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Una Explicación sobre Levítico 11.

Algunos consideran que Dios se rebajaría si diera instrucciones en cuanto al régimen


alimentario humano. ¿Por qué habría Dios de preocuparse de lo que comemos?
Podríamos ampliar ese concepto preguntando cuál será la razón por la que Dios se
interesa en el hombre. "¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria?", es la
pregunta del salmista (Sal. 8: 4). Cristo la contestó diciéndonos que Dios no sólo se
interesa en el hombre, sino también en muchas cosas aun menos valiosas (Luc. 12: 7).
El hombre está hecho a la imagen de Dios. Los gorriones no comparten ese honor. Se
dice que el hombre es precioso a la vista de Dios y de más valor "que el oro fino", "más
que el oro de Ofir" (Isa. 13: 12; 43: 4). La medida de la estimación que Dios tiene del
hombre es demostrada en que se identifica con él. "Porque el que os toca, toca a la niña
de su ojo" (Zac. 2: 8). Además, el hecho de que Dios pagara un precio tan elevado para
lograr la redención del hombre, para el cristiano es una señal del valor que Dios le
adjudica. Por lo tanto, podemos confiar que cualquier cosa que afecta al hombre es de
interés para Dios.
Las leyes divinas sobre la alimentación no son, como algunos lo suponen, simplemente
negativas y prohibitorias. Dios desea que el hombre disponga de lo mejor de todas las
cosas, "lo mejor del trigo" (Sal. 81: 16; 147: 14). Aquel que creó todas las cosas sabe lo
que más conviene a sus criaturas y, de acuerdo con su sabiduría, da consejos y
recomendaciones. "No quitará el bien a los que andan en integridad" (Sal. 84: 11). Lo
que Dios prohibe no lo prohibe en forma arbitraria, sino para el bien del hombre. Los
hombres pueden menospreciar el consejo divino, pero la experiencia 769 y los
resultados finales siempre demuestran la sabiduría celestial.
Dios le dio al hombre un maravilloso cuerpo con posibilidades casi ilimitadas, pero que
también consta de muchos órganos delicados, que deben ser cuidadosamente protegidos
del abuso si es que han de funcionar bien. Dentro del cuerpo mismo Dios ha dispuesto
lo necesario para el cuidado y la mantención de sus diversos órganos, y aun para su
renovación, si se siguen las instrucciones dadas por él. En muchos casos es posible
comenzar un proceso de rehabilitación aun años después de haber abusado del cuerpo.
Los poderes recuperativos de la naturaleza son maravillosos. En el momento mismo de
sufrir una herida, las fuerzas vitales del cuerpo inmediatamente comienzan a reparar el
daño hecho. Los médicos pueden ayudar y hacer un gran bien, pero no tienen poder
sanador. En muchos casos lo único que pueden hacer es dejar que Dios obre.
Algunos insisten en que Dios se interesa más por el alma del hombre que por su cuerpo;
que los valores espirituales son superiores a los físicos. Esto es cierto, pero debe
recordarse que el cuerpo y el alma están íntimamente interrelacionados, que el uno
afecta poderosamente al otro, y que no siempre es fácil decir dónde comienza uno y
termina el otro. Aunque concordamos en que el hombre espiritual es de suprema
importancia, no creemos que por eso deba descuidarse el cuerpo. Tal era la filosofía de
ciertos "santos" medievales que se mortificaban el cuerpo para beneficio del alma; pero
ése no era el plan de Dios. Unió el cuerpo con el alma para que se beneficiaran
mutuamente.
La declaración "porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él" (Prov. 23: 7)
toca uno de los problemas fundamentales de la vida. El hombre es lo que piensa. ¿Es un
proceso físico el pensamiento? ¿Pueden existir los pensamientos independientemente de
algún tipo de mecanismo que sea capaz de pensar? Sea lo que fuere el pensamiento, de
todos modos determina la conducta. Si una persona piensa en forma correcta, es
probable que su conducta sea correcta. Si la mente se ocupa en lo malo, las acciones
serán malas.
¿Tiene el cuerpo alguna influencia sobre el pensamiento del hombre? Por cierto que sí.
Todos saben que ingerir bebidas embriagantes afecta tanto el pensamiento como las
acciones. El alcohol desbarata el juicio del hombre y tiende a hacerlo irresponsable. Su
mente no funciona como cuando está sobrio; sus facultades no operan normalmente;
todas sus reacciones se retardan. Si maneja un automóvil, se convierte en un peligro
para otros y en un homicida en potencia (ver com. cap. 10: 9).
La mayoría de los hombres admiten que la bebida tiene malos efectos. ¿Pueden tener
efectos similares los hábitos erróneos de alimentación? Sí, aunque quizás no sean tan
notables como los del alcohol. El alimento afecta la conducta y el pensamiento del
hombre. Más de un muchacho ha recibido una paliza porque las tostadas del padre se
habían quemado, o porque el café estaba chirle o frío. Más de un divorcio ha tenido su
origen en el departamento culinario de la casa. Los vendedores no esperan concretar
buenas ventas frente a clientes dispépticos. El abogado astuto sabe que hay un momento
adecuado para acercarse a un juez venal en busca de una consideración favorable; y los
diplomáticos y estadistas conocen el valor de un banquete opíparo. Si se combinan en
forma hábil el vino y los alimentos, se puede llegar a acuerdos que nunca se firmarían si
los contratantes hubieran estado en pleno uso de sus facultades normales. Tales acuerdos
han sido la maldición del mundo por generaciones.
¿Afecta a la mente el alimento? ¿Afectan el espíritu la comida y la bebida? Por
supuesto. Una perspectiva agria de la vida a menudo nace de un estómago ácido. El
comer bien no necesariamente producirá un genio agradable; pero comer mal entorpece
el vivir a la altura de la norma fijada por Dios.
Las leyes divinas que rigen la alimentación no son pronunciamientos arbitrarios que
privan al hombre del gozo de comer. Son más bien leyes sensatas y justas que el hombre
hará bien en acatar si desea mantener la salud, o tal vez recobrarla. Por regla general se
encontrará que el alimento que Dios aprueba es el mismo que los hombres han
descubierto que es el mejor, y que el desacuerdo no proviene de lo que se aprueba, sino
de lo que se prohibe.
Estos estatutos alimentarlos fueron dados al Israel de antaño y se adaptaban a sus
circunstancias. La mayoría de los judíos aún los respeta, y estas leyes han servido bien
durante más de 3.000 años. La condición física de los 770 judíos da testimonio de que
estas reglas no son obsoletas ni han perdido su vigencia, si es que entendemos que su
propósito es el de producir un pueblo notablemente libre de muchas de las
enfermedades que azotan a los hombres hoy. A pesar de las persecuciones y las
penalidades sufridas por los judíos, mayores que las experimentadas por cualquier otra
nación sobre la faz de la tierra, y por períodos más largos, en general los judíos son una
raza vigorosa. Al menos en parte, este hecho se explica por su obediencia a las leyes
sobre alimentación presentadas por Dios en Lev. 11.
Las leyes impartidas a Israel en el Sinaí trataban de todos los aspectos de su deber para
con Dios y el hombre. Estas leyes pueden clasificarse de la siguiente manera:
1. Morales. Los principios expresados en el Decálogo reflejan el carácter divino, y son
tan inmutables como Dios mismo (ver Mat. 5: 17, 18; Rom. 3: 31).
2.Ceremoniales. Estas leyes se ocupaban del sistema de culto que prefiguraba la cruz, y
que por lo tanto dejó de existir en ocasión de la muerte de Jesús (Col. 2: 14-17; Heb. 7:
12).
3.Civiles. Estas leyes aplicaban los amplios principios de los Diez Mandamientos a la
estructura del antiguo Israel como nación. Aunque este código quedó invalidado cuando
el Israel antiguo dejó de ser una nación, y no ha sido puesto en vigor como tal en el
Estado de Israel moderno, que no es una teocracia, sin embargo, los principios
fundamentales de justicia y equidad comprendidos siguen teniendo validez.
4.De salud. Los principios de alimentación de Lev. 11, junto con otras reglas higiénicas,
fueron dados por el sabio Creador para fomentar la salud y la longevidad (ver Exo. 15:
26; 23: 25; Deut. 7: 15; Sal. 105: 37; PP 396). Por estar basados en la naturaleza y las
necesidades del cuerpo humano, estos principios no pueden ser afectados de ninguna
manera ni por la cruz ni por la desaparición temporal de Israel como nación. Estos
principios que fomentaban la salud hace 3.500 años, producirán los mismos resultados
hoy.
El cristiano sincero considera que su cuerpo es templo del Espíritu Santo (1 Cor. 3: 16,
17; 6: 19, 20). El aprecio de este hecho lo llevará, entre otras cosas, a comer y beber
para la gloria de Dios, es decir, a regir su alimentación por la voluntad revelada de Dios
(1 Cor. 9: 27; 10: 31). Por eso, para ser consecuente, debe reconocer y obedecer los
principios enunciados en Lev. 11.
NOTA ADICIONAL AL CAPÍTULO 11 PROPIA DE LA EDICION CASTELLANA
El cap. 11 de Lev. puede suscitar algunas preguntas y dudas en cuanto a la forma en que
aparecen allí agrupados diversos animales. Por eso, recuérdese que fue el sabio
naturalista sueco Carlos Linneo (1707-1778) quien puso las bases de la moderna
clasificación zoológica en su libro Systema Naturae de 1758. Esta fue revisada por
Lamarck (1744-1829), en 1801; en 1829, por Cuvier (17691832), quien introdujo varios
cambios al dividir los animales en cuatro ramas; por Leuckart, en 1840; Agassiz, en
1859; Haeckel en 1864 y Ray Lankester, en 1877. Todos ellos dieron forma al aspecto
general que presenta la clasificación que usamos actualmente en zoología. En rigor de
verdad, la clasificación es artificial, hecha para estudiar en forma ordenada los animales
que presentan características comunes.
En último término, la clasificación que se halla en los libros de ciencia natural es un
artificio que no siempre sigue una lógica rigurosa. Afirmamos esto porque una cantidad
de animales han sido clasificados -por supuesto mucho después de Linneo -
obedeciendo a un criterio basado en la idea de la evolución.
Entre ellos podemos mencionar al anfioxo, animalito semejante a un "pececito"
(supuesto eslabón entre los invertebrados y los vertebrados) que se encuentra en las
playas del sur de la Argentina. Otro ejemplo está constituido por ciertos parásitos de
algunos calamares que viven en el océano Indico. Se trata del Filum mesozoa, formado
por diminutos animales en forma de gusanos, denominados Dicyema y Rhopalura. Los
Dicyema viven como parásitos en los riñones (nefridios) de pulpos y calamares. Los
Rhopalura son raros parásitos de los tejidos y las cavidades de lombrices y estrellas de
mar. Los evolucionistas hacen para estos animalitos toda una gran división -denominada
Phylum- porque suponen que son un eslabón entre dos etapas de 771 la evolución;
intermediarios entre los animales de una sola célula y los que están formados por
muchas.
Esto confirma lo que ya dijimos, que todas las divisiones en la clasificación son
conceptos humanos, puesto que en la naturaleza sólo existen individuos (por ejemplo,
un gato) o poblaciones animales (por ejemplo, una colmena).
Con el propósito de documentar lo que acabamos de afirmar en el párrafo precedente,
recurrimos a la autoridad del catedrático Tracy I. Storee, profesor de zoología y zoólogo
de la Estación Experimental de Agricultura de la Universidad de California, en Davis.
Nos informa: "Los zoólogos concuerdan bastante bien en mucho de lo que atañe a la
clasificación animal, pero no hay dos que tengan exactamente la misma opinión en
cuanto a todos los detalles. Como resultado, no hay dos libros que contengan esquemas
idénticos de clasificación" (General Zoology, pág. 260, McGraw Hill, Book Company
Inc., Nueva York, 1951). Esta obra es libro guía en más de uno de los principales
museos argentinos.
Todas las agrupaciones particulares llamadas género, especie, clase, orden, familia, etc.
son producto del ingenio humano para estudiar ordenadamente los animales, de los que
hay unas 900.000 formas distintas. Nadie podría familiarizarse más que con una
pequeña porción de tan gran número de animales conocidos.
Dado que uno de los propósitos de la zoología es obtener una perspectiva de la totalidad
del reino animal, se hizo necesario algún artificio para agruparlos con fines de estudio.
Esta función es cumplida por una división de la ciencia llamada zoología sistemática,
taxonomía o clasificación. La nomenclatura de los animales se ha basado en sus
caracteres y supuesto origen. La llamada clasificación natural se funda en la teoría de la
evolución y es un esfuerzo para indicar el supuesto árbol genealógico del reino animal y
sus subdivisiones. En tal nomenclatura, los evolucionistas consideran esencial distinguir
los caracteres homólogos o de presunto origen similar, y los análogos, o de funciones
parecidas.
En vista de lo expuesto, la nomenclatura que se utiliza en la Biblia es tan legítima como
cualquier otra. Al estudiarla se recibe la impresión de que está hecha a propósito en el
lenguaje popular para que se pudiera entender con facilidad de qué animales se trataba.
Sin embargo, en nuestros días -a muchos siglos de distancia, en ambientes donde hay
animales que no existían en las zonas bíblicas y viceversa, y con los problemas propios
de los cambios y las mutaciones inherentes a todos los idiomas - se ha perdido o resulta
dudoso el significado de varios de esos nombres. Con todo, es posible estudiar la
orientación que nos proporciona el pueblo hebreo -por lo menos el sector fiel a las
enseñanzas dadas por Dios por medio de Moisés- que los ha transmitido a través de su
tradición.
Así puede ser mejor nuestro conocimiento en los casos de duda, como los que figuran
en Lev. 11: 22 donde se habla del "argol" y el "hagab", imposibles de identificar.
Anotaremos que "argol" y "hagab" ("jargol" y "jagab" en la BJ) son meras
transliteraciones de palabras hebreas; no son en realidad traducciones.
Anotaremos también que el animal limpio llamado "langostín" (cap. 11: 22) no debe
confundirse con el "langostino" marítimo. El primero dispone de cuatro patas, dos
"piernas" "para saltar" y es "alado". Es evidente que son características imposibles de
confundir con las de un animal marítimo.
En caso de una legítima vacilación acerca de si determinado animal es "limpio" o
"inmundo", bien vale la pena aplicar el sabio adagio latino "En la duda, abstente". Más
todavía, es necesario obedecer la admonición bíblica: "El que duda sobre lo que come,
es condenado, porque no lo hace con fe; y todo lo que no proviene de fe, es pecado"
(Rom. 14: 23).

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