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La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía
la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora,
pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz
de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta,
probablemente la perdería.
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-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de
alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su
reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de
los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que
era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido
por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera
gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la
repetición de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias – dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
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-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.
-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su
vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas
grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía
esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería
tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy
bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder
entrar.
-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior. La tía se permitió una sonrisa que
casi podría haber sido descrita como una mueca.
-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su
hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe
no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-.
De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
-¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y
algunos eran totalmente blancos.
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El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los
tesoros del parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos,
que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que,
naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
-¿Por qué no había flores?
-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho
al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo
contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles
con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías
populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan
extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que
hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo
buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si
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Actividades de comprensión:
1. Clasifiquen el narrador de El cuentista según la persona gramatical, el punto de vista y el grado de conocimiento.
2. A partir de los diálogos, escriban características de estos personajes: el soltero, los niños y la tía, y expliquen qué
relación existe entre ellos (justifiquen con partes del texto).
3. Expliquen por qué el soltero relata la historia de Berta. Transcriban la parte del texto en donde encuentran esa
información.
4. ¿Cuál es la opinión de los chicos sobre el relato? ¿Y la de la tía? Anoten los argumentos que usan en cada caso.
5. Mencionen otros relatos en los que sus protagonistas no sigan las convenciones de los relatos tradicionales.
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Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos
ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de
su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las
letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y
humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían
“Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como
Delia. Todo lo cual está muy bien.
De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro
perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro
que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera
vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada
más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el
portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante
de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó
hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y
rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída
alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo
todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y
ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su
valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con
las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba
para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún
dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso
de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la
hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas
para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es
una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían
parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney
Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete
centavos?.”
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba
cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y,
por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y
ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y vendí porque no podía pasar la Navidad
sin hacerte un regalo.
Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz
Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
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-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan
evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma
aún sin mi pelo, ¿no es así?
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena,
muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una
súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de
éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que
requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado
admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico,
con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran
peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la
menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos
codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una
débil sonrisa, y dijo:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano.
El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien
veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para
usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las
peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Actividades de comprensión:
1. Indicá las características del narrador, de acuerdo a la persona gramatical, el punto de vista y el grado de
conocimiento. Subrayá en el texto citas que justifiquen tu respuesta.
2. ¿Quién es Jim? ¿cómo es caracterizado? ¿cómo se describe a Delia? Subrayá en el texto las descripciones
de los personajes?
3. ¿Cómo viven los personajes? Subrayá las descripciones que aparecen en el cuento.
4. ¿Cuál es el regalo que se hacen los protagonistas? ¿por qué no les resultan útiles?
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El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella
lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva
mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol-
producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y
aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al
fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le
pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto
callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida
en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma
atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos,
nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta.
Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo
el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido.
Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La
alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la
cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en
su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con
los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de
repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y
tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
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Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca
inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no
avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en
nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde
el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le
arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el
dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado
de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a
deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el
almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay
manchas que parecen de sangre.
EL GATO NEGRO
Edgar Allan Poe
Actividades de comprensión
5. ¿Qué hecho sobrenatural revela el crimen que había cometido el protagonista? ¿Cómo
lo descubren?
6. ¿Qué elemento te permiten reconocer este cuento como un relato de terror? Explicalo
en tu carpeta.
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Ó
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El racista
Isaac Asimov
El cirujano miró sin expresión a su paciente. Los trasplantes de corazón eran su especialidad. Nadie
manejaba el bisturí con tanta precisión. La ciencia médica había avanzado mucho en los últimos tiempos,
pero la operación seguía siendo delicada.
-¿Ya ha elegido el tipo de órgano que desea?-preguntó el médico con voz tranquila.
-Sí, doctor- contestó el paciente-,quiero un corazón de metal.
Sí, esverdad- contestó el médico-, y por eso le hice la pregunta. Paranosotros los médicos, un corazón de metal es tan
bueno como uno defibra. Noexisten diferencias desde el puntode vista médico.
- Entonces quiero un corazón de metal- insistió el paciente.
-Tengo la obligación de decirle que el corazón de fibra es mucho más parecido a su corazón original.
-Pero usted mismo me acaba de decir que eso no tiene ninguna importancia ¿No es verdad?
-Usted sabe que los corazones de metal son los que usan para los robots.
-¿Y qué hay con eso? ¿Acaso los robots no han logrado su ciudadanía? Hoy en día, los robots tienen los mismos
derechos que los hombres. Las leyes los protegen tanto como a los hombres.
-Es verdad-admitió el cirujano-, y es desde ese día que cada vez son más los robots que, cuando deben
hacerse un trasplante, eligen un corazón de fibra. Si esto sigue así, ya no sabremos quién es hombre y
quien esrobot.
-Y eso es justamente lo que está ocurriendo. Todo el mundo sabe que, en la actualidad, las dos especies se
acercan cada vez más.
-Yo, sinceramente, nunca pude entenderlo. ¿No es lógico que un individuo esté orgulloso de su propia estructura
y, mucho menos, por una que ha sido diseñada para el hombre.
El cirujano no agregó ni una sola palabra. Ahora debía prepararse para la operación. Después de darse vuelta,
introdujo sus fuertes manos en el horno eléctrico y las dejó allí hasta que el calor las esterilizase por
completo. A pesar de sus apasionadas palabras, no había alzado la voz y en su rostro de metal no asomaba la
menor expresión.
Actividades de comprensión
4. Explicá el título.
5. Reconocé los elementos que hacen que este cuento sea de ciencia ficción.
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El Dragón
Ray bradbury
La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro
movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba
ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose
en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en
el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas,
les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban
en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración
débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la
espada.
_ Ah... _el segundo hombre suspiró_ Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí.
Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen
que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a
través de los páramos oscuros.
Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y
mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan
inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la
salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros,
pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como
fracasaremos también nosotros?
_ ¡Suficiente, te digo!
_ ¡Pronto!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los
caballos.
_ ¡Señor!
_ Sí; invoquemos su nombre.
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En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó
en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo
un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su
carrera.
_ ¡Dios misericordioso!
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de
fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la
tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y
un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.
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