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Sinopsis
En la fronteriza selva rusa, el invierno dura la mayor parte del año y
los montones de nieves son más grandes que las casas. Pero a Vasilisa no
le importa: se pasa las noches de invierno acurrucada junto a las brasas
de un fuego con sus queridos hermanos, escuchando los cuentos de hadas
de su niñera. Sobre todo, le encanta la escalofriante historia de Frost, el
demonio de invierno de ojos azules que aparece en la noche helada para
reclamar las almas de los incautos. Los sabios rusos le temen, dice su
niñera, y honran a los espíritus de la casa, el jardín y el bosque que
protegen sus hogares del mal.

Después de que la madre de Vasilisa muere, su padre va a Moscú y


trae a casa una nueva esposa. Ferozmente devota y criada en la ciudad, la
nueva madrastra de Vasilisa prohíbe a su familia honrar a los espíritus del
hogar. La familia cede, pero Vasilisa está asustada, sintiendo más que
cualquier otra persona que depende de sus rituales.

Y, de hecho, las cosechas comienzan a fallar, las criaturas malvadas


del bosque acechan más cerca y la desgracia se cierne sobre el pueblo.
Mientras tanto, la madrastra de Vasilisa se vuelve cada vez más dura en
su determinación de preparar a su hijastra rebelde para el matrimonio o el
confinamiento en un convento.

Como círculos de peligro, Vasilisa debe desafiar incluso a las


personas que ama y recurrir a regalos peligrosos que ha ocultado durante
mucho tiempo: esto, para proteger a su familia de una amenaza que
parece haber salido de las historias más aterradoras de su niñera.

El Oso y el Ruiseñor (The Winternight Trilogy #1)


Créditos
Moderadora de Traducción

Mew Rincone & Vale

Traductoras

3lik@ Mew Rincone

Candy27 NaomiiMora

Krispipe Rimed

Liliana Rose_Poison1324

Mais Vale

Manati5b Wan_TT18

Mary Rhysand YoshiB

Recopilación y Revisión

Mew Rincone

Diseño

Mew Rincone
Glosario
Este libro está contado sobre el folklore ruso.

BABA YAGA—una vieja bruja que aparece en muchos cuentos


de hadas rusos. Se pasea a en un mortero, manejando con un
pilón y borrando sus huellas con una escoba de abedul. Vive en
una cabaña que da vueltas y vueltas sobre patas de pollo.

BANNIK—"Morador de baños", el guardián de los baños en el


folclore ruso.

BATYUSHKA— Literalmente, "pequeño padre", utilizado como


un modo respetuoso de dirigirse por los eclesiásticos Ortodoxos.

BOGATYR— Un legendario guerrero eslavo, algo así como un


caballero errante de Europa occidental.

BOLOTNIK— Habitante del pantano, demonio pantanoso.

BOYAR— Un miembro de la Kievan o, más tarde, la aristocracia


Moscovita, el segundo en rango sólo a un knyaz, o príncipe.

BURAN— Tormenta de nieve.

BUYAN—una misteriosa isla en el océano, acreditada en la


mitología eslava con la capacidad de aparecer y desaparecer.
Figura en varios cuentos populares rusos.

DEVOCHKA— pequeña niña.

DEVUSHKA— mujer joven, doncella.


DOCHKA—Hija.

DOMOVOI—En el folclore ruso, el guardián de la casa, el


espíritu hogareño.

DURAK— Tonta. En femenino.

DVOR— Patio, o patio delantero.

DVOROVOI— en el folclore ruso, el guardián del dvor o jardín.


También el conserje en el uso moderno.

GOSPODIN— Forma de dirección respetuosa a un hombre, más


formal que el español "Señor". Podría ser algo así como "Lord".

GOSUDAR— un término de dirección similar a "Su Majestad" o


"Soberano".

GRAND PRINCE (VELIKIY KNYAZ)— El título de un


gobernante de un principado importante, por ejemplo, Moscú,
Tver o Smolensk, en la Rusia medieval. El zar del título no entró
en uso hasta que Iván el Terrible fue coronado en 1547.

IZBA—Una casa de campesinos, pequeña y hecha de madera, a


menudo con adornos tallados. El plural es izby.

KASHA—Gachas o crema de avena. Se puede hacer con


alforfón, trigo, centeno, mijo o cebada.

KOKOSHNIK—Un tocado ruso. Hay muchos estilos de


kokoshniki, dependiendo de la localidad y la época. En general,
la palabra se refiere al tocado cerrado usado por mujeres
casadas, aunque las doncellas también usaban tocados,
abiertos atrás. El uso de kokoshniki se limitaba a la nobleza. La
forma más común de cubrir la cabeza de una mujer rusa
medieval era un pañuelo o palestina.

KREMLIN—complejo fortificado en el centro de una ciudad


rusa. Aunque el uso moderno de inglés ha adoptado la palabra
kremlin para referirse únicamente al ejemplo más famoso, el
Kremlin de Moscú, en realidad hay kremlins que se encuentran
en la mayoría de las ciudades rusas históricas.

KVAS—Una bebida fermentada hecha de pan de centeno.

LESHY—También llamado el lesovik, el leon era un espíritu del


bosque en la mitología eslava, protector de los bosques y los
animales.

LESNAYA ZEMLYA— Literalmente, "Tierra del bosque".

MEAD— Vino de miel, hecho por fermentación de una solución


de miel y agua.

MYSH—Mysh ', ratón, o gallina de forma figurativa. «En el libro


es el nombre de un caballo»
OGON—Ogon ', fuego. «Otro caballo»

OVEN—el horno ruso, o pech, es una construcción enorme que


entró en gran uso en el siglo XV tanto para cocinar como para
calentar. Un sistema de conductos aseguraban una distribución
uniforme del calor, y familias enteras a menudo dormían
encima del horno para mantener el calor durante el invierno.

PODSNEZHNIK—Campanilla de invierno, una pequeña flor


blanca que florece a principios de primavera.
PYOS—Perro o cur.

RUS’— La Rus era originalmente un pueblo escandinavo. En el


siglo IX C.E., una invitación de las tribus eslavas y finlandesas
enfrentadas, establecieron una dinastía gobernante, los
Rurikids, que finalmente abarcó una amplia franja de lo que es
ahora.

RUSALKA— En el folclore ruso, una ninfa acuática femenina,


algo así como una súcubo.

SARAFAN—un vestido que parece algo así como un jersey o


delantal con tirantes sobre una blusa de manga larga. Esta
prenda en realidad entró en
uso común solo a principios del siglo XV. Lo incluí en la novela
un poco antes de su tiempo debido a la fuerza con la que esta
forma de vestir evoca la Rusia de cuento de hadas al lector
occidental.

SOLOVEY— Ruiseñor.

STARIK—Viejo.

SYNOK— Un diminutivo afectuoso derivado de la palabra syn,


que significa "hijo".

TSAR—La palabra Tsar se deriva de la palabra latina César, y


originalmente se usó para designar al Emperador romano
(imperator), y más tarde al emperador Bizantino, en textos de la
Iglesia Antigua eslava. En esta novela, por lo tanto, la palabra
Tsar se refiere al emperador Bizantino en Constantinopla (o
Tsargrad, literalmente "ciudad del tsar") y no a un potentado
ruso. Iván IV (Iván el Terrible) fue el primer Gran Príncipe ruso
en tomar el título de Zar de todas las Rusias, casi doscientos
años después de los sucesos ficticios de The Bear and the
Nightingale (este libro). Los gobernantes rusos asumieron el
título de Zar porque, tras la caída de Constantinopla en manos
de los otomanos en 1453, consideraron que Moscú era la
"Tercera Roma", el heredero de la autoridad espiritual de
Constantinopla entre Cristianos Ortodoxos.

TSARGRAD— "Ciudad del Tsar" Constantinopla (ver arriba).

UPYR—Vampiro (plural upyry).

VAZILA—En el folklore ruso, el guardián del establo y protector


del ganado.

VEDMA—Vyed'ma, bruja, sabia.

VERST—En ruso, Versta (BepcTa). Tomamos la palabra en


inglés del plural genitivo ruso. Una unidad de distancia igual a
aproximadamente un kilómetro, o dos tercios de milla.

VODIANOY—en el folclore ruso, un espíritu acuático masculino,


a menudo malicioso.

ICONOSTASIO: Una pared de iconos con un diseño específico


que separa la nave del santuario en una iglesia ortodoxa
oriental.

HERMANITO: traducción en español de la frase cariñosa rusa


bratishka. Se puede aplicar a hermanos mayores y menores.

HERMANITA: interpretación en español de la frase carismática


rusa sestryonka. Puede ser aplicado a hermanas mayores y
menores.

METROPOLITANO—Un alto funcionario de la iglesia ortodoxa.


En la Edad Media, el Metropolitano de la Iglesia de la Rus era la
autoridad ortodoxa más alta en Rusia y fue nombrado por el
Patriarca bizantino.

RUSIA—Desde el siglo XIII hasta el XV, no existía una política


unificada llamada Rusia. En cambio, los Rus vivían bajo una
colección dispar de príncipes rivales (knyazey) que debían su
lealtad máxima a los señores supremos mongoles. La palabra
Rusia no entró en uso común hasta el siglo XVII. Por lo tanto,
en el contexto medieval, uno no se referiría a "Rusia", sino a la
"tierra de la Rus", o simplemente "Rus".

RUSO—hay dos adjetivos en ruso, russkiy y rossiyskiy, que


cada uno traduce al "ruso" en español. El primero, russkiy, se
refiere específicamente a la gente y cultura rusas sin distinción
o límites. Rossiyskiy se refiere específicamente al estado Ruso
moderno. Cuando se usa la palabra ruso en la novela, siempre
se pretende el significado anterior.
Primera parte
Capítulo 1
Invierno
Traducido por Mew Rincone

Era finales de invierno al norte de La Rus, el aire sombrío


no era por la lluvia ni por la nieve. El brillante paisaje de febrero
había cedido el paso al lóbrego y grisáceo marzo, y la familia de
Pyotr Vladimirovich estaba sorbiendo por la humedad y en los
huesos por las seis semanas de ayuno a base de pan negro y
repollo fermentado. Pero nadie pensaba en sabañones ni en
narices chorreantes, o incluso melancólicamente, en gachas y
carne asada, porque Dunya iba a contar una historia.

Esta noche, la anciana estaba sentada en el mejor lugar


para hablar: en la cocina, en el banco de madera junto al horno.
Era uno grande hecho de arcilla, más alto que un hombre y lo
bastante grande como para que los cuatro hijos de Pyotr
Vladimirovich pudieran encajar fácilmente en el interior. La
parte superior plana servía de plataforma para dormir; sus
entrañas cocinaban sus comidas, calentaban su cocina y hacían
baños de vapor para los enfermos.

— ¿Qué cuento queréis esta noche? —preguntó Dunya,


disfrutando del fuego a sus espaldas. Los hijos de Pyotr se
sentaban frente a ella sobre taburetes. Todos amaban las
historias, incluso el segundo hijo, Sasha, quien era un niño
tímidamente devoto, y habría insistido, de haber preguntado
alguien, en que prefería pasar la tarde orando. Pero la iglesia
estaba fría, y el aguanieve de fuera era implacable. Sasha había
asomado la cabeza al exterior, se había mojado la cara y había
vuelto a entrar, vencido, para sentarse en un taburete un poco
apartado de los demás donde se sentó con una expresión
piadosamente indiferente. Los demás se pusieron a gritar al
escuchar la pregunta de Dunya.

— ¡Finist el Halcón!

— ¡Iván y el lobo gris!

— ¡El pájaro de fuego!

El pequeño Alyosha estaba de pie en su taburete y agitaba


los brazos para que lo escucharan por encima de sus hermanos
mayores, y el sabueso de Pyotr alzó su enorme cabeza llena de
cicatrices ante la conmoción. Pero antes de que Dunya pudiera
responder, la puerta exterior se abrió ruidosamente y se
escuchó el rugido de la tormenta. Una mujer apareció en la
puerta y se sacudió su largo cabello. Su cara brillaba por el frío
y estaba incluso más delgada que sus hijos; el fuego proyectaba
sombras en los huecos de sus mejillas, la garganta y la sien.
Sus hundidos ojos se movieron hacia la luz del fuego. Se agachó
y agarró a Alyosha en sus brazos.

El niño chilló de alegría.

—¡Madre! —lloró—. ¡Matyushka!.

Marina Ivanovna se dejó caer en su taburete, acercándolo


al fuego. Alyosha, todavía apretada en sus brazos, cerró los
puños alrededor de su trenza. Ella tembló, aunque no fue obvio
bajo su pesada ropa.

—Rezad para que la desdichada oveja crie esta noche —


dijo—. De lo contrario, me temo que nunca volveremos a ver a
vuestro padre. ¿Estás contando historias, Dunya?

—Si podemos permanecer en silencio —dijo la mujer


mayor con aspereza. También había sido niñera de Marina
hacía mucho tiempo.
—Quiero una historia —dijo Marina de inmediato. Su tono
era ligero pero sus ojos estaban oscuros. Dunya le lanzó una
mirada penetrante. El viento sollozó en el exterior—. Cuenta la
historia de Frost, Dunyashka. Cuéntanos sobre el demonio de
las heladas, el rey del Invierno Karachun. Él está de viaje esta
noche y enojado por el deshielo.

Dunya vaciló. Los niños mayores se miraron los unos a los


otros. En ruso, Frost se dice Morozko, demonio del invierno,
pero hace mucho tiempo la gente le llamaba Karachun, el Dios
de la muerte. Bajo ese nombre, era el Rey del Solsticio de
invierno negro que venía a por los niños malos y los congelaba
en plena noche. Era una palabra desagradable, y era de mala
fortuna decirlo mientras él tuviera la tierra bajo su control.
Marina estaba abrazando a su hija muy fuerte. Alyosha se
retorció y tiró de la trenza de su madre.

—Muy bien —dijo Dunya después de un momento de


vacilación—. Voy a contar la historia de Morozko, de su bondad
y su crueldad. —Puso un ligero énfasis en el nombre; el nombre
seguro que no podría traerles mala suerte. Marina sonrió
sarcásticamente y desenredó las manos de su hija. Ninguno de
los otros pestañeó, aunque la historia de Frost era una historia
antigua y todos la habían escuchado muchas veces antes. En la
voz rica y precisa de Dunya, no podía sonar menos deleitador.

—En un antiguo principado —comenzó Dunya. Hizo una


pausa y miró fijamente a Alyosha, quien chillaba como un
murciélago y rebotaba en los brazos de su madre.

—Silencio —dijo Marina y le tendió la punta de su trenza


para que volviera a jugar con ella.

—En un antiguo principado —repitió la anciana con


dignidad—, vivía un campesino que tenía una hermosa hija.
— ¿Su nombre? —murmuró Alyosha. Tenía la edad
suficiente para probar la autenticidad de los cuentos de hadas
buscando detalles en los narradores.

—Su nombre era Marfa —dijo la anciana—. La pequeña


Marfa. Y su hermosura era comparable a la luz del sol de junio,
además era valiente y de buen corazón. Pero Marfa no tenía
madre; había muerto cuando era solo una niña. Aunque su
padre se había vuelto a casar, Marfa seguía tan huérfana de
madre como cualquier otro huérfano. Porque aunque la
madrastra de Marfa era una mujer bastante atractiva, decían, y
hacía deliciosos pasteles, tejía finas telas y elaboraba ricos kvas,
su corazón era frío y cruel. Odiaba a Marfa por la belleza y
bondad de la pequeña, favoreciendo en su lugar a su propia
hija; fea y perezosa en todas las cosas. Primero, la mujer trató
de hacer que Marfa se volviera fea al darle todo el trabajo más
duro de la casa, de modo que sus manos se torcieran, su
espalda se doblara y su cara se arrugara. Pero Marfa era una
chica fuerte, y tal vez poseía un poco de magia, ya que hizo todo
su trabajo sin quejarse y se fue haciendo cada vez más
encantadora a medida que pasaban los años.

Así que la madrastra… —Al ver la boca abierta de Alyosha,


Dunya añadió—: Darya Nijolaevna era su nombre, al descubrir
que no podría hacer que Marfa se torciera y se volviera fea,
planeó deshacerse de la niña de una vez por todas. Así pues, un
día a mediados de invierno, Darya se giró hacia su esposo y le
dijo:

—Esposo mío, creo que es hora de que Marfa contraiga


matrimonio.

Marfa estaba en la izba cocinando panqueques. Miró a su


madrastra con asombrada alegría, porque la dama nunca se
había interesado por ella, excepto para encontrarle fallas. Pero
su deleite se convirtió rápidamente en consternación.
—…Y tengo el marido para para ella. Llévala en trineo
hasta el bosque. Vamos a casarla con Morozko, el señor de
invierno. ¿Podría una doncella pedir un novio más fino o rico?
¡Es el amo de la blanca nieve, los negros abetos y la escarcha
plateada!

El marido, cuyo nombre era Boris Borisovich, miró con


horror a su esposa. Boris amaba a su hija después de todo, y el
frío abrazo del dios del invierno no era para las doncellas
mortales. Pero tal vez Darya también tenía un poco de magia, ya
que su marido no podía negarle nada. Llorando, cargó a su hija
a cuestas hasta el trineo, la condujo hasta lo profundo del
bosque y la dejó de pie junto a un abeto.

Largo tiempo permaneció la chica sentada a solas, se


estremeció y sacudió y se puso cada vez más fría. Por fin,
escuchó un gran ruido y chasquidos. Alzó la vista para ver a
Frost acercándose a ella, saltando entre los árboles y
chasqueando los dedos.

— ¿Qué aspecto tenía? —exigió Olga.

Dunya se encogió de hombros. —En cuanto a eso no hay


dos narradores que coincidan. Algunos dicen que no es más que
una brisa fría y crepitante que susurra entre los abetos. Otros
dicen que es un aciano en un trineo, con ojos brillantes y
manos frías. Otros que es como un guerrero en su mejor
momento, pero que viste de blanco, con armas de hielo. Nadie lo
sabe. Pero algo vino a Marfa mientras estaba allí sentada; una
fría ráfaga helada azotó su rostro y se puso más fría que nunca.
Y entonces, Frost le habló con la voz del viento invernal y la
nieve caída:

— ¿Estás lo bastante cálida, mi belleza?

Marfa era una chica bien educada, quien aceptaba sus


problemas sin queja alguna, así que respondió:
—Bastante cálida, gracias, querido Lord Frost.

Ante esto el demonio se rió y mientras lo hacía, el viento


sopló más fuerte que nunca. Todos los árboles gimieron sobre
sus cabezas. Frost volvió a preguntar.

— ¿Y ahora? ¿Lo bastante cálida, dulzura?

Marfa, aunque apenas podía hablar por el frío, replicó otra


vez:

—Cálida, estoy cálida, gracias.

Ahora era una tormenta lo que se extendía encima de sus


cabezas; el viento aullaba y rechinaba sus dientes hasta que la
pobre Marfa estuvo segura de que le arrancaría la piel de los
huesos. Pero Frost no se estaba riendo ahora, y cuando le
preguntó una tercera vez:

— ¿Estás cálida, querida?

Ella respondió forzando las palabras entre los labios


congelados mientras la negrura empezaba a bailar ante sus
ojos:

—Sí… cálida. Estoy cálida, mi Lord Frost.

Él se llenó de admiración por su coraje y se compadeció de


su difícil situación. La envolvió en su propia túnica de brocado
azul y la acostó sobre su trineo. Cuando salió del bosque y dejó
la niña junto a la puerta de su casa, todavía estaba envuelta en
su magnífica túnica y también llevaba un cofre de gemas y
ornamentos de oro y plata. El padre de Marfa lloró de alegría al
ver a la niña una vez más, pero Darya y su hija estaban furiosas
de ver a Marfa tan lujosamente vestida y radiante, con el rescate
de un príncipe a su lado. Entonces Darya se giró hacia su
esposo y dijo:
— ¡Esposo, rápido! Lleva a mi hija Liza en tu trineo. ¡Los
regalos que Frost le ha dado a Marfa no serán nada en
comparación a los que le dará a mi hija! —Aunque en su
corazón Boris protestó por toda aquella locura, llevó a Liza en
su trineo. La chica llevaba su mejor vestido y estaba envuelta en
pesadas batas de piel. Su padre la llevó a lo profundo del
bosque y la dejó debajo del mismo abeto. De igual forma, Liza
permaneció sentada durante mucho tiempo. Había empezado a
ponerse muy fría a pesar de sus pieles cuando por fin Frost
apareció de entre los árboles, chasqueó los dedos y rió para sí
mismo. Danzó hasta Liza y respiró en su rostro, y su aliento fue
el viento del norte, aquel que congela la piel en los huesos. Él
sonrió y preguntó:

— ¿Estás cálida, dulzura?

Liza temblando, respondió:

— ¡Por supuesto que no, tonto! ¿Es que no ves que estoy a
punto de morir de frío?

El viento soplaba más fuerte que nunca, aullaba a su


alrededor en grandes ráfagas de viento. Por encima de aquel
estruendo, él preguntó:

— ¿Y ahora? ¿Estás cálida?

La chica gritó:

— ¡Que no, idiota! ¡Me estoy congelando! ¡Nunca he tenido


más frío en mi vida! Estoy esperando a mi novio Frost, pero el
muy patán no ha venido.

Al oír esto, los ojos de Frost se volvieron tan duros como


inflexibles; puso sus dedos sobre la garganta de ella, se inclinó
hacia adelante y le susurró en el oído a la chica:

— ¿Lo bastante cálida ahora, mi paloma?


Pero la niña no pudo responder ya murió cuando la tocó y
quedó congelada en la nieve.

De vuelta en casa, Darya esperaba mientras caminaba de


un lado a otro.

—Dos cofres de oro como menos —dijo frotándose las


manos—. Un vestido de novia de terciopelo de seda y mantas
nupciales de la mejor lana.

Su marido no dijo nada. Las sombras comenzaron a


alargarse y todavía no había señales de su hija. Por fin, Darya
envió a su marido a buscar a la chica y le advirtió que tuviera
cuidado con los cofres del tesoro. Pero cuando Boris llegó al
árbol donde había dejado a su hija aquella mañana, no había
ningún tesoro: solo la chica, muerta sobre la nieve.

»Con un corazón pesado, el hombre la levantó en sus


brazos y la llevó a casa. La madre salió corriendo en su
encuentro.

— ¡Liza! —llamó ella—. ¡Mi amor!

Entonces vio el cadáver de su hija, acurrucado en el fondo


del trineo. En ese momento, el dedo de Frost también tocó el
corazón de Darya y ésta cayó muerta en el acto.

Hubo un pequeño silencio de agradecimiento. Entonces


Olga habló lastimeramente:

— ¿Pero qué le paso a Marfa? ¿Se casó con él? ¿El Rey
Frost?

—Abrazó el frío, en efecto —refunfuñó Kolya a nadie en


particular, sonriendo. Dunya lo miró con austeridad, pero no se
dignó a responder.

—Bueno, no, Olya —le dijo a la niña—. No lo creo. ¿Qué


uso tendría el Invierno para una doncella mortal? Es más
probable que se haya casado con un campesino rico y le haya
traído la dote más grande de toda La Rus.

Olga parecía dispuesta a protestar por esta conclusión


poco romántica, pero Dunya ya se había levantado con un crujir
de huesos, ansiosa por retirarse. La parte superior del horno
eran tan grande como una gran cama, y los ancianos, jóvenes y
enfermos dormían sobre ella. Dunya tenía su cama allí con
Alyosha.

Los demás besaron a su madre y se escabulleron.


Finalmente, Marina se levantó. A pesar de su ropa de invierno,
Dunya vio de nuevo cuan delgada se había vuelto, y esto golpeó
el corazón de la anciana. Pronto llegará la primavera, se consoló
a sí misma. Los bosques se tornarán verdes y las bestias darán
rica leche. Haré su pastel favorito con huevos, cuajada y faisán y
el sol la recuperará.

Pero la mirada en los ojos de Marina llenó a la vieja niñera


de presentimientos.
Capítulo 2
La nieta de la anciana bruja
Traducido por Mew Rincone

El cordero salió por fin, sucio y delgado, tan negro como


un árbol muerto bajo la lluvia. La oveja comenzó a lamer la
pequeña cosa de una manera perentoria, y en poco tiempo la
pequeña criatura se puso de pie, meciéndose sobre sus
diminutos cascos.

—Melodets —dijo Pyotr Vladimirovich a la oveja y se puso


de pie. Su adolorida espalda protestó cuando la puso recta—.
Pero podrías haber elegido una mejor noche. —El viento de
afuera rechinó. La oveja agitó la cola con indiferencia. Pyotr
sonrió y las dejó. Un buen carnero nacido entre las fauces de
una tormenta a finales de invierno. Era un buen presagio.

Pyotr Vladimirovich era un gran señor; un boyardo, con


tierras ricas y muchos hombres que cumplían sus órdenes. Era
solo su elección pasar sus noches con su ganado en labor de
parto. Pero siempre que estaba presente cuando una nueva
criatura llegaba a enriquecer sus rebaños, a menudo la
ayudaba a nacer con sus propias manos ensangrentadas.

El aguanieve se había detenido y la noche se estaba


aclarando. Unas cuantas valientes estrellas aparecieron entre
las nubes cuando Pyotr entró en el patio y cerró la puerta del
establo detrás de él. A pesar de la humedad, su casa estaba
enterrada casi hasta el alero en un montón de nieve. Solo el
inclinado techo y las chimeneas se habían librado, y el espacio
alrededor de la puerta que los hombres de la casa de Pyotr
mantenía laboriosamente limpio.
La mitad veraniega de la gran casa tenía ventanas anchas
y un hogar abierto. Pero esa ala se cerró cuando llegó el
invierno, y ahora tenía una apariencia desierta, sepultada en la
nieve y sellada por la escarcha. La mitad invernal de la casa
tenía enormes hornos y ventanas pequeñas y altas. Un humo
perpetuo humeaba de sus chimeneas y en la primera helada
fuerte, Pyotr colocó marcos en las ventanas con losas de hielo,
para bloquear el frío pero dejar que la luz entrara. Ahora la luz
de la chimenea de la habitación de su esposa emitía una
parpadeante barra de oro entre la nieve.

Pyotr pensó en su esposa y se apresuró en su


caminar. Marina se pondría feliz por el cordero.

Las caminatas entre las dependencias estaban techadas y


cubiertas con troncos como defensa contra la lluvia, la nieve y el
barro. Pero el aguanieve había llegado con el amanecer, y la
humedad había empapado la madera y congelado de forma
sólida. El paso era traicionero y las gotas se apilaban hasta la
altura de la cabeza, carcañadas con perdigones de nieve. Pero
las botas de fieltro y piel de Pyotr estaban seguras con el hielo.
Se detuvo en la adormilante cocina para verter agua sobre sus
viscosas manos. Encima del horno, Alyosha se dio la vuelta y
gimió mientras dormía.

La habitación de su esposa era pequeña—con deferencia a


la escarcha—pero era brillante y según los estándares del norte,
lujosa. Hileras de tela tejida cubrían las paredes de madera. La
hermosa alfombra—parte de la dote por Marina—había llegado
hasta allí por largos y tortuosos caminos desde Tsargrad. Una
talla fantástica adornaba los taburetes de madera y las mantas
de piel de lobo y conejo yacían esparcidas en suaves montones.

La pequeña estufa de la esquina arrojaba un esplendor


ardiente. Marina no se había ido a la cama. Estaba sentada
junto al fuego envuelta en una bata de lana blanca, peinándose.
Incluso después de cuatro niños, su cabello todavía era grueso,
oscuro y caía casi hasta sus rodillas. A la luz del indulgente
fuego, se parecía mucho a la novia que Pyotr había traído a su
casa hacía tanto tiempo.

— ¿Ya está hecho? —preguntó Marina. Dejó su peine a un


lado y comenzó a trenzar su cabello. Sus ojos nunca
abandonaron el horno.

—Sí —dijo Pyotr distraídamente. Estaba quitándose su


caftán en la agradecida calidez—. Un hermoso carnero. Y su
madre también está bien, es un buen augurio.

Marina sonrió.

—Me alegra, porque necesitamos uno —dijo—. Estoy en


cinta.

Pyotr se quedó mirando, atrapado con la camisa medio


quitada. Abrió la boca y la volvió a cerrar. Era posible, por
supuesto. Sin embargo ella era mayor para eso, y se había
vuelto tan delgada ese invierno…

— ¿Otro? —preguntó. Se enderezó y dejó su camisa a un


lado.

Marina escuchó la angustia en su tono, y una triste


sonrisa tocó su boca. Se ató la punta de su cabello con un
cordón de cuero antes de contestar.

—Sí —dijo ella, pasándose la trenza por el hombro—. Una


niña. Nacerá en otoño.

—Marina… —Su esposa escuchó la pregunta silenciosa.

—La deseaba —dijo ella—. La sigo deseando —luego más


bajo—: Quiero una hija como era mi madre.
Pyotr frunció el ceño. Marina nunca hablaba de su madre.
Dunya, quien había estado con Marina en Moscú, se refería solo
a ella en raras ocasiones.

En el reinado de Iván I, o así decían las historias, una niña


harapienta cabalgó a través de las puertas del Kremlin, sola, a
excepción de su gran caballo gris. A pesar de la inmundicia, el
hambre y el cansancio, los rumores seguían sus pasos. Tenía
tal gracia, contaba la gente, y ojos de cisne como la doncella de
un cuento de hadas. Por fin, los rumores llegaron a oídos del
Gran Príncipe.

—Traedla —dijo Iván, ligeramente divertido—. Nunca he


visto una doncella cisne. —Iván Kalita era un príncipe duro,
comido por la ambición, frío, inteligente y aferrado. Él no habría
sobrevivido de otra manera: Moscú mataba a sus príncipes con
diligencia. Y sin embargo, los boyardos dijeron después, cuando
Iván vio a por primera vez a esta chica, que éste permaneció
inmóvil durante diez minutos. Algunos de los más
extravagantes juraron que tenía los ojos húmedos cuando fue
hacia ella y le tomó la mano. Para entonces, Iván había
enviudado dos veces, su hijo mayor era mayor que su joven
amante, y un año después se casó con la misteriosa chica. Sin
embargo, incluso el Gran Príncipe de Moscú no pudo silenciar
los susurros. Las sirvientas murmuraban que la chica podía
domesticar animales, soñar el futuro y convocar la lluvia.

****

Pyotr juntó su ropa y la colgó cerca del horno. Un hombre


práctico, siempre se había encogido ante los rumores. Pero su
esposa estaba sentada muy quieta, mirando el fuego. Solo las
llamas se movían, dorando su mano y su garganta. Hizo que
Pyotr se sintiera incómodo. Caminó sobre el suelo de madera.
La Rus había sido cristiana desde que Vladimir bautizó a
todo Kiev en el Dneiper y arrastró a los viejos dioses por las
calles. Aún así, la tierra era enorme y cambió con lentitud.
Quinientos años después de que los monjes llegaran a Kiev, La
Rus todavía rebosaba de poderes desconocidos, y algunos de
ellos se habían reflejado en los ojos sabios de la extraña
princesa. A la iglesia no le gustó. Ante la insistencia de los
obispos, Marina, su única hija, fue casada con un boyardo en el
aullante desierto, a muchos días de viaje de Moscú. Pyotr a
menudo bendecía su buena suerte. Su esposa era sabia al igual
que hermosa; él la amaba y ella a él. Pero Marina nunca
hablaba de su madre. Pyotr nunca preguntó. Su hija, Olga, era
una chica normal, bonita y servicial. No tenía necesidad de otra,
ciertamente no la heredera de los poderes que se rumoreaban
de la extraña abuela.

— ¿Estás segura de tener la fuerza para ello? —dijo Pyotr


finalmente—. Incluso Alyosha fue una sorpresa y eso fue hace
tres años.

—Sí —dijo Marina girándose para mirarlo. Su mano se


cerró lentamente en un puño pero él no lo vio—. La veré nacer.

Hubo una pausa.

—Marina, lo que era tu madre… —Su esposa le tomó la


mano y se levantó. Le pasó un brazo por la cintura y la sintió
rígida bajo su toque.

—No lo sé —dijo Marina—. Ella tenía dones que yo no;


recuerdo como en Moscú le susurraba a los robles. Pero el
poder es un derecho de nacimiento para las mujeres en su línea
de sangre. Olga es tú hija más que mía, sin embargo esta… —La
mano libre de Marina subió para hacer la forma de acunar un
bebé—…esta será diferente.
Pyotr acercó a su esposa. Ella se aferró a él, de repente de
una forma feroz. Olió el olor de su cabello, lavado en la casa de
baños. Ya es tarde, pensó Pyotr, ¿por qué poner problemas? El
trabajo de las mujeres era tener hijos. Su esposa ya le había
dado cuatro, pero seguramente se las arreglaría con otro. Si el
bebé resultaba extraño de alguna manera, bueno, ese puente se
cruzaría cuando llegara.

—Permanece con buena salud entonces, Marina Ivanovna


—dijo. Su esposa sonrió. Estaba de espaldas al fuego, por lo que
él no vio sus pestañas mojadas. Él inclinó su barbilla y la besó.
Su pulso latía en su garganta. Pero ella era tan delgada, tan
frágil como un pájaro debajo de su pesada túnica—. Ven a la
cama —dijo—. Habrá leche en la mañana, la oveja puede
ahorrar un poco. Dunya la horneará para ti. Debes pensar en la
bebé. —Marina presionó su cuerpo contra el suyo. Él la recogió
como en los días de su cotejo y la hizo girar. Ella rió y le rodeó
el cuello con los brazos. Pero sus ojos miraron un instante más
allá de él, hacia el fuego, como si pudiera leer el futuro en las
llamadas.

*****

—Deshazte de ella —dijo Dunya al día siguiente—. No me


importa si llevas una niña, un príncipe o un profeta de antaño.
—El aguanieve había retrocedido con el amanecer y retumbaba
ahora sin ella. Las dos mujeres estaban acurrucadas cerca del
horno, buscando calor y luz en su ardor. Dunya apuñaló su
aguja de coser con particular vehemencia—. Cuanto antes
mejor. No tienes el peso ni la fuerza para cargar una criatura, y
si por algún milagro consigues hacerlo, el parto te matará. Le
has dado tres hijos a tu marido, y tienes a tu niña, ¿qué
necesidad tienes de otra? —Dunya había sido la niñera de
Marina en Moscú, la había seguido a la casa de su esposo y
atendido a sus cuatro hijos por turnos. Hablaba a su antojo.
Marina sonrió con una pizca de burla.

—Vaya boca, Dunyashka —dijo—. ¿Qué diría el padre


Semyon?

—No es que el padre Semyon vaya a morir durante un


parto, ¿o sí? Mientras que tú, Marushka…

Marina miró su trabajo y no dijo nada. Pero cuando se


encontró con los ojos entrecerrados de su niñera, su rostro
estaba tan pálido como el agua que Dunya imaginó que podía
ver la sangre deslizándose por su garganta. Dunya sintió un
escalofrío.

— ¿Qué has visto?

—No importa —dijo Marina.

—Deshazte de ella —dijo Dunya, casi suplicando.

—Dunya, debo tenerla; ella será como mi madre.

— ¡Tu madre! ¿La doncella harapienta que cabalgó sola


desde el bosque? ¿Esa que se desvaneció hasta una sombra de
sí misma porque no podía soportar vivir su vida tras las
barreras bizantinas? ¿Has olvidado en lo que se convirtió esa
bruja gris? ¿Ir a trompicones en velo hasta la iglesia?
¿Ocultándose en sus habitaciones, comiendo hasta volverse una
bola grasienta con ojos completamente blancos? Tu madre.
¿Desearías eso para alguna de tus hijas?

La voz de Dunya crujió como la de un cuervo graznando,


porque recordó, para su dolor, a la chica que había llegado a los
pasillos de Iván Kalita, perdida, frágil y dolorosamente hermosa,
dejando milagros tras ella. Iván estuvo embrujado. La
princesa—bueno, tal vez ¡había encontrado la paz con él, al
menos durante un tiempo. Pero la hospedaron en el alojamiento
de mujeres, la vistieron con pesados brocados, le dieron iconos
y sirvientes y ricas carnes. Poco a poco ese resplandor ardiente,
la luz para tomar aliento, se desvaneció. Dunya había llorado su
muerte mucho antes de que la pusieran bajo tierra.

Marina sonrió amargamente y negó con la cabeza.

—No, ¿pero recuerdas antes de aquello? Solías contarme


historias.

—Tanta magia buena o milagros que hizo —gruñó Dunya.

—Yo solo tengo un poco de su don —continuó Marina,


haciendo caso omiso de su antigua niñera. Dunya conocía a su
señora lo suficiente como para escuchar su pesar—. Pero mi
hija poseerá más.

— ¿Y esa es razón suficiente para dejar a tus otro cuatro


hijos sin madre?

Marina miró su regazo.

—Yo…no. Sí. Si es necesario. —Su voz era apenas


audible—. Pero yo podría vivir. —Levantó la cabeza—. Me darás
tu palabra de que cuidarás de ellos, ¿verdad?

—Marushka, soy vieja. Puedo cumplir mi palabra, pero


cuando muera…

—Estarán bien. Tendrán…tendrán que estarlo. Dunya, no


puedo ver el futuro, pero viviré para verla nacer.

Dunya se persignó y no dijo nada más.


Capítulo 3
El pordiosero y el extraño.
Traducido por Mew Rincone

Los primeros vientos de noviembre sacudieron los


desnudos árboles el día en que los dolores de Marina la
alcanzaron y el primer grito de la niña se mezcló con sus
aullidos. Marina sonrió al ver a su hija.

—Su nombre es Vasilisa —le dijo a Pyotr—. Mi Vasya. —El


viento se calmó al amanecer. En el silencio, Marina exhaló una
vez muy suavemente, y murió.

La nieve cayó como lágrimas el día en que Pyotr con una


cara tan dura como la piedra colocó a su esposa bajo tierra. Su
pequeña hija chilló durante todo el funeral: un demonio
lastimero como el ausente viento.

Durante todo el invierno la casa hizo eco con los gritos de


la niña. Más de una vez, Dunya y Olga perdieron las esperanzas
en ella porque era una cría escuálida y pálida, todo ojos y
extremidades agitadas. Más de una vez, Kolya amenazó medio
en serio, con echarla de la casa. Pero el invierno pasó y la niña
vivió. Dejó de chillar y buscó la leche de las campesinas.

Los años pasaron tal que si fuesen hojas.

En un día muy parecido en el que fue dada a luz al


mundo, en la acerada cúspide de invierno, la niña de cabello
negro de Marina entró en la cocina de invierno. Puso sus manos
sobre la piedra del horno y se estiró para mirar por encima. Sus
ojos brillaron. Dunya estaba recogiendo pasteles de entre las
cenizas. Toda la casa olía a miel.
— ¿Están listos los pasteles, Dunyashka? —dijo ella
asomando la cabeza en el horno.

—Ya casi —dijo Dunya, arrastrando a la niña antes de que


pudiera prenderse el pelo con el fuego—. Si te quedas sentada
en tu taburete, Vasochka, y remiendas tu blusa, te daré uno
para ti sola.

Vasya, pensando en los pasteles, fue hacia el taburete


dócilmente. Había un montón de ellos enfriándose sobre la
mesa, marrón en el exterior y con cenizas. Una esquina de uno
de los pasteles se derrumbó mientras la niña lo miraba. Su
interior era del color dorado de verano, y un pequeño rizo de
vapor se elevó. Vasya tragó saliva. Parecía que hubiera pasado
un año desde sus gachas de aquella mañana.

Dunya le lanzó una mirada de advertencia. Vasya frunció


los labios virtuosamente y se puso a coser. Pero la rasgadura en
su blusa era grande, su hambre enorme y su paciencia
insignificante incluso en las mejores circunstancias. Sus
puntadas se hicieron más y más grandes, como huecos en los
dientes de un anciano. Finalmente, Vasya no pudo soportarlo
más. Dejó la blusa a un lado y se acercó sigilosamente a la
placa humeante sobre la mesa fuera de su alcance. Dunya
estaba de espaldas a ella, agachada sobre el horno.

Aún más cerca, la niña se arrostró tan sigilosa como un


gatito y saltamontes. Entonces se abalanzó. Tres pasteles
desaparecieron en el interior de su manga de lino. Dunya se
giró, echó un vistazo al rostro de la niña.

—Vasya… —comenzó ella con severidad, pero Vasya,


asustada y riendo a la vez, ya había cruzado el umbral y salido
al hosco día. La temporada se estaba acabando, los montones
de campos estaban llenos de rastrojos y cubiertos por la nieve.
Vasya, masticando su pastel de miel y contemplando posibles
escondites, corrió por el patio de la posada entre las cabañas de
los campesinos, y desde allí, por la puerta de la empalizada.
Hacía frío, pero Vasya no pensó en eso. Había nacido fría.

Vasilisa Petrovna era una niña fea; flaca como un tallo de


caña con manos y dedos largos y pies enormes. Sus ojos y boca
eran demasiado grandes para el resto de ella. Olga la llamaba
su rana y no le dio demasiada importancia. Pero los ojos de la
niña eran del color del bosque durante una tormenta de verano,
y su amplia boca era dulce. Podía ser sensata cuando lo
deseaba—e inteligente—tanto así que su familia se miraba entre
sí desconcertada cada vez que abandonaba el sentido y le venía
otra idea descabellada a la cabeza.

Había un montículo revuelto de tierra desnudo contra la


nieve irregular, justo en el borde del campo de cosecha de
centeno. No había estado allí el día anterior. Vasya fue a
investigar. Olió el viento mientras corría y supo que nevaría
aquella noche. Las nubes yacían como lana mojada sobre los
árboles.

Un pequeño niño de nueve años y un Pyotr Vladimirovich


en miniatura, estaba de pie en el fondo del respetable agujero,
cavando en la helada tierra. Vasya se acercó al borde y miró al
fondo.

— ¿Qué es eso, Lyoshka? —dijo con un bocado.

Su hermano se apoyó en su pala entrecerrando los ojos


hacia ella.

— ¿A ti qué te parece? —A Alyosha le gustaba mucho


Vasya, quien estaba dispuesto a todo—casi tan bueno como un
hermano menor—pero él era casi tres años mayor y tenía que
mantenerla en su lugar.
—No lo sé —dijo Vasya, masticando—. ¿Pastel? —Ella le
tendió la mitad del último con un poco de pesar; era el más
gordo y el menos ceniciento.

—Dame —dijo Alyosha, dejando caer su pala y tendiendo


una mano sucia. Pero Vasya se puso fuera de alcance.

—Dime lo que estás haciendo —dijo. Alyosha la fulminó


con la mirada, pero Vasya entrecerró los ojos e intentó comerse
el pastel. Su hermano cedió.

—Es un fuerte para vivir —dijo—. Para cuando vengan los


tártaros. Así puedo esconderme aquí y dispararles flechas.

Vasya nunca había visto a un tártaro, y no tenía una idea


clara del tamaño que se necesitaría para protegerse de uno. Sin
embargo, miró dudosa el agujero.

—No es muy grande.

Alyosha rodó los ojos.

—Es por eso que estoy cavando, coneja —dijo—. Para


hacerlo más grande. ¿Ahora me vas a dar?

Vasya comenzó a tender el pastel pero luego dudó.

—Yo también quiero cavar un hoyo y dispararle a los


tártaros.

—Bueno, no puedes. No tienes arco ni pala.

Vasya frunció el ceño. Alyosha había conseguido su propio


cuchillo y un arco para su séptimo día de nombre, pero un año
entero de súplicas no había dado fruto en lo que a armas se
refería para ella.

—No importa —dijo ella—. Puedo cavar con un palo, y


papá me dará un arco más tarde.
—No, no lo hará.

Pero Alyosha no puso objeciones cuando Vasya le dio la


mitad del pastel y fue a buscar un palo. Trabajaron durante
algunos minutos en un silencio amistoso. Pero cavar con un
palo pronto se hace cansado, incluso si uno está saltando cada
pocos minutos para buscar a los malvados tártaros. Vasya
estaba empezando a preguntarse si Alyosha podría ser
persuadido de abandonar la construcción de la fortaleza e ir a
escalar árboles, cuando de repente una sombra se cernió sobre
ellos: su hermana, Olga, sin aliento y furiosa, sacada de un
lugar junto al fuego para descubrir el porqué de la ausencia de
sus hermanos. Ella los fulminó con la mirada.

—Con barro hasta las cejas, ¿qué dirá Dunya? Y padre...


—Aquí Olga se detuvo para hacer una embestida fortuita,
agarrando al torpe Alyosha por la parte posterior de su
chaqueta justo cuando los niños salían del agujero como un par
de codornices asustadas.

Vasilisa tenía unas extremidades largas para ser una niña,


rápida en sus movimientos, y bien valía la pena un regaño para
poder comer sus últimas migas en paz. Así que no miró hacia
atrás sino que corrió como una liebre por el campo vacío,
esquivando tocones con gritos de júbilo, hasta que fue tragada
por el bosque de la tarde. Olga se quedó jadeando, agarrando a
Alyosha por el cuello.

— ¿Por qué nunca la atrapas a ella? —dijo Alyosha con


cierto resentimiento, mientras Olga lo remolcaba de regreso a la
casa—. Solo tiene seis años.

—Porque no soy Kaschei el Inmortal —dijo Olga con cierta


aspereza—. Y no tengo caballo para correr más rápido que el
viento.
Entraron en la cocina. Olga depositó a Alyosha al lado del
horno.

—No pude atrapar a Vasya —le dijo a Dunya. La anciana


alzó los ojos hacia el cielo. Vasya era extremadamente difícil de
atrapar cuando no deseaba ser atrapada. Solo Sasha podía
hacerlo con regularidad. Dunya volvió su ira hacia Alyosha,
quien se encogió. Ella desnudó al niño junto al horno, lo frotó
con una tela que, pensó Alyosha, debía estar hecha de ortigas, y
lo vistió con una camisa limpia.

—Tal comportamiento —murmuró Dunya mientras


fregaba—. Se lo diré a tu padre, ¿me escuchas? La próxima vez.
Te tendrá arando, cortando y barriendo por el resto del
invierno. Tal comportamiento. Suciedad y excavando
agujeros…

Pero ella fue interrumpida en su diatriba. Los dos


hermanos mayores de Alyosha llegaron estampándose a la
cocina de invierno, oliendo a humo y ganado. A diferencia de
Vasya, no recurrieron al subterfugio; se dirigieron directamente
a los pasteles y cada uno se metió uno entero en la boca.

—Hay vientos del sur —Nikolai Petrovich, llamado Kolya—


el mayor, le dijo a su hermana con una voz que no se distinguía
por la masticación. Olga había recuperado su compostura
habitual y se sentó a tejer al lado del horno—. Va a nevar en la
noche. Un buen trabajo que las bestias estén dentro y el techo
esté terminado.

Kolya colocó sus botas de invierno cerca del fuego y se dejó


caer sobre un taburete, agarrando otro pastel mientras pasaba.
Olga y Dunya miraron las botas con idénticas expresiones de
desaprobación. El barro congelado había manchado el limpio
hogar. Olga se persignó.
—Si el clima está cambiando entonces la mitad de la aldea
estará enferma mañana —dijo—. Espero que papá entre antes
de que la nieve caiga. —Frunció el ceño mientras contaba los
puntos de sutura. El segundo joven no habló, pero depositó su
brazalete de leña, se tragó el pastel y fue a arrodillarse ante los
iconos en la esquina opuesta a la puerta. Ahora se persignó, se
levantó y besó la imagen de la Virgen.

— ¿Rezando de nuevo, Sasha? —dijo Kolya con alegre


malicia—. Reza para que la nieve llegue con suavidad y papá no
se resfríe.

El joven se encogió de hombros. Tenía ojos grandes y unas


espesas pestañas como una niña.

—Sí rezo, Kolya —dijo—. Podrías probarlo tú mismo. —


Caminó hacia el horno y se quitó las medias húmedas. El
penetrante olor a lana mojada se unió al olor general de barro,
repollo y animales. Sasha había pasado su día con los caballos.

Olga arrugó la nariz. Kolya no se levantó ante la burla.


Estaba examinando una de sus botas de invierno, donde el
pelaje se había separado de las costuras. Gruñó con disgusto y
lo dejó caer junto a su compañero. Ambas botas comenzaron a
hervir. El horno se alzó sobre los cuatro. Dunya ya había puesto
el guiso para la cena, y Alyosha miraba la olla como un gato en
el agujero de un ratón.

— ¿Qué pasa, Dunya? —inquirió Sasha. Había llegado a la


cocina a tiempo para escuchar la diatriba.

—Vasya —dijo Olga sucintamente, y contó la historia de


los pastelillos y la fuga de su hermana hacia el bosque.
Mientras hablaba, tejió. La más leve de las sonrisas
arrepentidas le llenaba la boca. Todavía estaba gorda con la
generosidad del verano, redonda y encantadora.
Sasha se rió.

—Bueno, Vasya regresará cuando tenga hambre —dijo, y


recurrió a asuntos más importantes—. ¿Es lucio lo que hay en
el estofado, Dunya?

—Tenca —dijo Dunya en breve—. Oleg trajo cuatro al


amanecer. Pero esa extraña hermana vuestra es demasiado
pequeña para quedarse en el bosque.

Sasha y Olga se miraron, se encogieron de hombros y no


dijeron nada. Vasya había estado desapareciendo en el bosque
desde que podía caminar. Regresaría a tiempo para la cena,
como siempre, con un puñado de piñones en disculpa,
enrojecida y arrepentida, elegante en sus botas de vestir.

Pero en este caso estuvieron equivocados. El sol


quebradizo se deslizó por el cielo y las sombras de los árboles se
alargaron monstruosamente. Por fin entró en la casa el propio
Pyotr Vladimirovich, quien llevaba un fajín de gallina con el
cuello roto. Todavía Vasya no había regresado.

****

El bosque estaba tranquilo en la cúspide del invierno, la


nieve más espesa entre los árboles. Vasilisa Petrovna, medio
avergonzada y medio satisfecha con su libertad, se comió su
última mitad de torta de miel extendida en la fría rama de un
árbol, escuchando los suaves ruidos del adormecido bosque.

—Sé que duermes cuando llega la nieve —dijo en voz alta—


. ¿Pero no podrías despertar? Mira, tengo pasteles.

Ella mostró la evidencia, ahora poco más que migas, y se


detuvo como esperando una respuesta. Pero no llegó ninguna,
más allá de un suave y vibrante viento que agitó todos los
árboles. Entonces Vasya se encogió de hombros, se limpió las
migajas de su pastel y corrió por el bosque un rato, buscando
piñones. Sin embargo las ardillas se las habían comido todas y
el bosque estaba frío, incluso para una niña que había nacido
allí. Por fin, Vasya sacudió el hielo y alisó su ropa y se encaminó
a casa, sintiendo finalmente el pinchazo de la culpa. El bosque
estaba cubierto de sombras; los cortos días se deslizaban
rápidamente a la noche, y ella se apresuró. Recibiría una
regañina estruendosa, pero Dunya tendría una cena esperando.

Una y otra vez caminó, y luego se detuvo, frunciendo el


ceño. A la izquierda en el aliso gris, un giro en el viejo y malvado
olmo, y luego vería los campos de su padre. Ella había hecho
ese camino miles de veces. Pero ahora no había aliso ni olmo,
solo un grupo de piceas con agujas negras y una pequeña
pradera nevada. Vasya giró, intentando una nueva dirección.
No, aquí había hayas esbeltas, blancas como doncellas,
desnudas por el invierno y tambaleantes. Vasya se sintió
repentinamente incómoda. Ella no podría estar perdida; nunca
había estado perdida. Bien podría perderse en su propia casa
que perderse en el bosque. Se levantó un viento que hizo
temblar todos los árboles, pero ahora eran árboles que ella no
conocía.

Estoy perdida, pensó Vasya. Estaba perdida en el


crepúsculo en la cúspide del invierno e iba a nevar. Ella giró de
nuevo, intentó otra dirección. Pero en ese bosque vacilante no
había árbol que ella conociera. Las lágrimas brotaron de repente
en sus ojos. Perdida, estoy perdido. Ella quería a Olya o Dunya;
quería a su padre y Sasha. Quería su sopa y su manta e incluso
su regaño.

Un roble se alzaba en su camino. La niña se detuvo. Este


árbol no era como los demás. Era más grande, más negro y
nudoso como una anciana perversa. El viento sacudió sus
grandes ramas negras. Vasya, comenzando a temblar, se
arrastró hacia él. Puso una mano sobre la corteza. Era como
cualquier otro árbol, áspero y frío incluso a través del pelaje de
su manopla. Vasya dio un paso alrededor, estirándose hacia las
ramas. Luego bajó la vista y estuvo a punto de tropezarse.

Un hombre yacía acurrucado como una bestia al pie de


este árbol, profundamente dormido. Ella no podía ver su rostro;
estaba escondido entre sus brazos. Por entre los desgarros en
su ropa, vislumbró una piel blanca y fría. Él no se movió ante
su enfoque.

Bueno, no podía quedarse ahí durmiendo, no con la nieve


que se avecinaba del sur. Moriría. Y tal vez él sabía dónde
estaba la casa de su padre. Vasya extendió la mano para
despertarlo pero lo pensó mejor. En cambio, ella dijo:

—¡Abuelo, despierta! Habrá nieve antes de la salida de la


luna. ¡Despierta! —Durante largos momentos el hombre no se
movió. Pero justo cuando Vasya se estaba poniendo nerviosa
como para poner una mano sobre su hombro, se escuchó un
gruñido ronco, y el hombre levantó la cara y parpadeó un ojo
hacia ella. La niña retrocedió. Un lado de su rostro era bonito,
de una forma tosca. Un ojo era gris. Pero faltaba el otro ojo, el
zócalo estaba cerrado, y ese lado de su cara una masa de
cicatrices azuladas.

El ojo bueno pestañeó malhumorado a la chica, y el


hombre se echó hacia atrás en cuclillas como para verla mejor.
Era una criatura delgada, andrajosa y sucia. Vasya podía ver
sus costillas a través de los alquileres en su camisa. Pero
cuando habló, su voz era fuerte y profunda.

—Bueno —dijo—. Ha pasado mucho tiempo desde que vi a


una niña rusa.

Vasya no entendió.
—¿Sabes dónde estamos? —dijo ella—. Estoy perdida. Mi
padre es Pyotr Vladimirovich. Si puedes llevarme a casa, te dará
alimento y un lugar junto al horno. Va a nevar.

El hombre tuerto sonrió de repente. Tenía dos dientes de


perro—más largos que el resto—que abollonó sus labios cuando
sonrió. Se puso de pie, y Vasya vio que era un hombre alto con
huesos grandes y toscos.

—¿Si sé dónde estamos? —dijo—. Bueno, por supuesto,


devochka, pequeña doncella. Te llevaré a casa. Pero debes
acercarte y ayudarme.

Vasya, mimada desde que podía recordar, no tenía


ninguna razón en particular para desconfiar. Sin embargo, ella
no se movió. El ojo gris se estrechó.

— ¿Qué tipo de niña viene aquí sola? —Y luego, más


suave—. Tales ojos. Casi puedo recordar... Bueno, ven aquí. —
Hizo que su voz la persuadiera—. Tu padre estará preocupado.

Él inclinó su ojo gris sobre ella. Vasya, frunciendo el ceño,


dio un pequeño paso hacia él. Luego otro. Él extendió una
mano. De repente se oyó el crujido de los cascos en la nieve y
las inhalaciones de un caballo. El tuerto retrocedió. La niña
tropezó hacia atrás lejos de su mano extendida, y el hombre
cayó sobre la tierra, encogido. Un caballo y un jinete entraron
en el claro. El caballo era blanco y fuerte; cuando su jinete
desmontó, Vasya vio que era delgado y de huesos fuertes, con la
piel apretada sobre las mejillas y la garganta. Vestía una rica
túnica de pelo grueso, y sus ojos brillaban azul.

—¿Qué es esto? —dijo.

El harapiento hombre se encogió.

—No es de tu incumbencia —dijo—. Ella vino a mí, es mía.


El recién llegado le dirigió una mirada clara y fría. Su voz
llenó el claro.

— ¿De verdad? Duerme, Medved, es invierno.

Y mientras el durmiente protestaba, se hundió una vez


más en su lugar entre las raíces del roble. El ojo gris lo recubrió
una película. El jinete se volvió hacia Vasya. La niña se movió
hacia atrás, a punto de salir corriendo.

—¿Cómo llegaste aquí, devochka? —dijo este hombre. Él


habló con rápida autoridad. Lágrimas de confusión se
derramaron por las mejillas de Vasya. La cara ávida del tuerto
la había asustado y la urgencia feroz de este hombre también la
asustaba. Pero algo en su mirada silenció su llanto. Ella levantó
sus ojos a su cara.

—Soy Vasilisa Petrovna —dijo—. Mi padre es señor de


Lesnaya Zemlya.

Se miraron el uno al otro por un momento. Y luego el breve


coraje de Vasya se fue; se dio la vuelta y echó a correr. El
extraño no hizo ningún intento de seguirla. Pero se volvió hacia
su caballo cuando la yegua se acercó a él. Los dos
intercambiaron una larga mirada.

—Se está volviendo más fuerte —dijo el hombre. La yegua


giró una oreja. Su jinete no volvió a hablar, pero miró una vez
más en la dirección que la niña había tomado.

****

Fuera de la sombra del roble, Vasya se sobresaltó por lo


rápido que había caído la noche. Debajo del árbol había sido un
atardecer indeterminado, pero ahora era de noche, una noche
lanosa en la cúspide de la nieve, el aire se agitaba con ella. El
bosque estaba lleno de antorchas y gritos desesperados de los
hombres. A Vasya no le importaban nada; reconoció los árboles
otra vez, y solo quería los brazos de Olga, y los de Dunya.

Un caballo salió al galope en la noche, cuyo jinete no


llevaba antorcha. La yegua vio a la niña un instante antes de
que su jinete lo hiciera, y patinó hasta detenerse, elevándose.
Vasya cayó a un lado despellejando su mano. Se metió un puño
en la boca para amortiguar su llanto. El jinete murmuró
imprecaciones en una voz que ella conocía, y un instante
después fue atrapada en los brazos de su hermano.

—Sashka —lloró Vasya, enterrando su rostro contra su


cuello—. Estaba perdia. Había un hombre en el bosque. Dos
hombres. Y un caballo blanco, y un árbol negro, y yo tenía
miedo.

— ¿Qué hombres? —exigió Sasha—. ¿Dónde, niña? ¿Estás


herida? —La alejó de él y la palpó.

—No— dijo Vasya en un temblor—. No, solo tengo frío.

Sasha no dijo nada; ella podía decir que estaba enojado,


aunque fue gentil cuando la puso en su yegua. Él se colocó
detrás y la envolvió en un pliegue de su capa. Vasya, a salvo,
con su mejilla contra el cuero bien cuidado del cinturón de su
espada, dejó de llorar lentamente.

Normalmente Sasha toleraba que su hermana pequeña lo


siguiera, tratando de levantar su espada o arrancar la cuerda de
su arco. Incluso la complació dándole un trozo de vela o un
puñado de avellanas. Pero ahora el miedo lo había enfurecido y
no le habló mientras cabalgaban. Gritó a diestra y siniestra, y
poco a poco pasó la noticia del rescate de Vasya entre los
hombres. Si no la hubieran encontrado antes de que llegara la
nieve, habría muerto en la noche y solo la habría descubierto
cuando la primavera aflojara su mortaja, si es que la
encontraba.

—Dura —gruñó Sasha por fin, cuando ya había gritado—.


Pequeña tonta, ¿qué te poseyó? ¿Huir de Olga, esconderte en el
bosque? ¿Te creíste un duende de madera o te olvidaste de la
estación en la que estamos?

Vasya negó con la cabeza. Ella estaba temblando en


intensos chorros ahora. Sus dientes castañetearon.

—Quería comer mi pastel —dijo—. Pero me perdí. No pude


encontrar el tocón de olmo. Me encontré a un hombre en el
roble. Dos hombres. Y un caballo. Y entonces estaba oscuro.

Sasha frunció el ceño sobre su cabeza.

—Cuéntame sobre ese roble —dijo.

—Es uno viejo —dijo Vasya—. Con raíces en sus faldones.


Y tuerto. El hombre, no el árbol. —Ella se estremeció más que
nunca.

—Bueno, no pienses en eso ahora —dijo Sasha, e instó a


su cansado caballo. Olga y Dunya lo encontraron en el umbral.
La buena anciana tenía lágrimas en toda su cara y Olga estaba
blanca como una doncella de hielo en un cuento de hadas.
Habían sacado todas las brasas del horno y echaron agua sobre
las piedras calientes para producir vapor. Vasya se vio
desnudada sin ceremonias y metida en la boca del horno para
calentarse. El regaño comenzó tan pronto como ella salió.

—Robar pasteles —dijo Dunya—. Huir de tu hermana.


¿Cómo pudiste asustarnos así, Vasochka? —Lloró mientras lo
decía.

Vasya, con los ojos pesados y arrepentida, murmuró:


—Lo siento, Dunya. Lo siento, lo siento. —La frotaron con
una horrible semilla de mostaza y la golpearon con ramas de
abedul de forma rápida, para animar su sangre. La envolvieron
en lana, le vendaron la mano y le hicieron bajar sopa por la
garganta.

—Eso fue muy malvado, Vasya —dijo Olga. Alisó el cabello


de su hermana y la acunó en su regazo. Vasya ya estaba
dormida—. Es suficiente por esta noche, Dunya —agregó Olga—
. Mañana hablaremos más.

A Vasya la acostaron encima del horno, y Dunya se acostó


a su lado. Cuando por fin su hermana durmió, Olga se dejó caer
junto al fuego. Su padre y sus hermanos estaban sentados en
un rincón con cucharadas de su estofado, con idénticas
expresiones atronadoras.

—Ella estará bien —dijo Olga—. No creo que coja un


resfriado.

—Pero alguno de los hombres que fueron sacados de su


hogar para buscarla, podría —espetó Pyotr.

—O yo podría —dijo Kolya—. Un hombre se merece tomar


su cena después de un día de reparar el techo de su padre, no
una noche de galope a la luz de las antorchas. Le pegaré
mañana.

— ¿Y entonces qué? —replicó Sasha fríamente—. Ella ha


sido atada con correa antes. No es tarea de los hombres dirigir a
las niñas. Se necesita una mujer. Dunya es vieja. Olya se
casará pronto, y luego la anciana quedará sola para criar a la
niña.

Pyotr no dijo nada. Seis años desde que puso a su esposa


bajo tierra, y no había pensado en otra, aunque había muchas
que lo habrían escuchado. Pero su hija lo había asustado.
Cuando Kolya buscó su cama, y él y Sasha se sentaron juntos
en la oscuridad, viendo la vela que ardía ante el ícono, Pyotr
dijo:

— ¿Olvidaréis a vuestra madre?

—Vasya nunca la conoció —dijo Sasha—. Pero una mujer


con sentido común, no una hermana o una niñera anciana y
amable, le haría bien. Ella pronto será inmanejable, padre. —
Una larga pausa—. No es culpa de Vasya que mamá haya
muerto —agregó Sasha, más bajo. Pyotr no dijo nada, y Sasha
se levantó, se inclinó ante su padre y apagó la vela.
Capítulo 4
El Gran Principe de Moscovy
Traducido por Mew Rincone

Pyotr azotó a su hija al día siguiente y ella lloró, aunque él


no fue cruel. Se le prohibió abandonar el pueblo, pero por una
vez, esa no fue una privación. Había tenido escalofríos y
pesadillas en las que volvió a ver a un hombre de un ojo, un
caballo y un extraño en un claro del bosque.

Sasha, aunque no se lo contó a nadie, recorrió el bosque


hacia el oeste en busca de este hombre de un solo ojo o de un
roble con raíces en sus faldones. Pero nunca encontró hombre
ni árbol, y luego la nieve cayó durante tres días, espesa y dura,
por lo que nadie salió.

Sus vidas se hicieron más cortas, como siempre en


invierno, una ronda de comida y dormir y pequeños quehaceres
somnolientos. La nieve se amontonaba afuera, y en una tarde
amarga, Pyotr se sentó en su propio taburete alisando un trozo
de ceniza con el mango de un hacha. Su rostro era como una
piedra porque estaba recordando lo que había deseado
olvidar. Cuida de ella, había dicho Marina tantos años atrás
mientras el tinte de la enfermedad mortal se extendía por su
hermoso rostro. La elijo a ella, es importante. Petya, promémelo.

Pyotr afligido, se lo prometió. Pero entonces su esposa le


soltó la mano, había vuelto recostarse en su cama y sus ojos
habían mirado más allá de él. Ella sonrió una vez, suave y
alegre, pero Pyotr no pensó que su mirada fuera para él. Ella no
volvió a hablar y murió en la hora gris antes del amanecer.
Y luego, pensó Piotr. Prepararon un agujero para recibirla, y
bramé a la mujer que intentó excluirme de la habitación
mortuoria. Yo mismo envolví su carne fría, la que todavía
apestaba a sangre, y con mis propias manos la puse bajo tierra.

Todo ese invierno su pequeña hija había gritado, y él no


podía soportar mirar el bebé en la cara, porque su madre había
elegido a la niña y no a él.

Bueno, ahora él debía hacer arreglos.

Pyotr le entrecerró los ojos al mango de su hacha.

—Partiré a Moscú cuando los ríos se congelen —dijo en el


silencio. La habitación estalló en exclamaciones. Vasya, que
había estado adormilada y pesada con fiebre y vino de miel
caliente, chilló y asomó la cabeza por el costado del horno.

— ¿A Moscú, padre? —preguntó Kolya—. ¿Otra vez?

Los labios de Pyotr se volvieron meras líneas. Había ido a


Moscú en ese primer y amargo invierno después de la muerte de
Marina. Ivan Ivanovich, el medio hermano de Marina, era el
Gran Príncipe, y por el bien de su familia, Pyotr había rescatado
todo lo que podía de su relación. Pero él no había tomado
ninguna mujer, ni entonces ni después.

—Quieres casarte esta vez —dijo Sasha.

Pyotr asintió bruscamente, sintiendo el peso de la mirada


de su familia. Había suficientes mujeres en las provincias, pero
una dama moscovita traería alianzas y dinero. La indulgencia
de Iván por el marido de su hermana muerta no duraría para
siempre. Y por el bien de su hija pequeña, necesitaba una
nueva esposa. Pero... Marina, qué tonto soy, pensar que no
puedo soportarlo.

—Sasha y Kolya vendrán conmigo —dijo Pyotr.


El absoluto deleite se derramó sobre la censura en el
rostro de sus hijos.

—¿A Moscú, padre? —preguntó Kolya.

—Serán dos semanas si todo va bien —dijo Pyotr—. Te


necesitaré en el camino. Y nunca habéis estado en la corte. El
Gran Príncipe debería conocer vuestras caras.

Entonces hubo un caos en la cocina mientras los chicos


intercambiaban exclamaciones encantadas. Vasya y Alyosha
clamaron por ir. Olga suplicó joyas y buena ropa. Los mayores
replicaron con regocijo, y entre tanto discutir, suplicar y pedir,
la tarde pasó.

****

La nieve calló tres veces, profunda y sólida después del


solsticio de invierno y después de la última nevada se produjo
una gran helada azul, cuando los hombres sintieron que su
aliento se detenía en sus fosas nasales y las cosas débiles se
volvían aptas para morir en la noche. Eso significaba que los
caminos de trineo estaban abiertos, los caminos que iban por
ríos cubiertos de nieve estaban tan lisos como el cristal y
centelleaban sobre caminos de tierra que en verano eran una
miseria de surcos y ejes rotos. Los chicos observaron el cielo y
sintieron la escarcha, y se pusieron a pasear por la casa,
aceitando sus botas y raspando los finos bordes de sus lanzas.

El día finalmente llegó. Pyotr y sus hijos se levantaron en


la oscuridad y se esparcieron en el patio de butacas tan pronto
como aumentaba la luz. Los hombres ya estaban reunidos. El
intenso amanecer enrojeció sus rostros; sus bestias pateaban y
resoplaban nubes de vapor. Un hombre había ensillado a
Buran, el semental Mongol malhumorado de Pyotr, y se estaba
aferrando con los nudillos blancos a la cabeza de la bestia.
Pyotr dio una palmada a su silla de montar, esquivó el
chasquido de dientes y se colocó en la silla. Su agradecido
asistente retrocedió, jadeando.

Pyotr mantuvo un ojo en su impredecible semental; el otro


en el aparente caos a su alrededor.

El patio del establo estaba lleno de cuerpos, de bestias y


trineos. Las pieles yacían amontonadas junto a cajas de cera de
abejas y velas. Los frascos de hidromiel y miel eran empujadas
por la habitación con bultos de provisiones secas. Kolya, con su
nariz roja por el frío de la mañana, estaba dirigiendo la carga
del último trineo. Tenía los ojos negros de su madre; las jóvenes
sirvientas soltaron risitas en su pasar.

Con un ruido sordo y levantando una nube de nieve seca,


una canasta cayó casi a los pies de un caballo-trineo. La bestia
se revolvió hacia adelante y a los lados. Kolya se apartó del
camino de un salto y Pyotr comenzó a avanzar, pero Sasha se
adelantó a ellos. Desmontó de su yegua como un gato y atrapó
al caballo por la brida de la cabeza en un instante, hablando
junto a su oído. El caballo se detuvo y pareció avergonzado.
Pyotr vio como Sasha señalaba y decía algo. Los hombres se
apresuraron a tomar las riendas del caballo y agarrar la cesta
ofensiva. Sasha dijo algo más sonriendo, y todos se rieron. El
chico volvió a montar su yegua. Su asiento era mejor que el de
su hermano; tenía afinidad por los caballos y llevaba su espada
con gracia. Un guerrero nacido, pensó Pyotr, y un líder de
hombres; Marina, soy afortunado por mis hijos.

Olga salió corriendo por la puerta de la cocina con Vasya


trotando a sus talones. Los sarafanes1 bordados de las chicas

1
El sarafán (en ruso: Сарафан) es una prenda femenina rusa tradicional. Se trata de un
vestido sin mangas, generalmente largo, muy amplio y con tirantes.
destacaban contra la nieve. Olga sostuvo hacia adelante su
delantal con ambas manos; dentro había panes apilados,
oscuros y tiernos, calientes por el horno. Kolya y Sasha ya se
estaban reuniendo. Vasya tiró de la capa de su segundo
hermano mientras comía su pan.

— ¿Pero por qué no puedo ir, Sashka? —dijo—. Cocinaré la


cena para ti. Dunya me enseñó cómo hacerlo. Puedo montar a
caballo contigo; soy lo bastante pequeña. —Ella se aferró a su
capa con ambas manos.

—No este año, ranita —dijo Sasha—. Eres pequeña,


demasiado pequeña.

Al ver sus ojos tristes, se arrodilló en la nieve junto a ella y


presionó el resto de su pan en su mano.

—Come y crece fuerte, hermanita —dijo—, para que estés


preparada para los viajes. Dios te guarde. —Le puso una mano
en la cabeza y luego volvió a montar de un salto sobre su
marrón Mysh.

—¡Sashka! —gritó Vasya, pero ya él estaba lejos, gritándole


órdenes a los hombres de que cargaran el último vagón.

Olga tomó la mano de su hermana y tiró.

—Vamos, Vasochka —dijo cuando la niña arrastró los pies.


Las chicas corrieron hacia Pyotr. El último pan se estaba
enfriando en la mano de Olga.

—Le deseo un viaje seguro, padre —dijo Olga.

Cuan poco se parece mi Olya a su madre, pensó Piotr, por


más que tenga su cara. Menos mal—Marina era como un halcón
en una jaula. Olga es más amable. Me aseguraré de que tengan
un buen matrimonio. Le sonrió a sus hijas.
—Dios os proteja a ambas —dijo—. Tal vez te traiga un
marido, Olya.

Vasya hizo un sonido como un gruñido apagado. Olga se


sonrojó y se rió y casi dejó caer el pan. Pyotr se agachó a tiempo
para cogerlo y se alegró de haberlo hecho; ella había cortado la
corteza y echado miel adentro para que se derritiera en el calor.
Arrancó un gran trozo—sus dientes aún servían—y se detuvo,
masticando feliz.

—Y tú, Vasya —agregó de forma severa—. Cuida de tu


hermana, y permanece cerca de la casa.

—Sí, padre —dijo Vasya, pero miró anhelante la montura


de los caballos. Pyotr se limpió la boca con el dorso de la mano.
La multitud había llegado a algo parecido al orden.

—Adiós, hijas mías —dijo—. Nos vamos, tened cuidado con


los trineos. — Olga asintió un poco melancólica. Vasya no
asintió en absoluto; ella parecía amotinada. Hubo un coro de
gritos, el crujido de látigos y entonces se alejaron. Detrás de
ellos, Olga y Vasilisa estaban de pie, solas, en el patio de la
entrada, escuchando las campanas de los vagones hasta que los
tragaron por la mañana.

Dos semanas después de haber partido, con un montón de


retraso pero no un desastre, Pyotr y sus hijos pasaron los
anillos exteriores de Moscú, un puesto de comercio bullicioso y
subieron una colina que estaba junto al río Moskva. Olieron la
ciudad mucho antes de que la vieran, una neblina de diez mil
fuegos y después las brillantes cúpulas—verdes, escarlata y
cobalto—que se veían débilmente a través del vapor. Por fin
vieron la ciudad misma, lujuriosa y escuálida, como una mujer
rubia con los pies cubiertos de suciedad. Las altas torres
doradas se alzaban orgullosas sobre los desesperados pobres, y
los íconos de corroído dorado observaban, inescrutables,
mientras príncipes y esposas de granjeros venían a orar y a
besar sus rostros rígidos.

Las calles eran puro barro cubierto de nieve, agitado por


innumerables pies. Los mendigos, con la nariz ennegrecida por
el invierno, se aferraban a los estribos de los muchachos
cuando pasaban. Kolya los pateó, pero Sasha estrechó sus
sucias manos. El sol rojo del invierno se inclinaba hacia el oeste
cuando por fin llegaron, cansados y salpicados de barro, a una
gran puerta de madera atada con bronce y rematada por torres.
Una docena de lanceros observaban el camino, junto a los
arqueros en el muro.

Miraron fríamente a Pyotr, sus carretas y sus hijos, pero


Pyotr le entregó a su capitán un tarro de buena hidromiel e
instantáneamente sus duros rostros se suavizaron. Pyotr hizo
una reverencia, primero al capitán y luego a sus hombres, y los
guardias los dejaron pasar en un coro de cumplidos.

El Kremlin era una ciudad en sí misma: palacios, chozas,


establos, herrerías e innumerables iglesias a medio construir.
Aunque las paredes originales habían sido construidas con un
doble espesor de roble, los años habían podrido la madera hasta
meras astillas. El medio hermano de Marina, el Gran Príncipe
Ivan Ivanovich, había encargado su reemplazo con paredes más
grandes todavía. El aire apestaba a la arcilla que había sido
apelmazada en la madera, una escasa protección contra el
fuego. Por todas partes los carpinteros iban y venían,
sacudiendo el serrín de sus barbas. Sirvientes, sacerdotes,
boyardos, guardias y mercaderes se arremolinaban, discutían.
Los Tártaros montados en hermosos caballos se codeaban con
los mercaderes rusos que dirigían carretas cargadas. Cada uno
estallaba a gritos hacia el otro con el más mínimo pretexto.
Kolya miró boquiabierto a la aglomeración, enmascarando el
nerviosismo con su cabeza alta. Su caballo se sacudió ante el
roce de su jinete sobre las riendas.

Pyotr había estado en Moscú antes. Algunas palabras


perentorias abrieron establos para sus caballos y un lugar para
sus carros.

—Cuida de los caballos —le dijo a Oleg, el más firme de


sus hombres—. No los dejes solos.

Había sirvientes ociosos por todos lados, mercaderes de


ojos pequeños y boyardos con vestimentas bárbaras. Un caballo
desaparecería en un instante y se perdería para siempre. Oleg
asintió, y una áspera yema del dedo rozó la empuñadura de su
largo cuchillo.

Habían enviado un mensaje de su llegada. Su mensajero


los encontró fuera del establo.

—Ha sido convocado, mi señor —le dijo a Pyotr—. El Gran


Príncipe está a la mesa y saluda a su hermano del norte.

El camino desde Lesnaya Zemlya había sido largo; Pyotr


estaba sucio, magullado, frío y cansado.

—Muy bien —dijo secamente—. Vamos de camino. Deja


eso. —Eso último fue para Sasha, quien estaba sacando hielo
en forma de bola del casco de su caballo.

Salpicaron agua helada sobre sus rostros mugrientos,


sacaron kaftanes de lana gruesa y sombreros de brillante
cebellina, y dejaron a un lado sus espadas. La ciudad-fortaleza
era un laberinto de iglesias y palacios de madera, el suelo se
convertía en estiércol y el aire se llenaba de humo. Pyotr siguió
al mensajero con un rápido paso. Detrás de él, Sasha miraba
con ojos estrechos las doradas cúpulas y las torres pintadas.
Kolya era apenas menos circunspecto, aunque miraba más a los
hermosos caballos y las armas de los hombres que los
montaban.

Llegaron a una puerta doble de roble que se abría a una


sala repleta de hombres y de perros. Las grandes mesas gemían
con cosas buenas. En el otro extremo del pasillo, en un alto
asiento tallado, estaba sentado un hombre de cabellos
brillantes, comiendo trozos de la articulación que yacía
goteando delante de él.

Iván II era llamado Ivan Krasnii, o Iván el Hermoso. Él ya


no era joven, tal vez estaba en sus treinta. Su hermano mayor
Semyon había gobernado antes que él, pero Semyon y su
problema habían muerto de peste en un amargo verano.

El Gran Príncipe de Moscú realmente le sentaba bien. Su


cabello brillaba como la miel más pálida. Las mujeres pululaban
alrededor de la belleza dorada de este príncipe. También era un
hábil cazador y un maestro de sabuesos y caballos. Su mesa
crujió bajo un gran jabalí asado cubierto de hierbas.

Los hijos de Pyotr tragaron saliva. Todos tenían hambre


después de dos semanas por los caminos invernales.

Pyotr cruzó el gran salón con sus hijos detrás. El príncipe


no levantó la vista de su cena, aunque calculadoras o
simplemente curiosas miradas los asaltaron por todos lados.
Una chimenea lo suficientemente grande como para asar un
buey ardía detrás del estrado del príncipe, sumiendo el rostro
de Iván en sombras y dorando las caras de los invitados. Pyotr y
sus hijos llegaron ante el estrado, se detuvieron e hicieron una
reverencia.

Iván pinchó un trozo de carne de cerdo con la punta de su


cuchillo. La sangre manchaba su barba amarilla.
—Pyotr Vladimirovich, ¿no es así? —dijo lentamente
mientras masticaba. Su mirada sombría los barrió del sombrero
a las botas—. ¿Quién contrajo matrimonio con mi media
hermana? —Tomó un trago de vino de miel y agregó—: Que
descanse en paz.

—Así es, Ivan Ivanovich —dijo Pyotr.

—Feliz encuentro, hermano —dijo el príncipe. Le arrojó un


hueso al perro debajo de su silla—. ¿Qué te trae tan lejos?

—Quería presentarte a mis hijos, Gosudar2 —dijo Pyotr—.


Tus sobrinos. Son hombres que pronto se casarán. Y si Dios
quiere, deseo también encontrar a una mujer para que mis hijos
más pequeños no tengan que quedarse sin madre.

—Un objetivo digno —dijo Iván—. ¿Son estos tus hijos? —


Su mirada se dirigió a los chicos detrás de Pyotr.

—Así es, Nikolai Petrovich, mi hijo mayor, y mi segundo


hijo, Aleksandr. —Kolya y Sasha dieron un paso adelante. El
Gran Príncipe les dio la misma mirada penetrante que le había
dado a Pyotr. Su mirada se detuvo en Sasha. El muchacho tenía
el más mínimo asomo de barba y los huesos prominentes de un
chico medio crecido. Pero estaba bien parado sobre sus pies y
sus ojos grises no vacilaron.

—Feliz encuentro, parientes —dijo Iván, sin apartar los


ojos del hijo menor de Pyotr—. Tú, muchacho, eres como tu
madre. —Sasha, desconcertado, se inclinó y no dijo nada. Hubo
un momento de silencio. Entonces en voz más alta Iván
agregó—. Pyotr Vladimirovich, eres bienvenido en mi casa, y en
mi mesa, hasta que tus asuntos hayan finalizado.

El príncipe inclinó bruscamente la cabeza y volvió a su


asado. Despedidos, los tres se alejaron para tomar a toda prisa

un término de dirección similar a "Su Majestad" o "Soberano".


2
tres lugares disponibles en la alta mesa. Kolya no necesitó
alientos; los jugos calientes todavía corrían por los lados del
cerdo asado. El pastel rezumaba queso y setas secas. El
redondo pan para invitados yacía en el centro de la mesa, junto
a la buena sal gris del príncipe. Kolya se enamoró de inmediato,
pero Sasha hizo una pausa.

—Esa mirada que el Gran Príncipe me dio, Padre —dijo—.


Fue como si conociera mis pensamientos mejor que yo.

—Todos son así, los príncipes que viven —dijo Pyotr. Tomó
una rebanada humeante de pastel—. Todos tienen demasiados
hermanos y todos están ansiosos por la siguiente ciudad, el
premio más suculento. O son buenos jueces de hombres o están
muertos. Ten cuidado con los vivos, synok3, porque son
peligrosos. —Luego prestó toda su atención a la masa.

Sasha frunció el ceño, pero dejó que su plato se llenara.


Su viaje había sido una ronda interminable de guisos extraños y
delgadas tortas duras, interrumpidas una o dos veces por la
hospitalidad de sus vecinos. El Gran Príncipe mantuvo una
buena cena y todos festejaron hasta que no pudieron aguantar
más.

Después, al grupo se le dio tres habitaciones para su uso:


frías y llenas de alimañas, pero estaban demasiado cansados
para importarles. Pyotr se encargó de acomodar las carretas y
de sus hombres durante la noche, luego se derrumbó sobre la
alta cama y se rindió a un sueño sin sueños.

Un diminutivo afectuoso derivado de la palabra syn, que significa "hijo".


3
Capítulo 5
EL HOMBRE SANTO DE LA COLINA
MAKOVETS
Traducido por krispipe

—Padre —dijo Sasha vibrando de emoción—. El sacerdote dice


que hay un hombre santo al norte de Moscú, en la colina
Makovets. Ha fundado un monasterio y reunió ya a once
discípulos. Dicen que habla con los ángeles. Todos los días
muchos van a buscar su bendición.

Pyotr gruñó. Ya llevaba una semana en Moscú, soportando


el negocio de ganarse el favor. Su último esfuerzo –que acababa
de concluir– fue una visita al Emisario tártaro, el baskak.
Ningún hombre de Sarai, esa cuidad de joyas construida por el
conquistador Horde, se dignaría a ser impresionado por las
mezquinas ofrendas de un señor del norte, pero Pyotr había
presionado tenazmente pieles contra él. Cúmulos de zorro y
armiño, conejo y sable pasaron bajo la mirada calculadora del
emisario hasta que por fin parecía menos condescendiente y
agradeció a Pyotr con cada apariencia de buena voluntad. Esas
pieles valdían mucho oro en la corte del Khan, y más al sur,
entre los príncipes de Bizancio. Valió la pena, pensó
Pyotr. Podría alegrarme un día de tener un amigo entre los
conquistadores.

Pyotr estaba cansado y sudaba en sus galas de oro. Pero


no podía descansar, porque aquí estaba su segundo hijo,
encendido con entusiasmo, contando una historia de hombres
santos y milagros.
—Siempre hay hombres santos —le dijo Pyotr a Sasha.
Conocía un repentino anhelo de tranquilidad y de comida real;
los moscovitas eran aficionados a la cocina bizantina y la
colisión resultante con ingredientes rusos no le favorecía el
estómago. Esta noche habría más banquetes –y más intriga;
todavía buscaba una esposa para sí mismo y un esposo para
Olga.

—Padre —dijo Sasha—, me gustaría ir a este monasterio,


si puede ser.

—Sashka, no puedes lanzar una piedra sin golpear una


iglesia en esta ciudad —dijo Pyotr—. ¿Por qué perder tres días
cabalgando a otra?

Los labios de Sasha se curvaron.

—En Moscú los sacerdotes están enamorados de su


posición. Comen carne grasienta y predican la pobreza a los
miserables.

Eso era verdad. Pero Pyotr, aunque un buen señor para su


gente, carecía de un abstracto sentido de justicia. Se encogió de
hombros.

—Tú hombre santo podría ser igual.

—Sin embargo, me gustaría verlo. Por favor, Padre. —


Sasha, aunque de ojos grises, tenía las cejas azabache y
pestañas largas de su madre. Estas bajaron, extrañamente
delicadas contra su cara delgada.
Pyotr lo consideró. Las carreteras eran peligrosas, pero el
camino muy transitado al norte de Moscú no lo era tanto. No
tenía ningún deseo de criar un hijo tímido.

—Toma cinco hombres. Y dos docenas de velas, eso


debería garantizar tu llegada.
El rostro del muchacho se iluminó. Pyotr apretó la boca.
Marina estaba metida bajo inflexible tierra pero había visto esa
mirada en ella, cuando su alma iluminaba su cara como la luz
del fuego.

—Gracias, Padre —dijo el chico. Salió corriendo por la


puerta y se alejó, ágil como una comadreja. Pyotr lo escuchó en
el dvor frente al palacio, llamando a los hombres, pidiendo su
caballo.

—Marina —dijo Pyotr en voz baja—, gracias por mis hijos.

***

La trinidad lavra había sido tallada en el desierto. Aunque los


pies de los peregrinos que pasaban habían recorrido un sendero
a través del bosque nevado, los árboles todavía eran frondosos a
cada lado, empequeñeciendo el campanario de la sencilla iglesia
de madera. A Sasha le acordó su aldea en Lesnaya Zemlya. Una
robusta empalizaba rodeaba el monasterio, que estaba
compuesto principalmente de pequeños edificios de madera. El
aire olía a humo y pan cocido.

Oleg había cabalgado con él, el cabeza de su compañía.

—No podemos entrar —dijo Sasha, frenando su caballo.

Oleg asintió. Todo el grupo desmontó y los frenos


resonaron.

—Tú, y tú —dijo Oleg—. Vigilad el camino.

Los hombres elegidos se instalaron al lado del sendero,


aflojaron las cinchas de los caballos y comenzaron a buscar
leña. Los otros pasaron entre los dos montantes de una puerta
estrecha puerta sin barras. Grandes árboles arrojaban sombras
oscuras sobre la madera de la pequeña iglesia.
Un hombre delgado se agachó por la puerta, limpiando en
su delantal sus manos enharinadas. No era muy alto ni muy
viejo. Su nariz ancha estaba colocada entre grandes y líquidos
ojos, el verde y marrón de un estanque del bosque. Llevaba la
túnica basta de un monje, salpicada de harina.
Sasha lo conocía. El monje podía haber estado usando los
harapos de un mendigo o las túnicas de un obispo y Sasha
todavía lo habría conocido. El chico se puso de rodillas sobre la
nieve.

El monje se detuvo en seco.

—¿Qué te trae por aquí, hijo mío?

Sasha apenas se atrevió a alzar la vista.

—Me gustaría pedir tu bendición, Batyushka —logró decir.

El monje levantó una ceja. —No tienes que llamarme así;


no estoy ordenado. Todos somos hijos de Dios.

—Trajimos velas para el altar —tartamudeó Sasha, todavía


de rodillas.
Una mano delgada, marrón, endurecida por el trabajo pasó bajo
el codo de Sasha y lo levantó. Los dos tenían casi la misma
estatura, aunque el chico era más ancho de hombros y no había
terminado de crecer, desgarbado como un potro.

—Solo nos arrodillamos ante Dios aquí —dijo el monje.


Estudió la cara de Sasha por un momento—. Estoy haciendo el
pan del altar para el servicio de esta noche —agregó
abruptamente—. Ven y ayúdame.

Sasha asintió sin palabras y despidió a sus hombres.

La cocina era tosca, y estaba caliente del horno. La harina,


el agua y la sal estaban a mano, para mezclar, amasar y
hornear en las cenizas. Los dos trabajaron en silencio un
tiempo, pero fue un silencio fácil. La paz yacía espesa en ese
lugar. Las preguntas del monje fueron tan suaves que el chico
apenas notó que estaba siendo interrogado, pero, un poco torpe
con la tarea poco acostumbrada, sacó la masa y contó su
historia: el rango de su padre, la muerte de su madre, su viaje a
Moscú.

—Y viniste aquí —terminó el monje por él—. ¿Qué estás


buscando, hijo mío?

Sasha abrió la boca y la cerró de nuevo.

—Yo…no lo sé —admitió avergonzado—. Algo.

Para su sorpresa el monje se rió.

—¿Deseas quedarte, entonces?

Sasha solo podía mirar.

—Aquí llevamos una vida difícil —continuó el monje más


seriamente—. Construyes tu propia celda, plantas tu jardín,
horneas tu pan, ayudas a tus hermanos con lo necesario. Pero
aquí hay paz, paz más allá de todo. Veo que la has sentido. —Al
ver a Sasha todavía atónito, dijo—: Sí, sí, muchos peregrinos
vienen aquí y muchos de ellos piden quedarse. Pero tomamos
solo a los buscadores que no saben lo que están buscando.

—Sí —dijo Sasha por fin, lentamente—. Sí, me gustaría


quedarme, mucho.

—Muy bien —dijo Sergei Radonezhsky, y volvió a su


repostería.

***

Instaron los caballos en su camino de vuelta a Moscú. Oleg


desconfiaba de la mirada ardiente en la cara de su joven señor.
Cabalgó cerca del estribo de Sasha y resolvió hablar con Pyotr.
Pero el joven señor llegó primero a su padre.

Cabalgaron hacia la ciudad en medio de la breve y ardiente


puesta de sol, con las torres de la iglesia y el palacio silueteadas
contra un cielo violeta. Sasha dejó su caballo en el dvor y corrió
de inmediato por las escaleras hacia las habitaciones de su
padre. Encontró a ambos, padre y hermano vistiéndose.

—Bueno verte, hermanito —dijo Kolya cuando Sasha


entró—. ¿Has terminado con las iglesias ya? —Lanzó a Sasha
una mirada rápida y tolerante y devolvió la atención a su ropa.
Con la lengua entre los labios, colocó un sombrero de sable
negro con desenfado sobre su cabello negro—. Bueno, llegas a
tiempo. Lava el mal olor. Tendremos un banquete esta noche, y
puede ser que la familia nos muestre la mujer con la que Padre
va a casarse. Tiene todos los dientes –lo sé de buena fe– y es
agradable… ¿qué, Sasha?

—Sergei Radonezhsky me ha pedido que me una a su


monasterio de las Colinas de Makovets —repitió Sasha, más
fuerte.

Kolya parecía en blanco.

—Deseo ser un monje —dijo Sasha. Eso llamó su atención.


Pyotr se estaba enfundando sus botas de tacón rojo. Dio media
vuelta para mirar a su hijo y estuvo a punto de trastabillar.

—¿Por qué? —gritó Kolya, en tonos de profundo horror.


Sasha apretó los dientes ante varios comentarios poco
caritativos; su hermano ya se había beneficiado a un buen
número de las sirvientas del palacio.

—Para dedicar mi vida a Dios —informó a Koyla, con un


toque de superioridad.
—Veo que tu hombre santo causó una gran impresión —
dijo Pyotr, antes de que el asombrado Kolya se hubiera
recuperado. Había recuperado el equilibrio y estaba poniéndose
su segunda bota, con quizá un poco más de energía de la
necesaria.

—Yo…sí. Así es, padre.

—Muy bien, puedes —dijo Pyotr.

Koyla se quedó boquiabierto. Pyotr se puso de pie y se


levantó. Su caftán era ocre y óxido; los anillos de oro en sus
manos atrapaban la luz de las velas. Su cabello y barba habían
sido peinados con aceite perfumado; se veían imponentes e
incómodos.

Sasha, que había estado esperando una batalla


prolongada, miró a su padre.

—Con dos condiciones —dijo Pyotr.

—¿Cuáles?

—Una, no puedes visitar a este hombre santo otra vez


hasta que te unas a su orden. Eso será solo después de la
cosecha del próximo año, cuando hayas tenido un año para
reflexionar. Dos, debes recordar que como monje, tu herencia
irá a tus hermanos, y no tendrás nada más allá de tus
oraciones para sustentarte.

Sasha tragó saliva.

—Pero, Padre, si pudiera solo volver a verlo…

—No. —Pyotr lo interrumpió en un tono que no admitía


discusiones—. Puedes convertirte en monje si es lo que quieres,
pero lo harás con los ojos abiertos, no cautivado por las
palabras de un ermitaño.
Sasga asintió a regañadientes.

—Muy bien, Padre —dijo.

Pyotr, su rostro un poco más sombrío que de costumbre,


se volvió sin decir una palabra más y bajó las escaleras hacia
donde los caballos esperaban dormitando en la luz descolorida
de la tarde.
Capítulo 6
Demonios
Traducido por Vale

Ivan Krasnii tenía un sólo hijo: el pequeño gato salvaje rubio Dmitrii
Ivanovich. Aleksei, metropolitano de Moscú, el prelado más alto en Rus',
ordenado por el propio Patriarca de Constantinopla, encargado de enseñar
a los niños las letras y el arte de gobernar.

Algunos días, Aleksei pensaba que el trabajo era digno de un


trabador milagroso.

Ya habían pasado tres horas trabajando con la corteza de abedul:


Dmitrii con su primo mayor, Vladimir Andreevich, el joven príncipe de
Serpukhov. Se peleaban; derramaban cosas. Bien podría pedirles a los
gatos del palacio, pensó Aleksei, desesperado, que se sentaran y asintieran.

—¡Padre! —exclamó Dmitrii—. ¡Padre!

Ivan Ivanovich entró por la puerta. Ambos muchachos saltaron de


sus taburetes e hicieron una reverencia, empujándose el uno al otro.

—Marchaos, hijos—dijo Iván—. Quiero hablar con el santo padre.

Los chicos desaparecieron en el instante. Aleksei se dejó caer en una


silla junto al horno y vertió una gran cantidad de hidromiel.

—¿Qué tal mi hijo? —dijo Iván, sacando la silla al otro lado. El


príncipe y el metropolitano se conocían desde hacía mucho tiempo. Aleksei
había sido leal incluso antes de que la muerte de Semyon le asegurara el
trono a Ivan.

—Audaz, justo, encantador, voluble como una mariposa, —dijo


Aleksei—. Será un buen príncipe si vive lo suficiente. ¿Por qué has venido
a mí, Ivan Ivanovich?

—Anna —dijo Iván sucintamente.


El metropolitano frunció el ceño.

—¿Ha empeorado?

—No, pero nunca estará mejor. Se está volviendo demasiado vieja


para acechar por el palacio y pone a la gente nerviosa. —Anna Ivanovna
era la única hija del primer matrimonio de Ivan. La madre de la niña
estaba muerta, y su madrastra odiaba verla. La gente murmuraba cuando
pasaba y se persignaban.

—Hay suficientes conventos —respondió Aleksei—. Es una cuestión


simple.

—Ningún convento en Moscú —dijo Iván—. Mi esposa no lo tolerará.


Dice que la chica va a dar de que hablar si se queda cerca. La locura es
una cosa vergonzosa en una línea de príncipes. Debe ser enviada lejos.

—Lo arreglaré si así lo quieres —dijo Aleksei, cansado. Ya había


arreglado muchas cosas para este príncipe—. Puede ir al sur. Dale a una
abadesa suficiente oro y esta se llevará a Anna y esconderá su linaje en el
trato.

—Mi gratitud, padre —dijo Iván, y sirvió más vino.

—Sin embargo, creo que tienes un problema mayor —agregó Aleksei.

—Un sin número de problemas —dijo el Gran Principe, tragando su


vino. Se limpió la boca con el dorso de la mano—. ¿A cuál te refieres?

El Metropolitano sacudió su mentón en dirección de la puerta, donde


los dos príncipes se habían ido.

—El Joven Vladimir Andreevich —dijo—. El Príncipe de Serpukhov.


Su familia lo quiere casado.

Ivan no estaba impresionado. —Queda mucho tiempo para eso; solo


tiene trece años.

Aleksei negó con la cabeza. —Tienen en mente una princesa de


Litva, la segunda hija del duque. Recuerda, Vladimir también es nieto de
Ivan Kalita, y él es más viejo que tu Dmitrii. Bien casado y adulto, podría
tener más derecho a Moscú que tu propio hijo, si mueres prematuramente.

Iván palideció de ira. —No se atreverían. Yo soy el Gran Principe y


Dmitrii es mi hijo.
—¿Y? —dijo Aleksei, inmóvil—. El Khan presta atención a los
reclamos de los príncipes solo mientras se ajusten a sus fines. El príncipe
más fuerte obtiene la patente; así es como la Horda asegura la paz en sus
territorios.

Ivan reflexionó. —¿Entonces qué?

—Organiza que Vladimir sea casado con otra mujer —dijo Aleksei de
inmediato—. No una princesa, sino una de tan baja cuna como para ser
un insulto. Si ella es bella, el niño es lo bastante joven como para no
protestar.

Ivan reflexionó, bebiendo su vino y mordiéndose los dedos.

—Pyotr Vladimirovich es señor de tierras ricas —dijo por fin—. Su


hija es mi propia sobrina y tendrá una gran dote. Seguro que es una
belleza. Mi hermana era muy hermosa, y su madre hechizó a mi padre
para casarse, aunque llegara a Moscú como mendiga.

Los ojos de Aleksei chispearon. Tiró de su barba marrón. —Sí —


dijo—. He oído que Pyotr Vladimirovich está en Moscú en busca de una
esposa para sí mismo.

—Así es —dijo Iván—. Nos ha sorprendido a todos. Han pasado siete


años desde que murió mi hermana. Nadie pensó que se casaría de nuevo.

—Bien entonces —dijo Aleksei—. Si está buscando una esposa, ¿qué


pasaría si le entregaras a vuestra propia hija?

Ivan dejó su taza con algo de sorpresa.

—Anna estará bien escondida en el bosque del norte —continuó


Aleksei—. ¿Y Vladimir Andreevich se atreverá a rechazar a la hija de Pyotr
entonces? ¿Una chica tan estrechamente conectada con el trono? Sería un
insulto para ti.

Iván frunció el ceño.

—Anna quiere, más particularmente, ir a un convento.

Aleksei se encogió de hombros. —¿Y? Pyotr Vladimirovich no es un


hombre cruel. Será lo suficientemente feliz. Pensad en vuestro hijo, Ivan
Ivanovich.

***
Un demonio se sentaba y cosía en la esquina y ella era la única que
lo veía. Anna Ivanovna se agarró a la cruz entre sus pechos. Con los ojos
cerrados, susurró:

—Vete, vete, por favor, vete.

Abrió los ojos. El demonio todavía estaba allí, pero ahora dos de sus
mujeres la estaban mirando. Todos los demás miraban con interés
estudiado la costura en sus regazos. Anna trató de no dejar que sus ojos
volvieran a la esquina, pero no pudo evitarlo. El demonio estaba sentado
en su taburete, ajeno. Anna se estremeció. La pesada camisa de lino yacía
en su regazo como una cosa muerta. Metió profundamente sus manos en
sus elegantes pliegues para ocultar su temblor.

Una sirvienta entró en la habitación. Anna apresuradamente tomó


su aguja y se sorprendió cuando las gastadas alpargatas se detuvieron
frente a ella.

—Anna Ivanovna, os convoca vuestro padre.

Anna la miró fijamente. Su padre no la había convocado durante la


mayor parte del año. Se sentó un momento desconcertada, luego se puso
de pie. Rápidamente cambió su sarafan simple por uno de color carmesí y
ocre, pasándolo sobre su piel sucia, tratando de ignorar el hedor de su
larga trenza castaña.

A la gente de Rus’ les gustaba estar limpios. En invierno, apenas


pasaba una semana en la que sus medio hermanas no visitaban las casas
de baños, pero había un pequeño demonio barrigón que les sonreía a
través del vapor. Anna intentó señalarlo, pero sus hermanas no vieron
nada. Al principio lo tomaron como su imaginación, más tarde como
tontería, y finalmente la miraban de reojo y no decían nada en absoluto.
Así que Anna había aprendido a no mencionar los ojos en la casa de
baños, al igual que nunca mencionó a la criatura calva que cosía en la
esquina. Pero a veces miraba; no podía evitarlo, y nunca iba a la casa de
baños a menos que su madrastra la arrastrara o la avergonzara para
hacerlo.

Anna desenredó y volvió a colocarse su pelo grasiento y tocó la cruz


sobre su pecho. Ella era la más devota de todas sus hermanas. Todos lo
dijeron. Lo que no sabían era que en la iglesia solo había caras
sobrenaturales de los íconos. Ningún demonio la perseguía allí, y habría
vivido en una iglesia si pudiera, protegida por el incienso y los ojos
pintados.

El horno estaba caliente en la sala de trabajo de su madrastra, y el


Gran Principe estaba de pie junto a él, sudando con sus mejores galas de
invierno. Llevaba su habitual expresión mordaz, aunque sus ojos
brillaban. Su esposa estaba sentada al lado del fuego, su delgada trenza se
escapaba de debajo de su alto tocado. Sus agujas yacían olvidadas en su
regazo. Anna se detuvo a unos pasos y agachó la cabeza. El esposo y la
esposa la miraron en silencio.

Finalmente su padre le habló a su madrastra:

—Por la Gloria de Dios, mujer —dijo sonando molesto—. ¿No puedes


hacer que la chica se bañe? Parece que ha estado viviendo con cerdos.

—No tiene importancia —respondió su madre—, ahora ya está


prometida.

Anna había estado mirándose los dedos de los pies como una
doncella bien criada, pero ahora su cabeza se levantó.

—¿Prometida? —susurró, odiando la forma en que su voz se alzó y


chilló.

—Vas casarte —dijo su padre—. Con Pyotr Vladimirovich, un


boyardo del norte. Es un hombre rico, y será amable contigo.

—¿Casada? Pero pensé…esperaba, quería ir a un convento. Yo-yo


rezaría por tu alma, padre. Deseo eso sobre todas las cosas. —Anna se
retorció las manos.

—Tonterías —dijo Ivan, enérgico. —Te gustará tener hijos, y Pyotr


Vladimirovich es un buen hombre. Un convento es un lugar frío para una
chica.

¿Frío? No, un convento era seguro. Seguro, bendito, un respiro de su


locura. Desde que podía recordar, Anna había querido tomar votos. Ahora
su piel palideció de terror; se arrojó hacia adelante y atrapó los pies de su
padre.

—¡No, padre! —gritó—. ¡No por favor! No quiero casarme.

Ivan la levantó, no desagradablemente, y la hizo ponerse de pie.


—Ya es suficiente —dijo—. Ya lo he decidido y es lo mejor. Estarás
bien dotada, por supuesto, y me darás nietos fuertes.

Anna era pequeña y escuálida, y la expresión de su madrastra


indicaba dudas al respecto.

—Pero, por favor, —susurró Anna—. ¿Cómo es él?

—Pregúntale a tus mujeres —dijo Iván con indulgencia—. Estoy


seguro de que tendrán rumores. Esposa, asegúrate de que sus cosas estén
en orden y, por el amor de Dios, haz que se bañe antes de la boda.

Despachada, Anna regresó a su costura reprimiendo los sollozos.


¡Casada! No a un retiro, sino a ser la señora de los dominios de un señor;
no a estar segura en un convento, sino a vivir como la cerda reproductora
de un señor. Y los boyardos del norte eran hombres lujuriosos, decían las
criadas, que vestían pieles y tenían cientos de niños. Eran rudos y
belicosos y, como algunos decían, despreciaban a Cristo y adoraban al
diablo.

Anna sacó su bonito sarafan por encima de su cabeza, temblando. Si


su imaginación pecaminosa conjuraba demonios en la relativa seguridad
de Moscú, ¿cómo sería estar solo en la propiedad de un señor salvaje? Los
bosques del norte estaban embrujados, decían las mujeres, y el invierno
duraba ocho meses de doce. No soportaba pensar en ello. Cuando la chica
volvió a sentarse a coser, le temblaban las manos por lo que no podía
enderezar los puntos, y, a pesar de todos sus esfuerzos, el lino se cubrió de
lágrimas silenciosas.
Capítulo 7
La Reunión en el Mercado
Traducido por Manati5b

Pyotr Vladimirovich, sin saber que su futuro había sido acordado


entre el Gran Príncipe y el Metropolitano de Moscú, se levantaron
temprano la mañana siguiente y fueron al mercado en la plaza principal de
Moscú. Su boca sabia a hongos viejos, y su cabeza latía con la plática y la
bebida. Y —tonto hombre viejo por dejar a su chico correr salvaje — su
hijo deseaba convertirse en monje. Pyotr tenía grandes esperanzas para
Sasha. El chico era más fresco y más inteligente que su hermano mayor,
mejor con los caballos, diestro con las armas. Pyotr no podía imaginar
mayor desperdicio que dejarlo desaparecer en una casucha para cultivar
un jardín para la gloria de Dios.

Bueno, se consolaba a sí mismo. Quince años es muy joven. Sasha


regresaría. La piedad era una cosa, y otra muy distinta renunciar a la
familia y la herencia por privación y una cama fría.

El alboroto de muchas voces penetro en su ensoñación. Pyotr se


sacudió. El aire frio apestaba a caballos y fuego, hollín y vino de miel.
Hombres con tazas colgando de sus cinturones proclamaban las virtudes
de este último junto a sus pegajosos barriles. Los vendedores ambulantes
salieron con sus bandejas humeantes, y los vendedores de telas y gemas,
cera y madera rara, miel y cobre, bronce trabajado y baratijas de oro, se
empujaban por la habitación. Sus voces tronaron hasta asustar al sol de la
mañana.

Y Moscú solo tiene un pequeño mercado, pensó Pyotr.

Sarai era la sede del Kan. Fue allí donde los grandes mercaderes
fueron a vender sus maravillas ante un tribunal hastiado por trescientos
años de saqueo. Incluso los mercados más al sur, en Vladimir, o al oeste,
En Novgorod, eran más grandes que el de Moscú. Pero los mercaderes
seguían fluyendo hacia el norte desde Bizancio y más al este, tentados por
los precios, su mercadería se vendía entre los barbaros— y tentaban
incluso más por sus precios que los príncipes pagaban en Tsargrad por las
pieles del norte.

Pyotr no se podía ir con las manos vacías. El regalo de Olga fue


bastante fácil; le compro un tocado de seda esparcida por perlas, que
resplandecería contra su cabello oscuro. Para sus tres hijos compró dagas,
cortas pero pesadas, con empuñaduras incrustadas. Sin embargo, aunque
lo intentó, no pudo encontrar nada para Vasilisa. Ella no era una chica
para baratijas, cuentas o tocados. Pero tampoco podría darle una daga.
Pyotr insistió frunciendo el ceño, y estaba probando el peso de los broches
de oro cuando alcanzo a ver a un hombre extraño.

Pyotr no podría decir exactamente qué era lo que era extraño de este
hombre, excepto que tenía algo —quietud en medio del bullicio. Sus ropas
eran aptas para un príncipe y sus botas estaban ricamente bordadas. Un
cuchillo colgaba de su cinturón y unas gemas blancas brillaban en la
empuñadura. Sus rizos negros estaba al descubierto, extraño para
cualquier hombre, y más si era invierno blanco —cielo brillante y nieve
gimiendo bajo los pies. Estaba bien afeitado—algo casi inaudito en Rus’ y
Pyotr, desde las distancia, no podría decir si era joven o viejo.

Pyotr se dio cuenta que estaba mirando, y se alejó. Pero tenía


curiosidad. El comerciante de joyas dijo confiado:

— ¿Tiene curiosidad sobre ese hombre? No es el único. Viene a veces


al mercado, pero nadie sabe cuál es su pueblo.

Pyotr era escéptico. El comerciante sonrió.

—En serio, gospodin. Nunca ha sido visto en la iglesia y el obispo lo


quiere apedreado por idolatría. Pero él es rico y siempre trae las cosas más
maravillosas con las que comerciar. Así que el príncipe mantiene a la
Iglesia tranquila y el hombre va y viene como quiere. Tal vez sea el diablo.
—soltó medio riendo, pero luego el comerciante frunció el ceño—. Ni una
sola vez se le ha visto en primavera. Siempre viene en invierno, al girar el
año.

Pyotr gruñó. Él mismo estaba abierto a la posibilidad de demonios


pero no estaba convencido de que se pasearían por los mercados—en
verano o invierno—vestidos con ropa principescas. Sacudió la cabeza,
señaló un brazalete y dijo:
—Esta está un poco dañada; ya la plata esta enverdecida alrededor
de los bordes. —El comerciante protestó y ambos se enfrascaron en un
regateo en serio, olvidando todo sobre el extraño de cabello negro.

***

El extraño en cuestión se detuvo ante un puesto en el mercado, a no


más de diez pasos de donde estaba Pyotr. Deslizó sus delgados dedos
sobre un montón de brocados de seda. Solo sus manos podrían decirle la
calidad de las mercancías; prestó atención superficial a la tela que tenía
delante. Sus ojos pálidos parpadeaban aquí y allá sobre el mercado
abarrotado. El vendedor de telas observaba al extraño con una especie de
obsequiosa cautela. Los mercaderes lo conocían; algunos de ellos
pensaban que era uno de ellos. Había traído maravillas a Moscú antes:
armas de Bizancio, porcelana ligera como el aire de la mañana. Los
comerciantes lo recordaban. Pero esta vez el extraño tenía otro propósito;
de lo contrario nunca hubiera venido al sur. No le gustaban las ciudades y
era un riesgo cruzar el Volga.

Los colores brillantes y el peso voluptuoso de la tela parecían


repentinamente tediosos, y después de un momento, el extraño abandonó
la tela y cruzo la plaza. Su yegua estaba en el lado sur, masticando
pedazos de heno. Un viejo hombre reumático estaba de pie al lado, pálido y
delgado y extrañamente insustancial, aunque el blanco de la yegua era
magnifico como una piafante montaña, y su arnés estaba trabajado y
grabado con plata. Los hombres la miraban con admiración al pasar. Ella
giraba sus orejas como una coqueta, dirigiendo a su jinete una leve
sonrisa.

Pero de repente un gran hombre con uñas rotas apareció de entre la


multitud y arrebató las riendas del caballo. La cara del jinete se oscureció.
Aunque su ritmo no se apresuró—no había necesidad—un viento frio
ondeó en la plaza. Los sombreros de los hombres salieron por los aires y
toda prenda que estuviera suelta. El aspirante a ladrón se arrojó a la silla
de montar de la yegua y clavó sus talones.

Pero la yegua no se movió. Tampoco lo hizo su mozo de cuadra, ya lo


bastante extraño; tampoco gritó o levantó una mano. Sencillamente se
quedó mirando, una ilegible mirada en sus ojos hundidos.

El ladrón azotó el lomo de la yegua. Ella no movió un casco, solo


agitó la cola. El ladrón vacilo un instante desconcertado, y entonces ya era
demasiado tarde. El jinete de la yegua se acercó y lo tiró de la silla. El
ladrón podría haber gritado, pero encontró que su garganta estaba
congelada. Jadeante, buscó a tientas la cruz de madera en su garganta.

El otro sonrió sin humor.

—Has transgredido lo que es mío; ¿piensas que la fe te salvará?

—Gosudar —el ladrón tartamudeó—, no lo sabía…pensé…

— ¿Que alguien como yo no caminaría por los lugares de los


hombres? Voy donde me place.

—Por favor —se atragantó el ladrón—. Gosudar, os lo suplico…

—No maúlles —dijo el extraño con frio humor—, y dejaré que por un
tiempo camines libre bajo el sol. Sin embargo —su voz ya de por sí baja
cayó más y la risa se drenó como agua en una taza rota—, estas marcado,
eres mío, y un día te tocaré otra vez. Y morirás. —El ladrón sofocó un
sollozo mientras sentía un fuego punzante en su brazo y garganta.

Ya en la silla de montar, aunque nadie lo había visto montar, el


extraño giró y cabalgó sobre su caballo a través de la multitud. El mozo
del caballo se inclinó una vez y se desvaneció entre la multitud.

La yegua era ligera, rápida y segura. La ira de su jinete se calmó


mientras cabalgaba.

—Las señales me trajeron hasta aquí —dijo el hombre a su caballo.


—. A esta maloliente ciudad cuando no debería haber dejado mis propias
tierras. —Ya había estado en Moscú un mes, buscando incansablemente
rostro a rostro—. Bueno, las señales no son infalibles—dijo—. La hija de la
bruja se esconde de mí y su hija hace tiempo que partió. La hora podría
haber pasado; podría no llegar nunca.

La yegua inclinó una oreja hacia su jinete. Sus labios se volvieron


una línea.

—No —dijo—. ¿Soy tan fácil de derrotar?

La yegua continúo a un ritmo constante. El hombre sacudió su


cabeza. Aún no estaba vencido; mantenía la magia palpitante en su
garganta, en el hueco de su mano, lista. Su respuesta estaba en algún
lugar de esta miserable ciudad de madera e iba a encontrarla.
Giró a la yegua hacia el oeste y la instó a un largo galope. La
frescura entre los arboles aclararían su cabeza. No estaba derrotado.

Aún no.

***

El hedor a hidromiel y perros, a polvo y humedad saludaron al


extraño cuando llegó a la fiesta del Gran Príncipe. Los boyardos de Iván
eran hombres grandes utilizados para la batalla y para escarbar la
congelada tierra y conseguir de ellas algo de vida. El extraño no era ni tan
grande como el más pequeño de ellos. Pero nadie, ni siquiera los más
valientes, o los más borrachos, pudieron mirarlo a los ojos y nadie le
ofreció un desafío. El extraño tomo un lugar en la mesa alta y bebió su
vino de miel sin ser molestado. El bordado de plata en su caftán brillaba
en la luz de las antorchas. Una de las mujeres de la princesa se sentó a su
lado y alzó los ojos para mirarlo con sus largas pestañas.

La cuaresma estaba cerca y el banquete era escandaloso. Pero—


todo es igual, pensó el extraño. Todos esos tontos y ocupados rostros.
Sentado entre el alboroto y el hedor, lo sintió por primera vez—tal vez no
era desesperanza, sino el principio de la resignación.

Fue entonces cuando un hombre caminó por el pasillo con sus dos
hijos ya crecidos. Los tres tomaron su lugar en la gran mesa. El hombre
mayor era bastante ordinario, sus ropas de buena calidad. Su hijo mayor
fanfarroneaba y el más joven caminaba suavemente, su mirada fría y seria.
Perfectamente ordinario.

Y aún así.

La mirada del extraño se movió. Con los tres llegó un hilillo de aire
curvilíneo, un viento del norte. En el espacio de una respiración y la
siguiente, el viento le contó una historia: una de vida y muerte, de una
niña nacida en el debilitado año

—La sangre provee, hermano —susurró—. Ella vive, y no me


equivoqué.

Su rostro era triunfante. Se giró en la mesa—aunque de hecho


nunca se había movido—y con súbita dicha en los ojos le sonrió a la mujer
junto a él.

***
Pyotr había olvidado todo sobre el extraño en el mercado. Pero
cuando llegó esa noche a la mesa del Gran Príncipe, lo recordó
rápidamente, el mismo extraño estaba sentado entre los boyardos, junto a
una de las acompañantes de la princesa. Ella estaba mirándolo, sus
parpados temblaban como pájaros heridos.

Pyotr, Sasha y Kolya se encontraban sentados a la izquierda de la


dama. Aunque era una de las chicas que Kolya había estado cortejando,
ella ni siquiera miró en su dirección. Furioso, el joven desatendió comer en
atención a deslumbrar (ignorado), tocando su daga en el cinturón (vuelto a
ignorar), y declamando a su hermano las bellezas de cierta hija de un
comerciante (que la mujer en trance no escuchó). Sasha permaneció tan
inexpresivo como le era posible, como si fingir sordera hiciera que la charla
impía se fuera.

Llegó una tos por detrás. Pyotr levantó la vista de esa interesante
escena para encontrar a un sirviente a su costado.

—El Gran Príncipe hablara con vos.

Pyotr frunció el ceño y asintió. Apenas había visto a su antiguo


cuñado desde esa primera noche. Había hablado con innumerables
dvoryanyes, dispensó sus sobornos con benevolencia, y a cambio se le
aseguro que siempre que pagara tributo el no sería molestado por los
recaudadores de impuestos. Además estaba en profundas negociaciones
por la mano de una mujer modesta y decente que cuidaría su hogar e
hiciera de madre de sus hijos. Todo estaba procediendo en orden.
Entonces, ¿Qué podría querer el príncipe?

Pyotr hizo su camino a lo largo de la mesa, atrapando el brillo de


dientes de los perros reflejo del fuego a los pies de Ivan. El príncipe no se
andó por las ramas.

—Mi joven sobrino, Vladimir Andreevich de Serpukhov, desea tomar


vuestra hija como esposa — dijo.

Si el príncipe le hubiera informado que su sobrino deseaba


convertirse en un juglar y deambular por las calles tocando una guzla1,
Pyotr no podría haber estado más asombrado. Sus ojos se movieron hacia
el príncipe en cuestión, quien estaba sentado bebiendo algunos lugares
más allá en la mesa. El sobrino de Ivan tenía trece años, un niño en la
cúspide de su hombría, de miembros sueltos y con lunares. También era
nieto de Ivan Kalita, el viejo Gran Príncipe. Seguramente podría aspirar a
una pareja más glorificada, ¿no? Todas las familias ambiciosas en la corte
empujaban a sus hijas vírgenes hacia él, bajo la alegre suposición de que
eventualmente una encajaría. ¿Por qué perder el puesto con la hija de un
hombre, incluso un hombre rico, de modesto linaje; una niña a quien el
chico nunca ha visto y que además vivía a una distancia considerable de
Moscú?

Oh. Pyotr se sacudió su sorpresa. Olga provenía de lejos. Iván seria


cauteloso con chicas armadas con familias relacionadas; una alianza entre
grandes familias tenía a dar a los descendientes ambiciones reales. El
reclamo del joven Dimitri no era mucho más fuerte que el de su primo, y
Vladimir era tres años mayor que el heredero. Príncipes heredados por
placer del Kan. La hija de Pyotr tendría una gran dote, pero eso era todo.
Iván estaba haciendo todo lo posible para amordazar a los boyardos
moscovitas, para beneficio de Pyotr.

Pyort estaba complacido.

—Ivan Ivanovich —comenzó.

Pero el príncipe no había terminado.

—Si cedes vuestra hija a mi sobrino, estoy dispuesto a darte a mi


propia hija, Ana Ivanovna, en matrimonio. Esuna buena chica que se rinde
como una paloma y seguramente pueda darte más hijos.

Pyotr se sobresaltó por segunda vez, y algo menos contento. Él tenía


ya tres niños, entre los cuales debía dividir su propiedad y no eran
necesarios más. ¿Por qué el príncipe desperdiciaría una hija virginal en un
hombre sin grandes consecuencias quien solo quería una mujer con
sentido para llevar su casa?

El príncipe levantó una ceja. Pyotr todavía vacilaba.

Bueno, era la sobrina de Mariana, una hija del Gran Príncipe, prima
de sus propios niños, y no podía preguntar que estaba mal con ella.
Incluso si ella tenía una enfermedad, era una borracha o una ramera, o—
bueno, aun así, el beneficio de aceptar la pareja seria considerable.

— ¿Cómo podría rechazarlo, Iván Ivanovich? —dijo Pyotr.

El príncipe asintió con gravedad.


—Un hombre vendrá a ti mañana para negociar el contrato nupcial
—dijo volviendo a su copa y a sus perros.

Pyotr ya despedido, se fue para regresar a su lugar en la larga mesa


y decirles a sus hijos las noticias. Encontró a Kolya enfurruñado en su
taza. El extraño de cabello oscuro se había marchado y la mujer estaba
mirando en la dirección en que se había ido, con una mirada de tal terror y
anhelo agónico en su pálido rostro que Pyotr, a pesar de todos sus
problemas, su mano se lanzándose casi involuntariamente a la espada que
no estaba llevando.
Capítulo 8
El mundo de Pyotr Vladimirovich
Traducido por Vale

Pyotr Vladimirovich tomó la mano fría de su novia, entrecerró los


ojos al ver su cara pequeña y apretada, y se preguntó si podría haberse
equivocado. Le tomó una semana apresurada negociar los detalles de su
matrimonio (para poder celebrarlo antes de que comenzara la Cuaresma).
Kolya había pasado el intervalo flirteando con la mitad de las criadas en el
Kremlin, buscando noticias sobre la posible novia de su padre. El
consenso lo eludió.

Algunos dijeron que era bonita. Otros dijeron que tenía una verruga
en la barbilla y solo la mitad de los dientes. Dijeron que su padre la
mantenía encerrada, o que se escondía en sus habitaciones y nunca salía.
Dijeron que estaba enferma, o loca, o triste, o simplemente tímida, y por
fin Pyotr decidió que, fuera cual fuera el problema, era peor de lo que
temía.

Pero ahora, frente a su novia descubierta, se hacía preguntas. Era


muy pequeña, aproximadamente de la misma edad que Kolya, aunque su
comportamiento la hacía parecer más joven. Su voz era suave y sin aliento,
su actitud sumisa, sus labios agradablemente llenos. No había nada de
Marina en ella, aunque tenían el mismo abuelo, y por eso Pyotr estaba
agradecido. Una trenza castaña cálida enmarcaba su rostro redondo.
Mirando de cerca, también había una sugerencia de opresión en sus ojos,
como si su cara se convertiría en líneas como un puño cerrado a medida
que envejeciera. Usaba una cruz que tocaba constantemente, y mantenía
los ojos bajos, incluso cuando Pyotr intentaba mirarla a la cara. Por más
que lo intentara, Pyotr no podía ver nada manifiestamente incorrecto con
ella, excepto quizás un mal genio incipiente. Ciertamente no parecía
borracha, ni leprosa, ni loca. Tal vez la chica era tímida y retraída. Tal vez
el príncipe realmente propuso este matrimonio como señal de favor.

Pyotr tocó el dulce contorno de los labios de su novia y deseó poder


creerlo.
Festejaron en la sala de su padre después de la boda. La mesa gimió
bajo el peso del pescado, el pan, el pastel y los quesos. Los hombres de
Piotr gritaban, cantaban y bebían en su salud. El Gran Principe y su
familia sonrieron, más o menos sinceramente, y les desearon muchos
hijos. Kolya y Sasha dijeron poco y miraron con cierto resentimiento a su
nueva madrastra, una prima apenas mayor que ellos.

Pyotr atiborró a su esposa con hidromiel e intentó tranquilizarla.


Hizo lo que pudo por no pensar en Marina, con dieciséis años cuando se
casó con ella, y lo miraba fijamente a la cara mientras pronunciaba sus
votos, y se rió y cantó y comió entusiasmadamente en su banquete de
bodas, lanzándole miradas de reojo como si lo desafiara a asustarla. Pyotr
la había llevado a la cama medio enloquecido por el deseo, y la había
besado hasta que el desafío se convirtió en pasión; se habían levantado a
la mañana siguiente ebrios de languidez y deleite compartido. Pero esta
criatura no parecía capaz de desafiar, tal vez ni siquiera de pasión. Se
colocó debajo de su tocado, respondió sus preguntas en monosílabos y
trituró un poco de pan en sus dedos. Finalmente Pyotr se apartó de ella
suspirando, y dejó que sus pensamientos corrieran por el tortuoso camino
a través del bosque oscuro de invierno, a las nieves de Lesnaya Zemlya y
las simplicidades de la caza y la reparación, lejos de esta ciudad de
sonrientes enemigos y favores con púas.

***

Seis semanas después, Pyotr y su séquito se preparaban para partir.


Los días se alargaban y la nieve en la capital había comenzado a
suavizarse. Pyotr y sus hijos miraron la nieve y aceleraron sus
preparativos. Si el hielo se volvía más fino antes de cruzar el Volga,
deberán cambiar sus trineos por vagones y esperar una eternidad antes de
que el río fuera transitable en balsa.

Pyotr estaba preocupado por sus tierras y ansioso por volver a su


cacería y cría. También pensó, vagamente, que el limpio aire del norte
podría calmar lo que fuera que asustara a su esposa. Anna, aunque
callada y obediente, nunca dejó de mirar a su alrededor, con los ojos muy
abiertos tocando la cruz entre sus pechos.

A veces murmuraba desconcertantemente en rincones vacíos. Pyotr


la había llevado a la cama todas las noches desde su boda, más por deber
que por placer, cierto, pero aún no lo había mirado a la cara. La oyó llorar
cuando creyó que se había dormido.

Los números del grupo habían aumentado significativamente con la


incorporación de las pertenencias y el séquito de Anna Ivanovna. Sus
trineos llenaban el patio, y muchos de los sirvientes tenían caballos de
carga en las riendas principales. Los dos hijos de Pyotr estaban montados.

La yegua de Sasha levantó un pie, luego otro, y abalanzó su cabeza


oscura. El caballo de Kolya estaba parado y el propio Kolya se dejó caer
sobre la silla de montar, con los ojos inyectados en sangre entrecerrándose
contra el sol de la mañana. Kolya había tenido gran éxito entre los hijos de
los boyardos en Moscú. Los había superado a todos en lucha y a muchos
de ellos en tiro con arco; había bebido casi más que todos debajo de la
mesa; y había flirteado con cualquier número de mujeres del palacio. En
resumen, se había divertido, y no estaba disfrutando de la perspectiva de
un viaje largo, con nada más que trabajo duro al final de este.

Por su parte, Pyotr estaba satisfecho con su expedición. Olga estaba


comprometida con un hombre, bueno, un muchacho, con muchas más
importancia de la que habría soñado. Él mismo se había vuelto a casar, y
si bien la dama era bastante extraña, al menos no era promiscua o estaba
enferma, y era otra hija del Gran Príncipe. Entonces, con gran buen
humor, Pyotr vio que todo estaba listo para su partida. Buscó a su
semental gris para poder montar y marcharse.

Un extraño estaba parado a la cabeza de su caballo: el hombre del


mercado, que también había cenado en la sala del Gran Príncipe. Pyotr
había olvidado al extraño en la prisa concerniente a su boda, pero ahora
allí estaba, acariciando la nariz de Buran y mirando al caballo de manera
apreciativa. Pyotr esperó, no sin cierta anticipación, a que le mordiera la
mano al extraño porque Buran no estaba familiarizado, pero después de
un momento se dio cuenta con asombro de que el caballo estaba
completamente quieto, con las orejas caídas, como el burro viejo de un
campesino.

Desconcertado y molesto, Pyotr dio un largo paso hacia ellos, pero


Kolya se le adelantó. El chico había encontrado un objetivo sobre el cual
desahogar su ira, dolor de cabeza e insatisfacción general. Espoleó a su
caballo castrado, se detuvo a no más de un largo paso del extraño, lo
suficientemente cerca para que los cascos de su caballo salpicaran nieve
sucia sobre la túnica azul del hombre. El caballo castrado se exaltó con
ojos enloquecidos. Un sudor estalló en sus flancos marrones.

—¿Qué hacéis aquí? —Preguntó Kolya, frenando al caballo con


manos duras—. ¿Cómo te atreves a tocar el caballo de mi padre?

El extraño se limpió una salpicadura de una mejilla.

—Es un caballo muy bueno —respondió, tranquilo—. Pensaba


comprarlo.

—Bueno, no puedes. —Kolya saltó al suelo. El hijo mayor de Pyotr


era tan ancho y robusto como un buey siberiano. El otro, que era más bajo
y más delgado, debería haber parecido frágil a su lado, pero no lo hacía.
Tal vez era la mirada en sus ojos. Con un escalofrío de inquietud, Pyotr
aceleró el paso. Kolya tal vez aún estaba borracho, tal vez era solo incauto,
pero había confundido la benevolencia del extraño por complacencia—. ¿Y
cómo te propones manejar un caballo así, pequeño hombre? —añadió con
desprecio—. ¡Ve corriendo con tu amante y deja el montar caballos de
guerra a hombres fuertes! —Presionó hacia adelante hasta que los dos
estuvieron nariz con nariz, tocando su daga.

El extraño sonrió, una curva de labios torcida y autocrítica. Pyotr


quiso gritar una advertencia pero las palabras se congelaron en su
garganta. Por un momento, el desconocido se quedó completamente
quieto.

Y entonces se movió.

O al menos Pyotr asumió que se movió. No lo vio. No vio nada más


que un parpadeo, como luz en el ala de un pájaro. Kolya gritó agarrándose
la muñeca y luego el hombre se paró detrás de él, con un brazo alrededor
de su cuello y una daga presionada en su garganta.

Había sucedido tan rápido que incluso los caballos no habían tenido
tiempo de asustarse. Pyotr saltó hacia adelante con la mano en su espada,
pero se detuvo cuando el hombre levantó la vista. El extraño tenía los ojos
más extraños que Pyotr hubiera visto alguna vez, de un muy pálido azul,
como un cielo despejado en un día frío. Sus manos eran ágiles y estables.

—Su hijo me ha insultado, Pyotr Vladimirovich —dijo—. ¿Deberia


demandar su vida? —El cuchillo se movió, solo un movimiento muy
pequeño. Una delgada línea de rojo se abrió en el cuello de Kolya y empapó
su nueva barba. El chico dejó escapar un sollozo. Pyotr no le dedicó una
mirada.

—Es vuestro derecho —dijo—. Pero os lo ruego, permitid a mi hijo


redimirse.

El hombre lanzó a Kolya una mirada desdeñosa.

—Un niño borracho —dijo, y apretó su mano nuevamente sobre el


cuchillo.

—¡No! —rugió Pyotr—. Tal vez yo pueda saldar la deuda. Tenemos


algo de oro. O, si así deseáis, está mi caballo. —Pyotr hizo lo posible por no
mirar a su hermoso semental gris. Una débil, muy débil, diversión
apareció en los ojos congelados del extraño.

—Generoso —dijo secamente—. Pero no. Te daré la vida de tu hijo,


Pyotr Vladimirovich, a cambio de un servicio.

— ¿Qué servicio?

—¿Tiene hijas?

Eso fue inesperado.

—Sí —respondió Pyotr con cautela—. Pero... —La expresión de


diversión del extraño se intensificó.

—No, no tomaré una como concubina ni la acorralaré en un banco


de nieve. Llevas regalos para tus hijos, ¿verdad? Bueno, tengo un regalo
para tu hija menor. La harás jurar que lo llevará siempre con ella.
También jurarás nunca contarle a ningún alma viviente las circunstancias
de nuestra reunión. Bajo estas condiciones, y solo así, perdonaré la vida a
tu hijo.

Pyotr lo consideró por un instante. ¿Un regalo? ¿Qué obsequio debía


darse bajo amenazas a mi hijo?

—No pondré a mi hija en peligro —dijo—. Incluso por mi hijo. Vasya


es una niña pequeña, la última hija de mi esposa. —Pero tragó saliva. La
sangre de Kolya se estaba filtrando en una lenta corriente escarlata.

El hombre miró a Pyotr con los ojos entrecerrados, y durante un


largo momento hubo silencio. Entonces el extraño dijo:
—No le ocurrirá ningún daño. Lo juro. Sobre el hielo y la nieve y mil
vidas de hombres.

—¿Entonces qué es el regalo? —dijo Pyotr.

El extraño soltó a Kolya, que estaba de pie como un sonámbulo, con


los ojos curiosamente en blanco. El extraño se acercó a Pyotr y sacó un
objeto de una bolsa de su cinturón.

Ni en sus fantasías más descabelladas Pyotr habría soñado la


chuchería que el hombre le tendió: una sola joya, de un azul plateado
brillante, enredada en una maraña de metal pálido, como una estrella o un
copo de nieve colgando de una cadena tan fina como hilo de seda.

Pyotr alzó la vista con preguntas en los labios, pero el desconocido


se le adelantó.

—Solo esto —dijo—. Una baratija, no es más. Ahora tú promesa. Le


darás esto a tu hija y no le contarás a nadie nuestra reunión. Si rompes tu
palabra, iré y mataré a tu hijo.

Pyotr miró a sus hombres. Estaban con los ojos en blanco; incluso
Sasha en su caballo asintió con la cabeza pesada. La sangre de Pyotr se
enfrió. No temía a ningún hombre, pero este misterioso extraño había
embrujado a su gente; incluso sus hijos valientes estaban indefensos. El
collar colgaba helado y pesado en su mano.

—Lo juro —dijo Pyotr a su turno. El hombre asintió una vez, dio
media vuelta y se alejó a zancadas por el patio embarrado. Tan pronto
como estuvo fuera de vista, los hombres de Pyotr se movieron a su
alrededor. Piotr empujó apresuradamente el objeto brillante en su bolsa de
cinturón.

— ¿Padre? —dijo Kolya—. Padre, ¿qué ocurré? Todo está listo; solo
una palabra tuya y nos iremos. —Pyotr, mirando incrédulo a su hijo,
guardó silencio porque las manchas de sangre habían desaparecido y
Kolya parpadeó con una mirada plácida inyectada en sangre, no nublada
por su reciente encuentro.

—Pero... —comenzó, y luego vaciló, recordando su promesa.

—Padre, ¿qué ocurre?

—Nada —dijo Pyotr.


Se acercó a Buran, montó e instó al caballo a que avanzara,
resolviendo dejar la extraña reunión fuera de su mente. Pero dos
circunstancias conspiraron contra él.

Por un lado, cuando acamparon esa noche, Kolya encontró cinco


marcas blancas rectangulares en su garganta, como si se hubiera
congelado, aunque su barba era gruesa y su garganta estaba bien
envuelta. Por otro lado, escuchando como pudo, Pyotr no escuchó ni una
sola palabra de discusión entre sus sirvientes acerca de los extraños
sucesos en el patio y se vio forzado, a regañadientes, a concluir que era el
único que los recordaba en absoluto.
Capítulo 9
La mujer loca en la iglesia
Traducido por Wan_TT18

El camino a casa parecía más largo de lo que fue cuando partieron.


Anna no estaba acostumbrada a viajar, y caminaban a un paso poco más
que de ritmo normal, con paradas frecuentes para descansar. A pesar de
su lentitud, el viaje no fue tan tedioso como podría haber sido; habían
dejado Moscú cargados de provisiones y se habían llevado también la
hospitalidad de las aldeas y las casas de los boyardos cuando se
encontraron con ellos.

Una vez que estuvieron fuera de la ciudad, Pyotr fue a la cama de su


esposa con renovada ansiedad, recordando su boca suave y el sedoso
agarre de su joven cuerpo. Pero cada vez que se encontraban, no era con
enojo o lamentos, lo que podría haber sido manejable para él, sino con
desconcertante llanto silencioso, lágrimas deslizándose por sus redondas
mejillas. Una semana de esto hizo que Pyotr se alejara, medio enojado y
medio desconcertado. Empezó a ir más lejos durante el día, cazando a pie
o llevando a Buran a lo profundo del bosque, hasta que el hombre y el
caballo regresaban arañados y cansados, y Pyotr estaba lo suficientemente
cansado como para pensar solo en su cama. Incluso el sueño no fue un
respiro, ya que en sus sueños vio un collar de zafiros y dedos blancos
como arañas contra el cuello de su primogénito. Se despertaba en la
oscuridad y le gritaba a Kolya que corriera.

Ansiaba estar en casa pero no podían apresurarse. A pesar de todos


sus esfuerzos, Anna se puso pálida y débil al viajar, y les rogaba que se
detuvieran cada vez más temprano para armar tiendas y braseros, que los
sirvientes le sirvieran la sopa caliente y le calentaran las entumecidas
manos.

Pero cruzaron el río por fin. Cuando Pyotr concluyó que el grupo
estaba a menos de un día de Lesnaya Zemlya, colocó los pies de Buran en
la pista nevada y salió a la cabeza con el semental. La mayoría de sus
hombres seguiría con los trineos, pero él y Kolya volaron a casa como
fantasmas azotados por el viento. Fue un alivio inexpresable que Pyotr
saliera de la cobertura de los árboles y viera su propia casa plateada e
ilesa en la clara luz del día de invierno.

***

Cada día des que Pyotr, Sasha y Kolya se habían ido, Vasya se había
escabullido de la casa cada vez que podía hacerlo y corría a escalar su
árbol favorito: el que extendía una gran rama sobre el camino al sur de
Lesnaya Zemlya. Alyosha iba con ella a veces, pero él era más pesado que
ella y un escalador más torpe. Entonces, Vasya estaba sola el día que vio el
parpadeo de cascos y arneses. Se deslizó por su árbol como un gato y cayó
sobre sus cortas piernas. Para cuando llegó a la puerta de la empalizada,
gritaba:

—¡Padre, Padre, es Padre!

Para entonces no era una gran noticia, ya que los dos jinetes, que
venían mucho más rápido que una niña pequeña, ya estaban cruzando los
campos a gran velocidad, y los aldeanos, desde su pequeña elevación,
podían verlos claramente. La gente se miraba, preguntándose dónde
estaban los demás, temiendo por sus parientes. Y luego Pyotr y Kolya
(Sasha se había quedado con los trineos) entraron en la aldea y
controlaron sus caballos. Dunya intentó agarrar a Vasya, quien le había
robado la ropa a Alyosha para trepar a su árbol y estaba mugrienta para
arrancar, pero Vasya se escabulló y corrió hacia el patio trasero.

—¡Padre! —gritó—. ¡Kolya! —Y se rió cuando cada uno la atrapó por


turnos—. ¡Padre, has vuelto!

—He traído una madre para ti, Vasochka —dijo Pyotr, mirándola con
una ceja levantada. Ella estaba cubierta de pedazos de árbol—. Aunque no
le dije que obtendría un duende de madera en lugar de una niña pequeña.
—Pero besó su mejilla sucia y ella soltó una risita.

—Oh… entonces, ¿dónde está Sasha? —gritó Vasya, mirando a su


alrededor con súbito temor—. ¿Dónde están los caballos de trineo?

—No temas, están en el camino detrás de nosotros —dijo Pyotr, y


agregó más fuerte, para que todos los reunidos pudieran oír—. Estarán
aquí antes del anochecer; debemos estar listos para recibirlos. Y a ti —
añadió más bajo a Vasya—, hay que llevarte a la cocina y pedirle a Dunya
que te vista. Con todo lo demás igual, preferiría presentarle una hija a su
madrastra y no a un duende de madera. —La bajó con un pequeño
empujón, y Olga arrastró a su hermana a la cocina.
Los trineos vinieron con la puesta de sol. Caminaron cansados a través de
los campos y hasta la puerta de la villa. La gente vitoreó y exclamó en el
fino trineo cerrado que contenía a la nueva esposa de Pyotr Vladimirovich.

La mayoría del pueblo se reunió para verla.


Anna Ivanovna salió del trineo vacilante, rígida, pálida como el hielo.
Vasya pensó que parecía apenas más vieja que Olya, y no tan vieja como
su padre. Bueno, mucho mejor, pensó la niña. Quizás jugará conmigo. Ella
mostró su mejor sonrisa. Pero Anna no respondió, ni por palabra ni por
señal. Se encogió ante todas las miradas, y Pyotr recordó tardíamente que
las mujeres de Moscú vivían separadas de los hombres.

—Estoy cansada —susurró Anna Ivanovna, y se arrastró hasta la


casa aferrada al brazo de Olga.

La gente se miró, desconcertada.

—Bueno, ha sido un viaje largo —dijeron al fin—. Estará bien en


poco tiempo. Es la hija de un Gran Príncipe, como lo fue Marina Ivanovna.
— Y habían estado orgullosos de que una mujer así hubiera venido a vivir
entre ellos. Regresaron a sus cabañas para construir sus fuegos contra la
oscuridad y comer su sopa acuosa.

Pero en la casa de Piotr Vladimirovich, todos festejaron lo mejor que


pudieron con la Cuaresma sobre ellos y el invierno envejecido y huesudo.
Hicieron algo decente con pescado y gachas. Después, Pyotr y sus hijos
contaron la historia de su viaje mientras Alyosha saltaba amenazando los
dedos de los sirvientes con su espléndida nueva daga.

El propio Pyotr puso el tocado en el pelo negro de Olga, y dijo:

—Espero que lo uses el día de tu boda, Olya —Olga se sonrojó y


palideció, mientras Vasya, sin palabras, volvía sus enormes ojos hacia su
padre. Pyotr levantó la voz, para que la habitación en general pudiera oír—
: Ella será la princesa de Serpukhov —dijo—. El propio Gran Príncipe se
comprometió con ella. —Y besó a su hija. Olga sonrió con deleite medio
asustada. En el tumulto de la felicitación, el llanto débil y desamparado de
Vasya fue inaudito.

Pero la fiesta terminó, y Anna buscó su cama temprano. Olga fue a


ayudarla y Vasya la siguió después. Lentamente, la cocina se vació.
El crepúsculo se hizo más profundo hasta la noche. El fuego se derrumbó
sobre un núcleo brillante y el aire en la cocina se heló y se hundió.
Finalmente, la cocina de invierno estaba vacía, excepto para Pyotr y
Dunya. La anciana estaba sentada llorando en su lugar cerca del fuego.

—Sabía que llegaría el día, Pyotr Vladimirovich —dijo—. Y si alguna


vez hubo una chica que debería ser una princesa, esa es mi Olya. Pero es
algo difícil. Ella vivirá en un palacio en Moscú, como su abuela, y nunca la
volveré a ver. Soy demasiado vieja para los viajes.

Pyotr se sentó frente al fuego y se tocó la joya que llevaba en el


bolsillo.

—Le pasa a todas las mujeres —dijo.

Dunya no dijo nada.

—Toma esto, Dunyashka —dijo Pyotr, y su voz era tan extraña que
la vieja niñera se volvió rápidamente para mirarlo—. Tengo un regalo para
Vasya. —Él ya le había dado un pedazo de tela verde fina, para hacer un
buen sarafan. Dunya frunció el ceño.

—¿Otro, Pyotr Vladimirovich? —dijo ella—. La mimas demasiado.

—Aún así —dijo Pyotr. Dunya lo miró de reojo en la oscuridad,


perpleja por la expresión de su rostro. Pyotr le lanzó el collar a Dunya
como si quisiera deshacerse de él—. Dáselo tú misma. Debes cuidar de
que lo tenga siempre junto a ella. Hazle prometerlo, Dunya.

Dunya parecía más desconcertada que nunca, pero ella tomó la fría
cosa azul y la miró con los ojos entrecerrados.

Pyotr frunció el ceño más profundo jamás; extendió la mano como


para tomarlo de vuelta. Pero su puño se cerró sobre sí mismo, y el
movimiento murió sin terminar. Bruscamente giró sobre sus talones y
buscó su cama. Dunya, sola en la tenue cocina, miró el colgante. Lo giró
de aquí para allá, murmurando para sí misma.

—Bueno, Pyotr Vladimirovich —murmuró— ¿y en qué lugar, de todo


Moscú, un hombre recibe tal joya? —Negando con la cabeza, Dunya se la
metió en el bolsillo, resolviendo mantenerla a salvo hasta que la niña fuera
lo suficientemente mayor para confiarle la brillante cosa.

Tres noches más tarde, la vieja niñera soñó.


En su sueño, ella era una doncella de nuevo, caminando sola por el
bosque de invierno. El sonido brillante de las campanas de trineo sonó en
la carretera. Adoraba los trineos, y se giró para ver un caballo blanco
trotando hacia ella. Su jinete era un hombre con cabello negro. Él no
disminuyó la velocidad cuando se acercó, pero la agarró del brazo y tiró de
ella bruscamente sobre el trineo. Su mirada no abandonó el camino
blanco. El aire como el más helado de las explosiones de enero se
arremolinaba a su alrededor a pesar del sol invernal.
Dunya de repente sintió miedo.

—Has tomado algo que no te pertenece —dijo. Dunya se estremeció


ante el zumbido de los vientos de tormenta en su voz—. ¿Por qué? —Sus
dientes castañeteaban con tanta fuerza que apenas podía formar palabras,
y el hombre giró sobre ella en un destello de fina luz invernal—. Ese collar
no era para ti —siseó—. ¿Por qué lo tomaste?

—Su padre lo trajo para Vasilisa, pero ella es solo una niña. Lo vi y
supe que era un talismán —balbuceó Dunya—. No lo he robado, no lo
hice... pero temo por la niña. Por favor, ella es demasiado joven, demasiado
joven para la hechicería o el favor de los viejos dioses.

El hombre se rió. Dunya escuchó una amargura en el sonido.

—¿Dioses? Solo hay un Dios ahora, niña, y no soy más que un


viento a través de ramas desnudas. —Él guardó silencio, y Dunya,
temblando, saboreó la sangre donde se había mordido el labio.

Finalmente, asintió.

—Muy bien, guárdalo para ella entonces, hasta que crezca, pero solo
hasta entonces. Creo que no necesito decirte lo que pasará si juegas
conmigo.

Dunya se encontró asintiendo vigorosamente, temblando más que


nunca. El hombre azotó su látigo. El caballo salió corriendo, corriendo
cada vez más rápido sobre la nieve. Dunya sintió que su agarre en el
asiento se deslizaba; frenéticamente, se aferró a él, pero estaba cayendo,
cayendo hacia atrás…

Se despertó con un grito ahogado, en su propio jergón en la cocina.


Ella yacía en la oscuridad, temblando, y pasó mucho tiempo antes de que
pudiera calentarse.
***

Anna se despertó a regañadientes y parpadeó. Había sido un sueño


agradable el último que tuvo; había pan caliente y alguien con voz suave.
Pero incluso cuando lo alcanzó, el sueño se le escapó y la dejó vacía,
agarrándose con mantas para protegerse del frío del amanecer.

Oyó un crujido y giró la cabeza. Un demonio estaba sentado en su


propio taburete, reparando una de las camisas de Pyotr. La luz grisácea de
una mañana de invierno arrojaba barras de sombra sobre la cosa
retorcida. Ella se estremeció. Su esposo roncaba a su lado, ajeno, y Anna
trató de ignorar el espectro como lo había hecho todos los días desde que
despertó por primera vez en este horrible lugar. Ella se dio vuelta y se
metió en la colcha. Pero no podía calentarse. Su esposo había tirado la
manta, pero ella siempre tenía frío aquí. Cuando pidió que se encendiera el
fuego, la sirvienta simplemente la miró, educadamente perpleja. Pensó en
acercarse más, en compartir la calidez de su marido, pero él podría decidir
que la deseaba de nuevo. A pesar de que trató de ser amable, era
insistente, y la mayoría del tiempo ella quería que la dejaran sola.
Ella arriesgó una mirada hacia el taburete. La cosa estaba mirándola
fijamente.

Anna no pudo soportarlo más. Se deslizó al suelo, se puso prendas


al azar y se envolvió en una bufanda con sus trenzas medio deshilachadas.
Saltando por la cocina y saliendo por la puerta de la cocina, se encontró
con una sorprendida Dunya que se levantaba temprano para preparar la
cocción del pan. La luz gris de la mañana estaba dando paso al rosa; el
suelo brillaba como si estuviera lleno de gemas, pero Anna no notó la
nieve. Todo lo que vio fue la pequeña iglesia de madera a menos de veinte
pasos de la casa. Sin prestarle atención, corrió hacia ella, tiró de la puerta
y se deslizó en el interior. Ella quería llorar, pero apretó los dientes y los
puños y silenció sus lágrimas. Ella lloraba demasiado.

Su locura era peor aquí en el norte, mucho, mucho peor. La casa de


Pyotr estaba llena de demonios. Una criatura con ojos como carbones se
escondía en el horno. Un hombre pequeño en la casa de baños le guiñó un
ojo a través del vapor. Un demonio como un montón de palos se arrastraba
por el patio.

En Moscú, sus demonios nunca la habían mirado, nunca le habían


echado un vistazo, pero aquí siempre estaban mirando. Algunos incluso se
acercaron bastante, como si hablaran, y cada vez que Anna tuvo que huir,
odiaba las perplejas miradas de su esposo y sus hijastros. Ella los veía
todo el tiempo, en todas partes, excepto aquí en la iglesia.
La bendita y tranquila iglesia. En realidad, no era nada comparado con las
iglesias de Moscú. No había oro ni dorado, y solo un sacerdote para dar
servicio. Los íconos eran pequeños y mal pintados. Pero aquí no vio nada
más que suelo y paredes, íconos y velas. No había rostros en las sombras.
Ella se quedó y se quedó, por turnos rezando y mirando al espacio. Ya
había pasado el alba cuando regresó sigilosamente a la casa. La cocina
estaba abarrotada, el fuego rugía. La cocción, el guisado, la limpieza y el
secado continuaron sin interrupción, de oscuro a oscuro. Las mujeres no
reaccionaron cuando Anna entró sigilosamente; nadie más volvió la
cabeza. Anna lo tomó, sobre todo, como un comentario sobre su debilidad.
Olga levantó la vista primero.

—¿Le gustaría un poco de pan, Anna Ivanovna? —preguntó ella. A


Olga no le podía gustar la pobre criatura que había ocupado el lugar de su
madre, aunque era una niña amable y la compadecía.

Anna estaba hambrienta, pero había una pequeña criatura canosa


sentada justo dentro de la boca del horno. Su barba brillaba con el calor
mientras roía una costra ennegrecida.

La boca de Anna Ivanovna se funcionó, pero no pudo responder. La


pequeña criatura levantó la vista de su pan y ladeó la cabeza. Había
curiosidad en sus ojos brillantes.

—No —susurró Anna—. No, no quiero pan. —Se giró y huyó a la


dudosa seguridad de su propia habitación, mientras las mujeres en la
cocina se miraban y lentamente negaban con la cabeza.
Capítulo 10
La princesa de Serpukhov
Traducido por Rimed & Mary Rhysand

El siguiente otoño, Kolya se casó con la hija de un boyar vecino. Ella


era una gorda y fornida chica de cabello rubio y Pyotr les construyó una
pequeña casa propia con un buen horno de barro.

Pero era la gran boda lo que la gente esperaba, cuando Olga


Petrovna se convertiría en Princesa de Serpukhov. Eso había tomado casi
un año negociarlo. Los regalos comenzaron a llegar desde Moscú antes de
que el lodo cerrara los caminos, pero los destacamentos tardaron más. El
camino desde Lesnaya Zemlya a Moscú era uno difícil; los mensajeros se
retrasaban o desaparecían; rompían sus cráneos, eran asaltados o
incapacitaban a sus caballos. Pero al final estuvo arreglado. El joven
príncipe de Serpukhov iba a venir en persona, con su séquito, para
casarse con Olga y llevarla de vuelta a su casa en Moscú.

—Es mejor para ella que esté casada antes de viajar —dijo el
mensajero—. No estará tan asustada. — Y, el mensajero podría haber
agregado, Aleksei, Metropolitano de Moscú, quiere que el matrimonio se
llevara a cabo y se consumara antes de que Olga llegase a la ciudad.

El príncipe arribó justo cuando la pálida primavera se convertía en


un deslumbrante verano, con un tierno y caprichoso cielo y las marchitas
flores enterradas en una mata de hierba de verano. Un año lo había hecho
madurar. Las manchas se habían desvanecido, pero él aún no era bello, y
escondía su timidez con un buen y estruendoso temperamento.

Junto al príncipe de Serpukhov vino su primo, el rubio Dmitrii


Ivanovich, respondiendo los saludos. Los príncipes habían venido con
halcones, sabuesos y caballos, con mujeres en carros de madera tallada y
trajeron muchos regalos. Los chicos también vinieron con un guardián: un
monje de ojos limpios, no muy viejo, silencioso más a menudo que
hablador. La cabalgata levantó un gran ruido, polvo y clamor. El pueblo
entero estaba boquiabierto y muchos ofrecieron la hospitalidad de sus
cabañas a los hombres y pasto a sus cansados caballos. El chico príncipe
Vladimir deslizo tímidamente un brillante berilo verde en el dedo de Olga y
toda la casa se rindió a la alegría, como no había ocurrido desde el último
respiro de Marina.

***

—El chico es amable, al menos —dijo Dunya a Olga en un extraño


silencioso momento. Estaban sentadas juntas al lado de la amplia ventana
en la cocina de verano. Vasya estaba sentada a los pies de Olga,
escuchando y hurgando en su ropa.

—Sí —dijo Olga—. Y Sasha vendrá conmigo a Moscú. Vendrá a


verme en casa de mi esposo antes de unirse a su monasterio. Lo prometió.
—El anillo de berilo brilló en su dedo. Su prometido también había colgado
en su garganta un ámbar crudo y le había dado una pieza de ropa
maravillosa, roja como las amapolas. Dunya le cosía un dobladillo para un
sarafan. Vasya solo pretendía coser: sus pequeñas manos estaban
apretadas en su regazo.

—Lo harás muy bien —dijo Dunya firmemente, mordiendo el


extremo del hilo—. Vladimir Andreevich es rico, y lo suficientemente joven
para seguir el consejo de su esposa. Fue generoso de su parte venir y
casarse contigo aquí, en tu propia casa.

—Él vino porque el Metropolitano lo obligó —intervino Olga.

—Y él está en lo alto del favor del Gran Príncipe. Es el amigo más


querido del joven Dmitrii, eso está claro. Tendrá un gran lugar cuando
Ivan Krasnii esté muerto. Serás una gran dama. No podrías pedir algo
mejor, mi Olya.

—S-sí —dijo Olga de nuevo, lentamente. A sus pies, la oscura cabeza


de Vasya cayó. Olga se inclinó para acariciar el cabello de su hermana—.
Supongo que es amable. Pero yo…

Dunya sonrió sarcásticamente.

—¿Estabas esperando que viniera un príncipe cuervo como el ave en


el cuento de hadas que vino por la hermana del príncipe Ivan?

Olga se sonrojo y se rio, pero no respondió. En cambio, cogió a


Vasilisa, a pesar de que era una niña grande para ser sujetada como una
niña pequeña, y la balanceó hacia adelante y hacia atrás.
Vasya se acurruco rígida en los brazos de su hermana.

—Calla, pequeña rana —dijo Olga, como si pensara que Vasya fuera
un bebe—. Todo estará bien.

—Olga Petrovna —dijo Dunya—, mi Olya, los cuentos de hadas son


para niños, pero tú eres una mujer, y pronto serás una esposa. Desposar a
un hombre decente y estar segura en su casa, adorar a Dios y tener hijos
fuertes, eso es real y correcto. Es tiempo de dejar de soñar. Los cuentos de
hadas son dulces en las noches de invierno, nada más —Dunya pensó
repentinamente en ojos fríos y pálidos, y una mano aún más fría. Muy
bien, hasta que ella crezca, pero solo eso. Ella tembló y agregó con la
mirada puesta en Vasya—. Incluso las doncellas de los cuentos de hadas
no terminan siempre felices. Alenushka fue convertida en un pato y
observó a la malvada bruja masacrar sus pequeños patitos. —Y al ver a
Olga aún alicaída acariciando el cabello de Vasya, ella agregó, un poco
dura—. Niña, este es el camino de las mujeres. No creo que quieras ser
monja. Aprenderás a amarlo. Tu madre no conocía a Pyotr Vladimirovich
antes de su boda, y la recuerdo asustada, a pesar de que tu madre era lo
suficientemente valiente para encarar a Baba Yaga por sí misma. Pero ellos
se amaron el uno al otro desde la primera noche.

—Madre está muerta —dijo Olga con una voz plana—. Otra ocupa su
lugar. Y yo me iré para siempre.

Contra su hombre, Vasya dejo salir un amortiguado gemido.

—Ella nunca morirá —replicó Dunya firmemente—. Porque tu está


viva y eres tan hermosa como lo era ella, y serás la madre de príncipes. Se
valiente. Moscú es una ciudad hermosa y tus hermanos irán a verte.

Esa noche Vasya fue a la cama con Olga y dijo con urgencia:

—No te vayas, Olya. Nunca volveré a ser mala. Ni siquiera volveré a


trepar árboles. —Levantó la vista hacia su hermana, parecida a un búho y
temblando. Olga no puedo evitar la risa, a pesar de que se quebró un poco
al final—. Debo hacerlo, ranita —dijo ella—. Él es un príncipe y es rico y
amable, como dijo Dunya. Debo casarme con él o ir a un convento. Y
quiero hijos propios, diez ranitas iguales a ti.

—Pero me tienes a mí, Olya —dijo Vasya.

Olya la acercó.
—Pero tú también crecerás algún día y no serás más una niña. ¿Y
que uso tendrás entonces para tu frágil hermana mayor?

—¡Siempre! —estalló apasionadamente Vasya—. ¡Siempre!


Escapemos y vivamos en el bosque.

—No estoy segura de que te gustase vivir en el bosque —dijo Olga—.


Baba Yaga podría comernos.

—No —dijo Vasya completamente segura—. Solo hay un hombre


tuerto. Si nos mantenemos lejos del roble nunca nos encontrará.

Olya no sabía qué hacer con eso.

—Tendremos un izba entre los árboles —dijo Vasya—. Y yo te llevaré


nueces y hongos.

—Tengo una idea mejor —dijo Olya—. Tú ya eres una gran chica y sé
que no pasaran muchos años más antes de que seas una mujer. Enviaré
por ti desde Moscú cuando hayas crecido. Seremos dos princesas juntas
en un palacio y tú tendrás un príncipe para ti. ¿Te gustaría eso?

—¡Pero yo ya he crecido, Olya! —lloró Vasya inmediatamente,


tragándose las lágrimas y sentándose derecha—. Mira, soy mucho más
grande.

—Aún no, hermanita —dijo Olga gentilmente—. Pero se paciente,


cuida de Dunya y come mucha avena. Cuando Padre diga que has crecido,
entonces enviaré a por ti.

—Le preguntaré a Padre —dijo confiadamente Vasya—. Quizás diga


que ya he crecido.

***

Sasha reconoció al monje en el momento en que entró al patio. En la


confusión de la bienvenida y los regalos de boda, con un festín en curso
entre los verdes abedules de verano, salió corriendo con un objetivo fijo y
tomó la mano del monje y la besó.

—Padre, ha venido —dijo él.

—Como puedes ver, hijo mío —dijo el monje, sonriendo.

—Pero esto está tan lejos.


—No realmente. Cuando era joven viajé a lo largo y ancho de Rusia y
la Palabra era mi camino y mi escudo, mi pan y mi sal. Ahora soy viejo y
me quedo en Lavra. Pero el mundo es hermoso aun para mí, especialmente
el norte del mundo en el verano. Estoy feliz de verte.

Lo que él no dijo, al menos no entonces, era que el Gran Príncipe


estaba enfermo y que el matrimonio de Vladimir Andreevich era aún más
urgente en consecuencia. Dmitrii tenía apenas once años, tenía pecas y
era un consentido. Su madre lo mantenía dentro de su vista y dormía
junto a su cama. Los pequeños herederos de príncipes tendían a
desaparecer cuando sus padres morían prematuramente.

Esa primavera, Aleksei había convocado al santo hombre Sergei


Radonezhsky a su palacio en el Kremlin. Sergei y Aleksei se conocían
desde hacía un largo tiempo.

—Enviaré a Vladimir Andreevich al norte para casarse —Había dicho


Aleksei—. Tan pronto como sea posible. Él debe estar casado antes de que
Ivan muera. El joven Dmitrii ira con el cortejo nupcial. Lo mantendrá lejos
del peligro; su madre teme por la vida del niño si permanece en Moscú.

El ermitaño y el Metropolitano estaban bebiendo vino de miel muy


aguado. Se sentaron juntos en un asiento de madera en el jardín de la
cocina.

—¿Está entonces tan enfermo Ivan Ivanovich? —dijo Sergei.

—Está gris y amarillo a la vez; suda y apesta, y sus ojos están


empañados —dijo el Metropolitano—. Si Dios lo quiere, vivirá, pero estaré
listo si no lo hace. No puedo dejar la ciudad. Dmitrii es muy joven. Te
pediré que vayas con el cortejo nupcial para cuidarlo y ver la boda de
Vladimir.

—Vladimir se casará con la hija de Pyotr Vladimirovich, ¿No es así?


—dijo Sergei—He conocido al hijo de Pyotr. Sasha, lo llaman. Vino a mí en
el Lavra. Jamás había visto ojos como aquellos. Él será un moje o un santo
o un héroe. Un año atrás deseaba tomar los votos. Ojalá aún sea así. El
Lavra podría usar a un hermano así.

—Bueno, parte y averígualo —dijo Aleksei—. Persuade al hijo de


Pyotr de regresar a Lavra contigo. Dimitri debe vivir en tu monasterio por
su minoría. Todo mejor si tiene a Aleksandr Petrovich, un hombre de su
sangre, uno dedicado a Dios, para estar en su compañía. Si Dimitri es
coronado, él querrá cada ingeniosa alianza que pueda sostener.

—Lo harás tú también —dijo Sergei. Las abejas zumbaban sobre


ellos. Las flores del norte formaban perfumes embriagadores durante sus
breves días de condena. Vacilante, Sergei agregó—: ¿Serás su regente,
entonces? Los regentes tampoco viven mucho si sus hijos príncipes son
asesinados.

—¿Soy tan noble que no me interpondría entre ese chico y asesinos?


—dijo Aleksei—. Lo haría, aunque me costara la vida. Dios está con
nosotros. Pero debes ser Metropolitano cuando yo muera.

Sergei rio. —Veré la cara de Dios, y seré cegado por la gloria, antes
de venir a Moscú para tratar de administrar a tus obispos, hermano. Pero
iré al norte con el Príncipe de Serpukhov. He pasado tiempo sin viajar, y
me gustaría ver las grandes montañas de nuevo.

***

Pyotr vio al monje entre los jinetes y su rostro se volvió sombrío.


Pero solo habló cortesías hasta la noche después de su llegada. Esa noche,
todos festejaron juntos en el crepúsculo, y cuando las risas y las antorchas
de las personas, ya comidas, se escabulleron hacia la aldea, Pyotr llegó al
anochecer y atrapó a Sergei por el hombro. Los dos se enfrentaron al lado
de la corriente de corriente.

— ¿Así que has venido, hombre de Dios, a arrebatarme a mi hijo? —


dijo Pyort a Sergei.

—Tu hijo no es un caballo que pueda robarse.

—No —espetó Pyort—. Es peor. Un caballo escucha razones.

—Es un guerrero, y un hombre de Dios —dijo Sergei. Su voz era


suave como siempre, y la ira de Pyotr ardió aun más, por lo que se tragó
sus palabras y no dijo nada.

El monje frunció el ceño, como si estuviera tomando una decisión.


Luego dijo—: Escucha, Pyotr Vladimirovich. Ivan Ivanovich está muriendo.
Para este momento quizás esté muerto.

Esto no lo había sabido Pyotr. Pensé decir algo pero calló.


—Su hijo Dimitri es un huésped en tu casa —continuó Sergei—.
Cuando el chico se vaya de aquí, irá directo a mi monasterio, allí se
esconderá. Hay disputantes al trono para quienes la vida de un pequeño
chico no es nada. Un príncipe necesita hombres de su propia sangre para
enseñarle, y protegerle. Tu hijo es primo de Dimitri.

Pyotr estuvo en silencio por la sorpresa. Los murciélagos estaban


saliendo. En su juventud, las noches de Pyotr habían estado llenas de sus
gritos, pero ahora revoloteaban silenciosamente a medida que invadían la
oscuridad.

—Mi gente y yo no solo horneamos pan de altar y cantamos —agregó


Sergei—. Tú estás a salvo aquí, en este bosque que podría tragarse un
ejército, pero son pocos los que pueden decirlo. Horneamos nuestro pan
para el hambriento y empuñamos espadas en su defensa. Es un llamado
noble.

—Mi hijo empuñará una espada por su familia, serpiente —espetó


Pyotr reflexivamente, más furioso ahora porque se hallaba inseguro.

—De hecho, así será —dijo Sergei—. Para su propio primo: un chico
que un día tendrá a todo Moscovía a su cargo.

Pyotr de nuevo permaneció en silencio, pero su rabia estaba rota.

Sergei vio el dolor de Pyotr e inclinó la cabeza.

—Lo siento —dijo—. Es algo difícil. Rezaré por ti. —Se escabulló
entre los árboles, el sonido de su marcha fue tragada por la corriente.

Pyotr no se movió. Había luna llena; el borde de su disco plateado se


elevó sobre las copas de los árboles.

—Tú habrías sabido qué decir —susurró—. No es mi caso. Ayúdame,


Marina. Ni siquiera por el heredero del Gran Príncipe perdería a mi hijo.

***

—Me enojé cuando escuché que vendiste a mi hermana tan lejos —


dijo Sasha a su padre. Le dijo bastante brusco; estaba entrenando un
caballo joven. Pyotr montó a Buran, y el semental gris, sin arado, miraba
con asombro a la joven bestia que se inclinaba a su lado—. Pero Vladimir
es un hombre decente aunque es muy joven. Es amable con sus caballos.
—Me alegro por ello, por el bien de Olya. Pero incluso si fuera un
borracho depravado y viejo para arrancar, no podría haber hecho nada —
dijo Pyotr—. El Gran Príncipe no pregunta.

Sasha pensó de repente en su madrasta, una mujer que su padre


nunca habría elegido, con sus lágrimas fáciles, sus plegarias, sus
comienzos y terrores.

—Tú tampoco pudiste escoger, padre —dijo

Debo estar viejo, pensó Pyotr, si mi hijo está siendo amable conmigo.

—No importa —dijo. La luz inclinó el oro entre las esbeltas hayas, y
todas las hojas plateadas se rozaron. El caballo de Sasha se ofendió por el
brillo y se encabritó. Sasha lo miró a mitad de camino y lo colocó en
cuclillas. Buran se acercó a ellos, como mostrándole al potro cómo se
comportaba un caballo de verdad.

—Has escuchado lo que el monje tiene que decir —dijo Pyotr


lentamente—. El Gran Príncipe y su hijo son nuestros parientes. Pero,
Sasha, te pediría que lo pensaras mejor. La vida de un monje es dura,
siempre solo, pobreza y plegarias y una cama fría. Se te necesita aquí.

Sasha miró de lado a su padre. Su rostro bronceado por el sol


parecía, de repente, mucho más joven.

—Tengo hermanos —dijo—. Debo ir e intentarlo yo solo, contra el


mundo. Aquí los arboles me encierran. Iré más allá y pelearé por Dios.
Nací para ello, padre. Además, el príncipe, mi primo Dimitri, me necesita.

—Es algo amargo —gruño Pyotr—, ser un padre cuyo hijo la


abandona. O ser un hombre sin hijo y lamentar su perdida.

—Tendré hermanos en Cristo que se lamenten por mí —replicó


Sasha—. Y tú tienes a Kolya y Alyosha.

—Si te vas, te irás sin nada, Sasha —espetó Pyotr—. Las ropas a tu
espalda, tu espada, y ese salvaje caballo que piensas montar, pero no
serás mi hijo.

Sasha lucía más joven que nunca. Su rostro se puso blanco bajo el
bronceado.

—Debo ir, padre —dijo—. No me odies por irme.


Pyotr no respondió; calbagó sobre Buran hacia casa con tanta
venganza que el potro de Sasha fue dejado de lado.

****

Vasya entró en el establo esa tarde cuando Sasha estaba mirando a


un potro alto castrado.

—Mysh está triste —dijo Vasya—. Ella quiere ir contigo. —La yegua
marrón tenía la cabeza colgando sobre la puerta de su establo.

Sasha la sonrió a su hermana.

—Se está haciendo vieja para los viajes esta yegua —dijo, estirando
una mano para acariciarle la nuca—. Además, hay muy poco uso para una
yegua de cría en un monasterio. Este me servirá bien. —Dio una palmada
al castrado, que sacudió sus orejas puntiagudas.

—Puedo ser un monje —dijo Vasya, y Sasha vio que ella se había
robado las ropas de su hermano de nuevo y se hallaba de pie con una
pequeña bolsa de piel en una mano.

—No tengo duda —dijo Sasha—. Pero los monjes usualmente son
más grande.

—¡Siempre soy demasiado pequeña! —gritó Vasya en gran disgusto—


. Me haré más grande. No te vayas aun, Sashka. El otro año.

—¿Has olvidado a Olya? —dijo Sasha—. Prometí que iría a verla a


casa de su marido. Y he sido llamado por Dios, Vasochka; no hay
reproche que valga.

Vasya lo pensó un momento.

—Si prometo ir a ver a Olya a la casa de su esposo, ¿podría ir,


también?

Sasha no dijo nada. Bajó la mirada a sus pies, escarbando un dedo


en la tierra.

—Anna Ivanovna me dejaría ir —dijo ella en un apuro—. Quiere que


me vaya. Me odia. Soy demasiado pequeña y demasiado sucia.

—Dale tiempo —dijo Sasha—. Ella es de la ciudad; no está


acostumbrada a los bosques.
Vasya frunció el ceño. —Ha estado aquí por siempre ya. Deseo que
ella regrese a Moscú.

—Aquí, hermanita —dijo Sasha, mirando hacia su pálido rostro—.


Ven y monta.

Vasya, cuando era más pequeña, no había amado nada más que
montar en su silla de montar, su cara al viento, a salvo en la curva de su
brazo. Su rostro se iluminó y Sasha la puso sobre el castrado. Cuando
entraron en el patio delantero, él saltó hacia atrás. Vasya se inclinó hacia
delante, acelerando la respiración, y luego se marcharon, galopando con
un rápido trueno de cascos.

Vasya se inclinó alegremente hacia adelante.

—¡Más, más! —gritó cuando Sasha bajó del caballo y lo llevó a


casa—. ¡Vayamos a Sarai, Sashka! —Se volvió para mirarlo—. O a
Tsargrad, o a Buyan, donde el rey marino vive con su hija la doncella del
cisne. No es demasiado lejos. Al este del sol, al oeste de la luna. —Ella
entrecerró los ojos como para asegurarse de su dirección.

—Un poco lejos para una noche de galope —dijo Sasha—. Debes ser
valiente, ranita, y escucha a Dunya. Regresare un día.

— ¿Será pronto, Sasha? —susurró Vasya—. ¿Pronto?

Sasha no respondió, pero tampoco tenía que hacerlo. Habían


cabalgado hasta la casa. Frenó el caballo y puso a su hermana en el patio
del establo.
Capítulo 11
DOMOVOI
Traducido por Liliana

Después de que Sasha y Olga se fueran, Dunya notó un cambio en


Vasya. Por un lado, ella desaparecía más que nunca. Por otro lado,
hablaba mucho menos. Y a veces cuando hablaba las personas se
sobresaltaban. La niña estaba creciendo demasiado para el balbuceo
infantil, y sin embargo...

—Dunya —preguntó Vasya un día, no mucho después de la boda de


Olga, cuando el calor yacía como una mano sobre los bosques y los
campos—, ¿qué hay en el río? —Ella estaba bebiendo savia; tomó un gran
calado, miró a su nana expectante.

—Pescados, Vasochka, y si te comportas hasta el día de mañana,


tendremos algo fresco con nuevas hierbas y crema.

A Vasya le encantaba el pescado, pero negó con la cabeza.

—No, Dunya, ¿qué más vive en el río? Algo con ojos como una rana y
algas marinas como cabello y barro goteando por su nariz.

Dunya le lanzó a la niña una mirada penetrante, pero Vasya estaba


ocupada con los últimos trozos de col en el fondo de su plato y no se dio
cuenta.

—¿Has estado escuchando las historias de los campesinos, Vasya?


—preguntó Dunya—. Ese es el vodianoy, el rey del río, que siempre está
buscando pequeñas doncellas para llevarlas a su castillo bajo la orilla del
río.

Vasya estaba raspando el fondo de su tazón con distraído aire.

—No es un castillo —dijo, lamiendo caldo de sus dedos—. Solo es un


hoyo en la orilla del río. Pero nunca supe como lo habían llamado antes.
—Vasya... —Comenzó Dunya, mirando a los brillantes ojos de la
niña.

—¿Mmmm? —dijo Vasya, dejando el cuenco vacío y poniéndose en


pie. Estaba en la punta de la lengua de Dunya advertirla explícitamente en
contra de... ¿qué? ¿Hablando de cuentos de hadas? Dunya retiró las
palabras y empujó una canasta cubierta de tela a Vasya.

—Aquí —dijo Dunya—. Lleva esto al padre Semyon; ha estado


enfermo.

Vasya asintió. La habitación del sacerdote era parte de la casa, pero


se podía ingresar a través de una puerta separada en la pared sur. Cogió
una bola de masa, se la metió en la boca antes de que Dunya pudiera
objetar, y salió de la cocina, tarareando fuerte y sin voz, como solía hacer
su padre.

Lentamente, como contra su voluntad, la mano de Dunya se hundió


en un bolsillo cosido dentro de su falda. La estrella alrededor de la joya
azul brillaba, perfecta como un copo de nieve, y la piedra estaba fría como
el hielo a su toque, aunque ella había trabajado sobre el horno durante
toda esa sofocante mañana.

—Todavía no —susurró—. Todavía es una niña pequeña, oh, por


favor, todavía no —La gema brillaba contra su palma marchita. Dunya se
la metió airadamente en el bolsillo y se volvió para remover la sopa con
una fuerza vengativa muy diferente a la suya, de modo que el caldo claro
se derramó sobre los costados y silbó sobre las piedras calientes del horno.

***

ALGUN MOMENTO MÁS TARDE, KOLYA vio a su hermana


asomándose desde un montón de hierba alta. Frunció los labios. Nadie en
diez aldeas, de eso estaba seguro, podría arreglárselas para estar siempre
con los pies en alto como lo hacía Vasya.

—¿No deberías estar en la cocina, Vasya? —preguntó, con un borde


en su voz. El día era caluroso, su sudorosa esposa estaba irritable. Su hijo
recién nacido estaba dentando y chillaba sin parar. Por fin, Kolya,
apretando los dientes, arrebató la cuerda y la canasta y se encaminó hacia
el río. Pero ahora aquí estaba su hermana viniendo a perturbar su paz.
Vasya asomó la cabeza más lejos de la hierba, pero no abandonó su
escondite.

—No pude evitarlo, hermano —dijo con persuasión—. Anna Ivanovna


y Dunya se estaban gritando e Irina estaba llorando otra vez —Irina era su
nueva media hermana bebé, nació un poco antes que el propio hijo de
Kolya—. No puedo coser cuando Anna Ivanovna está de todos modos.
Olvidé cómo.

Kolya resopló.

Vasya se movió en su escondite.

—¿Puedo ayudarte a pescar? —preguntó, con suerte.

—No.

—¿Puedo verte pescar?

Kolya abrió la boca para rechazar, y luego lo reconsideró. Si


permanecía sentada en la orilla del río no se metería en problemas en otro
lado.

—Muy bien —dijo—. Si te sientas ahí. En silencio. No arrojes tu


sombra sobre el agua.

Vasya se arrastró dócilmente hacia el lugar indicado. Kolya no le


prestó más atención, concentrándose en el agua y la sensación de la línea
en sus dedos.

Una hora más tarde, Vasya todavía estaba sentada según las
instrucciones, y Kolya tenía seis peces finos en su cesta. Tal vez su esposa
perdonaría su desaparición, pensó, mirando a su hermana y
preguntándose cómo había logrado permanecer sentada durante tanto
tiempo. Ella estaba mirando el agua con una expresión embelesada que lo
hizo sentir incómodo. ¿Qué estaba viendo para que ella lo mirara así? El
agua susurraba sobre su lecho como siempre, con lechos de berro
balanceándose en la corriente de ambas orillas.

Hubo un fuerte tirón en su línea, y se olvidó de Vasya cuando lo


sacó. Pero antes de que el pez despejara la orilla, el gancho de madera se
rompió. Kolya maldijo. Enrolló su línea con impaciencia y reemplazó el
gancho. Miró alrededor preparándose para lanzar de nuevo. Su canasta ya
no estaba en su lugar. Maldijo de nuevo, más fuerte, y miró a Vasya. Pero
ella estaba sentada en una roca a diez pasos de distancia.

—¿Qué pasó? —preguntó ella.

— ¡Mis peces se han ido! Algún durak del pueblo debió venir y...

Pero Vasya no estaba escuchando. Ella había corrido hasta el borde


del río.

—¡No es tuyo! —gritó—. ¡Devuélvemelo! —Kolya creyó oír una nota


extraña en el chapoteo del agua, como si estuviera respondiendo. Vasya
pateó su pie—. ¡Ahora! ¡Atrapa a tu propio pez! —Un profundo gemido
surgió de las profundidades, como de rocas que se muelen juntas, y luego
la canasta salió volando de la nada para golpear a Vasya en el pecho y la
hizo caer hacia atrás. Instintivamente, ella lo agarró y sonrió a su
hermano.

—¡Aquí están! —dijo ella—. El viejo codicioso solo quería... —Pero se


detuvo en seco al ver el rostro de su hermano. Sin palabras, ella le tendió
la canasta.

A Kolya le habría gustado llegar a la aldea y dejar tanto su cesto


como a su peculiar hermana. Pero él era un hombre y un hijo boyardo, por
lo que se adelantó, con las piernas rígidas, para sujetar su captura. Él
podría haber deseado hablar; ciertamente su boca funcionaba una o dos
veces, como un pez, pensó Vasya, pero luego él giró sobre sus talones sin
decir una palabra y se alejó.

***

El otoño llegó al final para poner sus dedos fríos sobre la hierba seca
del verano; la luz pasó de dorado a gris y las nubes se volvieron húmedas y
suaves. Si Vasya todavía lloraba por su hermano y su hermana, no lo hizo
donde su familia pudiera verla, y dejó de preguntarle a su padre todos los
días si era lo suficientemente grande como para ir a Moscú. Pero comía
sus gachas con una intensidad lobuna y le preguntaba a Dunya a menudo
si había crecido más. Evitaba tanto a su costura como a su madrastra.
Anna daba un pisotón y daba órdenes chillonas, pero Vasya las desafiaba.

Ese verano ella divagó por el bosque, mientras la luz duraba y en la


noche. No había Sasha ahora para atraparla cuando huía, y huyó a
menudo, a pesar del regaño de Dunya. Pero los días se arrastraban, el
clima empeoraba, y en las cortas y tempestuosas tardes, Vasya a veces se
sentaba en el taburete. Allí, ella se comería su pan y hablaría con el
domovoi.

El domovoi era pequeño, achaparrado y marrón. Tenía una larga


barba y ojos brillantes. Por la noche, salía sigilosamente del horno para
limpiar los platos y limpiar el hollín. Él solía hacer reparaciones también,
cuando las personas le permitían salir, pero Anna gritaba si veía una
camisa suelta, y pocos de los sirvientes arriesgaban su ira. Antes de que
llegara la madrastra de Vasya, ellos le habían dejado ofrendas: un cuenco
de leche o un poco de pan. Pero Anna también chillaba. Dunya y las
sirvientas habían empezado a ocultar sus ofrendas en rincones extraños
donde rara vez venía Anna.

Vasya hablaba entre mordiscos, pateba sus pies contra las patas de
su taburete. El domovoi estaba cosiendo; ella le había entregado
furtivamente su reparación. Sus pequeños dedos se movieron rápidamente
como mosquitos en un día de verano. Su conversación fue, como siempre,
más bien unilateral.

—¿De dónde vienes? —le preguntó Vasya con la boca llena. Había
hecho esta pregunta antes, pero a veces su respuesta cambiaba.

El domovoi no levantó la vista ni se detuvo en su trabajo.

—De aquí —dijo.

—¿Quieres decir que hay más de ustedes? —Inquirió la chica,


mirando a su alrededor.

La idea pareció desconcertar al domovoi.

—No.

—Pero si eres el único, ¿de dónde vienes?

La conversación filosófica no era el punto fuerte del domovoi. Su


ceño arrugado se frunció, y había una sugerencia de duda en sus manos.

—Estoy aquí porque la casa está aquí. Si la casa no estuviera aquí,


tampoco lo estaría.

Vasilisa no podía entender la respuesta.


—Entonces —Intentó de nuevo—, si los tártaros incendian la casa,
¿morirás?

El domovoi parecía como si estuviera luchando con un concepto


insondable.

—No.

—Pero acabas de decir que…

El domovoi insinuó en este punto, con cierta brusquedad en sus


manos, que no le importaba más hablar. Vasya había terminado su pan,
de todos modos. Sorprendiéndose a sí misma, se deslizó de su taburete en
una dispersión de migajas. El domovoi la miró con los labios apretados.
Culpablemente, ella desperdigó las migas con las manos. Finalmente se
dio por vencida y huyó, solo para tropezar con un tablero suelto y chocar
contra Anna Ivanovna, que estaba en la puerta de la calle mirándola con la
boca entreabierta.

En su defensa, Vasya no tenía intención de enviar a su madrastra


contra el marco de la puerta, pero era fuerte y huesuda para su edad y
podía correr muy rápido. Vasya levantó la mirada en rápida disculpa, pero
se detuvo, arrestada. Anna estaba blanca como la sal, con un poco de
color ardiendo en cada mejilla. Su pecho se levantó. Vasya dio un paso
hacia atrás.

—Vasya —Comenzó a decir Anna, estrangulada—. ¿Con quién


hablabas?

Vasya, desconcertada, no dijo nada.

—¡Respóndeme, niña! ¿Con quién hablabas?

Vasya, desconcertada, se decidió por la respuesta más segura.

—Con nadie.

La mirada de Anna se movió de Vasya a la habitación de atrás.


Bruscamente extendió la mano y le dio una bofetada a Vasya en el rostro.

Vasya se llevó la mano a la mejilla, pálida con asombrosa furia. Las


lágrimas brotaron a sus ojos un momento después. Su padre la golpeaba a
menudo, pero con una grave aplicación de justicia. Ella nunca había sido
golpeada con ira en su vida.
—No volveré a preguntar —dijo Anna.

—Es solo el domovoi —susurró Vasya. Sus ojos eran enormes—.


Solo el domovoi.

—¿Y qué clase de demonio —exigió Anna, estridentemente— es el


domovoi?

Vasya, desconcertada y tratando de no llorar, no dijo nada.

Anna levantó una mano para abofetearla de nuevo.

—Él ayuda a limpiar la casa —Tartamudeó apresuradamente—. No


hace daño.

Los ojos de Anna se clavaron, llameantes, en la habitación y su


rostro se sonrojó.

—¡Vete! —chilló. El domovoi levantó la mirada en una confusa


confusión. Anna se volvió hacia Vasilisa— ¿Domovoi? —siseó Anna,
avanzando hacia su hijastra—. ¿Domovoi? ¡No hay tal cosa como un
domovoi!

Vasya, furiosa, desconcertada, abrió la boca para contradecir, captó


la expresión de su madrastra y la cerró con un chasquido. Ella nunca
había visto a nadie verse tan asustado.

—Sal de aquí —gritó Anna— ¡Vete, fuera! —La última palabra fue un
chillido, y Vasya dio media vuelta y huyó.

***

EL CALOR DE LOS ANIMALES SE alzaba desde abajo y calentaba el


agradable aromático desván. Vasya se hundió en un montón de paja, fría,
magullada y desconcertada.

¿No había tal cosa como un domovoi? Por supuesto que había. Lo
veía todos los días. Él había estado allí.

¿Pero ellos lo vieron? Vasya no podía recordar a nadie excepto a sí


misma hablando con el domovoi. Pero, por supuesto, Anna Ivanovna lo vio:
vete, había dicho. ¿No es así? Tal vez, tal vez no había tal cosa como un
domovoi. Quizás ella estaba enojada. Tal vez estaba destinada a ser una
tonta santa y deambular entre las aldeas. Pero no, los Tontos Santos
fueron protegidos por Cristo; ellos no serían tan malvados como ella.
La cabeza de Vasya dolía al pensar. Si el domovoi no era real, ¿qué
pasa con los demás? ¿El vodianoy en el río, el hombre ramita en los
árboles? ¿El rusalka, el polevik, el dvorovoi? ¿Se los había imaginado a
todos? ¿Estaba loca? ¿Lo estaba Anna Ivanovna? Deseó poder preguntarle
a Olya o a Sasha. Ellos lo sabrían, y ninguno de ellos la golpearía jamás.
Pero estaban muy lejos.

Vasya enterró su cabeza en sus brazos. No estaba segura de cuánto


tiempo estuvo allí. Las sombras se desplazaban por el oscuro establo.
Dormitaba un poco como los niños cansados, y cuando despertó, la luz del
pajar era gris y estaba furiosamente hambrienta.

Tiesa, Vasya se desenredó, abrió los ojos y se encontró mirando


directamente a los ojos de una extraña personita. Vasya soltó un gemido
de consternación y se acurrucó de nuevo, presionando sus puños en las
cuencas de sus ojos.

Pero cuando volvió a mirar, los ojos seguían allí, todavía grandes,
marrones y tranquilos, y pegados a un rostro ancho, una nariz roja y una
barba blanca y ondulante. La criatura era bastante pequeña, no más
grande que Vasya misma, y él se sentaba en una pila de heno, mirándola
con una expresión de curiosa simpatía. A diferencia del domovoi en su
túnica limpia, esta criatura llevaba una colección de rarezas andrajosas, y
sus pies estaban desnudos.

Tanto que Vasya vio antes de cerrar los ojos de nuevo. Pero no podía
quedarse sepultada en el heno para siempre; al final se armó de coraje,
abrió los ojos una vez más y dijo trémulamente:

—¿Eres un demonio? —Hubo una pequeña pausa.

—No lo sé. Tal vez. ¿Qué es un demonio? —La pequeña criatura


tenía una voz como el de un caballo bondadoso.

Vasya reflexionó.

—Una gran criatura negra con una barba de fuego y una cola
bifurcada que desea poseer mi alma y arrastrarme para ser torturada en
un pozo de fuego.

Ella miró al pequeño hombre de nuevo.

Fuera lo que él fuera, no parecía encajar con esta descripción. Su


barba era bastante tranquilizadora, blanca y sólida, y estaba girando sobre
sí mismo y examinando la parte de atrás de sus pantalones como para
confirmar la ausencia de una cola.

—No —respondió él por fin—. No creo que sea un demonio.

—¿Estás realmente aquí? —preguntó Vasya.

—A veces —respondió el pequeño hombre tranquilamente.

Vasya no estaba muy segura, pero después de un momento de


reflexión, ella decidió que ―a veces‖ era preferible a ―nunca‖.

—Oh —dijo ella, apaciguada—. ¿Entonces qué eres?

—Cuido a los caballos.

Vasya asintió sabiamente. Si había una pequeña criatura para


cuidar la casa, bueno, entonces, debería haber otra para los establos. Pero
la niña había aprendido cautela.

—¿Puede... pueden todos verte? ¿Saben que estás aquí?

—Los mozos de cuadra saben que estoy aquí; al menos, dejan


ofrendas en las noches frías. Pero no, nadie puede verme. Excepto tú. Y la
otra, pero ella nunca viene —Él hizo una pequeña reverencia en su
dirección.

Vasya lo miró con creciente consternación. —¿Y el domovoi? Nadie


puede verlo tampoco, ¿verdad?

—No sé qué es un domovoi —respondió la pequeña criatura de forma


pareja—. Soy de los establos y de las bestias que viven aquí. No me
aventuro afuera excepto para ejercitar a los caballos.

Vasya abrió la boca para preguntar cómo lo hacía. Él no era más alto
que ella, y todos los caballos tenían varios palmos por encima de su
cabeza. Pero en ese momento se dio cuenta de la llamada de alarma de
Dunya. Ella se levantó de un salto.

—Debo irme —dijo ella— ¿Te veré de nuevo?

—Si quieres —respondió el otro—. Nunca he hablado con nadie


antes.

—Me llamo Vasilisa Petrovna. ¿Cuál es tu nombre?


La pequeña criatura pensó por un momento. —Nunca tuve que
nombrarme antes —dijo. Él pensó de nuevo—. Yo soy el vazila, el espíritu
de los caballos —dijo finalmente—. Supongo que puedes llamarme así.

Vasya asintió una vez, respetuosamente.

—Gracias —dijo ella. Luego se dio la vuelta y corrió hacia la escalera


del pajar, arrastrando paja del cabello.

***

LOS DÍAS SE ALEJARON y con ellos las estaciones. Vasya creció y


aprendió a ser prudente. Se aseguró de no hablar nunca con nadie más
que con otras personas a menos que estuviera sola. Decidió gritar menos,
correr menos, preocuparse menos por Dunya y, sobre todo, evitar a Anna
Ivanovna.

Incluso logró algo, durante casi siete años pasó en paz. Si Vasya
escuchó voces en el viento, o vio caras en las hojas, ella las ignoró.
Principalmente. El vazila se convirtió en la excepción.

Él era una criatura muy simple. Como todos los espíritus del hogar,
dijo, había nacido cuando se construyeron los establos y no recordaba
nada antes. Pero tenía la generosa simplicidad de los caballos, y bajo su
imprudencia, Vasilisa tenía una firmeza que, aunque no lo sabía, atraía al
pequeño espíritu estable.

Cada vez que podía, Vasya desaparecía en el granero. Podía ver el


vazila durante horas. Sus movimientos eran inhumanamente ligeros y
hábiles, y trepaba a lomos de los caballos como una ardilla. Incluso Buran
permanecía como una piedra mientras lo hacía. Después de un tiempo,
parecía natural que Vasya tomara el cuchillo y el peine y lo ayudara.

Al principio, las lecciones del vazila eran solo artesanales: en la


preparación, el cuidado y la reparación. Pero Vasya estaba muy ansiosa, y
pronto él le estaba enseñando cosas extrañas.

Él le enseñó a hablar con los caballos.

Era un lenguaje de ojo y cuerpo, sonido y gesto. Vasya era lo


suficientemente joven como para aprender rápidamente. Muy pronto ella
estaba entrando al granero no solo por la comodidad del heno y los
cuerpos calientes, sino por la charla de los caballos. Ella se sentaba en los
puestos por horas, escuchando.
Los mozos de cuadra la habrían enviado fuera si la hubieran
atrapado, pero se las arreglaron para encontrarla sorprendentemente rara
vez. Algunas veces le preocupaba a Vasya que nunca la encontraran. Todo
lo que tenía que hacer era aplanarse contra el costado de un establo y
luego agacharse alrededor del caballo y huir, y el mozo de cuadra ni
siquiera levantaría la mirada.
SEGUNDA PARTE
Capítulo 12
El sacerdote con el cabello dorado
Traducido por NaomiiMora & Mew Rincone

En el año en que Vasilisa Petrovna cumplió catorce años, el


Metropolitano Aleksei hizo sus planes para la adhesión del Príncipe Dmitrii
Ivanovich. Durante siete años, el Metropolitano había ocupado la regencia
de Moscú; planeó y peleó, hizo alianzas y las rompió, llamó a hombres a la
batalla y los envió a casa de nuevo. Pero cuando Dmitrii llegó a la
madurez, Aleksei, al verlo audaz, agudo y firme en su sano juicio dijo:

—Bueno, un buen potro no debe dejarse pastando— y comenzó a


hacer planes para una coronación. Las túnicas estaban cosidas, las pieles
y las joyas compradas, el muchacho enviado a Sarai para suplicar la
indulgencia del Khan.

Y Aleksei continuó, como siempre, mirando en silencio a su


alrededor por aquellos que podrían estar en condiciones de oponerse a la
sucesión del príncipe. Fue así que supo de un sacerdote llamado
Konstantin Nikonovich.

Konstantin era un hombre bastante joven, cierto, pero era el


afortunado (o desafortunado) poseedor de una horrible belleza: cabello
dorado y ojos como agua azul. Era famoso en toda Moscovia por su piedad
y, a pesar de su juventud, había viajado mucho al sur, incluso a Tsargrad
y al oeste, a Hellas. Leía en griego y podía discutir oscuros puntos de
teología. Además cantaba con una voz como de ángel, por lo que la gente
lloraba al escucharlo y alzaban sus ojos a Dios.

Pero sobre todo, Konstantin Nikonovich era un pintor de símbolos.


Tales símbolos, según decía la gente, nunca se habían visto en Moscovia;
debían de haber provenido del dedo de Dios para bendecir al malvado
mundo. Sus símbolos ya se habían copiado en los monasterios del norte de
Rus´, y los espías de Aleksei le contaban cuentos de multitudes extasiadas
y amotinadas, de mujeres que lloraban cuando besaban los rostros
pintados.
Estos rumores preocuparon al Metropolitano.

—Bueno, libraré a Moscú de este sacerdote de cabellos dorados—se


dijo a sí mismo—. Si se le quiere tanto, a su voz, si así lo quisiera pondría
el pueblo contra el príncipe.

Cayó de lleno en deliberar un medio u otro.

Mientras deliberaba un mensajero llegó procedente la casa de Pyotr


Vladimirovich.

El Metropolitano recibió al hombre de inmediato. El mensajero llegó


a su debido tiempo, todavía con polvo y cansado, impresionado por su
brillante entorno. Pero se mantuvo firme y dijo:

—Padre, bendígame —dijo con solo un pequeño tartamudeo.

—Dios esté contigo —dijo Aleksei, esbozando el signo de la cruz—.


Dime qué te trae de tan lejos, hijo mío.

—El sacerdote de Lesnaya Zemlya ha muerto —explicó el mensajero,


tragando saliva. Había esperado explicar su misión a un personaje menos
exaltado—. El buen padre se ha ido con Dios y la señora dice que estamos
a la deriva. Os ruega que enviéis a otro para que nos guie en medio de
aquella tierra salvaje.

—Bien —dijo el Metropolitano de inmediato—. Dad gracias, porque


vuestra salvación está cerca.

El Metropolitano Aleksei despidió al mensajero y mandó llamar a


Konstantin Nikonovich.

El joven acudió a la presencia del prelado, alto, pálido y abrasador.


Su túnica de tela oscura resaltaba la belleza de su cabello y sus ojos.

—Padre Konstantin —dijo Aleksei—. Ha sido llamado por Dios para


cumplir una tarea.

El padre Konstantin no dijo nada.

—Una mujer —continuó el Metropolitano—. La propia hermana del


Gran Príncipe, ha enviado un mensajero rogando nuestra ayuda. El rebaño
de su aldea no tiene pastor.

El rostro del joven no cambió.


—Eres el hombre ideal para ir y atender a la dama y a su familia —
concluyó Aleksei, sonriendo con un aire de afectada benevolencia.

—Batyushka— dijo el padre Konstantin. Su voz era tan profunda


que era sorprendente. El sirviente cerca del codo de Aleksei soltó un
chillidito. El metropolitano entrecerró los ojos—. Me siento honrado. Pero
ya tengo trabajo entre la gente de Moscú. Y mis símbolos, lo cuales pinté
para la gloria de Dios, están aquí.

—Hay muchos de nosotros que atenderán a la gente de Moscú—


respondió el Metropolitano. La voz del joven sacerdote era tranquilizadora
e inquietante al mismo tiempo, y Aleksei lo miró con cautela—. Y con esas
pobres almas perdidas en el desierto no hay nadie en absoluto. No, no,
realmente debes ser tú. Te irás en tres semanas.

Pyotr Vladimirovich es un hombre sensato, pensó Aleksei. Tres


temporadas en el norte acabarán con este advenedizo, o al menos
desvanecerán esa belleza tan peligrosa. Es mejor que matarlo ahora, no sea
que la gente tome su carne por reliquias y lo convierta en un mártir.

El padre Konstantin abrió la boca. Pero captó la mirada del


Metropolitano, que era dura como el pedernal. Los guardias esperaban a
cada lado y más en la antesala, con largas picas escarlata. Konstantin
reprimió todo lo que había querido decir.

—Estoy seguro— dijo Aleksei suavemente—, que tienes mucho que


hacer antes de tu partida. Que Dios esté contigo, hijo mío.

Konstantin, con la cara pálida y mordiéndose el carnoso labio,


inclinó la cabeza rígidamente y giró sobre sus talones. Su pesada bata se
onduló y crujió detrás de él cuando salió de la habitación.

—Buen viaje— murmuró Aleksei, aunque todavía estaba inquieto.


Arrojó kvas en una taza y envió la cosa fría por su garganta.

***

Durante la parte más cálida de la temporada las carreteras estaban


secas y con hierba crecida. El suave sol amaba el olor de la tierra dulce y
las suaves lluvias dispersaban flores en el bosque. Pero el padre
Konstantin no veía nada de eso; cabalgaba al lado del mensajero de Anna
con los labios blancos de furia. Sus dedos dolían por sus pinceles, por sus
pigmentos y paneles de madera, por su fría y silenciosa celda. Lo que más
le dolía era la gente, su amor y su hambre y su medio atemorizado éxtasis,
por la forma en que sus manos se estiraban hacia él. Los demonios
apoderaron del metiche Metropolitano. Y ahora estaba exiliado, sin otra
razón más que ser querido por la gente.

Bien. Entrenaría a algún chico del pueblo, lo ordenaría y luego


podría regresar a Moscú. O tal vez iría más al sur, a Kiev, o al oeste de
Novgorod. El mundo era grande y Konstantin Nikonovich no se pudriría en
una granja en el bosque.

Konstantin pasó una semana echando humo, y luego su curiosidad


natural tomo el control. Los árboles se hicieron cada vez más grandes a
medida que avanzaban dentro de las tierras salvajes: robles de gran
tamaño y pinos altos como las cúpulas de las iglesias. Los prados
brillantes se hicieron más escasos a medida que el bosque se acercaba a
cada lado; la luz era verde, gris y púrpura, y las sombras yacían gruesas
como el terciopelo.

—¿Cómo es la tierra de Pyotr Vladimirovich? — preguntó Konstantin


a su compañero una mañana. El mensajero se asustó. Habían estado
cabalgando durante una semana y el apuesto sacerdote apenas había
abierto los labios, excepto para comer.

—Muy hermoso, Batyushka— respondió el hombre


respetuosamente—. Árboles hermosos como catedrales y arroyos brillantes
por todos lados. Flores en verano, frutas en otoño. Sin embargo hace frío
en invierno.

—¿Y vuestro maestro y su señora? — peguntó Konstantin, curioso a


su pesar.

—Pyotr Vladimirovic es un buen hombre — dijo el hombre, la calidez


se apoderó de su voz—. Difícil a veces, pero justo, y a su gente nunca le
falta nada.

—¿Yvuestra señora?

—Oh, una buena mujer; una buena mujer. No como la señora


anterior, pero una buena mujer de todos modos. No sé nada de ella. —
Lanzó una mirada furtiva a Konstantin mientras hablaba, y el padre
Konstantin se preguntó qué era lo que el mensajero no había dicho.

**+

EL DÍA EN QUE EL SACERDOTE LLEGÓ, Vasya estaba sentada en


un árbol hablando con un rusalka. Alguna vez, Vasya habría encontrado
tales conversaciones desconcertantes, pero ahora se había acostumbrado a
la desnudez de la piel verde de la mujer y al constante goteo de agua de su
cabello pálido y lleno de malezas. El hada estaba sentada sobre una
gruesa pierna con una indiferencia felina, peinando constantemente sus
largas trenzas. Su peine era el mayor tesoro de la rusalka, porque si se le
secaba el pelo, moriría; pero el peine podría conjurar agua en cualquier
lugar. Cuando miró de cerca, Vasya pudo ver el agua que fluía de los
dientes del peine. La rusalka tenía un apetito por la carne; robaba los
cervatillos que bebían agua en su lago al amanecer, y a veces, a los jóvenes
que nadaban allí a mediados de verano. Pero a ella le gustaba Vasilisa.

Era ya entrada la tarde, y la luz de los largos días del norte que
brillaban sobre las dos resaltaban el resplandor en los cabellos de Vasya y
desvanecía a la rusalka en una forma fantasmal de una mujer de color
verdoso. El espíritu del agua era viejo como el lago mismo, y algunas veces
miraba con asombro a Vasya, la niña impetuosa de un mundo más nuevo.

Se habían hecho amigas en extrañas circunstancias. La rusalka


había robado a un chico del pueblo. Vasya, al ver que el joven desaparecía,
gorgoteaba y el destello de dedos verdes, se había zambullido en el lago
detrás de él. A pesar de ser una niña, ardía con la fuerza de su propia
mortalidad y era rival para cualquier rusalka. Agarró al niño y lo arrastró
de vuelta a la luz del día. Llegaron a salvo a la orilla, el chico magullado y
escupiendo agua, mirando a Vasya gratitud y terror a partes iguales. Se
apartó de ella y corrió hacia la aldea tan pronto como sintió la tierra bajo
sus pies.

Vasya se encogió de hombros y continuó retorciendo el agua de su


trenza. Quería su sopa. Pero al final del largo crepúsculo primaveral,
cuando cada hoja y cada brizna de hierba destacaban negras contra el aire
teñido de azul, Vasya había regresado al lago. Se sentó en el borde, con los
dedos de los pies en el agua.

—¿Querías comértelo? —Le preguntó al agua amablemente—. ¿No


puedes encontrar otra carne?
Hubo un pequeño silencio lleno de hojas.

Entonces se escuchó:

— No— dijo una voz ondulante. Vasya se puso en pie de un brinco y


sus ojos recorrieron el follaje. Fue más que nada suerte que su mirada se
prendiera sobre los contornos sinuosos de una mujer desnuda. La rusalka
estaba agazapada en una rama, con una cosa blanca resplandeciente
empuñada en una mano.

—No carne —la criatura había dicho con un escalofrío, el cabello


recorriendo su piel como olas—. Miedo y deseo, nada de lo que tu puedas
saber. Le pone sabor al agua y me nutre. Muriendo, ellos me conocen por
lo que soy. De lo contrario no sería más que un lago, un árbol y un alga
marina.

—¡Pero los matas! —dijo Vasya.

—Todo muere.

—No dejaré que mates a mi gente.

—Entonces voy a desaparecer— respondió la rusalka, sin inflexión.

Vasya pensó por un momento.

—Sé que estás aquí. Puedo verte. No me estoy muriendo, y no tengo


miedo, pero puedo verte. Podría ser tu amiga ¿Es suficiente?

La rusalka la miraba con curiosidad.

—Quizás.

Y fiel a su palabra, Vasya venía a buscar el espíritu acuático, y en


primavera arrojaba flores al lago, y la rusalka no murió.

A cambio, la rusalka enseñaba a nadar a Vasya como pocos podrían


hacerlo, y a trepar los árboles como un gato, y así fue como las dos se
encontraban juntas, descansando en una rama que daba al camino,
mientras el padre Konstantin se acercaba a Lesnaya Zemlya.

La rusalka vio al sacerdote primero. Sus ojos brillaron.

—Por allí viene uno que sería buena comida.


Vasya miró por el camino y vio a un hombre con cabello dorado y
polvoriento y la túnica oscura de un sacerdote.

— ¿Por qué?

—Está lleno de deseo. Deseo y miedo. No sabe lo que desea y no


admite su miedo. Pero posee ambos sentimiento y son lo suficientemente
fuertes como para estrangularlo.

El hombre se acercaba. De hecho, tenía un rostro hambriento. Los


pómulos altos y salientes arrojaban sombras grises sobre sus mejillas
hundidas; tenía unos profundos ojos azules, labios suaves y llenos,
aunque estaban rígidos como para ocultar su suavidad. Uno de los
hombres de su padre cabalgaba a su lado, y los dos caballos estaban
polvorientos y cansados.

La cara de Vasya se iluminó.

—Me voy a casa —dijo—. Si viene de Moscú, tendrá noticias de mi


hermano y mi hermana.

La rusalka no la miraba a ella, sino al camino que el hombre había


tomado, con una mirada hambrienta en sus ojos.

—Prometiste que no lo harías—dijo Vasya severamente.

La rusalka sonrió, sus afilados dientes relucieron entres sus labios


verdosos.

— Tal vez desee la muerte —dijo—. Si es así, yo puedo ayudarlo.

***

EL PATIO DELANTERO DE LA CASA se agitaba como una pila de


hormigas, bañadas en oro por la luz de la tarde. Un hombre estaba
desensillando a los caballos cansados, pero el sacerdote no estaba a la
vista. Vasya corrió hacia la puerta de la cocina. Dunya, que la encontró en
el umbral, bufó por las ramitas en su cabello y las manchas en su vestido
de retales.

—Vasya, ¿dónde ...? —dijo—. No importa. Vamos, date prisa.


Empujó a la niña para que la peinaran y le cambiaran la ropa sucia
por una blusa y un sarafan bordado.

Ruborizada y molesta, pero más o menos presentable, Vasya salió de


la habitación que compartía con Irina. Alyosha estaba esperándola. Sonrió
ante su apariencia.

—Tal vez logren casarte después de todo, Vasochka.

—Anna Ivanovna dice que no —respondió Vasya tranquilamente—.


Demasiado alta, tan delgada como una comadreja, con los pies y cara de
una rana. —Juntó las manos y levantó los ojos—. Por desgracia, solo los
príncipes de los cuentos de hadas toman ranas por esposas. Y pueden
hacer magia y volverse bellas al momento. Me temo que yo no tengo
ningún príncipe, Lyoshka.

Alyosha resopló.

—Compadecería al príncipe. Pero no te creas todo lo que dice Anna


Ivanovna; no quiere que seas hermosa.

Vasya no dijo nada, y una rápida sombra oscureció su rostro.

—Bueno, así que hay un nuevo sacerdote—agregó Alyosha


apresuradamente—. Curiosa, ¿verdad, hermanita?

Los dos se deslizaron afuera y rodearon la casa.

La mirada que le dirigió era diáfana como la de un niño

— ¿Tú no? —dijo—. Viene de Moscú; quizás tenga noticias.

***

PYOTR Y EL SACERDOTE se sentaron juntos en la fresca hierba


veraniega bebiendo kvas. Pyotr se volvió cuando escuchó a sus hijos
acercarse y entrecerró los ojos al ver a su segunda hija.

Es casi una mujer, pensó. Ha pasado demasiado tiempo desde que la


miré realmente. Es tan parecida y tan diferente a su madre.

En verdad, Vasya todavía era desgarbada, pero su rostro había


comenzado a afilarse. Sus huesos aún estaban tallados ásperamente y
demasiado grandes, su boca aún demasiado ancha y con los labios
demasiado llenos en comparación del resto de su rostro. Pero era
cautivadora: los estados de ánimo pasaban como nubes sobre el agua
clara y verde de su mirada, y algo en sus movimientos, la línea de su
cuello y su cabello trenzado, atrapaba la vista y la sostenía. Cuando la luz
iluminó su cabello negro, no brillaba bronce como el de Marina, sino un
rojo oscuro, como granates atrapados en los sedosos mechones.

El padre Konstantin miraba a Vasya con las cejas levantadas y un


ligero ceño fruncido. Y no es de extrañar, pensó Pyotr. Había algo salvaje
en ella, por su vestido limpio y su cabello debidamente trenzado. Parecía
una criatura salvaje recién capturada y apenas preparada para someterse.

—Mi hijo —dijo Pyotr apresuradamente—. Aleksei Petrovich. Y esta


es mi hija, Vasilisa Petrovna.

Alyosha se inclinó, tanto para el sacerdote como para su padre.


Vasya miraba a Konstantin con una clara impaciencia. Alyosha le dio un
codazo, fuerte.

—¡Oh! —dijo Vasya—. Se bienvenido, Batyushka. —Y luego agregó,


todo con prisa—. ¿Tienes noticias de nuestro hermano y hermana? Mi
hermano se fue hace siete años para tomar sus votos en la Trinidad Lavra.
Y mi hermana es la princesa de Serpukhov. ¡Dime que los has visto!

Su madre debería reprenderla, pensó sombríamente Konstantin.


Una voz suave y una cabeza inclinada eran lo más apropiado cuando una
mujer se dirigía a un sacerdote. Esta chica lo miraba descaradamente en
la cara con sus místicos ojos verdes.

—Basta, Vasya— dijo Pyotr, severo—. Ha tenido un largo viaje.

Konstantin escatimó cualquier respuesta. Hubo un crujido de pies


en la hierba del verano. Anna Ivanovna se abrió paso sin aliento, vestida
con sus mejores galas. Su pequeña hija, Irina, la siguió, impecable como
siempre y bonita como una muñeca. Anna hizo una reverencia. Irina se
chupó el dedo y miró al recién llegado con los ojos abiertos.

—Batyushka —dijo Anna—. Sea bienvenido.

El sacerdote asintió con la cabeza. Al menos estas dos eran mujeres


adecuadas. La madre tenía una bufanda envuelta alrededor de su pelo, y
la niña pequeña era pequeña y respetuosa. Pero, muy a su pesar, la
mirada de Konstantin se deslizó hacia un lado y captó la mirada
interesada de la otra hija.
—¿Colores? —dijo Pyotr con el ceño fruncido.

—Colores, Pyotr Vladimirovich —dijo el padre Konstantin, tratando


de no traicionar su entusiasmo.

Pyotr no estaba seguro de haber escuchado bien al sacerdote.

La cena en la cocina de verano era una cuestión ruidosa. El bosque


era bondadoso en los meses dorados, y el huerto se desbordaba. Dunya se
superó con guisos delicados.

—Y entonces corrimos como liebres —decía Alyosha, desde el otro


lado de la chimenea. A su lado, Vasya se sonrojó y se cubrió la cara. La
cocina resonó con carcajadas.

— ¿Tintes, quieres decir? — dijo Pyotr al sacerdote, su rostro se


aclaró—. Bueno, no debes tener miedo en ese sentido; las mujeres teñirán
lo que quieras. —Sonrió, sintiéndose benevolente. Pyotr estaba contento
con la vida. Sus cultivos crecieron altos y verdes bajo un sol claro y
hermoso. Su esposa lloró y chilló y se ocultó menos desde la llegada de
este sacerdote rubio.

—Lo haremos —intervino Anna sin aliento. Estaba descuidando su


guiso—. Lo que vos queráis. ¿Sigue hambriento, Batyushka?

—Colores —dijo Konstantin—. No para tintes. Deseo hacer pinturas.

Pyotr se ofendió. La casa estaba pintada debajo de los aleros de color


escarlata y azul. Pero la pintura estaba brillante y bien cuidada, y si este
hombre pensaba que necesitaba entrometerse ...

Konstantin señaló la esquina del símbolo frente a la puerta.

—Para pintar símbolos —dijo muy claramente—. Para la gloria de


Dios. Sé lo que necesito. Pero no sé dónde encontrarlo en este bosque.

Para pintar símbolos. Pyotr miró a Konstantin con renovado respeto.

—¿Como el nuestro? — dijo. Miró a la Virgen bañada en humo e


indiferentemente pintada en su rincón, con un candelabro frente a ella.
Había traído los símbolos familiares desde Moscú, pero nunca había visto
un pintor de símbolos. Los Monjes pintaban símbolos.
Konstantin abrió la boca, la cerró, suavizó sus rasgos y dijo:

—Sí. Algo parecido. Pero debo tener pinturas. Colores. Traje algunas
conmigo, pero…

Los símbolos eran santos. Los hombres honrarían su casa cuando


supieran que albergaba a un pintor de símbolos.

—Por supuesto, Batyushka —dijo Pyotr—. Símbolos, pintura para


símbolos, bueno, te conseguiremos tus pinturas. —Pyotr alzó la voz—.
¡Vasya!

En el otro lado de la chimenea, Alyosha dijo algo y se rió. Vasya


también se estaba riendo. La luz del sol brillaba sobre su pelo e iluminaba
las pecas que adornaban el puente de su nariz.

Desgarbada, pensó Konstantin. Torpe, medio crecida. Pero la mitad


de la casa la miraba para ver qué haría después.

—¡Vasya! —llamó de nuevo Pyotr, más bruscamente esta vez.

Dejó de cuchichear y se dirigió hacia ellos. Llevaba un vestido verde.


Su cabello se había aflojado en las sienes y se había enroscado un poco
sobre sus cejas, debajo de su pañuelo rojo y amarillo. Es fea, pensó
Konstantin, y luego se preguntó a sí mismo. ¿Qué le importaba si una
chica era fea?

— ¿Padre? —dijo Vasya.

—El padre Konstantin desea ir al bosque —dijo Pyotr—. Está


buscando colores. Irás con él. Le mostrarás dónde crecen las plantas de
tintes.

La mirada que lanzó al sacerdote no fue la mirada boba o tímida de


una doncella; era transparente como la luz del sol, brillante y curiosa.

— Sí, padre —dijo. Y, a Konstantin—: Mañana al amanecer,


Batyushka. Lo mejor es recolectar antes de que salga el sol.

Anna Ivanovna aprovechó el momento para poner más estofado en el


cuenco de Konstantin. —Para vuestra partida—dijo.

No quitó sus ojos de Vasya. ¿Por qué un hombre de la aldea no podía


ayudarlo a encontrar sus pigmentos? ¿Por qué la bruja de ojos verdes?
Abruptamente se dio cuenta de que la estaba mirando. El brillo se había
desvanecido de la cara de la niña. Konstantin se reclamó a sí mismo.

—Gracias, devushka. —Dibujó el signo de la cruz en el aire entre


ellos.

Vasya sonrió de repente.

—Mañana, entonces —dijo.

—Vete, Vasya —dijo Anna, un poco estridente—. El santo padre


puede no tener más necesidad de ti.

***

HABÍA NIEBLA en el campo a la mañana siguiente. La luz del sol


naciente la convirtió en fuego y humo, rayando las sombras de los árboles.
La chica saludó a Konstantin con un rostro cauteloso y radiante. Era como
un espíritu en la bruma.

El bosque de Lesnaya Zemlya no era como el bosque alrededor de


Moscú. Era más salvaje, más cruel y más limpio. Los vastos árboles
susurraban juntos en lo alto, y a su alrededor, Konstantin parecía sentir
ojos. Ojos ... tonterías.

—Sé dónde crece la menta salvaje —dijo Vasya mientras seguían un


delgado camino de tierra. Los árboles formaban un arco de catedral sobre
sus cabezas. Los pies descalzos de la niña eran delicados en el polvo. Tenía
una bolsa de piel colgada a su espalda—. Y habrá bayas de saúco si
tenemos suerte, y moras. Aliso para el amarillo. Pero eso no es suficiente
para el rostro de un santo. ¿Nos pintarás símbolos, Batyushka?

—Tengo la tierra roja, las piedras en polvo, el metal negro. Incluso


tengo el polvo de lapislázuli para hacer el velo de la Virgen. Pero no tengo
verde, amarillo ni violeta —dijo Konstantin. Tardíamente, escuchó el
entusiasmo en su propia voz.

—Esos los podemos encontrar —dijo Vasya. Saltaba como un niño—.


Nunca he visto un ícono pintado. Tampoco lo ha hecho nadie más. Todos
vendremos y te pediremos oraciones, para que podamos verte mientras
trabajas.

Sabía que la gente hacía exactamente eso. En Moscú, se agolpaban


sobre sus iconos...
—Eres humano, después de todo —dijo Vasya, mirando los
pensamientos cruzar por su rostro—. Me lo cuestionaba. A veces es como
un icono en sí mismo.

No sabía lo que ella había visto en su rostro y estaba enojado


consigo mismo.

—Te preguntas demasiado, Vasilisa Petrovna. Es mejor que te


quedes tranquila en casa con tu hermanita.

—No es el primero en decirme eso —dijo Vasya sin rencor—. Pero si


lo hiciera, ¿quién iría con usted al amanecer a buscar trozos de hojas?
Aquí.

Se detuvieron por el abedul y de nuevo por la mostaza silvestre. La


chica era hábil con su pequeño cuchillo. El sol se elevó más alto,
abrasando la niebla.

—Te hice una pregunta ayer cuando no debía —dijo Vasya, cuando
la diáfana mostaza verde estaba metida en su bolso—. Pero volveré a
preguntar hoy, y por favor, perdona el anhelo de una niña, Batyushka.
Amo a mi hermano y mi hermana. Ha pasado mucho tiempo desde que
tuvimos noticias de alguno de ellos. Mi hermano se llama Hermano
Aleksandr ahora.

La boca del sacerdote se estrechó.

—Lo sé —dijo, después de una breve vacilación—. Hubo un


escándalo cuando tomó sus votos bajo el nombre de su nacimiento.

Vasya medio sonrió.

—Nuestra madre eligió ese nombre para él, y mi hermano siempre


fue terco.

Los rumores de la intransigencia impía del hermano Aleksandr sobre


el asunto se habían extendido por toda la región de Moscovia. Pero,
Konstantin se recordó a sí mismo, los votos monásticos no eran un tema
para doncellas. La niña había fijado sus grandes ojos en su rostro.
Konstantin comenzó a sentirse incómodo.

—El hermano Aleksandr vino a Moscú para la coronación de Dmitrii


Ivanovich. Se dice que ha ganado un cierto renombre por su sacerdocio en
las aldeas —agregó el sacerdote con rigidez.
—¿Y mi hermana? —dijo Vasya.

—La Princesa de Serpukhov es honrada por su piedad y por sus


fuertes hijos —dijo Konstantin, deseando el fin de la conversación.

Vasya se giró con un pequeño grito de satisfacción.

—Me preocupo por ellos —dijo —. Padre también lo hace, aunque


pretende no hacerlo. Gracias, Batyushka. — Y se dio vuelta con un rostro
iluminado desde adentro, de modo que Konstantin se sobresaltó y sin
querer se fascinó. Su expresión se hizo más fría. Hubo un pequeño
silencio. El camino se ensanchó y caminaron de frente.

—Mi padre dijo que has estado en los confines de la tierra —dijo
Vasya—. En Tsargrad, y el palacio de mil reyes. En la Iglesia de la Santa
Sabiduría.

—Sí —dijo Konstantin.

—¿Me contarás como son? —dijo ella—. Padre dice que al atardecer
cantan los ángeles. Y que el zar gobierna a todos los hombres de Dios,
como si fuera Dios mismo. Que tiene habitaciones llenas de gemas y mil
sirvientes.

Su pregunta lo tomó por sorpresa.

—No son ángeles —dijo Konstantin lentamente—. Solo hombres,


pero hombres con voces que no avergonzarían a los ángeles. Al anochecer
encienden cien mil velas, y en todas partes hay oro y música...

Se detuvo abruptamente.

—Debe ser como el cielo —dijo Vasya.

—Sí —dijo Konstantin. La memoria lo tenía agarrado por el cuello:


oro y plata, música, hombres cultos y libertad. El bosque parecía ahogarlo
—. No es un tema apto para niñas—agregó.

Vasya levantó una ceja. Encontraron una zarzamora. Vasya tomó un


puñado.

—No querías venir aquí, ¿verdad? —dijo, alrededor de las moras—.


No tenemos música ni luces, y pocas personas preciosas. ¿No puedes irte
de nuevo?
—Voy a donde Dios me envía —dijo Konstantin con frialdad. —. Si
mi trabajo es aquí, es dónde me quedaré.

—¿Y cuál es su trabajo, Batyushka? —dijo Vasya. Había dejado de


comer moras. Por un instante, su mirada se posó en los árboles sobre su
cabeza.

Konstantin siguió su mirada, pero no había nada allí. Una extraña


sensación se deslizó por su espina dorsal.

—Salvar almas —dijo. Podía contar las pecas en su nariz. Si alguna


vez una chica necesitaba ser salvada, era esta. Las moras habían
manchado sus labios y sus manos.

Vasya medio sonrió.

— ¿Vas a salvarnos entonces?

—Si Dios me da fuerza, te salvaré.

—Solo soy una campesina —dijo Vasya. Volvió a alcanzar la


zarzamora, cautelosa de las espinas—. Nunca he visto Tsargrad, o ángeles,
ni he escuchado la voz de Dios. Pero creo que debería tener cuidado,
Batyushka, de que Dios no hable con la voz que deseas. Nunca antes
habíamos necesitado salvación.

Konstantin la miró fijamente. Ella solo le sonrió, más niña que


mujer, alta y delgada y manchada con zumo de mora.

—Date prisa —dijo ella—. Pronto estará lleno de luz.

***

ESA NOCHE, EL PADRE KONSTANTIN yacía en su pequeño catre, se


estremecía y no podía dormir. En el norte, el viento tenía dientes que
mordían después de la puesta del sol, incluso en verano.

Había colocado sus iconos como era correcto; en la esquina opuesta


a la puerta. La Madre de Dios colgaba en el lugar central, con la Trinidad
justo debajo. Al caer la noche, la señora de la casa, tímida y oficiosa, le
había dado una vela de cera de abeja para colocarla delante de los iconos.
Konstantin la encendió al atardecer y disfrutó de la luz dorada. Pero a la
luz de la luna, la vela arrojaba sombras siniestras sobre el rostro de la
Virgen y fijaba extrañas figuras bailando salvajemente entre las tres partes
del Todopoderoso. Había algo hostil en la casa por la noche. Casi parecía
respirar ...

Qué tontería, pensó Konstantin. Enfadado consigo mismo, se levantó


con la intención de apagar la vela. Pero cuando cruzó la habitación, oyó el
clic distintivo de una puerta al cerrarse. Sin pensar, se desvió hacia la
ventana.

Una mujer cruzó el espacio delante de la casa, envuelta con un


grueso chal. Se veía rechoncha y sin forma debajo del envoltorio. El padre
Konstantin no pudo decir quién podría ser. La figura llegó a la puerta de la
iglesia y se detuvo. Puso una mano sobre el anillo de bronce, arrastró la
puerta y desapareció dentro.

Konstantin miró el lugar donde había desaparecido. Por supuesto,


no había nada que impidiera que alguien rezara en la oscuridad de la
noche, pero la casa tenía sus propios símbolos. Uno podría rezar
fácilmente ante ellos sin desafiar la oscuridad y el aire húmedo de la
noche. Y había habido algo furtivo, casi culpable, en la conducta de la
mujer.

Cada vez más curioso e irritado—y despierto—por momentos,


Konstantin se apartó de la ventana y se puso su túnica oscura. Su
habitación tenía su propia puerta exterior. Se deslizó sin hacer ruido, sin
molestarse con los zapatos, y se dirigió a través de la hierba hacia la
iglesia.

***

ANNA IVANOVNA SE ARRODILLO EN LA OSCURIDAD ante la los


iconos y trataba de no pensar en nada. El olor a polvo y pintura, cera de
abejas y madera vieja, la envolvía como un bálsamo, mientras el sudor de
otra pesadilla se secaba en el frío. Había estado caminando en el bosque
de medianoche esta vez, con sombras negras por todos lados. Voces
extrañas se habían levantado a su alrededor.

—Señora —lloraban—. Señora, por favor. Míranos. Conócenos, no


sea que tu hogar quede indefenso. Por favor, señora. —Pero ella no
miraría. Siguió caminando mientras las voces la desgarraban. Finalmente
desesperada, comenzó a correr, lastimando sus pies con piedras y raíces.
Un gran grito de lamentación se elevó. De repente, su camino terminó.
Corrió hacia la nada y cayó de nuevo dentro de su piel, jadeando y
goteando sudor.

Un sueño, nada más. Pero le picaban la cara y los pies, e incluso


despierta, Anna podía oír esas voces. Al final, corrió hacia la iglesia y se
acurrucó al pie de los iconos. Podría quedarse en la iglesia y regresar con
la primera luz. Lo había hecho antes. Su esposo era un hombre tolerante,
aunque las desapariciones nocturnas eran difíciles de explicar.

El suave crujido de las bisagras se deslizó como un ladrón en sus


oídos. Anna se puso de pie y se giró. Una figura vestida de negro,
contorneada por la luna, pasó suavemente por la puerta y se acercó a ella.
Anna estaba demasiado asustada para moverse. Se quedó congelada hasta
que la sombra se acercó lo suficiente para que captara el brillo del cabello
dorado.

—Anna Ivanovna —dijo Konstantin—. ¿Está todo bien?

Miró boquiabierta al sacerdote. Toda su vida, la gente le había hecho


preguntas enojadas y preguntas exasperadas: — ¿Qué estás haciendo? —
decían y: —¿Qué pasa contigo? — Pero nadie le había preguntado cómo
estaba en ese tono de leve interrogación. La luz de la luna jugaba sobre los
huecos de su rostro.

Anna tartamudeó en el discurso.

—Yo… por supuesto, Batyushka, estoy bien, yo solo, perdóneme, yo


... —El sollozo en su garganta la asfixió. Temblorosa, incapaz de mirarlo a
los ojos, dio media vuelta, se santiguó y se arrodilló de nuevo ante la
pantalla de íconos. El padre Konstantin permaneció inmóvil durante un
momento, sin palabras, y luego se volvió, muy meticulosamente, para
santiguarse y arrodillarse al otro lado del iconostasio ante el rostro
tranquilo de la Madre de Dios. Su voz mientras rezaba llegó levemente a
los oídos de Anna: un murmullo lento y resonante, aunque no pudo captar
las palabras. Por fin, el gemido de su respiración se calmó.

Besó el símbolo de Cristo e inclinó una mirada al Padre Konstantin.


Estaba contemplando las imágenes oscuras ante él, con las manos juntas.
Su voz, cuando llegó, fue profunda, silenciosa e inesperada.

—Dígame —dijo —lo que la lleva a buscar consuelo a esta hora.


—¿No le han dicho que estoy loca? —Anna respondió amargamente,
sorprendiéndose a sí misma.

—No —dijo el sacerdote—. ¿Lo está?

Su barbilla se hundió con la más mínima fracción de asentimiento.

—¿Por qué?

Sus ojos volaron hacia él.

— ¿Por qué estoy loca? —Su voz emitió un ronco susurro.

—No —Konstantin respondió pacientemente—. ¿Por qué cree que lo


está?

—Veo cosas. Demonios, diablos. En todos lados. Todo el tiempo. —


Sintió como si estuviera parada más allá de sí misma. Algo había tomado
control de su lengua y estaba dando forma a sus respuestas. Nunca le
había contado a nadie antes. La mitad del tiempo se negaba a admitirlo,
incluso cuando murmuraba en las esquinas y las mujeres susurraban
detrás de sus manos. Incluso el amable, borracho y torpe Padre Semyon,
que había rezado con ella más veces de las que podía contar, nunca le
había arrancado esta confesión.

—¿Pero por qué eso quiere decir que estás loca? La Iglesia enseña
que los demonios caminan entre nosotros. ¿Niegas las enseñanzas de la
Iglesia?

—¡No! Pero... —Anna se sintió caliente y fría a la vez. Quería mirarlo


a la cara otra vez, pero no se atrevió. Miró hacia el suelo y vio la débil
sombra de su pie, incongruentemente desnuda bajo la pesada bata.
Finalmente logró un susurro:

—Pero ellos no son... no pueden ser reales. Nadie más los ve... Estoy
loca; Sé que estoy loca. —Se interrumpió, luego agregó lentamente—.
Excepto que a veces pienso que mi hijastra Vasilisa también los ve. Pero
ella es solo una niña que escucha demasiadas historias.

La mirada del padre Konstantin se agudizó.

—Habla ella de eso, ¿verdad?

—No, no recientemente. Pero cuando era pequeña a veces creí...sus


ojos ...
— ¿Y no hiciste nada? —La voz de Konstantin era flexible como una
serpiente y bien afinada como la de cualquier cantante. Anna se acobardó
bajo su tono de incrédulo desprecio.

—La golpeaba cuando podía y le prohibí que hablara de eso. Pensé


que tal vez si lo atajaba siendo lo suficientemente joven, la locura no
arraigaría.

—¿La locura fue en todo lo que pensaste? ¿Nunca temiste por su


alma?

Anna abrió la boca, la cerró de nuevo y miró al sacerdote,


desconcertada. Caminó hacia el centro del iconostasio donde había un
segundo Cristo sentado en un trono, rodeado de apóstoles. La luz de la
luna convertía su cabello dorado en gris plateado, y su sombra negra se
arrastraba por el suelo.

—Los demonios pueden ser exorcizados, Anna Ivanovna —dijo, sin


apartar los ojos del icono.

—¿Ex-exorcizado? —chilló.

—Naturalmente.

—¿Cómo? —Se sentía como si sus pensamientos estuvieran


atravesando barro. Toda su vida había soportado su maldición. Que eso
pudiera desaparecer, su mente no concebía la idea.

—Ritos de la Iglesia. Y mucha oración.

Hubo un pequeño silencio.

—Oh —Anna soltó un respiro—. Oh por favor. Haz que se vaya. Haz
que se vayan.

Él podría haber sonreído, pero no podía estar segura a la luz de la


luna.

—Rezaré y lo pensaré. Vuelve y vete a dormir, Anna Ivanovna.

Ella lo miró con ojos grandes y atónitos, luego giró y se dirigió hacia
la puerta con pies torpes sobre la madera desnuda.

El padre Konstantin se postró ante el iconostasio. No durmió el resto


de la noche.
El día siguiente fue domingo. En el amanecer verde-gris, Konstantin
regresó a su propia habitación. Arrojó agua fría sobre su cabeza con los
ojos muy abiertos, y se lavó las manos. Pronto debía dar servicio. Estaba
cansado, pero tranquilo. Durante las largas horas de su vigilia, Dios le
había dado la respuesta. Él sabía qué mal estaba sobre esta tierra. Estaba
en los símbolos del sol en el delantal de la niñera, en el terror de esa
estúpida mujer, en los ojos feéricos y salvajes de la hija mayor de Pyotr. El
lugar estaba infestado de demonios: el chyerti de la vieja religión. Estas
personas necias y salvajes adoraban a Dios de día y a los viejos dioses en
secreto; intentaban caminar a ambos caminos a la vez y se hicieron a la
vista del Padre. No es de extrañar que el mal hubiera venido a hacer de las
suyas.

La emoción rodó por sus venas. Había pensado en decaer aquí, en el


fondo del más allá. Pero aquí estaba la batalla, una batalla por el dominio
de las almas de hombres y mujeres, con el mal de un lado y él como el
mensajero de Dios por el otro. La gente se estaba juntando. Casi podía
sentir su ansiosa curiosidad. Todavía no era como Moscú, donde las
personas le arrebataban con avidez sus palabras y lo amaban con sus ojos
asustados. Aún no. Pero lo sería.

***

Vasya sacudió un hombro y deseó poder quitarse el tocado. Debido a


que estaban en la iglesia, Dunya había añadido un velo al ya pesado
artilugio de tela, madera y piedras semipreciosas. Picaba, pero ella no era
nada en comparación con Anna, quien estaba vestida como para un día de
fiesta, con una cruz adornada con joyas alrededor de su cuello y anillos en
cada dedo. Dunya había echado un vistazo a su señora y había
murmurado en voz baja su piedad y su dorado cabello. Incluso Pyotr
levantó una ceja a su esposa, pero se mantuvo en silencio. Vasya siguió a
sus hermanos a la iglesia, rascándose el cuero cabelludo.
Las mujeres se colocaron a la izquierda de la nave, delante de la Virgen,
mientras los hombres se colocaron al lado derecho, frente a Cristo. Vasya
siempre había deseado poder estar cerca de Alyosha para poder hurgar e
inquietarse durante el servicio; Irina era tan pequeña y dulce que pinchar
no era gratificante, y de todos modos Anna siempre estaba mirando. Vasya
cerró sus dedos detrás de su espalda.
Las puertas en el centro del iconostasio se abrieron, y el sacerdote
salió. Los murmullos de la aldea reunida se convirtieron en silencio,
salpicados por la risa de una niña.

La iglesia era pequeña, y el Padre Konstantin parecía llenarla. Su


cabello dorado llamó la atención como ni siquiera las joyas de Anna
podían. Su mirada azul atravesó la multitud como cuchillos, uno a la vez.
Él no habló de inmediato. Un silencio sin aliento se extendió como un
sonido entre la gente, por lo que Vasya se encontró esforzándose por
escuchar su respiración suave y ansiosa.

—Bendito es el reino —dijo Konstantin por fin, su voz llovió sobre


ellos—, del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo ahora y siempre y por
siglos de siglos.

Él no sonaba como el Padre Semyon, pensó Vasya, aunque las


palabras de la liturgia eran las mismas. Su voz era como un trueno sin
embargo, colocaba cada sílaba como Dunya ponía puntadas. Bajo su toque
las palabras cobraron vida. Su voz era profunda como ríos en primavera.
Les habló de la vida y la muerte, de Dios y del pecado. Él habló de cosas
que ellos no conocían, de demonios, tormentos y tentaciones. Lo llamó
ante sus ojos para que se vieran sometidos al juicio de Dios, y se vieran a
sí mismos condenados y sometidos.

Mientras cantaba, Konstantin atrajo a la multitud hacia él hasta que


se hicieron eco de sus palabras en un aturdimiento de terror fascinado.
Los condujo una y otra vez con el suave latigazo de su voz hasta que las
voces que respondieron se rompieron y escucharon como niños asustados
durante una tormenta eléctrica. Justo cuando estaban al borde del pánico,
o del éxtasis, su voz se suavizaba.

—Ten piedad de nosotros y sálvanos, porque Él es bueno y el


Amante de la humanidad.

Se hizo un profundo silencio. En la quietud, Konstantin levantó su


mano derecha y bendijo a la multitud. Salieron uno por uno de la iglesia
como sonámbulos, agarrándose el uno al otro. Anna tenía una mirada de
terror exaltado que Vasya no podía entender. Los otros parecían aturdidos,
incluso exhaustos, con los extremos finales de un arrebato temeroso en
sus ojos.
—¡Lyoshka! —llamó Vasya, lanzándose hacia su hermano. Pero
cuando él se volvió hacia ella, estaba pálido como los demás, y su mirada
parecía encontrarse con la suya desde muy lejos. Ella lo abofeteó,
asustada de ver sus ojos en blanco. Abruptamente, Alyosha volvió en sí y
le dio un empujón que debería haberla enviado al suelo, pero ella fue
rápida como una ardilla y con un vestido nuevo. Así que se retorció hacia
atrás y mantuvo los pies firmes, y luego los dos se miraron con furia, con
el pecho agitado y los puños apretados. Ambos recuperaron sus sentidos
al mismo tiempo. Se rieron y Alyosha dijo:

— ¿Es cierto entonces, Vasya? ¿Demonios entre nosotros y


tormentos en la casa si no los expulsamos? Pero el chyerti, ¿estaba
hablando de los chyerti? Las mujeres siempre han dejado pan para el
domovoi. ¿Qué preocupación tiene Dios con eso?

—Historias o no, ¿por qué deberíamos arrojar a los espíritus de la


casa con la palabra de un viejo sacerdote de Moscú? —espetó Vasya—.
Siempre les hemos dejado pan, sal y agua, y Dios no estaba enojado.

—No nos hemos muerto de hambre —dijo Alyosha vacilante—. Y no


ha habido incendios o enfermedades. Pero tal vez Dios está esperando que
muramos para que nuestro castigo nunca termine.

—Por el amor de Dios, Lyoshka —comenzó Vasya, pero Dunya la


interrumpió. Anna había decretado una comida de una magnificencia
especial, y Vasya debía enrollar albóndigas y revolver la sopa.
Cenaron afuera, huevos, kasha y verduras de verano, pan, queso y miel. El
habitual embrollo alegre fue apagado. Las jóvenes campesinas se hicieron
un nudo y susurraron.

Konstantin, masticando meditabundo, resplandecía de satisfacción.


Pyotr, frunciendo el ceño, movía la cabeza aquí y allá como el toro que
huele el peligro pero aún no ha visto a los lobos entre la hierba. Padre
entiende las bestias salvajes y los invasores, pensó Vasya. Pero el pecado y
la condenación no se pueden combatir.

Los otros miraban al sacerdote con terror y una admiración


hambrienta. Anna Ivanovna brillaba con una especie de alegría vacilante.
Su fervor parecía sustentar a Konstantin y conducirlo, como un caballo al
galope. Vasya no lo sabía, pero en el silencio de la nave después de que
toda la gente se había ido, el sacerdote había echado ese sentimiento a su
exorcismo, lo había echado todo, hasta que incluso un hombre sin vista
juraría que podía oír a los demonios gritar y salir corriendo por sus vidas,
fuera y muy lejos de las murallas de Pyotr.

*****

Ese verano, Konstantin acudió a la gente y escuchó sus problemas.


Él bendijo a los moribundos y bendijo al recién nacido. Escuchó cuando se
le habló, y cuando su voz profunda sonó, la gente calló para escucharlo.

—Arrepentiros —les dijo—, y no arderéis. El fuego está muy cerca.


Os espera a vosotros y a vuestros hijos, cada vez que os acostáis a dormir.
Dadle vuestros frutos a Dios y solo a Dios. Es vuestra única salvación.

La gente murmuraba reunida, y sus murmullos se volvían más y


más temerosos. Konstantin comía en la mesa de Pyotr todas las noches.
Su voz hizo vibrar sus vinos de miel y sacudió sus cucharas de madera.
Irina puso su cuchara contra su taza, riendo al escucharlos hacer clic
juntos. Vasya la instigó en esto; la alegría de la niña fue un alivio. Hablar
de la condenación no asustaba a Irina; ella era muy joven.

Pero Vasya estaba asustada.

No del sacerdote, y no de los demonios, ni de los pozos de fuego. Ella


había visto a sus demonios. Ella los veía todos los días. Algunos eran
malvados, y algunos eran amables, y algunos eran traviesos. Todos eran
tan humanos a su manera como la gente a la que custodiaban.
No, Vasya estaba asustada de su propia gente. Ya no bromeaban de
camino a la iglesia; escuchaban al padre Konstantin en un pesado y
hambriento silencio. E incluso cuando no estaban en la iglesia, la gente
daba excusas para visitar su habitación.

Konstantin le había pedido cera de abejas a Pyotr, que fundía y


mezclaba con sus pigmentos. Cuando la luz del día brillaba en su celda,
tomaba pinceles y abreba en ampollas de polvos triturados. Y luego
pintaba. San Pedro tomó forma bajo su pincel. La barba del santo estaba
rizada, su túnica amarilla y oscura, su extraña mano de dedos largos
levantada en bendición.

Lesnaya Zemlya no podía hablar de otra cosa.

Un domingo, desesperada, Vasya introdujo de contrabando un


puñado de grillos en la iglesia y los dejó caer entre los fieles. Su canto fue
un divertido contrapunto a la voz profunda del padre Konstantin. Pero
nadie se rió; se encogieron y susurraron sobre malos augurios. Anna
Ivanovna no lo había visto, pero sospechaba quién estaba detrás de eso.
Después del servicio, llamó a Vasya.

Vasya entró involuntariamente a la habitación de su madrastra. Un


largo palo de sauce estaba listo en la mano de Anna. El sacerdote estaba
sentado junto a la ventana abierta, moliendo un trozo de piedra azul en
polvo. No parecía escuchar mientras Anna interrogaba a su hijastra, pero
Vasya sabía que las preguntas eran para el beneficio del sacerdote, para
mostrar a su madrastra justa y ama en su propia casa.
El interrogatorio siguió y siguió.

—Lo volvería a hacer —espetó Vasya por fin, exasperada más allá de
la cautela—. ¿Dios no hizo todas las criaturas? ¿Por qué deberíamos solo
nosotros poder elevar nuestras voces en alabanza? Los grillos adoran con
sus canciones tanto como nosotros.

La mirada azul de Konstantin se movió hacia ella, aunque no podía


leer su expresión.

— ¡Insolente! —gritó Anna—. ¡Sacrilegio!

Vasya, con la barbilla en alto, guardó silencio cuando el palo de


sauce de su madrastra bajó. Konstantin observó, grave e inescrutable.
Vasya lo miró a los ojos y se negó a mirar hacia otro lado.
Anna vio a la niña y al sacerdote, su constante consideración mutua, y su
cara furiosa se puso más roja que nunca. Puso toda la fuerza de su brazo
en el afilado sauce. Vasya se quedó quieta, mordiéndose el labio hasta
sacar sangre. Pero las lágrimas brotaron a pesar de sus mejores esfuerzos
y se precipitaron por sus mejillas.

Detrás de Anna, Konstantin observó sin decir palabra.


Vasya gritó una vez hacia el final, tanto por la humillación como por el
dolor. Pero entonces todo había terminado; Alyosha, con los labios
blancos, había ido a buscar a su padre. Pyotr vio la sangre y la cara blanca
de su hija y agarró el brazo de Anna.

Vasya no dijo nada a su padre ni a nadie más; ella se alejó a


trompicones de inmediato, aunque su hermano trató de hacerla volver, y
se escondió en el bosque como una cosa herida. Si lloraba, solo el rusalka
escucharía.
—Eso le enseñará el precio del pecado — dijo orgullosa Anna cuando
Pyotr le reprochó la brutalidad—. Mejor que aprenda ahora a que arda
después, Pyotr Vladimirovich.

Konstantin no dijo nada. Lo que él pensó no lo dijo.


Después de que sus cortes sanaron, Vasya caminó más suavemente y
sostuvo su lengua más fácilmente. Pasó más tiempo con los caballos, e
ideó salvajes planes para vestirse de niño e ir a reunirse con Sasha en su
monasterio, o enviar un mensaje secreto a Olga.

Alyosha, aunque él no lo dijo, comenzó a marcar sus idas y venidas,


de modo que nunca estuvo sola con su madrastra.

Todo este tiempo, Konstantin condenó ofrendas de la gente—pan o


miel de abeja—que hicieron con sus espirituales corazones.

—Dádselo a Dios —dijo—. Olvidad vuestros demonios, y no arderéis.

La gente escuchaba. Incluso Dunya estaba medio convencida;


murmuraba para sí misma, sacudía su vieja cabeza y quitó los símbolos
del sol de los delantales y pañuelos. Vasya no lo vio; ella se escondía en el
bosque o en el establo. Pero el domovoi lamentó su ausencia más que
nadie, porque para él ahora no había nada más que migajas.
Capítulo 13
Lobos
Traducido por Liliana

El otoño llegó en un estallido de gloria que rápidamente se


desvaneció a gris. El silencio del año menguante yacía como una neblina
sobre las tierras de Pyotr Vladimirovich mientras los iconos se
multiplicaban bajo la mano del padre Konstantin. Los hombres de la aldea
trabajaron sobre una nueva pantalla de iconos para sostenerlos: San
Pedro y San Pablo, la Virgen y el Cristo. La gente se demoraba en la
habitación de Konstantin y contemplaba con asombro los íconos
terminados, sus formas y sus rostros brillantes. Konstantin estaba
haciendo un iconostasio completo, una imagen a la vez.

—Debeís vuestra salvación a Dios —dijo Konstantin—. Miradlo y


seréis salvos. —Nunca habían visto algo como los grandes ojos de su
Cristo, la carne pálida y las manos largas y delgadas. Miraron y se
arrodillaron y algunas veces lloraron.

¿Qué es un domovoi, dijeron, sino un cuento para niños malos? Lo


sentimos, Batyushka, nos arrepentimos.

Casi nadie hizo ofrendas, incluso en el equinoccio de otoño. El


domovoi se volvió débil y apático. El vazila se volvió delgado, demacrado y
con los ojos desorbitados; la paja yacía espesa en su enmarañada barba.
Robó centeno y cebada almacenada para los caballos. Los propios caballos
comenzaron a pisotear en sus puestos y a sacudirse la brisa. Los ánimos
en el pueblo se quedaron cortos.

—Bueno, no fui yo, chico, y no fue un caballo, ni un gato, ni un


fantasma —gruñó Pyotr al establo una amarga mañana. Más cebada había
desaparecido en la noche y Pyotr, ya al borde, estaba furioso.

—¡No lo vi! —gritó el niño, sollozando—. Yo nunca…


El aire estaba pálido esas mañanas de noviembre, y la tierra parecía
sonar bajo los pies, quebradiza por la escarcha. Pyotr estaba cara a cara
con el joven y respondió a sus negativas con un puño cerrado. Hubo un
ruido sordo y un aullido de dolor.

—Nunca me robes otra vez —dijo Pyotr.

Vasya se deslizó por la puerta del establo y frunció el ceño. Su padre


nunca estaba de mal genio. Él nunca golpeaba a Anna Ivanovna. ¿Qué nos
está pasando? Vasya se escondió y se metió en el pajar. Tardó un
momento en localizar al vazila, que estaba acurrucado y medio enterrado
en paja. Se estremeció ante la mirada en sus ojos.

—¿Por qué te estás comiendo la cebada? —preguntó ella, reuniendo


valor.

—Porque no ha habido ofrendas —Los ojos del vazila brillaron


desconcertantemente negros.

—¿Estás asustando a los caballos?

—Sus estados de ánimo son los míos y los míos suyos.

—¿Estás muy enojado, entonces? —susurró la niña—. Pero mi gente


no lo dice en serio. Ellos solo están asustados. El sacerdote se irá un día.
Las cosas no siempre serán así.

Los ojos del vazila brillaron sombríamente, pero Vasya pensó que
veía pesar en ellos así como ira.

—Tengo hambre —dijo.

Vasya sintió una oleada de simpatía. Ella a menudo tenía hambre.

—Yo puedo traerte pan —dijo con firmeza—. No me asusta.

Los párpados del vazila parpadearon.

—Necesito poco —dijo—. Pan de molde. Manzanas.

Vasya trató de no pensar demasiado en regalar parte de sus


comidas. La comida nunca era abundante después del medio invierno;
pronto ella sería renuente con cada migaja. Pero…

—Te los traeré. Lo juro —dijo, mirando seriamente a los ojos


redondos y oscuros del demonio.
—Gracias —respondió el vazila—. Mantén tu promesa y dejaré el
grano en paz.

Vasya mantuvo su promesa. Nunca fue mucho. Una manzana


marchita. Una rodaja mordida. Un goteo de vino de miel llevado en sus
dedos, o en su boca. Pero el vazila venía ansioso, y cuando comía, los
caballos se calmaba. Los días se oscurecieron y se arrastraron; la nieve
cayó como para sellarlos en blancura. Pero el vazila se puso rosado y
contento; el establo de invierno se volvió tranquilo como en el pasado.

Igual de bien. La temporada fue larga, y en enero el frío se intensificó


hasta que incluso Dunya no recordaba nada igual.

El insoportable atardecer invernal condujo a las personas al interior.


Pyotr tuvo tiempo de sobra para ver los rostros esqueléticos de su familia.
Se acurrucaron junto al fuego, masticando pan y tiras de carne seca,
turnándose para agregar leña al fuego. Incluso por la noche, no se
atrevieron a dejar que el fuego bajara. Las personas mayores murmuraban
que su leña ardía demasiado rápido, que se necesitaron tres troncos para
mantener las llamas altas, donde antes habían necesitado una. Pyotr y
Kolya lo criticaron como tonterías. Pero sus pilas de madera disminuyeron.

La mitad del invierno había venido y se había ido; los días se


alargaron una vez más, pero el frío solo empeoró. Mató ovejas y conejos y
ennegreció los dedos de los incautos. Debían de tener leña en tanto frío,
pase lo que pase, y mientras sus existencias bajaban, las personas
desafiaban el bosque silencioso bajo el resplandor del sol invernal. Fue
Vasya y Alyosha, con un pony, un trineo y hachas de corto mango, quienes
vieron las huellas de las garras en la nieve.

—¿Deberíamos ir tras ellos, padre? —preguntó Kolya esa noche—.


¿Matar a algunos, tomar sus pieles, y ahuyentar el resto? —Estaba
arreglando una guadaña, entrecerrando los ojos a la luz del horno. Su hijo
Seryozha, rígido y silencioso, se acurrucaba contra su madre.

Vasya le había dado a la enorme cesta de costura una mirada


desanimada y agarró su hacha y una piedra de afilar. Alyosha le lanzó una
mirada divertida sobre el mango de su propio hacha.

—¿Veis? —dijo el padre Konstantin a Anna—. Mira a tu alrededor.


En la gracia de Dios está tu liberación. —Los ojos de Anna se fijaron en su
rostro; su costura yacía olvidada en su regazo.
Pyotr se asombró por su esposa. Ella nunca había parecido tan a
gusto, aunque este era el invierno más amargo en la memoria.

—Creo que no —dijo Pyotr, en respuesta a la pregunta de su hijo. Él


estaba inspeccionando sus botas; en invierno los agujeros podrían costarle
a un hombre un pie. Puso uno cerca del fuego y levantó el otro—. Los
lobos del alto norte son más grandes que los perros de caza; Han pasado
veinte años desde que llegaron tan cerca —Pyotr se inclinó y acarició la
demacrada cabeza de Pyos; el perro le dio una lamida desanimada—. Que
lo hagan ahora significa que están desesperados, que podrían cazar niños
si pudieran, o matar ovejas bajo nuestras narices. Los hombres juntos
podrían llevar un equipo, pero hace demasiado frío para los arcos; Sería
trabajo de lanza, y no todos volverían. No, debemos cuidar a nuestros hijos
y nuestro ganado, y solo ir al bosque a la luz del día.

—Podríamos poner trampas —dijo Vasya, sobre el roce de su piedra


de afilar.

Anna le dio una mirada oscura.

—No —dijo Pyotr—. Los lobos no son conejos; te olerían en la


trampa, y nadie se arriesgará al bosque con tan pocas posibilidades de
ganar.

—Sí, padre —dijo Vasya, dócilmente.

Esa noche fue mortalmente fría. Todos se acurrucaron juntos en la


parte superior del horno, encajonados como pescado salado y cubiertos
con cada manta que poseían. Vasya durmió mal; su padre roncaba, y las
pequeñas y agudas rodillas de Irina se clavaron en su espalda. Dio vueltas,
intentó no patear a Alyosha, y al final, cerca de la medianoche, cayó en un
sueño superficial. Soñaba con aullidos de lobos, de estrellas invernal
engullidas por nubes tibias, de un hombre pelirrojo, una mujer a caballo y,
por último, un hombre pálido, de mandíbula gruesa, con expresión de
hambre y malicia, que miraba con picardía y guiñándole su ojo bueno. Se
despertó jadeando en la hora amarga antes del amanecer, y vio una figura
cruzar la habitación, perfilada por la luz del fuego del horno.

No es nada, pensó ella: un sueño, el gato de la cocina. Pero entonces


la figura se detuvo, como si sintiera su mirada. Dio vuelta una fracción.
Vasya apenas se atrevió a respirar porque vio su rostro, un garabato pálido
en la tenue luz. Los ojos eran del color del hielo invernal. Ella tomó aire,
para hablar o gritar, pero luego la figura desapareció. La luz del día se
filtraba por la puerta de la cocina y desde el pueblo se oía un lamento.

—Es Timofei —dijo Pyotr, nombrando a un niño del pueblo. Pyotr se


había levantado antes del amanecer para ocuparse de sus existencias.
Ahora entró rápidamente a través de la puerta, pateando la nieve de sus
botas y sacudiendo el hielo que se había formado en su barba. Tenía los
ojos hundidos por el frío y el insomnio—. Murió en la noche —La cocina se
llenó de exclamaciones. Vasya, medio despierta en el horno, recordó la
figura que había pasado en la oscuridad. Dunya no dijo nada en absoluto,
pero siguió con su cocción, con los labios apretados. Su mirada se movió a
menudo y con preocupación de Vasya a Irina. El invierno era cruel para
los jóvenes.

A media mañana, las mujeres se reunieron en la casa de baños para


envolver su cuerpo agotado. Vasya, que se deslizó en la choza detrás de su
madrastra, vislumbró la cara de Timofei: tenía los ojos vidriosos, las
lágrimas congeladas en sus delgadas mejillas. Su madre agarró el cuerpo
rígido hacia ella, susurrándole, ignorando a sus vecinos. Ni la paciencia ni
la razón le sacarían al niño del regazo, y cuando las mujeres lo sacaron
por la fuerza de sus brazos, ella comenzó a gritar.

La habitación se disolvió en el caos. La madre voló hacia sus


vecinos, llorando por su hijo. La mayoría de las mujeres tenían hijos; ellos
se acobardaron ante la mirada en sus ojos. La madre arañó a ciegas, lanzó
sus manos. La habitación era muy pequeña. Vasya empujó a Irina fuera
del peligro y se apoderó de los brazos extendidos. Ella era fuerte, pero
esbelta, y la madre estaba loca de dolor. Vasya se aferró e intentó hablar.

—¡Suéltame, bruja! —gritó la mujer—. ¡Suéltame! — Vasya,


desconcertada aflojó su agarre y un codo conectó con su cara. Vio estrellas
delante de sus ojos y sus brazos cayeron.

En ese momento, el padre Konstantin apareció en la puerta. Tenía la


nariz roja, el rostro tan crudo como el de otra persona, pero absorbió la
escena en un instante, dio dos zancadas en la pequeña choza y se agarró a
los dedos de la madre. La mujer dio un desesperado tirón y luego se quedó
quieta, temblando.

—Se ha ido, Yasna —dijo Konstantin, severo.


—No —graznó ella—. Lo sostuve en mis brazos, toda la noche
anterior lo sostuve porque el fuego ardía bajo… no puede, no se irá si lo
abrazo. ¡Devuélvemelo!

—Él le pertenece a Dios —dijo Konstantin—. Como todos nosotros.

—¡Él es mi hijo! Mi único hijo. Mío.

—Quédate quieta —dijo él—. Siéntate. Esto es indecoroso. Vamos,


las mujeres lo acostarán frente al fuego y calentarán agua para lavarse. —
Su profunda voz era suave y uniforme. Yasna le permitió llevarla al horno
y se dejó caer al lado.

Toda esa mañana; de hecho, todo ese breve y aburrido día de


invierno, Konstantin habló, y Yasna lo miró como un nadador atrapado en
una marea, mientras que las mujeres desnudaron el cuerpo de Timofei, lo
lavaron y lo envolvieron en sábanas frías. El sacerdote todavía estaba allí
cuando Vasya regresó de otro amargo día en busca de leña; lo vio de pie
ante la puerta de la casa de baños, tragando el aire frío como si fuera
agua.

—¿Te gustaría algo de hidromiel, Batyushka? —dijo ella.

Konstantin se sobresaltó sorprendido. Vasya no hizo ruido al


caminar, y sus pieles grises se mezclaron con la noche que caía. Pero
después de una pausa, dijo:

—Eso me gustaría, Vasilisa Petrovna.

Su hermosa voz era poco más que un hilo, la resonancia había


desaparecido. Gravemente ella le entregó su pequeña piel de vino de miel.
Él tragó saliva con ansia desesperada. Limpiándose la boca con el dorso de
la mano, le devolvió la piel, solo para encontrarla estudiándolo, un surco
entre sus cejas.

—¿Vigilarás esta noche? —preguntó ella.

—Es mi sitio—respondió con un toque de altivez; la pregunta era


impertinente.

Ella vio su molestia y sonrió; él frunció el ceño.

—Te honro por ello, Batyushka —dijo.


Se volvió hacia la gran casa, derritiéndose en las sombras.
Konstantin la miró irse con los labios apretados. El sabor del hidromiel era
pesado en su boca.

El sacerdote mantuvo la vigilia de esa noche junto al cuerpo. Su


rostro demacrado estaba fijo, y sus labios se movieron en oración. Vasya,
que había regresado de madrugada para mantener su propia vigilia, no
pudo evitar admirar su firme propósito, aunque el aire nunca había hecho
eco de los sollozos y oraciones que había tenido desde su llegada.

Hacía demasiado frío para detenerse sobre la pequeña tumba del


niño, cortada con mucho trabajo en la tierra dura como el hierro. Tan
pronto como la decencia lo permitió, las personas se dispersaron de
regreso a sus cabañas, dejando al pobre solo en su cuna helada, con el
padre Konstantin detrás, medio arrastrando a la desconsolada madre.

Las personas comenzaron a concentrarse en menos y menos izby,


con familias extendidas que compartían un horno para ahorrar leña. Pero
la madera desaparecía tan rápido, como si un mal deseo la hiciera arder.
Así que se adentraron en el bosque a pesar de las huellas de las garras, las
mujeres las acribillaron al ver la cara de mármol de Timofei y la horrible
expresión en los ojos de su madre. Era inevitable que alguien no volviera.

Danil, el hijo de Oleg, era solo huesos cuando lo encontraron,


esparcidos ampliamente sobre un tramo de nieve pisoteada y
ensangrentada. Su padre llevó las puntas de los huesos roídos a Pyotr y,
sin palabras, los puso ante él.

Pyotr los miró y no dijo nada.

—Pyotr Vladimirovich… —Comenzó Oleg, graznando, pero Pyotr negó


con la cabeza.

—Entierra a tu hijo —dijo, su mirada detenida en sus propios hijos—


. Mañana llamaré a los hombres.

Alyosha pasó la larga noche revisando el mango de su jabalina y


afilando su cuchillo de caza. Un poco de color se notaba en sus mejillas
sin barba. Vasya lo vio trabajar. Parte de ella deseaba tomar una lanza ella
misma, ir y desafiar los peligros en el bosque de invierno. La otra parte
quería golpear a su hermano en la cabeza por su imprudente excitación.
—Te traeré una piel de lobo, Vasya —dijo Alyosha, dejando sus
armas a un lado.

—Guárdate tu piel de lobo —replicó Vasya—, si solo puedes


prometer traer de regreso tu propia piel sin congelarte los dedos de los
pies.

Su hermano sonrió, sus ojos brillaban.

—¿Preocupada, hermanita?

Los dos se sentaron separados de la muchedumbre cerca del horno,


pero Vasya aún bajó la voz.

—No me gusta esto. ¿Crees que quiero tener que cortarte los dedos
de los pies congelados? ¿O tus dedos de las manos?

—Pero es inevitable, Vasochka —dijo Alyosha, bajando la bota—.


Debemos traer madera. Es mejor salir y luchar que morir congelados en
nuestras casas.

Vasya frunció los labios pero no respondió. Pensó de repente en el


vazila, con los ojos negros de ira. Pensó en las costras que le llevaba para
aquietar su ira. ¿Hay otro que esté enojado? Tal persona solo podía estar
en la madera, donde soplaban los vientos fríos y los lobos aullaban.

Ni lo pienses, Vasya, dijo la voz sensata en su cráneo. Pero Vasya


miró a su familia. Vio el rostro sombrío de su padre, la excitación
reprimida de sus hermanos.

Bueno, solo puedo intentarlo. Si Alyosha se lastima mañana, me


odiaré para siempre si no lo intento. Sin detenerse a pensar por más
tiempo, Vasya fue por sus botas y capa de invierno.

Nadie se molestó en preguntar a dónde iba. La verdad no se le


hubiera ocurrido a nadie.

Vasya trepó a la empalizada, obstaculizada por sus mitones. Las


estrellas eran pocas y débiles; la luna arrojaba un rayo de luz sobre la
nieve dura y congelada. Vasya pasó el alero de la madera, de la luz de la
luna a la oscuridad. Caminó enérgicamente. Estaba espantosamente frío.
La nieve chirriaba bajo sus pies. En algún lugar un lobo aulló. Vasya trató
de no pensar en los ojos amarillos. Sus dientes seguramente se sacudirían
de su cabeza por los escalofríos.
De repente, Vasya se detuvo. Pensó que había escuchado una voz.
Aguantó la respiración y escuchó. No, solo el viento.

Pero, ¿qué fue eso? Parecía un gran árbol: uno que recordaba a
medias, con un extraño recuerdo astuto, que se deslizaba dentro y fuera
de su mente. No, era solo una sombra proyectada por la luna.

Un viento escalofriante jugaba en las ramas arriba.

Fuera del silbido y el ruido, Vasya de repente pensó que oía


palabras. ¿Estás caliente, niña? dijo el viento, medio riendo.

De hecho, Vasya sintió que sus huesos se astillarían como ramas


muertas por el hielo, pero ella respondió con firmeza:

—¿Quién eres tú? ¿Estás enviando la helada?

Hubo un silencio muy largo. Vasya se preguntó si se había


imaginado la voz. Entonces pareció que ella lo oyó, burlonamente, ¿Y por
qué no? También estoy enojado. La voz parecía arrojar ecos, de modo que
toda la madera retumbó.

—Esa no es una respuesta —replicó la chica. La parte sensata de


ella señaló que tal vez un poco de mansedumbre estaba en orden cuando
se trataba de voces medio escuchadas en la oscuridad de la noche. Pero el
frío la estaba adormilando; luchó en su contra con cada pizca de voluntad
y no le sobró nada por su mansedumbre.

Traigo la helada, dijo la voz. De repente, se le enroscaron dedos


cariñosos y helados en el rostro y la garganta. Un toque frío como las
puntas de los dedos se deslizó debajo de su ropa y envolvió su corazón.

—¿Entonces te detendrás? —susurró Vasya, luchando contra el


miedo. Su corazón latía como si fuera contra la mano de otra persona—.
Hablo por mi gente; Ellos tienen miedo; lo siento. Pronto será como
siempre lo fue: nuestras iglesias y nuestros chyerti juntos y no más miedo
o hablar de demonios.

Ya será demasiado tarde, dijo el viento, y el bosque tomó su


turno: demasiado tarde, demasiado tarde. Entonces, además, no es mi
helada lo que debes temer, devushka. Son los fuegos. Dime, ¿tus fuegos
arden demasiado rápido?

—Solo es el frío lo que los hace arder.


No, es la tormenta que viene. El primer signo es miedo. El segundo es
siempre el fuego. Tu gente tiene miedo, y ahora los fuegos arden.

—Deja de lado la tormenta, te lo ruego —dijo Vasya—. Aquí, traje un


regalo —Ella puso una mano en su manga.

No era mucho, solo un trozo de pan seco y una pizca de sal, pero
cuando lo sostuvo, el viento murió.

En el silencio, Vasya escuchó que el lobo aullaba de nuevo, muy


cerca ahora, y respondió en un coro. Pero en el mismo instante una yegua
blanca salió de entre dos árboles y Vasya se olvidó de los lobos. La larga
melena de la yegua caía como carámbanos, y los resoplidos de su aliento
crearon nubes en la noche. .

Vasya contuvo el aliento.

—Oh, eres hermosa —dijo, e incluso ella podía escuchar el anhelo en


su voz—. ¿Traes la nieve?

¿La yegua blanca tenía un jinete? Vasya no podía decirlo. En un


instante parecía que sí y entonces la piel de la yegua se retorció y la forma
en su espalda fue solo un truco de la luz.

El caballo blanco puso sus pequeñas orejas hacia adelante, hacia el


pan y la sal. Vasya tendió su mano. Sintió el aliento cálido del caballo en
su rostro y miró su ojo oscuro. De repente, se sintió más cálida. Incluso el
viento se sentía más cálido donde se enroscaba alrededor de su rostro.

Traigo la nieve, dijo la voz. Vasya no pensó que fuera la yegua. Es mi


ira y mi advertencia. Pero eres valiente, devushka, y me retiro. Por el bien de
una ofrenda. Una pequeña pausa. Pero el miedo no es mío, y tampoco lo es
el fuego. La tormenta se avecina, y la helada no será nada en comparación.
El coraje te salvará. Si tu gente tiene miedo, entonces están perdidos.

—¿Qué tormenta? —susurró Vasya.

Ten cuidado con las estaciones de cambio, pensó que el viento


suspiraba. Ten cuidado... y la voz se fue. Pero el viento se mantuvo. Más y
más duro sopló, sin palabras, arrojando nubes a través de la luna, y el
viento olía, benditamente, a la nieve. La helada profunda no podría durar
mientras nevara.
Cuando Vasya tropezó a través de la puerta de su propia casa, los
copos que cubrían su capucha y atraparon sus pestañas efectivamente
silenciaron el clamor de su familia. Alyosha la contemplo sin palabras, e
Irina se echó a reír para atrapar un puñado de la blancura que caía.

Esa noche el frío se frenó. Nevó por una semana. Cuando la nieve
finalmente se detuvo, les tomó tres días más desenterrarse. Para entonces,
los lobos habían aprovechado la relativa tibieza para darse un festín con
los conejos fibrosos y adentrarse más en el bosque. Nadie los vio de nuevo.
Solo Alyosha parecía decepcionado.

***

DUNYA DUIRMIÓ MAL esas noches de fin de invierno, y no fue solo


por el frío y el dolor de sus huesos, ni tampoco por su preocupación por la
tos de Irina o el rostro pálido de Vasya.

—Es la hora —dijo el demonio de las heladas.

Esta vez no había trineo en el sueño de Dunya, no había sol ni aire


fresco de invierno.

Ella estaba parada en un bosque sombrío y murmurante. Parecía


que una sombra más grande acechaba en algún lugar en la oscuridad.
Esperando. Las pálidas facciones del demonio de invierno se dibujaban
bien como aguafuerte, sus ojos carecían de color.

—Debe ser ahora —dijo él—. Ella es una mujer, y más fuerte de lo
que cree. Tal vez pueda evitar el mal de ti, pero debo tener a esa chica.

—Ella es una niña —protestó Dunya. Demonio, pensó ella. Tentador.


Mentiroso—. Todavía una niña, aún me pide pastelillos, incluso cuando
sabe que no hay ninguno, y se ha puesto tan pálida este invierno, todos
ojos y huesos. ¿Cómo puedo renunciar a ella ahora?

El rostro del demonio estaba frío.

—Mi hermano se está despertando; todos los días su prisión se


debilita. Esa niña, sin saberlo, ha hecho lo que puede para protegeros, con
cortezas y coraje y la visión. Pero mi hermano se ríe de tales cosas; ella
debe tener la joya.

La oscuridad parecía presionar más cerca, siseante. El demonio de


la helada habló bruscamente, en palabras que Dunya no conocía. Un
viento brillante se filtró alrededor del claro, y las sombras retrocedieron. La
luna salió y puso a la nieve a brillar.

—Por favor, rey de invierno —dijo Dunya humildemente, apretando


las manos—. Otro año. Una temporada más de sol; ella crecerá fuerte con
la lluvia y la luz del sol. No le daré, no puedo, darle mi chica al Invierno
ahora.

De repente, la risa resonó en la maleza: una vieja y lenta risa. De


repente a Dunya le pareció que la luz de la luna brillaba a través del
demonio de las heladas, que no era más que un truco de luz y sombra.

Pero luego volvió a ser un hombre de verdad, con peso, forma y


figura. Su cabeza giró, escaneando la maleza. Cuando se volvió hacia
Dunya, su rostro era sombrío.

—Tú la conoces mejor —dijo—. No puedo llevármela sin preparación;


moriría. Otro año, entonces. Contra mi juicio.
Capítulo 14
El ratón y la doncella.
Traducido por Mew Rincone

Anna Ivanovna padeció con los otros ese invierno. Sus manos se
hincharon y se tensaron; le dolían los dientes. Soñaba con queso, huevos y
berros mientras comía col amarga, pan negro y pescado ahumado. Irina,
nunca fuerte, se desvaneció en una sombra apática de sí misma y Anna,
aterrorizada por su hija, hizo una pequeña alianza con Dunya para meter
caldos y miel por la garganta de la niña y mantenerla caliente.

Pero al menos ella no vio demonios. La pequeña criatura barbuda no


se arrastraba por la casa; el mendigo moreno no se arrastraba por el dvor.
Anna solo veía hombres y mujeres, y tan solo soportaba los problemas
ordinarios de una casa llena de gente en un severo invierno. Y el padre
Konstantin estaba allí: un hombre como un ángel, como nunca había
imaginado que fuera un hombre, con su voz brillante y boca tierna y los
íconos benditos que tomaban forma bajo sus fuertes manos. Ella lo vio
todos los días ese invierno, cuando todos estaban encerrados en el interior.
Para ella disfrutar de su presencia era como comer carnes y bebidas, y no
deseaba nada más. Su mente estaba tranquila; incluso podía animarse a
sonreír a sus hijastros y soportar a Vasilisa.

Pero cuando llegó la nieve y se desgajó el frío, la paz de Anna se hizo


añicos.

En un mediodía gris con la poca nieve formando un cielo plomizo,


una Anna fue corriendo para encontrar a Konstantin en su celda.

—Los demonios todavía están aquí, Batyushka—gritó—. Ellos


volvieron; solo se estaban escondiendo. Son astutos y mienten. ¿Cómo he
pecado? ¿Padre, qué debo hacer? —Ella estaba llorando, temblando. Esa
misma mañana, el domovoi se había deslizado, testarudo y ardiente desde
el horno y había tomado la canasta de costuras de Dunya.
Konstantin no respondió de inmediato. Sus dedos eran azules y
blancos por donde agarraban el pincel; se había retirado a su habitación
para pintar. Anna le había traído sopa. Ésta se derramó en sus manos
temblorosas. Repollo, notó Konstantin con disgusto. Estaba mortalmente
cansado de la col. Anna dejó el tazón junto a él, pero no se fue.

—Paciencia, Anna Ivanovna —respondió el sacerdote cuando se hizo


evidente que estaba esperando a que él hablara. No se dio la vuelta ni
disminuyó sus rápidas pinceladas. Habían pasado semanas desde que él
había pintado—. Es una infestación de larga estadía que se alimenta de la
desviación de muchos. Solo espera, y los traeré de regreso a Dios.

—Sí, Batyushka —dijo Anna—. Pero hoy vi...

Él siseó entre dientes.

—Anna Ivanovna, nunca te librarás de los demonios si te sigues


arrastrando por ahí buscándolos. ¿Qué buena mujer cristiana se comporta
así? Harías mejor en temer a Dios y pasar tu tiempo en oración. En
muchas oraciones. —Dirigió la mirada hacia la puerta.

Pero Anna no se fue.

—Ya has hecho maravillas. Yo... no me consideras ingrata,


Batyushka. —Se inclinó hacia él temblando. Su mano cayó sobre su
hombro.

Konstantin le lanzó una mirada impaciente. Ella se echó hacia atrás


como si la hubiera quemado y un rubor apagado subió por su rostro.

—Da gracias a Dios, Anna Ivanovna — dijo Konstantin—. Déjame


con mi trabajo.

Ella se detuvo un momento sin palabras, y luego huyó.

Konstantin tomó su sopa y se la bebió de un solo trago. Se limpió la


boca e intentó de nuevo encontrar la calma necesaria para pintar. Pero las
palabras de la dama lo rasguñaban. Demonios. Diablos. ¿Cómo he
pecado? La mente de Konstantin vagó. Había llenado a estas personas con
el temor de Dios y estaban en el camino de la salvación. Lo necesitaban, lo
amaban y lo temían en igual medida. Con razón, porque él era el
mensajero de Dios. Ellos adoraron sus íconos. Todo lo que pudo inventar
con palabras y miradas feroces, de obediencia a la voluntad de Dios y
espíritu de humildad, lo había hecho. Él sintió el efecto.
Y aún así.

Sin querer, Konstantin pensó en la segunda hija de Pyotr. La había


mirado ese invierno, su gracia infantil, su risa, su imprudencia
descuidada, la tristeza secreta que a veces cruzaba su rostro. Recordaba
cómo una vez ella había emergido del crepúsculo a la casa en el frío y la
noche que caía. Él mismo le había quitado la hidromiel de la mano sin
pensar más allá de la gratitud de que podría apaciguar su sed.

Ella no tiene miedo, pensó Konstantin sombríamente. Ella no teme a


Dios; no teme a nada. Lo vio en sus silencios, en su mirada mística, en las
largas horas que pasaba en el bosque. En cualquier caso, ninguna buena
doncella cristiana tenía ojos así o caminaba con tanta gracia en la
oscuridad.

Por el alma de ella, pensó Konstantin, y por las almas de todos en


este lugar desolado, él debía sacarle su humildad. Ella debía ver lo que era
ella y temerlo. Salvarla, y él los salvaría a todos. En su defecto...
Konstantin no le prestó atención a sus dedos; pintó en una bruma
mientras su mente se preocupaba por el problema. Por fin recuperó el
conocimiento y sus ojos se enfocaron en lo que había pintado.

Unos salvajes ojos verdes lo miraban fijamente, unos que él había


querido hacer de un suave azul. El velo largo de la mujer podría haber sido
una cortina de pelo rojo-negro. Ella parecía reírse de él, atrapada en el
bosque y libre para siempre. Konstantin gritó y arrojó el lienzo lejos. Éste
golpeó el suelo y salpicó la pintura.

****

Esa primavera era demasiado húmeda y demasiado fría. Irina, quien


amaba las flores, lloró porque las copas de nieve nunca florecieron. Los
campos se araron bajo torrentes de lluvia fuera de estación y durante
semanas no se secaron, ni en el interior ni en el exterior. Vasya, en su
desesperación, trató de poner sus medias en el horno con fuego
metiéndolas en una esquina. Los sacó considerablemente más cálidos,
pero no más secos. La mitad del pueblo estaba tosiendo, y miró a su
hermano frunciendo el ceño mientras se vestía.

—Según como salen tus experimentos, podría haber sido peor —dijo
Alyosha, mirando sus medias ligeramente carbonizadas. Sus ojos estaban
rojos, su voz ronca. Hizo una mueca mientras ponía la lana tibia y húmeda
sobre su pie.

—Sí —dijo Vasya, tomando sus propias medias—. Podría haberlas


cocinado. —Ella lo miró de nuevo—. Habrá algo caliente para cenar esta
noche. No mueras antes de que la lluvia se detenga, hermanito.

—Sin promesas, hermanita —dijo Alyosha oscuramente y tosiendo.


Se enderezó el sombrero y salió al exterior.

Con la lluvia y la humedad, el Padre Konstantin comenzó a hacer


sus pinceles y a moler su piedra en la cocina de invierno. Estaba
considerablemente más cálida y algo más seca que su habitación, aunque
mucho más ruidosa, con perros, niños y la más débil de sus cabras bajo
los pies. Vasya lamentó el cambio. Él nunca le habló ni una vez, aunque
elogió a Irina e instruyó a Anna Ivanovna con la suficiente frecuencia.
Pero, incluso en el alboroto, Vasya podía sentir sus ojos en ella. Mientras
ella bromeaba con Dunya y amasaba su pobre pan y movía la rueca, Vasya
siempre fue consciente de la mirada fija del sacerdote.

Mejor que me digas mi falta a la cara, Batyushka.

Ella se escondió en el establo siempre que pudo. Sus incursiones en


la abarrotada casa significaron rondas de trabajo incansable mientras
Anna chillaba y oraba por turnos. Y siempre estaba el silencio del
sacerdote y su grave atención.

Vasya nunca le contó a nadie dónde había ido esa noche amarga de
enero. Después, pensó a veces que lo había soñado: la voz en el viento y el
caballo blanco. Mientras Konstantin miraba, ella tuvo cuidado de no dirigir
ningún comentario al domovoi. Pero el sacerdote la miraba de todos
modos. Era simplemente, pensó casi desesperada, cuestión de tiempo
antes de que ella se metiera en problemas y él se abalanzara. Pero los días
pasaron, y el sacerdote guardó silencio.

Abril llegó y Vasya se encontró en el potrero montando a Mysh, el


viejo caballo de Sasha, ahora una yegua de cría que había dado a luz a
siete potros. Aunque ya no era joven, la yegua todavía era fuerte y estaba
sana, y sus viejos ojos sabios no se perdían nada. Los caballos más
valiosos—Mysh entre ellos—pasaron el invierno en el establo y salieron a
pastar con los demás tan pronto como la hierba apareció en la nieve.
Siempre surgían ciertos desacuerdos en consecuencia y Mysh tenía una
herida en forma de casco en su flanco. Vasya manejaba su aguja con más
destreza en la carne que en la tela. La corte escarlata se hizo cada vez más
pequeño. La yegua permaneció quieta, tan solo temblando de vez en
cuando.

—Verano, verano, verano —cantó Vasya. El sol volvió a brillar y la


lluvia se detuvo lo suficiente como para dar a la cebada una oportunidad.
Se midió contra el caballo y Vasya descubrió que se había hecho incluso
más alta durante el invierno. Bueno, pensó con tristeza, no todos podemos
ser pequeños como Irina.

La pequeña Irina ya era aclamada como una belleza. Vasya intentó


no pensar en eso.

Mysh irrumpió en la ensoñación de la niña.

Nos gustaría ofrecerte un regalo, dijo ella. Bajó la cabeza para


mordisquear la hierba nueva.

Las manos de Vasya vacilaron.

—¿Un regalo?

Nos trajiste pan este invierno. Estamos en deuda contigo.

—¿Nos? Pero el vazila…

Estamos todos juntos, respondió la yegua. Algo más también, pero


más que nada él es nosotros.

—Oh —dijo Vasya, perpleja—. Bueno, te lo agradezco.

Lo mejor es no agradecer la hierba hasta que la hayas comido, dijo la


yegua con un bufido. Nuestro regalo es este: deseamos enseñarte a
montar.

Esta vez Vasya realmente se congeló, excepto que la sangre corrió a


su corazón. Podía montar—sobre un gordo caballo gris que compartía con
Irina—pero...

— ¿De verdad? —susurró.

Sí, dijo la yegua, aunque puede ser una bendición mezclada. Tal
regalo podría apartarte de tu gente.
—Mi gente —dijo Vasya muy bajo. Ellos lloran ante los íconos
mientras el domovoi muere de hambre. Yo no los conozco. Han cambiado y
yo no. En voz alta, dijo—: No tengo miedo.

Bien, dijo la yegua. Comenzaremos cuando el barro se seque.

Vasya medio olvidó la promesa de la yegua las semanas siguientes.


La primavera significaba semanas de labor adormecedora, y al cierre de
cada día, Vasya comía el pobre pan de la cebada del año anterior con
suave queso blanco y tiernas hierbas nuevas, luego se arrojaba al horno y
dormía como un niño.

Pero de repente fue mayo, y el barro desapareció bajo hierba nueva.


Los dientes de león brillaban como estrellas en medio del verdor intenso.
Los caballos arrojaban largas sombras y una media luna se alzaba a solas
en el cielo, el día en que Vasya, sudando, arañada y exhausta, se detuvo
en el potrero cuando volvía del campo de cebada.

Ven aquí, dijo Mysh. Sube a mi lomo.

Vasya estaba casi demasiado cansada para responder; miró


estúpidamente al caballo y dijo:

—No tengo silla de montar.

Mysh resopló.

Tampoco la tendrás. Debes aprender a hacerlo sin una. Te llevaré,


pero no soy tu sirviente.

Vasya se encontró con el ojo de la yegua. Un destello de humor


destelló en las profundidades marrones.

— ¿No te duele la pata?—preguntó débilmente, asintiendo con la


cabeza hacia la herida medio curada en el flanco de la yegua.

No, respondió Mysh. Monta.

Vasya pensó en su cena caliente y en su taburete junto al horno.


Luego apretó los dientes, retrocedió y corrió y cayó boca abajo sobre el
lomo de la yegua. Con unos pocos retuerzos, Vasya se posicionó
incómodamente justo detrás de la dura crid.

Las orejas de la yegua echaron hacia atrás en el momento


desordenado.
Necesitarás práctica.

Vasya nunca podría recordar a dónde fueron ese día. Cabalgaron


profundo en el bosque. Pero montar a caballo fue doloroso; eso siempre lo
recordaría Vasya. Fueron a trote hasta que la espalda y las piernas de
Vasya temblaron. Quédate quieta, dijo la yegua. Es como si hubiera tres
personas en lugar de una. Vasya lo intentó, resbalando aquí y allá.
Finalmente exasperada, Mysh se detuvo bruscamente. Vasya rodó sobre el
hombro de la yegua y aterrizó parpadeando sobre el suelo arbolado del
bosque.

Levántate, dijo la yegua. Sé más cuidadosa.

Cuando regresaron al prado, Vasya estaba sucia, magullada, y


segura de que caminar estaba más allá de ella. También se había perdido
la cena y se ganó un regaño. Pero a la noche siguiente ella lo hizo de
nuevo. Y otra vez. No fue siempre con Mysh; los caballos se turnaron para
enseñarle a montar. Ella no podía ir todos los días. En primavera trabajó
incesantemente—todos lo hicieron—para poner los cultivos en la tierra.

Pero Vasya fue bastante de seguido y lentamente su espalda,


muslos y estómago comenzaron a doler menos. Finalmente llegó el día en
que no dolieron en absoluto. Y mientras tanto, aprendió a mantener el
equilibrio, a saltar al lomo de un caballo, a girar, galopar, a detenerse y a
saltar hasta que ya no podía distinguir dónde terminaba el caballo y dónde
comenzaba ella.

El cielo parecía más grande que el solsticio de verano, las nubes lo


llenaban como si fueran cisnes. La cebada ondulaba en verdes campos,
aunque estaba creciendo tardíamente y Pyotr negó con la cabeza. Vasya
desaparecía en el bosque todos los días con su cesta sobre su brazo. A
veces Dunya miraba con recelo las ofrendas de la niña—en su mayor parte
corteza de abedul, o espino cerval para teñir, y raramente en cantidades
suficientes. Sin embargo, Vasya estaba dorada y brillaba de felicidad, por
lo que Dunya se limitaba a asentir y no decir nada.

Al poco tiempo, el calor se profundizó hasta que fue espeso como la


miel: demasiado caliente. A pesar de las oraciones de la gente, los
incendios estallaron en el bosque seco de yesca, y la cebada creció
lentamente.
Un día caluroso de agosto vio a Vasya dirigirse al lago, tratando de
no cojear. Buran había llevado a Vasya a cabalgar. El semental gris, ahora
blanco, seguía siendo el mayor de los caballos de montar, y tenía el sentido
del humor más perverso. Vasya tenía hematomas para probarlo.

El lago deslumbraba bajo la luz del sol. Cuando Vasya se acercó,


creyó oír un crujido en los árboles que bordeaban el agua. Pero cuando
levantó la vista, no vio más que verde. Después de unos pocos minutos de
búsqueda infructuosa, Vasya se dio por vencida, se desnudó y se deslizó
en el lago. El agua era pura nieve derretida, fría incluso a mediados de
verano. Sacó el aire de sus pulmones y Vasia contuvo un grito. Se
zambulló una vez, la frialdad del agua le dio vida a sus miembros
cansados. Retozó bajo el agua, mirando por aquí y por allá. Pero no había
ni una rusalka. Vagamente inquieta Vasya remó hacia la orilla, lanzó su
ropa al agua y la golpeó contra rocas. Finalmente las colgó y éstas
gotearon desde una rama cercana y luego trepó al árbol ella misma,
estirándose como un gato a lo largo de una rama para secarse al sol.

Quizás una hora más tarde, Vasya se despertó de un estupor


exhausto y miró su ropa medio seca. El sol había pasado su cenit y
comenzaba a inclinarse hacia el oeste, lo que significaba, en los largos días
de pleno verano, que la tarde estaba muy avanzada. Para entonces Anna
estaría furiosa e incluso Dunya la miraría con los labios apretados cuando
cruzara por la puerta. Sin duda, Irina estaría agachada sobre el sofocante
horno o se estaría desgastando los dedos por arreglarse. Sintiéndose
culpable, Vasya descendió a una rama inferior—y se congeló.

El padre Konstantin estaba sentado en el césped. Podría haber sido


un granjero apuesto y no un sacerdote en absoluto. Había cambiado su
bata por una camisa de lino y pantalones sueltos, salpicados con trozos de
cebada y su cabello descubierto resplandecía bajo el sol de la tarde. Estaba
mirando el lago. ¿Qué está haciendo él aquí? Vasya todavía estaba oculta
por el follaje del árbol; ella cruzó sus rodillas alrededor de la rama, se dejó
caer, y agarró la ropa tan rápida como una ardilla. Se inclinó torpemente
sobre una rama superior, tratando de no caerse y romperse un brazo, se
puso la camisa y las polainas que le robó a Alyosha, y usó los dedos para
poner algo de orden en su cabello. Finalmente terminó con una trenza
llena de bultos detrás de ella, atrapó una rama y se balanceó hacia el
suelo. Tal vez si me alejo muy silenciosamente...
Entonces Vasya vio la rusalka. Ella estaba de pie en el agua. Su
cabello flotaba a su alrededor medio enmascarando sus pechos desnudos.
Ella sonrió, solo un poco, al padre Konstantin. El sacerdote en trance, se
puso de pie y se tambaleó hacia ella. Sin pensarlo, Vasya se abalanzó
sobre él y le tomó la mano. Pero él la empujó, casi casualmente, más fuerte
de lo que parecía. Vasya se volvió hacia la rusalka.

— ¡Déjalo en paz!

—Nos matará a todos —respondió la rusalka con la voz suave, sus


ojos sin dejar a su presa—. Ya ha comenzado. Si continúa como ahora,
todos los guardianes del bosque profundo desaparecerán; la tormenta
vendrá y la tierra quedará indefensa. ¿No lo has visto? El miedo es lo
primero, luego el fuego, después el hambre. Él hizo que tu gente tuviera
miedo. Y luego los incendios ardieron y ahora el sol abrasa. Estarás
muerta de hambre cuando el frío llegue. El rey de invierno está débil y su
hermano está muy cerca. Él vendrá si las barreras fallan. Mejor cualquier
cosa que eso. —Su voz temblaba de pasión—. Es mejor que me lleve a este
ahora.

El padre Konstantin dio otro paso. El agua subió alrededor de sus


botas. Estaba en el borde del lago.

Vasya negó con la cabeza, tratando de aclararlo.

—No debes hacerlo.

— ¿Por qué no? ¿Vale su vida la de los demás? Y te digo con


seguridad que si él vive ahora, muchos morirán.

Vasya dudó un largo momento. Ella recordó involuntariamente al


sacerdote rezando junto al cadáver rígido de Timofei, pronunciando las
palabras mucho después de que su voz se hubiera ido. Lo recordó sostener
el cuerpo de la madre del chico en posición vertical cuando se había caído
llorando sobre la nieve. La niña apretó los dientes y negó con la cabeza.

La rusalka echó la cabeza hacia atrás y soltó un chillido. Y entonces


ya no estaba allí en absoluto; solo había sol sobre el agua, malas hierbas y
las sombras de los árboles. Vasya tomó la mano del sacerdote y lo llevó
lejos del borde. Él la miró y la conciencia regresó a sus ojos.

***
Los pies de Konstantin estaban fríos y se sintió extrañamente
perdido. Frío porque estaba a seis pulgadas de agua al borde del lago, pero
se preguntaba por la apuñalante sensación de soledad. Él nunca se había
sentido solo. Una cara estaba entrando en foco. Antes de que pudiera
ponerle un nombre, la persona lo tomó de la mano y lo arrastró hacia
tierra firme. La luz destelló roja en la trenza negra y de inmediato la
reconoció.

—Vasilisa Petrovna.

Dejó caer la mano, se volvió y lo miró.

—Batyushka.

Sintió sus pies mojados, recordó a la mujer en el lago y sintió el


inicio del miedo.

— ¿Qué estás haciendo? —exigió.

—Salvar tu vida —respondió ella—. El lago es peligroso para ti.

—Demonios...

Vasya se encogió de hombros.

—O el guardián del lago. Llámala como quieras.

Él hizo ademán de volverse al agua y agarró su cruz con una mano.

Ella se inclinó hacia adelante y la agarró, rompiendo la correa que la


sostenía alrededor de su cuello.

—Déjalo, y ella —dijo la chica ferozmente, manteniendo la cruz fuera


de su alcance—. Has hecho suficiente daño, ¿Puedes dejarlos en paz?

—Quiero salvarte, Vasilisa Petrovna —dijo—. Los salvaré a todos.


Hay fuerzas oscuras que no entiendes.

Para su sorpresa y tal vez para sí misma, se rió. La diversión suavizó


los ángulos de su rostro. Atrapado ante la vista, la miró con involuntaria
admiración.

—Me parece, Batyushka, que eres tú quien no lo comprende, ya que


era tu vida la que necesitaba ser salvada. Vuelve al trabajo en los campos
de cebada y deja el lago en paz. —Se volvió sin esperar a ver si él la seguía,
sus pies fueron silenciosos sobre el musgo y las agujas de pino.
Konstantin se colocó a su lado. Todavía sostenía su cruz de madera entre
sus dos dedos.

—Vasilisa Petrovna —intentó de nuevo maldiciendo su torpeza.


Siempre supo qué decir. Pero esta chica colocaba su clara mirada sobre él
y toda su certeza se volvía vaga y tonta—. Debes dejar tus formas
bárbaras. Debes regresar a Dios con temor y verdadero arrepentimiento.
Eres la hija de un buen señor cristiano. Tu madre se volverá loca si no
exorcizamos a los demonios de su hogar. Vasilisa Petrovna, vuelve.
Arrepiéntete.

—Voy a la iglesia, Padre —contestó ella—. Anna Ivanovna no es mi


madre, ni su locura es asunto mío. Así como mi alma no es tuya. Y me
parece que lo hacíamos muy bien antes de que vinieras; y si rezábamos
menos, también llorábamos menos. —Ella había caminado con rapidez. A
través de los troncos de los árboles pudo ver la empalizada del pueblo—.
Escúchame, Batyushka —dijo—. Ora por los muertos, consuela a los
enfermos y consuela a mi madrastra. Pero a mí déjame en paz, o la
próxima vez que uno de ellos venga por ti, no levantaré un dedo para
detenerlo.

Ella no esperó una respuesta sino que se guardó la cruz en la mano


y se dirigió hacia la aldea. Estaba caliente en su mano, y sus dedos se
curvaron a regañadientes a su alrededor.
Capítulo 15
Ellos solo vienen por la salvaje doncella
Traducido por Mary Rhysand & Manati5b

La cegadora luz del sol de la tarde dio paso a la miel dorada, y


finalmente al ámbar oxidado. Una tenue medía luna se apreciaba justo
sobre una línea de pálido cielo amarillo. El calor del día se fue con la luz, y
los hombres en los campos de cebada se estremecieron en sus fríos
abrigos. Konstantin se colocó la guadaña sobre el hombro. Ampollas de
sangre había florecido debajo de la dura piel de sus palmas. Balanceó la
guadaña con la yema de sus dedos y evitó a Pyotr Vladimirovich. El anhelo
cerró su garganta y una ira robó su voz. Fue un demonio. Era tu
imaginación. No la echaste; te arrastraste hacia ella.

Dios, quería regresar a Moscow, o Kiev, o más allá incluso. Comer


pan caliente y abundante en lugar de morirse de hambre la mitad del año,
de dejar el arado por las granjas, de hablar antes que cientos, y nunca
quedarse despierto haciéndose preguntas.

No. Dios le había dado una tarea. No podía dejarla a un lado sin
terminarla.

Oh, si pudiera solo terminarla.

Apretó su mandíbula. Debía hacerlo. Y antes de morir viviría de


nuevo en un mundo donde las chicas no lo desafiaran y los demonios no
caminaran a la luz del día. Pasó la cebada segada y bordeó el potrero. El
borde del bosque arrojaba sombras hambrientas. Giró su rostro para mirar
a lo lejos, hacia la manada de Pyotr que comía pasto en el largo
crepúsculo. Entre los grises y las castañas algo brillaba. Konstantin
entrecerró sus ojos. Un caballo, uno de los sementales de guerra de Pyotr,
estaba quieto con la cabeza alzada. Una figura esbelta se hallaba a lomos
de la bestia, su silueta estaba enmarcada por el ocaso. Konstantin supo
quién era al momento. El semental curvó su perversa cabeza para
mordisquear su trenza, y ella se rio como una niña.
Konstantin nunca había visto a Vaya así. En la casa, ella era difícil y
cautelosa, descuidada y encantadora por turnos, todo ojos y huesos y pies
silenciosos. Pero sola, bajo el cielo, ella era hermosa como una potra de un
año o un halcón aprendiendo a volar.

Konstantin forzó su rostro a permanecer frio. Su gente le ofrecía cera


de abejas y miel, le rogaban por consuelo y plegarias. Besaban su mano;
sus rostros se alzaban cuando lo veían. Pero la chica evitaba su mirada y
sus pasos, sin embargo un caballo, una bestia tonta, podía lograr sacarle
esa luz. La luz debía haber sido por él—por Dios— por él como el
mensajero de Dios. Ella era como Anna Ivanovna la había descrito: dura de
corazón, indescriptible, para nada una dama. Ella conversaba con
demonios y se atrevía a decir que le había salvado la vida.

Pero sus dedos picaban por madera, cera y pinceles, por capturar el
amor y la soledad, el orgullo y la feminidad medio florecida escrita en las
líneas del cuerpo de la chica. Ella salvó tu vida, Konstantin Nikonovich.

Aplastó ambos pensamientos e impulsos salvajemente. Pintar era


para la gloria de Dios, no para glorificar la fragilidad o carne transitoria.
Ella convocó un demonio; fue el dedo de Dios el que salvo mi vida. Pero
cuando se obligó a alejarse de allí, la escena ya estaba grabada detrás de
sus parpados.

***

El cielo era violeta cuando Vasya entró a la cocina aun sonrojada por
el sol del día. Agarró su tazón y una cuchara clamando una porción para
ella misma, y se lo llevó a la ventana. El crepúsculo eclipsó sus ojos. Cavó
en su comida y se detuvo de vez en cuando para mirar el largo atardecer
de verano. Konstatin se colocó junto a ella con tiesos y deliberados pasos.
Su cabello olía como tierra y sol y agua de lago. Ella no apartó la mirada
de la ventana. El pueblo se hallaba constelado con fuegos bien cuidados y
una media luna débil colgaba en un cielo con nubes. El silencio entre ellos
se extendió en medio del bullicio de la abarrotada cocina. Fue el
predicador quien lo rompió.

—Soy un hombre dio Dios —dijo Konstantin por lo bajo—: pero


habría lamentado morir.

Vasya le dio una rápida y sobresaltada mirada. Un fantasma de una


sonrisa apareció en la comisura de su boca.
—No sé yo, Batyushka —dijo ella—. ¿No robé tu rápido ascenso al
cielo?

—Te doy las gracias por mi vida —prosiguió Konstatin, rigido—. Pero
a Dios no se puede engañar. —Su mano se colocó sobre la de ella de
repente. La sonrisa dejó su rostro—. Recuérdalo —dijo y deslizó un objeto
entre sus dedos. Su áspera mano por la guadaña, frotó sus nudillos. Él no
habló. De repente Vasya entendió por qué todas las mujeres le rogaban
oraciones; entendió también que su cálida mano, los fuertes huesos de su
rostro, eran un arma, para usar cuando el arma del discurso fallaba. Él
logaría que ella obedeciera de esta manera, con su mano áspera, con sus
hermosos ojos.

¿Soy tan tonta como Anna Ivanovna? Vasya echó su cabeza hacia
atrás y se apartó. Él la dejó ir. Ella no vio su mano temblar. Su sombra
ondeó en la pared cuando se marchó.

Anna estaba remendando ropa de cama en el taburete junto a la


chimenea. La tela cayó sobre sus rodillas, cuando se puso de pie, cayó al
suelo.

—¿Qué te ha dado? —siseó—. ¿Qué era? —Cada punto y línea


destacaban su cara.

Vasya no tenía idea, pero alzó la cosa para que su madrasta lo viera.
Era la cruz de madera que él llevaba, con brazos extendidos tallados en
pino sedoso. Vasya lo miró con curiosidad. ¿Qué es esto, sacerdote? ¿Una
advertencia? ¿Una disculpa? ¿Un desafío?

—Una cruz —dijo.

Pero Anna la agarró.

—Es mía —dijo—. Él la dejó para mí. ¡Fuera!

Habían muchas cosas que Vasya podría haber dicho, pero se quedó
con la más segura—: Estoy segura de que eso fue lo que hizo. —Pero no se
fue; llevó su tazón a la chimenea para echarse más estofado de Dunya y
robar un trozo de pan de su incauta hermana. Unos pocos minutos
después, Vasya estaba secando su tazón con la corteza y riéndose de la
cara perpleja de Irina.

Anna no habló de nuevo, pero tampoco retomó su costura. Vasya, a


pesar de su risa, podía sentir la mirada de su madrastra abrasándola.
****

Anna no durmió esa noche, sino que caminó desde su cama a la


iglesia. Cuando el profundo y claro amanecer reemplazó el azul de
medianoche de verano, fue hacia su esposo y lo despertó.

Nunca antes, en nueve años, Anna había ido a Pyotr por su propia
voluntad. Pyotr la miró sin interés antes de darse cuenta quien era. El
cabello suelto de Anna, de color marrón grisáceo le caía en la cara, y su
pañuelo colgaba de lado. Sus ojos eran como dos piedras.

—Mi amor —dijo ella, jadeando y masajeándose la garganta.

—¿Qué ocurre? —demandó Pyotr. Se deslizó de su cálida cama y se


puso su ropa—. ¿Es Irina?

Anna arregló su cabello, y alisó su pañuelo.

—No… no.

Pyotr se colocó una camisa y se ajustó su fajín.

—¿Entonces qué? —dijo en un tono no muy placentero. Ella lo había


sobresaltado bastante.

Anna tembló y parpadeó.

—¿Has notado que tu hija Vasilisa ha crecido mucho desde el último


verano?

Los movimientos de Pyotr titubearon. El joven día arrojaba líneas de


pálido dorado sobre su suelo. Anna nunca se había interesado en Vasya.

—¿En serio? —dijo, aturdido ahora.

—¿Y que se ha hecho pasablemente atractiva?

Pyotr parpadeó y frunció el ceño.

—Es una niña.

—Una mujer —espetó Anna. Eso a Pyotr lo tomó por sorpresa. Ella
nunca lo había contradicho antes—. Una marimacho, todo brazos y
piernas y ojos. Pero tendrá una buen dote. Mejor verla casada ahora,
esposo. Si pierda esa apariencia que tiene, puede que no se case nunca.
—No va a perder su apariencia en el próximo año —dijo Pyotr
cortante—. Y ciertamente no en la próxima hora. ¿Por qué despertarme,
esposa? —Él dejó el cuarto. El olor a pan horneado llenaba la casa, y tenía
hambre.

—Tu hija Olga se casó a los catorce. —Anna lo siguió sin aliento.
Olga había prosperado desde su matrimonio; se había convertido en una
gran dama, una matrona con dos niños. Su esposo se hallaba en buena
estima ante el Gran Príncipe.

Pyotr la miró de nuevo y espetó:

—Lo consideraré —lo dijo para silenciarla. Tomo una gran bola de lo
que se cocinaba y se llenó la boca. Sus dientes le dolían algunas veces; la
suavidad era bienvenida. Eres un hombre viejo, pensó Pyotr. Cerró los ojos
y trató de bloquear la voz de su esposa con el sonido de su masticar.

***

Los hombres fueron a los campos de cebada al amanecer. Toda la


mañana, hicieron saltar la hierba ondulante con grandes golpes
aulladores, y separaron los tallos para que se secaran. Sus rastrillos iban y
venían con un silbido monótono. El sol era una cosa viviente que arrojaba
sus ardientes brazas sobre sus cuellos. Sus sombras débiles se escondían
a sus pies, sus rostros brillaban con sudor y quemaduras solares. Pyotr y
sus hijos trabajaban junto con los campesinos; todo el mundo trabajaba
en tiempos de cosecha. Pyotr era celoso con cada grano. La cebada no
había crecido tanto como debería, y las cabezas eran delgadas y pobres.

Alyosha enderezó su adolorida espalda y se protegió los ojos con la


mano sucia. Su rostro se alzó. Un corredor venía de la villa, galopaba en
un caballo marrón.

—Al fin —dijo. Se llevó dos dedos a la boca. Un largo silbido rompió
la calma. A través del campo, los hombres dejaron de lado sus rastrillos,
se frotaron la hierba de la cara y fueron hacia el rio. Los bancos de color
verde intenso y el agua fluyendo dieron alivio a la camada del calor.

Pyotr se reclinó en su rastrillo y se apartó el pelo húmedo del rostro.


Pero no dejó el campo de trigo. El jinete se acercaba, galopando sobre una
yegua de pies limpios. Pyotr entrecerró los ojos. Podía ver la trenza negra
de su segunda hija fluyéndole en la espalda. Pero no montaba su propio
pony. Los pies blancos de Mysh destellaban sobre la tierra. Vasya vio a su
padre y le ondeó una mano a modo de saludo. Pyotr esperó, frunciendo el
ceño, para regañarla cuando estuviera más cerca. Se va romper la espalda
un día de estos, cosa tonta.

Pero cuan bien llevaba ese caballo. La yegua saltó una zanja y se
adelantó al galope, con el jinete inmóvil a excepción del pelo volando.
Ambos se detuvieron al borde del bosque. Vasya tenía una cesta
balanceada ante ella. En el sol brillante, Pyotr no podía distinguir sus
facciones, pero le sobresaltó cuan alta se había vuelto.

—¿Tienes hambre, padre? —gritó. La yegua permaneció quieta,


preparada. Y sin bridas, ella no llevaba nada en absoluto, nada más que
un cabestro de cuerda. Vasya había cabalgado con ambas manos sobre su
canasta.

—Ya voy, Vasya —dijo, inexplicablemente sombrío. Se colocó el


rastrillo en el hombro.

El sol hizo deslumbrar una cabeza dorada; Konstantin Nikonovich


no había dejado el campo de trigo, sino que se había quedado observando
a la delgada jinete hasta que los arboles la escondieron. Mi hija cabalga
como un chico estepario. ¿Qué debe pensar de ella nuestro virtuoso cura?

Los hombres estaban arrojando el agua fría sobre sus cabezas y


bebiéndola a grandes sorbos. Cuando Pryotr llego al arroyo, Vasya estaba
fuera de su caballo y entre ellos, pasando una bolsa llena de kvas. Dunya
había hecho una enorme empanada en el horno llena de granos, queso y
verduras de verano. Los hombres se reunieron alrededor y partieron
porciones. Grasa revuelta con el sudor en sus rostros.

A Pyotr le sorprendió lo extraño que Vasya parecía entre los grandes


y toscos hombres, con sus largos huesos y su esbeltez, sus grandes ojos
tan abiertos. Quiero una hija como mi madre, había dicho Marina. Bueno,
ahí la tienes, un halcón entre vacas.

Los hombres no le hablaron; comieron su empanada rápidamente,


cabezas inclinadas y regresaron de vuelta a los campos abrasadores.
Alyosha tiro de la trenza de su hermana y le sonrió cuando pasaba. Pero
Pyotr vio que los hombres lanzaban miradas hacia atrás a medida que
avanzaban.
—Bruja —murmuro uno de ellos, aunque Pyotr no lo escuchó. —Ella
ha hechizado al caballo. El sacerdote dice…

La empanada se había ido, y los hombres con ella, pero Vasya se


demoró. Ella coloco la piel de Kvas a un lado y fue a sumergir sus manos
en la corriente. Camina como una niña. Bueno, por supuesto que sí.
Todavía es una niña: una pequeña rana. Y sin embargo, tenía una salvaje e
imprudente gracia. Vasya dejo la corriente y se acercó al cesto en el
camino. Pyotr se sorprendió cuando la miro al rostro, lo cual tal vez fue
por lo que frunció el ceño tan profundamente. Su sonrisa se desvaneció.

—Aquí tienes, padre —dijo ella, y le entrego la piel de kvas.

Oh, salvador, pensó. Tal vez Anna Ivanovna no estaba tan


equivocada. Si no es una mujer, lo será pronto. La mirada del Padre
Konstantin se fijó en Pyotr, deteniéndose otra vez en su hija.

—Vasya —dijo Pyotr, más severo de lo que quería—. ¿Cuál es el


objetivo de esto, de tomar a la yegua y montarla así, sin silla ni brida? Te
romperás un brazo o tu estúpido cuello.

Vasya se sonrojo.

—Dunya me pidió que tomara la canasta y me apresurara. Mysh era


el caballo más cercano, y solo era un tramo corto, demasiado corto para
molestarme con una silla de montar.

— ¿O un cabestro, dochka? — dijo Pyotr con algo de aspereza.

El sonrojo de Vasya se profundizo.

—No he venido a hacer daño Padre.

Pyotr la miró en silencio. Si hubiera sido un niño, él habría estado


aplaudiendo esa muestra de equitación. Pero era una niña, una niña
marimacho, en la cúspide de la feminidad. Pyotr volvió a recordar la
mirada del joven sacerdote.

—Hablaremos de esto más tarde — dijo Pyotr—. Ve a casa con


Dunya. Y no cabalgues tan rápido.

—Sí, Padre —dijo Vasya dócilmente. Pero hubo orgullo en la forma


en que saltó sobre el lomo del caballo, y también orgullo en el control con
el cual giró a la yegua y la envió a medio galope, cuello arqueado, en
dirección a la casa.

***

EL DIA se envolvió en el crepúsculo y pasó, por lo que la única luz


era el pálido brillo del verano que alumbran las noches como la mañana.

—Dunya —dijo Pyotr—. ¿Cuánto tiempo hace que Vasya es una


mujer?

Se sentaron solos en la cocina de verano. Todo a su alrededor del


hogar dormían. Pero para Pyotr, las noches diurnas desterraron el sueño y
la pregunta de su hija lo desvelaba. Las extremidades de Dunya dolían, y
no estaba ansiosa en acostarse en su duro camastro. Ella giró su rueca,
pero lentamente. A Pyotr le sorprendió lo delgada que estaba. Dunya le dio
una mirada dura a Pyotr.

—Hará medio año. Sería cerca de Pascua.

—Es una chica guapa — dijo Pyotr—. Aunque es una salvaje.


Necesita un marido; la estabilizaría. —Pero mientras hablaba, una imagen
vino a él de su niña salvaje casada y encamada, sudando sobre un horno.
La imagen lo llenó de un extraño remordimiento, y eso lo sacudió.

Dunya puso a un lado su rueca y dijo lentamente:

—Todavía no ha pensado en el amor, Pyotr Vladimirovich.

— ¿Y entonces? Hará lo que se le diga.

Dunya rio.

— ¿De verdad? ¿Has olvidado a la madre de Vasya?

Pyotr guardó silencio.

—Te aconsejaría que esperaras — dijo Dunya—. A menos…

Todo el verano, Dunya había observado a Vasya desaparecer al


amanecer y regresar al crepúsculo. Había observado el crecimiento del
salvajismo en la hija de Marina y, a distancia, eso era nuevo, como si la
niña viviera solo a medias en su familiar mundo de cultivos, caldos y
arreglos. Dunya había observado, preocupada y luchado con ella misma.
Ahora ella tomó una decisión. Hundió su mano en su bolsillo. Cuando lo
retiro, la joya azul yacía en su palma, incongruente contra la piel
desgastada.

— ¿Lo recuerdas, Pyotr Vladimirovich?

—Era un regalo para Vasya — dijo Pyotr severamente. — ¿Es eso


una traición? Te pedí que se lo dieras a ella. — Miró el pendiente como si
pensara que era una serpiente.

—Lo guardé para ella —contestó Dunya—. Supliqué, y el rey de


invierno dijo que podía hacerlo. Era una carga demasiado grande para una
niña.

— ¿El rey de invierno? — dijo Pyotr enojado—. ¿Qué eres, una niña
para creer en cuentos de hadas? No hay ningún rey de invierno.

— ¿Cuento de hadas? —contestó Dunya, una respuesta enojada en


su voz—. ¿Soy tan malvada que inventaría tal mentira? Yo también soy
Cristiana, Pyotr Vladimirovich, pero creo lo que veo. ¿De dónde vino esta
joya, adecuada para un Khan, que tú trajiste para tu pequeña hija?

Pyotr, estaba en silencio, su garganta tragaba.

— ¿Quién te la dio? —continuó Dunya—. Tú la trajiste de Moscú,


pero yo nunca pregunte nada más.

—Es un collar —dijo Pyotr, pero el coraje se había marchado de su


voz. Pyotr había tratado de olvidar al hombre de los ojos pálidos, la sangre
en la garganta de Kolya, sus hombres parados insensibles. ¿Era él el rey
de invierno? Ahora él recordaba cuán rápido había accedido a darle a su
hija tan extraña joya. Magia antigua, parecía haberle escuchado decir a
Marina. Una hija del linaje de mi madre. Y luego más suave: protégela,
Petya. La escojo, ella es importante. Prométemelo.

—No es solo un collar —dijo Dunya con dureza—. Es un talismán,


que Dios me perdone. He visto al rey de invierno. El collar es suyo, y él
vendrá por ella.

— ¿Lo has visto? —Pyotr estaba de pie.

Dunya asintió.

— ¿Dónde lo has visto? ¿Aquí?


—En mis sueños — dijo Dunya—. Solo en sueños. Pero él envía esos
sueños y son reales. Me ha dicho que debo darle el collar. Vendrá a
buscarla a mediados de invierno. Ella ya no es una niña. Pero él es
engañoso, toda su clase lo es. —Las palabras salieron de prisa—. Amo a
Vasya como a mi propia hija. Ella es demasiado valiente para su propio
bien. Tengo miedo por ella.

Pyotr se dirigió hacia la gran ventana y se giró hacia Dunya.

— ¿Estás diciéndome la verdad, Avdotya Mikhailovna? Sobre la


tumba de mi esposa, no me mientas.

—Lo he visto —dijo otra vez Dunya—. Y creo que tú también lo has
visto. Tiene el cabello negro, rizado. Ojos pálidos, tan pálidos como el cielo
en a mitad del invierno. No tiene barba, y esta vestido todo de azul.

—No daré a mi hija a un demonio. Ella es una dama Cristiana. — El


miedo bruto en la voz de Pyotr era nueva, nacido de los sermones
Konstantinos.

—Entonces debe tener un esposo —dijo simplemente Dunya—. Entre


más pronto mejor. Los Demonios de invierno no tienen interés en chicas
mortales casadas con hombres mortales. En las historias, el príncipe ave y
el malvado hechicero solo vienen por doncellas salvajes.

***

—¿Vasya? —dijo Alyosha—. ¿Casarla? ¿A ese conejo? —él se rio. Los


tallos secos de cebada se agitaron; estaba rastrillando junto a su padre.
Había paja en sus rizos marrones. Había estado cantando para romper la
quietud de la tarde—. Todavía es una niña, padre; le di una reprimenda a
un campesino que la estuvo observado durante mucho tiempo, pero ella no
se dio cuenta de nada. Ni siquiera cuando el patán estuvo una semana con
la cara magullada.

Había noqueado también al campesino que la había llamado mujer


bruta, pero no le dijo eso a su padre.

—No ha conocido un hombre que la encandile, eso es todo —dijo


Pyotr—. Pero me aseguraré de cambiar eso. —Pyotr estaba energético, su
mente resuelta—. Kyril Artamonovich es el hijo de un amigo; tiene una
gran herencia, y su padre está muerto. Vasya es joven y saludable, y su
dote es muy buena. Se habrá ido antes de la primera nevada. —Pyotr se
inclinó un poco más sobre su rastrillo.

Alyosha no se le unió.

—Ella no lo tomara amablemente, padre.

—Amablemente o no, hará lo que se le diga — dijo Pyotr.

Alyosha resopló.

— ¿Vasya? —dijo—. Me gustaría ver eso.

***

—Vas a casarte —le dijo Irina a Vasya con envidia—. Y tendrás una
buena dote, vivirás en una gran casa de madera y tendrás muchos niños.
— Se puso de pie junto a la áspera valla de postes y rieles, pero no se
apoyó en ella para no manchar su sarafan. Su larga trenza castaña estaba
envuelta en un pañuelo brillante y su delicada mano yacía sobre la
madera. Vasya estaba recortando la pezuña de Buran, murmurando
amenazas al semental si decidía moverse. Sin embargo, parecía debatirse
en que parte de ella morder. Irina estaba bastante asustada.

Vasya bajó el casco y miro a su hermana pequeña.

—No voy a casarme —dijo ella.

La boca de Irina se arrugó en medio de una envidiosa desaprobación


cuando Vasya saltó la valla.

—Claro que lo harás —dijo ella—. Pronto llegará un Lord: Kolya ha


ido a traerlo. Escuché a Padre decírselo a Madre.

Vasya arrugó la frente.

— Bueno, supongo que debo casarme, algún día — dijo ella.

Se inclinó hacia su hermana con una sonrisa de soslayo.

— ¿Pero cómo voy a atrapar la atención de un hombre contigo aquí,


pajarito?

Irina sonrió tímidamente. Ya se había hablado de su belleza entre las


aldeas del dominio de su padre. Pero entonces…
— ¿No iras al bosque, Vasya? Es casi la hora de la cena. Estas toda
sucia.

La rusalka estaba sentada encima de ellas, una sombra verde a lo


largo de una rama de roble. Le hizo señas para que se acercara mientras el
agua goteaba por su cabello.

—Estaré presentable —dijo Vasya.

—Pero padre dijo…

Vasya dio un salto sobre el tronco y sujetó la rama sobre su cabeza


con sus fuertes manos. Pasó las rodillas sobre ella y colgó boca abajo.

—No llegaré tarde a la cena. No te preocupes, Irinka. — Al momento


siguiente había desaparecido entre las hojas.

***

LA RUSALKA estaba demacrada y tiritaba.

— ¿Que estás haciendo? —dijo Vasya—. ¿Qué está mal?— La


rusalka se estremeció más fuerte que nunca—. ¿Tienes frio? —
Difícilmente parecía posible; la tierra devolvía el calor del día y la brisa era
escasa.

—No —dijo la rusalka. Su cabello lacio escondía su rostro—. Las


niñas pequeñas dan frio, no las chyerti. ¿Qué estaba diciendo esa niña,
Vasilisa Petrovna? ¿Vas a dejar el bosque?

A Vasya le pareció que la rusalka tenía miedo, aunque no era fácil


saberlo; las inflexiones de su voz no eran como las de una mujer.

Vasya nunca había pensado en esos términos antes.

—Un día lo haré —dijo ella lentamente—. Algún día. Debo casarme
e ir a la casa de mi esposo. Pero no pensé que sería tan pronto. —Cuan
débil estaba la rusalka. Las crujientes hojas se veían a través de su
demacrada cara.

—No puedes —dijo la rusalka. Sus labios se despegaron de sus


dientes verdes. La mano que cepillaba su cabello se sacudió, por lo que el
agua que caía, corrió sobre su nariz y mentón—. No sobreviviremos el
invierno. No me dejaste matar al hombre hambriento, y tus protecciones
están fallando. Solo eres una niña; tus pedazos de pan y vino de miel no
pueden sustentar los espíritus del hogar. No para siempre. El Oso está
despierto.

— ¿Qué oso?

—La sombra en la pared —dijo la rusalka, respirando rápidamente—


. La voz en la oscuridad. —Su rostro no se movía como un rostro humano,
pero las pupilas de sus ojos se hacían más negras—. Cuidado con la
muerte. Debes hacerme caso ahora, Vasya, porque no volveré más. No
como yo. Él me llamara y yo responderé; él tendrá mi lealtad y me volveré
contra ti. No puedo hacer otra cosa. Las hojas están cayendo. No dejes el
bosque.

— ¿Qué quieres decir con tener cuidado con la muerte? ¿Cómo te


volverás contra nosotros?

Pero la rusalka solo extendió una mano, con tal fuerza que su
humedad se sintió como turbios dedos de carne cerrados sobre el brazo de
Vasya.

—El rey de invierno te ayudará —dijo ella—. Lo prometió. Todos lo


escuchamos. Él es muy viejo y es enemigo de tu enemigo. Pero no debes
confiar en él.

Las preguntas apretaron los labios de Vasya tan rápido que la


ahogaban en su silencio. Sus ojos encontraron los de la rusalka. El
brillante cabello de agua cayó alrededor de su cuerpo desnudo.

—Confío en ti —Se las arregló para decir Vasya—. Eres mi amiga.

—Se de buen corazón, Vasilisa Petrovna —dijo la rusalka


tristemente, y entonces allí solo estaba el árbol, con tormentosas hojas
plateadas. Como si ella nunca hubiera estado. Tal vez estoy loca, en
verdad, pensó Vasya. Atrapó la rama debajo de ella y se dejó caer hasta el
suelo. La tierra era suave bajo sus pies mientras corría hacia casa a través
del glorioso crepúsculo de finales de verano. Todo alrededor del bosque
parecía susurrar. La sombra en la pared. No puedes confiar en él. Cuidado
con la muerte. Cuidado con la muerte.

***

— ¿Casarme, padre? —El claro atardecer verde respiraba fríamente


sobre la tierra reseca y jadeante, de modo que el fuego del horno consolaba
y no atormentaba. Al mediodía solo habían comido pan con cuajada o
champiñones en vinagre, porque no había tiempo que perder para los
campos. Pero esa noche había estofado y tarta, aves asadas y cosas verdes
bañadas en un poco de preciosa sal.

—Si alguien puede ser persuadido de salir contigo —dijo Pyotr, no


muy amablemente mientras hacía a un lado su plato. Zafiros y pálidos
ojos, amenazas y promesas a medio entender, se sacudieron
desagradablemente en su cráneo. Vasya había entrado a la cocina con la
cara mojada, y había señales claras de que había tratado de limpiar la
tierra debajo de sus uñas. Pero el agua solo había manchado la mugre.
Estaba vestida como una campesina con un delgado vestido de lino sin
teñir, con el pelo negro rizado y al descubierto. Sus ojos eran enormes,
salvajes y preocupados. Será mucho más fácil verla casada, pensó Pyotr
irritado, si lograra parecer más a una mujer y menos a un niño campesino, o
un duende de madera.

Pyotr vio como las objeciones sucesivas crecían en sus labios y se


desvanecían. Todas las chicas se casaban, a menos que se volvieran
monjas. Ella lo sabía tan bien como cualquiera otra.

—Casarme —dijo ella de nuevo, esforzándose por encontrar


palabras—. ¿Ahora?

Una vez más, Pyotr sintió una punzada. La vio cargada de niños,
inclinada sobre un horno, sentada ante un telar, sin la gracia…

No seas tonto, Pyotr Vladimirovich. Es el destino de las mujeres. Pyotr


recordó a Marina; cálida y dócil en sus brazos. Pero también recordó que
ella se escabullía en el bosque, ligera como un fantasma, y había tenido
esa misma mirada salvaje en sus ojos.

— ¿Con quién me voy a casar, Padre?

Mi hijo tenía razón, pensó Pyotr. Vasya estaba realmente enojada.


Sus pupilas se hincharon y había lanzado la cabeza hacia atrás como una
potranca que no soportaba nada. Se frotó el rostro. Las chicas eran felices
casadas. Olga había brillado cuando su esposo colocó un anillo en su dedo
y se la llevó. Tal vez Vasya estuviera celosa de su hermana mayor. Pero
esta hija nunca encontraría un esposo en Moscú. Bien podría poner un
halcón en un palomar.

—Kyril Artamonovich —dijo Pyotr—. Mi amigo Artamon era rico y su


único hijo ha heredado. Son grandes criadores de caballos.
Sus ojos ocuparon la mitad de su rostro. Pyotr frunció el ceño. Era
un buen partido; ella no tendría nada de qué preocuparse.

— ¿Dónde? —susurro—. ¿Cuándo?

—A una semana hacia el este en un buen caballo —dijo Pyotr—.


Vendrá después de la cosecha.

El rostro de Vasya se apaciguó y se puso rígida. Se giró.

Pyotr añadió para persuadir:

—Él vendrá en persona. Le he enviado a Kolya. Él será un buen


esposo y te dará hijos.

— ¿Por qué tanta prisa?— espetó Vasya.

La amargura en su voz lo golpeó en carne viva.

—Suficiente, Vasya —dijo con frialdad—. Eres una mujer y él es un


hombre rico. Si quieres un príncipe como Olga, les gusta que sus mujeres
sean más gordas y menos insolentes.

Vio una rápida puñalada de dolor antes de que lo enmascarara.

—Olga prometió enviar por mí cuando creciera —dijo ella—. Dijo que
podríamos vivir juntas en el palacio.

—Mejor que te cases ahora, Vasya —dijo Pyotr de inmediato—.


Puedes ir con tu hermana después del nacimiento de tú primer hijo.

Vasya se mordió el labio y se alejó. Pyotr se encontró preguntándose


con inquietud que haría Kyril Artamonovich con su hija.

—Él no es viejo, Vasya, —dijo Dunya, cuando se agachó junto al


fogón—. Es famoso por su habilidad en la caza. Él te dará hijos fuertes.

— ¿Qué es lo que Padre no me está diciendo? —replicó Vasya—. Es


demasiado repentino. Podría haber esperado un año. Olya prometió enviar
por mí.

—Tonterías, Vasya —dijo Dunya, quizás demasiado rápido—. Eres


una mujer; estarás mejor con un esposo. Estoy segura de que Kyril
Artamonovich permitirá que visites a tu hermana.

Sus ojos verdes volaron y se estrecharon en ella.


—Tú sabes la razón de Padre. ¿Por qué tanta prisa?

—Yo…yo no puedo decirlo, Vasya —dijo Dunya. De repente lucía


pequeña y encogida en sí misma.

Vasya no dijo nada.

—Es lo mejor —dijo su niñera—. Trata de entenderlo. —Se dejó caer


en el banco del horno como si la fuerza la abandonara y Vasya sintió
remordimiento.

—Sí —dijo ella—, lo siento Dunyashka. —Puso una mano en el brazo


de su niñera.

Pero ella no volvió a hablar. Cuando se tragó la papilla, se escabulló


como un fantasma por la puerta y salió a la noche.

***

LA LUNA ERA UN POCO más gruesa que una media luna y la luz un
brillo azul. Vasya corría con un pánico que no podía entender. La vida que
ella dirigía la hacía fuerte. Se escapó y dejo que el frio viento lavara el
sabor del miedo de su boca. Pero no había ido muy lejos; la luz del fuego
del fogón de su familia aún latía sobre su espalda cuando escuchó a
alguien llamarla por su nombre.

—Vasilisa Petrovna.

Casi echa a correr y deja que la noche se la tragara. Pero ¿dónde a


dónde ir? Se detuvo. El sacerdote estaba a la sombra de la iglesia. Estaba
oscuro; no lo había reconocido por su rostro. Pero no podía confundir su
voz. Ella no dijo nada. Probó sal y se dio cuenta de que había lágrimas que
se secaban en sus labios.

Konsantin estaba saliendo de la iglesia. No había visto a Vasya dejar


la casa, pero no podía confundir su sombra voladora. La llamó antes de
que se diera cuenta, y se maldijo así mismo cuando ella se detuvo. Pero la
vista de su rostro lo sacudió.

— ¿Qué sucede? —dijo bruscamente—. ¿Por qué estás llorando?

Si su voz hubiera sido fría y dominante, Vasya no le hubiera


respondido.

Pero tal como estaba, dijo con cansancio:


—Voy a casarme.

Konstantin frunció el ceño. Vio todo a la vez, como lo había visto


Pyotr, la cosa salvaje enjaulada, ocupada y agotada, una mujer como las
demás. Al igual que Pyotr, sintió una extraña pena y se la sacudió. Se
acercó más sin pensarlo, así tal vez podría leer su rostro, y ver con
asombro que tenía miedo.

— ¿Y entonces? —dijo—, ¿es un hombre cruel?

—No —dijo Vasya—. No, no lo creo.

Es lo mejor estaba en lapunta de la lengua del sacerdote. Pero volvió


a pensar en los años, en el embarazo y el agotamiento. La fiereza
desaparecida, la gracia del halcón encadenado… tragó. Es lo mejor. La
fiereza era pecaminosa.

Pero a pesar de que sabía la respuesta, se encontró preguntando:

— ¿Por qué estas asustada, Vasilisa Petrovna?

— ¿No lo sabes, Batyushka? —dijo ella. Su risa era suave y


desesperada—. Estabas asustado cuando te enviaron aquí. Sentiste que el
bosque se cerraba sobre ti como un puño; pude verlo en tus ojos. Pero
puedes irte si quieres. Hay un amplio mundo esperando a un hombre de
Dios, y ya has bebido el agua de Tsargrad y has visto el sol en el mar.
Mientras que yo…— Pudo ver que el pánico volvía a crecer en ella, así que
se adelantó y tomó su brazo.

—Calla —dijo—. No seas tonta; te estas asustando tu misma.

Ella volvió a reír.

—Tienes razón —dijo—. Soy una tonta. Nací para una jaula después
de todo: un convento o una casa, ¿Qué otra cosa hay?

—Eres una mujer —dijo Konstantin. Todavía estaba sosteniendo su


mano; ella dio un paso atrás y la dejo ir—. Lo aceptarás con el tiempo —
dijo—. Serás feliz.

Ella apenas podía ver su rostro, pero había una nota en su voz que
no comprendió. Parecía como si estuviera tratando de convencerse a sí
mismo.
—No —dijo Vasya con voz ronca—. Reza por mí si así lo quieres,
Batyushka, pero yo debo…

Y luego estaba corriendo de nuevo entre las casas. Konstantin se


quedó atrás tragándose el impulso de llamarla. Su palma ardía donde la
había tocado.

Es lo mejor, pensó. Es lo mejor.


Capítulo 16
El Demonio a la luz de las velas
Traducido por Liliana

Era un otoño de cielos grises y hojas amarillas, de lluvia repentina y


rayos inesperados de luz lívida. El hijo boyardo llegó con Kolya después de
que su cosecha había sido guardada a salvo, en bodegas y desvanes. Kolya
envió un mensajero por el fangoso camino por delante de ellos, y el día de
la llegada del señor, Vasya e Irina pasaron la mañana en la casa de baños.
El bannik, el espíritu de la casa de baños, era una criatura barrigona con
ojos como dos grosellas. Las miró con aire de buen humor.

—¿No puedes esconderte debajo de un banco? —dijo Vasya en voz


baja, cuando Irina estaba en la habitación exterior—. Mi madrastra te
verá; gritará.

El bannik sonrió. El vapor se movió entre sus dientes. Era apenas


más alto que su rodilla.

—Como quieras. Pero no me olvides este invierno, Vasilisa Petrovna.


Cada temporada me desvanezco. No quiero desaparecer. El viejo comedor
está despertando; este no sería un buen invierno para perder tu antiguo
bannik.

Vasya vaciló, atrapada. Pero me voy a casar. Me voy lejos. Cuidado


con la muerte. Sus labios se afirmaron. —No olvidaré.

Su sonrisa se ensanchó. El vapor envolvió su cuerpo hasta que no


pudo distinguir la niebla de la carne. Una luz roja se encendió en el dorso
de sus ojos, era del mismo color de las piedras calientes.

—Una profecía entonces, vedma.

—¿Por qué me llamas así? —susurró ella.

El bannik se acercó al banco a su lado. Su barba era el vapor que se


encrespaba.
—Porque tienes los ojos de tu bisabuela. Ahora escúchame. Antes
del final, arrancarás galantos a mediados de invierno, morirás por tu
propia elección y llorarás por un ruiseñor.

Vasya sintió frío a pesar del vapor.

—¿Por qué elegiría morir?

—Es fácil morir —respondió el bannik—. Más difícil de vivir. No me


olvides, Vasilisa Petrovna —Y solo había vapor donde había estado. Santa
Madre, pensó Vasya, he tenido suficiente de sus locas advertencias.

Las dos chicas se sentaron y sudaron hasta que se sonrojaron y


brillaron, se golpearon con ramas de abedul y echaron agua fría sobre sus
humeantes cabezas. Cuando estuvieron limpias, Dunya vino con Anna a
peinarlas y trenzarles el cabello.

—Es una pena que seas como un niño, Vasya —dijo Anna, pasando
un peine de madera perfumada a través de los largos rizos castaños de
Irina—. Espero que tu esposo no se decepcione demasiado —Miró de reojo
a su hijastra. Vasya se sonrojó y se mordió la lengua.

—Pero este cabello —dijo Dunya con brusquedad—. El cabello más


fino en Rusia, Vasochka —Y de hecho era más largo y más grueso que el
de Irina, negro profundo con suaves reflejos rojos.

Vasya sonrió a su nana. A Irina le habían dicho desde la infancia


que era adorable como una princesa. Vasya había sido una niña fea, a
menudo y desfavorablemente comparada con su delicada media hermana.
Recientemente, sin embargo, largas horas a caballo,donde sus largas
extremidades eran útiles, habían puesto a Vasya en una mejor caridad
consigo misma, y en cualquier caso, no estaba muy dispuesta a
contemplar su propio reflejo. El único espejo en la casa era un óvalo de
bronce perteneciente a su madrastra.

Ahora bien, todas las mujeres de la casa parecían estar mirándola,


evaluando como si fuera una cabra engordando para el mercado. Se le
ocurrió a Vasya preguntarse si había algo en ser bella.

Las dos chicas estaban vestidas por fin. La cabeza de Vasya estaba
envuelta en el tocado de una doncella, con el hilo plateado colgando para
enmarcar su rostro. Anna nunca dejaría que Vasya eclipsara a su propia
hija, incluso si Vasya era la que se estaba casando, por lo que el tocado y
las mangas de Irina estaban bordados en perlas de semillas, su pequeño
sarafan de color azul pálido recortado en blanco. Vasya estaba vestida de
verde y azul oscuro, sin perlas y con un ligero toque de bordado blanco. La
sencillez era su propia culpa; ella le había dejado la mayor parte de la
costura a Dunya. Pero la simplicidad se adaptaba a ella. El rostro de Anna
se agrió cuando vio a su hijastra vestida.

Las dos chicas salieron al dvor. El patio trasero estaba de barro


hasta los tobillos; la lluvia empañada suavemente. Irina se mantuvo cerca
de su madre. Pyotr ya esperaba en el dvor, rígido con fina piel y botas
bordadas. La esposa de Kolya había venido con sus hijos; El pequeño
sobrino de Vasya, Seryozha, corrió gritando. Una gran mancha ya
estropeaba su camisa de lino. El padre Konstantin estaba de pie, en
silencio.

—Es un momento extraño para una boda —dijo Alyosha bajando a


Vasya, acercándose a ella—. Un verano seco y una pequeña cosecha —Su
cabello castaño estaba limpio, su corta barba peinada con aceite
perfumado. Su camisa azul bordada coincidía con la faja alrededor de su
cintura—. Estás encantadora, Vasya.

—No me hagas reír —respondió la broma a su hermano. Más en


serio, añadió—: Sí, y padre lo siente. —De hecho, aunque Pyotr parecía
jovial, la línea entre sus cejas se mostraba clara—. Se ve como alguien
obligado a un deber desagradable. Debe estar bastante desesperado por
enviarme lejos.

Ella trató de bromear, pero Alyosha la miró con comprensión.

—Está tratando de mantenerte a salvo.

—Amaba a nuestra madre y yo la maté.

Alyosha guardó silencio un momento.

—Como tú digas. Pero en verdad, Vasochka, él está tratando de


mantenerte a salvo. Los caballos tienen abrigos como plumones, y las
ardillas todavía están afuera, comiendo como si sus vidas dependieran de
ello. Será un invierno difícil.

Un jinete entró por la puerta empalizada y galopó hacia la casa. El


barro formaba grandes arcos desde debajo de los pies de su caballo. Se
detuvo bruscamente y saltó de la silla de montar: un hombre de mediana
edad, no alto pero de complexión amplia, curtido y barbudo. Un toque de
irreprimible juventud acechaba en su boca. Tenía todos sus dientes, y su
sonrisa era brillante como la de un niño. Hizo una reverencia a Pyotr.

—No llego tarde, espero, Pyotr Vladimirovich —preguntó, riendo. Los


dos hombres unieron los antebrazos.

No es de extrañar que superara a Kolya, pensó Vasya. Kyril


Artamonovich montaba el joven caballo más magnífico que jamás hubiera
visto. Incluso Buran, un príncipe entre los caballos, parecía áspero labrado
al lado de la perfección nervuda del semental ruano. Ella quería pasar las
manos por las patas del potro, sentir la calidad de sus huesos y músculos.

—Le dije a papá que esta era una mala idea —dijo Alyosha al oído.

—¿Qué? ¿Y por qué? —dijo Vasya, preocupada por el caballo.

—De casarte tan pronto. Porque se supone que las ruborizadas


doncellas deben mirar codiciosamente a los señores que compiten por sus
manos, no a los hermosos caballos de los señores.

Vasya se rió. Kyril se inclinaba ante la pequeña Irina con exagerada


cortesía.

—Un escenario difícil, Pyotr Vladimirovich, para encontrar tal joya —


dijo—. Pequeña galanto, deberías ir al sur y florecer entre nuestras flores.
—Sonrió e Irina se sonrojó. Anna miró a su hija con cierta complacencia.

Kyril se volvió hacia Vasya con la sonrisa fácil aún en sus labios. Se
extinguió al momento en que la vio. Vasya pensó que debía estar
disgustado con su apariencia; levantó su barbilla una fracción
desafiante. Tanto mejor. Encuentra otra esposa si te desagrado. Pero
Alyosha entendió muy bien sus ojos oscurecidos. Vasya te miraba directo a
la cara: era más como una guerrera sin sangre que una niña criada en
casa, y Kyril estaba fascinado. Él se inclinó ante ella, la sonrisa una vez
más jugando en sus labios, pero no era la sonrisa que le había dado a
Irina.

—Vasilisa Petrovna —dijo—. Tu hermano dijo que eras hermosa. No


lo eres. —Se puso rígida, y la sonrisa de él se hizo más profunda—. Eres
magnífica. —Sus ojos fueron del tocado a los pies calzados con zapatillas.

A su lado, la mano de Alyosha se cerró en un puño.


—¿Estás loco? —siseó Vasya—. Él está en su derecho; estamos
comprometidos.

Alyosha estaba mirando a Kyril con mucha frialdad.

—Este es mi hermano —dijo Vasya apresuradamente—. Aleksei


Petrovich.

—Feliz encuentro —dijo Kyril, luciendo divertido. Él era casi diez


años mayor. Sus ojos recorrieron a Vasya una vez más, pausadamente. Su
piel hormigueaba bajo su ropa. Ella podía oír a Alyosha rechinar los
dientes.

En ese momento, se escuchó un bufido, un chillido y un chapoteo.


Todos se giraron. Seryozha, el sobrino de Vasya, se había subido sobre el
semental rojo de Kyril e intentado trepar a la silla de montar. Vasya podía
entenderlo, ya que ella misma quería montar en el potro rojizo, pero el
inesperado peso había dejado al joven semental encabritado y con los ojos
desorbitados. Kyril corrió para agarrar la brida de su caballo. Pyotr sacó a
su nieto del barro y lo golpeó en la oreja. En ese momento, Kolya entró
galopando al dvor, y su llegada puso límite a la confusión. La madre de
Seryozha se llevó al niño, que estaba aullando. A lo largo del camino,
apareció el primer carro del resto de la fiesta, vívido contra el bosque gris
de otoño. Las mujeres entraron apresuradamente a la casa para servir la
comida del mediodía.

—Es natural que él haya preferido a Irina, Vasya —dijo Anna,


mientras luchaban con un inmenso caldero—. Un perro mestizo nunca
podrá compararse a un perro de raza pura. Al menos tu madre está
muerta, así es más fácil olvidarse de tu desafortunada ascendencia. Eres
fuerte como un caballo; eso cuenta para algo.

El domovoi salió sigilosamente del horno, vacilante pero decidido.


Vasya había vertido subrepticiamente algo de hidromiel para él.

—Mira, madrastra —dijo Vasya—. ¿Es eso un gato?

Anna miró, y su cara se volvió del color de la arcilla. Se balanceó


dónde estaba parada. El domovoi la miró con el ceño fruncido y ella se
desmayó con gran rapidez. Vasya la esquivó de un salto y agarró la olla
hirviendo. Salvó el guiso. Pero no se puede decir lo mismo de Anna
Ivanovna. Sus rodillas se doblaron y golpeó las piedras del hogar con un
satisfactorio crujido.
***

—¿Te gusta, Vasya? —preguntó Irina en la cama esa noche.

Vasya estaba medio dormida; ella e Irina se habían levantado antes


del sol para prepararse, y el banquete esa noche se había retrasado. Kyril
Artamonovich se había sentado al lado de Vasya y había bebido de su taza.
Su prometido tenía manos carnosas y una profunda risa, de modo que las
paredes parecían temblar. A ella le gustaba el tamaño que tenía, pero no la
insolencia.

—Es un buen hombre —dijo Vasya, pero le pedía a todos los santos
que desapareciera.

—Es guapo —Estuvo de acuerdo Irina—. Su sonrisa es amable.

Vasya se dio vuelta, frunciendo el ceño. En Moscú, a las niñas no se


les permitía mezclarse con los pretendientes, pero las cosas eran más
libres en el norte.

—Su sonrisa puede ser amable —dijo—, pero su caballo le tiene


miedo. —Cuando la fiesta terminó, se había escabullido hacia el granero.
El potro de Kyril, Ogon, había sido puesto en un establo; no se podía
confiar en él en el prado.

Irina se rió.

—¿Cómo sabes lo que piensa un caballo?

—Lo sé —dijo Vasya—. Además, él es viejo, pajarito. Dunya dice que


tiene casi treinta años.

—Pero es rico; tendrás joyas y carne todos los días.

—Cásate tú con él, entonces —dijo Vasya con tolerancia, golpeando


a su hermana en el estómago—. Y estarás tan gorda como una ardilla y te
sentarás todo el día cosiendo encima del horno.

Irina soltó una risita.

—Tal vez nos veamos cuando estemos casadas. Si nuestros maridos


no viven muy separados.
—Estoy segura de que no lo harán —dijo Vasya—. Puedes guardar
algunas de tus carnes más gordas para mí, cuando venga mendigando con
mi marido mendigo mientras tú estás casada con un gran señor.

Irina se rió de nuevo.

—Pero eres tú quien se casa con un gran señor, Vasya.

Vasya no respondió; ella no habló de nuevo. Por fin, Irina se dio por
vencida; se acurrucó contra su hermana y se durmió. Pero Vasya yacio
despierta por mucho tiempo. Él ha hechizado a mi familia, pero su caballo
teme su mano. Cuidado con los muertos Será un invierno difícil. No debes
dejar el bosque. Los pensamientos corrieron como el agua, y fue llevada
por la corriente. Pero era joven y estaba cansada, y finalmente también se
dio la vuelta y se durmió.

***

Los días pasaron en una ronda de juegos y banquetes. Kyril


Artamonovich llenó el cuenco de Vasya durante la cena y la provocó junto
a la puerta de la cocina. Su cuerpo emitía un calor animal. Vasya estaba
enojada al encontrarse ruborizándose bajo su mirada. Por la noche
permanecía despierta, preguntándose cómo se sentiría todo ese calor entre
sus manos. Pero su risa no llegaba a sus ojos. El miedo se levantó en
momentos extraños para agarrarla por el cuello.

Pasaron los días y Vasya no podía entenderse a sí misma. Debes


casarte, regañaban a las mujeres. Todas las chicas se casan. Al menos no
es viejo, y él es muy favorecido, además. ¿Por qué entonces tengo miedo?
Pero temía que lo fuera, y evitaba a su prometido cada vez que podía,
paseándose de un lado a otro, un pájaro en una jaula cada vez más
pequeña.

—¿Por qué, padre? —dijo Alyosha a Pyotr, no por primera vez, al


comienzo de otra cena estridente. La habitación larga y oscura apestaba a
pieles y aguamiel, carne asada, lentejas y sudaba humanidad. El kasha
dio vueltas en un gran cuenco; el aguamiel fue bañado y devuelto. Sus
vecinos llenaron la habitación. La casa se desbordaba ahora, y los
visitantes atestaban las cabañas de los campesinos.

—Tres días hasta que ella se case; debemos honrar a nuestro


invitado —dijo Pyotr.
—¿Por qué se va a casar ahora? —replicó su hijo—. ¿No puede
esperar un año? ¿Por qué después de un duro invierno y un duro verano
debemos desperdiciar la comida y la bebida en esto? —Su gesto abarcó la
larga habitación donde sus invitados demolían afanosamente el fruto de la
labor del verano.

—Porque debe ser así —espetó Pyotr—. Si quieres ser útil, convence
a tu hermana loca de no castrar a su marido en la noche de bodas.

—Kyril es un toro —dijo Alyosha en breve—. Tiene cinco hijos con


muchachas campesinas, y no le importa flirtear con las esposas de los
granjeros, mientras se queda en tu casa, nada menos. Si mi hermana
considera que es conveniente castrar a su esposo, padre, ella tendría una
razón, y yo no la disuadiría.

Como por acuerdo tácito, miraron hacia donde la pareja en cuestión


estaba sentada una al lado del otro. Kyril estaba hablando con Vasya, sus
gestos eran amplios e imprecisos. Vasya lo estaba mirando con una
expresión que ponía nerviosos a Pyotr y Alyosha. Kyril no parecía darse
cuenta.

—Y allí estaba yo solo —le dijo Kyril a Vasya. Volvió a llenar su taza,
chapoteando un poco. Sus labios dejaron un anillo de grasa alrededor del
borde—. Estaba de espaldas a una roca y el jabalí estaba cargando. Mis
hombres se habían dispersado, salvo el muerto, con el gran agujero rojo en
él.

Esta no era la primera narrativa que presentaba los actos heroicos


de Kyril Artamonovich. La mente de Vasya había empezado a
vagar. ¿Dónde está el sacerdote? El padre Konstantin no había venido a la
fiesta, y era algo poco habitual en él privarlos de su presencia.

—El jabalí arremetió contra mí —dijo Kyril—. Sus pezuñas


sacudieron la tierra. Encomendé mi alma a Dios…

Y moriste allí con sangre en tu boca, pensó Vasya con


disgusto. Habría sido yo tan afortunada.

Puso una mano sobre su brazo y lo miró con una expresión que
esperaba fuera lastimosa.

—No más, no puedo soportarlo.

Kyril la miró desconcertado. Vasya se estremeció por todos lados.


—No puedo soportar saber el resto. Me temo que me desmayaré,
Kyril Artamonovich.

Kyril parecía desconcertado.

—Dunya tiene nervios mucho más fuertes que los míos —dijo
Vasya—. Creo que deberías terminar la historia en su audiencia —No
había nada de malo en los oídos de Dunya (o en los nervios de Vasya, para
el caso); la anciana miró resignadamente hacia el cielo y le lanzó a Vasya
una mirada de advertencia. Pero Vasya tenía un trozo entre los dientes, e
incluso la mirada de su padre desde la mesa no la haría volverse—. Ahora
—Vasya se levantó con gracia teatral y tomó un pan de la mesa—, ahora,
si me perdonas, debo cumplir un deber piadoso.

Kyril abrió la boca para protestar, pero Vasya hizo una rápida
reverencia, se metió la barra en la manga y salió corriendo. Fuera ya de la
sala abarrotada, la casa estaba fría y silenciosa. Permaneció de pie en el
dvor por un largo momento, respirando.

Luego se fue y arañó la puerta del sacerdote.

—Adelante —dijo Konstantin, después de una pausa fría. Toda la


habitación parecía temblar a la luz de las velas. Él estaba pintando por el
resplandor. Una rata había roído la corteza que yacía intacta a su lado. El
sacerdote no se volvió cuando Vasya abrió la puerta.

—Bendígame, padre —dijo ella—. Le he traído pan.

Konstantin se puso rígido.

—Vasilisa Petrovna. —Dejó su cepillo e hizo la señal de la cruz—.


Que el Señor te bendiga.

—¿Estás enfermo, que no festejas con nosotros? —preguntó Vasya.

—Ayuno.

—Mejor que comas. No habrá comida como esta todo el invierno.

Konstantin no dijo nada. Vasya reemplazó la corteza mordisqueada


con el pan nuevo. El silencio se extendió, pero ella no fue.

—¿Por qué me diste tu cruz? —preguntó Vasya abruptamente—.


¿Después de que nos encontramos en el lago?
Él apretó la mandíbula, pero no respondió de inmediato. En verdad,
él apenas lo sabía. Porque ella lo había sacudido. Porque esperaba que el
símbolo pudiera alcanzarla cuando él no podía. Porque él había querido
tocarle la mano y mirarla a la cara, inquietarla, tal vez verla inquietarse y
sonreír como otras chicas. Ayúdalo a olvidar su perversa fascinación.

Porque nunca podría mirar su cruz otra vez sin ver su mano a su
alrededor.

—La Santa Cruz te abrirá camino —dijo por fin Konstantin.

— ¿De verdad?

El sacerdote estaba en silencio. Por la noche ahora soñaba con la


mujer en el lago. Él nunca podía distinguir su rostro. Pero en sus sueños,
su cabello era negro; estaba suelto y se deslizaba contra su carne
desnuda. Despierto, Konstantin pasaba largas horas en oración, tratando
de tallar la imagen de su mente. Pero no podía, porque cada vez que veía a
Vasya, sabía que la mujer en su sueño tenía sus ojos. Estaba
atormentado, avergonzado. La culpaba por tentarlo. Pero en tres días ella
se habría ido.

—¿Por qué estás aquí, Vasilisa Petrovna? —Su voz sonó fuerte y
desigual, y estaba enojado consigo mismo.

La tormenta está por llegar, pensó Vasya. Cuidado con los muertos.
Miedo primero, luego fuego, luego hambre. Es tú culpa. Teníamos fe en Dios
antes de que vinieras, y fe en nuestros espíritus de la casa también, y todo
iba bien.

Si el sacerdote se fuera, entonces tal vez su gente estaría a salvo una


vez más.

—¿Por qué te quedas aquí? —dijo Vasya—. Odias los campos, el


bosque y el silencio. Odias nuestra iglesia desnuda e insultante. Sin
embargo, todavía estás aquí. Nadie te culparía por irte.

Un rubor apagado se deslizó por los pómulos de Konstantin. Su


mano buscó entre sus pinturas.

—Tengo una tarea, Vasilisa Petrovna. Debo salvaros de vosotros


mismo. Dios tiene castigos para los que se extravían.
—Una tarea autoproclamada —dijo Vasya—, al servicio de su propio
orgullo. ¿Por qué es cosa tuya decir lo que Dios desea? La gente nunca te
veneraría así de no haberlos asustado.

—Eres una doncella campesina ignorante; ¿Qué sabrás tú? —dijo


Konstantin.

—Creo en la evidencia ante mis ojos —dijo Vasya—. Te he visto


hablar. He visto en mi gente el temor. Y sabes que lo que digo es verdad;
estás temblando. —Él había recogido un cuenco de color medio mezclado.
La cálida cera se estremecía. Konstantin lo soltó abruptamente.

Ella se acercó más y más. La luz de la vela reflejó manchas de oro en


sus ojos. La mirada de él se desvió hacia su boca. Demonio, vete. Pero su
voz era de una niña, con una suave nota de súplica.

—¿Por qué no regresas? ¿A Moscú, Vladimir o a Suzdal? ¿Por qué


quedarse aquí? El mundo es ancho, y nuestro rincón es muy pequeño.

—Dios me dio una tarea —Arrancó cada palabra, casi las escupió.

—Somos hombres y mujeres —replicó ella. —No somos una tarea.


Regresa a Moscú y salva a la gente de allí.

Ella estaba parada demasiado cerca. Su mano salió disparada; él la


golpeó en el rostro. Ella se tambaleó hacia atrás con la mano acunando su
mejilla. Él dio dos rápidos pasos hacia adelante, de modo que la miraba
desde más altura, pero ella se mantuvo firme. Alzó su mano otra vez para
otra acometida, pero tomó aliento y se abstuvo. Estaba por debajo de él
golpearla. Quería agarrarla, besarla, lastimarla, no sabía qué. Demonio.

—Fuera, Vasilisa Petrovna —dijo con los dientes apretados—. No


presumas de sermonearme. Y no vuelvas aquí otra vez.

Ella se retiró hasta la puerta. Pero se volvió con una mano en el


pestillo. Su trenza siguió la línea de su garganta. La huella escarlata de la
mano destacaba lívida en su mejilla.

—Como quieras —dijo ella—. Es una tarea cruel asustar a las


personas en nombre de Dios. Te lo dejo a ti. —Vaciló y añadió, muy
suavemente—: Sin embargo, Batyushka, no tengo miedo.

***
DESPUÉS DE QUE ELLA SE FUE, KONSTANTIN se paseó de un lado
a otro. Su sombra saltó ante él, y la mano que la había golpeado ardía. La
furia cerraba su garganta. Ella se habrá ido antes de la nieve. Ido y
desaparecido: mi vergüenza y mi fracaso. Pero es mejor que tenerla aquí.

La vela goteaba donde estaba ante sus íconos, y la llama arrojaba


sombras irregulares.

Ella se habrá ido. Debe haberse ido.

La voz provenía de la tierra, de la luz de la vela, de su propio pecho.


Era suave, clara y brillante.

—La paz sea contigo —dijo—. Aunque veo que estás preocupado.

Konstantin se detuvo.

—¿Quién es?

—…deseando a pesar de ti mismo, y odiando donde amas —La voz


suspiró—. Oh, eres hermoso.

— ¿Quién habla? —espetó Konstantin—. ¿Te burlas de mí?

—No me burlo —fue la respuesta preparada—. Soy un amigo. Un


maestro. Un salvador —La voz palpitaba con compasión.

El sacerdote se giró, buscando.

—Sal —dijo. Se obligó a quedarse quieto—. Muéstrate.

—¿Qué es esto? —La voz sostenía una indirecta ahora de enojo—.


¿Dudas, mi sirviente? ¿No sabes quién soy?

La habitación estaba vacía, a excepción de la cama y los iconos, y las


sombras recogidas en las esquinas. Konstantin las miró fijamente, hasta
que le escocieron los ojos. Allí…¿qué era eso? Una sombra que no se movía
con la luz del fuego. No, esa era solo su propia sombra, arrojada por la
vela. No había nadie afuera, no había nadie detrás de la puerta. ¿Entonces
quién…?

La mirada de Konstantin buscó sus íconos. Miró profundamente en


sus extraños rostros solemnes. Su propio rostro cambió.
—Padre —susurró—. Señor. Ángeles. Después de todo tu silencio,
¿me hablas por fin? —Él sacudió cada miembro. Él forzó todos sus
sentidos, deseando que la voz volviera a hablar.

— ¿Puedes dudarlo, hijo mío? —dijo la voz, gentil de nuevo—.


Siempre has sido mi fiel servidor.

El sacerdote comenzó a llorar, con los ojos abiertos, sin sonido. Cayó
de rodillas.

—Te he estado observando, Konstantin Nikonovich —continuó la


voz—. Has trabajado valientemente en mi nombre. Pero ahora esta chica te
tienta y te desafía.

Konstantin juntó sus manos.

—Mi vergüenza —dijo febrilmente—. No puedo salvarla yo solo. Está


poseída; es una diablesa. Oro para que en tu sabiduría le muestres su luz.

—Aprenderá muchas lecciones —respondió la voz—. Muchas,


muchas. No tengas miedo. Estoy contigo y nunca más estarás solo. El
mundo caerá sobre tus pies, y conocerán mis maravillas a través de tus
labios, porque has sido leal.

Parecía que las trompetas debían tocar cuando esa voz hablaba.
Konstantin se estremeció de placer, las lágrimas aún caían.

—Nunca me abandones, Señor —dijo—. Siempre he sido fiel —


Apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas hicieron surcos en la piel
de sus manos.

—Sé fiel —dijo la voz— y nunca te abandonaré.


Capítulo 17
Un Caballo Llamado Fuego
Traducido por Vale

A Kyril Artamonovich le encantaba sobre todo cazar a los jabalíes de


colmillos largos del norte, más rápidos que los caballos. El día antes de su
boda, convocó una cacería de jabalíes.

―Hará que el tiempo pase ―le dijo a Pyotr, guiñándole un ojo a


Vasya, quien no dijo nada.

Pero Pyotr no objetó. Kyril Artamonovich era un famoso cazador, y la


carne de cerdo en el otoño era una buena cosa, engordada con hayuco de
castaña. Una buena pata adornaría la fiesta de bodas y le daría color a la
cara pálida de su hija.

Toda la casa se levantó antes del amanecer. Las jabalinas ya se


encontraban en un brillante montón. Los perros habían oído el sonido del
afilar de cuchillos y se habían paseado por sus perreras toda la noche,
gimiendo.

Vasya estaba despierta antes que nadie más. No tomó comida


alguna sino que fue al establo, donde los caballos pateaban ansiosamente
por el ruido de los perros afuera. El joven semental ruano de Kyril
temblaba con cada nuevo sonido. Vasya fue hacia él y encontró el vazila
allí, posado en la espalda del potro. Vasya le sonrió a la pequeña criatura.
El semental resopló y se cubrió las orejas.

―Tienes malos modales ―le dijo Vasya. ―Pero supongo que Kyril
Artamonovich te arrastra por ahí por la boca.

El potro puso sus orejas hacia adelante. No pareces un caballo.

Vasya sonrió.

―Gracias a Dios. ¿No quieres ir a cazar?


El caballo consideró. Me gusta correr. Pero el cerdo huele mal, y el
hombre me golpeará si tengo miedo. Prefiero pastar en un campo.

Vasya puso una mano reconfortante en el cuello del caballo. Kyril


iba a arruinar al hermoso potro, poco más que un potrillo, si continuaba
así. El potro golpeó su pecho con su nariz. El agua y la baba verdosa
gotearon sobre su vestido.

―Ahora soy un espantapájaros más que de costumbre, ―comentó


Vasya, a nadie en particular―. Anna Ivanovna estará encantada.

―El cerdo no te hará daño si eres rápido ―agregó para a Ogon―. Y tú


eres la cosa más rápida del mundo, mi belleza. No debes temer.

El potro no dijo nada, pero apoyó la cabeza en sus brazos. Vasya le


frotó las orejas sedosas y suspiró. No le habría gustado nada más que un
paseo salvaje por el bosque otoñal, preferiblemente en el Ogon de piernas
largas, que parecía capaz de dejar atrás a una liebre en un campo abierto.
En cambio, debía ir a la cocina, amasar pan y escuchar los chismes de un
grupo de mujeres que visitaban. Todo esto mientras Irina mostraba sus
muchas perfecciones y Vasya trataba de no quemar nada.

―Normalmente maldeciría a una doncella tan tonta como para


acercarse tanto a mi caballo ―dijo una voz detrás de ella. Ogon levantó la
cabeza, casi rompiendo la nariz de Vasya―. Pero tienes mano con las
bestias, Vasilisa Petrovna. ―Kyril Artamonovich se acercó a ellos,
sonriendo. Atrapó al potro con su cabestro.

―Calla, cosa loca ―dijo. El potro puso los ojos en blanco, pero se
levantó, temblando.

―Ha salido temprano, mi señor ―dijo Vasya, recuperándose.

―Igual que tú, Vasilisa Petrovna. ―Sus respiraciones hacían nubes;


el establo estaba frío.

―Hay mucho que hacer ―dijo Vasya―. Las mujeres irán a su


encuentro después de la matanza, si el día está bien. Y esta noche
festejaremos.

Sonrió.

―No hay necesidad de excusarte, devushka. Creo que es bueno que


una niña se levante temprano y se interese en el ganado de un hombre.
―Tenía un hoyuelo en un lado de la boca―. No le diré a tu padre que te
encontré aquí.

Vasya recuperó su compostura.

―Dile si así lo deseas ―dijo.

Sonrió. ―Me gusta tu espíritu.

Ella se encogió de hombros.

―Tu hermana es más bonita que tú ―añadió pensativo―. Será una


esposa tranquila en unos pocos años: una pequeña flor. No una chica que
perturbe las noches de un hombre. Pero tu…

Kyril extendió la mano, la acercó a él y le pasó una mano por la


espalda, como de manera evaluativa.

―Demasiados huesos —dijo―, pero me gusta una chica fuerte. Y no


morirás en el parto. —La manejó con manos confiadas, con la expectativa
de ser obedecido―. ¿Te gustará darme hijos? ―La besó antes de que se
diera cuenta, mientras todavía estaba desconcertada por la fuerza en sus
manos. Su beso fue como su toque: firme, con una especie de disfrute
competente. Vasya lo empujó, pero con poco efecto. Él le inclinó el rostro
hacia arriba, clavando los dedos en el suave lugar detrás de su mandíbula.

Su cabeza flotaba. Olía a almizcle, hidromiel y caballos. Su mano era


muy grande mientras la extendida sobre su espalda. Su otra mano se
deslizó sobre su hombro, pecho y cadera.

Lo que sea que encontró pareció complacerlo. Cuando la soltó, su


pecho se agitó y sus fosas nasales se dilataron como las de un semental.
Vasya se quedó quieta, tragándose las náuseas. Lo miró a la cara. Soy una
yegua para él, pensó repentina y claramente. Y si una yegua no cede al
arnés, bueno, la romperá.

La sonrisa de Kyril se deslizó una fracción. No podía saber cuánto


había visto de su orgullo y desprecio. Sus ojos se desviaron de nuevo hacia
su boca, la forma de su cuerpo, y supo que también veía su miedo. La
breve inquietud abandonó su rostro. Extendió la mano hacia ella otra vez,
pero Vasya fue más rápida. Apartó su mano, salió corriendo del establo y
no miró hacia atrás. Cuando llegó a la cocina, estaba tan pálida que
Dunya la hizo sentarse junto al fuego y beber vino caliente hasta que un
poco de color le volvió al rostro.
***

Todo ese día una neblina fría se alzó de la tierra, serpenteando


alrededor de los árboles. La caza dejó una matanza cerca del mediodía.
Vasya, empuñando una pala empanizar con sombría competencia,
escuchó débilmente el chillido del animal moribundo. Se correspondía con
su estado de ánimo.

Las mujeres salieron de la casa al mediodía gris, con hombres para


conducir los cargados caballos de carga. Konstantin cabalgó con ellos, su
rostro pálido y exaltado bajo la luz otoñal. Hombres y mujeres lo miraban
con reverencia y admiración furtiva.

Vasya, evitando al sacerdote, se quedó con Irina cerca de la parte


posterior de la cabalgata, acortando el paso largo de su yegua para que
coincidiera con el del poni de Irina.

La niebla se arrastró sobre la tierra. Las mujeres se quejaron de frío


y se cubrieron con sus capas.

De repente, Mysh se encabritó. Incluso la bestia plácida de Irina se


estremeció, por lo que la niña soltó un grito sofocado y se aferró a sus
riendas. Vasya bajó apresuradamente de la yegua y atrapó la brida del
poni. Siguió las orejas de Mysh con los ojos. Una criatura de piel blanca
estaba parada entre dos troncos altos de abedul. Tenía forma de hombre y
ojos claros.

Su cabello era la maraña enredada del bosque. No proyectaba


sombra.

―Está bien, ―le dijo Vasya a Mysh―. Eso no come caballos. Sólo
viajeros tontos.

La yegua giró sus orejas pero, vacilante, comenzó a caminar de


nuevo.

―Leshy, lesovik, ―murmuró Vasya mientras pasaban. Se inclinó por


la cintura.

Era el guardián de la madera, el leshy, y rara vez se acercaba tanto a


los hombres.

―Desearía hablar contigo, Vasilisa Petrovna. ―La voz del guardián de


la madera era el susurro de las ramas al amanecer.
―En breve ―dijo, dominando su sorpresa.

A su lado, Irina chilló,

―¿Con quién estás hablando, Vasya?

―Nadie ―dijo Vasya―. Conmigo misma.

Irina estaba callada. Vasya suspiró para sus adentros, Irina le diría
a su madre.

Encontraron a los cazadores un poco adentrados en el bosque,


descansando bajo un gran árbol. Ya habían colgado al cerdo, una cerda,
por los corvejones de una enorme extremidad. Su garganta cortada
drenaba sangre en un balde. La madera sonaba con risas y jactancia.

Seryozha, quien se consideraba bastante crecido, había sido


persuadido de cabalgar con las mujeres solo con dificultad. Ahora saltó de
su poni y se lanzó a mirar, con los ojos desorbitados, al cerdo colgante.
Vasya se deslizó de la espalda de Mysh y dio las riendas en la mano de un
sirviente.

―Una buena bestia la que hemos cazado, ¿no es así, Vasilisa


Petrovna? ―La voz salió de su codo. Giró en redondo. La sangre se había
apelmazado en las líneas de las palmas de Kyril, pero su sonrisa juvenil no
había disminuido.

―La carne será bienvenida ―dijo Vasya.

―Voy a guardar el hígado para ti. ―Su mirada era especulativa―.


Podría servirte de engorde.

―Cuan generoso eres ―dijo Vasya. Inclinó la cabeza y se escabulló,


como una doncella demasiado modesta para hablar. Las mujeres estaban
extrayendo una comida fría de los bultos cargados. Con cuidado, Vasya se
acercó más y más a una pequeña arboleda de abedules, luego se deslizó
entre los árboles y desapareció.

No vio a Kyril sonreír para sí mismo y seguirla.

***

Los Leshiyes eran peligrosos. Cuando lo deseaban, podían conducir


a los viajeros en círculos hasta que colapsaban. A veces los viajeros eran lo
suficientemente sabios como para ponerse la ropa hacia atrás en busca de
protección, pero no a menudo; en su mayoría morían.

Vasya lo encontró en el centro de un pequeño bosquecillo de


abedules. El leshy la miró con ojos brillantes.

―¿Qué noticias hay? ―dijo Vasya.

El leshy hizo un sonido chirriante de disgusto.

―Tu gente llega con clamor para asustar mi bosque y matar mis
criaturas. Una vez, habrían pedido mi permiso.

―Pedimos tu permiso de nuevo ―dijo Vasya rápidamente. Tenían


suficientes problemas sin enojar al guardián de la madera. Desató su
pañuelo bordado y lo puso en su mano. Lo envolvió en sus dedos largos y
huesudos.

―Perdónanos ―dijo Vasya―. Y… no me olvides.

―Te pediré lo mismo, ―dijo el guardián de la madera, apaciguado―.


Nos estamos desvaneciendo, Vasilisa Petrovna. Incluso yo, que vi crecer
estos árboles cuando no eran más que retoños. Tu gente vacila, y los
chyerti se marchitan. Si el Oso llega ahora, estarán desprotegidos. Habrá
un ajuste de cuentas. Cuidado con los muertos.

―¿Qué significa ―cuidado con los muertos‖?

El leshy inclinó su cabeza canosa.

―Tres señales, y los muertos serán la cuarta ―dijo.

Entonces desapareció, y todo lo que escuchaba eran los pájaros


cantando en el bosque susurrante.

―Ya es suficiente ―murmuró Vasya, sin esperar realmente una


respuesta―. ¿Por qué ninguno puede hablar claramente? ¿De qué estáis
tan asustados?

Kyril Artamonovich emergió de entre los árboles.

Vasya tensó su columna vertebral.

―¿Está perdido, mi señor?

Bufó.
―No más que tú, Vasilisa Petrovna. Nunca he visto a una chica
caminar tan ligera en el bosque. Pero no deberías ir desprotegida.

No dijo nada.

―Camina conmigo ―dijo él.

No había forma de negarse. Caminaron uno al lado del otro a través


de la espesa tierra húmeda, mientras las hojas caían a su alrededor.

―Te gustarán mis tierras, Vasilisa Petrovna ―dijo Kyril―. Los


caballos corren por campos más grandes de lo que el ojo puede ver, y los
mercaderes nos traen joyas de Vladimir, la ciudad de la Madre de Dios.

Una visión se apoderó de Vasya entonces, no de la hermosa casa de


un señor, sino de sí misma en un caballo al galope, en una tierra ilimitada
por el bosque. Se detuvo un momento, congelada y muy lejos. Kyril levantó
y alisó su larga trenza, que estaba sobre su pecho.

Sobresaltada de nuevo en sí misma, la soltó de su agarre. Él agarró


su cabello en un puño, sonriendo, y la acercó más.

―Vamos, nada de eso. ―Ella retrocedió, pero la siguió, envolviendo


su trenza con su mano―. Te enseñaré a quererme.

Su boca buscó la de ella.

Un chillido agudo rompió el silencio de la media tarde.

Kyril la dejó ir. Hubo un destello marrón entre los árboles, y Vasya
salió corriendo, maldiciendo sus faldas. Pero incluso obstaculizada, era
más ligera que el hombre grande detrás de ella. Se lanzó alrededor de un
arbusto de acebo y se detuvo horrorizada.

Seryozha estaba aferrado al cuello de Mysh, y la yegua marrón se


agitaba y giraba como un potro de un año. La parte blanca de sus ojos
estaba amplia, frenético.

Vasya no podía entenderlo; el niño había montado a la yegua antes,


y Mysh era muy sensata. Pero ahora saltaba como si tres demonios la
montaran. Irina estaba presionada contra un árbol en el borde del claro,
ambas manos sobre su boca.
―¡Se lo dije! ―gimió―. Le dije que estaba siendo malo, pero dijo que
ya era adulto, que podía hacer lo que quisiera. Quería competir con los
caballos. No quiso escucharme.

El claro de alisos estaba lleno de sombras, demasiado grandes para


la luz del mediodía. Una de ellas pareció avanzar hacia adelante. Por un
segundo, Vasya podría haber jurado que vio la sonrisa de un loco y un
único ojo parpadeante.

―Mysh, quédate quieta ―le dijo al caballo. La yegua se detuvo, las


orejas se levantaron. Hubo una fracción de segundo de quietud.

―Seryozha ―dijo Vasya―. Ahora…

Kyril apareció estrellándose entre la maleza. En el mismo instante,


las sombras parecieron brotar de tres lugares a la vez. El nervio de la
yegua se rompió de nuevo; giró y salió disparada. Sus largas piernas se
clavaron en la tierra del bosque y estuvo a punto de tirar a su jinete en su
carrera salvaje entre los troncos de los árboles. Seryozha gritó, pero
todavía estaba en la silla, agarrado al cuello del caballo.

En algún lugar, alguien se estaba riendo.

Vasya corrió hacia los otros caballos, agarrando su cuchillo de


cinturón. Kyril estaba detrás de ella, pero ella era más rápida. Pasó junto a
su asombrado padre y llegó primero a Ogon.

―¿Qué estás haciendo? ―gritó Kyril. Vasya no respondió. El potro


estaba atado, pero un golpe partió la cuerda, y un salto la tuvo
acomodándose en su espalda desnuda, los dedos en la melena roja.

El caballo corrió en persecución. Kyril quedó con la boca abierta.


Vasya se inclinó hacia adelante, atrapando el ritmo del semental, con los
pies alrededor de su vientre. Deseó haber tenido tiempo de desenredar sus
capas de falda. Se lanzaron por entre los árboles como una tormenta
eléctrica. Vasya se inclinó sobre el cuello del caballo. Un tronco caído se
alzaba en su camino. Vasya respiró profundamente. Ogon saltó la barrera,
seguro como un ciervo.

Salieron del bosque y se adentraron en un campo embarrado a diez


cuerpos escasos detrás de la desbocada. Milagrosamente, Seryozha aún se
aferraba al cuello de Mysh. No tenía mucha opción; una caída a gran
velocidad sería fatal, y los cientos de tocones semiocultos lo traicionarían.
Ogon ganó constantemente; era por mucho el caballo más rápido, y la
yegua corría en zigzags presa del pánico, retorciéndose en un esfuerzo por
echar al niño de su espalda. Vasya le gritó a Mysh que se detuviera, pero
la yegua no escuchó, o no le hizo caso. Vasya le pidió a Seryozha que
aguantara, pero el viento le arrebató las palabras. Ella y Ogon lentamente
cerraron la brecha. La espuma volaba desde los labios de los caballos.
Había una zanja al otro lado del campo, excavada para drenar el agua de
lluvia de la cebada. Incluso si Mysh pudiera saltarla, Seryozha nunca se
quedaría en su espalda. Vasya le gritó a Ogon. Una serie de saltos
poderosos lo llevaron al nivel de la desbocada yegua. La zanja se estaba
acercando rápidamente. Vasya extendió un brazo a su sobrino.

―¡Suéltate, suéltate! ―gritó, agarrando un puñado de su camisa.


Seryozha tuvo tiempo para una mirada de pánico, entonces Vasya tiró de
él y lo colocó boca abajo sobre la cruz roja de Ogon. El chico tenía un
puñado de crin negra en cada puño. Simultáneamente, Vasya cambió su
peso e instó al potro a que se volteara ante el borde que se avecinaba. De
alguna manera el semental se las arregló, frenando sus cuartos traseros y
lanzándose de costado en un camino que lo llevó paralelo a la zanja.

Se detuvo deslizándose y deslizándose unos pasos más tarde,


temblando por todos lados. Mysh no tuvo tanta suerte; en su pánico se
metió en la zanja y ahora yacía temblando en el fondo.

Vasya se deslizó de la espalda de Ogon, tambaleándose mientras sus


piernas intentaban doblarse debajo de ella.

Tiró de su sollozante sobrino y lo miró rápidamente. Su nariz y labio


estaban ensangrentados por el hombro duro como el hierro del semental.
―Seryozha, ―dijo.

―Sergei Nikolaevich. Estás bien. Calla. ―Su sobrino lloraba,


temblaba y reía a la vez. Vasya lo abofeteó en su rostro ensangrentado. Se
estremeció, calló, y ella lo abrazó con fuerza. Detrás de ellos llegó el sonido
de un caballo luchando.

―Ogon ―dijo Vasya. El semental estaba detrás de ella, salpicado de


espuma―. Quédate aquí.

El caballo hizo una mueca de asentimiento. Vasya dejó ir a su


sobrino y medio corrió, medio se deslizó hasta el fondo de la zanja. Mysh
yacía en un pie de agua, pero Vasya lo ignoró.
Se arrodilló junto a la cabeza con espuma de la yegua.
Milagrosamente, las patas del caballo no estaban rotas.

―Estás bien, ―susurró Vasya―. Estás bien. ―Igualó la respiración de


la yegua una y otra vez. De repente, Mysh yació en silencio bajo su mano
ardiente. Vasya se levantó y se alejó.

La yegua se recompuso, torpe como un potro, y se puso de pie


despatarrada. Vasya, temblando ahora con reacción, envolvió sus brazos
alrededor del cuello del caballo.

―Tonta ―susurró―. ¿Qué te poseyó?

Vi una sombra, dijo la yegua. Y tenía dientes. No hubo tiempo para


más. Una confusión de voces llegó desde lo alto de la zanja. Una pequeña
avalancha de rocas anunció la aparición de Kyril Artamonovich. Mysh
respingó. Kyril estaba mirando fijamente.

La cara de Vasya quemaba.

―La yegua tuvo un susto ―dijo la chica apresuradamente, agarrando


la brida de Mysh―. Hueles a sangre, Kyril Artamonovich; lo mejor es que te
quedes ahí arriba.

Kyril no tenía intención de deslizarse en barro y agua, pero aun así


las palabras de Vasya no lo endulzaron.

―Te robaste mi caballo.

Vasya tuvo la gracia de parecer avergonzada.

―¿Quién te enseñó a montar de esa manera?

Vasya tragó, midiendo su expresión horrorizada.

―Mi padre me enseñó ―dijo.

Su prometido parecía gratificantemente sorprendido.

Salió de la zanja. La yegua la siguió como un gatito. La chica se


detuvo en la parte superior. Kyril la miró de manera pétrea.

―Tal vez pueda montar todos tus caballos cuando estemos casados,
―dijo Vasya inocentemente.

Kyril no respondió.
Vasya se encogió de hombros, y solo entonces se dio cuenta de lo
cansada que estaba. Tenía las piernas débiles como tallos de caña, y le
dolía el hombro izquierdo, el brazo que había utilizado para tirar de
Seryozha sobre la espalda de Ogon.

Un grupo de jinetes corría por el campo harapiento. Pyotr los


condujo con el seguro Buran. Los hermanos de Vasya cabalgaban a sus
talones. Kolya fue el primero en salir de su caballo; saltó y corrió hacia su
hijo, que todavía lloraba.

―Seryozha, ¿estás bien? ―Exigió―. Synok, ¿qué pasó? ¡Seryozha!


―El niño no respondió. Kolya se volvió hacia Vasya―. ¿Que pasó?

Vasya no sabía qué decir. Tartamudeó algo. Su padre y Alyosha


desmontaron en la estela de Kolya. La mirada apremiante de Pyotr se
precipitó desde ella, a Seryozha, a Ogon y a Mysh.

―¿Estás bien, Vasya?, ―dijo.

―Sí ―se las arregló Vasya. Se sonrojó. Sus vecinos, todos hombres,
estaban galopando ahora. La miraron fijamente. De repente, Vasya se dio
cuenta, temblorosa, de su cabeza desnuda y faldas rotas, su cara sucia.
Su padre se acercó para murmurar una palabra tranquila a Kolya, que
estaba abrazando a su lloroso hijo.

Vasya había dejado caer su capa en su salvaje carga; ahora Alyosha


se deslizó de su caballo y le colocó la suya.

―Vamos, tonta ―dijo, mientras se abrochaba su capa con gratitud―.


Lo mejor es que te quitemos de vista.

Vasya recordó su orgullo y levantó su barbilla una fracción


obstinada. ―No estoy avergonzada. Mejor haber hecho algo que ver a
Seryozha muerto con el cráneo roto.

Pyotr la escuchó.

―Vete con tu hermano, ―gruñó, volviéndose inesperadamente hacia


ella―. Ahora, Vasya.

Vasya miró a su padre, y luego, sin decir palabra, dejó que Alyosha
la empujara hacia la silla. El murmullo aumentó entre sus vecinos. Todos
miraban con avidez.
Vasya apretó los puños y se negó a bajar los ojos.

Pero sus vecinos no tuvieron mucho tiempo para mirar


boquiabiertos. Alyosha se colocó detrás de ella, espoleó a su bestia y se
alejó al galope.

―¿Estás avergonzado, Lyoshka?, ―preguntó Vasya con profundo


desprecio―. ¿Me vas a encerrar en la bodega ahora? ¿Es mejor que nuestro
sobrino esté muerto antes de que traiga vergüenza a la familia?

―No seas idiota ―dijo Alyosha cortante―. Esto pasará al olvido más
rápido si no tienen un vestido roto que mirar.

Vasya no dijo nada.

Más suavemente, su hermano agregó:

―Te llevaré con Dunya. Parecías lista para colapsar donde estabas
parada.

―No lo negaré. ―Su voz se había suavizado.

Alyosha dudó.

―Vasochka, ¿qué hiciste? Sabía que podías montar, pero... ¿así? ¿En
ese loco potro rojo?

―Los caballos me enseñaron ―dijo Vasya, después de una pausa―.


Solía sacarlos de la pastura.

No dio más detalles. Su hermano estuvo en silencio por mucho


tiempo.

―Estaríamos llevando a nuestro sobrino muerto o roto si no lo


hubiéras rescatado ―dijo lentamente―. Lo sé, y estoy agradecido por ello.
Padre también, estoy seguro.

―Gracias, ―susurró Vasya.

―Pero ―añadió, en tonos de ironía ligera―, me temo que tendrás que


buscar una cabaña en el bosque, si no quieres tomar el velo o casarte con
un granjero. Tus maneras de guerrero han desanimado bastante a nuestro
vecino. Kyril fue humillado cuando tomaste su caballo.

Vasya se rió, pero había una nota dura en ello.


―Estoy contenta ―dijo―. Me salva de tener que huir antes de mi
boda. Me habría casado con un campesino antes que con ese Kyril
Artamonovich. Pero Padre está enojado.

Justo cuando la casa aparecía a la vista, Pyotr se acercó a ellos.


Parecía agradecido, exasperado, enojado y algo más oscuro. Pudo haber
sido preocupación. Se aclaró la garganta.

―¿No estás herida, Vasochka?

Vasya no había escuchado ese cariño de él desde que era pequeña.


―No ―dijo―. Pero lamento haberte avergonzado, padre.

Pyotr negó con la cabeza, pero no habló. Hubo una larga pausa.

―Gracias ―dijo Pyotr por fin―. Por mi nieto.

Vasya sonrió.

―Deberíamos estar agradecidos con Ogon ―dijo, sintiéndose más


alegre.

―Y que Seryozha tuvo la fuerza para aguantar todo el tiempo que lo


hizo.

Cabalgaron a casa en silencio. Vasya se fue rápidamente a


esconderse en la casa de baños y hervir sus extremidades doloridas.

Pero Kyril acudió a Pyotr esa noche en la cena.

―Pensé que me entregabas una doncella bien criada, no una


criatura salvaje.

―Vasya es una buena chica ―dijo Pyotr―. Obstinada, pero eso


puede…

Kyril resopló.

―La magia negra pudo haber sostenido a esa chica sobre el lomo de
mi caballo, pero ningún arte mortal.

―Solo fuerza y salvajismo ―dijo Pyotr un poco desesperadamente―.


Te dará hijos fuertes.
― ¿A qué precio? ―dijo Kyril Artamonovich, sombrío―. Quiero una
mujer en mi casa, no una bruja o un duende de madera. Además, me
avergonzó ante toda tu compañía.

Y aunque Pyotr trató de razonar con él, no se dejó influir.

Pyotr rara vez golpeaba a sus hijos. Pero cuando Kyril rompió su
compromiso, azotó a Vasya, principalmente para calmar su propio miedo
por ella. ¿No puede hacer lo que le dicen por una vez en su vida?

Solo vienen por la doncella salvaje.

Vasya lo aguantó con los ojos secos y le dirigió solo una mirada de
reproche antes de alejarse rígidamente. No la vio llorando después,
acurrucada entre las patas delanteras de Mysh.

Pero no hubo boda. Al amanecer, Kyril Artamonovich se había ido.


Capítulo 18
Un invitado para el año menguante
Traducido por Manati5b & Rimed

Cuando Kyril se había marchado, Anna Ivanovna fue de regreso con


su esposo. Ya las largas noches se cerraban en los días de otoño; la familia
se levantó en la oscuridad y ceno a la luz del fuego. Esa noche, Pyotr
estaba sentado despierto ante el horno. Sus hijos se habían marchado a
sus camas, pero el sueño lo eludía. Las brasas del fuego acumulado,
llenaron la habitación de luz rojiza. Pyotr miró las fauces brillantes y
pensó en su hija. Anna tenía su remienda en su regazo, pero no estaba
cosiendo. Pyotr nunca levanto la vista, así que no observo el rostro de su
esposa, duro y sin sangre.

—Entonces Vasilisa no se casara —dijo ella.

Pyotr se sobresaltó. Su esposa hablo con autoridad; ella le recordó


por primera vez, a su padre. Y sus palabras hicieron eco en su
pensamiento.

—Ningún hombre de buena cuna la aceptará —continúo ella—. ¿Se


la darás a un campesino?

Pyotr guardo silencio. Había estado dándole vueltas al asunto. Iba


en contra de su orgullo dar a su hija a un hombre de cuna humilde. Pero
siempre escuchaba en su oido la advertencia de Dunya: Mejor cualquier
cosa que un demonio de invierno.

Marina, pensó Pyotr. Me dejaste una chica loca, y la adoro. Es más


valiente y salvaje que cualquiera de mis hijos. Pero ¿de qué sirve eso en una
mujer? Juré que la mantendría a salvo pero, ¿Cómo puedo salvarla de sí
misma?

—Debe ir a un convento —dijo Anna—. Cuanto antes mejor. ¿ que


otra opción hay? Ningún hombre de buena cuna la aceptaría. Está
poseída. Roba caballos, hace a un caballo volverse loco, arriesgó la vida de
su sobrino por deporte.
Pyotr miró asombrado a su esposa, encontrándola casi hermosa en
su propósito constante.

— ¿Un convento? —dijo Pyotr—. ¿Vasya?

Se preguntó brevemente porque estaba tan sorprendido. Las hijas


incasables iban a los conventos todos los días. Pero nunca había visto una
monja más inverosímil que Vasya.

Anna apretó sus manos. Sus ojos se agrandaron y lo sostuvieron.

—Una vida entre hermanas santas podría salvar su alma inmortal.

Pyotr recordó nuevamente el rostro extraño en Moscú. Talisman o


no, un demonio de invierno no podria venir por una chica comprometida
con Dios.

Pero aún dudo. Vasya nunca iría de buena gana.

El Padre Konstantin estaba sentado en las sombras junto a Anna.


Su rostro estaba dibujado, sus ojos oscuros como endrinas.

— ¿Qué dices tú, Batyushka? —dijo Pyotr—. Mi hija a asustado a su


pretendiente. ¿Deberia enviarla a un convento?

—Tienes pocas opciones, Pyotr Vladimirovich —dijo Konstantin. Su


voz era lenta y ronca—. Ella no le teme a Dios, y no escucha razones. La
Ascensión es un convento para doncellas de buena cuna dentro de las
paredes del kremlin de Moscú. Las hermanas de ahí se ocuparán de ella.

Anna apretó la boca. Una vez, hace mucho, había soñado con entrar
en ese convento.

Pyotr vaciló.

—Las paredes del kremlin son fuertes —agregó Konstantin—. Estaría


a salvo y no pasaría hambre.

—Bien, pensaré en ello —dijo Pyotr desgarrado. Ella podía ir con los
trineos, cuando enviara su tributo. Pero, ¿A qué hombre podría enviar
para advertir de su llegada? Su hija no podía ser entregada como un
paquete no deseado, y era tarde en el año para los mensajeros.
Olya, podía enviarla con Olya, y ella lo manejaría. Pero no…Vasya
debía estar casada o detrás de las paredes de un convento antes del pleno
invierno. A pleno invierno él vendrá por ella.

Vasya… ¿Vasya en un convento? Un velo sobre su cabello negro,


¿virgen hasta que muriera?

Pero su alma, sobre todo su alma. Tendría paz y plenitud.

Ella oraría por su familia. Y estaría a salvo de los demonios.

Pero no iría voluntariamente. La afligirá profundamente.

Konstantin vio la lucha de Pyotr, y guardó silencio. Sabía que Dios


estaba de su lado. Pyotr sería persuadido y se hallaría la forma. Y, de
hecho el sacerdote tenía razón.

Tres noches después, Vasya trajo a su casa a un monje mojado y


mocoso que había encontrado perdido en el bosque.

* * *

Lo arrastró al interior antes del atardecer, en medio de un aguacero.

Dunya estaba contando una historia.

—Su padre enfermó de anhelo —dijo ella—. Así que el Principe


Alekseyi y el Principe Dmitrii se dispusieron a encontrar el pájaro de fuego
con alas brillantes. Largo cabalgaron, más de tres veces nueve reinos,
hasta que llegaron a un lugar donde el camino se dividió. Junto al camino
había una piedra con palabras talladas en ella.

La puerta exterior se abrió con un trueno y Vasya entró a zancadas


en la habitación, sosteniendo a un grande, joven y desaliñado monje por
las mangas.

—Este es el Hermano Rodion —dijo ella—. Estaba perdido en el


bosque. Ha venido desde Moscú. Sasha lo envió a nosotros.

Al instante, la sobresaltada casa entro en acción. El monje debía ser


secado y alimentado, dársele una nueva bata, y agua miel serle servida.
Dunya, con toda la prisa, todavía tuvo tiempo de amonestar a Vasya para
que se cambiara sus mojadas ropas y se sentara cerca del fuego para
secarse el empapado cabello. Mientras tanto, el monje estaba siendo
bombardeado de preguntas: del clima en Moscú, las joyas que las mujeres
de la corte llevaban a la iglesia, los caballos de los caudillos Tartaros.

Sobre todo, le preguntaron sobre la princesa de Serpukhov y el


Hermano Aleksandr.

Las preguntas fluían tan abundantes, que el monje apenas pudo


responder.

Pyotr intervino por fin; empujó a sus hijos a un lado.

—Calmaos —dijo él—. Dejad que coma.

La cocina se aquietó lentamente. Dunya tomó su rueca, Irina su


aguja. El Hermano Rodion se aplicó así mismo a su cena. Vasya tomó un
mortero y comenzó a machacar hierbas secas. Dunya retomó su historia.

—Junto al camino yacía una piedra con palabras talladas en ella.

Quien cabalgue recto se encontrará con hambre y frio.


Quien cabalgue hacia la derecha vivirá aunque su caballo morirá.
Quien cabalgue hacia la izquierda morirá aunque su caballo vivirá.

—Ninguna de ellas sonaba agradable. Así que los dos hermanos se


desviaron, plantaron sus tiendas en un bosque verde, y pasado el tiempo,
olvidaron porqué habían llegado.

El Príncipe Ivan cabalgó hacia la derecha, pensó Vasya. Ella había


escuchado la historia miles de veces. El lobo gris mató a su caballo. Lloró
al verlo asesinado. Pero las historias nunca dicen lo que le esperaba si
hubiera ido recto. O la izquierda.

Pyotr conversaba con el Hermano Rodion al otro lado de la cocina.


Vasya deseó poder escuchar lo que decían, pero la lluvia aun golpeaba en
el techo.

Ella había salido en busca de alimento con la primera luz. Cualquier


cosa, incluso un chaparrón, durante unas horas en el aire limpio. La casa
la oprimía. Anna Ivanovna, Konstantin e incluso su padre la observaban
con miradas que no podía leer. Los aldeanos murmuraban cuando ella
pasaba. Nadie había olvidado el incidente con el caballo de Kyril.

Había encontrado al joven monje cabalgando en círculos sobre su


fuerte mula blanca.
Extraño, pensó Vasya, que lo hubiera encontrado vivo. En sus
expediciones, la chica había encontrado huesos, pero nunca un hombre
con vida. El bosque era peligroso para los viajeros.

El Leshy los conduciría en círculos hasta que colapsaran, o el


vodianoy, mirando con sus frios ojos de pez, los empujaría al rio. Pero esta
criatura grande y bondadosa había cometido un error, y sin embargo,
vivía.

La advertencia de rusalka salto a la mente de Vasya ¿A que le temen


los chyerti?

***

—Eeres afortunado de que mi temeria hija saliera por alimento con


tal clima, y de que te encontrara —dijo Pyotr.

El Hermano Rodion, satisfecho por primera vez, se arriesgó a echar


un rápido vistazo a la chimenea.

La hija en cuestión, estaba moliendo hierbas; la luz del fuego


iluminaba su delgado cuerpo en oro. A primera vista, la había considerado
fea, e incluso ahora no la consideraba hermosa. Pero cuanto más la
miraba, más difícil era mirar hacia otro lado.

—Me alegra que lo hiciera, Pyotr Vladimirovich —dijo Rodion


apresuradamente, viendo la ceja levantada de Pyotr—. Tengo un mensaje
del Hermano Aleksandr.

— ¿Sasha? —pregunto Pyotr bruscamente—. ¿Qué noticias?

— El Hermano Aleksandr es consejero del Gran Principe —contestó


el novicio con dignidad—. Se ha ganado la fama por las buenas acciones y
la defensa de los pequeños. Es famoso por su sabiduría en dar juicios.

—Como si quisiera escuchar las pericias que Sasha podría haber


utilizado mejor como dueño de sus propias tierras —dijo Pyotr. Pero
Rodion escucho el orgullo en su voz—. Ve al punto. Tales noticias no te
traerían aquí tan tarde en el año.

Rodion miro a Pyotr a los ojos.

— ¿Ya ha salido vuestro tributo al Khan, Pyotr Vladimirovich?


—Partirá con la nieve —gruño Pyotr. La cosecha había sido escasa,
la caza flacucha. Pyotr escatimaba cada grano y cada piel. Matarian las
ovejas que pudieran, y sus hijos se pondrían a la sombra cazando. Las
mujeres salían a buscar comida en todos los climas.

—Pyotr Vladimirovich, ¿Qué pasaría si no tuviraís que pagar tales


tributos? —prosiguió Rodion.

A Pyotr no le gustaba formular preguntas, y así lo dijo.

—Muy bien —dijo el joven hombre firmemente—. El príncipe y sus


consejeros se han preguntado porque debemos pagar más tributo, o doblar
la rodilla ante un rey pagano. El último Khan fue asesinado, y sus
herederos no pueden sentarse doce meses en sus tronos antes de que ellos
también sean asesinados. Todo está en desorden. ¿Por qué deberían ser
maestros de buenos cristianos? El Hermano Aleksandr se ha marchado a
Sarai para juzgar su calidad, y me ha enviado a pedir vuestra ayuda, en
caso de que el Gran Principe elija luchar.

Vasya vio cambiar el rostro de su padre y se preguntó qué habría


dicho el joven monje.

—Guerra —dijo Pyotr.

—Libertad. —Se incorporó Rodion.

—Usamos el yugo muy ligeramente aquí en el norte —dijo Pyotr.

—Y sin embargo lo usas.

—Mejor un yugo que el puño de la Horda Dorada —dijo Pyotr—. No


necesitan encontrarnos en una batalla abierta, solo enviad hombres en la
noche. Diez flechas de fuego quemarían Moscú hasta sus cimientos y mi
casa también está hecha de madera.

—Pyotr Vladimirovich, el Hermano Aleksandr me pidió que os


dijera…

—Disculpadme —dijo Pyotr, levantándose abruptamente—, pero he


escuchado suficiente. Espero que me perdonéis.

Rodion tuvo que asentir y cambiar su atención a su hidromiel.

***
—¿Por qué no deberíamos pelear, padre? —demandó Kolya. De su
puño colgaban por las orejas dos conejos muertos. Padre e hijo
aprovecharon la interrupción de la lluvia para avanzar una línea de
trampas.

—Porque preveo poco bien en ello, y mucho daño —replicó Pyotr, no


por primera vez. Ninguno de sus hijos le había dado un momento de paz
desde que el monje había dado vuelta sus cabezas con historias del
renombre de su hermano—. Tu hermana vive en Moscú; ¿La dejarías
atrapada en una ciudad sitiada? Cuando los tártaros sitian una ciudad, no
dejan sobrevivientes.

Kolya desechó la posibilidad con un ademán, los conejos se sacudían


grotescamente al final de su brazo.

—Por supuesto que nos encontraríamos en batalla mucho antes de


llegar a las puertas de Moscú.

Pyotr se agachó para revisar la siguiente trampa, la cual estaba


vacía.

—Y piensa, Padre —continúo Kolya, entusiasmado con el tema—,


podríamos enviar bienes al sur para comerciar, no como tributo. Mi primo
no se arrodillaría ante nadie: un verdadero príncipe. Tus biznietos podrían
ser Grandes Príncipes.

—Prefiero a mis hijos vivos y mis hijas a salvo que una oportunidad
de gloria para descendientes que no han nacido. —Al ver la boca de su hijo
abrirse para otra protesta, Pyotr añadió, más gentilmente—. Synok, tu
sabes que Sasha se fue muy en contra de mi voluntad. No me rebajaré a
atar a mi propio hijo al poste de la puerta; si quieres pelear, puedes ir
también, pero no bendeciré una guerra de tontos, y no te daré ni un trozo
de tela, plata o carne de caballo. Sasha, recuerda, puede ser rico en
renombre, pero debe rogar por su pan y cuidar de las hierbas de su propio
jardín.

Lo que sea que Kolya pudo haber replicado fue ahogado por una
exclamación de satisfacción, por otro conejo colgado en una trampa, con
su moteado abrigo de otoño manchado con barro. Mientras su hijo se
inclinaba para liberarlo, Pyotr levantó su cabeza y se quedó
repentinamente quieto. El aire olía a muerte reciente. Pyos, el sabueso de
Pyotr, se encogió contra las piernas de su amo gimiendo como un
cachorro.

—Kolya. —dijo Pyotr. Algo en el tono de su padre puso al joven sobre


sus pies, un destello en sus negros ojos.

—Lo huelo —dijo él, luego de un momento de pausa—. ¿Qué le pasa


al perro? —Porque Pyos gemía, temblaba y miraba ansiosamente hacia el
pueblo. Pyotr sacudió su cabeza; iba de lado a lado, casi como si fuera el
mismo un sabueso.

No dijo palabra, pero señaló: una salpicadura de sangre en la


hojarasca alrededor de sus pies, no era del conejo. Pyotr le hizo un gesto
decisivo al perro; el sabueso gimió y se escabulló hacia adelante. Kolya se
inclinó un poco hacia la izquierda, silencioso como su padre. Rodearon
cautelosamente un grupo de árboles, hacia un pequeño claro lleno de
maleza, sombrío y cubierto con hojas en descomposición.

Había sido un ciervo. Una pierna yacía casi a los pies de Pyotr, junto
a un rastro de sangre y tendones. La parte principal del cadáver yacía a
poca distancia, las entrañas reventadas y esparcidas, apestaban incluso
en el frío.

La sangre no le dio a ninguno de los hombres una tregua, a pesar de


que la cornuda cabeza del ciervo colgaba cerca de sus pies, con la lengua
colgando. Pero intercambiaron una significativa mirada, ya que nada en
aquellos bosques podía mutilar así a una criatura. ¿Y qué clase de bestia
mataría a un gordo ciervo de otoño y dejaría la carne?

Pyotr se agachó en el barro, con los ojos rozando el piso.

—El ciervo corrió y el cazador lo persiguió; el ciervo había estado


corriendo fuertemente, favoreciendo una pata delantera. Se adentro al
claro de un salto –aquí. —Pyotr se estaba moviendo mientras hablaba,
medio agachado—. Un salto, dos…y luego un golpe desde el costado lo
derribó. —Pyotr hizo una pausa. Pyos se recostó sobre su estómago en el
extremo del claro, sin quitar nunca los ojos de su amo.

—Pero, ¿qué lo derribó? —murmuró.

Kolya había leído un relato similar en el lodo.

—Sin huellas —dijo él. Su largo cuchillo silbó cuando fue liberado de
su vaina—.Ninguna. Y ningún signo de que alguien intentara borrarlas.
—Mira al perro. —dijo Pyotr. Pyos se había levantado de su barriga y
estaba mirando al hueco entre los árboles. Cada cabello en su áspera
columna estaba erizado y estaba gruñendo entre sus dientes. Como uno,
ambos hombres se giraron, el cuchillo de Pyotr se encontró en su mano
casi antes de que así lo quisiera. Brevemente él pensó haber visto
movimiento, una oscura sombra en la oscuridad, pero entonces
desapareció. Pyos ladró una vez, alto y agudo: un sonido de temor
desafiante.

Pyotr le chasqueó los dedos a su perro. Kolya se giró con él.


Cruzaron el molde de hojas bañado en sangre y se dirigieron al pueblo sin
cruzar palabra.

***

UN DÍA DESPUÉS, CUANDO Rodion golpeó en la puerta de


Konstantin, el sacerdote estaba inspeccionando sus pinturas con la luz de
las velas. Los extremos y gotas de colores mezclados se convertían en
moho con la humedad. Había luz del día afuera, pero las ventanas del
sacerdote eran pequeñas y el rugido de la lluvia mantenía el sol a raya. El
cuarto habría sido oscuro si no fuera por las velas. Demasiadas velas,
pensó Rodion. Un terrible desperdicio.

—Padre, bendígame —dijo Rodion.

—Que Dios te acompañe —dijo Konstantin. La habitación estaba


helada; el sacerdote había envuelto una manta alrededor de sus delgados
hombros. No le ofreció una a Rodion.

—Pyotr Vladimirovich y sus hijos han salido de cacería —dijo


Rodion—. Pero no dijeron nada de su presa. ¿No dijeron nada en tu
presencia?

—No, en mi presencia no —replicó Konstantin.

La lluvia seguía cayendo sin descanso.

Rodion frunció el ceño.

—No puedo imaginar para que llevarían sus jabalinas mientras


dejan sus perros detrás. Y este es un clima cruel para cabalgar.

Konstantin no dijo nada.


—Bueno, que Dios les conceda éxito, sea lo que sea —insistió
Rodion—. Debo irme en dos días y no me importaría descubrir lo que sea
que puso aquella mirada en los ojos de Pyotr Vladimirovich.

—Rezaré por tu seguridad en el camino —dijo Konstantin


secamente.

—Que Dios te guarde —respondió Rodion, ignorando la despedida.


—. Sé que no te gusta que interrumpan tus reflexiones. Pero pediré tu
consejo, Hermano.

—Pregunta —dijo Konstantin.

—Pyotr Vladimirovich desea que su hija tome votos —dijo Rodion. —.


Él me ha cargado con palabras y dinero para que vaya a Moscú, a la
Ascensión y los prepare para su llegada. Dice que ella será enviada con los
bienes del tributo, tan pronto como haya suficiente nieve para los trineos.

—Un deber piadoso, Hermano —dijo Konstantin. Pero había quitado


la vista de sus pinturas—. ¿Qué consejo necesitas?

—Por qué ella no es una niña hecha para conventos —dijo Rodion—.
Hasta un ciego puede verlo.

Konstantin apretó su mandíbula y Rodion vio con sorpresa la cara


del sacerdote ardiendo de ira.

—No puede casarse —dijo Konstantin—. Solo el pecado la espera en


este mundo; es mejor que se retire. Ella rezará por el alma de su padre.
Pyotr Vladimirovich es un hombre viejo, estará complacido con sus
plegarias cuando vaya a Dios.

Todo eso estaba muy bien. Sin embargo, Rodion tenía remordimiento
de conciencia. La segunda hija de Pyotr le recordaba al Hermano
Aleksandr. A pesar de que Sasha era un monje, el nunca se había quedado
mucho tiempo en el Lavra. Cabalgó la extensión de Rus en su buen caballo
de guerra, engañando, cautivando y luchando por turnos. Llevaba una
espada en su espalda y era consejero del príncipe. Pero tal vida no era
posible para una mujer que llevara el velo.

—Bueno, lo haré —dijo Rodion a regañadientes—. Pyotr


Vladimirovich ha sido mi anfitrión y difícilmente puedo hacer menos. Pero,
Hermano, me gustaría que lo hicieras cambiar de opinión. Seguramente
alguien puede ser persuadido para desposar a Vasilisa Petrovna. No creo
que ella dure mucho en un convento. Las aves silvestres mueren bajo el
encierro.

—¿Y entonces? —espetó Konstantin. —. Benditos los que se quedan


cortamente en esta poza de malicia antes de ir a la presencia de Dios. Solo
espero que su alma este preparada cuando el encuentro llegue. Ahora,
Hermano, me gustaría rezar.

Sin una palabra, Rodion se persigno y salió por la puerta,


parpadeando a la tenue luz del día. Bueno, lo siento por la chica, pensó.

Y entonces, inquieto, Que densas eran las sombras en esa


habitación.

***

PYOTR Y KOLYA LLEVARON sus hombres de cacería no una, si no


varias veces antes de que cayera la nieve. La lluvia no cesaba y se volvía
cada vez mas fría, su fuerza flaqueaba en los largos y húmedos días. Pero
por más que lo intentaron, nunca encontraron rastro alguno de la cosa
que había destrozado al ciervo en pedazos. Los hombres comenzaron a
murmurar y al final a protestar. El cansancio competía con la lealtad y
nadie lamentó cuando la escarcha puso fin a la cacería.

Pero ahí fue cuando el primer perro desapareció.

Era una perra alta: de buena cría y sin miedo ante los jabalís, pero
la encontraron cerca de la empalizada, sin cabeza y ensangrentada sobre
la nieve. Las únicas pistas cerca de su cuerpo congelado eran sus propias
huellas.

La gente comenzó a ir a los bosques de a pares, con hachas en sus


cinturones.

Pero entonces un pony desapareció, mientras estaba atado a un


trineo que transportaba leña. El hijo de su dueño regresaba con los brazos
llenos de leña, vio las huellas vacías y una gran franja salpicada de rojo
que atravesaba la fangosa tierra. Dejo caer los leños, incluso su hacha y
corrió hacia el pueblo.

El terror se asentó en el pueblo: un pegajoso y susurrante miedo,


tenaz como las telarañas.
Capítulo 19
Pesadillas
Traducido por Mais & YoshiB

Noviembre entró rugiendo con hojas negras y nieve gris. En una


mañana como vidrio sucio, el Padre Konstantin estaba de pie al lado de su
ventana, trazando con su brocha la delgada pata delantera del caballo
blanco de San Jorge4. Su trabajo lo absorbía, y todo estaba detenido. Pero
de alguna manera, el silencio escuchaba. Konstantin se encontró luchando
por escuchar. Señor, ¿no me hablarás?

Cuando alguien golpeó su puerta, la mano de Konstantin se levantó


y casi mancha la pintura.

—Adelante —gruñó, haciendo a un lado su brocha.

Era Anna Ivanovna sin duda, con leche horneada y adorables y


tediosos ojos. Pero no era ella.

—Padre, bendígame —dijo Agafya, la sirviente.

Konstantin hizo la seña de la cruz.

—Dios esté contigo. —Pero estaba enojado.

—No tenga ofensa, Batyushka —susurró la chica, retorciendo sus


manos duras con el trabajo. Se quedó en la puerta—. Si tan solo pudiera
tener un momento.

El padre presionó sus labios. Ante él, San Jorge cabalgaba el mundo
en un panel de roble. Su corcel solo tenía tres patas. La cuarta, todavía sin
pintar, sería elevada en una curva elegante para pisar la cabeza de una
serpiente.

—¿Qué deseas decirme? —Konstantin trató de hacer su voz gentil.


No tuvo éxito en su totalidad; ella empalideció y se encogió. Pero no se fue.

4
Llamado también Jorge de Capadocia, soldado romano de Capadocia y uno de los santos
más venerados del cristianismo.
—Hemos sido verdaderos Cristianos, Batyushka —tartamudeó—.
Tomamos el sacramento y veneramos los íconos. Pero nunca ha sido tan
duro con nosotros. Nuestros jardines se ahogaron en la lluvia del verano;
estaremos hambrientos antes que cambie la estación.

Se detuvo y lamió sus labios.

—Me pregunto… no puedo evitar preguntarme… ¿hemos ofendido a


los ancestros? ¿A Chernabog5, tal vez, que ama la sangre? Mi abuela
siempre dijo que vendría a sembrar el desastre si alguna vez venía en
contra de nosotros. Y ahora temo por mi hijo. —Lo miró en súplica
silenciosa.

—Más vale temer —gruñó Konstantin. Sus dedos anhelaban su


brocha; luchó por paciencia—. Muestra tu verdadero arrepentimiento. Este
es el momento del juicio, cuando Dios sabrá quiénes son sus verdaderos
sirvientes. Debes perseverar, y verás reinos presentes, como no te
imaginas. Las cosas que hablas son falsas: ilusiones para tentar lo
incauto. Aférrate a la verdad y todo estará bien.

Se giró, buscando sus pinturas. Pero su voz vino de nuevo:

—Pero no necesito un reino, Batyuskha, solo suficiente para darle de


comer a mi hijo durante el invierno. Marina Ivanovna mantuvo los viejos
hábitos y nuestros hijos nunca se murieron de hambre.

El rostro de Konstantin asumió una expresión no diferente del santo


ante él. Agafya se tambaleó hacia el marco de la puerta.

—Y ahora Dios tendrá su ajuste de cuentas —siseó. Su voz fluyó


como agua negra con escarcha de hielo—. ¿Piensas eso porque como fue
pospuesto dos años, o diez, ese Dios no se enojó ante tal Blasfemia? La
ruda se muele lentamente.

Agafya tembló como un pájaro enredado.

—Por favor —susurró ella. Movió la mano del padre, besó sus dedos
manchados—. ¿Rogarás por el perdón para nosotros entonces? No por mi
propia vida, sino la de mi hijo.

—Haré lo que pueda —dijo más gentil, colocando una mano en su


cabeza inclinada—. Pero primero debes pedirlo tú misma.

5
Es una deidad eslava, cuyo nombre significa dios negro.
—Sí… sí, Batyushka —dijo, alzando la mirada con un rostro lleno de
gratitud.

Cuando finalmente salió apresurada hacia la tarde gris y la puerta


se cerró detrás de ella, las sombras en la pared parecieron estrecharse
como días de vigilia.

—Muy bien. —La voz hizo eco en los huesos de Konstantin. El padre
se congeló, cada nervio vivo—. Por encima de todo, ellos deben de
temerme, así pueden ser salvados.

Konstantin lanzó su brocha a un lado y se arrodilló.

—Deseo solo complacerle, Mi Señor.

—Estoy complacido —dijo la voz.

—He intentado llevar a esta gente por el camino correcto —dijo


Konstantin—. Solo me gustaría pedirle Señor… eso es, querría pedirle…

—¿Qué quieres pedirme? —La voz fue infinitamente gentil:

—Por favor —dijo Konstantin—, déjame ver mi tarea aquí terminada.


Llevaré tu palabra a los confines de la tierra, si así me lo pide. Pero el
bosque es muy pequeño. —Inclinó su cabeza, esperando.

Pero la voz se rió con dicha encantadora, así que Konstantin pensó
que su alma volaría su cuerpo en felicidad.

—Por supuesto que deberás irte —dijo—. Un invierno más. Solo


sacrificio y ser fiel. Entonces deberás mostrarle al mundo mi gloria, y yo
seré tuyo para siempre.

—Solo decidme qué debo hacer —dijo Konstantin—. Seré fiel.

—Deseo que invoques mi presencia cuando hables —dijo la voz. Otro


hombre hubiera escuchado la ansiedad en ella—. Y cuando ores. Llámame
con cada aliento y por mi nombre. Soy el portador de tormentas. Estaré
presente entre ti y te daré bendiciones.

—Así será hecho —dijo Konstantin con fervencia—. Se hará así como
lo habeís pedido. Solo nunca vuelva a dejarme.

Todas las velas se ondularon con algo muy parecido a un largo


suspiro de satisfacción.

—Obedéceme siempre —regresó la voz—. Y nunca te dejaré.


***

Al día siguiente el sol se ahogó entre las nubes y envió luz fantasmal
sobre un mundo despojado de color. Comenzó a nevar con el amanecer. La
gente de la casa de Pyotr fue temblando a la pequeña iglesia y se apiñaron
en el interior. La iglesia estaba oscura excepto por las velas. Casi, pensó
Vasya, podía escuchar la nieve fuera, enterrándolas hasta la primavera.
Apagó las luces, pero las velas iluminaban al padre. Los huesos de su
rostro emitían sombras elegantes. Vestía una mirada más remota que sus
íconos, y nunca había sido tan hermoso.

El altar de iconos estaba terminado. El Cristo resucitado, el ícono


final, estaba entronizado por encima de la puerta. Estaba sentado en juicio
por encima de una tierra tormentosa con una expresión que Vasya no
podía leer.

—Invoco a Thee —dijo Konstantin, bajo y claro—, Dios que me ha


llamado para ser su sirviente. La voz de la oscuridad, amante de las
tormentas. Que estés presente entre nosotros.

Y entonces, más fuerte, comenzó el servicio.

—Bendecido sea el Dios —dijo Konstantin.

Sus ojos eran grandes huecos oscuros, pero su voz parecía


parpadear con fuego. El servicio continuó. Cuando habló, la gente se olvidó
del hielo y el espectro sonriente de la inanición. Problemas terrenales no
eran nada cuando esa voz los tocaba. El Cristo por encima de las puertas
parecía levantar su mano en bendición.

—Escuchad —dijo Konstantin. Su voz cayó así que tuvieron que


luchar por escuchar—. Hay mal entre nosotros. —La congregación se miró
entre ellos—. Se asoma entre nuestras almas en la noche, en el silencio.
Está a la espera del incauto. —Irina se acercó a Vasya, y esta puso un
brazo alrededor de ella—. Solo la fe —continuó Konstantin—, solo el rezo,
solo Dios, puede salvarnos. —Su voz se elevó en cada palabra—. Temed a
Dios y arrepentíos. Es vuestro único escape de la maldición. De lo
contrario, arderéis, ¡Arderéis!

Anna gritó. Su grito hizo eco a lo largo de la pequeña iglesia; sus ojos
hinchados debajo de sus irises azules.

—¡No! —gritó—. ¡Oh, Dios, no aquí! ¡No aquí!


Su voz pareció dividir las paredes y multiplicarse así que hubo
cientos de mujeres chillando.

En un instante antes de que la habitación cayera en caos, Vasya


siguió el dedo acusador de su madrastra. El Cristo resucitado sobre la
puerta estaba sonriéndoles ahora, cuando antes había estado solemne.
Sus dos dientes de perro marcaban su labio inferior. Pero en lugar de sus
dos ojos, solo tenía uno. El otro lado de su rostro estaba manchado de
cicatrices azules, y el ojo era una cuenca, crudamente cosido.

En algún lugar, pensó Vasya mientras luchaba contra el miedo que


cerraba su garganta, había visto este rostro antes.

Pero no tuvo tiempo para pensar. La gente a cada lado de apretó sus
manos contra sus orejas, se lanzaron hacia abajo, o hicieron su camino
hacia la seguridad de su antecámara. Anna se quedó de pie a solas. Se rió
y lloró, arañando el aire. Nadie la tocó. Su gritó se repitió en las paredes.
Konstantin hizo su camino hacia su lado y la golpeó en la mejilla. Ella se
hundió, ahogándose, pero el sonido pareció hacer eco una y otra vez, como
si los mismos íconos estuvieran gritando.

Vasya agarró a Irina en el primer movimiento de caos, para evitar


que la empujaran al suelo. Un instante después, Alyosha apareció y
envolvió brazos fuertes alrededor de Dunya, quien era tan pequeña como
un niño, frágil como las hojas de noviembre. Los cuatro se aferraron. La
gente se empujaba y gritaba.

—Debo ir con Madre —dijo Irina, retorciéndose.

—Espera, pajarito —dijo Vasya—. Solo serías pisoteadfa.

—Madre de Dios —dijo Alyosha—, si alguien descubre que la madre


de Irina tiene esos ataques, nadie jamás se casará con ella.

—Nadie lo sabrá —espetó Vasya. Su hermana se había vuelto muy


pálida. Miró a su hermano mientras la multitud los empujaba contra la
pared. Ella y Alyosha cubrieron a Dunya e Irina con sus cuerpos.

Vasya miró de nuevo al iconostasio. Ahora estaba como siempre


había estado. Cristo sentado en su trono por encima del mundo, su mano
levantada para bendecir. ¿Se había imaginado la otra cara? ¿Pero si lo
había hecho, por qué gritó Anna?

—¡Silencio!
La voz de Konstantin corrió como una docena de campanas. Todos
se congelaron. Estaba de pie ante el iconostasio y levantada una mano, un
eco viviente de la imagen de Cristo por encima de su cabeza.

—¡Tontos! —rugió—. ¿Acaso sois niños para temerle a una mujer


gritando? Levantaos. En silencio. Dios nos protegerá.

Todos se juntaron como niños castigados. Lo que el grito de Pyotr no


había logrado, la voz del padre lo hizo. Se acercaron a él. Anna se levantó
temblando, llorando, pálida como el cielo en el amanecer. El único rostro
más pálido en esa iglesia pertenecía al mismo padre. La luz de las velas
llenó la nave con extrañas sombras. Ahí… de nuevo… una voló a través del
iconostasio que no era la sombra de un hombre.

Dios, pensó Vasya, cuando el servicio apresuradamente se renovó.


¿Aquí? Los Chyerti6 no pueden entrar a las iglesias; son criaturas de este
mundo, y la iglesia es para el siguiente.

Sin embargo, había visto la sombra.

***

Pyotr llevó a su esposa a casa tan pronto como pudo. Su hija la


desvistió y la puso a la cama. Pero Anna lloró y vomitó y lloró, y no se
detuvo.

Finalmente, Irina, desesperada, volvió a la iglesia. Encontró al Padre


Konstantin arrodillado a solas ante la pantalla de íconos. Después del
servicio ese día, la gente había besado su mano y le había rogado que los
salvara. Se veía en paz entonces. Incluso triunfante. Pero ahora Irina
pensó que se veía como la persona más solitaria en el mundo.

—¿Vendrás a ver a mi madre? —susurró.

Konstantin cayó de rodillas, mirando alrededor.

—Está llorando —dijo Irina—, no se detiene.

Konstantin no habló; estaba luchando contra todos sus sentidos.


Después de que la gente se fue de la iglesia, Dios había venido a él en el
humo de las velas extinguidas.
—Hermoso. —El susurro envió el humo ondeando en los pequeños
remolinos a lo largo del suelo—. Estaban demasiado asustados. —La voz
sonaba casi regocijada. Konstantin estaba en silencio. Por un momento, se
preguntó si era un loco y la voz había venido arrastrándose fuera de su
propio corazón. Pero… no, por supuesto que no. Solo es tu malicia la que
duda, Konstantin Nikonovich.

—Me agrada que hayas venido —murmuró Konstantin bajo su


aliento—. Para liderar a nuestra gente hacia lo correcto.

Pero la voz no había respondido y ahora la iglesia estaba callada.

Más fuerte, Konstantin le dijo a Irina:

—Sí, iré.

***

—Está aquí el Padre Konstantin —dijo Irina, llevando al padre hacia


la habitación de su madre—. Te consolará. Iré por la comida, Vasya está
calentando ya la leche. —Salió corriendo.

—¿La iglesia, Batyushka? —sollozó Anna Ivanovna cuando los dos


estaban a solas. Estaba recostada en la cama, envuelta en pieles—. La
iglesia… nunca la iglesia.

—Qué tonterías dices —dijo Konstantin—. La iglesia está protegida


por Dios. Solo Dios hace su morada en la iglesia, y sus santos y sus
ángeles.

—Pero yo vi…

—¡No viste nada! —Konstantin colocó una mano en su mejilla. Ella


se estremeció. Su voz bajó más, hipnótica. Tocó sus labios con el dedo
índice—. No viste nada, Anna Ivanovna.

Ella levantó una mano temblorosa y tocó la suya.

—No veré nada, si así me lo dices, Batyushka. —Se sonrojó como


una niña. Su cabello estaba oscuro con sudor.

—Entonces no veas nada —dijo Konstantin. Apartó su mano.


—Te veo —dijo ella, apenas audible—. Tú eres todo lo que veo, a
veces. En este horrible lugar, con el frío y los monstruos y el hambre. Eres
una luz para mí. —Atrapó su mano de nuevo; ella se dejó caer en un codo.
Sus ojos nadando en lágrimas—. Por favor, Batyushka —agregó—. Solo
quiero estar cerca.

—Estás loca —dijo él. Empujó sus manos y se alejó. Ella era suave y
vieja, podrida de miedo y esperanzas decepcionantes—. Estás casada. Yo
me he entregado a Dios.

—¡No así! —lloró en despecho—. Nunca eso. Quiero que me veas a


mí. —Su garganta se movió, y tartamudeó—: Que me veas a mí. Tú ves a
mi hijastra. La observas a ella. Como yo te he observado a ti… como te
observo. ¿Por qué yo no? ¿Por qué no yo? —Su voz se convirtió en un
llanto.

—Guarda silencio. —Colocó una mano en la puerta—. Te veo, pero


Anna Ivanovna, hay muy poco para ver.

La puerta era pesada. Cuando se cerró, amortiguó el sonido de su


llanto.

***

ESE DÍA LA GENTE permaneció cerca de sus hornos mientras la


nieve caía. Pero Vasya se escabulló para ver a los caballos. Se acerca, dijo
Mysh, girando un ojo salvajemente.

Vasya fue a ver a su padre.

—Debemos llevar los caballos dentro de la empalizada —dijo—. Esta


noche, antes del anochecer.

—¿Por qué has venido a agobiarnos, Vasya? —Espetó Pyotr. La nieve


caía densamente, atrapándolos en sus sombreros y hombros—. Deberías
haberte ido. Estar lejos y a salvo. Pero asustaste a tu pretendiente y ahora
estás aquí y ya es invierno.

Vasya no respondió. De hecho, no pudo, porque vio repentina y


claramente que su padre tenía miedo. Nunca había sentido miedo por su
padre. Ella quería esconderse en el horno como un niño.

—Perdóname, padre —dijo, dominandose a sí misma—. Este invierno


pasará, así como muchos otros pasaron antes que este. Pero creo que
ahora, por la noche, deberíamos traer a los caballos.
Pyotr respiró profundamente.

—Tienes razón, hija —dijo—. Tienes razón. Vamos, te ayudaré.

Los caballos se acomodaron un poco cuando la puerta se cerró


detrás de ellos. Vasya se llevó a Mysh y Buran al establo, mientras los
caballos menos preciados se arremolinaban en el patio. El pequeño Vazila
puso su mano en la de ella.

—No nos dejes, Vasya.

—Debo ir por mi sopa —dijo Vasya—. Dunya está llamando. Pero


volveré.

Se comió la sopa enroscada en la parte trasera del estrecho puesto


de Mysh y le dio pan a la yegua. Después, Vasya se envolvió en una manta
de caballo y contó las sombras en la pared del establo. El Vazila se sentó a
su lado.

—No te vayas, Vasya —dijo—. Cuando te quedas, recuerdo mi


fortaleza y recuerdo que no tengo miedo.

Entonces Vasya se quedó, temblando a pesar de la paja y su manta


de caballo. La noche fue muy fría. Pensó que nunca dormiría.

Pero debió haberlo hecho, porque después de la puesta de la luna se


despertó, congelada. El establo estaba oscuro. Incluso Vasya, con ojos de
gato, apenas podía ver a Mysh de pie sobre ella. Por un momento, todo
quedó en silencio. Entonces, desde afuera, llegó una risa suave. Mysh
resopló y retrocedió sacudiendo la cabeza. El blanco se mostró en un anillo
alrededor de su ojo.

Vasya se levantó en silencio, dejando caer su manta. El aire frío


hundió los colmillos en su carne. Se arrastró hasta la puerta del establo.
No había luna, y nubes gordas cubrían las estrellas. La nieve aún caía.

Moviéndose sigilosamente por la nieve y silencioso como los copos,


estaba un hombre. Se lanzaba de sombra en sombra. Cuando dejó escapar
su aliento, se rió profundamente en su garganta. Vasya se arrastró más
cerca. No podía ver una cara, solo ropas andrajosas y una mata de pelo
áspero.
El hombre se acercó a la casa y puso una mano en la puerta. Vasya
gritó en voz alta justo cuando el hombre se arrojó a la cocina. No hubo
sonido de carne contra la madera; atravesó la puerta como si fuera humo.

Vasya corrió a través del patio. El patio brillaba con nieve virgen. El
harapiento no había dejado huellas. La nieve era espesa y suave; Las
extremidades de Vasya se sentían pesadas. Aun así corrió, gritando, pero
antes de que pudiera llegar a la casa, el hombre había saltado de nuevo al
patio delantero, aterrizando a cuatro patas con una agilidad animal. Se
burló.

—Oh —dijo—. Ha pasado mucho tiempo.Qué dulces son las casas de


los hombres, y oh, cómo gritó ella...

Vio a Vasya entonces, y la chica tropezó. Ella conocía las cicatrices,


el único ojo gris. Era la cara del icono, la cara... la cara del durmiente en el
bosque hace años. ¿Como puede ser?

—Vaya, ¿qué es esto? —dijo el hombre. Hizo una pausa. Ella vio el
recuerdo cruzar su rostro—. Recuerdo a una niña pequeña con tus ojos.
Pero ahora eres una mujer. —Su mirada se clavó en la de ella como si
quisiera quitarle un secreto a su alma—Eres la brujita que tienta a mi
sirviente. Pero no había visto... —Se acercó más y más.

Vasya trató de huir, pero sus pies no obedecieron. Su aliento


apestaba a sangre caliente, lo hizo ondear sobre su cara. Ella reunió su
valor.

—No soy nadie —dijo ella—. Sal, déjanos en paz.

Sus dedos húmedos se movieron y levantaron su barbilla.

—¿Quién eres, chica? —Y luego, más bajo—. Mírame —En su ojo


yacía la locura. Vasya no miraría, sabía que no debía hacerlo, pero sus
dedos eran como una trampa de hierro y en un momento lo haría...

Pero entonces una mano helada la agarró y la apartó. Olía a agua


fría y pino triturado. Sobre su cabeza habló una voz.

—Todavía no, hermano —dijo—. Regresa.

Vasya no podía ver nada del orador excepto una línea curva de capa
negra, pero podía ver al otro, el hombre tuerto. Él estaba sonriendo,
encogido y riendo todo de una vez.
—¿Aún no? Pero está hecho, hermano —dijo—. Ya está hecho. —Le
guiñó con su ojo bueno a Vasya y se fue. La capa negra alrededor de Vasya
se convirtió en el mundo entero. Tenía frío y un caballo relinchaba, y muy
lejos alguien gritaba.

Entonces Vasya se despertó, rígida y temblando en el suelo del


establo. Mysh presionó su cálida nariz en la cara de la niña. Pero aunque
Vasya estaba despierta, el grito aún podía oírse. Siguió y siguió. Vasya se
puso en pie de un salto, sacudiendo su pesadilla. Los caballos en los
establos relincharon y patearon, astillando las paredes del establo. Los
caballos en el helado patio se agitaron en pánico. No había una figura
desaliñada de un solo ojo. Un sueño, pensó Vasya. Solo un sueño. Se lanzó
entre los caballos, esquivando los cuerpos agitados.

La cocina estaba revuelta como un nido de avispas enojadas. Sus


hermanos se abrieron paso, medio despiertos y armados; Irina y Anna
Ivanovna se apiñaron en la puerta opuesta. Los sirvientes se movían de
aquí para allá, santiguándose, rezando o aferrándose unos a otros.

Y luego llegó su padre, grande y firme, con su espada en una mano.


Se abrió camino, maldiciendo, entre grupos de aterrorizados sirvientes.

—Silencio —le dijo a la gente pululante. El padre Konstantin


irrumpió sobre sus talones.

Era la pequeña Agafya, la criada, quien estaba gritando. Se sentó


muy derecha en su jergón. Sus blancos nudillos de las manos agarraban
la lana de su manta. Se había mordido el labio inferior, de modo que la
sangre le brotaba en la barbilla y un anillo de color blanco se dibujaba
alrededor de sus ojos sin pestañear. Los gritos cortaban el aire, como
carámbanos cayendo desde el alero afuera.

Vasya se abrió paso entre la gente asustada. Agarró a la chica por


los hombros.

—Agafya, escúchame —dijo—. Escucha. Está bien. Estás a salvo.


Todo está bien. Silencio ahora. Silencio. —Sostuvo a la niña con fuerza, y
después de un momento Agafya gimió y guardó silencio. Sus ojos amplios
se enfocaron lentamente en la cara de Vasya. Su garganta funcionó. Trató
de hablar. Vasya se esforzó por escuchar.

—Él vino por mis pecados —ella se ahogó —Él... —tomó aliento.
Un niño pequeño se arrastró entre la multitud.

—Madre — lloró—. ¡Madre! — Se arrojó sobre ella, pero ella no le


hizo caso.

Irina estaba de repente allí, su pequeño rostro grave.

—Se ha desmayado —dijo la niña seriamente—. Necesita aire y agua.

—Es solo una pesadilla —dijo el padre Konstantin a Pyotr—. Lo


mejor es dejarla con las mujeres.

Pyotr podría haber respondido, pero nadie lo escuchó, porque Vasya


gritó en estado de shock y repentina furia. Toda la habitación se
convulsionó con un nuevo susto.

Vasya estaba mirando a la ventana.

Entonces… —No — dijo ella, visiblemente recomponiéndose así


misma—. Perdonadme. Yo… nada. No fue nada. —Pyotr frunció el ceño.
Los sirvientes la miraron con abierta sospecha y murmuraron entre ellos.

Dunya se arrastró hacia Vasya, su aliento crujía hueco en su pecho.

—Las chicas siempre tienen pesadillas cuando cambia el clima —


Dunya resopló lo suficientemente fuerte como para que la habitación lo
escuchara. —Vamos niña, trae agua y vino de miel. —Le lanzó a Vasya
una mirada dura.

Vasya no dijo nada. Su mirada se desvió una vez más hacia la


ventana. Por un instante ella podría haber jurado que había visto una
cara. Pero no podía ser, porque era el rostro de su sueño, con cicatrices
azules y tuerto. Le sonrió y le guiñó un ojo a través del hielo vacilante.

****

TAN PRONTO fue claro a la mañana siguiente, Vasya fue en


busca del domovoi. Buscó hasta que el sol acuoso estaba alto, y en la
breve tarde, eludiendo su trabajo. El sol se inclinaba hacia el oeste cuando
logró arrastrar a la criatura secretamente fuera del horno. Su barba ardía
en los bordes. Estaba delgado y encorvado, su ropa raída, su forma
derrotada.

—Anoche —dijo Vasya sin preámbulos, acunando una mano


quemada—. Soñé con una cara y luego la vi en la ventana. Tenía un ojo y
estaba sonriendo. ¿Quién era?

—La locura —masculló el domovoi—. El Apetito. El durmiente, el


comedor. No pudes mantenerlo fuera.

—Debes esforzarte más — espetó Vasya.

Pero la mirada del domovoi vagó, y su boca se abrió. —Soy débil —


arrastró las palabras —Y la madera de guardia es débil. Nuestro enemigo
ha aflojado su cadena. Pronto será libre. No puedo mantenerlo afuera.

—Debes intentarlo más —espetó Vasya.

Pero la mirada del demovoi la cuestionó y su boca cayó abierta.

—Estoy débil —susurró—. Y el guardían del bosque está débil.


Nuestro enemigo ha roto sus cadenas. Pronto será libre. No puedo
mantenerlo fuera.

—¿Quién es el enemigo?

—Apetito — dijo el domovoi de nuevo—Locura. Terror. Él quiere


comerse el mundo.

—¿Cómo puedo vencerlo? —dijo Vasya con urgencia—. ¿Cómo puedo


proteger la casa?

—Ofrendas —murmuró el domovoi—. El pan y la leche me


fortalecerán, y tal vez la sangre. Pero solo eres una chica, y no puedo
mantenerme con vida solo contigo. Me desvaneceré. El comedor volverá.

Vasya se apoderó del domovoi y lo sacudió para que sus mandíbulas


vibraran juntas. Sus ojos apagados se aclararon, y pareció
momentáneamente asombrado. —No te desvanecerás —espetó Vasya—.
Puedes mantenerte con vida conmigo. Lo harás. El tuerto, el comedor, no
volverá a entrar. No él.

No había leche, pero Vasya robó pan y lo metió en la mano del


domovoi. Lo hizo esa noche, y todas las noches posteriores, escatimando
sus propias comidas. Se cortó la mano y untó la sangre en los alféizares y
frente al horno. Apretó su ensangrentada mano contra la boca del
domovoi. Sus costillas comenzaron a atravesar su piel, sus ojos se
volvieron huecos, y las pesadillas la acosaron. Pero las noches pasaron...
una, dos, una docena, y nadie más gritó a algo que no estaba allí. El
vacilante domovoi aguantó, y ella vertió su fuerza en él.

Pero la pequeña Agafya nunca volvió a tener sentido. Algunas veces


ella suplicaba cosas que nadie podía ver: santos y ángeles y un oso de un
solo ojo. Más tarde, deliró con un hombre y un caballo blanco. Una noche
salió corriendo de la casa, se derrumbó en la nieve y murió.

Las mujeres prepararon el cuerpo con la mayor prisa posible. El


padre Konstantin mantuvo vigilia a su lado, blanco hasta los labios, con la
cabeza inclinada y una cara que nadie podía leer. Aunque se arrodilló
durante horas junto a ella, nunca rezó en voz alta. Las palabras parecieron
atrapadas en su dolorida garganta.

Enterraron a Agafya en la breve luz del día de invierno mientras el


bosque gemía a su alrededor. En el ocaso del crepúsculo, se apresuraron a
acurrucarse frente a sus hornos. El hijo de Agafya lloró por su madre; Sus
gemidos colgaban como niebla sobre la silenciosa aldea.

****

LA NOCHE DESPUÉS DEL FUNERAL, un sueño se apoderó de


Dunya como una enfermedad, como las fauces de una criatura cazadora.
Ella estaba de pie en un bosque muerto cubierto de tocones de árboles
ennegrecidos. Un humo aceitoso velaba las estrellas vacilantes; la luz del
fuego titilaba contra la nieve. La cara del demonio de invierno era una
máscara de calavera con la piel tensa. Su suave voz asustó a Dunya peor
que gritar.

—¿Por qué lo has retrasado?

Dunya reunió toda su fuerza.

—La amo —dijo ella—. Es como mi propia hija. Eres invierno,


Morozko. Estás muerto; estas frio. No puedes tenerla. Ella le dará su vida
a Dios.
El demonio de invierno rió amargamente.

—Ella morirá en la oscuridad. Todos los días el poder de mi hermano


crece. Y ella lo vio cuando no debería haberlo hecho. Ahora él sabe lo que
es ella. La matará si puede y la tomará para sí mismo. Entonces bien
puedes hablar de condenación. —La voz de Morozko se suavizó un poco—.
Puedo salvarla —dijo—. Puedo salvarlos a todos. Pero ella debe tener esa
joya. De otro modo…

Y Dunya vio que la parpadeante luz del fuego era su propia aldea
ardiendo. El bosque se llenaba de cosas arrastrándose cuyos rostros
conocía. El más grande de ellos era un hombre tuerto y sonriente, y junto
a él había otra figura, alta y esbelta, pálida como un cadáver, de pelo lacio.

—Me dejaste morir —dijo el espectro en la voz de Vasya, y sus


dientes brillaron entre labios ensangrentados.

Dunya se encontró agarrando el collar y sosteniéndolo. Era un


pequeño trozo de brillo en un mundo sin forma y oscuro.

—No lo sabía —tartamudeó Dunya. Se estiró hacia la chica muerta,


el collar colgando de su puño—. Vasya, tómalo. ¡Vasya! —Pero el hombre
tuerto solo se rió, y la chica no hizo ninguna señal.

Entonces el demonio de invierno se colocó entre ella y el horror, se


apoderó de sus hombros con manos duras y heladas.

—No tienes tiempo, Avdotya Mikhailovna —dijo—. La próxima vez


que me veas, te llamaré y tú me seguirás —Su voz era la voz de la madera;
parecía resonar en sus huesos, vibrar en su garganta. Dunya sintió que
sus intestinos se retorcían de miedo y con certeza—. Pero puedes salvarla
antes de que te vayas —prosiguió—Debes salvarla. Dale el collar. Sálvalos
a todos.

—Lo haré —susurró Dunya—. Será como dices. Lo juro. Lo juro…

Y luego su propia voz la despertó.

Pero el frío de ese bosque quemado, el toque del demonio de nieve,


perduró. Los huesos de Dunya temblaron hasta que pareció que
temblarían hasta atravesarle la piel. Todo lo que podía ver era al demonio
de invierno, atento y desesperado, y la cara sonriente de su hermano, la
criatura tuerta. Las dos caras se confundieron en una. La piedra azul en
su bolsillo parecía gotear llamas heladas. Su piel se agrietó y ennegreció
cuando su mano se cerró alrededor de ella.
Capítulo 20
El regalo de un extraño
Traducido por Manati5b

Vasya fue a los caballos cada mañana al alba durante esos


recortados y metálicos días, solo un poco después de su padre. Ellos
tenían una afinidad en eso, de temer tan apasionadamente por los
animales. Por la noche, los caballos eran colocados en el patio, a salvo
detrás de la empalizada, y todos los que cabían se refugiaban en el robusto
establo. Pero durante el día eran liberados para valerse por sí mismos,
vagando por los pastos grises y cavando la hierba de debajo de la nieve.

Una brillante y glacial mañana, no mucho antes del solsticio de


invierno, Vasya correteó a los caballos hacia el campo, gritando,
cabalgando a pelo a Mysh. Pero una vez que los caballos se asentaron, la
chica desmontó y miró a la yegua frunciendo el ceño. Sus costillas se
empezaban a notar a través de su abrigo marrón, no por deseo, sino por la
espera.

El vendrá de nuevo, dijo la yegua. ¿Puedes olerlo?

Vasya no tenía la nariz de un caballo, pero ella se giró hacia el


viento. Por un instante, el olor a hojas podridas y pestilencia cerró su
garganta.

—Sí dijo tristemente, tosiendo—. Los perros también lo huelen.


Gimen cuando los hombres los sueltan y corren hacia sus perreras. Pero
no dejaré que te lastime.

Comenzó su ronda, yendo de caballo en caballo con centros de


manzanas marchitos, cataplasmas y palabras suaves. Mysh la siguió como
un perro. En el borde de la manada, Buran raspó el suelo con una pezuña
delantera y bramó un desafío a la madera que esperaba.

—Tranquilo —dijo Vasya. Se acercó al semental y colocó una mano


en su caliente cresta.
Estaba furioso como un semental que ve a un rival entre sus yeguas,
y casi la patea antes de que se detuviera así mismo. ¡Deja que venga! Se
levantó y lanzó al aire sus patas delanteras. Esta vez lo matare.

Vasya esquivo los cascos, presionando su cuerpo al de él.

— Espera —dijo ella a su oído.

El caballo giro, chasqueando sus dientes, pero ella se aferró a él y no


pudo alcanzarla. Mantuvo su voz suave. — Mantén tu fuerza.

Los sementales obedecen a sus yeguas; Buran bajo su cabeza.

—Debes estar fuerte y calmado cuando llegue, — dijo Vasya.

Tu hermano, dijo Mysh. Vasya se giró para ver a Alyosha, sin


sombrero, corriendo hacia ella por la puerta de la empalizada.

En un instante, Vasya tenía su antebrazo sobre la cruz de Mysh, y


al siguiente sobre el lomo del caballo. La yegua galopó por el campo
levantando chispas heladas. La robusta valla de pasto se alzaba, pero
Mysh saltó la barrera y siguió corriendo.

Vasya se encontró con Alyosha justo afuera de la empalizada.

—Se trata de Dunya —dijo Alyosha—. No se despierta. Está diciendo


tu nombre.

—Vamos —dijo Vasya, y Alyosha saltó detrás de ella.

***

LA COCINA ESTABA CALIENTE; el horno rugió y boqueó como una


boca.

Dunya yacía encima del horno, ojos abiertos y sin ver nada, con sus
manos crispadas. Murmuraba para sí misma una y otra vez. Su frágil piel
se extendía sobre sus huesos, tan apretada que Vasya pensó que podía ver
la sangre reducirse. Trepo rápidamente encima del horno.

—Dunya — dijo ella—. Dunya, despierta. Soy yo. Soy Vasya.

Los ojos abiertos parpadearon una vez, pero eso fue todo. Vasya
sintió un momento de pánico; lo forzó a menguar. Irina y Anna se
arrodillaron una al lado de la otra delante de la esquina icónica, rezando.
Las lágrimas rodaban por el rostro de Irina; no era bonita cuando lloraba.
—Agua caliente —espeto Vasya, dándose la vuelta—, Irina, por Dios
santo, rezar no la mantendrá caliente. Prepara una sopa. —Anna alzó la
vista con ojos venenosos, pero Irina con sorprendente rapidez, se puso de
pie y llenó una olla.

Todo el día, Vasya se sentó a lado de Dunya, encorvada encima del


horno. Colocó mantas alrededor del cuerpo arrugado de su enferma e
intento pasarle algo de caldo por su garganta.

Pero el líquido goteaba de su boca, y no se despertaba. Todo ese


largo día las nubes se filtraron y la luz del día se oscureció.

A última hora en la tarde, Dunya contuvo la respiración como si


quisiera tragarse el mundo, y atrapó las manos de Vasya. Vasya retrocedió
sorprendida. La fuerza en el agarre de su vieja niñera la dejo atónita.

—Dunya —dijo ella.

Los ojos de la anciana vagaron.

—Yo no lo sabía —susurro—. No lo vi.

—Estarás bien —dijo Vasya.

—Él tiene un ojo. No, él tiene ojos azules. Ellos son lo mismo. Son
hermanos. Vasya recuerda… —Y entonces su mano se apartó y se quedó
quieta, murmurando para sí misma.

Vasya cuchareo más líquidos calientes por la garganta de Dunya.


Irina mantenía el fuego rugiendo. Pero el pulso de la vieja dama se borraba
con la luz del día. Dejó de murmurar y se quedó esperando.

—Todavía no —dijo a una esquina vacía, y a veces lloraba—. Por


favor —dijo entonces—. Por favor.

El débil día parpadeo, y un silencio cayó sobre la casa y el pueblo.


Alyosha salió fuera por leña; Irina fue a atender a su madre irritada.

Cuando la voz de Konstantin rompió el silencio, Vasya casi salta


fuera de su piel.

— ¿Está viva? —dijo. Las sombras se extendían sobre él como un


manto tejido.

—Sí —dijo Vasya.


—Orare por ella —dijo él.

—Nada de eso —espetó Vasya, demasiado cansada y asustada para


cortesías—. Ella no va a morir.

Konstantin se acercó.

—Puedo confortar su dolor.

—No —repitió Vasya. Iba a llorar— .Ella no va a morir. Por el amor


que le tienes a tu Dios, te lo suplico, vete.

—Se está muriendo, Vasilisa Petrovna. Este es mi lugar.

— ¡No se está muriendo!— La voz de Vasya salió desgarrada de su


garganta—. No es así. Yo voy a salvarla.

—Estará muerta para la mañana.

—Tú quieres que mi gente te amé, así que los haces tener miedo. —
Vasya estaba pálida de furia—. No dejaré que Dunya tenga miedo. Largo
de aquí.

Konstantin abrió su boca, luego la cerró. Abruptamente se giró y


dejó la cocina.

Vasya lo olvidó de inmediato. Dunya no se había despertado.


Todavía permanecía quieta, su pulso convertido en un hilo, su respiración
apenas se sentía en la mano inestable de Vasya.

La noche cayó. Alyosha e Irina regresaron; la cocina se llenó


brevemente de un tenue alboroto mientras se servía la cena. Vasya no
pudo comer. Pasó una hora y la cocina se vació una vez más hasta que
solo fueron ellos cuatro, Dunya y Vasya, Irina y Alyosha. Los últimos dos
dormitaban en el horno. Vasya estaba cabeceando también.

—Vasya —dijo Dunya.

Vasya se despertó con un sollozo. La voz de Dunya estaba débil, pero


lúcida.

—Estas bien Dunyashka. Sabía que lo estarías.

Dunya sonrió sin dientes.

—Sí —dijo ella—. Él está esperando.


— ¿Quién está esperando?

Dunya no respondió. Estaba luchando por respirar.

—Vasochka —dijo ella—. Tengo algo que tu padre me dio para


guardar para ti. Debo dártelo ahora.

—Después, Dunyashka —dijo Vasya—. Debes descansar ahora.

Pero Dunya ya estaba buscando a tientas en el bolsillo de su falda


con una mano rígida. Vasya abrió el bolsillo por ella y retiró algo duro
envuelto en un trozo de suave tela.

—Ábrelo —susurró Dunya. Vasya obedeció. El collar estaba hecho de


un pálido y reluciente metal, más brillante que la plata, y tenía la forma de
un copo de nieve o una estrella de muchos colores. Una joya de color azul
plateado quemada en el centro. Anna no tenía joyas para igualarlo; Vasya
nunca había visto algo tan fino.

— Pero, ¿qué es esto? —pregunto desconcertada.

—Un talismán —dijo Dunya, luchando por respirar—. Hay poder en


él. Mantenlo escondido. No hables de él. Si tu padre pregunta, dile que no
sabes nada de esto.

La locura. Una línea se formó entre las cejas de Vasya, pero deslizó
la cadena sobre su cabeza. Se balanceó entre sus pechos, invisible debajo
de su ropa. De pronto Dunya se puso rígida, sus secos dedos arañaron el
brazo de Vasya.

—Su hermano —siseó—. Está enojado porque ahora tienes la joya.


Vasya, Vasya, debes… —Se atragantó y guardó silencio.

Desde afuera, llegó una risa larga y salvaje.

Vasya se congelo, su corazón se aceleró mil pasos. ¿Otra vez? La


última vez estaba soñando. Luego llegó un arañazo: el suave sonido de un
pie al arrastrarse. Otro y otro. Vasya tragó.

Sin hacer ruido se deslizó fuera del horno. El domovoi estaba


agachado junto a la boca del horno, frágil y atento.

—No puede entrar —dijo el domovoi, feroz—. No lo voy a dejar


entrar. No lo haré.
Vasya colocó una mano sobre su cabeza y se arrastró hacia la
puerta. En invierno nada huele a podrido en el exterior, pero en el umbral
percibió un olor podrido que le revolvió el estómago vacío. Hubo una
llamarada de frio ardiente donde la joya se extendía sobre su esternón.
Ella hizo un sonido bajo de dolor. ¿Despertar a Alyosha? ¿Despertar la
casa? Pero, ¿qué era eso? El domovoi dijo que no lo dejaría entrar.

Iré a ver, pensó Vasya. No tengo miedo. Salió por la puerta de la


cocina.

—No —aspiro Dunya desde el horno—. Vasya, no. —Giró su cabeza


un poco—. Sálvala —susurró al aire vacío—. Sálvala y no me importa si tu
hermano viene por mí.

* * *

LO QUE SEA QUE FUERA, apestaba como ninguna otra cosa;


muerte, pestilencia y metal caliente. Vasya siguió el rastro de los pasos
arrastrándose. Ahí, un movimiento rápido, a la sombra de la casa. Ella vio
una cosa como una mujer, encorvada, vestida con una bata blanca que se
arrastraba por la nieve. Se movía en forma de cangrejo, como si tuviera
demasiadas articulaciones.

Vasya se armó de valor y se acercó más. La cosa se movía de


ventana en ventana, deteniéndose en cada una de ellas, a veces
extendiendo una mano temblorosa, sin tocar el alféizar. Pero en la última
ventana, la del sacerdote, se tensó. Sus ojos brillaban rojos.

Vasya corrió hacia adelante. El domovoi dijo que no podía entrar. Pero
un golpe fuerte de un puño sin sangre rasgó el hielo de su amarre en el
marco de la puerta. Vasya vio un destello de piel gris a la luz de la luna. La
prenda blanca posterior era una hoja de mortaja, y la criatura estaba
desnuda debajo.

Muerta, pensó Vasya. Esa cosa está muerta.

Las manos grisáceas y sudorosas se apoderaron del alto alfeizar de


la ventana de Konstantin, y eso, ella, ya que Vasya vio un largo cabello
enmarañado, se lanzó a la habitación.

Vasya se detuvo debajo de la ventana, luego siguió a la cosa una y


otra vez. Ella se empujó con fuerza bruta. Estaba dentro, negro, como el
carbón. La cosa se agacho gruñendo, sobre una figura palpitante en la
cama.

Las sombras de la pared parecían hincharse, como si salieran de la


madera. Vasya pensó que oyó una voz. ¡La chica! Déjalo a él, ya es mío.
Coge la chica, cógela a ella…

Un dolor en su esternón la aguijoneó; la joya ardía con un ardiente


frio. Sin pensar, Vasya levantó una mano y grito. La criatura en la cama
giró, su cara negra con sangre.

¡Cógela! Gruñó la voz de la sombra de nuevo. Los dientes blancos de


la cosa muerta atraparon la luz de la luna como si la acumulara para la
primavera.

De pronto Vasya se dio cuenta de que había alguien más a su lado,


no una mujer muerta, no una voz hecha de sombras, sino un hombre con
una capa oscura. Ella no pudo ver su rostro en la oscuridad. Quienquiera
que fuera este otro, tomó su mano y hundió sus dedos en su palma. Vasya
tragó un grito.

Estás muerta, dijo el recién llegado a la criatura. Y todavía soy


maestro. Ve. Su voz era como la nieve a medianoche.

La cosa muerta en la cama se encogió llorando. Las sombras en la


pared parecían elevarse en clamorosa furia, gruñendo, No, ignóralo a él; no
es nada. Yo soy el maestro. Cógela, cógela…

Vasya sintió que la piel de su mano se dividía y la sangre gotear


sobre el suelo. Sintió una exaltación feroz.

—Vete —le dijo a la cosa muerta, como si siempre hubiera sabido las
palabras—. Por mi sangre, te expulso de este lugar. —Envolvió su mano
alrededor de la mano que sostenía la suya, la sintió resbaladiza con su
sangre. Por un instante, la otra mano se sintió real, fría y dura. Se
estremeció y se volvió para mirar, pero no había nadie allí.

Las sombras en la pared parecieron encogerse de repente,


temblando, gritando, y los labios de la criatura se retrajeron sobre dientes
largos y delgados. Le gritaron a Vasya; se volvió y se dirigió hacia la
ventana. Alcanzo el alfeizar, se dejó caer en la nieve y se dirigió hacia el
bosque, más rápido que un caballo corriendo, con el pelo ensortijado y
enmarañado flotando por detrás.
Vasya no la vio irse. Ella ya estaba en la cama, apartando las sucias
mantas, buscando la herida en la garganta desnuda del sacerdote.

* * *

LA VOZ DE DIOS no había hablado con Konstantin Nikonovich esa


noche. El sacerdote había orado solo, hora tras hora. Pero sus
pensamientos no se conformarían con las palabras bien gastadas. Vasilisa
está equivocada, había pensado Konstantin. ¿Qué es un poco de miedo si
salva sus almas?

Casi había regresado a la cocina para decírselo. Pero estaba cansado


y se quedó en su habitación, arrodillado, incluso después de que se hizo
demasiado oscuro para ver el oro descamado en el icono.

Justo antes de la salida de la luna, se fue a la cama y soñó.

En su sueño, la virgen de ojos tiernos bajó de su pedestal de


madera. Una luz sobrenatural iluminaba su rostro. Estaba sonriendo.
Deseaba más que nada sentir su mano sobre su rostro, tener su
bendición. Ella se inclinó sobre él, pero no era su mano la que sintió. Su
boca rozó su frente, le toco los ojos. Luego coloco un dedo debajo de su
barbilla, y su boca encontró la suya. Ella lo beso una y otra vez. Incluso
soñando, la vergüenza se peleó con el deseo; débilmente trató de alejarla.
Pero las túnicas azules eran pesadas; su cuerpo era como un carbón
contra el suyo. Finalmente cedió volviendo su rostro hacia el de ella con un
gemido de desesperación. Ella sonrió contra su boca, como si su angustia
la complaciera. Su boca se precipitó hacia su garganta con la velocidad de
un halcón jorobado.

Entonces ella chilló y Konstantin se despertó bruscamente,


inmovilizado bajo un peso tembloroso.

El sacerdote respiro hondo y se atragantó. La mujer siseó y rodó


sobre él. Atrapó un vistazo de enmarañado cabello que medio ocultaba ojos
como rubíes. La criatura se lanzó hacia la ventana. Vio otras dos figuras
en su cuarto, una retratada en azul, la otra oscura. La sombra azul lo
alcanzó. Débilmente, Konstantin buscó a tientas la cruz sobre su cuello.
Pero la cara con luz azul era la de Vasilisa Petrovna: un icono en sí misma,
todos ángulos duros y grandes ojos. Sus ojos se encontraron por un
momento, los de él amplios en shock, y luego las manos de ella fueron
hacia su garganta y él se desmayó.
* * *

No estaba herido; su garganta, brazo y pecho no estaban marcados.


Por lo que Vasya pudo tantear en la oscuridad, y entonces un martilleo
provino de la puerta. Vasya saltó hacia la ventana y medio cayo en el dvor.
La luna brillaba sobre el patio cubierto de nieve. Cayó en la tierra y se
agachó a la sombra de la casa, temblando con frio y después de terror.

Escuchó a los hombres irrumpir en la habitación y detenerse.


Aferrándose con ambas manos, Vasya estaba lo suficientemente en alto
como para mirar por encima del alfeizar de Konstantin. La habitación
apestaba a podredumbre.

El sacerdote se incorporó de golpe y se agarró el cuello. El padre de


Vasya estaba parado sobre él sosteniendo una linterna.

— ¿Esta bien, Batyushka? — dijo Pyotr—. Escuchamos un grito.

—Sí —contesto Konstnatin, vacilante, con ojos desorbitados—. Sí, lo


siento. Debo haber gritado mientras dormía. —Los hombres en la puerta
se miraron—. El hielo se rompió —dijo Konstantin. Saltó de la cama y se
tambaleó cuando se puso de pie—. El frio me da malos sueños.

Vasya se agachó apresuradamente cuando los pálidos rostros se


giraron hacia su escondite. Se agachó dentro de la sombra de la casa
debajo de la ventana, tratando de no respirar.

Escuchó a su padre gruñir y caminar hacia la ventana rota, donde


todo el bloque de hielo había caído. La sombra en su cabeza y hombros
cayeron sobre ella mientras se inclinaba cautelosamente hacia el dvor.
Afortunadamente, no miró hacia abajo. Nada se movió en el patio trasero.

Entonces Pyotr cerró los postigos y colocó una cuña entre ellos.

Pero Vasya no lo escuchó. Al instante en que se cerró los postigos,


corrió en silencio hacia la cocina de invierno.

* * *

LA COCINA ESTABA CALIENTE y oscura, como un vientre. Vasya se


deslizó suavemente a través del la puerta. Le dolía cada extremidad.

— ¿Vasya? —dijo Alyosha.

Vasya trepó al horno. Alyosha se arrodillo a su lado.


— Todo está bien, Dunya —dijo Vasya, tomando las manos de su
niñera—. Estarás bien ahora. Ahora estamos a salvo.

Dunya abrió sus ojos. Una sonrisa toco su boca encogida.

—Marina estaría orgullosa, mi Vasochka —dijo ella—. Se lo diré


cuando la vea.

—No harás nada de eso —dijo Vasya. Trató de sonreír a pesar de que
sus ojos se llenaron de lágrimas—. Vas a volver a ponerte bien.

Ante eso, la vieja dama levantó una fría mano, con sorprendente
firmeza, apartando a Vasya.

—No lo haré —dijo con un poco de su vieja acidez—. He vivido para


ver a todos mis pequeños crecer, y no deseo nada más que morir con mis
últimos tres niños a cada lado. —Irina también estaba despierta, y la otra
mano de Dunya se estiró para encontrar la de ella.

Alyosha descansó su mano sobre todas ellas. Él hablo antes de que


Vasya pudiera protestar.

—Vasya, ella tiene razón —dijo—. Debes dejarla ir. Seré un cruel
invierno, y ella está cansada.

Vasya sacudió su cabeza, pero su mano vaciló.

—Por favor, cariño —susurro la vieja dama—. Estoy tan cansada.

Vasya vaciló por un momento, luego inclinó la cabeza en un pequeño


asentimiento.

La vieja dama trabajosamente liberó su otra mano y atrapo las de


Vasya entre las de ella.

—Tú madre te bendijo en su partida, y ahora yo haré lo mismo.


Permanece en paz. —Hizo una pausa como si escuchara—. Debes recordar
las viejas historias. Haz una hoguera de madera de serbal. Vasya ten
cuidado. Se valiente.

Su mano cayó y ella quedo en silencio. Irina, Alyosha y Vasya se


quedaron para tomar sus frias manos, esforzándose por escuchar el sonido
de su respiración. Finalmente Dunya se despertó y hablo de nuevo, tan
bajo, que se tuvieron que inclinar para atrapar sus palabras.
—Lyoshka — susurró—, ¿cantaras por mí?

—Por supuesto —susurró Alyosha. Él vaciló, luego respiró


profundamente.

Hubo un tiempo, no hace mucho


Cuando las flores crecían todo el año
Cuando los días eran largos
Y las noches llenas de estrellas
Y hombres vivieron libres de miedo

Dunya sonrió. Sus ojos brillaron como los de un niño, y en su


sonrisa, Vasya vio la sombra de la niña que había sido.

Pero las estaciones giran y estaciones cambian


El viento sopla desde el sur
Los fuegos llegan, las tormentas, las lanzas.
La tristeza y la oscuridad.

Un viento estaba aumentando afuera, viento frío que presagiaba la


nieve. Pero los tres encima del horno permanecieron insensibles. Dunya
escuchó con los ojos abiertos, su mirada fija en algo que incluso Vasya no
podía ver.

Pero muy lejos hay un lugar


Donde flores amarillas crecen
Donde el sol naciente
Ilumina la orilla pedregosa
Y cubre la espuma voladora
Donde todo debe terminar
Y todo…

Alyosha se detuvo. El viento azotó la puerta de la cocina e irrumpio


con su chillido en el interior de la habitación. Irina dio un pequeño grito.
Con el viento vino una figura con capa negra, aunque nadie lo vio excepto
Vasya. La chica sostuvo el aliento. Ella lo había visto antes. La figura le dio
una sola mirada prolongada, luego extendió la mano para poner sus largos
dedos sobre la garganta de Dunya.

La vieja dama sonrió.

—Ya no tengo miedo —dijo.


Al momento siguiente, la sombra llegó. Cayó entre la figura de la
capa negra y Dunya, como cuando un hacha parte madera.

—Oh, hermano —dijo la voz de la sombra—, ¿Cuan incauto? —la


sombra sonrió, una gran sonrisa negra y abierta, y pareció extender su
mano para tomar a Dunya con dos enormes brazos. La paz en el rostro de
Dunya se convirtió en terror. Sus ojos comenzaron a salirse de sus
cuentas, abultados, y su rostro se tornó escarlata. Vasya se encontró a sí
misma de rodillas, asustada, desconcertada, temblando de sollozos.

— ¿Qué estás haciendo? —gritó—. ¡No… suéltala! —El viento volvió a


rugir a través de la habitación, primero un viento de invierno, luego, el
húmedo y crepitante que corre antes de la tormenta de verano. Pero el
viento murió tan rápido como se había levantado, llevándose con él tanto
la sombra como al hombre vestido de negro.

—Vasya —dijo Alyosha en el silencio—. Vasya. — Pyotr y Konstantin


entraron corriendo, los hombres de la casa pisándole los talones. Pyotr
estaba ruborizado por el frío; no se había acostado después del incidente
en la habitación del sacerdote, sino que había ordenado a sus hombres
que patrullaran la aldea durmiente. Todos habían oído a Vasya gritar.

Vasya miró hacia Dunya. Dunya estaba muerta. Sangre bañaba su


rostro y un poco de espuma salpicaba la comisura de su boca. Sus ojos
estaban abiertos, la oscuridad nadaba en charcos de rojo.

—Ella murió asustada —dijo Vasya, muy suavemente, temblando—.


Murió asustada.

—Vamos, Vasochka —dijo Alyosha—. Baja. —Él había tratado de


cerrar los ojos de Dunya, pero se habían hinchado demasiado. La última
cosa que Vasya vio antes de que bajara del horno fue la expresión de
horror en el rostro de Dunya.
Capítulo 21
El Hijo Insensible
Traducido por 3lik@

Llevaron a Dunya al baño público, y al amanecer las mujeres


gritaban como gallinas cacareando. Bañaron el cuerpo maltratado de
Dunya; la envolvieron en lino y se sentaron a vigilar junto a ella. Irina se
arrodilló llorando, su cabeza en el regazo de su madre. El padre
Konstantin también se arrodilló, pero no parecía que rezara. Su rostro
estaba blanco como el lino. Una y otra vez, posó su mano temblorosa en su
garganta.

Vasya no estaba allí. Cuando las mujeres la buscaron, no pudo ser


localizada.

—Ella siempre ha sido una marimacho —murmuraron una a la otra.


—. Pero nunca la había así de mal.

Su amiga asintió con un gesto de pesimismo. Dunya había sido


madre de Vasilisa cuando murió Marina Ivanovna.

—Está en la sangre —dijo—. Puedes verlo en su cara. Tiene los ojos


de una bruja.

A PRIMERA HORA, VASYA se arrastró afuera, con una pala sobre su


hombro. Su rostro estaba fijo. Hizo algunos preparativos, luego fue a
buscar a su hermano. Alyosha estaba cortando leña. Su hacha silbaba con
tanta fuerza que los troncos se rompían y se quedaban esparcidos en la
nieve a sus pies.

—Lyoshka —dijo Vasya—. Necesito tu ayuda.

Alyosha parpadeó hacia su hermana. Había estado llorando; los


copos de nieve brillaban en su barba marrón. Hacía mucho frío.

—¿Qué pasa, Vasya?


—Dunya nos dio una tarea.

La mandíbula del joven se tensó.

—Este no es el momento —dijo—. ¿Por qué estás aquí? Las mujeres


están en vigilia; deberías estar con ellas.

—Anoche —dijo Vasya con urgencia—. Había algo muerto. En la


casa. Un upyr, como en las historias de Dunya. Vino cuando ella se estaba
muriendo.

Alyosha permaneció en silencio. Vasya encontró su mirada. Sus


nudillos se encontraban blancos cuando empujó el hacha nuevamente.

—Echaste al monstruo, ¿no es así? —dijo con cierto sarcasmo, entre


cada hachazo—. Mi hermana pequeña, todo ella solita, ¿no?

—Dunya me lo dijo —dijo Vasya—. Dijo que recordaras las historias.


Haz una estaca de madera de abedul, fue lo que dijo. ¿Recuerdas? Por
favor, hermano.

Alyosha hizo una pausa en su cortar.

—¿Qué estas sugiriendo?

—Debemos deshacernos de eso. —Vasya respiró hondo—.


Necesitamos buscar tumbas profanadas.

Alyosha frunció el ceño. Vasya estaba blanca hasta en los labios, sus
ojos eran grandes agujeros oscuros.

—Bueno, ya veremos —dijo Alyosha, con la más mínima expresión


de ironía—. Vamos a desenterrar el cementerio. Pensándolo bien, ha
pasado demasiado tiempo desde que Padre me golpeó.

Apiló su madera y levantó su hacha.

Había nevado en la hora antes del amanecer. No había nada que ver
en el cementerio salvo vagos montículos debajo de los destellos. Alyosha
miró a su hermana.

—¿Ahora qué?

La boca de Vasya se retorció a su pesar.


—Dunya siempre dijo que los hombres vírgenes son los mejores para
encontrar a los muertos vivientes. Caminas en círculos hasta que tropiezas
con la tumba correcta. ¿Te importa liderar el camino, hermano?

—Me temo que no corres con suerte, Vasochka —dijo Alyosha con
cierta aspereza—, y ha sido así por algún tiempo. ¿Tenemos que secuestrar
a un niño campesino?

Vasya asumió una expresión justa.

—Donde la mayor virtud falla, la menor debe hacer su mejor


esfuerzo —le informó, y trepó primero entre las relucientes tumbas.

Honestamente, dudaba que la virtud tuviera mucho que ver con eso.
El olor colgaba como lluvia maligna sobre el cementerio, y no pasó mucho
tiempo antes de que Vasya se detuviera, sofocándose, en un rincón
conocido. Ella y Alyosha se miraron el uno al otro, y su hermano comenzó
a cavar. La tierra debería haber estado rígida por la escarcha, pero estaba
húmeda y fresca. Cuando Alyosha despejó la nieve, el olor se activó con tal
fuerza que se tuvo que dar la vuelta y taparse la nariz. Pero, con los labios
apretados, condujo su pala hacia la tierra. En un tiempo
sorprendentemente corto, habían descubierto la cabeza y el torso de una
figura envueltos en una sábana. Vasya sacó un pequeño cuchillo y cortó la
tela.

—Madre de Dios —dijo Alyosha, y se alejó.

Vasya no dijo nada. La piel de la pequeña Agafya era de un cadáver


blanco grisáceo, pero sus labios estaban llenos y tiernos y de un color baya
roja, como nunca lo habían estado en la vida. Sus pestañas proyectan
sombras de encaje en sus mejillas demacradas. Ella podría haber estado
dormida, en paz en un lecho de tierra.

—¿Qué hacemos? —preguntó Alyosha, muy pálido y respirando lo


menos posible.

—Una estaca en la boca —dijo Vasya—. Hice la estaca esta mañana.

Alyosha se estremeció, pero se arrodilló. Vasya se arrodilló a su lado,


con las manos temblorosas. La estaca era tosca pero afilada, y ella levantó
una piedra grande para hacer el martilleo.

—Bueno, hermano —dijo Vasya—, ¿puedes sostener la cabeza o la


estaca?
Estaba blanco como la ventisca, pero dijo:

—Soy más fuerte que tú.

—Es cierto —dijo Vasya. Le entregó estaca y roca y abrió las fauces
de la cosa. Los dientes, afilados como los de un gato, brillaban como
agujas de hueso.

Verlos sacudió a Alyosha de su estupor. Apretando los dientes,


empujó la estaca entre los labios rojos y golpeó la roca. La sangre salió a
borbotones, saliendo de la boca y sobre el mentón gris. Los ojos se
abrieron, enormes y horribles, aunque el cuerpo no se movió. La mano de
Alyosha se sacudió; él perdió la estaca y Vasya retiró los dedos justo a
tiempo. Hubo un crujido desagradable cuando la piedra destrozó el
pómulo derecho. La cosa dejó escapar un grito débil, aunque todavía no se
movía.

Para Vasya, parecía que un rugido de furia provenía débilmente del


bosque.

—Date prisa —dijo ella. —Vamos, vamos.

Alyosha se mordió la lengua y reasentó su agarre. La roca le había


dejado deforme la cara. Golpeó la estaca una y otra vez, sudando a pesar
del frío. Por fin, la punta de la estaca rozó el hueso, y un ataque final y
feroz envió la estaca al otro lado del cráneo. La luz se apagó en los ojos
abiertos del cadáver, y la piedra cayó de los dedos nerviosos de Alyosha. Se
lanzó lejos, jadeando. Las manos de Vasya goteaban sangre y cosas
peores, pero soltó a Agafya casi distraídamente. Ella estaba mirando al
bosque.

—Vasya, ¿qué pasa? —Preguntó Alyosha.

—Creo haber visto algo —susurró Vasya—. Mira hacia allí. —Ella
estaba de pie. Un caballo blanco y un jinete oscuro se alejaron a galope
tendido, tragado casi instantáneamente en el telar de los árboles. Más allá
de ellos, parecía ver otra figura, como una gran sombra, mirando.

—Aquí no hay nadie más que nosotros, Vasya —dijo Alyosha—.


Aquí, ayúdame a enterrarla y alisar la nieve. Date prisa. Las mujeres te
estarán buscando.
Vasya asintió y levantó la pala. Ella todavía estaba frunciendo el
ceño. He visto el caballo antes, se dijo a sí misma. Y su jinete, el que viste
una capa negra. Tiene los ojos azules.

VASYA NO VOLVIÓ a la casa después de que el upyr fuera


enterrado. Ella lavó la tierra y la sangre de sus manos, fue al establo y se
acurrucó en el establo de Mysh. Mysh le acarició la coronilla. El vazila se
sentó a su lado.

Vasya se sentó allí por un largo tiempo y trató de llorar. Por la cara
de Dunya mientras moría, por la cara sangrienta y deforme de Agafya.

Incluso para el Padre Konstantin. Pero a pesar de que se sentó por


mucho tiempo, las lágrimas no brotaron. Solo había un hueco en su
interior y un gran silencio.

Cuando el sol estaba poniéndose, la chica se unió a las mujeres en el


baño público.

Todas las mujeres la atacaron juntas. Imprudente, dijeron. Salvaje.


Insensible. Más suave, ella oyó, Bruja. Como su madre.

—Eres una pequeña ingrata, Vasya —regodeó Anna Ivanovna—. Pero


no esperaba nada mejor. —Esa noche, inclinó a Vasya sobre un taburete y
movió su vara de abedul con fuerza, aunque Vasya era demasiado mayor
para golpearla. Solo Irina guardó silencio, pero miró a su hermana con un
reproche en sus ojos rojos que era peor que las palabras de las mujeres.

Vasya aguantó todo, pero no pudo armar un discurso en su defensa.

Enterraron a Dunya al final del día. La gente susurró entre ellos


durante todo el entierro rápido y helado. Su padre estaba demacrado y
gris; ella nunca lo había visto tan viejo.

—Dunya te amaba como a una hija, Vasya —dijo, más tarde—. No


podrías haber escogido peor momento para ausentarte.

Vasya no habló, pero pensó en su mano herida, la noche amarga y


estrellada, la roca en su garganta y en el upyr en la oscuridad.
—Padre —dijo esa noche. Los campesinos habían regresado a sus
chozas. Ella acercó su taburete al lado del de Pyotr. Las llamas en el fuego
saltabanrojas, y había un espacio vacío en el hogar donde Dunya había
estado. Pyotr estaba haciendo una nueva empuñadura para un cuchillo de
caza. Raspó un pequeño rizo de madera y miró a su hija. A la luz del fuego,
su cara estaba dibujada.

—Padre —dijo ella—. No habría desaparecido sin razón. —Hablaba


tan suave que en la cocina atestada solo ellos dos se escuchaban.

—¿Por qué razón entonces, Vasya? —Pyotr dejó a un lado su


cuchillo.

La miró como si temiera su respuesta, Vasya se dio cuenta, entonces


acalló el conjunto de confesiones que temblaban en su garganta. El upyr
está muerto, pensó. No se preocupará por él nunca más, sin proteger mi
propio orgullo. Él debe ser fuerte para todos nosotros.

—Fui… a la tumba de mi madre —dijo apresuradamente—Dunya me


ordenó ir y rezar por ellas. Ella está con mamá ahora. Era más fácil… rezar
allí. En el silencio.

Su padre parecía más cansado de lo que nunca lo había visto.

—Muy bien, Vasya —dijo, volviendo a su cuchillo de caza—. Pero


estuvo mal ir sola y sin avisar. Has hecho que la gente esté con
habladurías.

Hubo un pequeño silencio. Vasya juntó sus manos.

—Lo siento, hija —añadió con más cuidado—. Sé que Dunya fue
como una madre para ti. ¿Te dio algo antes de morir? ¿Una ficha? ¿Una
baratija?

Vasya vaciló, pillada. Dunya dijo que no debía decírselo. Pero es su


regalo. Ella abrió la boca...

Hubo un fuerte golpe en la puerta, y un hombre irrumpió y cayó,


medio congelado, a sus pies. Pyotr se puso de pie al instante, y el
momento se perdió. La cocina de invierno se llenó de gritos de asombro. La
barba del hombre se sacudió con el hielo de su respiración; sus ojos
miraban a las mejillas moteadas. Él yacía temblando en el suelo.

Pyotr lo conocía.
—¿Qué pasa? —Exigió, agachándose y agarrando al hombre
tembloroso por el hombro—. ¿Qué pasó, Nikolai Matfeevich?

El hombre no dijo nada; solo estaba acurrucado en el suelo. Cuando


le quitaron sus guantes, sus manos congeladas eran como garras.

—Necesitaremos agua caliente —dijo Vasya.

—Haz que hable tan pronto como puedas —dijo Pyotr—. Su pueblo
está a dos días de distancia. No puedo pensar en el desastre que lo traería
aquí en pleno invierno.

Vasya e Irina pasaron una hora frotándole las manos y los pies del
hombre y vertiendo caldo caliente en su garganta. Incluso cuando su
fuerza regresó, todo lo que hizo fue acurrucarse junto al fuego, jadeando.
Finalmente, tomó su comida y se la tragó aún hirviendo. Pyotr reprimió su
impaciencia. Finalmente, el mensajero se limpió la boca y miró con temor
a su señor feudal.

—¿Qué te trae por aquí, Nikolai Matfeevich? —Exigió Pyotr.

—Pyotr Vladimirovich —susurró el hombre—. Nos morimos.

La cara de Pyotr se oscureció.

—Hace dos noches que nuestro pueblo se incendió —dijo Nikolai—.


No queda nada. Si no te apiadas, todos moriremos. Muchos de nosotros ya
hemos muerto.

—¿Incendio? —dijo Alyosha.

—Sí —dijo Nikolai—. Cayó una chispa de un fuego, y todo el pueblo


se incendió. Un mal viento soplaba y ese viento, demasiado cálido para el
solsticio de invierno. No pudimos hacer nada. Me fui tan pronto como
habíamos sacado a los vivos de las cenizas. Los escuché gritar cuando la
nieve tocó su piel, mejor hubieran muerto. Caminé todo el día y toda la
noche, una noche así, con voces terribles en el bosque. Parecía que los
gritos me seguían. No me atreví a parar, por miedo a Frost.

—Que valiente —dijo Pyotr.

—¿Nos ayudarás, Pyotr Vladimirovich?

Hubo un largo silencio. Él no puede ir, pensó Vasya. Ahora no. Pero
ella sabía lo que diría su padre. Estas eran sus tierras, y él era su señor.
—Mi hijo y yo regresaremos contigo mañana —dijo pesadamente
Pyotr—, con los hombres y bestias que reúna.

El mensajero asintió. Sus ojos estaban distantes.

—Gracias, Pyotr Vladimirovich.

***

EL DÍA SIGUIENTE AMANECIÓ con un deslumbramiento de azul y


blanco. Pyotr ordenó que los caballos se ensillaran a la primera luz del día.
Los hombres que no quería cabalgar con cordones raquetas de nieve a sus
pies. El sol invernal brillaba fríamente. Grandes nubes blancas se
curvaban en las fosas nasales de los caballos como el aliento de las
serpientes, y los carámbanos colgaban de sus bigotes barbudos. Pyotr
tomó del sirviente las riendas de Buran. El caballo estiró su labio y negó
con la cabeza, el hielo hacía vibrar sus bigotes.

Kolya se agachó en la nieve, cara a cara con Seryozha.

—Déjame ir contigo, padre —suplicó el niño. Su cabello cayó en sus


ojos. Había salido con su poni marrón y vestía todas las prendas que
poseía—. Soy lo suficientemente grande.

—No eres lo suficientemente grande —dijo Kolya, luciendo


preocupado.

Irina salió apurada de la casa.

—Ven —dijo, tomando al niño por el hombro—. Tu papá debe irse,


aléjate.

—Eres solo una niña —dijo Seryozha—. ¿Que sabes tú? Por favor,
papá.

—Vuelve a la casa —dijo Kolya, ahora serio—. Deja tu poni y


escucha a tu tía.

Pero Seryozha no lo hizo; en lugar de eso, aulló y salió corriendo,


sorprendió a los caballos y desapareció detrás del establo. Kolya se frotó la
cara.

—Volverá cuando tenga hambre—. Se subió al lomo del caballo.

—Dios te acompañe, hermano —dijo Irina.


—Y a ti, hermana —dijo Kolya. Él le estrechó la mano y se alejó.

El cuero helado crujió cuando los hombres levantaron las cinchas de


los caballos y revisaron las ataduras de sus raquetas de nieve. Su aliento
humeante espesaba la nieve en los pelos de sus barbas. Alyosha estaba
parada en el borde del dvor, con una mirada de trueno en su rostro
bonachón.

—Debes quedarte —le había dicho Pyotr—. Alguien debe cuidar a tus
hermanas.

—Me necesitarás, padre —le había dicho.

Pyotr negó con la cabeza.

—Dormiré más tranquilo si estás cuidando a mis hijas. Vasya es


temeraria e Irina es frágil. Y Lyoshka, debes mantener a Vasya en casa.
Por su propio bien. Hay un ambiente desagradable en el pueblo. Por favor,
hijo mío.

Alyosha negó con la cabeza, sin palabras. Pero no volvió a insistir.

—Padre —dijo Vasya—. Padre —Apareció asomada junto la cabeza


de Buran, con la cara tensa, el cabello muy negro contra el pelaje pálido de
la capucha—. No debes ir. Ahora no.

—Debo ir, Vasochka —dijo Pyotr, cansado. Ella había suplicado la


noche anterior—Es mi hogar, y ellos son mi gente. Tratar de entender.

—Lo entiendo —dijo ella—. Pero hay maldad en el bosque.

—Los tiempos son malos —dijo Pyotr—. Pero soy su señor.

—Hay cosas muertas en el bosque, muertos vivientes. Padre, los


bosques son peligrosos.

—Tonterías, Vasya —espetó Pyotr. Madre de Dios. Si ella comenzaba


a difundir tales historias sobre el pueblo...

—Muertos —dijo Vasya de nuevo—. Padre, no debes ir.

Pyotr le agarró el hombro, lo suficientemente fuerte como para


hacerla estremecerse. Todo sobre él, sus hombres estaban agrupados y
esperando.
—Eres demasiado grande para los cuentos de hadas —gruñó,
tratando de hacerle entender.

—¡Cuentos de hadas! —dijo Vasya. Salió un grito estrangulado.


Buran levantó la cabeza. Pyotr controló mejor las riendas del semental y
asentó al caballo. Vasya arrojó a un lado la mano de su padre—. Viste la
ventana rota del Padre Konstantin —dijo—. No puedes abandonar el
pueblo. Padre, por favor.

Los hombres no podían oír todo, pero escucharon lo suficiente. Sus


rostros se veían pálidos bajo las barbas. Miraron a la hija de Pyotr. Más de
uno miró hacia su esposa o sus hijos, de pie, pequeños y valientes contra
la nieve. No habría forma de controlarlos, pensó Pyotr, si su necia hija
continuaba. —No eres una niña, Vasya, para que te asustes con cuentos
—espetó Pyotr. Habló con calma y brusquedad, para tranquilizar a los
hombres—. Alyosha, toma a tu hermana e la mano. No tengas miedo,
dochka, —dijo, más bajo y más suavemente—. Venceremos esta batalla;
este invierno pasará como los demás. Kolya y yo volveremos a ti. Sé
amable con Anna Ivanovna.

—Pero, Padre…

Pyotr azotó un costado de Buran. La mano de Vasya se cerró en la


cabezada del caballo. Cualquier otra persona habría sido arrancada de sus
pies y pisoteada, pero el semental dirigió las orejas hacia la niña y se
detuvo.

—Suelta, Vasya —dijo Alyosha, acercándose a ella. Ella no se movió.


Puso una mano sobre la de ella, donde se envolvió alrededor de la brida, y
se inclinó para susurrar al oído—: Ahora no es el momento. Los hombres
flaquearán. Temen por sus casas y temen a los demonios. Además, si
Padre te escucha, dirán que fue controlado por su doncella hija.

Vasya chupó los dientes, pero soltó la brida de Buran.

—Deberían creerme —murmuró.

Liberado, el semental valiente y envejecido se encabritó. Los


hombres sometidos siguieron detrás de Pyotr. Kolya despidió con la mano
a su hermano y hermana mientras el grupo se adentraba en el mundo
blanco, dejando a las dos solas en el patio del establo.
EL PUEBLO PARECÍA MUY TRANQUILO cuando los jinetes se
marcharon. El sol helado brillaba radiantemente.

—Yo te creo, Vasya —dijo Alyosha.

—Sostuviste la estaca con tu propia mano; por supuesto que me


crees, tonto. —Vasya caminaba como un lobo en una jaula—. Deberías
haberle contado todo a papá.

—Pero matamos al upyr —dijo Alyosha.

Vasya negó con la cabeza sin poder hacer nada. Ella recordó la
advertencia de rusalka, y la de leshy.

—No ha terminado —dijo—. Ellos me lo advirtieron: cuidado con los


muertos.

—¿Quién te lo advirtió, Vasya?

Vasya se detuvo en su paseo y vio el rostro de su hermano, frío y con


una leve sospecha. Ella sabía que el giro de desesperación era tan fuerte
que se rió.

—¿Tú también, Lyoshka? —dijo ella—. Verdaderos amigos, viejos y


sabios, me advirtieron. ¿Crees en el Sacerdote? ¿Soy una bruja?

—Eres mi hermana —dijo Alyosha, muy firmemente—. Y la hija de


nuestra madre. Pero deberías mantenerte alejada de la aldea hasta que
papá regrese.

LA CASA CAYÓ GRADUALMENTE en silencio esa noche, como si el


silencio se deslizara con el frío nocturno. La casa de Pyotr se acurrucaba
junto al fuego, para coser, tallar o remendar a la luz del fuego.

—¿Qué es ese sonido? —dijo Vasya de repente.

Uno por uno, su familia guardó silencio.

Alguien afuera estaba llorando.

Era poco más que un gemido ahogado, apenas audible. Pero


finalmente no cabía duda: escucharon el sonido sordo de una mujer
llorando.
Vasya y Alyosha se miraron el uno al otro. Vasya medio se levantó.
—No —dijo Alyosha. Se dirigió a la puerta, la abrió y miró hacia la noche.
Finalmente regresó, sacudiendo la cabeza—. Ahí fuera no hay nada.

Pero el llanto continuó. Dos veces, y luego tres veces, Alyosha fue
hacia la puerta. Finalmente, Vasya se levantó. Creyó ver un resplandor
blanco revoloteando entre las cabañas de los campesinos. Luego parpadeó,
y ya no había nada.

Vasya fue al fuego y miró en sus fauces brillantes. El domovoi estaba


allí, escondido en la ceniza caliente.

—Ella no puede entrar —respiró en un crepitar de llamas—. Lo juro,


ella no puede. No la dejaré—.

—Eso es lo que dijiste antes, pero entró de todos modos —dijo


Vasya, en voz baja.

—La habitación del hombre temeroso es diferente —susurró el


domovoi—. No puedo protegerlo. Él me ha negado. Pero aquí, ahora… esa
no puede entrar. —El domovoi apretó las manos—. Ella no entrará.

Por fin se puso la luna, y todos buscaron sus camas. Vasya e Irina
se acurrucaron juntas, envueltas en pieles, respirando la negra oscuridad.

De repente, el sonido del llanto llegó de nuevo, muy cerca. Ambas


chicas se congelaron.

Hubo un arañazo en su ventana.

Vasya miró a Irina, que estaba rígida y con los ojos abiertos a su
lado.

—Suena como…

—Oh, no lo digas —suplicó Irina—. No.

Vasya rodó fuera de la cama. Inconscientemente, su mano buscó el


colgante entre sus pechos. El frío quemaba su mano temblorosa. La
ventana estaba en lo alto de la pared; Vasya trepó y luchó con las
persianas. El hielo en la ventana distorsionaba su vista del dvor.

Pero había una cara detrás del hielo. Vasya vio los ojos y la boca,
grandes agujeros oscuros, y una mano huesuda presionó el panel
congelado. La cosa estaba llorando.
—Déjame entrar —se quedó sin aliento. Hubo un débil chirrido de
uñas en el hielo.

Irina gimió.

—Déjame entrar —siseó la cosa—. Tengo frío.

Vasya perdió su agarre en el alféizar de la ventana, se cayó y aterrizó


tendida.

—No. No... —Ella se apresuró a ir a la ventana. Pero todo estaba


vacío ahora y calmado; la luna brillaba sin problemas sobre el dvor vacío.

—¿Qué fue eso? —susurró Irina.

—Nada, Irinka —espetó Vasya—. Ve a dormir.

Ella había comenzado a llorar, pero Irina no podía verla.

Vasya se arrastró de vuelta a la cama y rodeó con sus brazos a su


hermana. Irina no volvió a hablar, sino que permaneció mucho tiempo
despierta temblando. Por fin se quedó dormida, y Vasya dejó de lado los
brazos de su hermana. Sus lágrimas se habían secado, su rostro estaba
seco. Ella fue a la cocina.

—Creo que todos moriremos os vaís —le dijo al domovoi—. La


muerte se ha alzado.

El domovoi sacó su cansada cabeza del fuego.

—Los retendré tanto como pueda —dijo—. Vigilaremos esta noche.


Cuando estás aquí, soy más fuerte.

***

POR TRES NOCHES, PYOTR no regresó, y Vasya se quedó en la casa


y vigiló con el domovoi. La primera noche, pensó que oyó llorar, pero nada
se acercó a la casa. En la segunda noche, hubo un silencio perfecto, y
Vasya pensó que moriría de ganas de dormir.

Al tercer día resolvió pedirle a Alyosha que vigilaran juntos. Esa


noche, un crepúsculo sangriento llameó y murió, dejando sombras azules
y silencio.
La familia se demoró en la cocina; los dormitorios parecían muy fríos
y remotos. Alyosha afiló su lanza de jabalí a la luz del fuego. La punta en
forma de hoja arrojó pequeños destellos en el hogar.

El fuego había ardido bajo, y la cocina estaba llena de una sombra


roja, cuando un largo y bajo gemido sonó fuera. Irina se acurrucó junto al
fuego. Anna tejió, pero todos podían ver que estaba húmeda y temblorosa.
Los ojos del Padre Konstantin eran tan amplios que el blanco se mostraba
en forma de anillo; susurró oraciones en voz baja.

Se escuchó el sonido de pasos arrastrados. Más cerca vinieron, más


cerca. Entonces una voz sacudió la ventana.

—Está oscuro —dijo la voz—. Tengo frío. Abre la puerta. Ábrela. —


Luego… Un toc, toc, toc en la puerta.

Vasya se puso de pie.

Las manos de Alyosha se cerraron alrededor del mango de su lanza.

Vasya fue a la puerta. Su corazón martilleó en su garganta. El


domovoi estaba a su lado, con los dientes apretados.

—No —logró decir Vasya, aunque sus labios estaban entumecidos.


Clavó sus dedos en la herida de su mano y apoyó su palma ensangrentada
contra la puerta—. Lo siento. La casa es para los vivos.

La cosa del otro lado gimió. Irina enterró su rostro en el regazo de su


madre. Alyosha se puso de pie, lanza en mano. Pero los pasos arrastrados
comenzaron a desvanecerse en la nada. Todos tomaron aliento y se
miraron el uno al otro.

Luego vino el chillido de los caballos aterrorizados.

Sin pensar, Vasya abrió la puerta, incluso cuando cuatro voces


gritaron.

—¡Demonios! —Gritó Anna—. ¡Ella lo dejará entrar!

Vasya ya había salido a la noche. Una forma blanca se lanzó entre


los caballos, dispersándolos como paja. Pero un caballo fue más lento que
los otros. La forma blanca se adhirió a la garganta del animal y la hundió.
Vasya gritó, corriendo, olvidando el miedo. El muerto levantó la mirada,
siseando, y una barra de luz de luna cayó sobre su rostro.
—No —dijo Vasya, dando un traspié—. Oh, no, por favor. Dunya.
Dunya...

—Vasya —la cosa siseó. La voz era el resuello sibilante de un


cadáver, pero era la voz de Dunya—. Vasya.

Era y no era ella. Los huesos estaban allí; la figura, la silueta y la


ropa del funeral. Pero la nariz se le había caído; los labios se habían ido.
Los ojos eran agujeros brillantes, la boca un pozo ennegrecido. La sangre
cubría las líneas de la barbilla, nariz y mejillas.

Vasya se armó de valor. El collar ardió fríamente contra su pecho y


envolvió su mano libre alrededor de él. La noche olía a sangre caliente y
moho. Pensó que una figura oscura estaba parada a su lado, pero no
volteó para ver.

—Dunya —dijo Vasya. Luchó por mantener su voz firme—. Vete. Has
hecho suficiente mal aquí.

Dunya se llevó una mano a la boca. Las lágrimas brotaron a sus ojos
vacíos incluso mientras enseñaba sus dientes. Se tambaleó, se estremeció
y se mordió el labio. Casi parecía que deseaba hablar. Comenzó a avanzar,
gruñendo, y Vasya retrocedió, lista para sentir los dientes en su garganta.
Y entonces el upyr chilló, se echó a hacia atrás y corrió como un perro
hacia el bosque.

Vasya la observó hasta que se perdió a la luz de la luna.

Hubo un aliento áspero del caballo a los pies de Vasya. Era el más
joven de Mysh, poco más que un potro. Cayó de rodillas junto a él. La
garganta del potro estaba abierta. Vasya presionó sus manos en el lugar
desgarrado, pero la marea negra corría sin control. Sintió la muerte como
un hundimiento en su vientre. Desde el establo, escuchó el grito
angustiado del vazila.

—No —dijo Vasya—. Por favor.

Pero el potro se quedó quieto. La marea negra disminuyó y se


detuvo.

Una yegua blanca salió de la oscuridad y apoyó su nariz suavemente


contra el caballo muerto. Vasya sintió el cálido aliento de la yegua contra
su cuello, pero cuando se volvió para mirar, solo había un pequeño hilo de
luz de estrellas.
La desesperación y el cansancio eran una marea negra, como la
sangre del caballo en sus manos, y se tragaron por completo a Vasya.
Sostuvo la cabeza endurecida y cubierta de sangre en sus brazos y lloró.

***

Pasaron las horas y deberían haberse ido hacía mucho tiempo a la


cama, cuando Alyosha regresó a la cocina de invierno. Tenía el rostro gris,
la ropa salpicada de sangre.

—Uno de los caballos está muerto —dijo en voz alta—. Le han


arrancado la garganta. Vasya se queda en el establo esta noche. Nada la
hará cambiar de opinión.

—Pero se va a congelar. ¡Morirá! —Exclamó Irina.

Alyosha sonrió débilmente.

—No Vasya. Intenta discutir con ella, Irinka.

Irina apretó los labios, dejó a un lado su remiendo y fue a calentar


una olla de barro en el fuego. Nadie estaba completamente seguro de lo
que estaba pasando hasta que sirvió la leche, coció las gachas viejas, lo
recogió y se dirigió hacia la puerta.

— ¡Irinka, regresa aquí! —gritó Anna.

Irina, que Alyosha tuviera conocimiento, nunca en su vida había


desafiado a su madre. Pero esta vez, la niña desapareció por el umbral sin
decir una palabra. Alyosha maldijo y fue tras ella. Padre tiene razón, pensó
oscuramente. Mis hermanas no pueden dejarse solas.

Hacía mucho frío y el dvor olía a sangre. El potro yacía donde había
caído. El cadáver se congelaría en la noche y mañana sería lo bastante
pronto para que los hombres lo hicieran carne. El establo parecía vacío
cuando Alyosha e Irina entraron.

—Vasya —llamó Alyosha. El miedo repentino se apoderó de él. ¿Y


si…?

—Aquí, Lyoshka —dijo Vasya. Salió del puesto de Mysh, con los pies
silenciosos como un gato. Irina chilló y casi dejó caer su olla.

—¿Estás bien, Vasochka? —Logró decir, temblorosa.


No podían ver la cara de Vasya, solo una mancha pálida debajo de la
oscuridad de su cabello.

—Lo suficiente, pajarito —respondió con voz ronca.

—Lyoshka dice que te quedarás en el establo esta noche —dijo Irina.

—Sí —dijo Vasya, apareciendo a la vista—. Debo… el vazila tiene


miedo. —Sus manos estaban negras por la sangre.

—Si así lo quieres —dijo Irina muy suavemente, como si se lo dijera


a una lunática querida—. Te traje gachas. —De forma algo torpe le pasó la
olla a su hermana. Vasya la tomó. El peso y el calor parecían
tranquilizarla—. Sería mejor que vinieras y te lo comieras junto al fuego —
dijo Irina—. La gente hablará si te quedas aquí.

Vasya negó con la cabeza.

—Eso no importa ahora.

Los labios de Irina se reafirmaron.

—Vamos —dijo ella—. Es mejor de esta forma.

Alyosha observó con asombro que Vasya se dejara llevar a la casa, la


pusiera en su lugar junto al fuego y la alimentara.

—Vete a la cama, Irinka —dijo finalmente Vasya. Un poco de color


había vuelto a su rostro—. Duerme junto al fuego; Alyosha y yo
vigilaremos esta noche. —El sacerdote se había ido. Anna ya estaba
roncando en su propia recamara. Irina, que se estaba balanceando con
sueño, no dudó mucho.

Cuando Irina estaba dormida, Vasya y Alyosha se miraron el uno al


otro. Vasya estaba blanca como la sal, con círculos debajo de los ojos. Su
vestido estaba manchado con la sangre del caballo. Pero la comida y el
fuego la habían estabilizado.

— ¿Y ahora qué? —dijo Alyosha en voz baja.

—Debemos vigilar esta noche —dijo Vasya—. Y debemos visitar el


cementerio al amanecer, y hacer lo que podamos a la luz del día. Tal vez
Dios sea misericordioso.
***

Konstantin acusió a la iglesia al amanecer. Atravesó el dvor como si


el ángel de la muerte le siguiera los talones, cerró la puerta de la nave y se
arrojó hacia la pantalla de iconos. Cuando salió el sol y envió una luz gris
sobre el suelo, no le hizo caso. Él oró por el perdón. Rezó para que la voz
volviera y eliminara todas sus dudas. Pero todo ese largo día el silencio se
mantuvo perfecto.

Fue solo en el triste crepúsculo, cuando había más sombras que luz
en el suelo de la iglesia, que llegó una voz.

—¿Hasta dónde has caído, mi pobre criatura? —dijo—. Ya son dos


veces las que los demonios han llegado hasta ti, Konstantin Nikonovich.
Rompen tu ventana; llaman a la puerta.

—Sí —gimió Konstantin. Mientras estuvo entre dormido y despierto,


vio la cara del demonio, sintió los dientes en su garganta—. Saben que he
caído y ahora me persiguen. Tened compasión. Salvadme, os lo suplico.
Perdonadme. Liberadme de este pecado. —Las manos de Konstantin se
cerraron el inclinó la cabeza hacia el suelo.

—Muy bien —dijo la voz suavemente—. Qué cosa tan pequeña me


pides, hombre de Dios. Mira, soy misericordioso. Te salvaré. No necesitas
llorar.

Konstantin se llevó las manos a la cara mojada.

—Pero —dijo la voz—, te pediré algo a cambio.

Konstantin levantó la vista.

—Cualquier cosa —dijo—. Soy tu humilde sirviente.

—La chica —dijo la voz—. La bruja. Todo esto es su culpa. La gente


lo sabe. Susurran entre ellos. Ven que tus ojos la siguen. Dicen que ha
tentado tu gracia.

Konstantin no dijo nada. Su culpa. Su culpa.

—Deseo con ahínco —dijo la voz—, que ella sea borrada del mundo.
Debe ser antes, no después. Ha traído el mal a esta casa, y no puede haber
remedio mientras ella esté aquí.
—Ella partirá hacia el sur con los trineos —dijo Konstantin—. Se irá
antes del medio invierno. Pyotr Vladimirovich lo dijo.

—Más pronto —dijo la voz—. Debe ser antes. Hay incendios y


tormentas inminentes para este lugar. Pero envíala lejos y puedes salvarte
a ti mismo, Konstantin Nikonovich. Envíala, y podrás salvarlos a todos.

Konstantin vaciló. La oscuridad pareció exhalar un largo y suave


suspiro.

—Será como dices —susurró Konstantin—. Lo juro.

Entonces la voz se fue. Konstantin se quedó carente, eufórico y frío,


a solas en el suelo de la iglesia.

***

AQUELLA TARDE, KONSTANTIN fue a ver a Anna Ivanovna. Se


había recostado y su hija le había traído caldo.

—Debes enviar a Vasya lejos ahora —dijo Konstantin. Había sudor


en su frente; sus manos temblaban—. Pyotr Vladimirovich es demasiado
blando de corazón; quizás ella lo influencie. Pero por nuestro bien, la chica
debe irse. Los demonios vienen por ella. ¿Viste cómo salió corriendo en la
noche? Ella los convocó; no les teme. Puede ser que tu propia hija, la
pequeña Irina, sea la próxima en morir. Los demonios tienen apetito por
algo más que caballos.

—¿Irina? —susurró Anna—. ¿Crees que Irina está en peligro? —Se


estremeció de amor y miedo.

—Lo sé —dijo Konstantin.

—Entrega a Vasya a la gente —dijo Anna de inmediato—. La


apedrearán si se los pides. Pyotr Vladimirovich no está aquí para
detenerlos.

—Será mejor que vaya a un convento —dijo Konstantin después de


una breve vacilación—. No la haría encontrarse con Dios sin la posibilidad
del arrepentimiento.

Anna frunció los labios.

—Los trineos no están listos. Mejor que muera. No permitiré que


Irina salga herida.
—Los primeros dos trineos están listos —respondió Konstantin—.
Hay hombres suficientes. Algunos estarían más que dispuestos a llevársela
de aquí. Lo arreglaré. Pyotr puede ir a ver a su hija, si así lo desea,
después de que esté a salvo en Moscú. No se enojará cuando lo sepa todo.
Todo estará bien. Permanece tranquila y reza.

—Tú sabes qué es lo mejor, Batyushka —dijo Anna


malhumorada. Tal cuidado, pensó ella. Y todo por el engendro de demonio
de ojos verdes. Pero él es sabio; él sabe que ella no puede quedarse,
corrompiendo a los buenos cristianos—. Eres misericordioso. Pero veré a la
chica muerta antes de que mi Irina se ponga en peligro.

***

Todo estaba arreglado. Oleg, rudo y viejo, conduciría el trineo y los


padres de Timofei, su hogar vacío por la muerte de su hijo, serían los
sirvientes y guardias de Vasya.

—Por supuesto que lo haremos, Batyushka —dijo Yasna, la madre


de Timofei—. Dios ha apartado su rostro de nosotros, y esa chica demonio
es la razón. Si hubiera sido enviada lejos muchos antes, nunca habría
perdido a mi hijo.

—Aquí está la cuerda —dijo Konstantin—. Ata sus manos no sea que
pierda el control de sí misma.

En su mente, vio el ciervo derribado en la caza con los pies atados,


los ojos perplejos mientras su sangre se filtraba sobre la nieve. Sintió un
giro de lujuria y vergüenza y orgullo satisfecho. Mañana. En la mañana se
habría ido, una media luna antes del solsticio de invierno.
Capítulo 22
Galanto
Traducido por Lilliana

Esa noche Anna Ivanovna llamó a Vasya a su presencia.

—¡Vasochka! —chilló Anna, haciendo que la chica saltara—.


¡Vasochka, ven aquí!

Vasya levantó la vista, demacrada a la luz del fuego. Ella y Alyosha


habían ido al cementerio al amanecer. Pero cuando cavaron furtivamente
en la tumba de Dunya, la encontraron vacía. Se miraron el uno al otro a
sobre la tierra fría y desnuda, Alyosha lucía en shock, Vasya no pareció
sorprenderse.

—Esto no puede ser —dijo Alyosha.

Vasya había tomado una respiración profunda.

—Pero lo es —dijo ella—. Vamos. Debemos proteger la casa.

Fríos y exhaustos, alisaban la nieve y regresaron a casa. Las mujeres


cortaron el potro para guisar su carne en sus hornos y comerla con
zanahorias marchitas, y Vasya se ocultó, vomitando hasta que no quedó
nada en su estómago. Ahora era la cúspide de la noche, y Dunya vendría
de nuevo a atormentarlos con sollozos. Padre aún no había llegado, y
Vasya estaba enferma de terror.

Camino de mala gana hasta donde Anna estaba sentada. Un


pequeño cofre de madera atado con tiras de bronce estaba colocado a su
lado.

—Ábrelo —instó Anna.

Vasya le hizo una pregunta a su hermano. Alyosha se encogió de


hombros. Se arrodilló ante el cofre y levantó la tapa. Dentro de descansaba
una tela . Una gran longitud doblada de hermoso lino.
—Lino —dijo Vasya, desconcertada—. Lino suficiente para una
docena de camisas. ¿Piensas que coseré todo el invierno, Anna Ivanovna?

Anna sonrió a su pesar.

—Por supuesto no. Es un paño de altar; lo doblarás y se lo


presentarás a tu abadesa —Viendo a Vasya todavía perpleja, añadió,
sonriendo aún más ampliamente—, partirás a un convento al sur por la
mañana.

Por un momento, Vasya se sintió mareada y la negrura parpadeó


ante sus ojos. Se tambaleó sobre sus pies.

—¿Lo sabe Padre?

—Oh, sí —dijo Anna—. Serías enviada lejos con los bienes del
tributo. Pero ya hemos tenido suficiente de ti convocando demonios.
Partirás al amanecer. Los hombres están listos, y habrá una mujer que
cuidara tu virtud —Anna sonrió—. Pyotr Vladimirovich estará de acuerdo.
Tal vez las hermanas sagradas puedan obligarte a obedecer donde yo no
he podido.

Irina parecía preocupada y no dijo nada.

Vasya estaba temblando por todos lados.

—Madrastra, no.

La sonrisa de Anna resbaló.

—¿Me desafías? Ya está hecho, y te atarán con cuerdas si te niegas a


caminar.

—Vamos —Interrumpió Alyosha—. ¿Qué locura es esta? Padre está


fuera de casa y jamás lo consentiría…

— ¿No lo haría? —dijo Konstantin. Ahora, como siempre, su suave y


profunda voz atrapó y mantuvo la habitación. Llenaba las paredes y el
espacio oscuro cerca de las vigas. Todos se callaron. Vasya vio al domovoi
acurrucarse en el fondo del horno—. Él ha dado su consentimiento. Una
vida entre las hermanas sagradas podría salvar su alma. Ella no está
segura en este pueblo donde ha hecho tanto mal. Te llaman bruja, Vasilisa
Petrovna, ¿no lo sabes? Te llaman demonio. Serás apedreada antes de que
termine este malvado invierno, si no te vas.
Incluso Alyosha se quedó en silencio.

Pero Vasya habló, ronca como un cuervo.

—No —dijo ella—. Ni ahora ni nunca. No he hecho mal a nadie.


Nunca pondré un pie en un convento. No así tenga que vivir en el bosque,
y rogarle trabajo a Baba Yaga.

—Esto no es un cuento de hadas, Vasya —interrumpió Anna de


forma estridente—. Nadie te está pidiendo tu opinión. Es por tu propio
bien.

Vasya pensó en el vacilante domovoi, en las cosas muertas que se


arrastraban por la casa, en el desastre evitado por poco.

—¿Pero qué he hecho? —exigió. Estaba horrorizada de encontrar


lágrimas en sus ojos—. No he lastimado a nadie. ¡He intentado salvaros!
Padre… —Se volvió hacia Konstantin—. Te salvé de la rusalka, cuando ella
te agarró junto al lago. Alejé a los muertos, o lo intenté... —Se detuvo,
ahogada, luchando por respirar.

—¿Tú? —siseó Anna—. ¿Alejarlos? ¡Invitaste a tu cohorte demoníaca!


Has traído todas nuestras desgracias sobre nosotros. ¿Crees que no lo he
visto?

Alyosha abrió la boca, pero Vasya estaba frente a él:

—Si me enviáis este invierno, todos moriréis.

Anna respiró profundamente.

—¿Cómo te atreves a amenazarnos?

—No es una amenaza —dijo Vasya desesperadamente—. Es la


verdad.

—¿Verdad? ¡Verdad, pequeña mentirosa, no hay verdad en ti!

—No iré —dijo Vasya, y su voz era tan feroz que incluso el fuego
chisporroteante pareció vacilar.

—¿No lo harás? —dijo Anna. Sus ojos eran salvajes, pero algo en su
porte le recordó a Vasya que su padre era un Gran Príncipe—. Muy bien,
Vasilisa Petrovna. Te daré una elección —Sus ojos recorrieron la
habitación y se pegaron las flores blancas que adornaban el pañuelo de
Irina—. Mi hija, mi verdadera, justa y obediente hija, está cansada de toda
esta nieve que oculta las cosas verdes. Tú, fea niña bruja, le harás un
servicio. Sal al bosque y tráele una cesta de galantos. Si lo haces, serás
libre de hacer lo que quieras a partir de ahora.

Irina se quedó boquiabierta. Konstantin tenía la boca abierta en


alarmada protesta.

Vasya miró inexpresivamente a su madrastra.

—Anna Ivanovna, el invierno está en su plenitud.

—¡Ve! —Chilló Anna, riendo salvajemente—. ¡Fuera de mi vista!


¡Tráeme esas flores o ve al convento! ¡Ahora vete!

Vasya pasó la mirada sobre cada rostro: Anna triunfante, Irina


asustada, Alyosha furioso, Konstantin inescrutable. Las paredes parecían
encogerse de nuevo; el fuego consumió todo el aire, por lo que no
importaba cómo sus pulmones se elevaran, no podía respirar. El terror se
apoderó de ella, el terror de lo salvaje en la trampa. Ella giró y salió
corriendo de la cocina.

Alyosha la atrapó en la puerta exterior. Se había puesto las botas y


los guantes, se había puesto una capa y un chal sobre la cabeza. Él la
agarró con ambas manos y la hizo girar.

— ¿Te has vuelto loca, Vasya?

—¡Déjame ir! Ya has escuchado a Anna Ivanovna. Prefiero probar mi


suerte en el bosque antes que encerrarme para siempre. —Estaba
temblando, con los ojos desorbitados.

—Todo eso es una tontería. Espera a que padre regrese.

—¡Padre ha aceptado! —Vasya tragó las lágrimas, pero aun así se


deslizaron por sus mejillas—. Anna no se hubiese atrevido si no fuera así.
La gente dice que nuestras desgracias son mi culpa. ¿Crees que no lo he
oído? Seré apedreada como una bruja si me quedo. Quizás mi
padre está tratando de protegerme. Pero prefiero morir en el bosque que en
un convento. —Se le quebró la voz—. Nunca seré una monja, ¿me
escuchas? ¡Nunca! —Se apartó de él, pero Alyosha la abrazó con fuerza.

—Te protegeré hasta que padre regrese. Haré que él recobre el


sentido.
—No puedes protegerme si cada hombre de la aldea se vuelve contra
nosotros. ¿Crees que no he oído sus susurros, hermano?

—¿Entonces piensas ir al bosque y morir? —Espetó Alyosha—. ¿Un


noble sacrificio? ¿Cómo ayudará eso a alguien?

—He ayudado todo lo que he podido y me he ganado el odio de la


gente —replicó Vasya—. Si esta es la última decisión que puedo tomar, al
menos es mi decisión. Déjame ir, Alyosha. No tengo miedo.

— ¡Pero yo sí, niña estúpida! ¿Crees que quiero perderte en esta


locura? No te dejaré ir. —Seguramente dejaría las marcas de sus dedos en
el lugar donde la sostenía.

— ¿Tú también, hermano? —dijo Vasya con furia—. ¿Soy una niña?
Siempre alguien más debe decidir por mí. Pero esto lo decidiré por mí
misma.

—Si padre o Kolya enloquecieran, tampoco dejaría que él decidiera


las cosas por sí mismo.

—Déjame ir, Alyosha.

Él sacudió la cabeza.

Su voz se suavizó.

—Tal vez haya suficiente magia en el bosque para desafiar a Anna


Ivanovna; ¿lo has pensado?

Alyosha se rió en breve.

—Ya estás demasiado vieja para los cuentos de hadas.

—¿De verdad? —dijo Vasya. Ella le sonrió, aunque sus labios


temblaban.

Alyosha recordó de repente todas las veces que sus ojos se habían
movido, siguiendo cosas que él no podía ver. Sus brazos cayeron. Se
miraron el uno al otro.

—Vasya, prométeme que volveré a verte.

—Dale pan al domovoi —dijo Vasya—. Mira el horno por la noche. El


valor puede salvarte. He hecho lo que puedo. Adiós, hermano.
Yo…intentaré volver.
—Vasya…

Pero ella se había escabullido por la puerta de la cocina.

El padre Konstantin la estaba esperando junto a la puerta de la


iglesia.

—¿Estás enojada, Vasilisa Petrovna?

Sus ojos verdes volaron hacia él, burlándose ahora. Las lágrimas se
habían secado; estaba fría y estable.

—Pero Batyushka, debo obedecer a mi madrastra.

—Entonces ve y toma tus votos.

Vasya se rió.

—Ella me verá desaparecer; muerta o prometida; eso no le importa.


Bueno, me complaceré a mí y a ella también.

—Olvídate de esta locura. Harás el juramento. Será como Dios


quiera, y él lo ha querido así.

—¿Es así? —dijo Vasya—. Y tú eres la voz de Dios, supongo. Bueno,


me dieron una opción y la tomaré —Se volvió hacia el bosque.

—No la tomaras —dijo Konstantin, y algo en su voz hizo que Vasya


girara. Dos hombres salieron desde las sombras.

—Llevadla a la iglesia esta noche, y atadle las manos —dijo


Konstantin, sin apartar la vista de Vasya—. Se irá al amanecer.

Vasya ya estaba corriendo. Pero consiguió solo tres pasos de ventaja


y ellos eran muy fuertes. Uno de ellos extendió la mano y su mano se
enganchó en el dobladillo de su capa. Ella tropezó y cayó rodando, se
golpeó y entró en pánico. El hombre se arrojó sobre ella y la abrazó. La
nieve estaba fría en su cuello. Sintió el roce de la cuerda helada en sus
muñecas.

Se obligó a sí misma a flaquear, como si se hubiera desmayado por


el susto. El hombre estaba más acostumbrado a atar animales muertos;
su agarre se relajó mientras buscaba la cuerda. Vasya escuchó los pasos
cuando el sacerdote y el otro hombre se acercaron.
Entonces se levantó y lazó un grito sin palabras, lanzando los dedos
a los ojos de su captor. Él retrocedió; ella giró hacia un lado, rodó sobre
sus pies, y corrió como nunca había corrido en su vida. Detrás de ella se
escucharon gritos, jadeos, pasos. Pero no sería atrapada de nuevo. Nunca.

Siguió corriendo y no se detuvo hasta que la sombra de los árboles


se la tragó.

***

La noche clara iluminaba la nieve firme del suelo. Vasya corrió hacia
el bosque, magullada y jadeante. Su capa suelta ondeaba a su alrededor.
Oyó gritos en el pueblo. Sus huellas se veían claras en la nieve virgen, de
modo que su única esperanza era la velocidad. Se lanzó precipitadamente
de sombra en sombra, hasta que los gritos se volvieron más débiles y
finalmente desaparecieron. No se atreverán a seguir, pensó Vasya. Temen
el bosque después del anochecer. Y entonces, más oscuramente: Son
sabios.

Su respiración se ralentizó. Caminó más profundo en el bosque,


empujando la pérdida y el miedo en el fondo de su mente. Escuchó; habló
en voz alta. Pero todo estaba tranquilo. El leshy no respondió. La rusalka
dormía, soñando con el verano. El viento no removió los árboles.

El tiempo pasó; no estaba segura de cuánto. El bosque se espesó y


borró las estrellas. La luna se elevó más alto y proyectaba sombras, luego
las nubes llegaron y arrojaron el bosque a la oscuridad. Vasya caminó
hasta que comenzó a tener sueño, y luego el terror del sueño la obligó a
despertar nuevamente. Giró al norte, al este y al sur otra vez.

La noche avanzó, y Vasya se estremeció al caminar. Sus dientes


castañeaban entre sí. Sus dedos de los pies se entumecieron a pesar de
sus pesadas botas. Una pequeña parte de ella había pensado, esperado,
que hubiera algo de ayuda en el bosque. Algún destino, algo de magia. Ella
había esperado que el pájaro de fuego llegara, o el Caballo de la Melena de
Oro, o el cuervo que era realmente un príncipe... una niña tonta que cree
en los cuentos de hadas. El bosque en invierno era indiferente con
hombres y mujeres; el chyerti dormía en invierno, y no existía el príncipe
de los cuervos.

Bueno, muere entonces. Es mejor que un convento.


Pero Vasya no podía creerlo. Era joven; su sangre corría caliente. No
podía acostarse en la nieve.

Pero se estaba volviendo más débil. Temía su débil fuerza; temía sus
manos endurecidas, sus labios fríos.

En la parte más negra de la noche, Vasya se detuvo y miró hacia


atrás. Anna Ivanovna se burlaría de ella si regresaba. Estaría atada como
un ciervo, encerrada en la iglesia y enviada a un convento. Pero no quería
morir, y tenía mucho frío.

Entonces Vasya observó los árboles a cada lado y se dio cuenta de


que no sabía dónde estaba.

No importa. Podría seguir su propio camino por donde había venido.


Miró hacia atrás otra vez.

Sus pistas habían desaparecido.

Vasya sofocó una oleada de pánico. No estaba perdida. No podía


estar perdida. Giró hacia el norte. Sus pies cansados crujieron sordamente
en la nieve. Una vez más, el suelo comenzó a parecer atractivo.
Seguramente ella podría acostarse. Solo por un momento…

Una forma oscura se alzaba ante ella: un árbol, todo retorcido, más
grande que cualquier árbol que Vasya conociera. La memoria se agitó y
rompió la niebla en la que estaba su mente. Recordaba a una niña
perdida, un gran roble, un durmiente con un ojo. Recordó una vieja
pesadilla. El árbol llenó su vista. ¿Acercarse? ¿Huir? Estaba demasiado fría
para regresar.

Entonces oyó el sonido de un llanto.

Vasya se detuvo y apenas respiraba. Cuando se detuvo, el sonido se


detuvo también. Pero cuando se movió de nuevo, el sonido la siguió. La
luna enfermiza salió e hizo patrones extraños en la nieve.

Allí, un parpadeo blanco, entre dos árboles. Vasya caminó más


rápido, torpe sobre sus pies entumecidos. No había una casa a la que huir,
ningún vazila para ofrecer su fortaleza. Su coraje parpadeó como una vela
goteante. El árbol parecía llenar el mundo. Ven aquí, respiraba una voz
suave y gruñona. Más cerca.
Crujido. Detrás de ella, un paso que no era el suyo. Vasya se giró.
Nada. Pero cuando caminaba, los otros pies seguían el ritmo.

Estaba a veinte pasos del roble retorcido. Los pasos se acercaban. Se


hacía más deficil pensar. El árbol parecía llenar el mundo. Más
cerca. Como un niño en una pesadilla, Vasya no se atrevió a mirar atrás.

Los pies detrás rompieron a correr, y llegó un chillido agudo y seco.


Vasya corrió también, gastando sus últimas fuerzas. Una figura
harapienta apareció ante ella, de pie debajo del árbol, con una mano
extendida. Su único ojo brillaba con triunfo codicioso. Yo te he encontrado
primero.

Entonces Vasya escuchó un nuevo sonido: el sonido de cascos


galopantes. La figura junto al árbol le gritó furiosa: ¡Más rápido! El árbol
estaba ante ella, la criatura sibilante detrás, pero a su izquierda una yegua
blanca venía galopando, veloz como el fuego. Ciega, aterrorizada, Vasya se
volvió hacia el caballo. Por el rabillo del ojo vio la arremetida del upyr, los
dientes brillaron en la cara muerta.

En ese instante, la yegua blanca apareció al costado. El jinete del


caballo extendió una mano. Vasya se apoderó de ella y montó sobre el
lomo de la yegua. El upyr aterrizó en la nieve donde ella había estado. El
caballo se fue. Detrás de ellos sonaron gritos gemelos: uno de dolor y otro
de furia.

El jinete de la yegua no habló. Vasya, jadeando, solo tuvo un


momento para estar agradecida por el indulto. Ella colgaba cabeza abajo
sobre el lomo de la yegua, así que cabalgaron. La chica sintió como si las
entrañas le atravesaran la piel con cada golpe de los cascos de la yegua,
pero una y otra vez galoparon. No podía sentir su rostro o sus pies. La
mano fuerte que la había agarrado de la nieve la mantuvo quieta, pero el
jinete no habló. La yegua olía a un caballo que Vasya había conocido,
como flores extrañas y piedras cálidas, incongruentes en la noche amarga.

Corrieron hasta que Vasya ya no pudo soportar más el dolor o el frío.

—Por favor —jadeó—. Por favor.

De forma abrupta y de una que le sacudió los huesos, se detuvieron.


Vasya se deslizó del caballo y cayó doblada en la nieve, entumecida,
vomitando, aferrándose a sus costillas magulladas. La yegua se detuvo.
Vasya no oyó que el jinete de la yegua desmontara, pero de repente estaba
parado sobre la nieve. Vasya tropezó con pies que ya no podía sentir. Su
cabeza estaba desnuda para la noche. Estaba nevando; los copos de nieve
se enredaron en su trenza. Estaba más allá de los temblores; se sentía
pesada y ligera.

El hombre la miró y ella se levantó hacia él.

Sus ojos estaban pálidos como agua o hielo de invierno.

—Por favor —susurró Vasya—. Estoy helada.

—Todo está frío aquí —respondió.

—¿Dónde estoy?

Él se encogió de hombros.

—Detrás del viento del norte. El fin del mundo. En ninguna parte.

Vasya se tambaleó de repente y habría caído, pero el hombre la


atrapó.

—Dime tu nombre, devushka —Su voz levantó extraños ecos en el


bosque a su alrededor.

Vasya negó con la cabeza. La carne de él estaba helada. Ella se


apartó, tropezando.

—¿Quién eres tú?

Los copos de nieve atrapados en sus rizos oscuros; su cabeza estaba


desnuda como la de ella. Él sonrió y no dijo nada.

—Te he visto antes —dijo.

—Vengo con la nieve —dijo—. Vengo cuando los hombres se están


muriendo.

Ella lo conocía. Lo había conocido en el instante en que su mano se


apoderó de la suya.

—¿Me estoy muriendo?

—Tal vez —Puso una mano fría debajo de su mandíbula. Vasya


sintió su corazón latir contra sus dedos. Entonces, de repente, sintió dolor.
Se le cortó la respiración. Se arrodilló. Fragmentos de cristal parecían
formarse en su sangre. Él se arrodilló con ella. Karachun, pensó
Vasya. Morozko, el demonio de las heladas. Muerte, esta es la muerte. Me
encontrarán congelada en la nieve, como la chica de la historia.

Ella tomó aliento y sintió que la escarcha se había extendido a sus


pulmones.

—Déjame ir —susurró. Sus labios y lengua estaban demasiado fríos


para obedecer—. No me hubieras salvado en el árbol si quisieras matarme.

La mano del demonio se cayó. Ella cayó de espaldas en la nieve,


jadeando, y se dobló.

Él se puso de pie.

—¿No lo haría, tonta? —dijo, su voz delgada con ira—. ¿Qué locura
te trajo al bosque esta noche?

Vasya se obligó a ponerse de pie.

—No estoy aquí por elección —La yegua blanca apareció detrás de
ella, sopló un cálido aliento en su mejilla. Vasya enterró sus fríos dedos en
la larga melena—. Mi madrastra iba a enviarme a un convento.

Su voz estaba viva con desprecio.

—¿Y entonces huiste? Es más fácil escapar de un convento que del


Oso.

Vasya lo miró a los ojos.

—No huí. Bueno, huí, pero solo...

Ella no podría administrar más. Se aferró al caballo al final de su


fuerza. Su cabeza nadaba. El caballo le curvó el cuello. El olor a piedra y
flores revivió a Vasya un poco; se enderezó y afirmó sus labios.

El demonio de la helada se acercó. Vasya extendió una mano


instintivamente para contenerlo. Pero él tomó su mano con mitones en las
suyas.

—Ven entonces —dijo él—. Mírame —Se quitó la manopla y puso su


palma en la de ella.
Todo su cuerpo se tensó temiendo el dolor, pero no llegó. Su mano
era dura y fría como el hielo del río; incluso fue suave contra sus dedos
helados.

—Dime quién eres —Su voz envió un escalofrío de aire amargo a


través de su rostro.

—Soy... soy Vasilisa Petrovna —dijo.

Los ojos de él parecieron perforar su cráneo. Ella se mordió la lengua


y no apartó la vista.

—Feliz encuentro, entonces —dijo el demonio. Él la soltó y dio un


paso atrás. Sus ojos azules arrojaban chispas. Vasya pensó que se había
imaginado la expresión de triunfo en su rostro—. Ahora dime otra vez,
Vasilisa Petrovna —añadió, medio burlón—, ¿qué haces vagando por el
bosque negro? Esta es mi hora y solo mía.

—Sería enviada al convento al amanecer —dijo Vasya—. Pero mi


madrastra dijo que no tendría que ir si le llevaba las flores blancas de
primavera, las podsnezhniki.

El demonio de la helada la miró y luego se rió. Vasya lo miró con


asombro, y luego continuó—: Los hombres intentaron detenerme. Pero me
escapé. Corrí hacia el bosque. Estaba tan asustada que no podía pensar.
Quise regresar, pero me perdí. Vi el roble retorcido. Y luego escuché pasos.

—Locura —dijo secamente el demonio de las heladas—. No soy el


único poder en estos bosques. No deberías haber dejado tu hogar.

—Tenía que hacerlo — Vasya se reincorporó. La negrura se lanzó de


repente ante sus ojos. Su breve llamarada de fuerza se estaba
desvaneciendo rápidamente—. Iban a enviarme a un convento. Decidí que
prefería congelarme en un banco de nieve. —Su piel se estremeció por
completo—. Bueno, eso fue antes de que comenzara a congelarme en un
banco de nieve. Duele.

—Sí —dijo Morozko—. Sí, lo hace.

—Los muertos están caminando —susurró Vasya—. El domovoi


desaparecerá si no estoy. Mi familia morirá si me alejan. No sé qué hacer.

El demonio de las heladas no dijo nada.


—Debo irme a casa ahora —Logró decir Vasya—. Pero no sé dónde
está.

La yegua blanca pateó y sacudió la melena. Las piernas de Vasya


repentinamente se doblaron, como si fuera un potro recién nacido.

—Al este del sol, al oeste de la luna —dijo Morozko—. Más allá del
próximo árbol.

Vasya no respondió. Sus párpados se cerraron.

—Vamos, entonces —agregó Morozko—. Hace frío —Atrapó a Vasya


mientras caía. Junto a ellos había una arboleda de abetos viejos con
ramas entrelazadas. Él levantó a la chica. Su cabeza y su mano colgaban
flácidas; su corazón se agitó débilmente.

Eso estuvo cerca, le dijo la yegua a su jinete, soplando una nube de


aliento humeante en la cara de la niña.

—Sí —respondió Morozko—. Es más fuerte de lo que me atreví a


esperar. Otro hubiera muerto.

La yegua resopló. No necesitas probarla. El oso ya lo hizo. Otro


instante y él la habría tenido primero.

—Bueno, no fue así y debemos estar agradecidos.

¿Se lo dirás? preguntó la yegua.

—¿Todo? —dijo el demonio—. ¿Sobre osos y hechiceros, hechizos


hechos de zafiro y una bruja que perdió a su hija? No, claro que no. Le diré
lo menos posible. Y espero que sea suficiente.

La yegua sacudió su melena y sus orejas se relajaron, pero el


demonio de la helada no lo vio. Él caminó hacia los abetos con la chica en
sus brazos. La yegua suspiró y lo siguió.
Tercera parte
Capítulo 23
La Casa Que No Estaba Ahí
Traducido por Rose_Poison1324

Unas horas más tarde, Vasya abrió los ojos para encontrarse
tumbada en la cama más hermosa que alguien alguna vez había soñado.
Las colchas eran de lana blanca, pesada y suave como la nieve. Azules
pálidos y amarillos flotaban a través del tejido, como un día soleado de
enero. El marco de la cama y los postes estaban tallados para parecerse a
los troncos de los árboles vivos, y sobre ellos colgaba un gran dosel de
ramas.

Vasya luchó por orientarse. Lo último que recordaba: flores, había


estado buscando flores. ¿Por qué? Era diciembre. Pero ella tenía que
conseguir flores.

Jadeando, Vasya se puso de pie, forcejeando entre las mantas.

Ella vio la habitación y retrocedió, temblando.

La habitación... bueno, si la cama era magnífica, la habitación era


simplemente extraña. Primero, Vasya pensó que estaba tumbada en una
arboleda de grandes árboles. En lo alto colgaba una bóveda de pálido cielo.
Pero al siguiente momento, ella parecía estar en el interior, en una casa de
madera cuyo techo estaba pintado de un tenue azul celeste. Pero no tenía
idea de qué era real, y tratar de decidir la mareaba.

Finalmente, Vasya enterró su cara en una manta y decidió que


volvería a dormir. Seguramente se despertaría en casa, con Dunya a su
lado preguntándole si había tenido una pesadilla. No, eso estaba mal,
Dunya estaba muerta. Dunya estaba vagando por el bosque envuelta en la
tela con la que la habían enterrado.

El cerebro de Vasya giró. Pero ella no podía recordar... y luego lo


hizo. Los hombres, el sacerdote, el convento. La nieve, el demonio del frío,
sus dedos en su garganta, el frío, un caballo blanco. Él había tenido la
intención de matarla. Él le había salvado la vida.
Forcejeó una vez más para sentarse, pero solo logró arrodillarse
entre las mantas. Entrecerró los ojos desesperadamente, pero no logró que
la habitación se quedara quieta. Finalmente ella cerró los ojos y descubrió
el borde de la cama dando tumbos sobre ella. Su hombro golpeó el suelo.
Pensó que cayó sobre un rocío de humedad, como si se hubiera caído en
un montículo de nieve. No, ahora el suelo era liso y cálido, como madera
bien cepillada cerca de una chimenea. Ella creyó oír un fuego crepitar. Se
levantó, insegura. Alguien le había quitado las botas y las medias. Tenía
los pies congelados; ella vio sus dedos de los pies blancos y sin sangre.

No podía ver nada en la casa. Era una habitación; era un bosque de


abetos bajo el cielo abierto, y no podía decidir cuál era cuál. Cerró los ojos
apretadamente, tropezando con sus pies heridos.

— ¿Qué ves? —dijo una voz clara y extraña.

Vasya se volvió hacia la voz, sin atreverse a abrir los ojos.

—Una casa —graznó—. Un bosque de abetos. Ambos juntos.

—Muy bien —dijo la voz—. Abre tus ojos.

Agitada, Vasya lo hizo. El hombre frío, el demonio de invierno estaba


de pie en el centro de la habitación, y al menos ella podría mirarlo. Su
cabello oscuro e ingobernable colgaba en sus hombros. La cara sardónica
bien podría haber pertenecido a un joven de veinte años o un guerrero de
cincuenta. A diferencia de todos los hombres que Vasya había visto, estaba
bien afeitado, tal vez eso fue lo que le dio a su rostro la extraña nota de
juventud. Ciertamente, sus ojos eran viejos. Cuando los miró, pensó que
no conocía nada que podía estar tan viejo y vivo. La idea le atemorizó.

Pero más fuerte que el miedo era su resolución.

—Por favor —dijo ella—. Debo ir a casa.

Su pálida mirada la recorrió de arriba abajo.

—Te expulsaron —dijo—. Ellos van a enviarte a un convento ¿Y sin


embargo, te irás a casa?

Ella mordió fuertemente su labio.

—El domovoi desaparecerá si no estoy allí. Tal vez mi padre haya


regresado y pueda hacerle entender.
El demonio de invierno la estudió por un momento.

—Quizás —dijo por fin—. Pero estás herida. Estás cansada. Tu


presencia hará al domovoi poco bien.

—Debo intentarlo. Mi familia está en peligro. ¿Cuánto tiempo estuve


dormida?

Sacudió la cabeza. Un humor seco y débil le curvó la boca.

—Aquí solo hay un hoy. No un ayer y no un mañana. Puedes


quedarte un año y estar en casa justo después de que te fuiste. No importa
cuánto duermas.

Vasya estaba en silencio, absorbiendo esto. Por fin dijo en voz baja,

— ¿Dónde estoy?

La noche en la nieve se había borrado en su memoria, pero pensó


que ella recordaba la indiferencia en su rostro, una pizca de malicia y una
pizca de tristeza. Ahora parecía solo divertido.

—Mi casa —dijo—. Mientras tenga una.

Eso no era útil. Vasya reprimió las palabras antes de que pudieran
escapar, pero debieron haber aparecido en su rostro.

—Me temo —añadió gravemente, aunque había un destello en su


ojo—, que estas dotada, o maldita, con lo que tu gente podría llamar la
segunda visión. Mi casa es un bosque de abetos, y este bosque de abetos
es mi casa, y ves ambos a la vez.

— ¿Y qué hago con eso? —siseó Vasya con los dientes apretados,
incapaz de luchar por la cortesía, en otro momento estaría enferma en el
suelo a sus pies.

—Mírame —dijo. Su voz la obligó; parecía resonar en su cráneo—.


Mírame solo a mí. —Ella levantó los ojos hacia él—. Estás en mi casa. Cree
en que es eso.

Vacilante, Vasya se repitió esto a sí misma. Las paredes parecían


solidificarse mientras miraba. Ella estaba en una vivienda áspera,
espaciosa, con esculturas desgastadas en sus cruces, y un techo del color
del cielo del mediodía. Un horno grande en un extremo de la habitación
irradiaba calor. Las paredes estaban adornadas con imágenes tejidas:
lobos en la nieve, un oso hibernando, un guerrero de cabello oscuro que
conducía un trineo.

Ella apartó los ojos.

— ¿Por qué me trajiste aquí?

—Mi caballo insistió.

—Te burlas de mí.

— ¿Yo? Has estado vagando por el bosque demasiado tiempo; tus


pies y tus manos están congeladas. Tal vez debas sentirte halagada; no
tengo invitados a menudo.

—Me siento halagada, entonces —dijo Vasya. Ella no podía pensar


en otra cosa que decir.

Él la estudió un momento más.

— ¿Tienes hambre?

Vasya escuchó la vacilación en su voz.

— ¿Tu caballo también sugirió eso? —preguntó antes de que pudiera


detenerse.

El hombre se rió, y ella pensó que parecía un poco sorprendido.

—Sí, por supuesto. Ella ha tenido un sin número de potros. Me


rindo a su juicio.

De repente, inclinó la cabeza. Los ojos azules ardieron.

—Mis sirvientes te atenderán —agregó abruptamente—. Debo irme


por un tiempo. —No había nada humano en su cara, y por un momento
Vasya no pudo ver al hombre en absoluto, y en su lugar solo vio un viento
azotando las ramas de los árboles centenarios, aullando en triunfo al
elevarse. Ella parpadeó hasta alejar la visión.

—Hasta pronto —dijo el demonio de las heladas, y se fue.

Vasya, desconcertada por su partida, miró cautelosamente


alrededor. Los tapices la atrajeron. Vívidamente, los lobos, el hombre y los
caballos parecían listos para saltar al suelo en un remolino de aire frío.
Caminó por la habitación, examinándolas mientras avanzaba. Finalmente
ella se acercó al horno y estiró sus dedos congelados.

El roce de un casco la hizo darse la vuelta. La yegua blanca se


acercó a ella, desnuda de cualquier arnés. Su larga melena espumaba
como una cascada de primavera. Parecía haber surgido de una puerta en
la pared opuesta, pero estaba cerrada. Vasya la miró. La yegua sacudió su
cabeza. Vasya recordó sus modales y se inclinó.

—Mi agradecimiento, señora. Me salvó la vida.

La yegua apretó una oreja.

Eso ha sido un poco demasiado.

—No para mí —dijo Vasya, con un asomo de aspereza.

No quise decir eso, dijo la yegua. Quise decir que eres una criatura
como lo somos nosotros, formada en carne viva a partir de los poderes del
mundo. Te habrías salvado tú misma. No estas hecha para para conventos,
ni aún menos para vivir como la criatura del Oso.

— ¿Lo habría hecho? —dijo Vasya, recordando la carrera, el terror,


los pasos en la oscuridad—. No me estaba yendo demasiado bien en eso.
Pero, ¿qué quieres decir con los poderes del mundo? Todos fuimos creados
por Dios.

¿Supongo que ese Dios te enseñó nuestras costumbres?

—Por supuesto que no —dijo Vasya—. Ese fue el vazila. Le hice


ofrendas.

La yegua raspó un casco contra el suelo. Recuerdo y veo más que tú,
dijo. Y lo haré durante un tiempo considerable. No hablamos a muchos, y el
espíritu de los caballos no se revela a nadie. Hay magia en tus huesos.
Debes contar con eso.

— ¿Estoy maldita, entonces? —susurró Vasya, asustada.

No entiendo «maldita». Tú eres. Y debido a que lo eres, puedes caminar


donde quieras, hacia la paz, el olvido o las fosas de fuego, pero siempre
elegirás.

Hubo una pausa. La cara de Vasya dolía, y su vista había empezado


a fracturarse. El campo nevado tiraba de los bordes de su visión.
Hay hidromiel en la mesa, dijo la yegua, viendo los hombros caídos
de la niña. Debes beber, luego descansa de nuevo. Habrá comida cuando
despiertes.

Vasya no había comido desde la hora de la cena, antes de


aventurarse en el bosque. Su estómago se tomó un momento, con fuerza,
para recordárselo. Una mesa de madera estaba al otro lado del horno,
oscuro con la edad, rico en tallado. La jarra de plata sobre ella estaba
adornada con flores de plata. La copa era de plata martillada y adornada
con gemas de fuego rojo. Por un momento, la niña olvidó su hambre. Ella
levantó la taza y la inclinó a la luz. Era hermoso. Ella miró con intriga a la
yegua.

Le gustan los objetos, dijo, aunque no entiendo por qué. Y es un gran


dador de regalos.

La jarra de hecho contenía aguamiel: tenue y fuerte y de alguna


manera penetrante, como el sol de invierno. Bebiéndolo, Vasya se sintió de
repente soñolienta. Con ojos pesados, hizo todo cuanto pudo para dejar la
copa de plata. Ella se inclinó en silencio hacia la yegua blanca y tropezó de
regreso a la gran cama.

***

Todo ese día una tormenta azotó las tierras heladas del norte de
Rus’. La gente del país corría adentro y cerraba sus puertas. Incluso los
fuegos del horno en el palacio de madera de Dmitrii en Moscú bailaron y se
apagaron. Los viejos y los enfermos sabían que su tiempo había llegado y
se los llevaría con el viento aullador. Los vivos se persignaron cuando
sintieron que la sombra pasaba. Pero al anochecer el aire se aquietó, y el
cielo se llenó con la promesa de nieve. Aquellos que se habían resistido al
llamado sonrieron, porque sabían que vivirían.

Un hombre con cabello oscuro emergió de entre dos árboles y


levantó su rostro hacia un cielo rasgado por nubes. Sus ojos brillaron con
un azul sobrenatural mientras escaneaba las crecientes sombras. Su
túnica era de piel y brocado de medianoche, aunque había llegado a las
tierras fronterizas crepusculares, donde el invierno cedía a la promesa de
la primavera. El suelo era espeso con galandos.

Una canción atravesó la noche recién nacida, delgada, suave y dulce.


Incluso cuando se volvió hacia ella, Morozko probó el lado más oscuro de
la magia que había puesto en movimiento, pero la música le recordó la
pena: horas lentas y pesadas con arrepentimiento. Este dolor que no había
sentido, no había podido sentir, durante mil años.

Siguió caminando independientemente, hasta que llegó al árbol


donde cantaba un ruiseñor en la oscuridad.

—Pequeño, ¿volverás conmigo? —dijo.

La pequeña criatura saltó a una rama inferior y ladeó su cabeza


marrón mate.

—Para vivir, como han vivido tus hermanos y hermanas —dijo


Morozko—. Tengo un compañero para ti.

El pájaro trinó, pero suavemente.

—De lo contrario, no recobrarás fuerza, y esta es generosa y de gran


corazón. La anciana no puede negarlo.

El pájaro picó y levantó sus alas marrones.

—Sí, hay muerte en ello, pero no antes de la alegría o la gloria. ¿Te


quedarás aquí en su lugar y cantarás la eternidad?

El pájaro vaciló, luego saltó de su rama con un chillido. Morozko lo


vio ir.

—Sígueme, entonces —dijo en voz baja, mientras el viento se


levantaba nuevamente a su alrededor.

***

Vasya aún estaba dormida cuando el demonio de invierno regresó.


La yegua dormitaba cerca del horno.

— ¿Qué piensas? —Le preguntó al caballo, en voz baja.

La yegua estaba a punto de responder, pero un relincho y un ruido


la interrumpieron. Un semental de la bahía con una estrella entre sus ojos
irrumpió en la habitación. Él resopló y pateó, sacudiendo la nieve de sus
cuartos manchados de negro.
La yegua recostó sus orejas hacia atrás. Creo dijo ella que mi hijo ha
venido a donde no debería.

El semental, aunque elegante como un ciervo, todavía tenía un


rastro de potrillo de patas largas. Miró a su madre cautelosamente.
Escuché que había un campeón aquí, dijo.

La yegua movió su cola. ¿Quién te dijo eso?

—Fui yo —dijo Morozko—. Lo traje conmigo.

La yegua miró a su jinete con orejas agudas y temblorosas fosas


nasales. ¿Lo trajiste para ella?

—Necesito a esta chica —dijo Morozko, dándole a la yegua una


mirada dura—. Tú también lo sabes. Si ella es lo suficientemente tonta
como para vagar por el bosque del Oso por la noche, entonces necesitará
un compañero.

Pudo haber dicho más, pero fue interrumpido por un ruido. Vasya se
había despertado y se había caído de la cama, sin estar acostumbrada a la
ropa de cama que también era un montón de nieve.

El gran caballo, su pelaje alazán brilló negro a la luz del fuego y alzó
las orejas. Vasya, todavía medio despierta y frotándose un hombro muy
dolorido, alzó la vista para encontrarse cara a cara con un enorme joven
semental. Ella se mantuvo quieta.

—Hola —dijo ella.

El caballo estaba contento.

Hola, respondió. Me montaras.

Vasya se puso en pie, mucho menos torpe que en su último


despertar. Pero le palpitaba la mejilla, y tuvo que ordenar sus cansados
ojos para ver solo al semental, no las sombras en forma de plumas que
revoloteaban a su alrededor. Una vez su visión se asentó, ella le miró la
espalda, dos manos sobre su cabeza, con cierto escepticismo.

—Me sentiría honrada de montarte —respondió cortésmente, aunque


Morozko escuchó la nota seca en la voz de la chica y se mordió el labio—.
Pero quizás pueda posponerlo un momento; Me gustaría un poco más de
ropa. —Echó un vistazo alrededor de la habitación, pero su capa, botas o
manoplas no se veían por ninguna parte. No usaba nada más que su
camisón interior arrugado y el colgante de Dunya frío contra su esternón.
Su trenza se había deshecho mientras dormía, y la gruesa cortina roja y
negra de su cabello caía suelta hasta su cintura. Se lo quitó de la cara y,
con un toque de valentía, se dirigió al fuego.

La yegua blanca estaba junto al horno con el demonio del frío a la


cabeza. Vasya se sorprendió por la similitud en sus expresiones: los ojos
del hombre oscurecidos y las orejas de la yegua levantadas. El semental
alazán respiró cálidamente en su cabello. La estaba siguiendo tan cerca
que su nariz chocó contra su hombro. Sin pensar, Vasya puso una mano
en su cuello. Las orejas del caballo dieron un pequeño giro complacido, y
ella sonrió.

Había mucho espacio frente al fuego, a pesar de la presencia


incongruente de dos caballos altos y bien construidos. Vasya frunció el
ceño. La habitación no parecía tan grande cuando despertó por última vez.

La mesa estaba cubierta con dos tazas de plata y una jarra esbelta.
El aroma de cálida miel flotaba por la habitación. Una hogaza de pan
negra, que olía a centeno y anís, yacía junto a un plato de hierbas frescas.
En un lado había un tazón de peras y en el otro un tazón de manzanas.
Más allá de ellos, había una cesta de flores blancas con cabezas
modestamente inclinadas. Podsnezhniki. Galantos.

Vasya se detuvo y se quedó mirando.

—Es por lo que viniste, ¿no es así? —dijo Morozko.

— ¡No pensé que encontraría alguno!

—Eres afortunada, entonces, de haberlo hecho.

Vasya miró las flores y no dijo nada.

—Ven y come —dijo Morozko—. Hablaremos más tarde. —Vasya


abrió la boca para discutir, pero su estómago vacío rugió. Reprimió la
curiosidad y se sentó. Él se sentó en un taburete frente a ella, apoyado
contra el hombro de la yegua. Ella examinó la comida, y sus labios se
crisparon ante su expresión.

—No esta envenenada.

—Supongo que no —dijo Vasya, dudosa.


Arrancó trozo de pan y se lo dio a Solovey. El semental se apoderó de
él con entusiasmo.

—Vamos, —dijo Morozko—, o tu caballo se lo comerá todo.

Cautelosamente, Vasya tomó una manzana y mordió. La dulzura


helada deslumbró su lengua. Alcanzó el pan. Antes de que ella lo supiera,
su cuenco estaba vacío, la mitad del pan ya no estaba y ella se sentó
repleta, dando de comer pan y fruta a los dos caballos. Morozko no tocó
nada de comida. Después de que ella había comido, él sirvió el hidromiel.
Vasya bebió de su copa de plata, probando el sabor del frío sol y las flores
de invierno.

Su copa era gemela a la de ella, excepto que las piedras a lo largo del
borde eran azules. Vasya no habló mientras bebía. Pero finalmente puso
su taza sobre la mesa y levantó sus ojos a los suyos.

— ¿Qué pasa ahora? —le preguntó.

—Eso depende de ti, Vasilisa Petrovna.

—Debo irme a casa —dijo—. Mi familia está en peligro.

—Estás herida —respondió Morozko—. Peor de lo que crees. Te


quedarás hasta que hayas sanado. Tu familia no estará peor por eso. —
Más suavemente, agregó—: Te irás a casa al amanecer de la noche en que
te fuiste. Puedo prometerlo.

Vasya no dijo nada; era una medida de su cansancio que ella no


discutiera. Ella volvió a mirar los galantos.

— ¿Por qué me trajiste esto?

—Tus opciones eran llevarle esas flores a tu madrastra o ir a un


convento. —Vasya asintió—. Bien entonces, ahí las tienes. Puedes hacer lo
que quieras.

Vasya extendió un índice vacilante para acariciar un pétalo sedoso y


húmedo.

— ¿De dónde vienen?

—De las fronteras de mis tierras.

— ¿Y dónde está eso?


—En el deshielo.

—Pero ese no es un lugar.

— ¿No lo es? Es muchas cosas. Así como tú y yo somos muchas


cosas, y mi casa es muchas cosas, e incluso ese caballo con su nariz en tu
regazo es muchas cosas. Tus flores están aquí. Alégrate.

Los ojos verdes se encendieron hacia él de nuevo, rebeldes en vez de


vacilantes.

—No me gustan las medias respuestas.

—Deja de hacer preguntas a medias, entonces —dijo, y sonrió con


repentino encanto. Ella se sonrojó. El semental acercó su gran cabeza. Ella
hizo una mueca cuando el caballo lamió sus dedos heridos.

—Ah —dijo Morozko—. Lo olvidé. ¿Duelen?

—Solo un poco. —Pero ella no lo miró a los ojos.

Se abrió paso alrededor de la mesa y se arrodilló para que sus caras


estuvieran al nivel.

— ¿Puedo?

Ella tragó saliva. Él tomó su barbilla con una mano y giró su rostro
hacia la luz del fuego. Había marcas negras en su mejilla donde la había
tocado en el bosque. Las puntas de sus dedos de las manos y de los pies
estaban blancas. Él examinó sus manos, acarició con la yema de un dedo
la longitud de su pie congelado.

—No te muevas —dijo.

— ¿Por qué habría de...? —Pero luego colocó la palma de su mano


contra su mandíbula. Sus dedos estaban de repente calientes,
increíblemente calientes, tanto que esperaba oler su propia carne
chamuscada. Trató de alejarse, pero su otra mano se colocó detrás de su
cabeza, clavándose en su pelo, sosteniéndola. Su aliento temblaba y
raspaba en su garganta. Su mano se deslizó hasta su garganta, y en todo
caso el ardor creció. Ella estaba muy sorprendida para gritar. Justo
cuando pensaba que no podría soportarlo otro momento, él la soltó. Ella se
desplomó contra el semental alazán. El caballo sopló reconfortantemente
en su pelo.
—Perdóname —dijo Morozko. El aire a su alrededor estaba frío, a
pesar del calor en sus manos. Vasya se dio cuenta de que estaba
temblando. Ella tocó su piel dañada. Era suave y cálida, sin marcas.

—Ya no duele. —Obligó su voz a calmarse.

—No, —dijo—. Puedo curar algunas cosas. Pero no puedo puedo


hacerlo delicadamente.

Bajó la mirada a sus dedos de los pies, a sus dedos arruinados.

—Mejor que estar lisiada.

—Como tú digas.

Pero cuando él le tocó los pies, ella no pudo contener las lágrimas de
sus ojos.

— ¿Me darás tus manos? —dijo. Ella vaciló. Las yemas de sus dedos
estaban congeladas, y una mano estaba toscamente envuelta en un trozo
de lino para proteger el orificio en la palma de la mano desde la noche en
que el upyr había venido en busca de Konstantin. El recuerdo del dolor
tronó en ella. Él no esperó a que ella hablara. Tomó toda su fuerza, pero
ella tragó su llanto mientras la carne de sus dedos se volvía cálida y
rosada.

Por último, él tomó su mano izquierda y comenzó a desenrollar la


tela.

—Fuiste tú quien me lastimó —dijo Vasya, tratando de distraerse—.


La noche que el upyr vino.

—Así es.

— ¿Por qué?

—Para que me vieras —dijo—. Así lo recordarías.

—Te había visto antes. No lo había olvidado.

Su cabeza estaba inclinada sobre su trabajo. Pero ella vio la curva de


su boca, irónica y un poco amarga.

—Pero dudaste. No habrías creído a tus propios sentidos después de


que me fuera. Soy un poco más que una sombra ahora en las casas de los
hombres. Una vez fui un invitado.
— ¿Quién es el tuerto?

—Mi hermano —dijo en breve—. Mi enemigo. Pero ese esa es una


larga historia y no para esta noche. —Dejó el vendaje de lino a un lado.
Vasya luchó contra el impulso de curvar su mano en un puño—. Esto será
más difícil de sanar que la congelación.

—Reabrí la herida varias veces —dijo Vasya—. Parecía ayudar a


proteger la casa.

—Lo haría —dijo Morozko—. Hay virtud en tu sangre. —Tocó el lugar


herido. Vasya se estremeció—. Pero solo un poco, porque eres joven.
Vasya, puedo curarlo, pero llevarás la marca.

—Hazlo, entonces —dijo, fallando en evitar el temblor de su voz.

—Muy bien. —Extendió la mano hacia el suelo y recogió un puñado


de nieve. Vasya estuvo desorientada por un momento; vio el bosque de
abetos, la nieve en el suelo, azul con el atardecer, rojo con la luz del fuego.
Pero luego la casa se volvió a formar a su alrededor y Morozko presionó la
nieve en la herida de su palma. Todo su cuerpo se puso rígido, y luego
llegó el dolor, peor que antes. Ella reprimió un grito y logró mantenerse
quieta. El dolor aumentó más allá del rumbo, por lo que sollozó una vez
antes de poder detenerse a sí misma.

Bruscamente se extinguió. Él soltó su mano, y ella casi se cae de su


taburete. El semental alazán la salvó; cayó contra su cálida corpulencia y
se sostuvo agarrándose de su melena. El semental puso su cabeza
alrededor para besar su mano temblorosa.

Vasya lo empujó a un lado y miró. La herida se había ido. Solo había


una marca fría, pálida, perfectamente redonda, en el centro de su palma.
Cuando ella la giró a la luz del fuego, parecía captar la luz, como si una
astilla de hielo estuviera enterrada debajo de la piel. No, ella estaba
imaginando cosas.

—Gracias. —Ella presionó ambas manos en su regazo para ocultar


su temblor.

Morozko se levantó y se alejó, mirándola.

—Sanarás —dijo—. Descansa. Eres mi invitada. En cuanto a tus


preguntas, habrá respuestas. A su tiempo.
Vasya asintió, mirando fijamente su mano. Cuando levantó la vista
otra vez, había desaparecido.
Capítulo 24
He visto el deseo de tu corazón
Traducido por Vale

—¡Encontradla! —espetó Konstantin—. ¡Traedla de vuelta!

Pero los hombres no entrarían al bosque. Siguieron a Vasya hasta el


borde y retrocedieron, murmurando sobre lobos y demonios. Sobre el frío
glacial.

—Ahora Dios la juzgará, Batyushka, —dijo el padre de Timofei, y


Oleg asintió. Konstantin vaciló, atrapado. La oscuridad debajo de los
árboles parecía absoluta.

—Como habéis dicho —dijo en voz alta—. Dios la juzgará. Dios esté
con vosotros. —Hizo la señal de la cruz.

Los hombres se marcharon por la aldea murmurando con las


cabezas juntas.

Konstantin fue a su celda fría y desnuda. Las gachas de la cena


yacían pesadas en su estómago. Encendió una vela ante la Madre de Dios
y cientos de sombras brotaron furiosamente a la vida a lo largo de las
paredes.

—Siervo malo —gruñó la voz—. ¿Por qué la bruja está libre en el


bosque? ¿Cuando te dije que debía ser contenida? ¿Que debe ir a un
convento? Estoy disgustado, mi sirviente. Estoy muy disgustado.

Konstantin cayó de rodillas, encogido.

—Hicimos todo lo que pudimos —suplicó—. Ella es un demonio.

—Esa demonio está con mi hermano, y si él tiene el buen juicio de


ver su fuerza...

La vela goteó. El sacerdote, acurrucado en el suelo, se quedó muy


quieto.
—¿Tu hermano? —susurró Konstantin—. Pero tú... —Entonces se
apagó la vela, y solo quedó la oscuridad que respiraba—. ¿Quién eres?

Un silencio largo y lento, y luego la voz se rió. Konstantin no estaba


seguro de haberlo escuchado; tal vez solo lo haya visto, en el
estremecimiento de las sombras en la pared.

—El que trae tormentas —murmuró la voz con cierta satisfacción. —


Por una vez me convocaste así. Pero hace mucho tiempo los hombres me
llamaban Oso Medved.

—¡Eres un demonio! —susurró Konstantin, apretando las manos.

Todas las sombras se rieron.

—Como quieras. Pero, ¿qué diferencia hay entre yo y el que llamas


Dios? Yo también me deleito en actos hechos en mi nombre. Puedo darte
gloria, si cumples mis órdenes.

—Tú… —susurró Konstantin—. Pero pensé... —Se había creído


glorificado, distinguido. Pero solo era un pobre crédulo y había cumplido
las órdenes de un demonio. Vasya... Su garganta se cerró. En algún lugar
de su alma, había una niña orgullosa montando a caballo en la luz del día
de verano. Riendo con su hermano en su taburete junto al horno—.
Morirá. —Apretó los puños contra los ojos—. Lo hice a tu servicio.

Incluso mientras hablaba, estaba pensando, nunca deben saberlo.

—Debería haber ido a un convento. O hacia a mí —dijo la voz de


forma fidedigna, con apenas una tenue e hirviente corriente de ira—. Pero
ahora está con mi hermano. Con la Muerte, pero no muerta.

— ¿Con la Muerte? —susurró Konstantin—. ¿No está muerta? —


Quería que estuviera muerta. La quería viva. Deseó haber muerto él. Se
volvería loco si la voz seguía hablando.

El silencio se extendió, y cuando ya no pudo soportarlo, la voz volvió


a sonar.

—¿Qué es lo que quieres por encima de todo, Konstantin


Nikonovich?

—Nada —dijo Konstantin—. No quiero nada. Vete.


—Eres como una doncella con los vapores —dijo la voz con
amargura. Y luego se suavizó—. No importa; Sé lo que quieres. —Y
entonces se rió—. ¿Quieres tu alma limpia, hombre de Dios? ¿Quieres de
regreso a la chica inocente? Bueno, sé que puedo sacarla de las manos de
Muerte.

—Mejor que muera y deje este mundo —graznó Konstantin.

—Vivirá en tormento antes de morir. Puedo salvarla, sólo yo.

—Entonces pruébalo —dijo Konstantin—. Tráela devuelta.

La sombra resopló.

—Cuanta prisa, hombre de Dios.

— ¿Qué es lo que quieres? —Konstantin se atragantó con las


palabras.

La voz de la sombra maduró.

—Oh, Konstantin Nikonovich, es algo tan bueno cuando los hijos de


los hombres me preguntan qué es lo que quiero.

—Entonces, ¿qué es?, —espetó Konstantin. ¿Cómo puedo ser justo


con esa voz en mis oídos? Si la trae de vuelta, estaré limpio nuevamente.

—Una pequeña cosa —dijo la voz—. Sólo una pequeña cosa. La vida
debe pagar por la vida. Quieres que la brujita regrese; debo tener una
bruja para mí. Tráeme una, y te doy la tuya. Y luego te dejaré.

—¿Qué quieres decir?

—Trae una bruja al bosque, a la frontera, al roble al amanecer.


Sabrás el lugar cuando lo veas.

—¿Y qué le va a pasar? —dijo Konstantin en un poco más que un


suspiro—, a la bruja que te lleve.

—Bueno, no va a morir —dijo la voz, y se rió—. ¿De qué me sirve una


muerta? Muerte es mi hermano, a quien odio.

—Pero no hay brujas salvo Vasya.

—Las brujas deben ver, hombre de Dios. ¿Solo la pequeña doncella


ve?
Konstantin estaba en silencio. En su imaginación, vio una figura
regordeta e informe arrodillada al pie de la pantalla de íconos, agarrando
su mano en la suya húmeda. Su voz sonó en sus oídos. Batyushka, veo
demonios. En todos lados. Todo el tiempo.

—Piénselo, Konstantin Nikonovich —dijo la voz—. Pero debo tenerla


antes del amanecer.

—¿Y cómo te encontraré? —Las palabras eran más suaves que una
nevada; un hombre mortal no las habría escuchado. Pero la sombra
escuchó.

—Ve al bosque —siseó la sombra—. Busca galantos. Entonces lo


sabrás. Dame una bruja y toma la tuya; dame una bruja y sé libre.
Capítulo 25
El ave que amaba a una doncella
Traducido por Rimed & Candy27

Vasya despertó con el toque de la luz del sol en su rostro. Abrió los
ojos hacia un techo azul claro, no, a una bóveda de cielo abierto. Sus
sentidos estaban borrosos y no podía recordar, entonces lo hizo. Estoy en
la casa en la arboleda de abetos. Una barbilla llena de pelos chocó con la
suya. Ella abrió sus ojos y encontró, nuevamente, que estaba nariz a nariz
con el semental alazán.

Duermes demasiado, dijo el caballo.

—Pensé que eras un sueño —dijo Vasya maravillada. Había olvidado


cuan grande era el caballo de sus sueños y la intensa mirada en sus
oscuros ojos. Apartó su hocico y se sentó.

No lo soy, generalmente, respondió el caballo.

La noche anterior regresó rápidamente a Vasya. Gotas de nieve en


pleno invierno, pan y manzanas, hidromiel pesaba en su lengua. Largos y
blancos dedos en su rostro. Dolor.

Liberó su mano de la frazada. Había una marca pálida en el centro


de su palma.

—Eso no fue un sueño tampoco —murmuró ella.

El caballo la estaba mirando con algo de preocupación. Mejor creer


que todo es real, dijo él, como si le hablara aun lunático. Y yo te diré si
estás soñando.

Vasya se rió.

—Hecho —dijo ella. —. Estoy despierta ahora. —Ella se deslizó fuera


de su cama, menos dolorosamente que antes. Su cabeza se estaba
despejando. La casa estaba silenciosa como un bosque al medio día, salvo
por los crépitos y estallidos de un buen fuego. Una pequeña olla
descansaba humeante en la chimenea. Repentinamente voraz, Vasya se
hizo camino hacia el fuego y encontró un lujo: gachas de avena, leche y
miel. Ella comió mientras el semental revoloteaba.

—¿Cuál es tu nombre? —dijo al caballo, al terminar.

El semental estaba ocupado vaciando el plato de ella. Inclinó una


oreja hacia ella antes de responder. Me llaman Solovey.

Vasya sonrió.

—Ruiseñor. Un nombre pequeño para un gran caballo. ¿Cómo lo


obtuviste?

Fui engendrado al anochecer, dijo él gravemente. O quizás fui


incubado; no puedo recordar. Fue hace mucho tiempo. A veces corro y en
ocasiones recuerdo volar. Y así fui nombrado.

Vasya lo observó.

—Pero no eres un pájaro.

Tú no sabes lo que eres; ¿Puedes saber que soy yo? Replicó el


caballo. Me llaman Ruiseñor, ¿Importa el por qué?

Vasya no tenía respuesta. Solovey terminó su avena y levantó su


cabeza para mirarla. Era el caballo más encantador que había visto. Mysh,
Buran, Ogon, todos eran como gorriones para su halcón.

—Anoche —dijo Vasya vacilante—, anoche dijiste que me dejarías


montar.

El semental relinchó. Sus cascos resonaron en el suelo. Mi madre


dijo que debería ser paciente, dijo él. Pero no lo soy generalmente. Ven y
cabalga. Jamás he sido montado antes.

Vasya se puso repentinamente dubitativa, pero replegó su enredado


cabello y se puso su chaqueta y capa, guantes y botas, las cuales encontró
tiradas cerca del fuego. Siguió al caballo hacia el cegador día. La nieve
yacía espesa bajo sus pies. Vasya miró la alta espalda desnuda del
semental. Ella probó sus extremidades y las encontró tan débiles como el
agua.

El caballo se detuvo orgulloso y expectante, un caballo salido de un


cuento de hadas.
—Creo —dijo Vasya—, que voy a necesitar un tronco.

Las erguidas orejas se aplanaron. ¿Un tronco?

—Un tronco. —dijo firmemente Vasya. Se dirigió hacia uno


conveniente, donde un árbol se había roto y caído. El caballo la siguió. Él
parecía estar reconsiderando su elección de jinete. Pero él se mantuvo de
pie junto al tronco, viéndose dolorido, y desde allí Vasya saltó suavemente
a su espalda.

Todos los músculos del semental se pusieron rígidos y levantó su


cabeza. Vasya, quien había montado caballos jóvenes antes, estaba
esperando algo por el estilo y se sentó inmóvil.

Al final el gran semental dejo salir un suspiro. Muy bien, dijo él. Al
menos eres pequeña. Pero cuando comenzó a caminar, lo hizo con un paso
remilgado y lateralizado. Cada pocos segundos volteaba su cabeza para
mirar a la chica en su espalda.

***

Cabalgaron juntos todo aquél día.

—No —dijo Vasya por décima vez. Su noche en el nevado bosque la


había dejado más débil de lo que se había dado cuenta, y estaba haciendo
más difícil una ardua tarea—. Debes bajar tu cabeza y utilizar tu espalda.
En este momento montarte es como montar un tronco. Un gran y
resbaladizo tronco.

El semental giró su cabeza para mirarla. Sé cómo caminar.

—Pero no como llevar a una persona —replicó Vasya—. Es diferente.

Te sientes extraña, se quejó el caballo.

—Puedo imaginarlo —dijo Vasya—. No necesitas llevarme si no


quieres.

El caballo no dijo nada, sacudiendo su negra melena. Y entonces: te


llevaré. Mi madre dice que se hace más fácil con el tiempo. Él sonaba
escéptico. Bueno, suficiente de esto. Veamos qué podemos hacer. Y salió
disparado. Vasya, tomada por sorpresa, lanzó su peso hacia adelante y
envolvió sus piernas alrededor del abdomen de él. El semental se escabulló
entre los árboles. Vasya se encontró a sí misma gritando en voz alta. Él era
tan elegante como un gato de caza y hacía tanto ruido como uno. A
velocidad, eran uno. El caballo corría como agua y todo el blanco mundo
era de ellos.

—Debemos volver —dijo Vasya finalmente, ruborizada, jadeando y


riendo.

Solovey desaceleró hasta un trote, su cabeza alta, sus fosas nasales


rojas. Se sacudió con gran espíritu, y Vasya, aferrándose, deseó que no la
tirara.

—Estoy cansada.

El caballo señaló con una oreja hacia ella en un modo insatisfecho.


Él apenas estaba sin aliento. Pero soltó un suspiro y dio la vuelta. En un
sorpresivamente corto tiempo, la arboleda de abetos estaba frente a ellos.
Vasya se deslizó al suelo. Sus pies golpearon la tierra con una gran oleada
de dolor y ella se hundió, jadeando, en la nieve. Sus dedos de los pies
curados estaban entumecidos, y unas cuantas horas de cabalgata no
habían mejorado su debilidad.

—¿Pero dónde está la casa? —dijo ella, apretando sus dientes y


poniéndose de pie. Todo lo que veía eran abetos. El final del día cubría el
bosque con un violeta estrellado.

No puede encontrarse si la buscas, dijo Solovey. Debes apartar la


mirada un momento.

Vasya lo hizo, y allí, en un rápido destello al borde de su visión,


estaba la cabaña entre los árboles. El caballo caminó a su lado y ella
estaba un poco avergonzada de necesitar el apoyo de su cálido hombro. Él
la empujo por la puerta.

Morozko no había regresado. Pero había comida en la ardiente


chimenea, dejada por manos invisibles, y algo caliente y con especias para
beber. Ella secó a Solovey con paños, cepillo su bayo abrigo y peinó su
larga melena. Él nunca había sido acicalado antes.

Tonterías, dijo el caballo cuando ella comenzó. Estás cansada. No


hace la mínima diferencia si estoy cepillado o no. Pero él se veía
inmensamente complacido con sí mismo a pesar de todo, cuando ella se
preocupó especialmente de su cola. Él le acarició la mejilla con la nariz
cuando ella termino, y se pasó toda la cena inspeccionando el cabello,
rostro y cena de ella, como si sospechara que ella le ocultara algo.

—¿De dónde vienes? —preguntó Vasya, cuando no pudo contenerse


más y estaba alimentando al insaciable caballo con pedacitos de pan—.
¿Dónde fuiste engendrado? —Solovey no respondió. Él estiró su cuello y
aplastó una manzana con sus amarillos dientes.

—¿Quién es tu padre? —persistió Vasya. Solovey continuó sin decir


nada. Él robó el resto de su pan y se fue, masticando. Vasya suspiró y se
dio por vencida.

***

VASYA Y SOLOVEY SALIERON a cabalgar juntos cada día por tres


días. Cada día, el caballo la calibraba más fácilmente, y lentamente, la
fuerza de Vasya regresaba.

Cuando regresaron a la casa la tercera noche, Morozko y la yegua


blanca los estaban esperando. Vasya cojeó por el umbral, complacida de
poder hacerlo con sus propios pies, y se detuvo en seco al verlos.

La yegua estaba de pie junto al fuego, lamiendo ociosamente un


montón de sal. Morozco estaba sentado en el otro lado del fuego. Vasya se
quitó su abrigo y se acercó al horno.

Solomey fue a su lugar acostumbrado y se quedó expectante. Para


un caballo que nunca había sido cuidado, se había adaptado realmente
rápido.

—Buenas noches, Vasilisa Petrovna. —dijo Morozko.

—Buenas noches —dijo Vasya. Para su sorpresa, el demonio de hielo


estaba sosteniendo un cuchillo, cortando un bloque de fina madera. Algo
como una flor de madera estaba tomando forma bajo sus hábiles dedos. Él
dejó el cuchillo a un lado, y los ojos azules la tocaron aquí y allí. Ella se
preguntó que habría visto.

—¿Mis sirvientes han sido amables contigo? —dijo Morozko.

—Sí —dijo Vasya. —. Mucho. Te agradezco tu hospitalidad.

—De nada.
Él permaneció en silencio mientras ella acicalaba a Solovey. A pesar
de que ella lo sentía observándola. Ella cepilló al caballo y peinó la maraña
de su melena. Cuando ella había lavado su cara y la mesa había sido
puesta, se precipitó a la comida como un joven lobo.

La mesa rebozaba con buenas cosas: extraños frutos y nueces


puntiagudas, queso, pan y requesón. Cuando al final Vasya se sentó y bajo
el ritmo, ella captó la mirada sardónica de Morozko.

—Tenía hambre —dijo a modo de disculpas—. No comemos tan bien


en casa.

—Puedo creerlo —respondió—. Te veías como un espectro a mitad


del invierno.

— ¿De verdad? —dijo Vasya, contrariada.

—Más o menos.

Vasya estaba callada. El fuego caía en su centro y la luz en el cuarto


iba de dorado a rojo.

—¿A dónde vas cuando no estás aquí?

—Donde guste —dijo él—. Es invierno en el mundo de los hombres.

—¿Duermes?

Él sacudió su cabeza.

—No como piensas, no.

Vasya miró involuntariamente a la gran cama, con su marco negro y


las mantas amontonadas como un ventisquero. Ella reprimió la pregunta,
pero Morozko atrapó su pensamiento. Él levantó una delicada ceja.

Vasya se sonrojó y tomó un gran tragó para esconder su cara


ardiente. Cuando volvió a mirarlo, él estaba riendo.

—No necesitas ponerme esa cara de vergüenza, Vasilisa Petrovna —


dijo él—. Esa cama fue hecha para ti por mis sirvientes.

—Y tú —comenzó Vasya. Se sonrojó aún más—. Tú nunca…

Él había recobrado su semblante nuevamente. Quitó otra astilla de


la flor de madera.
—A menudo, cuando el mundo era joven —dijo él con suavidad—.
Me dejaban doncellas en la nieve. —Vasya se encogió—. A veces morían. —
dijo él—. A veces eran tercas, o valientes y no lo hacían.

—¿Qué les ocurría a ellas? —dijo Vasya.

—Volvían a casa con el rescate de un rey —dijo Morozko,


secamente—. ¿No has oído los cuentos?

Vasya, aun sonrojada, abrió su boca y la cerró nuevamente.


Múltiples docenas de cosas que ella podría decir se precipitaron por su
cerebro.

—¿Por qué? —Se las arregló ella—. ¿Por qué salvaste mi vida?

—Me entretiene —dijo Morozko, a pesar de que no quitó la vista de


su tallado. La flor estaba crudamente terminada; dejó el cuchillo a un
lado, tomó un poco de vidrio, o hielo, y comenzó a alisarla.

La mano de Vasya fue lentamente hacia su cara, donde había estado


el beso de hielo.

— ¿De verdad?

No dijo nada, pero sus ojos encontraron los suyos más allá del fuego.
Ella tragó.

—¿Por qué salvaste mi vida y después intentaste matarme?

—Los valientes viven — respondió Morozko—. Los cobardes mueren


en la nieve. No sé de qué tipo eres tú. —Dejó la flor y alargó la mano. Sus
largos dedos acariciaron el lugar donde había estado la herida, en su
mejilla y mandíbula. Cuando su pulgar encontró su boca, la respiración se
atascó en su garganta—. La sangre es una cosa. La vista es otra. Pero el
coraje es el más raro de todos, Vasilisa Petrovna.

La sangre fluyó lejos de la piel de Vasya hasta que pudo sentir cada
estímulo del aire.

—Haces demasiadas preguntas —dijo Morozko de repente, y dejó


caer su mano.

Vasya le miró fijamente, ojos grandes en la luz del fuego.

—Fue cruel — dijo.


—Tendrás un largo camino —dijo Morozco—. Si no tienes el coraje
para encararlo, mejor, mucho mejor para ti sería morir silenciosamente en
la nieve. A lo mejor tenía la intención de ser amable.

—No silenciosamente —dijo Vaysa—. Y no fue amable. Me hiciste


daño.

Sacudió la cabeza. Había cogido la talla de nuevo.

—Eso fue porque luchaste —dijo—. No debería haber dolido.

Se giró, inclinándose contra Solovey. Hubo un largo silencio.

Entonces dijo muy lentamente.

—Perdóname Vasya. No tengas miedo.

Encontró sus ojos directamente.

—No lo tengo.

****

En el quinto día, Vasya le dijo a Solovey.

—Esta noche voy a trenzar tu crin.

El semental no se congeló exactamente, pero sintió todos sus


músculos ponerse rígidos. No necesito una trenza, dijo, sacudiendo la crin
en cuestión. La cortina negra pesada ondeó como el pelo de una mujer, y
caía bastante más debajo de su cuello. Era poco práctico y ridículamente
bello.

—Pero te gustará —persuadió Vasya—. ¿No sería mejor si no te


cayera sobre los ojos?

No, dijo Solovey, muy claramente.

La chica lo intentó de nuevo.

—Parecerás el príncipe de todos los caballos. Tu cuello es tan fino,


no debería estar oculto.

Solovey sacudió la cabeza ante este asunto de apariencia. Pero era


un poco vanidoso; todos los sementales lo eran. Le sintió dudar. Suspiró y
se inclinó en su espalda.
—Por favor.

Oh, muy bien, dijo el caballo.

Esa noche, tan pronto como el caballo estuvo limpio y cepillado,


Vasya se apropió de un taburete y empezó a trenzar su crin. Siendo
consciente de los sentimientos indignados del semental, abandonó los
planes de trenzas de bucle, rizos, o peinetas. En su lugar recogió su larga
crin en una buena trenza de espigas a lo largo de su cresta, así su cuello
tendría la apariencia de un arco más poderoso que nunca. Estaba
encantada. A escondidas, intentó tomar un par de las campanillas de
invierno que seguían, sin darse cuenta, en la mesa y trenzarlas en el pelo.
El semental estiró las orejas. ¿Qué estás haciendo?

—Añadiendo flores — dijo Vasya, culpable.

Solovey pisoteó el suelo. Sin flores.

Vasya, después de luchar consigo misma, las dejó a un lado con un


suspiro.

Trenzando el último final, paró y dio un paso atrás. La trenza


enfatizaba el pronunciado arco de su cuello negro y los gráciles huesos de
su cabeza. Animándose, Vasya arrastró el taburete alrededor para empezar
en la cola.

El caballo soltó un triste suspiro. ¿Mi cola también?

—Parecerás el señor de los caballos cuando termine. —Prometió


Vasya.

Solovey echó un vistazo alrededor en un furtivo intento de ver lo que


estaba haciendo. Si tú lo dices. Parecía estar reconsiderando las ventajas
de asearse. Vasya le ignoró, tarareando para sí misma, y empezó a tejer los
pelos más cortos sobre el hueso de su cola.

De repente una fría brisa revolvió los tapices, y el fuego saltó en el


horno. Solovey levantó las orejas. Vasya se volvió justo cuando se abrió la
puerta. Morozko atravesó el umbral, y la yegua blanca empujó su camino
dentro después de él. El calor de la casa golpeó con el vapor de su
cubierta. Solovey sacudió su cola fuera del agarre de Vasya y asintió de
una manera digna, e ignoró a su madre. Ella señaló con sus orejas su crin
trenzada.
—Buenas tardes, Vasilisa Petrovna —dijo Morozko.

—Buenas tardes, — dijo Vasya.

Morozko se quitó su toga exterior azul. Se deslizó por la punta de


sus dedos y desapareció en una nube de poder. Se quitó las botas, las
cuales se deslizaron a un lado y dejaron un rastro mojado en el suelo. Con
los pies desnudos, fue al horno. La yegua blanca le siguió. Cogió una
brizna de paja y empezó a frotarla arriba y abajo. En un parpadeo, la
brizna de paja se volvió un peine de cerdas. La yegua se quedó quieta con
las orejas caídas con placer.

Vasya se acercó, fascinada.

— ¿Convertiste la paja? ¿Eso fue magia?

—Como puedes ver. —Siguió con su cepillado.

— ¿Puedes decirme como lo hiciste? —Fue a su lado y echó un


vistazo con entusiasmo al cepillo en su mano.

—Estás demasiado atada a las cosas como son —dijo Morozko,


cepillando a la yegua blanca. Miró hacia abajo distraídamente—. Debes
permitir que las cosas sean lo que mejor se adapten a tu propósito. Y
entonces lo harán.

Vasya, desconcertada, no respondió. Solovey bufó, no queriendo ser


dejado a un lado. Vasya cogió su propia brizna de paja y empezó en el
cuello del caballo. Aunque no importaba como de fijamente lo mirara,
seguía siendo una brizna de paja.

—No puedes convertirlo en un cepillo —dijo Morozko, mirándola—.


Porque eso sería creer que ahora es una brizna de paja. Simplemente
permítele, ahora, ser un cepillo.

Contrariada, Vasya fulminó con la mirada el flanco de Solovey.

—No entiendo.

—Nada se convierte, Vasya. Las cosas son, o no son. La magia es


olvidar que algo alguna vez fue otra cosa que lo que quieres que sea.

—Sigo sin entenderlo.

— Eso no significa que no puedas aprender.


—Creo que estás jugando conmigo.

—Como quieras —dijo Morozko. Pero sonrió cuando lo dijo.

Esa noche, cuando la comida se había terminado y el fuego ardía


rojo, Vasya dijo:

— Una vez me prometiste una historia.

Morozko tomó un sorbo profundo de su taza antes de responder.

— ¿Qué historia, Vasilia Petrovna? Conozco muchas.

— Sabes cuál. El cuento de tu hermano y tu enemigo.

— Te prometí esa historia — dijo Morozko, a regañadientes.

— Dos veces he visto el roble torcido — dijo Vasya—. Cuatro veces


desde la infancia he visto el hombre de un ojo, y he visto al muerto
viviente. ¿Crees que voy a pedir otra historia?

—Entonces, bebe, Vasilisa Petrovna. —La suave voz de Morozko se


deslizó a través de sus venas con el vino—. Y escucha. — vertió el
aguamiel, y ella bebió. Parecía más viejo y extraño y muy lejano.

—Soy Muerte —dijo Morozko lentamente—. Ahora, como en el


principio. Hace mucho tiempo nací en las mentes de los hombres. Pero no
nací solo. Cuando miré por primera vez sobre las estrellas, mi hermano
estaba a mi lado. Mi gemelo. Y cuando vi por primera vez las estrellas,
también lo hizo él.

Las palabras tranquilas y silenciosas cayeron en la mente de Vasya y


vio los cielos haciendo carros de fuego, en formas que no conocía, y un
horizonte nevado que besaba un cortante horizonte, azul sobre negro.

— Tenía la cara de un hombre —dijo Morozko—. Pero mi hermano


tenía la cara de un oso, para los hombres un oso es muy aterrador. Esa
era la parte de mi hermano; hacía sentir miedo a los hombres. Se
alimentaba de su miedo, se atiborraba, y dormía hasta que tenía hambre
de nuevo. Adoraba el desorden por encima de todo; guerra y plaga y fuego
en las noches. Pero hace mucho tiempo le encerré. Soy Muerte, y el
guardián del orden de las cosas. Todo ocurre antes de mí; así es como
debe ser.

— ¿Si tú lo encerraste, entonces como…?


—Encerré a mi hermano —dijo Morozko, sin elevar la voz—. Soy su
guarda forestal, su guardián, su carcelero. A veces está despierto y a veces
duerme. Es un oso, después de todo. Pero ahora está despierto, y más
fuerte de lo que nunca ha sido. Tan fuerte que se está liberando. No puede
dejar el bosque. Todavía no. Pero ya ha dejado la sombra del roble, lo que
no ha hecho desde hace cientos de generaciones. Tu gente se asustó;
abandonaron los chyerti y ahora tu casa está desprotegida. Ya ha
satisfecho su hambre contigo. Mata a tu gente por la noche. Él hace la
caminata de la muerte.

Vasya se quedó en silencio un momento, absorbiéndolo.

— ¿Cómo puede ser derrotado?

—Por el engaño a veces —dijo Morozko—. Hace mucho tiempo le


derroté por la fuerza, pero entonces tuve otros que me ayudaron. Ahora
estoy solo, y olvidado. —Hubo un pequeño silencio—. Pero todavía no está
libre. Para liberarse completamente necesita vidas, bastantes vidas, y el
miedo de una muerte tormentosa. Las vidas de aquellos que pueden verle
son las más fuertes de todas. Si te hubiera cogido en los bosques la noche
que nos conocimos, entonces estaría libre, aunque todos los poderes del
mundo se hubieran ido contra él.

— ¿Cómo se le podría encerrar nuevamente? —dijo Vasya con un


toque de impaciencia.

Morozko medio sonrió.

—Tengo un último truco. — ¿Era su imaginación, o sus ojos se


detuvieron en su cara? Su talismán colgaba pesado en su garganta—. Le
encerraré con el solsticio de invierno, cuando soy más fuerte.

— Puedo ayudarte.

— ¿Puedes? —dijo Morozko con una diversión apenas visible. —


¿Una niña, mestiza y sin entrenar? No sabes nada de la tradición, o de
batalla, o magia. ¿Cómo puedes ayudarme exactamente, Vasilia Petrovna?

—Mantuve el domovoi vivo —protestó Vasya—. Mantuve el upyry


fuera de mi hogar.

—Bien hecho —dijo Morozko—. Un upyry recién nacido asesinado a


la luz del día, un pálido y pequeño domovoi aferrándose a la vida, y una
chica quien huye como una tonta hacia la nieve.
Vasya tragó.

—Tengo un talismán —dijo—. Mi niñera me lo dio. De parte de mi


padre. Me ayudó en las noches en las que el upyry vino. Puede que ayude
de nuevo. —Levantó el zafiro de debajo de su túnica. Era fría y pesada en
su mano. Cuando se giró hacia la luz del fuego, la joya de color azul
plateada resplandeció con una estrella de seis puntas.

¿Fue su imaginación o su cara empalideció un poco? Sus labios se


tensaron y sus ojos eran tan profundos e incoloros como el agua.

—Un pequeño talismán —dijo Morozko—. Una vieja y frágil magia,


para escudar a una niña. Una cosa insignificante para tener ante el Oso.
—Pero su mirada seguía puesta en ello.

Vasya no lo vio. Dejó ir su collar. Se inclinó hacia delante.

—Toda mi vida —dijo—, se me ha dicho ―ve‖ y ―ven‖. Se me ha dicho


como vivir, y se me ha dicho como morir. Deberé ser la sirvienta de un
hombre y una hembra para su placer, o deberé ocultarme detrás de unas
paredes y rendir mi cuerpo a un dios frio y silencioso. Me entregaría las
garras del mismísimo infierno, si hubiera un camino de mi propia elección.
Preferiría morir mañana en el bosque que vivir cientos de años de la vida
que se me ha señalado. Por favor. Por favor, déjame ayudarte.

Por un momento, Morozko pareció pensárselo.

— ¿No me has oído? —dijo al final—. Si el Oso toma tu vida,


entonces será libre, y entonces no habrá nada que pueda hacer. Mejor
quédate lejos de él. Solo eres una doncella. Ve a casa donde estabas a
salvo. Eso me ayudará; es lo mejor. Viste tus joyas. No vayas a un
convento. —No vio la dureza en su boca—. Habrá un hombre que se
casará contigo. Me aseguraré de ello. Te daré tu dote: un príncipe
encantador, como describen los cuentos. ¿Te gustaría eso? ¿Oro en tus
muñecas y garganta, la más fina dote en todo Rus?

Vasya de repente se puso en pie, enviando al suelo su taburete con


el movimiento. No pudo decir palabra alguna; corrió hacia la noche,
descalza y sin sombrero. Solovey le echó una mirada a Morozko y la siguió.

La casa se quedó en silencio, excepto por el chisporroteo del fuego.

Eso fue mezquino, dijo la yegua.


— ¿Estoy equivocado? —dijo Morozko—. Está mejor en casa. Su
hermano la protegerá. El Oso será encerrado. Habrá un hombre que se
case con ella, y vivirá a salvo. Llevará la joya. Vivirá mucho tiempo y
recordará. No necesito que arriesgue su vida. Sabes que es una inversión.

Entonces niegas lo que es. Se marchitará.

—Es joven. Se acostumbrará a ello.

La yegua no dijo nada.

***

Vasya no sabía cuánto tiempo cabalgó. Solovey la había seguido a la


nieve, y escaló sobre su lomo sin pensarlo apenas. Hubiera cabalgado por
siempre, pero con el tiempo el caballo la devolvió a la cabaña de madera.
La casa entre los abetos ondeó a la vista.

Solovey sacudió su crin.

Bájate, dijo. Hay fuego ahí dentro. Tienes frio, estás cansada y estás
asustada.

— ¡No estoy asustada! —soltó Vasya, pero se deslizó por la espalda


del caballo. Se encogió cuando sus dedos golpearon la nieve. Cojeando,
pasó entre los abetos y tropezó sobre el familiar umbral. El fuego saltaba
alto en el horno. Vasya se quitó la ropa exterior mojada, sin notar que los
silenciosos sirvientes se la llevaban lejos. De alguna manera fue hacia el
fuego. Se hundió en la silla. Morozko y la yegua blanca se habían ido.

Por último, bebió una taza de hidromiel y dormitó con sus pies
helados cerca del horno.

El fuego se apagó, pero la chica dormía. En la parte más oscura de


la noche, soñó.

Estaba en la celda de Konstantin. El aire apestaba a tierra y sangre,


y un monstruo se agacha sobre el cuerpo despedazado del cura. Cuando
levantó la cara, Vasya vió sus labios y barbilla cubiertos de sangre. Levanta
una mano para alejarlo, y ello lo eludió, saltó por la ventana y desapareció.
Vasya se arrodilla al lado de la cama, arañando las sábanas desgarradas.

Pero la cara entre sus manos no era el del Padre Kostantine. Los ojos
grises muertos de Alyosha la miraron directamente.
Vasya escuchó un gruñido y se giró. El upyr había regresado, y era
Dunya; Danya muerta, tambaleante, a medio camino a través de la ventana,
su boca abierta, el hueso se asomaba en las puntas de sus dedos. Danya,
quien había sido su madre. Y entonces las sombras en las paredes del cura
se volvieron una sola sombra, una sombra de un solo ojo que se rió de ella.

— Llora —dijo—. Estás asustada. Es delicioso.

Todos los iconos en la esquina volvieron a la vida y chillaron por su


aprobación. La sombra abrió la boca para reír también, y entonces no era
una sombra en absoluto, sino un oso, un gran oso con hambre entre sus
dientes. Rugió soltando llamas, y entonces la pared estaba ardiendo; su
casa estaba ardiendo. De alguna manera escuchó el grito de Irina.

Una cara sonriente se mostró entre las llamas con motas azules, con
un gran agujero oscuro donde debería estar un ojo.

—Ven —dijo—. Estarás con ellos, y vivirás para siempre. —Su


hermano y hermana muertos estaban al lado de esta aparición, y parecían
llamarla desde detrás de las llamas.

Algo duro abofeteó a Vasya, pero no le prestó atención.

Estiró una mano.

—Alyosha —dijo—. ¡Lyoshka!

Pero un fuerte dolor llegó, más afilado que el anterior. Vasya saltó
fuera del sueño, estrangulando un sonido entre un sollozo y un grito.
Solovey estaba embistiéndola ansiosamente con su nariz; había mordido
su antebrazo. Agarró a su cálido semental. Sus manos eran como dos
masas de hielo; sus dientes castañeaban. Enterró su cara en su pelaje. Su
cabeza estaba llena de gritos, y esa voz riéndose. Ven, o nunca los volverás
a ver de nuevo. Entonces escuchó otra voz, sintió una ráfaga de aire
helado.

—Atrás, gran buey. —Hubo un gruñido de indignación de Solovey, y


después hubo unas manos fría sobre la cara de Vasya. Cuando intentó
mirar, todo lo que pudo ver fue la casa de su padre ardiendo, y un hombre
de un solo ojo haciéndole señas.

Olvídale, dijo el hombre de un solo ojo. Ven aquí.

Morozko siseó algo que no entendió. Después:


—Toma —dijo—. Bebe.

Había hidromiel en sus labios; olía la miel. Tragó, hasta el fondo, y


bebió. Cuando levantó la cabeza, la taza estaba vacía y su respiración se
había ralentizado. Pudo ver las paredes de la casa de nuevo, aunque se
movían por los bordes. Rió débilmente.

—Estoy bien —empezó, pero su risa se volvió llanto y fue


sobrepasada por la tormenta de lágrimas. Cubrió su cara.

Morozko la observaba con ojos entrecerrados. Todavía podía sentir la


marca de sus manos, y una de sus mejillas palpitaba donde la había
abofeteado.

Al cabo de un tiempo sus lágrimas se ralentizaron.

—He tenido una pesadilla —dijo. No lo miró a la cara. Se encorvó en


su silla, helada y avergonzada, pringosa de lágrimas.

—No lo parecía —dijo Morozko—. Era más que una pesadilla; ha sido
mi propio error. —Viendo su escalofrío, hizo un sonido de impaciencia—.
Ven aquí conmigo, Vasya.

Cuando ella dudó, añadió de modo cortante.

—No te haré daño, niña, y te tranquilizará. Ven aquí.

Confundida, se estiró y se puso en pie, luchando contra las


lágrimas. Él le puso una capa a su alrededor, no sabía dónde la había
conseguido, a lo mejor la había conjurado en el aire. Él la levantó y se
hundió sobre el cálido banco junto al horno con ella en sus brazos. Era
amable. Su respiración era el viento de invierno, pero su cuerpo estaba
caliente, y su corazón palpitaba bajo su mano. Quería echarse hacia atrás,
mirarle con todo su orgullo, pero estaba helada y asustada. Su pulso
golpeteaba en sus oídos. Torpemente, dejó su mano en la curva de su
hombro. Él pasó sus dedos a través de su pelo suelto. Lentamente, su
temblor cesó.

—Estoy bien ahora —dijo al cabo de un tiempo, un poco inestable—.


¿Qué quisiste decir con tu propio error?

Sintió su risa, más que escucharla.


—Medved es el señor de las pesadillas. La ira y el miedo son su
comida y bebida, así que captura las mentes de los hombres. Perdóname,
Vasya.

Vasya no dijo nada.

Después de un momento, dijo:

—Cuéntame tu sueño.

Vasya se lo contó. Estaba temblando de nuevo cuando terminó, y él


la sujeto y se quedó en silencio.

—Tenías razón —dijo Vasya al final—. ¿Qué sabré yo de magia


antigua, o antiguas rivalidades, o algo de eso? Pero debo ir a casa. Puedo
proteger a mi familia, al menos por un tiempo. Padre y Alyosha lo
entenderán cuando me haya explicado.

La imagen de su hermano muerto la desgarraba.

—Muy bien —dijo Morozko. Ella no le estaba mirando, así que no vio
su sombría cara.

— ¿Puedo llevarme a Solovey conmigo? —dijo Vasya con vacilación.


—. ¿Si desea venir?

Solovey lo escuchó y sacudió su crin. Puso su cabeza hacia abajo


para mirar a Vasya por un ojo. Donde tú vayas, yo iré, dijo el semental.

—Gracias —susurró Vasya y acarició su nariz.

—Mañana te irás. —Interrumpió Morozko—. Duerme el resto de la


noche.

— ¿Por qué? —dijo Vasya, apartándose para mirarlo—. Si el Oso está


esperando en mis sueños, definitivamente no voy a dormir.

Morozko sonrió de forma torcida.

—Pero esta vez yo estaré aquí. Incluso en tus sueños, Medved no se


hubiera atrevido en mi casa si no hubiera estado lejos.

— ¿Cómo supiste que estaba soñando? —preguntó Vasya—. ¿Cómo


volviste a tiempo?

Morozko levantó una ceja.


—Lo supe. Y volví a tiempo porque no hay nada bajo estas estrellas
que corra más rápido que la yegua blanca.

Vasya abrió la boca para otra pregunta, pero la extenuación la


golpeó como una ola. Intentó ahuyentar el sueño, asustada de repente.

—No —susurró—. No, no puedo soportarlo de nuevo.

—No volverá —dijo Morozko. Su voz estaba fija en su oreja. Sintió los
años en él, y la fuerza—. Todo estará bien.

—No te vayas —susurró.

Algo que no pudo leer cruzó su cara.

—No lo haré —dijo. Y entonces no importó. El sueño era una gran


ola oscura, y pasó sobre y a través de ella. Sus parpados se agitaron hasta
cerrarse.

—El sueño es pariente de la muerte, Vasya. —murmuró sobre su


cabeza—. Y ambos son míos.

****

Él todavía estaba allí cuando despertó como había prometido. Gateó


fuera de su cama y fue hacia el fuego. Estaba sentado muy quieto mirando
las llamas. Era como si no se hubiera movido en absoluto. Si Vasya
miraba fijamente, podía ver el bosque a su alrededor, y él un gran silencio
blanco sin forma, justo en el medio. Pero cuando se sentó en su propia
banqueta, miró alrededor y parte de la lejanía dejó su cara.

— ¿Dónde fuiste ayer? —le preguntó—. ¿Dónde estabas, cuando el


Oso supo que estabas lejos?

— Aquí y allá —respondió Morozko—. Te he traído unos regalos.

Un montón de fardos descansaban al lado del fuego. Vasya les echó


un vistazo. Levantó una ceja como invitación, y ella era suficientemente
niña como para ir inmediatamente hacía el primer fardo y abrirlo, con su
corazón latiendo rápidamente. Contenía un vestido verde cortado en
scarlet, y una capa de piel de marta. Había botas hechas de fieltro y pelo,
adornadas con bayas carmesís. Había tocados para su pelo, y joyas para
sus dedos; muchas joyas; Vasya las sopesó en su mano. Había plata y oro,
en alforjas de cuero pesadas. Había tejidos de plateados y ricos tejidos
suaves que no conocía.

Vasya lo miró todo junto. Soy la chica de la historia, pensó. Este es el


príncipe encantado. Ahora me devolverá a casa de mi padre cubierta de
regalos.

Ella recordó sus manos en la noche, unos cuantos momentos de


amabilidad.

No, eso no fue nada. Así no va la historia, solo soy la chica en el


cuento de hadas, y él es el malvado demonio helado. La doncella dejará el
bosque, se casará con un hombre encantador, y olvidará toda la magia.

¿Por qué sentía este dolor? Dejó las telas a un lado.

— ¿Esta es mi dote? —Su voz era suave. No sabía lo que su cara


mostraba.

—Debes tener uno —dijo Morozko.

—No de ti —susurró Vasya. Lo vio echarse atrás—. Llevaré tus


galantos a mi madrastra. Solovey irá a Lesnaya Zemlya conmigo si lo
desea. Pero no tendré nada más tuyo, Morozko.

— ¿No tendrás nada mío, Vasya? —dijo Morozko, y por primera vez
escuchó una voz humana.

Vasya se tropezó hacia atrás, trastabillando con el chantaje del


príncipe diseminado a sus pies.

— ¡Nada! —supo que estaba llorando e intentó hablar


razonablemente—. Encierra a tu hermano y sálvanos. Me voy a casa.

Su capa colgaba al lado del fuego. Se puso sus botas y cogió la cesta
de campanillas de invierno. Parte de ella quería que el objetara, pero no lo
hizo.

—Entonces cruzarás la barrera de tu villa al atardecer —dijo


Morozko. Estaba de pie. Hizo una pausa—. Cree en mí, Vasya. No me
olvides.
Capítulo 26
En el Deshielo
Traducido por krispipe

Ella es solo una pobre tonta, pensó Konstatin Nikonovich. Él dijo que
no la mataría. Debo conseguir que me deje en paz. Nadie puede saber de
esto.

Un amanecer gris y un sol rojo se elevaron en el cielo. ¿Dónde está el


límite del que habló? En el bosque. Galantos. El viejo roble antes del
amanecer.

Konstantine se arrastró hasta la habitación de Anna y tocó su


hombro. Su hija dormía junto a ella, pero Irina no se movió. Puso una
mano en la boca de Anna para amortiguar su chillido.

—Ven conmigo —dijo—. Dios nos ha llamado. —La atrapó con su


mirada. Ella se quedó quieta con la boca abierta. Él la besó en la frente.

—Ven —dijo.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos y de repente llenos de


lágrimas.

—Sí —dijo.

Lo siguió como un perro. Él había estado preparado para susurrar,


decir tonterías, pero todo lo que necesitó fue una mirada y ella lo había
seguido. Estaba oscuro, pero el cielo del este se había iluminado. Hacía
mucho frío. Puso su capa alrededor de ella y la sacó de la casa. Habían
pasado meses desde que Anna había salido al aire libre, incluso en la luz
del día, pero ahora lo siguió con solo un ligero estímulo de su desigual
respiración mientras cruzaban la barrera del pueblo.

Llegaron a un viejo roble un poco adentrado en el bosque.


Konstantine nunca lo había visto antes. Todo a su alrededor era invierno,
el sudario de la nieve amarga, la tierra como hierro, el río como mármol
azul. Pero debajo del roble la nieve se había derretido, y –Konstantine se
acercó un poco más– el suelo estaba cubierto de campanillas de invierno.
Anna se agarró a su brazo.

—Padre —susurró—. Oh, Padre, ¿qué es eso? Aún es invierno,


demasiado pronto para los galantos.

—El deshielo —dijo Konstantine, cansado, enfermo y seguro—. Ven,


Anna.

Ella hincó su mano en la suya. Su toque era como el de un niño. En


la luz del amanecer, pudo ver los negros espacios entre sus dientes.

Konstantine la acercó más al árbol, con su alfombra de


intempestivas campanillas de invierno. Más y más cerca.

Y de repente estaban en un claro que ninguno de ellos había visto


antes. El roble estaba solo en el centro, mientras que las flores blancas se
arracimaban sobre sus canosas rodillas. El cielo era blanco. El suelo
estaba fangoso, convirtiéndose en lodo.

—Bien hecho —dijo la voz. Parecía venir del aire, del agua. Anna dejó
escapar un grito sollozante. Konstanti vio una sombra en la nieve, que
crecía monstruosamente vasta, larga y distorsionada, la sombra más negra
que jamás había visto. Pero Anna no miraba la sombra, sino el aire más
allá. Apuntó con un dedo tembloroso y gritó. Gritó y gritó.

Konstantin miró hacia donde miraba Anna, pero no vio nada.

La sombra pareció estirarse y estremecerse, como un perro bajo la


caricia de su amo. Los gritos de Anna rompieron el aire vacío. La luz era
plana y tenue.

—Bien hecho, mi sirviente —dijo la sombra—. Ella es todo lo que


podría desear. Puede verme, y tiene miedo. Grita, vedma, grita.

Konstantine se sintió vacío, extrañamente calmado. Apartó a Anna


de él, aunque ella se agarró y arañó. Sus uñas se clavaron en su brazo
cubierto de lana.

—Ahora —dijo Konstantin—. Cumple tu promesa. Déjame. Trae la


chica de vuelta.
La sombra se aquietó, como el jabalí que escucha el paso lejano del
cazador.

—Ve a tu hogar, hombre de Dios —dijo—. Vuelve y espera. La chica


vendrá a ti. Lo juro.

Los gritos aterrados de Anna crecieron aún más. Se arrojó al suelo y


besó los pies del sacerdote y lo abrazó.

—Batyushka —suplicó—. ¡Batyushka! No, por favor. No me dejes, te


lo ruego. ¡Te lo ruego! Eso es un demonio. ¡Eso es el diablo!

Konstantin estaba lleno de un cansado disgusto.

—Muy bien —le dijo a la sombra.

Empujó a Anna a un lado.

—Te aconsejo que reces. —Ella sollozó aún más.

—Me voy —dijo Konstantin a la sombra—. Esperaré. No incumplas


tu palabra.
Capítulo 27
El oso invernal
Traducido por Candy27

Vasya volvió a Lesnaya Zemlya a la primera luz de un amanecer


invernal claro. Solovey la llevó a la parte de la cerca más cercana a la casa.
Cuando se puso en pie en su espalda pudo alcanzar la parte alta de la
pared con pinchos.

Esperaré por ti, Vasya, dijo el semental. Si me necesitas, solo tienes


que llamarme.

Vasya puso una mano en su cuello. Después saltó la cerca y cayó


sobre la nieve.

Encontró a Alyosha solo en la cocina nevada, armado y caminando


de un lado a otro, cubierto y con las botas puestas. Hermano y hermana se
miraron fijamente el uno al otro.

Después Alyosha dio dos zancadas, agarrándola y tirándola hacia él.

—Dios, Vasya, me has asustado —dijo en su pelo—. Pensé que


estabas muerta. Al infierno Anna Ivanovna y la upyry, iba a ir a buscarte.
¿Qué pasó? Tú… tú ni siquiera pareces helada. —La echó para atrás un
poco—. Pareces diferente.

Vasya pensó en la casa entre los árboles, en la buena comida y en el


descanso y el calor. Pensó en los paseos sin fin a través de la nieve, y
pensó en Morozko, en la manera en que la miraba sobre el fuego por las
tardes.

—A lo mejor soy diferente —Dejó caer las flores.

Alyosha jadeó.

— ¿Dónde? —tartamudeó—. ¿Cómo?

Vasya sonrió de forma torcida.


—Un regalo —dijo.

Alyosha alargó la mano y tocó un frágil tallo.

—No funcionará, Vasya —dijo, recuperándose—. Anna no


mantendrá su promesa. La villa ya está temerosa. Si una palabra de esto
sale…

—No se lo diremos —dijo Vasya firme—. Es suficiente que mantenga


mi parte del trato. En el solsticio de invierno, los muertos volverán a
quedarse en su descanso. Padre volverá a casa, y tú y yo le haremos entrar
en razón. Mientras tanto, está el guardián de la casa.

Se giró hacia el horno.

En ese momento, Irina entró tropezando en la habitación. Lloriqueó


un poco.

— ¡Vasochka! Estás de vuelta. Estaba tan asustada. —Echó los


brazos alrededor de Vasya, y Vasya acarició el pelo de su hermana. Irina se
separó—. ¿Pero dónde está Madre? —dijo—. No está en la cama a pesar de
que normalmente duerme hasta tarde. Pensé que estaría en la cocina.

Un dedo frío tocó la parte de atrás de su cuello, aunque no estaba


segura de porqué.

—A lo mejor está en la iglesia, pajarito —dijo—. Iré a ver. Mientras


tanto, aquí hay algunas flores para ti.

Irina agarró las flores y las presionó contra sus labios.

—Tan pronto. ¿Ya es primavera, Vasochka?

—No —respondió Vasya—. Solo son promesas. Mantenlas ocultas.


Debo encontrar a tu madre.

No había nadie en la iglesia excepto el Padre Konstantin. Vasya


caminó suavemente en el silencio. Las imágenes parecían mirarla.

—Tú —dijo Konstantin con cansancio—. Él mantuvo su promesa.

No quitó la vista de las imágenes.

Vasya caminó a su alrededor para quedar entre él y las imágenes.


Un fuego lento ardía en sus ojos hundidos.
—He dado todo por ti, Vasilisa Petrovna.

—No todo —dijo Vasya—, dado que claramente tu orgullo está


intacto, así como tus ilusiones. ¿Dónde está mi madrastra, Batyushka?

—No, lo he dado todo —dijo Konstantin. Su voz se elevó; parecía


hablar a pesar de sí mismo—. Pensé que la voz era Dios, pero no lo era. Y
me he quedado en mi pecado, mi deseo por ti. Escuché al demonio para
zafarme de ti. Ahora nunca volveré a estar limpio.

— Batyushka —dijo Vasya— ¿Qué demonio?

—La voz en la oscuridad —dijo Konstantin—. El portador de


tormentas. La sombra en la nieve. Pero me dijo… — Konstantin cubrió su
cara con las manos. Sus hombros se sacudieron.

Vasya se arrodilló y le quitó las manos de la cara al cura.

— Batyushka, ¿dónde está Anna Ivanovna?

—En el bosque —dijo Konstantin. Estaba mirando fijamente su cara


como si estuviera fascinado, como Alyosha había hecho. Vasya se preguntó
que cambio se había originado en ella en la casa entre los árboles—. Con
la sombra. El coste de mis pecados.

—Batyushka —dijo Vasya, con mucho cuidado—. En ese bosque,


¿viste un gran roble, negro y torcido?

—Por supuesto que conoces el lugar —dijo Konstantin—. Es el lugar


que frecuentan los demonios.

Entonces se sobresaltó. Todo el color se había ido de la cara de


Vasya.

— ¿Qué pasa, chica? —dijo con algo de su manera arrogante


antigua—. No puedes lamentar la muerte de esa vieja loca mujer. Ella te
hubiera matado.

Pero Vasya ya se había ido, levantado y corrido hacia la casa. La


puerta se cerró de golpe detrás de ella.

Había recordado a su madrastra mirando fijamente con ojos saltones


al domovoi.

Desea por encima de todo las vidas de aquellos que pueden verle.
El Oso tenía a su bruja, y estaba atardeciendo.

Puso dos dedos en su boca y silbó de forma aguda. El humo fluía ya


de las chimeneas. Su silbido separó la mañana como las flechas de los
saqueadores, y la gente salió de sus casas. ¡Vasya! escuchó. ¡Vasilisa
Petrovna! Pero entonces todo quedó en silencio, excepto por Solovey que
había saltado la cerca. Galopó hacia Vasya y no rompió su galope cuando
saltó sobre su espalda. Escuchó gritos de sorpresa.

El caballo derrapó hasta parar en el dvor. Desde el establo salieron


los relinchos de los caballos. Alyosha salió corriendo de la casa, con una
espada desnuda en la mano. Irina, detrás de él, cerniéndose encogida de
miedo en el umbral. Se quedaron quietos y miraron fijamente a Solovey.

—Lyoshka, ven conmigo —dijo Vasya—. ¡Ahora! No hay tiempo.

Alyosha miró a su hermana y al semental castaño. Miró a Irina y


miró a la gente.

— ¿Lo llevarás a él también? —le dijo Vasya a Solovey.

Si, dijo Solovey. Si me lo pides. ¿Pero a donde vamos, Vasya?

—Al roble. Al claro del Oso —dijo Vasya—. Tan rápido como puedas
correr.

Alyosha, sin decir palabra, saltó detrás de ella.

Solovey levantó la cabeza, un semental al acecho de la batalla. Pero


dijo:

No puedes hacerlo sola. Morozko está muy lejos. Dijo que debía
esperar hasta el solsticio de invierno.

— ¿No puedo? — dijo Vasya. — Lo haré. Vamos.

****

Anna Ivanovna ya no tenía voz. Las cuerdas vocales y los músculos


estaban todos torcidos y rotos. Aún así intentó gritar, aunque solo un
chirrido arruinado escapó de sus labios. El hombre de un solo ojo se
sentaba a su lado, tirada sobre la tierra y sonreía.
—Oh, mi hermosura —dijo—. Grita de nuevo. Es precioso. Tu alma
madura mientras gritas.

Se inclinó más cerca. En un instante vio a un hombre con cicatrices


torcidas azules en su cara. En el siguiente instante, inclinado sobre ella,
vio un oso de un solo ojo sonriendo, su cabeza y hombros parecían romper
el cielo. Después no era nada en absoluto: una tormenta, viento, un fuego
salvaje de verano. Una sombra. Ella se arrastró lejos, teniendo arcadas.
Intentó ponerse en pie tambaleando. Pero la criatura sonrió hacia ella y
sus miembros perdieron la fuerza. Tirada allí, respirando el aire apestoso.

—Eres gloriosa —dijo la criatura, inclinándose más cerca, babeando.


Pasó duras manos sobre su carne. Agachado a sus pies estaba otra figura,
envuelta de blanco, pequeña. La cara encogida hasta casi la nada, solo
ojos cerrados, estrecha sien y una boca abierta enorme y voraz. Estaba
agachada sobre la tierra, con la cabeza entre las rodillas. Cada vez que
ahora y entonces miraba a Anna, un destello de hambre brillaba en sus
ojos negros.

—Dunya —dijo Anna, sollozando. Porque era ella, vestida como la


había enterrado—. Dunya, por favor.

Pero Dunya no dijo nada. Abrió su boca cavernosa.

—Muere —dijo Medved con una ternura cautivadora, dejando ir a


Anna y dando un paso atrás—. Muere y vive para siempre.

El upyr arremetió. Anna se resistió solo arañando con sus débiles


dedos.

Pero entonces desde el otro lado del claro vino el rugido resonante de
un semental.

****

Mientras Solovey galopaba, Vasya le contó a Alyosha que el


monstruo tenía a su madrastra, y si la mataba, sería libre para quemar
con terror el campo.

—Vasya —dijo Alyosha, tomándose un momento para digerir esto—.


¿Dónde estuviste?

—Era la invitada del rey del invierno —dijo Vasya.


—Bueno, deberías haber traído de vuelta un príncipe encantador —
dijo Alyosha al final, y Vasya rió.

El día se estaba acabando. Un extraño olor, caliente y nauseabundo,


se arrastro entre los troncos de los árboles. Solovey corrió hacia delante
incansablemente, con las orejas hacia delante. Era un caballo para que
montara el hijo de un dios, pero las manos de Vasya estaban vacías, y ella
no sabía cómo luchar.

No debes tener miedo, dijo Solovey, y ella le acarició su elegante


cuello.

Delante se alzaba el gran árbol de roble. Detrás de ella, Vasya sintió


como Alyosha se tensaba. Los dos jinetes pasaron el árbol y se
encontraron en un claro, un lugar que Vasya no conocía. El cielo era
blanco, el aire caliente, por eso sudaba bajo su ropa.

Solovey se encabritó, relinchando. Alyosha se aferró a Vasya por la


cintura. Una cosa blanca estaba tirada boca abajo en la tierra embarrada,
mientras otra figura estaba tirada jadeando a su lado. Un gran charco de
sangre estaba alrededor de ellos.

Encima de ellos, esperando, sonriendo, estaba el Oso. Pero ya no era


un hombre pequeño con cicatrices en su piel. Ahora Vasya vio en verdad a
un oso, pero más grande que cualquier oso que hubiera visto. Su pelaje
estaba parcheado y de color amarillento; sus labios negros brillaban
alrededor de una gran y enmarañada boca.

Una pequeña sonrisa apareció en eso labios negros cuando los vio, y
la lengua se asomaba roja entre ellos.

— ¡Ahora dos! —dijo—. Cuanto mejor. Pensé que mi hermano ya te


tenía, chica, pero supongo que es demasiado tonto como para mantenerte.

Por la esquina del ojo, Vasya vio la yegua blanca entrar en el claro.

—Ah, no, aquí está —dijo el Oso. Pero su voz se había endurecido—.
Hola, hermano, ¿vienes a despedirme?

Morozco le dio a Vasya una rápida y ardiente mirada, y ella sintió un


fuego en respuesta creciendo en ella: poder y libertad juntos. El gran
semental castaño rojizo estaba a su lado, los ojos salvajes del demonio
helado allí, y entre ellos el monstruo. Ella balanceó su cabeza hacia atrás y
rio, y mientras lo hacía, sintió la joya de su garganta quemar.
—Bueno —le dijo Morozko, irónicamente, en una voz como el
viento—. Intenté mantenerte a salvo.

Un viento se estaba levantando. Era uno pequeño, ligero, rápido y


ansioso. Un poco de la nube blanca voló lejos de sus cabezas, y Vasya
pudo vislumbrar un cielo de atardecer puro. Escuchó a Morozko hablar,
suave y claramente, pero no entendió las palabras. Sus ojos se fijaron en
algo que Vasya no pudo ver. El viento creció más fuerte, ansioso.

— ¿Crees que me asustas, Karachun? —dijo Medved.

—Puedo comprar tiempo, Vasya —dijo el viento en el oído de Vasya.


—. Pero no se cuanto tiempo. Habría sido más fuerte en el solsticio de
invierno.

—No hay tiempo. Tiene a mi madrastra —respondió Vasya—. Lo


había olvidado. Ella también puede ver.

De repente se dio cuenta de que había otras caras entre los árboles,
en el borde del claro. Habia una mujer desnuda con un cabello largo y
húmedo, y había una criatura parecida a un hombre viejo, con la piel
parecida a la corteza de un árbol. Estaba el vodianoy, el rey del rio, con
sus grandes ojos de pez. El polevik estaba allí, y el bolotnik. Había otros,
docenas. Criaturas parecidas a cuevos y criaturas parecidas a rocas,
champiñones y montones de nieve. Muchas de ellas reptando hacia
delante hacia donde estaba de pie la yegua blanca al lado de Vasya y
Solovey, y se apiñaron a sus pies. Detrás de ella, Alyosha soltó un silbido
de sorpresa.

—Puedo verlos, Vasya.

Pero el Oso estaba también hablando, en una voz que era como la de
un hombre gritando. Y algunos de los chyerti fueron hacia él. El bolotnik,
la malvada criatura del pantano. Y, Vasya sintió como su corazón se
paraba, el rusalka, salvaje, vacio, y anhelante en su extraña y amable
cara.

Los chyerti tomaron sus bandos, y Vasya vio todas sus caras
decididas. Rey de invierno. Medved. Responderemos. Vasya sintió como
todo vibraba en la cúspide de la batalla; su sangre se calentó. Escuchó
muchas voces. Y la yegua blanca también dio un paso adelante, como
Morozko en su espalda. Solovey relinchó y pisoteó la tierra.
—Ve, Vasya —dijo el viento con la voz de Morozko—. Tu madrastra
debería estar viva Dile a tu hermano que su espada no morderá la carne
de la muerte. Y… no mueras.

La chica cambió su peso y Solovey los llevó hacia delante en un


galope trepidante. El Oso rugió e instantáneamente el claro fue un caos. El
rusalka saltó encima del vodianoy, su padre, y rasgó sus hombros
verrugosos. Vasya vio al leshy herido, derramando algo parecido a savia
desde el tajo en su trompa. Solovey siguió galopando. Llegaron al gran
charco de sangre y derraparon hasta detenerse.

El upyr alzó la vista y siseó. Anna estaba tirada con la cara gris
debajo de ella, cubierta de barro, sin moverse. Duya estaba cubierta de
sangre y suciedad, su cara manchada de lágrimas.

Anna exhaló un suspiro lento y borboteante. Su garganta se


extendía abierta. Detrás de ellos vino un rugido de victoria del Oso. Dunya
estaba agachada como un gato cerca de saltar. Vasya la miró fijamente a
los ojos y se deslizó por la espalda de Solovey.

No, Vasya, dijo el semental. Vuelve a subir.

—Lyoshka —dijo Vasya, sin quitar sus ojos de Dunya—. Ve a luchar


con los otros. Solovey me protegerá.

Alyosha se deslizó por la espalda de Solovey.

—Como si fuera a dejarte —dijo. Algunas de las criaturas del Oso los
rodearon. Alyosha soltó un grito de guerra y balanceó su espada. Solovey
bajo la cabeza, como un toro a punto de embestir.

—Dunya —dijo Vasya—. Dunyashka. —Vagamente escuchó a su


hermano gruñir mientras el borde de la batalla le encontraba. Desde algún
lugar, llegó un aullido como el de un lobo, un lloro como el de una mujer.
Pero ella y Dunya estaba de pie en un pequeño núcleo de silencio. Solovey
pateó la tierra, con las orejas planas contra su cráneo.

Esa criatura no te conoce, dijo.

—Claro que sí. Sé que sí. —Esa mirada de terror en la cara del upyr
se enfrentaba ahora con hambre ávida—. Simplemente le diré que no
necesita tener miedo. Dunya… Dunya, por favor. Sé que tienes frio ahí, y
que estás asustada. ¿Pero no puedes acordarte de mí?
Dunya jadeó con toda la luz del infierno en sus ojos.

Vasya desenvainó el cuchillo de su cinturón y la arrastró


profundamente a lo largo de las venas de su muñeca. La piel se resistió
antes de ceder, y entonces la sangre se propagó. Solovey dio un respingo
hacia atrás por instinto.

— ¡Vasya! —lloró Alyosha, pero ella no le prestó atención. Vasya dio


un gran paso hacia delante. Su sangre se derramaba escarlata contra la
nieve, en el barro y sobre las campanillas de invierno. Detrás, Solovey se
encabritó.

—Aquí, Dunyashka —dijo Vasya—. Aquí. Tienes hambre. Me


alimentaste bastante a menudo. ¿Recuerdas? —Extendió su sangrante
brazo.

Y entonces no tuvo más tiempo para pensar. La criatura se abalanzó


contra su mano como un niño codicioso, pegando su boca a su muñeca, y
bebió.

Vasya continuó de pie, intentando desesperadamente mantenerse en


pie.

La criatura gimoteaba mientras bebía. Más y más gimoteaba, y de


repente lanzó su brazo lejos y se tropezó hacia atrás. Vasya se tambaleó,
aturdida, flores negras florecían en los bordes de si visión. Pero Solovey
estaba detrás de ella, manteniéndola en pie, olfateando su ansiedad.

Su muñeca había sido roída como su fuera un hueso. Apretando los


dientes, Vasya rasgó una tira de su camisa y la vendó fuertemente.
Escuchó el silbido de la espada de Alyosha. La presión de la lucha barría a
su hermano y lo lanzaba lejos.

La upry la estaba mirando con terror desdichado. Su nariz, su


barbilla y sus mejillas estaban salpicadas y manchadas de sangre. El
bosque pareció aguantar la respiración.

—Marina —dijo el vampiro, y era la voz de Dunya.

En ese punto vino un rugido de furia.

La luz del infierno desapareció de los ojos del vampiro. La sangre se


agrietó y se descascarilló en su cara.
—Mi propia Marina, al fin. Ha pasado mucho tiempo.

—Dunya —dijo Vasya—. Me alegro de verte.

—Marina, Marushka, ¿Dónde estoy? Tengo frio, he estado tan


asustada.

—Está bien —dijo Vasya, peleando contra las lágrimas—. Todo


estará bien. —Envolvió sus brazos alrededor de la cosa que olía a muerte—
. Ahora ya no tienes que estar asustada. —Desde atrás llegó otro rugido.
Dunya se sacudió en los brazos de Vasya—. Tranquila —dijo Vasya, como
si fuera una niña—. No mires. —Saboreó la sal en sus labios.

De repente Morozko estaba a su lado. Estaba respirando rápido, y


tenía una mirada salvaje que hacia juego con la de Solovey.

—Eres una tonta loca, Vasilisa Petrovna —dijo. Cogió un puñado de


nieve y lo presionó contra su sangrante brazo. Se congelo hasta hacerse
sólido, coagulando la sangre. Cuando limpió el exceso, encontró que la
herida cubierta en una fina película de hielo.

— ¿Qué ha pasado? — dijo Vasya.

—Los chyerti siguen en pie —respondió Morozko sombríamente—.


Pero no durará. Tu madrastra está muerta, así que el Oso está suelto. Se
liberará pronto… muy pronto.

La lucha había vuelto al claro. Los espíritus del bosque eran como
niños al lado de la mole que era el Oso. Había crecido; sus hombros
parecían separar el cielo. Se abalanzó contra el polevik con grandes garras
y lo arrojó lejos. El rusalka estaba de pie a su lado, aullando con un lloro
sin palabras. El Oso lanzó hacia atrás su gran cabeza peluda.

— ¡Libre! —rugió, gruñendo y riendo. Se abalanzó hacia el leshy, y


Vasya escuchó la madera astillándose.

—Entonces tienes que ayudarles —soltó Vasya—. ¿Por qué estás


aquí?

Morozko entrecerró los ojos y no dijo nada. Vasya se preguntó, por


un ridículo instante, si había vuelto para evitar que se matara a sí misma.
La yegua blanca descansó su nariz contra la mejilla marchitada de Dunya.
—Te conozco —susurro hacia el caballo la vieja mujer—. Eres tan
bonita. —Entonces Dunya vio a Morozko y un miedo borroso volvió a sus
ojos—. A ti también te conozco —dijo.

—No me verás de nuevo, Avdotya Mikhailovna, tengo grandes


esperanzas —dijo Morozko. Pero su voz era amable.

—Llévatela —dijo Vasya rápidamente—. Deja que muera de verdad


ahora, así no tendrá miedo. Mira, ya se está olvidando.

Era cierto. La claridad había empezado a desaparecer de la cara de


Dunya.

— ¿Y tú, Vasya? —dijo Morozko—. Si me la llevo, estaría obligado a


dejar este lugar.

Vasya pensó en enfrentarse al Oso sin él y dudó.

— ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

— Un instante. Una hora. No puedo decirlo.

Detrás de ellos el Oso llamó. Dunya se sacudió ante la orden.

— Debo ir a él —susurró—. Debo… Marushka, por favor.

Vasya tomo su decisión.

— Tengo una idea —dijo.

— Sería mejor…

—No —ladró Vasya—. Llévala lejos ahora. Por favor. Era mi madre.
—Agarró el brazo del demonio helado con ambas manos—. La yegua
blanca dijo que eras un dador de regalos. Haz esto por mi ahora, Morozko.
Te lo suplico.

Hubo un largo silencio. Morozko miró hacia la batalla en la


distancia. Miró de vuelta hacia ella. Por el instante de un parpadeo, su
mirada se mantuvo entre los árboles. Vasya miró hacia donde él lo hacía
pero no vio nada. Pero de repente el demonio del hielo sonrió.

—Muy bien —dijo Morozko. Sin esperarlo se inclinó, la acercó y la


besó, rápido y feroz. Ella le miró con los ojos abiertos de par en par—.
Entonces debes aguantar —dijo—. Tanto como puedas. Se valiente.
Dio un paso hacia atrás.

—Ven, Avdotya Mikhailovna, y toma el camino conmigo.

Repentinamente él y Dunya estaban a horcajadas en el caballo


blanco, y solo un cuerpo arrugado, sangriento y vacio descansaba a los
pies de Vasya.

—Hasta siempre —susurró Vasya, luchando contra la urgencia de


llamarla de regreso. Luego se fueron, el caballo blanco y sus dos jinetes.

Vasya tomó una respiración honda. El Oso se había deshecho de los


últimos de sus atacantes. Ahora vestía la cara con cicatrices de un
hombre, pero uno alto y fuerte con manos crueles. Rió.

—Bien hecho —dijo—. Siempre estoy intentando deshacerme de él yo


mismo. Él es una cosa fría, devushka. Yo soy el fuego; siempre te
calentaré. Ven aquí, pequeña vedma, y vive para siempre.

Él la llamó con un gesto. Sus ojos parecían arrastrarla. Su poder


inundó el claro y el chyerti herido se encogió a su lado.

Vasya tomó una respiración asustada. Pero Solovey estaba a su


lado. Sintió su cuello nervudo bajo su mano y después, trepó por su
espalda.

—Prefiero un millar de muertes —le dijo al Oso.

El labio con cicatrices se elevó y ella vio el brillo de sus largos


dientes.

—Entonces ven —dijo fríamente—. Esclava o sirviente leal, la


elección es tuya. Pero eres mía de cualquier forma.

Estaba creciendo mientras hablaba, y de repente el hombre era un


oso de nuevo, con garras para tragarse el mundo. Le sonrió. Oh, tienes
miedo. Siempre hay algo de miedo al final. Pero el miedo de los valientes…
es el mejor.

Vasya pensó que su corazón golpearía hasta salirse de su pecho.


Pero en alto dijo, con una voz pequeña y estrangulada.

—Veo a la gente de los bosques. Pero, ¿qué pasa con los domovoi, y
bannik, y vazila? Venid conmigo ahora, hijos de los corazones de mi gente,
mi necesidad es grande. —Arrancó la película de hielo de la herida de su
brazo y su sangre fluyó libre. La joya azul estaba brillando bajo sus ropas.

Hubo un instante de quietud en el claro, roto por el repique de la


espada de Alyosha y los gruñidos de los chyerti que seguían luchando. Su
hermano estaba rodeado por tres de la gente del Oso. Vasya vio su cara
decidida, el brillo de la sangre en su brazo y su mejilla.

—Venid a mí, ahora —dijo Vasya, desesperadamente—. Como


siempre os he amado y vosotros me habéis amado; recordad la sangre que
he perdido, y el pan que he dado.

Todavía allí había silencio. El Oso arañó la tierra con sus grandes
pies delanteros.

—Y ahora estás desesperada —dijo—. La desesperación es incluso


mejor que el miedo. —Sacó al lengua como una serpiente, como si
saboreara el aire.

Chica tonta, pensó Vasya. ¿Cómo podrían venir los espíritus que
cuidan las casas? Están atados a nuestros corazones. Saboreó la sangre,
amarga y salada en su boca.

—Al menos podremos salvar a mi hermano —le dijo Vasya a Solovey,


y el caballo relinchó desafiante. Una de las grandes garras del Oso salió,
tomándoles por sorpresa, y el caballo apenas lo esquivó. Se echó hacia
atrás, con las orejas planas en su cabeza, y la gran garra volvió a envestir.

De pronto todos los domoviye, todos los guardianes de los baños y


los espíritus del patio delantero de todas las viviendas en Lesnaya Zemlya,
se apiñaban a sus pies. Solovey tuvo que levantar sus pezuñas para
impedir que caminaran sobre ellos, y después el vazila saltó sobre la
espalda de Solovey. El pequeño domovoi de su propia casa blandía una
brasa ardiente en una mano llena de hollín.

Por primera vez, el Oso pareció inseguro.

—Imposible —murmuró—. Imposible. Ellos no dejan sus casas.

Los espíritus que guardaban las casas gritaron raros desafíos y


Solovey pisoteó la tierra lodosa.

Pero entonces el corazón de Vasya saltó a su garganta y pareció


quedarse ahí, golpeando. La rusalka había lanzado a Alyosha al suelo.
Vasya vio su espada irse volando; le vio congelarse, fascinado, mirando
hacia la mujer desnuda. Vio sus dedos rodear su garganta.

El Oso rió.

—Quedaos donde estáis. O ese muere.

—Recuerda —gritó Vasya a la rusalka desesperadamente a través del


claro—. Lancé flores para ti, y ahora doy mi sangre. ¡Recuerda!

La rusalka se congeló, perfectamente quieta excepto por el agua


bajando por su pelo. Sus manos alrededor del cuello de Alyosha se
aflojaron

Alyosha salió del agarre, renovando la lucha, pero el Oso estaba


demasiado cerca.

— ¡Vamos! —le gritó Vasya a Solovey y a todo su irregular ejercito—.


¡Id… es mi hermano!

Pero en ese momento, un gran rugido de rabia provino del otro lado
del claro.

Vasya miró a un lado y vio a su padre de pié allí, con su espada en


mano.

****

El Oso era dos y tres veces más grande que un oso normal. Solo
tenía un ojo; la mitad de su cara era una masa de cicatrices. El ojo bueno
brillaba, del color de las sombras delgadas sobre la nieve. No estaba
adormecido como un oso normal, sino encendido con hambre y lleno de
malicia.

Delante del Oso estaba Vasya, inconfundible, enana ante la bestia,


montando un caballo oscuro. Pero Alyosha, su hijo, descansaba casi bajo
los pies de la bestia, y la gran boca bajaba…

Pyotr rugió, con un lloro de amor y rabia. La bestia giró rápidamente


su cabeza alrededor.
—Cuantos visitantes —dijo—. Tanto silencio durante miles de vidas
de los hombres, y entonces el mundo desciende sobre mí. Bueno, no me
voy a quejar. Aunque, uno a uno. Primero el chico.

Pero en ese momento, una mujer desnuda, con piel verde, con el
agua brillando en su pelo largo, chilló y saltó sobre la espalda del Oso,
aferrándose a él con manos y dientes. Al siguiente instante, la hija de Pyotr
gritó en alto y el gran caballo cargó, golpeando a la bestia con sus patas
delanteras. Con ellos vino todo tipo de extrañas criaturas, altas y delgadas,
pequeñas y barbudas, machos y hembras. Se lanzaron juntos sobre el
Oso, aullando con sus voces extrañas y altas. La bestia cayó hacia atrás
debajo de ellos.

Vasya se medio cayó de la espalda del caballo, agarrando a Alyosha,


y sacándolo de allí. Pyor la escuchó sollozando.

—Lyoshka —lloró—. Lyoshka.

El semental golpeó con sus patas delanteras una vez más y se echó
hacia atrás, protegiendo al chico y a la chica en el suelo. Alyosha parpadeó
aturdido con ellos.

—Levántate, Lyoshka —suplicó Vasya—. Por favor, por favor.

El Oso se sacudió y la mayoría de las extrañas criaturas salieron


volando. Azotó alrededor con una garra, y el gran semental apenas evadió
el golpe. La mujer desnuda cayó sobre la nieve, con el agua volando de su
pelo. Vasya se lanzó a si misma sobre su hermano medio consciente.
Dientes monstruosos se lanzaron a por su espalda desprotegida.

Pyotr no pudo recordar correr. Pero de repente se encontró a sí


mismo de pie, respirando con dificultad, entre sus niños y la bestia.
Estaba preparado, excepto por su corazón acelerado, y sujetaba su sable a
dos manos. Vasya le miró fijamente como una aparición. Vio sus labios
moverse. Padre.

El Oso frenó en medio del salto.

—Fuera —gruñó. Estiró una garra. Pyotr se volvió con su espada y


no se movió.

—Mi vida no es nada —dijo Pyotr—. No tengo miedo.


El Oso abrió la boca y rugió. Vasya se encogió. Aun así Pyotr no se
movió.

—Hazte a un lado —dijo el Oso—. Me haré con la hija de la vieja


bruja.

Pyotr dio un paso hacia delante deliberadamente.

—No conozco a ninguna bruja. Etos son mis niños.

Los dientes del Oso se cerraron a una pulgada de su cara, aún así
no se movió.

—Vete —dijo Pyotr—. No eres nada; solo eres una historia. Deja mis
tierras en paz.

El Oso resopló.

—Estos bosques son míos ahora. —Pero el ojo giró cautelosamente.

— ¿Cuál es tu precio? —dijo Pyotr—. Yo también he escuchado los


viejos cuentos, y siempre hay un precio.

—Como quieras. Dame a tu hija, y tendrás paz.

Pyotr miró hacia Vasya. Sus ojos se encontraron y vio como ella
tragaba duro.

—Ella es la última niña de mi Marina —dijo—. Es mi hija. Un


hombre no ofrece la vida de otro. Y menos la vida de sus propios niños.

Un instante de perfecto silencio.

—Te ofrezco la mía —dijo Pyotr y dejó caer su espada.

— ¡No! —gritó Vasya—. ¡Padre, no! ¡No!

El Oso entrecerró su ojo bueno y dudó.

Repentinamente Pyotr se lanzó a sí mismo, con las manos desnudas,


hacia su pecho de color mostaza. El Oso actuó por instinto; bateó al
hombre a un lado. Hubo un horrible crack. Pyotr voló como una muñeca
de paja y cayó boca abajo sobre la nieve.

****
El Oso aulló y saltó después de él. Pero Vasya estaba de pie, todo su
miedo estaba olvidado. Gritó en alto con una furia sin palabras y el Oso
giró alrededor de nuevo.

Vasya se tiró a sí misma sobre la espalda de Solovey. Cargaron


contra el Oso. La chica estaba llorando; había olvidado que no llevaba
ningún arma. La joya en su pecho quemaba fría, latiendo como otro
corazón.

El Oso sonrió de oreja a oreja, con la lengua colgando como la de un


perro entre sus grandes dientes.

—Oh, sí. —dijo—, ven aquí, pequeña vedma, ven aquí, pequeña
bruja. No eres todavía suficiente fuerte para mí, y nunca lo serás. Ven
conmigo y únete a tu padre.

Pero mientras hablaba, éste menguaba. El Oso se convirtió en un


hombre, un pequeño y servil hombre que les miraba fijamente a través de
un ojo gris acuoso.

Una figura blanca apareció al lado de Solovey, y una mano blanca


tocó el nervudo cuello del semental. El caballo levantó la cabeza y se
ralentizó.

— ¡No! —gritó Vasya—. No, Solovey, no pares.

Pero el hombre de un solo ojo se encogió en la nieve, y ella sintió la


mano de Morozko en la de ella.

—Suficiente, Vasya —dijo—. ¿Ves? Está atado. Se ha acabado.

Ella miró fijamente al pequeño hombre, parpadeando, aturdida.

— ¿Cómo?

—Tal es la fuerza de los hombres —dijo Morozko. Sonaba


extrañamente satisfecho—. Nosotros, los que vivimos eternamente no
conocemos el coraje, no amamos lo suficiente para dar nuestras vidas.
Pero tu padre pudo. Su sacrificio ató al Oso. Pyotr Vladimirovich morirá
como hubiera deseado. Se ha acabado.

—No —dijo Vasya, quitando su mano—. No…

Se lanzó de Solovey. Medved se arrastró lejos, quejándose, pero ella


ya le había olvidado. Corrió hacia la cabeza de su padre. Alyosha había
llegado ahí antes que ella. Puso a un lado la capa rasgada de su padre. El
golpe había aplastado las costillas de un lado, y la sangre borboteaba entre
sus labios. Vasya presionó sus manos en la zona herida. El calor estalló en
sus manos. Sus lágrimas cayeron sobre los ojos de su padre. Un toque de
color tiñó la piel grisácea de Pyotr, y sus ojos se abrieron. Cayeron sobre
Vasya y brillaron.

—Marina —graznó—. Marina.

El aliento salió de él y no tomó otro.

—No —susurró Vasya— No. —Hundió las puntas de sus dedos en la


carne suelta de su padre. Su pecho se levantó repentinamente, como un
fuelle, pero sus ojos estaban clavados y fijos. Vasya saboreó la sangre en
donde se había mordido el labio, y luchó contra la muerte como si fuera la
suya propia, como si…

Una mano fría con largos dedos cogió sus dos manos, echando el
calor lejos. Vasya intentó tirar de sus manos para liberarlas, pero no pudo.
La voz de Morozko flotó como aire helado contra su mejilla.

—Déjalo, Vasya. Él ha elegido esto; no puedes deshacerlo.

—Sí puedo —siseó, con el aire enganchado en su garganta—.


Tendría que haber sido yo. ¡Déjame ir! — Entonces la mano se había ido, y
ella se giró. Morozko ya se había puesto lejos. Miró su cara, pálida e
indiferente, cruel y solo un poco amable.

—Demasiado tarde —dijo, y por todo alrededor, el viento llevó las


palabras: Demasiado tarde, demasiado tarde.

Y luego el demonio de hielo saltó sobre la espalda de la yegua


blanca, justo detrás de otra figura que Vasya solo pudo ver por el rabillo
del ojo.

—No —dijo, corriendo detrás de ellos—. Esperad… Padre. —Pero la


yegua blanca ya galopaba entre los árboles y desaparecía en la oscuridad.

****
La quietud era repentina y absoluta. El hombre de un solo ojo se
escabulló bajo tierra, y los chyerti desaparecieron en el bosque invernal. El
rusalka puso una mano goteante sobre el hombro de Vasya mientras
pasaba.

—Gracias, Vasilisa Petrovna —dijo.

Vasya no contestó.

Solovey la acarició con el hocico.

Vasya no le hizo caso. Estaba mirando fijamente hacia la nada,


sujetando la mano de su padre mientras se enfriaba lentamente.

—Mira —susurró Alyosha, ronco y con los ojos húmedos—. Las


campanillas de invierno están muriendo.

Era cierto. El viento cálido, enfermizo, y con olor a muerte se había


helado, afilado y las flores se habían marchitado contra la dura tierra.
Todavía no era medio invierno, y su hora estaba a meses de distancia. No
había claro, no había un espacio embarrado entre un cielo gris. Solo había
un roble viejo y enorme, con sus ramas torcidas juntas. La villa
descansaba más allá, claramente visible ahora, a una piedra de distancia.
El día se había roto y hacía extremado frio.

—Atado —dijo Vasya—. El monstruo está atado. Padre lo hizo. —


Alargó una mano rígida para coger una campanilla de invierno caída.

— ¿Cómo llegó Padre aquí? —dijo Alyosha en una pregunta suave—.


Tenía… esa mirada en él. Como si supiera exactamente lo que tenía que
hacer y como, y porqué. Está con Madre ahora, por la gracia de Dios. —
Alyosha hizo el signo de la cruz sobre el cuerpo de su padre, se levantó,
fue hacia Anna y repitió el gesto.

Pero Vasya no se movió, no respondió.

Puso la flor en la mano de su padre. Entonces dejó caer su cabeza


sobre el pecho de su padre y empezó llorar en silencio.
Capítulo 28
Al final y al principio
Traducido por yoshiB

Mantuvieron una vigilia nocturna para Pyotr Vladimirovich y su


esposa. Los dos fueron enterrados juntos, con Pyotr entre su primera
esposa y su segunda. Aunque lloraron, la gente no se desesperó. El
miasma de la muerte y la derrota se había ido de sus campos y casas.
Incluso los restos desvencijados de la mitad de un pueblo quemado,
precedidos por la puerta de un Kolya agotado, no podían asustarlos. El
aire mordió suavemente, y el sol brilló, adornando la nieve con diamantes.

Vasya estaba parada con su familia, encapuchada y cubierta para el


frío, y portaba los susurros de la gente. Vasilisa Petrovna desapareció. Ella
regresó en un caballo alado. Debería haber estado muerta. Bruja. Vasya
recordó el toque de cuerda en sus muñecas, la mirada fría en los ojos de
Oleg—un hombre que había conocido desde la infancia—y tomó una
decisión.

Cuando todos los demás se habían ido, Vasya estaba sola en la


tumba de su padre al atardecer. Se sentía vieja, adusta y cansada.

—¿Puedes oírme, Morozko? —dijo ella.

—Sí — dijo, y luego estaba a su lado.

Vio una sutil cautela en su rostro, y ella soltó una carcajada que fue
medio sollozo.

—¿Temes que te pida a mi padre de regreso?

—Cuando caminaba libremente entre los hombres, los vivos me


gritaban —replicó Morozko—. Me agarraban las manos, la crin de mi
caballo. Las madres me suplicaban que las tomara a ellas cuando me
llevaba a sus hijos.
—Bueno, he tenido suficiente de los muertos que regresan. —Vasya
luchó por un tono de desapego glacial. Pero su voz vaciló.

—Supongo que sí — respondió. Pero la cautela había desaparecido


de su rostro—. Recordaré su valentía, Vasya —dijo—. Y la tuya.

Su boca se torció.

— ¿Siempre? ¿Cuando sea como mi padre, arcilla bajo la tierra fría?


Bueno, eso es algo para ser recordado.

Él no dijo nada. Se miraron el uno al otro.

— ¿Qué quieres de mí, Vasilisa Petrovna?

—¿Por qué murió mi padre? —preguntó apresuradamente—. Lo


necesitamos. Si alguien tenía que morir, debería haber sido yo.

—Fue su elección, Vasya —respondió Morozko—. Fue su privilegio.


Él no lo hubiera querido de otra manera. Murió por ti.

Vasya negó con la cabeza y caminó en un círculo inquieta.

—¿Cómo lo supo Padre? Él vino al claro. Él lo sabía. ¿Cómo pudo


encontrarnos?

Morozko vaciló. Luego dijo lentamente:

—Llegó a casa antes que los demás y descubrió que tú y tu hermano


se habían ido. Fue al bosque a buscar. Ese claro está encantado. Hasta
que el árbol muera, hará todo lo que esté a su alcance para mantener el
oso contenido. Sabía lo que se necesitaba, incluso mejor que yo. Atrajo a
tu padre hacia ti una vez que entró en el bosque.

Vasya guardó silencio por un largo momento. Lo miró con los ojos
entrecerrados, y él encontró su mirada. Finalmente ella asintió.

Entonces:

—Hay algo que debo hacer —dijo Vasya abruptamente—. Necesito


tu ayuda.

****
TODO HABIA IDO MAL, pensó Konstantin. Pyotr Vladimirovich
estaba muerto, asesinado por una bestia salvaje en el umbral de su propia
aldea. Anna Ivanovna, dijeron, había salido al bosque en un ataque de
locura. Bueno, por supuesto que sí, se dijo a sí mismo. Ella era una loca y
una tonta; todos lo sabíamos. Pero aún podía ver su rostro frenético y sin
sangre. Colgaba ante ojos despiertos.

Konstantin leyó el servicio a Pyotr Vladimirovich sin saber muy bien


lo que decía, y comió en la fiesta fúnebre sin saber muy bien qué hacía.

Pero en el crepúsculo, alguien llamó a la puerta de su celda.

Cuando la puerta se abrió, su aliento siseó y se tambaleó hacia


atrás. Vasya estaba de pie en el hueco, con la luz de la vela fuerte en su
rostro. Estaba tan hermosa, pálida y remota, elegante y preocupada. Mía,
ella es mía. Dios la envió de regreso a mí. Este es su perdón.

—Vasya —dijo, y se acercó a ella.

Pero ella no estaba sola. Cuando se deslizó por la puerta, una figura
con una capa oscura se desplegó desde las sombras en su hombro y se
deslizó a su lado. Konstantin no podía ver nada de la cara, salvo que era
pálido. Las manos eran muy largas y delgadas.

—¿Quién es ese, Vasya? —dijo.

—Regresé —respondió Vasya—. Pero no sola, como ves.

Konstantin no podía ver los ojos del hombre, tan hundidos estaban
en su cráneo. Las manos eran de una delgadez esquelética. El sacerdote se
lamió los labios.

—¿Quién es ese, chica?

Vasya sonrió.

—Muerte —dijo ella—. Él me salvó en el bosque. O tal vez no lo hizo,


y soy un fantasma. Me siento un fantasma esta noche.

—Estás loca —dijo Konstantin—. Extraño, ¿quién eres tú?

El extraño no dijo nada.


—Viva o muerta, he venido a decirte que te vayas de este lugar —
dijo Vasya—. Vuelve a Moscú, a Vladimir, a Tsargrad, o al infierno, pero
debes irte antes de que florezcan las campanillas de invierno.

—Mi tarea…

—Tu tarea está hecha —dijo Vasya. Dio un paso adelante. El hombre
oscuro a su lado parecía crecer; su cabeza era una calavera, y los fuegos
azules ardían en las cuencas de sus ojos hundidos—. Te irás, Konstantin
Nikonovich. O morirás. Y tu muerte no será fácil.

—No lo haré —Pero estaba presionado contra la pared de su cámara.


Sus dientes castañearon juntos.

—Lo harás —dijo Vasya. Avanzó hasta que estuvo lo suficientemente


cerca para tocar. Podía ver la curva de su mejilla, la mirada implacable en
sus ojos—. O nos ocuparemos de que estés loco como lo estaba mi
madrastra, antes del final.

—Demonios —dijo Konstantin, jadeando. Un sudor frío le cubrió la


frente.

—Sí —dijo Vasya, y ella sonrió, la hija del diablo. La figura oscura a
su lado también sonrió, una lenta sonrisa de calavera.

Y luego se fueron, tan silenciosamente como habían venido.

Konstantin cayó de rodillas ante las sombras en su pared. Estiró las


manos suplicantes.

—Vuelve —suplicó el sacerdote. Hizo una pausa, escuchando. Sus


manos temblaban—. Vuelve. Me alzaste, pero ella me despreció. Vuelve.

Pensó que las sombras podrían haber cambiado solo un poco. Pero
solo oyó silencio.

****

—Lo hará, creo —dijo Vasya.

—Muy probable —dijo Morozko. Se estaba riendo—. Nunca había


hecho esto a petición de otra persona.
—Y supongo que asustas a la gente todo el tiempo por tu propia
cuenta —dijo Vasya.

—¿Yo? —dijo Morozko—. Solo soy una historia, Vasya.

Y fue el turno de Vasya de reír. Entonces su risa se quedó atrapada


en su garganta.

—Gracias — dijo ella.

Morozko inclinó la cabeza. Y entonces la noche pareció extenderse y


alcanzarlo, doblarlo dentro de sí misma, de modo que solo había oscuridad
donde había estado.

****

LA FAMILIA SE HABÍA IDO a la cama, y solo Irina y Alyosha estaban


sentados a solas en la cocina. Vasya se deslizó como una sombra. Irina
había estado llorando; Alyosha la abrazó. Sin palabras, Vasya se dejó caer
en el banco del horno junto a ellos y envolvió sus brazos alrededor de los
dos.

Estuvieron todos en silencio por un momento.

—No puedo quedarme aquí — dijo Vasya, muy bajo.

Alyosha la miró, desanimado con tristeza y cansancio de batalla.

—¿Sigues pensando en el convento? —dijo—. Bueno, no necesitas


pensar en eso otra vez. Anna Ivanovna está muerta, y también lo está
Padre. Tendré mi propia tierra, mi propia herencia. Yo cuidaré de ti.

—Debes establecerte como un señor entre los hombres — dijo


Vasya—. Los hombres te mirarán con menos amabilidad cuando se sepa
que albergas a tu hermana loca. Sabes que muchos me culparán por todo
esto. Yo soy la bruja. ¿El sacerdote no lo ha dicho?

—Eso no importa —dijo Alyosha—. No hay ningún lugar al que


puedas ir.

—¿No? —dijo Vasya. Un fuego lento encendió su rostro, aliviando las


líneas de dolor—. Solovey me llevará a los confines de la tierra si se lo pido.
Voy al mundo, Alyosha. No seré la novia de nadie, ni de hombre ni de Dios.
Voy a Kiev, Sarai y Tsargrad, y miraré el sol en el mar.

Alyosha miró a su hermana.

—Estás loca, Vasya.

Ella rió, pero las lágrimas borraron su vista.

—Del todo —dijo—. Pero tendré mi libertad, Alyosha. ¿Dudas de mí?


Llevé campanillas de nieve a mi madrastra cuando debería haber muerto
en el bosque. Padre se a ido; no hay nadie que lo impida. Dime de verdad,
¿qué hay para mí aquí sino paredes y jaulas? Seré libre y no tendré en
cuenta el costo.

Irina se aferró a su hermana.

—No te vayas, Vasya, no te vayas. Seré buena, lo prometo.

—Mírame, Irinka —dijo Vasya—. Eres buena. Eres la mejor niña que
conozco. Mucho mejor que yo. Pero, hermanita, no crees que soy una
bruja. Otros lo hacen.

—Eso es verdad —dijo Alyosha. También había visto las miradas


negras de los aldeanos, escuchó sus susurros durante el funeral.

Vasya no dijo nada.

—Algo antinatural —dijo su hermano, pero estaba triste más que


enfadado —. ¿No puedes estar satisfecha? Los hombres se olvidarán de
todo esto a tiempo, y lo que llamas jaulas es el destino de las mujeres.

—No el mío —dijo Vasya—. Te amo, Lyoshka. Os amo a ambos. Pero


no puedo.

Irina comenzó a llorar y se aferró más.

—No llores, Irinka —agregó Alyosha. Apenas estaba mirando a su


hermana—. Ella volverá. ¿No es así, Vasya?

Ella asintió una vez.

—Un día. Lo juro.

—¿No vas a tener frío y hambre en el camino, Vasya?


Vasya pensó en la casa en el bosque, en los tesoros acumulados allí,
esperando. No era una dote ahora, sino gemas para hacer trueques, una
capa contra la nieve, botas... todo lo que necesitaba para viajar.

—No —dijo—. No lo creo.

Alyosha asintió a regañadientes. El propósito implacable brilló como


reguero de pólvora en la cara de su hermana.

—No nos olvides, Vasya. Toma. —Levantó la mano y sacó un objeto


de madera, colgando de una correa de cuero alrededor de su cuello. Se lo
entregó a ella. Era un ave pequeña, con gastadas alas desplegadas.

—Padre lo hizo para madre —dijo Alyosha—. Usalo, hermanita, y


recuerda.

Vasya los besó a los dos. Su mano se cerró apretadamente alrededor


de la cosa de madera.

—Lo juro —dijo de nuevo.

—Vete —dijo Alyosha—. Antes de que te ate al horno y te haga


quedarte. —Pero también tenía los ojos húmedos.

Vasya se escabulló afuera. Justo cuando tocaba el umbral, volvió a


oírse la voz de su hermano:

—Ve con Dios, hermanita.

Incluso cuando la puerta de la cocina se cerró detrás de ella, no fue


suficiente para amortiguar el sonido del llanto de Irina.

****

Solovey estaba esperándola justo afuera de la empalizada.

—Ven —dijo Vasya—. ¿Me llevarás hasta los confines de la tierra, si


el camino nos lleva tan lejos? —Estaba llorando mientras hablaba, pero el
caballo le secó las lágrimas.

Sus fosas nasales se encendieron para atrapar el viento de la tarde.


A cualquier lugar, Vasya. El mundo es grande, y el camino nos llevará a
cualquier parte.

Se movió sobre la espalda del semental y se alejó, rápido y


silencioso como un pájaro nocturno.
Muy pronto, Vasya vio un bosque de abetos, y una luz de fuego entre
los árboles, derramando oro en la nieve.

La puerta se abrió.

—Entra, Vasya —dijo Morozko—. Hace frío.

Continuará…

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