punto de vista y el grado de conocimiento.
2. A partir de los diálogos, escriban características de estos personajes: el soltero, los niños y la tía, y expliquen qué
relación existe entre ellos (justifiquen con partes del texto).
3. Expliquen por qué el soltero relata la historia de Berta. Transcriban la parte del texto en donde encuentran esa
información.
4. ¿Cuál es la opinión de los chicos sobre el relato? ¿Y la de la tía? Anoten los argumentos que usan en cada caso.
5. Mencionen otros relatos en los que sus protagonistas no sigan las convenciones de los relatos tradicionales.
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Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos
ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se

ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia


que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces.
Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al


miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la
reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y
sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la


primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de
esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era
exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la
policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta


alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo
mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de
su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las
letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y
humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían
“Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como
Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de


plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y
vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día
siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete
centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada
centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana
no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había
calculado.
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Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas
horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad - algo que tuviera justamente ese mínimo
de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo
entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una
persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era
esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico.

De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro
perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro
que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera
vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada
más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el
portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante
de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó
hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y
rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída
alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo
todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie.


Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando,
trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no
parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar


el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos


expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas


rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a
mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
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Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y
ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su
valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con
las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba

para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún
dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso
de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la
hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas
para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es
una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían
parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney
Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete
centavos?.”

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba
cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y,
por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y
ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y


serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una
familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y
no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un


perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en
Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que
la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de
horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera
estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una
expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y vendí porque no podía pasar la Navidad
sin hacerte un regalo.
Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz
Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
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-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan
evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma
aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena,
muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una
súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar


rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con
discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia.
Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la
diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos
una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos
de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo
será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre


la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de


pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera
menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me
has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de
éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que
requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado
admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico,
con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran
peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la
menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos
codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una
débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!


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Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano.
El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien
veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para
usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las
peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran


muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en
el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad.
Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con
la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso
de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la
sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un
departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los
más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar,
digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen
regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben
regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los
verdaderos Reyes Magos.

Actividades de comprensión:

1. Indicá las características del narrador, de acuerdo a la persona gramatical, el punto de vista y el grado de
conocimiento. Subrayá en el texto citas que justifiquen tu respuesta.

2. ¿Quién es Jim? ¿cómo es caracterizado? ¿cómo se describe a Delia? Subrayá en el texto las descripciones
de los personajes?

3. ¿Cómo viven los personajes? Subrayá las descripciones que aparecen en el cuento.

4. ¿Cuál es el regalo que se hacen los protagonistas? ¿por qué no les resultan útiles?

5. ¿Por qué el cuento se titula “El regalo de los Reyes magos”?

6. Identificá en el relato los elementos del cuento realista. ¿Es verosímil?


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CUENTO FANTÁSTICO Y EXTRAÑO

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El almohadón de plumas
Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella
lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva
mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol-
producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y
aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al
fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le
pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto
callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida
en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma
atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos,
nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta.
Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo
el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido.
Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La
alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la
cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en
su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con
los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de
repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y
tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
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Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca
inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no
avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en
nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde
el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le
arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el
dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado
de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a
deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el
almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay
manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez.


Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que
había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato
de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que
los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo.
Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los
bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y
viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en
cama, había aplicado sigilosamente su boca -su
trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón
había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue
vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había
vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio
habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones
proporciones enormes. La sangre humana parece
serles particularmente favorable, y no es raro
hallarlos en los almohadones de pluma.
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EL GATO NEGRO
Edgar Allan Poe

NO ESPERO NI remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque


familiar historia que voy a relatar. Sería verdaderamente insensato esperarlo cuando mis
mismos sentidos rechazan su propio testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente
no sueño. Pero, por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar ante el
mundo, clara, suscintamente y sin comentarios, una serie de sencillos sucesos domésticos. Por
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sus consecuencias, estos sucesos me han torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré
de aclararlos. A mí sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos
terribles que estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de a mi visión una
forma regular y tangible; una inteligencia más serena, más lógica, y, sobre todo, menos excitable
que la mía, que no encuentre en las circunstancias que relato con horror más que una sucesión
de causas y de efectos naturales.
La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez. Mi ternura
de corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las burlas de mis camaradas.
Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis parientes me habían permitido
poseer una gran variedad de ellos. Pasaba en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía
más feliz que cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de mi carácter aumentó
con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a constituir uno de mis principales placeres.
Para los que han profesado afecto a un perro fiel e inteligente, no es preciso que explique la
naturaleza o la intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado amor
de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del que ha tenido frecuentes
ocasiones de experimentar su humilde amistad, su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la
suerte de encontrar en mi esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi
inclinación hacia los animales domésticos, no perdonó ocasión alguna de proporcionarme los de
las especies más agradables. Teniamos pájaros, un pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos,
un pequeño mono y un gato. Este último animal era tan robusto como hermoso, completamente
negro y de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era
bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua creencia popular, que veía
brujas disfrazadas en todos los gatos negros. Esto no quiere decir que ella tomase esta
preocupación muy en serio, y si lo menciono, es sencillamente porque me viene a la memoria en
este momento. Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi camarada. Yo le daba de
comer y él me seguía por la casa adondequiera que iba. Esto me tenía tan sin cuidado, que
llegué a permititirle que me acompañase por las calles. Nuestra amistad subsistió así muchos
años, durante los cuales mi carácter, por obra del demonio de la intemperancia, aunque me
avergûence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice de día en día más taciturno,
más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Llegué a emplear un lenguaje brutal con
mi mujer. Más tarde, hasta la injurié con violencias personales. Mis pobres favoritos,
naturalmente, sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los abandonaba, sino
que llegué a maltratarlos. El afecto que a Plutón todavía conservaba me impedía pegarle, así
como no me daba escrúpulo de maltratar a los conejos, al mono y aun al perro, cuando por
acaso o por cariño se atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues
¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con el tiempo, hasta el mismo Plutón, que
mientras tanto envejecía y naturalmente se iba haciendo un poco desapacible, empezó a sufrir
las consecuencias de mi mal humor.
Una noche que entré en casa completamente borracho, me pareció que el gato
evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo en una mano con sus
dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que
diabólica, saturada de ginebra, penetró en cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco
un cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y deliberadamente le hice saltar
un ojo de su órbita. Me avergûenzo, me consumo, me estremezco al escribir esta abominable
atrocidad.
Por la mañana, al recuperar la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi
crápula nocturna, experimenté una sensacion mitad horror mitad remordimiento, por el crimen
que había cometido; pero fue sólo un débil e inestable pensamiento, y el alma no sufrió las
heridas.
Persistí en mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de mi criminal
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acción.
El gato sanó lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, en verdad, un aspecto
horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y venía por la casa, según su costumbre;
pero huía de mí con indecible horror.
Aún me quedaba lo bastante de mi benevolencia anterior para sentirme afligido por
esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me había amado. Pero a este sentimiento
bien pronto sucedió la irritación. Y entonces desarrollóse en mí, para mi postrera e irrevocable
caída, el espíritu de la perversidad, del que la filosofía no hace mención. Con todo, tan seguro
como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón
humano; una de las facultades o sentimientos elementales que dirigen al carácter del hombre.
¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil, por la sola razón de
saber que no la debía cometer? ¿No tenemos una perpetua inclinación, no obstante la
excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es ley, sencillamente porque comprendemos que es
ley? Este espíritu de perversidad, repito, causó mi ruina completa. El deseo ardiente,
insondable del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el
mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que había condenado al inofensivo
animal. Una mañana, a completa sangre fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo
colgué de una rama de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas, experimentando
el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué porque me constaba que me había
amado y porque sentía que no me hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque
sabía que haciendolo así cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía mi alma
inmortal, al punto de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la misericordia infinita del Dios
misericordioso y terrible.
En la noche que siguió al día en que fue ejecutada esta cruel acción, fuí despertado
a los gritos de «¡fuego!» Las cortinas de mi lecho estaban convertidas en llamas. Toda la casa
estaba ardiendo. Con gran dificultad escapamos del incendio mi mujer, un criado y yo. La
destrucción fue completa. Se aniquiló toda mi fortuna, y entonces me entregué a la
desesperación.
No trato de establecer una relación de la causa con el efecto, entre la atrocidad y el
desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo doy cuenta de una cadena de hechos, y
no quiero que falte ningún eslabón. El día siguiente al incendio visité las ruinas. Los muros se
habían desplomado, exceptuando uno solo, y esta única excepción fue un tabique interior
poco sólido, situado casi en la mitad de la casa, y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi
lecho. Dicha pared había escapado en gran parte a la acción del fuego, cosa que yo atribuí a
que había sido recientemente renovada. En torno de este muro agrupábase una multitud de
gente y muchas personas parecían examinar algo muy particular con minuciosa y viva atención.
Las palabras «¡extraño!» «¡singular!» y otras expresiones semejantes excitaron mi curiosidad.
Me aproximé y vi, a manera de un bajo relieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de
un gato gigantesco. La imagen estaba estampada con una exactitud verdaderamente
maravillosa.
Había una cuerda alrededor del cuello del animal. Al momento de ver esta aparición,
pues como a tal, en semejante circunstancia, no podía por menos de considerarla, mi asombro y
mi temor fueron extraordinarios. Pero, al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordé entonces
que el gato había sido ahorcado en un jardín,contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el
jardín habría sido inmediatamente invadido por la multitud y el animal debió haber sido
descolgado del árbol por alguno y arrojado en mi cuarto a través de una ventana abierta. Esto
seguramente, había sido hecho con el fin de despertarme. La caída de los otros muros había
aplastado a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido; la cal de este muro,
combinada con las llamas y el amoníaco desprendido del cadáver, habrían formado la imagen,
tal como yo la veía. Merced a este artificio logré satisfacer muy pronto a mi razón, mas no
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pude hacerlo tan rápidamente con mi conciencia, por que el suceso sorprendente que acabo
de relatar, grabóse en mi imaginación de una manera profunda. Hasta pasados muchos meses
no pude desembarazarme del espectro del gato, y durante este período envolvió mi alma un
semisentimiento. muy semejante al remordimiento. Llegué hasta llorar la pérdida del animal y a
buscar en torno mío, en los tugurios miserables, que tanto frecuentaba habitualmente, otro
favorito de la misma especie y de una figura parecida que lo reemplazara.
Ocurrió que una noche que me hallaba sentado, medio aturdido, en una taberna más
que infame, fue repentinamente solicitada mi atención hacia un objeto negro que reposaba en
lo alto de uno de esos inmensos toneles de ginebra o ron que componían el principal ajuar de la
sala. Hacía algunos momentos que miraba a lo alto de este tonel, y lo que mé sorprendía era no
haber notado más pronto el objeto colocado encima. Me aproximé, tocándolo con la mano.
Era un enorme gato, tan grande por lo menos como Plutón, e igual a él en todo, menos
en una cosa. Plutón no tenía ni un pelo blanco en todo el cuerpo, mientras que éste tenía una
salpicadura larga y blanca, de forma indecisa que le cubría casi toda la región del pecho.
No bien lo hube acariciado cuando se levantó súbitamente, prorrumpió en continuado
ronquido, se frotó contra mi mano y pareció muy contento de mi atención. Era, pues, el
verdadero animal que yo buscaba. Al momento propuse, al dueño de la taberna comprarlo, pero
éste no se dio por entendido: yo no lo conocía ni lo había visto nunca antes de aquel momento.
Continué acariciándolo y, cuando me preparaba a regresar a mi casa, el animal se mostró
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, agachándome de vez en cuando para
acariciarlo durante el camino.
Cuando estuvo en mi casa, se encontró como en la suya, e hízose en seguida gran
amigo de mi mujer. Por mi parte, bien pronto sentí nacer antipatía contra él. Era casualmente
lo contrario de lo que yo había esperado; no sé cómo ni por qué sucedió esto: su empalagosa
ternura me disgustaba, fatigándóme casi. Poco a poco, estos sentimientos de disgusto y
fastidio convirtiéronse en odio.
Esquivaba su presencia; pero una especie de sensación de bochorno y el recuerdo de mi
primer acto de crueldad me impidieron maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de
golpearlo con violencia; llegué a tomarle un indecible horror, y a huir silenciosamente de su
odiosa presencia, como de la peste.
Seguramente lo que aumentó mi odio contra el animal fue el descubrimiento que hice
en la mañana siguiente de haberlo traído a casa: lo mismo que Plutón, él también había sido
privado de uno de sus ojos.
Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase más cariño, pues, como ya he dicho,
ella poseía en alto grado esta ternura de sentimientos que había sido mi rasgo característico y
el manantial frecuente de mis más sencillos y puros placeres.
No obstante, el cariño del gato hacia mí parecía acrecentarse en razón directa de mi
aversión contra él. Con implacable tenacidad, que no podrá explicarse el lector, seguía mis
pasos. Cada vez que me sentaba, acurrucábase bajo mi silla o saltaba sobre mis rodillas,
cubriendome con sus repugnantes caricias.
Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas y casi me hacía caer al suelo, o
bien introduciendo sus largas y afiladas garras en mis vestidos, trepaba hasta mi pecho.
En tales momentos, aunque hubiera deseado matarlo de un solo golpe, me contenía en
parte por el recuerdo de mi primer crimen, pero principalmente debo confesarlo, por el terror
que me causaba el animal.
Este terror no era de ningún modo el espanto que produce la perspectiva de un mal
físico, pero me sería muy difícil denominarlo de otro modo. Lo confieso abochornado. Sí; aun
en este lugar de criminales, casi me avergûenzo al afirmar que el miedo y el horror que me
inspiraba el animal se habían aumentado por una de las mayores fantasías que es posible
concebir.
2019 – Lengua y literatura 1° A, B Y C – Ecen – nivel medio
Mi mujer habíame hecho notar más de una vez el carácter de la mancha blanca de que
he hablado y en la que estribaba la única diferencia aparente entre el nuevo animal y el matado
por mí. Seguramente recordará el lector que esta marca, aunque grande, estaba
primitivarnente indefinida en su forma, pero lentamente, por grados imperceptibles, que mi
razón se esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios, había llegado a adquirir una
rigurosa precisión en sus contornos. Presentaba la forma de un objeto que me estremezco sólo
al nombrarlo: y ésto era lo que sobre todo me hacía mirar al monstruo con horror y
repugnancia, y me habría impulsado a librarme de él, ni me hubiera atrevido: la imagen de una
cosa horrible y siniestra, la imagen de la horca. ¡Oh lúgubre y terrible aparato, instrumento del
horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y heme aquí convertido en un miserable, más allá de la miseria de la humanidad. Un
animal inmundo, cuyo hermano yo había con desprecio destruido, una bestia bruta creando
para mí —para mí, hombre formado a imagen del Altísimo—, un tan grande e intolerable
infortunio. ¡Desde entonces no volví a disfrutar de reposo, ni de día ni de noche! Durante el
día el animal no me dejaba ni un momento, y por la noche, a cada instante, cuando despertaba
de mi sueño, lleno de angustia inexplicable, sentía el tibio aliento de la alimaña sobre mi rostro,
y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que no podía sacudir, posado eternamente
sobre mi corazón.
Tales tormentos influyeron lo bastante para que lo poco de bueno que quedaba en mí
desapareciera. Vinieron a ser mis íntimas preocupaciones los más sombríos y malvados
pensamientos. La tristeza de mi carácter habitual se acrecentó hasta odiar todas las cosas y a
toda la humanidad; y, no obstante, mi mujer no se quejaba nunca, ¡ay! ella era de ordinario el
blanco de mis iras, la más paciente víctima de mis repentinas, frecuentes e indomables
explosiones de una cólera a la cual me abandonaba ciegamente.
Ocurrió, que un día que me acompañaba, para un quehacer doméstico, al sótano del
viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el gato me seguía por la pendiente
escalera, y, en ese momento, me exasperó hasta la demencia. Enarbolé el hacha, y, olvidando en
mi furor el temor pueril que hasta entonces contuviera mi mano, asesté al animal un golpe que
habría sido mortal si le hubiese alcanzado como deseaba; pero el golpe fue evitado por la mano
de mi mujer. Su intervención me produjo una rabia más que diabólica; desembaracé mi brazo
del obstáculo y le hundí el hacha en el cráneo. Y sucumbió instantáneamente, sin exhalar un
solo gemido mi desdicháda mujer.
Consumado este horrible asesinato, traté de esconder el cuerpo.
Juzgué que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el
riesgo de ser observado por los vecinos. Numerosos proyectos cruzaron por mi mente. Pensé
primero en dividir el cadáver en pequeños trozos y destruirlos por medio del fuego. Discurrí
luego cavar una fosa en el suelo del sótano. Pensé más tarde arrojarlo al pozo del patio:
después meterlo en un cajón, como mercancía, en la forma acostumbrada, y encargar a un
mandadero que lo llevase fuera de la casa. Finalmente, me detuve ante una idea que consideré
la mejor de todas.
Resolví emparedarlo en el sótano, como se dice que los monjes de la Edad Media
emparedaban a sus víctimas. En efecto, el sótano parecía muy adecuado para semejante
operación. Los muros estaban construidos muy a la ligera, y recientemente habían sido
cubiertos, en toda su extensión de una capa de mezcla, que la humedad había impedido que se
endureciese.
Por otra parte, en una de las paredes había un hueco, que era una falsa chimenea, o
especie de hogar, que había sido enjabelgado como el resto del sótano. Supuse que me sería
fácil quitar los ladrillos de este sitio, introducir el cuerpo y colocarlos de nuevo de manera que
ningún ojo humano pudiera sospechar lo que allí se ocultaba. No salió fallido mi cálculo. Con
ayuda de una palanqueta , quité con bastante facilidad los ladrillos, y habiendo colocado
2019 – Lengua y literatura 1° A, B Y C – Ecen – nivel medio
cuidadosamente el cuerpo contra el muro interior, lo sostuve en esta posición hasta que hube
reconstituído, sin gran trabajo toda la obra de fábrica. Habiendo adquirido cal y arena con
todas las precauciones imaginables, preparé un revoque que no se diferenciaba del antiguo y
cubrí con él escrupulosamente el nuevo tabique. El muro no presentaba la más ligera señal de
renovación.
Hice desaparecer los escombros con el más prolijo esmero y expurgué el suelo, por
decirlo así. Miré triunfalmente en torno mío, y me dije: «Aquí, a lo menos, mi trabajo no ha
sido perdido».
Lo primero que acudió a mi pensamiento fue buscar al gato, causa de tan gran
desgracia, pues, al fin, había resuelto darle muerte. De haberle encontrado en aquel momento,
su destino estaba decidido; pero, alarmado el sagaz animal por la violencia de mi reciente
acción, no osaba presentarse ante mí en mi actual estado de ánimo.
Sería tarea imposible describir o imaginar la profunda, la feliz sensación de consuelo
que la ausencia del detestable animal produjo en mi corazón. No apareció en toda la noche, y
por primera vez desde su entrada en mi casa, logré dormir con un sueño profundo y sosegado:
sí, dormí, como un patriarca, no obstante tener el peso del crimen sobre el alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer día, sin que volviera mi verdugo. De nuevo
respiré como hombre libre. El monstruo en su terror, había abandonado para siempre aquellos
lugares. Me parecía que no lo volvería a ver. Mi dicha era inmensa. El remordimiento de mi
tenebrosa acción no me inquietaba mucho. Instruyóse una especie de sumaria que fue
sobreseída al instante. La indagación practicada no dio el menor resultado. Habían pasado
cuatro días después del asesinato, cuando una porción de agentes de policía se presentaron
inopinadamente en casa, y se procedió de nuevo a una prolija investigación. Como tenía plena
confianza en la impermeabilidad del escondrijo, no experimenté zozobra. Los funcionarios me
obligaron a acompañarlos en el registro, que fue minucioso en extremo. Por último, y por
tercera o cuarta vez, descendieron al sótano. Mi corazón latía regularmente, como el de un
hombre que confía en su inocencia. Recorrí de uno a otro extremo el sótano, crucé mis brazos
sobre mi pecho y me paseé afectando tranquilidad de un lado para otro.
La justicia estaba plenamente satisfecha, y se preparaba a marchar. Era tanta la
alegría de mi corazón, que no podía contenerla. Me abrasaba el deseo de decir algo, aunque no
fuese más que una palabra en señal de triunfo, y hacer indubitable la convicción acerca de mi
inocencia.
—Señores —dije, al fin, cuando la gente subía la escalera—, estoy satisfecho de haber
desvanecido vuestras sospechas. Deseo a todos buena salud y un poco más de cortesía. Y de
paso caballeros, vean aquí una casa singularmente bien construida (en mi ardiente deseo de
decir alguna cosa, apenas sabía lo que hablaba). Yo puedo asegurar que ésta es una casa
admirablemente hecha. Esos muros... ¿Van ustedes a marcharse, señores? Estas paredes están
fabricadas sólidamente.
Y entonces, con una audacia frenética, golpeé fuertemente con el bastón que tenía
en la mano precisamente sobre la pared de tabique detrás del cual estaba el cadáver de la
esposa de mi corazón.
¡Ah! que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio. No se había
extinguido aún el eco de mis golpes, cuando una voz surgió del fondo de la tumba: un quejido
primero, débil y entrecortado como el sollozo de un niño, y que aumentó después de intensidad
hasta convertirse en un grito prolongado, sonoro y continuo, anormal y antihumano, un aullido,
un alarido a la vez de espanto y de triunfo, como solamente puede salir del infierno, como
horrible armonía que brotase a la vez de las gargantas de los condenados en sus torturas y de
los demonios regocijándose en sus padecimientos.
Relatar mi estupor sería Insensato. Sentí agotarse mis fuerzas, y caí tambaleándome
contra la pared opuesta. Durante un instante, los agentes, que estaban ya en la escalera,
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quedaron paralizados por el terror. Un momento después, una docena de brazos vigorosos
caían demoledores sobre el muro, que vino a tierra en seguida.
El cadáver, ya bastante descompuesto y cubierto de sangre cuajada, apareció rígido
ante la vista de los espectadores. Encima de su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y el ojo
único despidiendo fuego, estaba subida la abominable bestia, cuya malicia me había inducido al
asesinato, y cuya voz acusadora me había entregado al verdugo...
Al tiempo mismo de esconder a mi desgraciada víctima, había emparedado al
monstruo.

Actividades de comprensión

1. Identificá al narrador del cuento: reconocé la persona gramatical, el punto de vista y el


grado de conocimiento. Extraé citas textuales.

2. ¿Cómo presenta el narrador los acontecimientos que le sucedieron? Subrayalos en el


cuento elegí tres adjetivos para describirlos.

3. ¿Cómo describe el personaje al gato? ¿Qué particularidades presenta? ¿Qué opina la


mujer sobre el felino? Buscá información sobre el nombre Plutón. ¿Qué relación podés
establecer entre el gato y el significado de su nombre?

4. ¿Qué sentimiento le generaba el gato al protagonista? ¿Por qué? Indicalos en el texto.

5. ¿Qué hecho sobrenatural revela el crimen que había cometido el protagonista? ¿Cómo
lo descubren?

6. ¿Qué elemento te permiten reconocer este cuento como un relato de terror? Explicalo
en tu carpeta.
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Ó
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El racista

Isaac Asimov

El cirujano miró sin expresión a su paciente. Los trasplantes de corazón eran su especialidad. Nadie
manejaba el bisturí con tanta precisión. La ciencia médica había avanzado mucho en los últimos tiempos,
pero la operación seguía siendo delicada.

-¿Ya ha elegido el tipo de órgano que desea?-preguntó el médico con voz tranquila.
-Sí, doctor- contestó el paciente-,quiero un corazón de metal.

-También puedo ofrecerle un corazón de fibra.

-Tenga entendido que el paciente puede elegir.

Sí, esverdad- contestó el médico-, y por eso le hice la pregunta. Paranosotros los médicos, un corazón de metal es tan
bueno como uno defibra. Noexisten diferencias desde el puntode vista médico.
- Entonces quiero un corazón de metal- insistió el paciente.
-Tengo la obligación de decirle que el corazón de fibra es mucho más parecido a su corazón original.

-Pero usted mismo me acaba de decir que eso no tiene ninguna importancia ¿No es verdad?

-Sí, por supuesto. Tanto el de fibra como el de metal funcionan perfectamente.

-¿Cuál es el problema, entonces?

-Usted sabe que los corazones de metal son los que usan para los robots.

-¿Y qué hay con eso? ¿Acaso los robots no han logrado su ciudadanía? Hoy en día, los robots tienen los mismos
derechos que los hombres. Las leyes los protegen tanto como a los hombres.

-Es verdad-admitió el cirujano-, y es desde ese día que cada vez son más los robots que, cuando deben
hacerse un trasplante, eligen un corazón de fibra. Si esto sigue así, ya no sabremos quién es hombre y
quien esrobot.

-Y eso es justamente lo que está ocurriendo. Todo el mundo sabe que, en la actualidad, las dos especies se
acercan cada vez más.

-Yo, sinceramente, nunca pude entenderlo. ¿No es lógico que un individuo esté orgulloso de su propia estructura
y, mucho menos, por una que ha sido diseñada para el hombre.

El cirujano no agregó ni una sola palabra. Ahora debía prepararse para la operación. Después de darse vuelta,
introdujo sus fuertes manos en el horno eléctrico y las dejó allí hasta que el calor las esterilizase por
completo. A pesar de sus apasionadas palabras, no había alzado la voz y en su rostro de metal no asomaba la
menor expresión.

Actividades de comprensión

1. ¿Qué decisión debe tomar el personaje principal?

2. ¿Por qué el cirujano busca persuadirlo (convencerlo)?

3. ¿Por qué el paciente no cambia su decisión?

4. Explicá el título.

5. Reconocé los elementos que hacen que este cuento sea de ciencia ficción.
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El Dragón
Ray bradbury
La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro
movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba
ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose
en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en
el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas,
les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban
en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración
débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la
espada.

_ ¡No, idiota, nos delatarás!


_ ¡Qué importa!_ dijo el otro hombre_. El dragón puede olernos a kilómetros de
distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
_ Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...
_ ¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
_ ¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al
pueblo vecino.
_ ¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
_ ¡Espera, escucha!

Los dos hombres se quedaron quietos.


Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el
temblor nervioso de la piel de los caballos, como
tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos,
suavemente, suavemente.

_ Ah... _el segundo hombre suspiró_ Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí.
Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen
que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a
través de los páramos oscuros.
Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y
mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan
inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la
salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros,
pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como
fracasaremos también nosotros?

_ ¡Suficiente, te digo!

_ ¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año


estamos.
_ Novecientos años después de Navidad.
2019 – Lengua y literatura 1° A, B Y C – Ecen – nivel medio
_ No, no_ murmuró el segundo hombre con los ojos cerrado_. En este páramo no
hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo
habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas,
los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques;
no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la
comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!

_ ¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!


_ ¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en
la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.

Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y


volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón
mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban
polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un
millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un
viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y
espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro.
El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en
una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora,
sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos
blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente,
el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más
que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio
ardor, en un tiempo frío.

_Mira..._murmuró el primer hombre_. Oh, mira, allá.

A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón. Los


hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso
ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó
todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro
y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del
cerro y se hundió en un valle.

_ ¡Pronto!

Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.

_ ¡Pasará por aquí!

Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los
caballos.

_ ¡Señor!
_ Sí; invoquemos su nombre.
2019 – Lengua y literatura 1° A, B Y C – Ecen – nivel medio
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó
en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo
un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su
carrera.
_ ¡Dios misericordioso!

La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin


párpado y el hombre voló por el aire. El dragón se
le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo
negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros
de distancia, contra la pared de una roca.
Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó,
vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un
sol rosado, amarillo, naranja, con plumones
suaves de humo enceguecedor.

_ ¿Viste?_ gritó una voz_. ¿No te lo había


dicho?
_ ¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
_ ¿Vas a detenerte?
_Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo.
Me pone la carne de gallina. No sé que siento.
_Pero atropellamos algo.

El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.


Una ráfaga de humo dividió la niebla.

_Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?

Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de
fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la
tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y
un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

Actividades

1. En el cuento hay expresiones subrayadas, explicálas.


2. Al comienzo, hay dos hombres haciendo guardia ¿en qué año están? ¿qué
función deben cumplir? ¿qué esperan? ¿por qué tienen miedo?
3. ¿Cómo describen al dragón?
a) ¿Qué conducta extraña tiene?
b) ¿Podrán vencerlo?
4. El dragón vence a los caballeros y aparecen dos personajes más. También tienen
miedo, ¿por qué?
5. Leé de nuevo la descripción del dragón ¿qué relación tiene con el tren?
6. Hay un párrafo sombreado, una vez que hayas terminado la lectura explicá qué
función tiene.
7. ¿Cómo clasificarías este cuento? ¿Por qué?

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