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ANEXOS  

NADIE CONOCE SUS NOMBRES NI LES RECONOCE SUS MÉRITOS

Nadie conoce sus nombres ni les reconoce los méritos, son invisibles, están mal
pagados y relegados a las galeras del engranaje editorial, pero en su mano está
maquillar los deslices vergonzosos de los escritores. Son los correctores de estilo,
quienes con frecuencia salvan los muebles de las estrellas.

Texto: MARíA JOSÉ FURIÓ (Qué leer - Diciembre 2004)

Cuando el nuevo Gobierno socialista habló de sacar de la clandestinidad a tanto


trabajador que malvive en condiciones precarias y ofrecer papeles, me dije: "Qué
buena idea, ¿por qué no se hace lo mismo "con los correctores de estilo, los
invisibles de la edición?"

El corrector de estilo se ocupa, teóricamente, de controlar que gramática y


sintaxis se ajusten a las normas del castellano, que haya una congruencia global
en el contenido del texto y se respeten las normas de puntuación según lo que
tenga establecido la editorial.

Dentro de la cadena de producción del libro, se encuentra entre el traductor o el


escritor (si se trata de un original) y el corrector de pruebas. Todos, en
condiciones de free lance.

Es, en la realidad, una tarea vergonzante: consiste en limpiar los detritus con que
malos traductores y escritores que no lo son contaminan los textos, y dejarlos
listos para el consumo público. Es, quizás por eso, un trabajo clandestino: ningún
contrato previo determina la labor a realizar; solo una factura a posteriori
confirma el trabajo, pero aparece bajo el epígrafe de revisión técnica, un
eufemismo que encubre muchas veces una reescritura completa. Es, además,
intangible: los límites de la intervención del corrector son difusos y, por poco que
le guste su trabajo, ante determinados textos asumirá espontáneamente tareas
de edición. Algunos editores a sueldo de la gran editorial española aceptan como
un tributo personal esta colaboración e ignoran que incluso los sellos con mayor
fama de explotar a sus colaboradores tienen establecida una tarifa no del todo
irrisoria para retribuir estas intervenciones.

Estos editores, con los que traductores y correctores no dejarán de tropezar


alguna vez a lo largo de su carrera, son antes relaciones públicas de sí mismos
que editores propiamente dichos. Dejarlos a solas con un libro difícil es como
dejar un arma cargada sobre su mesa: el resultado siempre será fatal.

Son estos los que llaman corrección de estilo a fondo a la reescritura de los
manuscritos perpetrados por tanta figura mediática, conductores de programas
de televisión o radio, lenguaraces políticas catalanas, líderes humanitarios,
presidentes de Gobierno y estrellas del porno que no quieren irse a la tumba sin
plantar su árbol y publicar su librito.

Prácticas medievales

Para que no se sepa que no saben escribir se omite el nombre de la persona que
ha dado verdadero cuerpo de libro al amasijo de páginas que ellos entregaron.
Con el tiempo, el corrector de estilo aprenderá a no dar más de lo que le pagan y
a no prostituir conocimientos y entusiasmo en beneficio de esos espontáneos de
la escritura aplaudidos por un público sin criterio que come el rancho que le dan:
memorias de adriano y de bridget jones, salaminas y ala tristes, harrypotters y
codigosdavincis.

Tras cierto número de años de colaboración, el corrector quizás se ponga


flamenco y se queje con justa razón de retrasos en el pago de facturas o en la
entrega de originales que desbaratan fines de semana y vacaciones.

El editor entonces, prescindirá de él sin más, alegando un menor número de


títulos publicados o que el trabajo del corrector deja que desear, sin necesidad de
demostrarlo.

 
Otros editores optan por retrasar el pago de una factura abultada y, sin empacho,
afirman que la traducción podía haberse corregido más. No dicen lo obvio: que
podía haberse traducido mejor.

El corrector no puede protestar legalmente: es, queda claro, un sin papeles. Los
editores en cuestión pueden declarar vagas simpatías izquierdistas: las prácticas
son medievales. El contrato entre editor y corrector es simbólico y de vasallaje.
Antes se premia la docilidad que la eficacia y así se ha consolidado una
proletarización de los profesionales de la cultura de la que no cabe culpar solo al
mercado.

Esta situación tiene una solución clara: el corrector debe exigir un contrato que
concrete su intervención; en función de esta, debe figurar su nombre en los
créditos del libro; el pago debe contemplar un porcentaje que valide esa autoría
real aunque opaca.

Es mejor que se haga así o el corrector de estilo, escritor invisible, corre el riesgo
de protagonizar los capítulos más tristes de las Ilusiones perdidas. Y encima
llevará la firma de otro.

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