fuerzas para soportar el frío de la puna. Pues bien, -dijo el zorro- vamos a quedarnos toda una noche a la intemperie. El que se retira, pierde la apuesta. Llegada la estación de las tormentas el cóndor buscó al zorro y lo encontró cuando éste ya estaba a punto de huir. Y tuvo que cumplir con la apuesta. El cóndor, de pie sobre un montículo, introduce su encorvado pico dentro del ala. El zorro ocultaba el hocico entre las patas. Mientras el cóndor soportaba la lluvia que chorreaba y resbalaba por su reluciente y apretada plumazón, el zorro aullaba y gemía: alaláu (me muero de frío)… -A–la–laú–úúú… ¡Huararaú!, -respondía el cóndor. Pasada la media noche, el alado rey, con paso imponente, se dirige a ver a su rival. El zorro, yerto, yacía sin vida. Adolfo Vienrich