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En busca de una vida mejor

GEORGE estaba desesperado. Ni siquiera podía


alimentar a su familia. Las enfermedades y el hambre
azotaban a su comunidad. Sin embargo, a unos
cientos de kilómetros al sur se encontraba un país más
próspero. “Me iré allá —pensó George—, conseguiré
un empleo y luego haré que mi familia vaya también
para reunirse conmigo.”
También Patricia, de Nigeria, soñaba con un nuevo
comienzo en el extranjero. No tenía trabajo
ni perspectivas de progresar, de modo que decidió irse
a Argelia y de allí a España, sin imaginarse lo terrible
que sería el viaje a través del desierto del Sahara.
“Estaba embarazada —comenta ella—, y quería darle
a mi hijo una vida mejor.”
Rachel quería ir a España para mejorar su situación.
Había perdido su empleo en Filipinas y sus parientes
le habían dicho que en otros países las empleadas
domésticas eran muy solicitadas. Así que pidió dinero
prestado, compró el pasaje y se despidió de su esposo
y su hija con esta promesa: “No estaremos separados
por mucho tiempo”.
Se calcula que en las últimas décadas han emigrado
más de 200 millones de personas como George,
Patricia y Rachel. Aunque algunas han huido debido a
la guerra, los desastres naturales o la persecución, la
mayoría ha emigrado por razones económicas. ¿Qué
dificultades encuentran en el país al que llegan?
¿Logran la vida que anhelaban? ¿Cómo les va a los
hijos cuando sus padres se marchan en busca de
mayores ingresos? Lea las respuestas que se dan a
continuación.

UN EMIGRANTE DE TIEMPOS
ANTIGUOS
“La migración es la acción más antigua de combate a
la pobreza”, escribió el economista John Kenneth
Galbraith. Eso fue lo que hizo el patriarca Jacob, el
fundador de la nación de Israel. Debido al hambre que
azotaba Canaán, Jacob y su gran familia de casi
setenta miembros se mudaron a Egipto, donde
permanecieron por muchísimo tiempo (Génesis 42:1-
5; 45:9-11; 46:26, 27). De hecho, Jacob murió allí y
sus descendientes se quedaron en aquel país por
unos doscientos años antes de volver a Canaán.

Llegada y proceso de adaptación


La primera gran dificultad del emigrante es, a menudo,
el viaje mismo. George viajó cientos de kilómetros con
poca comida. “El recorrido fue una pesadilla”,
recuerda. Muchos inmigrantes ni siquiera llegan a su
destino.
El objetivo de Patricia era llegar a España. Atravesó el
desierto del Sahara apiñada con otras 25 personas en
un camión abierto. “El viaje de Nigeria a Argelia nos
tomó una semana —cuenta—. En el trayecto vimos
muchos cadáveres y gente vagando por el desierto a
punto de morir. Parece que algunos camioneros
despiadados van abandonando pasajeros a lo largo
del camino.”
A diferencia de George y Patricia, Rachel viajó en
avión a España, donde tenía un empleo esperándola.
Pero nunca se imaginó cuánto extrañaría a su hijita de
dos años. “Cada vez que veía a una madre cuidando
de su pequeño —recuerda—, se me encogía el
corazón.”
George luchó por adaptarse a su nuevo país. Pasaron
meses antes de que pudiera enviar dinero a casa.
“Muchas noches lloré de soledad y frustración”,
confiesa.
Tras varios meses en Argelia, Patricia llegó a la
frontera con Marruecos. Ella dice: “Allí di a luz a mi
nena. Tenía que esconderme de los traficantes que
secuestraban a las inmigrantes y las obligaban a
prostituirse. Al final conseguí suficiente dinero para
iniciar el peligroso viaje por mar a España. El bote
estaba en pésimo estado y no estaba preparado para
llevar a tanta gente. ¡Hasta tuvimos que usar los
zapatos para sacar el agua que entraba! Al llegar a la
costa, no me quedaban fuerzas para caminar hasta la
orilla”.
Los riesgos del viaje no son los únicos problemas a los
que se enfrenta quien está planeando irse a otro país.
Están las barreras del idioma y la cultura, así como los
gastos y las complicaciones legales que surgen para
obtener la residencia o la ciudadanía. Si no se
obtienen, es casi imposible conseguir un buen empleo,
vivienda, educación o servicios de salud adecuados.
Tampoco es fácil tramitar la licencia de conducir
ni abrir una cuenta bancaria. Y por si fuera poco, los
inmigrantes indocumentados son explotados como
mano de obra barata.
Otro factor que considerar es el dinero. En realidad,
¿cuánta seguridad ofrece? La Biblia da este sabio
consejo: “No te esfuerces por hacerte rico; deja de
preocuparte por eso. Si te fijas bien, verás que no hay
riquezas; de pronto se van volando, como águilas,
como si les hubieran salido alas” (Proverbios
23:4, 5, Dios habla hoy). Hay que recordar que las
cosas más importantes no se pueden comprar: el
amor, la tranquilidad y la unidad familiar. ¡Qué triste es
cuando una pareja, en su deseo de conseguir más
dinero, pone en segundo plano el amor que los une o
el “cariño natural” que sienten por sus hijos! (2 Timoteo
3:1-3.)
Los seres humanos también tenemos una necesidad
espiritual (Mateo 5:3). Por tanto, los buenos padres
hacen todo lo que está en su mano por cumplir la
responsabilidad que Dios les ha dado de enseñar a
sus hijos acerca de él, su propósito y sus normas
(Efesios 6:4).
“OJALÁ HUBIERAN TOMADO OTRA
DECISIÓN”
“Yo tenía nueve años cuando mamá se fue a España
—dice Airen, quien vivía en Filipinas con sus dos
hermanas menores—. Nos prometió que comeríamos
mejor, iríamos a una mejor escuela y viviríamos en una
casa mejor. Todavía recuerdo el día que se marchó.
Me abrazó y me dijo que cuidara de mis hermanitas,
Rhea y Shullamite. Lloré por mucho tiempo.
”Cuatro años después, papá se marchó para
encontrarse con ella. Mientras estuvo con nosotras, yo
lo seguía a todas partes. Cuando fuimos a despedirlo,
las tres estuvimos abrazadas a él hasta que subió al
autobús. De nuevo, lloré desconsoladamente por
mucho tiempo.”
Shullamite, la menor de las tres, recuerda: “Con nueve
años, Airen llegó a ser mi madre, por decirlo así. Yo le
contaba mis problemas. Ella me enseñó a lavar la
ropa, a hacer la cama y otras cosas. Cuando nuestros
padres nos llamaban, algunas veces trataba de
decirles lo que sentía, pero no me sabía explicar bien.
No creo que siempre me hayan entendido.
”La gente me preguntaba si extrañaba a mis padres.
‘¡Claro!’, respondía yo. Aunque sinceramente
no recordaba a mi madre. Tenía cuatro años cuando
se marchó y me había acostumbrado a estar sin ella.”
“Tenía 16 años —dice Airen— cuando mis hermanas y
yo finalmente nos reunimos con nuestros padres. ¡Qué
emocionada estaba! Pero una vez allí descubrí que
para nosotras eran casi unos extraños.”
Rhea añade: “Yo me guardaba los problemas. Era
tímida y me costaba mostrar cariño. En Filipinas
vivíamos con nuestros tíos, que tenían tres hijas.
Aunque cuidaban de nosotras, no era lo mismo que
tener verdaderos padres”.

Airen concluye diciendo: “Cuando éramos una familia


pobre no sufrimos, pues nunca pasamos hambre. Pero
mis hermanas y yo sí sufrimos cuando nuestros padres
se marcharon. Aunque llevamos juntos casi cinco
años, la huella que dejó en nosotras la larga
separación no se ha borrado. Sabemos que nuestros
padres nos aman, pero ojalá hubieran tomado otra
decisión”.
Una familia unida es más
importante que el dinero
Las historias de los inmigrantes pueden variar, pero la
mayoría tienen algo en común, como se ve en los
ejemplos de George, Rachel y Patricia. La familia sufre
cuando se deja atrás al cónyuge o a los hijos, y
pueden pasar años hasta que todos vuelvan a
reunirse. En el caso de George pasaron más de cuatro
años.

Rachel finalmente volvió a Filipinas para buscar a su


hijita después de haber estado separada de ella por
casi cinco años. Patricia, por su parte, llegó a España
con su bebé en brazos. “Ella es todo lo que tengo —
dice—, así que trato de cuidarla lo mejor posible.”
Muchos inmigrantes no vuelven a su país a pesar de la
soledad, los problemas económicos y la larga
separación de sus seres queridos. ¿Por qué? Porque
han invertido tanto que, cuando las cosas salen mal,
no tienen el valor de cortar por lo sano, regresar a
casa y sufrir posibles humillaciones.
Allan, de Filipinas, tuvo el valor de regresar. Aunque
había encontrado un buen empleo en España, al año y
medio ya estaba de vuelta en casa. Él explica:
“Extrañaba demasiado a mi esposa y a mi nena. Así
que decidí que no trabajaría nunca más en el
extranjero si no podía llevármelas conmigo; y con el
tiempo, eso fue lo que hice. La familia es muchísimo
más importante que el dinero”.
Patricia descubrió otra cosa que es más importante
que el dinero. Cuando llegó a España, llevaba con ella
un Nuevo Testamento. “Era mi amuleto —recuerda—.
Más tarde conocí a una testigo de Jehová. Nunca
había querido hablar con los Testigos, así que empecé
a hacerle muchas preguntas con la intención de
demostrarle que estaba equivocada. Para mi sorpresa,
defendió sus creencias y respondió a mis preguntas
con la Biblia.”
Patricia comprendió que la felicidad verdadera y la
esperanza de un futuro mejor no dependen del lugar
donde uno viva ni del dinero que uno tenga, sino de
conocer a Dios y su propósito para la humanidad (Juan
17:3). Entre otras cosas, aprendió que Dios tiene
nombre: Jehová (Salmo 83:18). También aprendió en
la Biblia que él pronto eliminará la pobreza mediante
su Reino, un gobierno en manos de Jesucristo (Daniel
7:13, 14). Jesús “librará al pobre que clama por ayuda,
también al afligido y a cualquiera que no tiene
ayudador. De la opresión y de la violencia les redimirá
el alma”, nos asegura Salmo 72:12, 14.
¿Por qué no dedica tiempo a examinar la Biblia? Este
libro de sabiduría divina le ayudará a darle el primer
lugar a lo que es más importante, a tomar buenas
decisiones y a afrontar las dificultades con ánimo y
esperanza (Proverbios 2:6-9, 20, 21).

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