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Reflexiones antropológicas

sobre temas filosóficos


Paidós Studio

Últimos títulos publicados:


101. J. Bassa y R. Freixas - El cine de ciencia ficción
102. J. E. Monterde - Veinte años de cine español (1973-1992)
103. C. Geertz - Observando el Islam
105. E. Gellner - Posmodernismo, razón y religión
106. G. Balandier - El poder en escenas
107. Q. Casas - El western. El género americano
108. A. Einstein - Sobre el humanismo
109. E. Kenig - Historia de los judíos españoles hasta 1492
110. A. Ortiz y M. J. Piqueras - La pintura en el cine
111. M. Douglas - La aceptabilidad del riesgo según las ciencias sociales
112. H.-G. Gadamer - El inicio de la filosofía occidental
113. E. W. Said - Representaciones del intelectual
114. E. A. Havelock - La musa aprende a escribir
115. C. F. Heredero y A. Santamarina - El cine negro
116. B. Waldenfels - De Husserl a Derrida
117. H. Putnam - La herencia del pragmatismo
118. T. Maldonado - ¿Qué es un intelectual?
119. E. Roudinesco y otros - Pensar la locura
120. G. Marramao - Cielo y tierra
121. G. Vattimo - Creer que se cree
122. J. Derrida - Aportas
123. N. Luhmann - Observaciones de la modernidad
124. A. Quintana - El cine italiano 1942-1961
125. P. L. Berger y T. Luckmann - Modernidad, pluralismo y crisis de sentido
126. H.-G. Gadamer, Mito y razón
127. H.-G. Gadamer, Arte y verdad de la palabra
128. F. J. Bruno - Diccionario de términos psicológicos fundamentales
129. M. Maffesoli - Elogio de la razón sensible
130. C. Jamme - Introducción a la filosofía del mito en la época moderna y contemporánea
131. R. Esposito - El origen de la política
132. E. Riambau - El cine francés 1958-1998
133. R. Aron - Introducción a la filosofía política
134. A. Elena - Los cines periféricos
135. T. Eagleton - La función de la crítica
136. A. Kenny - La metafísica de la mente
137. A. Viola (comp.) - Antropología del desarrollo
138. M. Cavell - La mente psicoanalitica
139. P. Barker (comp.) - Vivir como iguales
140. S. Shapin - La revolución científica
141. J. R. Searle - El misterio de la conciencia
142. R. Molina y D. Ranz - La idea del cosmos
143. U. Beck - La democracia y sus enemigos
144. R. Freixas y J. Bassa - El sexo en el cine y el cine de sexo
145. M. Horkheimer - Autoridad y familia y otros escritos
146. A. Bertrán - Galileo, ciencia y religión
147. H.-G. Gadamer - El inicio de la sabiduría
148. R. A. Spitz -Noy sí
149. R. Flecha y otros - Teoría sociológica contemporánea
150. G. Baumann - El enigma multicultural
151. E. Morin - Los siete saberes necesarios para la educación del futuro
152. O. Marquard - Filosofía de la compensación
153. CI. Geertz - Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos
154. Z. Bauman - La cultura como praxis
155. M. Canto-Sperber - La inquietud moral y la vida humana
Clifford Geertz

Reflexiones antropológicas
sobre temas filosóficos

PAIDÓS
Barcelona • Buenos Aires • México
Los capítulos del presente volumen se han extraído de Available Light, publicado en inglés,
en 2000, por Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey

Traducción de Nicolás Sánchez Dura y Gloria Llorens

Cubierta de Mario Eskenazi

Q u e d a n rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita d e los titulares del copyright, bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial d e esta obra por cualquier medio
o procedimiento, comprendidos la reprografia y el tratamiento informático, y la distribución
d e ejemplares d e ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2000 by Princeton University Press


© 2002 de la traducción, Nicolás Sánchez Dura y Gloria Llorens
© 2002 de todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,
Mariano Cubi, 92 - 08021 Barcelona
y Editorial Paidós, SAICF,
Defensa, 599 - Buenos Aires
http://www.paidos.com

ISBN: 84-493-1174-8
Depósito legal: B. 31.070/2002

Impreso en Novagràfik, S.L.


Vivaldi, 5-08110 Monteada i Reixac (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain


Para Joan Scott, Albert Hirschman
y Michael Walzer, colegas
SUMARIO

Prefacio 11
Agradecimientos 19

1. Paso y accidente: una vida de aprendizaje 21


Obertura 21
La burbuja 22
Cambiando de tema 31
A la espera 41
2. El estado de la cuestión 43
Zigzag 43
Cultura de guerra 54
Un pasatiempo profundo 66
Historia y antropología 82
«Conocimiento local» y sus límites: algunos obiter dicta 103
3. El extraño extrañamiento: Charles Taylor y
las ciencias naturales 113
4. El legado de Thomas Kuhn: el texto apropiado
en el momento justo 135
5. Una pizca de destino: la religión como experiencia,
significado, identidad, poder 145
6. Acta del desequilibrio: la psicología cultural de
Jerome Bruner 171
7. Cultura, mente, cerebro/cerebro, mente, cultura . . . . 191
8. El mundo en pedazos: cultura y política en el fin
de siglo 211
El mundo en pedazos 211
¿Qué es un país si no es una nación? 228
¿Qué es una cultura si no es un consenso? 249

índice analítico y de nombres 269


PREFACIO

Como corresponde a dos disciplinas, ninguna claramente


definida, que se dedican a la totalidad de la vida y el pensa-
miento humanos, la antropología y la filosofía muestran cierta
desconfianza mutua. La ansiedad que resulta de la combina-
ción de una identidad académica difusa y miscelánea y de la
ambición por conectarlo todo con todo —accediendo de tal
modo a lo más profundo de las cosas— hace que ambas se
muestren inseguras cuando se trata de ver lo que cada una de
ellas debe hacer. No es que sus límites se solapen, sino que ape-
nas pueden trazarse con firmeza; ni que sus intereses diverjan,
sino que nada, aparentemente, es ajeno a ninguna de ellas.
Más allá de su rivalidad, normalmente oblicua e implícita,
por decir la primera y última palabra, los dos campos compar-
ten otras características que obstaculizan sus relaciones y hacen
que la cooperación entre ellas sea innecesariamente difícil. Más
especialmente, ambas son porosas y frágiles, ambas están ase-
diadas y corren cierto riesgo. En la actualidad, se ven invadidas
y perturbadas a menudo por intrusos que reivindican hacer su
trabajo de un modo más efectivo que la antropología y la filoso-
fía mismas, atrapadas como están en una rigidez insustancial.
Para la filosofía se trata de una vieja historia. En ella sus pro-
tectorados y principados —matemáticas, física, biología, psico-
logía, con posterioridad incluso la lógica y la epistemología—
han ido sucesivamente desgajándose para convertirse en ciencias
especiales independientes con autogobierno. Para la antropolo-
gía esta contracción de su dominio bajo la presión separatista es
más rebiente y menos ordenada, pero no menos grave. Habién-
dose labrado, a partir de la mitad del siglo XIX, un especial es-
pacio propio como estudio de la cultura, «ese todo complejo
que incluye [...] creencias, moral, leyes, costumbres [...] ad-
quiridas por un ser humano en tanto que miembro de una so-
ciedad» se halla ahora ante varias disciplinas y semidisciplinas
tardíamente ingeniadas y ante sociedades uniformadas (estu-
dios de género, sobre las ciencias, queer studies, estudios sobre
los medios de comunicación, estudios étnicos, poscoloniales,
agrupados de manera flexible como, ahí va el insulto final, «es-
tudios culturales»), que abarrotan un espacio que con tanto
esmero y coraje la antropología había desbrozado y comenzado
a roturar. Bien como un holding antiguo y honorable cuyas
propiedades y honor lentamente se le escapan de las manos,
bien como una gran aventura intelectual que intrusos, advene-
dizos y parásitos han echado a perder, la sensación de disper-
sión y disolución, de «final de los ismos», crece por momentos;
una situación particularmente nada feliz para la interacción ge-
nerosa y la combinación de fuerzas.
Con todo, merece la pena el intento. No es sólo que los mie-
dos se hayan exagerado y las sospechas sean infundadas (nin-
gún campo va a desaparecer por el momento y su oposición,
por lo que respecta a su estilo y carácter, es menor de la que sus
más imponentes campeones gustan de imaginar), sino que los
agitados e impenetrables mares posmodernos que ahora tien-
den a surcar hacen que, cada vez más, unos y otros se necesiten
activamente. El fin de cada empresa no está próximo. Pero la
falta de rumbo, un deambular desconcertado en busca de di-
rección y fundamento, sí.
Mi propio interés por efectuar una conexión o por fortale-
cerla o, si pienso en Montaigne o Montesquieu, tal vez por re-
vivir una no deriva de interés alguno por alterar mi identidad
profesional, en la que me siento tan a gusto como puede espe-
rarse tras cincuenta años luchando por establecerla, ni por ex-
tenderla a algún tipo de pensador sin cartera de alto nivel. Soy
etnógrafo y un escritor sobre etnografía de principio a fin; y no
hago sistemas. Pero probablemente esté relacionado, de un
modo u otro, con el hecho de que, como explico en el primer
capítulo, empecé «en filosofía» aun cuando la abandoné tras
un periodo de tiempo indecentemente corto para hacer, pensé,
de la variedad del mundo la base directa de mi pensamiento.
Los tipos de problemas que me preocupaban y en los que yo
quería adentrarme de un modo mas empírico que conceptual
—el papel de las ideas en la conducta, el significado del signifi-
cado, el juicio del juicio— persisten, ampliados y reformula-
dos, y espero que de un modo más sustancial, en mi trabajo so-
bre la religión javanesa, los estados balineses y los bazares
marroquíes, sobre la modernización, el islam, el parentesco, el
derecho, el arte y la etnicidad. Y son estas preocupaciones y es-
tos temas los que se reflejan, un poco más explícitamente, en
las «reflexiones» aquí reunidas.
Paradójicamente, relacionar el tipo de trabajo que yo hago
—desentrañar las singularidades de los modos de vida de otros
pueblos— con el que hacen los filósofos que a mí me interesan
—examinar el alcance y la estructura de la experiencia humana y
su sentido— es una tarea mucho más sencilla hoy de lo que lo era
a finales de los cuarenta cuando me imaginaba volcado en una ca-
rrera filosófica. A mi juicio, ello es debido al hecho de que ha ha-
bido, desde entonces, un cambio importante en el modo en el
que los filósofos, o al menos la mayoría de ellos, han concebido su
vocación y ese cambio lo ha sido en una dirección particular-
mente compatible con la de aquellos que, como yo, creen que las
respuestas a nuestras preguntas más generales —¿por qué?, ¿có-
mo?, ¿qué?, ¿adonde?—, en la medida en que haya respuestas,
han de encontrarse en el fino detalle de la vida en vivo.
La figura que más ha contribuido a que este cambio fuera
posible, incluso que más lo ha promovido, es, de nuevo a mi
juicio, el postumo y esclarecedor insurrecto, «el último Witt-
genstein». La aparición en 1953, dos años después de su muer-
te, de las Investigaciones filosóficas y la transformación de lo
que habían sido rumores en Oxbridge en un texto por lo visto
interminablemente generativo, al igual que el flujo de «Obser-
vaciones», «Ocasiones», «Diarios» y «Zettel» que se rescataron
de su Nachlass durante las siguientes décadas, tuvieron un enor-
me impacto en mi idea de lo que iba a ocurrir y deseaba con-
seguir. No estaba solo entre las personas dedicadas a las cien-
cias humanas que intentaban, como aquella mosca, salir de sus
particulares botellas. Yo era, con todo, uno de los más absolu-
tamente predispuestos para recibir el mensaje. Si es cierto, co-
mo se ha afirmado, que los escritores que estamos dispuestos a
llamar maestros son aquellos que nos dan la impresión de que,
al cabo, han dicho lo que nosotros creíamos tener en la punta
de la lengua pero éramos incapaces de expresar, aquellos que
pusieron en palabras lo que para nosotros eran sólo formula-
ciones incoativas, tendencias e impulsos de la mente, en ese ca-
so me congratula enormemente reconocer a Wittgenstein como
mi maestro. O uno de ellos, al menos. Que él me devolviera el
favor y me reconociera su discípulo es, en efecto, algo más que
improbable; no le agradaba pensar que se le comprendía o que se
estaba de acuerdo con él.
Sea como fuere, su ataque a la idea de un lenguaje privado,
que condujo al pensamiento desde la gruta de la cabeza a la es-
fera pública donde podía ser observado, su noción de juego del
lenguaje, que proporcionaba una nueva manera de considerar-
lo una vez entendido como un conjunto de prácticas, y su pro-
puesta de «formas de vida» como (por citar a un comentarista)
el «complejo de circunstancias naturales y culturales que son
presupuestas en [...] cualquier comprensión particular del mun-
do» parecían hechos a medida para facilitar el tipo de estudio
antropológico que yo, y otros como yo, practicamos. Es cierto
que no estaban diseñados para eso, ni tampoco otras ideas con-
tiguas y sus corolarios —«seguir una regla», «no preguntes por
el significado, pregunta por el uso», «toda una nube de filoso-
fía condensada en una gota de gramática», «decir y mostrar»,
«aires de familia», «estar cautivos de una imagen», «ver cómo»,
«vuelta al terreno áspero», «ciego para un aspecto»—, sino que
eran parte de una despiadada y demoledora crítica de la filoso-
fía. Con todo, una crítica de la filosofía que más bien reducía la
brecha entre ella e ir por el mundo intentando descubrir cómo
en medio del intercambio de palabras la gente —grupos de
gente, individuos, la gente como un todo— traba una voz dis-
tinta y abigarrada.
El modo en el que la brecha fue reducida, o tal vez sólo lo-
calizada y descrita, lo sugiere una de las fórmulas mencionadas
más sugerentes para un antropólogo en pleno trabajo: «¡Vuel-
ta al terreno áspero!». «Vamos a parar —dice Wittgenstein— a
terreno helado donde falta la fricción y así las condiciones son
en cierto sentido ideales, pero también por eso no podemos
avanzar. Queremos avanzar, por ello necesitamos la fricción.
¡Vuelta al terreno áspero!» (IF, 107). La idea de que la antro-
pología (aunque, efectivamente, no sólo la antropología) ex-
plora el áspero terreno donde le es posible al pensamiento, al
de Wittgenstein o al de cualquier otro, ponerse en movimiento
es para mí no sólo una idea atrayente en sí misma; es la idea,
borrosa y sin formular, que me condujo como primer paso a
emigrar al campo, en los dos sentidos de «campo». Cansado de
deslizarme por las gélidas corrientes kantianas, hegelianas o
cartesianas, yo quería caminar.
O ir de un lado para otro. Moviéndose entre lugares y gen-
tes, buscando infatigablemente contrastes y constantes para
cualquier intuición que pudieran aportar sobre cualquier enig-
ma que surgiera, uno decanta no tanto una postura, una visión es-
table y acumulativa de una cantidad fija de temas, sino más bien
una serie de posicionamientos: variados argumentos para varia-
dos fines. Esto aporta mucha confusión e incertidumbre, quizá
demasiada. Pero también en este punto seguimos a Wittgens-
tein: podemos preguntarnos, dice, «"¿es un concepto borroso
un concepto?" —¿Es una fotografía confusa una imagen de una
persona? ¿Puede siempre reemplazarse con ventaja una ima-
gen confusa por una nítida? ¿No es a menudo la confusa la que
justamente necesitamos?» (IF, 71).
Lo sea o no, y sea quien sea ese «nosotros», lo que sigue es
un conjunto diverso y sólo parcialmente ordenado de comen-
tarios, ejemplos, críticas, reflexiones, evaluaciones e investiga-
ciones que tienen que ver con temas y personas —«relativismo»,
«mente», «conocimiento», «yoidad», Taylor, Rorty, Kuhn, Ja-
mes— que, al menos, podrían considerarse «filosóficos». Tras
un capítulo inicial más o menos introductorio que revisa el erran-
te avance de mi carrera profesional, preparado para el ciclo
«Una vida de aprendizaje» en la American Council of Learned
Society, el capítulo «El estado de la cuestión» recoge cinco sec-
ciones improvisadas sobre controversias morales y epistemoló-
gicas actuales en, y en torno a, la antropología. Le siguen unas
consideraciones más sistemáticas sobre el trabajo de Charles
Taylor, Thomas Kuhn, Jerome Bruner y William James, que
fueron preparadas para un simposio en su honor. «Cultura,
mente, cerebro...» es aún una consideración más sobre las (po-
sibles) relaciones entre lo que (supuestamente) pasa en nuestras
cabezas y lo que aparentemente ocurre en el mundo. Y, final-
mente, «El mundo en pedazos...» se preocupa de los interro-
gantes surgidos en la teoría política a raíz del reciente recrude-
cimiento del «conflicto étnico».
En el apartado de agradecimientos, que acostumbra a venir
a continuación, tengo que dar gracias a tantas personas que me
resisto a ensayar una lista y arriesgarme a dejar fuera a alguien;
de todos modos, a la mayoría de ellos ya les he expresado mi
agradecimiento personalmente. En su lugar, he dedicado sim-
plemente el libro a quienes han conspirado junto a mí mismo
en el School of Social Science del Institute for Advanced Study,
donde casi todo lo que contiene fue en él escrito y discutido,
reescrito y rediscutido, y donde hemos creado juntos un espacio
y una actitud que vale la pena defender. Para evitar suspicacias,
suyas o de otros, los he mencionado en el mismo orden en el
que sus despachos se encuentran separados del mío.

Princeton,
agosto de 1999
AGRADECIMIENTOS

Capítulo 1: dado como Charles Homer Haskins Lecture of


the American Council of Learned Societies, Filadelfia, 1999.

Capítulo 2: secciones originalmente publicadas, respectiva-


mente, en el Times Literary Supplement, 5 de junio de 1985; The
New York Review of Books, 30 de noviembre de 1995; The New
York Review of Books, 22 de octubre de 1998; New Literary
History, 21 (1990), págs. 321-335; The Yale Journal of Criticism,
5 (1993), págs. 129-135. Reimpresos con el permiso de The
New York Review of Books. Copyright 1995-8 NYREV, Inc.

Capítulo 3: originalmente publicado en James Tully y Da-


niel M. Weinstck (comps.), Philosophy in an Age of Pluralism,
Cambridge, Cambridge University Press, 1995, págs. 83-95.
Reimpreso con el permiso de Cambridge University Press.

Capítulo 4: originalmente publicado en Common Knowled-


ge^,! {1991), págs. 1-5.

Capítulo 5: dado como William James Lecture, Harvard Di-


vinity School, 1998; originalmente publicado en Raritan: A
Quarterly Review, vol. 18, n° 3 (invierno de 1999), págs. 1-19.
Con permiso de reimpresión.
Capítulo 6: de próxima aparición en D. Bakhurst y S. Shan-
ker (comps.), Language, Culture, Self: The Philosophical Psyco-
logy of]erome Bruner, Londres, Sage Publications. Una parte
fue originalmente publicada en The New York Review of
Books, 10 de abril de 1997.

Capítulo 7: no publicado con anterioridad. Leído en el sim-


posio inaugural de la Ferdinand de Saussure Foundation, Ar-
champs/Ginebra, 1999.

Capítulo 8: leído en la Annual Lecture in Modern Philo-


sophy, Institut für die Wissenschaften vom Menschen, Viena,
1995; originalmente publicado (en inglés) en FOCAAL 23
(1998), págs. 91-117.
CAPÍTULO 1

PASO Y ACCIDENTE: UNA VIDA D E APRENDIZAJE

OBERTURA

Es una tarea turbadora aparecer en público en el declinar


de una vida improvisada y llamarla ilustrada. No reparé, cuan-
do, tras una infancia aislada, comencé a ver lo que podría es-
tar ocurriendo ahí fuera en el mundo, en que habría un exa-
men final. Supongo que lo que he estado haciendo durante
todos estos años ha sido acumular saber. Pero, en su momento,
me daba la impresión de que estaba intentando resolver qué
hacer a continuación y aplazar el ajuste de cuentas: revisar la
situación, reconocer las posibilidades, evadir las consecuen-
cias, darle vueltas al asunto. De este modo no se llega a muchas
conclusiones, o no a algunas que se puedan mantener por mu-
cho tiempo, así que sacar una conclusión final ante Dios y an-
te Todo el Mundo tiene algo de farsa. Hay una enorme cantidad
de personas que no saben bien a dónde van, supongo; pero yo
ni siquiera sé a ciencia cierta dónde he estado. Bien, con todo.
He intentado virtualmente algún que otro género literario en
alguna ocasión. Podría intentar además la Bildungsroman.
LA BURBUJA

En cualquier caso, he aprendido al menos una cosa en el


proceso de improvisar una carrera académica: todo depende
del momento exacto. Entré en el mundo académico en la que
había de ser la mejor época de todo el curso de su historia pa-
ra ingresar en él: al menos en EE.UU. Cuando en 1946 salí de
la Marina de EE.UU., una vez nos habíamos librado por muy
poco de tener que invadir Japón gracias a la Bomba, en Améri-
ca se había puesto en marcha el boom de la educación superior
y yo he surcado las olas, cresta tras cresta, hasta el día de hoy,
cuando, al igual que yo, finalmente parecen decrecer. Tenía 20
años. Quería salir de California, donde tenía muchos parientes
pero ninguna familia. Quería ser novelista, preferiblemente uno
famoso. Y, más decisivamente, tenía la G.I. Bill."
O, para ser más exactos, nosotros teníamos la G.I. Bill: mi-
llones de nosotros. Como se ha contado en muchas ocasiones
—hubo un documental en televisión sobre este tema hace apro-
ximadamente un año y hay un libro sobre ello, con el apropiado
título de When Dreams Come True—, la afluencia de resueltos
veteranos, dos millones y medio de nosotros, en los campus de
las facultades en el lustro que siguió inmediatamente a 1945
alteró, de manera súbita y para siempre, todos los aspectos
completos de la educación superior en este país. Eramos mayo-
res, habíamos vivido algo de lo que ni nuestros compañeros ni
nuestros profesores, en su mayor parte, tenían experiencia, te-
níamos prisa y estábamos muy lejos de interesarnos por los ritos
y las mascaradas de los estudiantes de licenciatura. Muchos es-
taban casados; el resto, incluido yo, pronto lo estaríamos. Posi-
blemente lo más importante es que transformamos la composi-
ción de clase, de etnia, la religiosa y hasta cierto punto la racial

* Prestación que pretendía recompensar a las tropas estadounidenses a su regre-


so de la Segunda Guerra Mundial con el financiamiento de sus estudios. (N. dele.)
del cuerpo nacional de estudiantes. Y, a la larga, a medida que
la ola se desplazó a las instituciones universitarias para posgra-
duados, transformamos también el profesorado. Entre 1950 y
1970, el número de doctorados concedidos anualmente se mul-
tiplicó por cinco, de 6.000 al año a aproximadamente 30.000.
(En 1940 se otorgaron 3.000. ¡No hay duda de que los sesenta
existieron!) Esto no es posiblemente lo que William Randolph
Hearst y la Legión Americana, quienes movilizaron el apoyo
popular a la Bill, tenían precisamente en mente. Pero incluso en
ese momento, sabíamos que éramos la vanguardia de algo am-
plio y crucial: la titulación masiva de América.
Puesto que crecí en un ambiente rural durante la Gran De-
presión, nunca supuse que acabaría yendo a la universidad, así
que, cuando la ocasión se presentó, no supe cómo enfrentarme
a ella. Después de un verano vagabundeando por San Francis-
co y «reajustándome» a la vida civil a costa del gobierno, le
pregunté a un profesor de instituto de inglés, un izquierdista a
la vieja usanza y un agitador portuario, que fue el primero en
sugerirme que yo podría ser escritor —como Steinbeck o como
Jack London—, qué podía hacer. El dijo (aproximadamente):
«Deberías ir al Antioch College. Tiene un sistema en el que tra-
bajas la mitad del tiempo y estudias la otra mitad». Sonaba pro-
metedor, así que envié una solicitud que él tenía a mano, fui
aceptado al cabo de una o dos semanas y emprendí el viaje con-
fiadamente para ver qué se estaba cociendo, sucedía o tenía lu-
gar en el sur de Ohio. (Como digo, eran otros tiempos. No ten-
go claro si por entonces sabía que estas solicitudes a veces se
rechazan y yo no tenía un plan alternativo. Si me hubieran re-
chazado, probablemente me hubiera ido a trabajar a la compa-
ñía telefónica, hubiera intentado escribir por las noches, me
habría olvidado de todo el asunto y todos nos hubiéramos aho-
rrado la situación en la que ahora estamos.)
Entre 1946 y 1950, Antioch era, a primera vista, el modelo
más representativo y, a mi juicio, el más admirable de las institu-
ciones educacionales: la pequeña, pequeña ciudad, vagamente
cristiana, la facultad de humanidades incluso más vagamen-
te populista. Con menos de mil estudiantes, la mitad de ellos
en el campus (la otra mitad estaba fuera trabajando en lugares
distintos, Chicago, Nueva York, Detroit, etc.), 75 u 80 miem-
bros de la facultad internos y disponibles, encajados entre los
bosques y las vías del tren en Yellow Springs, Ohio (con una
población de 2.500 habitantes), tenía el aspecto, con sus pér-
golas enrejadas y sus chimeneas de ladrillo, de ser el decorado
para los exteriores de una película de la Metro en la que Judy y
Mickey, o tal vez Harold Lloyd, interpretan el viaje desde el ho-
gar —con escarceos sexuales, ensayos con el alcohol, carreras en
coches descubiertos, timos a profesores despistados, experimen-
tos con nuestro lado más excéntrico—. Había algo de todo
ello, pero el lugar era mucho más serio, por no decir solemne,
de lo que parecía o de lo que su ubicación parecía sugerir. Utó-
pico, experimental, inconformista, dolorosamente serio, deses-
peradamente intenso y repleto de radicales políticos y espíritus
estéticos libres (¿o eran radicales estéticos y espíritus políticos
libres?), fue contracultural antes de tiempo —una forma de
pensar y de presentarse que el influjo de la G.I., reacio a tomar
nada de nadie bajo ninguna circunstancia, incentivó poderosa-
mente.
Abandonado en este desordenado espacio de autocons-
trucción moral (el ethos reinante del lugar era cuáquero, lo más
interior de las prisiones de hierro; la actitud predominante era
judía, todo ironía, impaciencia y autocrítica; la combinación,
un tipo de introspección ruidosa, de curiosidad pasajera), me
apuntaba a todos los cursos que de alguna manera podían ofre-
cer algo que me interesara, que me viniera a mano o que aportara
algo bueno a mi carácter, lo que, supongo, es la definición —des-
de luego, era la de Antioch— de una educación liberal. Como
quería ser escritor, pensé absurdamente, claro está, que debía
especializarme en inglés. Pero incluso esto me pareció constre-
ñidor, de modo que viré a la filosofía, para cuyas exigencias cual-
quier clase a la que iba —musicología o política fiscal— podía
virtualmente servirme. Por lo que respecta a la vertiente «prác-
tica» del programa de «trabajo-estudio» y al preocupante inte-
rrogante que suscitaba —¿qué tipo de empresa comercial tiene
un puesto vacante para un aprendiz de litérateur?— pensé, aún
más absurdamente, que debía entrar en el periodismo como
una ocupación que me facilitaría las cosas, algo que me respal-
dara hasta que encontrara mi propia voz; idea que pronto que-
dó aletargada tras un periodo de chico de los recados en la,
tanto entonces como ahora, enloquecida y miserable redacción
del New York Post. El resultado de todas estas búsquedas,
pruebas y divagaciones (si bien, como ya dije, conseguí ingeniár-
melas para casarme en medio de todo aquello) fue que, cuando
llegué a graduarme, no tenía más idea de lo que hacer para in-
gresar en el mundo de la que había tenido cuando entré allí.
Aún me estaba «reajustando».
Con todo, como Antioch, a pesar de toda su orientación
hacia el esfuerzo moral y la vida práctica, no era ni un semina-
rio ni una escuela de comercio, apenas si se ocupaba de aquel
aspecto. Lo que se suponía que se obtenía allí, y yo ciertamen-
te obtuve, era el sentimiento de lo que Hopkins llamó «todas
las cosas contrarias, originales, extrañas, de más» —por la irre-
gularidad de lo que ocurre y por la rareza de lo que perdura—.
Eran, después de todo, «los innobles años cincuenta», cuando,
cuenta la historia, el foro público estaba vacío, todo el mundo
estaba envuelto en cazas de brujas y logros egoístas y todo era
gris sobre gris cuando no de un tecnicolor suburbano. Pero no
es así como yo lo recuerdo. Lo recuerdo como un tiempo de
intensidad jamesiana, una época en la que, dado el hecho de
que todo podía desaparecer en un instante termonuclear, so-
bresalir sobre quienes no tenían nada perdido era un asunto
mucho más urgente que hacer planes y ordenar ambiciones.
Se podía estar perdido, sin auxilio o atormentado con ansie-
dad ontológica; pero, al menos, se podía intentar no volverse
obtuso.
Fuera lo que fuere, ¡ay!, ante mi inminente graduación era
necesario marcharse e irse a otro lugar. La pregunta era: ¿a dón-
de?, ¿a qué otro sitio? Sin nada sustancial a la vista por lo que
respecta a un trabajo (ninguna de las personas para las que tra-
bajé quisieron verme de nuevo), pensé que lo más oportuno era
buscar cobijo en la facultad y mi esposa Hildred, otra especia-
lista en inglés desplazada y con nula preparación para «el mun-
do real», pensó lo mismo. Pero, una vez más, no sabía cómo
llevar todo esto a cabo y, como ya había agotado mi G.I. Bill,
estaba —estábamos— de nuevo sin recursos. Así que volví a
interpretar mi guión de 1946 y pedí consejo a otro carismático
y desencantado profesor de filosofía, un académico heterodo-
xo llamado George Geiger que había sido el sustituto de Lou
Gehrig en el equipo de béisbol de la Columbia y alumno de la
última promoción que se graduó con John Dewey. Me dijo
(más o menos): «No estudies filosofía; ha caído en manos de
tomistas y técnicos. Dedícate a la antropología».
Como Antioch carecía de cursos en esta disciplina, no ha-
bía desarrollado ningún interés por ella y, como ninguno de no-
sotros sabía muy bien en qué consistía, se trataba de una suge-
rencia de algún modo inesperada. Geiger, al parecer, había
estado en contacto con Clyde Kluckhohn, un profesor de an-
tropología en Harvard que se dedicaba con algunos colegas a
poner en marcha allí un departamento experimental e interdis-
ciplinar llamado «Relaciones Sociales» en el que la antropolo-
gía cultural no estaba unida a la arqueología y la antropología
física, como entonces, y desafortunadamente todavía hoy, era
habitual, sino a la psicología y la sociología. Ese era, me dijo, el
lugar idóneo para mí.
Tal vez. No tenía nada que objetar. Pero lo que remachaba
la cosa era que (y ésta es la parte más difícil de creer) el Ameri-
can Council of Learned Societies acababa de instituir un pro-
grama experimental de becas e investigación para recién gra-
duados. Las becas debían ser concedidas, una por institución,
por un distinguido miembro de una facultad de humanidades
a su discípulo o discípula más prometedor. Geiger (o «el señor
Geiger», como aún debo llamarlo, si bien murió el año pasado
a la edad de 94 años ejerciendo su profesión casi hasta el final,
maravillosamente irreconciliado con la época y la moda) era el
director del Consejo en Antioch. Me consideraba, dijo, no me-
nos prometedor que cualquier otro, así que, si yo quería la be-
ca, era mía. Con un estipendio tan inusualmente generoso para
la época, de hecho, para cualquier época, Hildred y yo podía-
mos mantenernos no sólo durante un año sino durante dos.
Enviamos nuestra solicitud a RelSoc (y, de nuevo, a ningún
otro sitio), fuimos admitidos y, tras otro extraño verano en San
Francisco, intentando recoger las piezas que deberían haberse
quedado donde estaban, nos marchamos a Cambridge (Mass.)
para hacernos profesionales.
En otro lugar he escrito, en otro ejercicio de este tipo de as-
tuta franqueza y pública autoocultación, sobre el enorme, de-
senfocado, casi milenarista regocijo que exhibía el Departa-
mento de Relaciones Sociales en los años cincuenta y lo que los
que entonces estábamos allí disfrutábamos llamando su Pro-
yecto: la construcción de «Un lenguaje Común para las Cien-
cias Sociales». Todo era dicha en aquel amanecer; pero la edad
dorada fue, como suele pasar con lo asertivo y lo inconformis-
ta, así como con lo excitante en el mundo académico, demasia-
do breve. Fundado en 1946 a partir de la reunión de miembros
fugitivos de departamentos tradicionales, desasosegados con
toda rutina debido a los desarreglos de la guerra, el departa-
mento de relaciones sociales empezó a perder su espíritu en los
años sesenta, cuando se fue apagando la rebeldía que se practi-
caba en la universidad, y se disolvió en 1970 con, en apariencia,
escaso pesar y no excesiva ceremonia. Sin embargo, con los
motores a toda marcha, era una carrera salvaje y loca, si presta-
bas atención a ese tipo de cosas y podías ingeniártelas para no
derrapar en las curvas peligrosas.
Mi estancia en el departamento fue, en un sentido, dema-
siado breve: dos años frenéticos como residente aprendiendo la
actitud; otro, no menos agitado, en plantilla, transmitiéndoles
a los otros la actitud («¡atrás, la Ciencia está en sus inicios!»). Pe-
ro, en otro sentido, fue una estancia bastante larga, si tenemos
en cuenta que durante una década interrumpí ocasionalmente
mi estancia allí para escribir la tesis, buscar proyectos de inves-
tigación y estudiar para los exámenes orales («¿Cómo se doman
los caballos entre los Pies Negros?»). Después de un año po-
niéndome al día no sólo en antropología, sino también en so-
ciología, psicología social, psicología clínica y estadística de la
mano de las figuras dominantes en esos campos (Kluckhohn,
Talcott Parsons, Gordon Allport, Henry Murray, Frederick
Mosteller y Samuel Stouffer) y tras otro más revisando lo que
estaban urdiendo los otros insurrectos del lugar (Jerome Bru-
ner, Alex Inkeles, David Schneider, George Homans, Barring-
ton Moore, Eron Vogt, Pitrim Sorokin,...) me vi, junto con mi
mujer, enfrentado al hecho más brutal e insoslayable —al menos
en aquellos tiempos; las cosas, ya se sabe, han variado un poco
desde entonces— de la vida antropológica: el trabajo de campo.
Y una vez más, me subí a la ola. Un equipo de investigación
interdisciplinar —atractivamente financiado por la Ford Foun-
dation al estilo liberal con el que dicha fundación financiaba
empresas ambiciosas y originales en sus heroicos inicios antes
de que el homónimo de su homónimo descubriera lo que esta-
ba pasando— se estaba organizando bajo los auspicios combi-
nados, aunque más bien inciertos, del departamento de rela-
ciones sociales del Center for International Studies en el MIT
—una institución tan nueva como oscuramente financiada y de
intenciones aún más misteriosas— y de Gadjah Mada, la uni-
versidad revolucionaria establecida en el palacio de un sultán
en una Indonesia acabada de independizar; un gran consorcio
de lo visionario y lo amenazador. El equipo estaba compuesto
por dos psicólogos, un historiador, un sociólogo y cinco antro-
pólogos, todos ellos graduados de Harvard. Debían ir al centro
de Java para llevar a cabo, en cooperación con un equipo equi-
valente de Gadjah Mada, un estudio detenido y a largo plazo
de una pequeña ciudad del interior. Una tarde el director del
equipo (quien, a la postre, abandonó la empresa misteriosa-
mente alegando una enfermedad) nos preguntó a Hildred y a
mí, que apenas habíamos empezado a sopesar seriamente dón-
de podríamos hacer trabajo de campo, enfrascados como está-
bamos en nuestra puesta al día, si nos plantearíamos unirnos al
proyecto, ella para estudiar la vida de familia y yo la religión.
De la misma manera insospechada y casual en la que nos hici-
mos antropólogos, y casi con la misma inocencia, nos hicimos
especialistas en Indonesia.
Las cosas fueron como sigue: el resto es post scriptum, el re-
sultado de un destino casual. Dos años y medio viviendo con
una familia de trabajadores del ferrocarril en una especie de
cuenco de arroz rodeado de volcanes en Java, la llanura del río
Brantas, mientras el país se encaminaba veloz, a través de unas
elecciones libres, a la convulsión de la guerra fría y a los imper-
turbables campos de la muerte. Regreso a Cambridge para re-
dactar una tesis sobre la vida religiosa en Java bajo la dirección
de Cora Dubois, una eminente especialista del sureste de Asia
que había sido elegida la primera catedrática en el departa-
mento mientras yo estaba fuera (y la segunda en todo Harvard).
Regreso a Indonesia, esta vez a Bali y Sumatra y continúa el
melodrama político, que culmina en revuelta y guerra civil. Un
año recuperándome en el recién fundado Center for Advanced
Study in the Behavioral Sciencies con tipos de personas como
Thomas Kuhn, Meyer Fortes, Román Jakobson, W. V. O. Qui-
ne, Edward Shils, George Miller, Ronald Coase, Melford Spi-
ro, David Apter, Fred Eggan y Joseph Greenberg. Un año en
Berkeley, cuando se incendiaron los años sesenta. Diez en Chi-
cago, cuando éstos estallaron —parte del tiempo enseñando,
parte del tiempo dirigiendo el comité del Comparative Study
of New Nations, un proyecto de investigación multidisciplinar
sobre los estados poscoloniales de Asia y África, parte del tiem-
po en una antigua ciudad amurallada en el medio Atlas marro-
quí, estudiando bazares, mezquitas, el cultivo del olivo, la poesía
oral y supervisando las investigaciones de los doctorandos—. Y
finalmente (ya que tengo 73 y sigo en activo debe ser con segu-
ridad finalmente), casi treinta años en el Institute for Advanced
Study en Princeton, luchando por mantener en funcionamiento
una no convencional School of Social Science frente a —¿có-
mo podríamos decir?— cierta pusilanimidad institucional y
autoengaño. Y todo esto, del mismo modo y al mismo ritmo
con el que, con seguridad, les he venido fatigando, hasta vol-
verlos escépticos: un momento de confusión e incertidumbre
en la dirección, una oportunidad inesperada que caía descui-
dadamente a mis pies, un cambio de lugar, de tarea, de mí mis-
mo, de ambiente intelectual. Una vida encantadora en una épo-
ca fascinante. Una carrera errática, mercurial, variada, libre,
instructiva y nada mal pagada.
La pregunta es: ¿es accesible hoy día una vida y una carre-
ra como ésa? ¿En la era de los adjuntos? ¿Cuando los estu-
diantes graduados se refieren a sí mismos como los «predeso-
cupados»? ¿Cuando muy pocos de ellos están dispuestos a
marcharse un par de años al campo y alimentarse de taro (o in-
cluso el equivalente en el Bronx o en Baviera) y los pocos que
están dispuestos apenas sí encuentran financiación para tales
irrelevancias? ¿Ha explotado la burbuja? ¿Se agotó la ola?
Es difícil estar seguro. El asunto está sub iudice y los acadé-
micos de avanzada edad, al igual que los padres envejecidos y
que los atletas retirados, tienden a ver el presente como el pa-
sado sin vitalidad, todo pérdida, desesperanza y decaimiento.
Pero sí parece haber un considerable malestar, una sensación
de que las cosas están tensas y de que la tensión crece, una sub-
clase académica se está formando y, probablemente, no es del
todo inteligente asumir riesgos innecesarios, tomar nuevas di-
recciones u ofender a los poderes. Cada vez es más difícil lograr
un puesto seguro (estimo que eso supone ahora dos libros y
Dios sabe cuántas cartas, muchas de las cuales, desafortunada-
mente, tengo que escribir) y el proceso se ha extendido tanto
como para extinguir las energías y frustrar las ambiciones de
aquellos inmersos en él. Las cargas de la enseñanza son más pe-
sadas; los estudiantes están peor preparados; los administrado-
res, que se imaginan a sí mismos como altos ejecutivos, están ab-
sorbidos por la eficacia y los mínimos exigibles. Las becas han
menguado y se han mercantilizado, se han lanzado al hiperes-
pacio. Como digo, no sé lo que hay de riguroso en todo esto o
hasta qué punto ese rigor representa tan sólo una condición
provisional que pronto volverá a su cauce normal; el recorte
inevitable de un alza anormal e insostenible, la reparación de
una irregularidad; un cambio de marea, una alteración, rica y
extraña en la estructura de las ocasiones y las posibilidades. To-
do lo que sé es que hasta hace un par de años, de manera alegre
y un tanto fatua, solía decirles a los estudiantes y a los colegas
más jóvenes que me preguntaban cómo abrirse camino en una
ocupación tan rara como la nuestra que se mantuvieran sin ata-
duras, que asumieran riesgos, que se resistieran al camino trilla-
do, que evitaran hacer carrera, que hicieran su propio camino y
que, si procedían así, si se mantenían fieles a ese estilo, además
de alertas, optimistas y leales a la verdad, según mi experiencia,
podrían hacer lo que quisieran, lo que desearan, gozarían de
una vida valiosa y, sin duda, próspera. Ya no doy esos consejos.

CAMBIANDO DE TEMA

Todo el mundo sabe de lo que trata la antropología cultural:


de la cultura. El problema estriba en que nadie sabe a ciencia
cierta lo que la cultura es. No sólo es un concepto esencialmen-
te impugnado, como el de democracia, religión, simplicidad o
justicia social; es un concepto definido de múltiples maneras,
empleado de otras muchas e indefectiblemente impreciso. Es un
término fugitivo, inestable, enciclopédico y cargado de normati-
vidad y hay quienes, especialmente aquellos para quienes sólo lo
realmente real es realmente real, lo ven como algo vacuo, o in-
cluso peligroso, y lo desterrarían del ortodoxo discurso de las
personas serias. Una idea extraña, al parecer, en torno a la cual
intentar construir una ciencia. Casi tan mala como su disciplina.
Al acceder a la antropología a partir de una formación en
humanidades, y especialmente en literatura y filosofía, vi que el
concepto de cultura aparecía inmediatamente en toda su ampli-
tud, tanto como una vía de acceso a los misterios del campo co-
mo una manera de perderse por completo en ellos. Cuando lle-
gué a Harvard, Kluckhohn estaba inmerso, junto al entonces
decano de la disciplina, recientemente jubilado en Berkeley, Al-
fred Kroeber, en preparar lo que esperaban sería una compila-
ción definitiva, un mensaje desde el cuartel general, de las dife-
rentes definiciones de «cultura» que aparecen en la literatura
desde Arnold y Tylor en adelante, de las que encontraron 171,
clasificables en trece categorías, y yo, supuestamente en casa en-
tre tan elevados conceptos, fui reclutado para leer todo lo que
habían hecho y sugerir cambios, clarificaciones, reconsideracio-
nes, etc. No puedo decir que este ejercicio me condujera a mí, o
a la profesión en general, a una significativa reducción de la an-
siedad semántica o a un declinar en el índice de nacimiento de
nuevas definiciones; de hecho, más bien lo contrario. Pero me
zambulló brutalmente sin previo aviso o guía en el corazón de
lo que más tarde aprendí a llamar la problemática de mi campo.
Las vicisitudes de la «cultura» (el mot, no la chose; no hay
chose), las contiendas sobre su significado, su uso y su valor ex-
plicativo estaban, de hecho, sólo empezando. En sus altos y ba-
jos, sus alejamientos y aproximaciones a la claridad y la popu-
laridad en los siguientes cincuenta años puede verse el avance
pesado de la antropología, su arrítmica marcha y la mía propia.
En los años cincuenta, la elocuencia, la energía, la amplitud del
interés y la pura brillantez de autores como Kroeber, Kluck-
hohn, Ruth Benedict, Robert Redfield, Ralph Linton, Geoffrey
Gorer, Franz Boas, Bronislaw Malinowski, Edward Sapir y,
más espectacularmente, Margaret Mead —quien estaba en to-
das partes, en la prensa, en conferencias, a la cabeza de comités
del congreso, dirigiendo proyectos, fundando comités, lanzando
cruzadas, aconsejando a los filántropos, guiando a los perplejos
y, entre todo eso, señalando a sus colegas en qué se habían
equivocado— hicieron que la idea antropológica de cultura es-
tuviera al alcance de, bueno... la cultura misma, a la vez que se
convertía en una idea tan difusa y amplia que bien parecía una
explicación «multiusos» para cualquier cosa que los humanos
puedan idear hacer, imaginar, decir, ser o creer. Todos sabían
que los kwakiutl eran megalómanos, los dobu paranoicos, los
zuñi serenos, los alemanes autoritarios, los rusos violentos, los
americanos prácticos y optimistas, los samoanos desocupados,
los navaho prudentes, los tepotzlanos bien inconmoviblemen-
te unidos o desesperanzadamente divididos (hubo dos antro-
pólogos que los estudiaron, uno alumno del otro) y los japone-
ses vergonzosos; y todos sabían que eran así porque su cultura
(cada uno tenía la suya y ninguno tenía más de una) los había
hecho así. Estábamos condenados, al parecer, a trabajar con
una lógica y un lenguaje en los que concepto, causa, forma y re-
sultado tenían el mismo nombre.
Hice tare? mía, entonces —aunque de hecho nadie me la
aoigno y no sé con seguridad hasta qué punto fue una decisión
consciente—, cortar la idea de cultura a la medida, convertirla
en un asunto menos expansivo. (Debo admitir que no estaba so-
lo en esta ambición. En mi generación el descontento con la ca-
lima y los gestos con las manos era endémico.) Parecía urgente,
y aún hoy lo parece, delimitar la noción de «cultura», darle una
aplicación determinada, un sentido definido y un uso especifica-
do: el objeto, cuanto menos de algún modo concreto, de una
ciencia, cuanto menos de alguna manera concreta.
Resultó difícil de hacer. Dejando aparte la cuestión de lo que
cuenta como ciencia y de si la antropología alberga alguna espe-
ranza de cualificarse como tal alguna vez, una cuestión que siem-
pre me ha parecido ficticia —llámenlo un estudio si les place,
una búsqueda, una investigación—, los materiales intelectuales
necesarios para un esfuerzo de ese tipo simplemente no estaban
disponibles o, si lo estaban, eran irreconocibles como tales. Que
el esfuerzo se hizo, y de nuevo no sólo lo hice yo, sino también
un amplio espectro de personas con una mentalidad completa-
mente diferente, esto es, personas insatisfechas por diferentes
causas, y que alcanzó un cierto nivel de éxito, es signo no sólo de
que las ideas recibidas de «cultura» —que es conducta aprendi-
da, que es superorgánica, que moldea nuestras vidas como un
molde da forma a un pastel o la gravedad a nuestros movimien-
tos, que se despliega como lo hace el absoluto de Hegel bajo la
dirección de leyes ingeneradas hacia una integridad perfecta—
habían comenzado a perder su fuerza y persuasión. A su vez es
signo de que un mayor número de nuevas y más efectivas va-
riedades de lo que Coleridge llamó instrumentos especulativos
estaban progresivamente al alcance de la mano. Resultaron ser,
casi por completo, herramientas hechas en otros ámbitos, en fi-
losofía, lingüística, semiótica, historia, psicología, sociología y en
las ciencias cognitivas, así como en cierta medida en biología y
literatura, que posibilitaron a los antropólogos, a medida que pa-
saba el tiempo, producir informes sobre la cultura y sus quehace-
res menos panópticos e inerciales. Necesitábamos, al parecer,
más de una idea o de 171 versiones de la misma idea.
En todo caso, con tal acumulación de angustias y semino-
ciones anticipadas partí a Java en 1952, tras menos de un año de
preparación especialmente en lingüística, con el ánimo de loca-
lizar y describir, e incluso tal vez de llegar tan lejos como de ex-
plicar, algo llamado «religión» en un subdistrito remoto y rural
500 millas al sur-sureste de Yakarta. Ya he contado en otro lu-
gar las dificultades prácticas que entrañaba todo esto, que eran
enormes (en primer lugar, casi me muero) pero ampliamente su-
peradas. Lo importante, por lo que atañe al desarrollo de mi
modo de abordar las cosas, es que el trabajo de campo, lejos de
resolver cosas, las desordena aún más. Lo que en un aula de Har-
vard había sido un dilema metodológico, un acertijo al que dar-
le vueltas, era en una ciudad javanesa situada en el recodo de
una carretera, temblando en medio de un cambio convulsivo,
un aprieto inmediato, un mundo en el que adentrarse. Descon-
certante como era, «la vida entre los javaneses» era más que un
enigma y para abrirse camino se requería algo más que catego-
rías y definiciones y algo más que la agudeza de las aulas y la de-
senvoltura con las palabras.
Lo que convirtió al «Proyecto Modjokuto», tal y como de-
cidimos llamarlo en el habitual y vano esfuerzo por disfrazar
identidades («Modjokuto» significa «Middletown», una pre-
sunción que ya entonces me resultaba dudosa y que ha seguido
sin gustarme desde entonces), en una particular alteración de
estilos aceptados y procedimientos estandarizados fue que se
trataba, si no del primero, sí de uno de los primeros y más auto-
conscientes esfuerzos por parte de los antropólogos de tomar no
un grupo tribal, un asentamiento isleño, una sociedad desapare-
cida, un pueblo reliquia, ni siquiera una circunscrita y llamativa
comunidad de ganaderos o labradores, sino una sociedad com-
pleta, antigua y sin homogeneizar, urbanizada, alfabetizada y po-
líticamente activa —una civilización, nada menos— y de actuar
no en algún «presente etnográfico» reconstruido y achatado, en
el que todo se ajustaría con cualquier cosa en una perfecta in-
temporalidad, sino en un presente con toda su presencia acci-
dentada e historicidad. Una locura, tal vez; pero, aun así, es una
locura a la que le han seguido muchas otras que han convertido
una visión de la cultura diseñada para los (supuestamente) ais-
lados hopi, los originarios aborígenes o los desplazados pigmeos,
en fútil y obsoleta. Fuera lo que fuera Java, Indonesia, Modjo-
kuto o, con posterioridad, cuando llegué allí, Marruecos, no se
trataba de «una totalidad de pautas de conducta [...] incluidas
en [un] grupo», por citar una de esas lapidarias definiciones
del volumen de Kroeber-Kluckhohn.
Los años en Modjokuto, tanto entonces como después en
múltiples viajes, luchando por mantener las cosas al día, no con-
sistieron en localizar trozos de la cultura javanesa juzgados como
«religiosos», escindiéndolos de otros trozos llamados, no para
mayor ayuda, «seculares» y sometiendo ese todo al análisis fun-
cional: la «religión» mantiene unida a la sociedad, sostiene valo-
res, apuntala la moral, mantiene en orden la conducta pública,
mistifica el poder, racionaliza la desigualdad, justifica injustos
merecidos, etc., el paradigma reinante, entonces y desde enton-
ces. Resultó ser una cuestión de ganar cierto nivel de familiari-
dad (nunca se consigue más) con la invenciones simbólicas por
medio de las cuales las personas se imaginan a sí mismas como
personas, actores, víctimas, conocedores, jueces y, por introducir
la expresión reveladora, como participantes de una forma de vida.
Estas invenciones, portadoras de significado y conferidoras de
significación (fiestas comunales, teatros de sombras, plegarias
del viernes, festejos matrimoniales, concentraciones políti-
cas, disciplinas místicas, dramas populares, danzas cortesanas,
exorcismos, Ramadán, plantaciones de arroz, funerales, cuentos
populares, leyes de herencia) eran las que potenciaban las repre-
sentaciones imaginarias y las actualizaban, las hacían públicas,
discutibles y, más consecuentemente, susceptibles de ser critica-
das, atacadas y, en ocasiones, revisadas. Lo que había empezado
siendo un estudio sobre (esto debe ir entre comillas) «el papel
del ritual y la creencia en la sociedad», un tipo de mecánica com-
parativa, se transformó, cuando la trama se densificó y yo me vi
atrapado en ella, en el estudio de un ejemplo particular de cons-
trucción de significado y las complejidades que ello comportaba.
No hay necesidad de ir más allá con la sustancia del estudio
o de la experiencia. Redacté una tesis de setecientas páginas (la
catedrática Dubois estaba horrorizada), reducida a un libro de
cuatrocientas que plasmaba el resultado. Lo importante son las
lecciones y las lecciones fueron:

1. La antropología, al menos la que yo profeso y practico,


supone una vida seriamente dividida. Las destrezas útiles en el
aula o en la mesa de despacho y las que se necesitan en el tra-
bajo de campo son muy diferentes. El éxito en escenario no
asegura el éxito en el otro. Y viceversa.
2. El estudio de las culturas de otros pueblos (y de la cul-
tura propia, pero eso suscita otros temas) implica descubrir
quiénes piensan ellos que son, qué creen que están haciendo y
con qué propósito piensan ellos que lo están haciendo, algo
mucho menos directo que los cánones ordinarios de una etno-
grafía de Notas y Cuestionarios o, para el caso, de lo que el re-
luciente impresionismo de los «estudios culturales» al modo
del pop art sugeriría.
3. Para descubrir lo que las personas piensan que son, lo
que creen que están haciendo y con qué propósito piensan ellas que
lo están haciendo, es necesario lograr una familiaridad operati-
va con los marcos de significado en los que ellos viven sus vi-
das. Esto no tiene nada que ver con el hecho de sentir lo que
los otros sienten o de pensar lo que los otros piensan, lo cual es
imposible. Ni supone volverse un nativo, una idea en absoluto
factible, inevitablemente fraudulenta. Implica el aprender có-
mo, en tanto que un ser de distinta procedencia y con un mun-
do propio, vivir con ellos.

De nuevo, el resto es post scriptum. En los siguientes cua-


renta años, o casi, pasé más de diez realizando trabajo de cam-
po, desarrollando y especificando este enfoque al estudio de la
cultura y los otros treinta (no me he dedicado mucho a la ense-
ñanza, al menos desde que estoy en el Instituto) intentando de-
jar impresos sus encantos.
Hay, en todo caso, aparentemente algo de verdad en la idea
de Zeitgeist o, al menos, en la de contagio mental. Uno piensa
que se dirige valientemente a un destino inaudito y entonces
encuentra todo tipo de gentes de las que uno no ha oído hablar
apuntando en la misma dirección. El giro lingüístico, el herme-
néutico, la revolución cognitiva, las réplicas de los terremotos
que ocasionaron Wittgenstein y Heidegger, el constructivismo
de Thomas Kuhn y Nelson Goodman, Benjamín, Foucault,
Goffman, Lévi-Strauss, Suzanne Langer, Kenneth Burke, los
desarrollos en gramática, semántica y la teoría de la narrativa, y
recientemente los avances en cartografía neuronal y en la so-
matización de las emociones hacen de pronto del interés por la
construcción del significado una preocupación aceptable para
un académico. Estos diferentes arranques y novedades eviden-
temente no concuerdan del todo, por decirlo de un modo sua-
ve; ni han dado prueba de la misma utilidad. Pero crearon el
ambiente y, de nuevo, los instrumentos especulativos para ha-
cer mucho más sencilla la existencia de alguien que veía a los
seres humanos como «suspendidos en redes de significado que
ellos mismos han tejido», por citarme a mí mismo parafrasean-
do a Max Weber. Debido a mi determinación de seguir mi pro-
pio camino y a toda mi convicción, me convertí, sin preverlo,
en un extraño hombre en el centro de la opinión.
Después de Java vino Bali, donde intenté mostrar que el pa-
rentesco, la forma de los pueblos, el estado tradicional, los ca-
lendarios, la ley y, más infamemente, la pelea de gallos podían ser
leídos como textos o, para apaciguar a los que piensan en senti-
do literal, «análogos de textos» —enunciados escenificados de,
siguiendo otra formulación reveladora, maneras particulares
de estar en el mundo—. Después vino Marruecos y un enfoque
similar sobre los marabús, el diseño de las ciudades, la identidad
social, la monarquía y los complicados intercambios de los mer-
cados cíclicos. En Chicago, donde por entonces intenté enseñar
y agitar, se puso en marcha un movimiento más general, tamba-
leante y alejado de cualquier unificación en estas direcciones y
comenzó a extenderse. Algunos, aquí y allá, bautizaron este de-
sarrollo teorético y metodológico con el nombre de «antropolo-
gía simbólica». Pero yo, viendo todo el asunto como una empre-
sa esencialmente hermenéutica, un ejercicio de clarificación y
definición, no una metafrase o una decodificación, incómodo
con las connotaciones misteriosas y cabalísticas de «símbolo»,
preferí llamarla «antropología interpretativa». En todo caso,
«simbólica» o «interpretativa» (algunos incluso prefirieron «se-
miótica»); empezaron a emerger términos, algunos míos, otros
no, algunos reelaborados a partir de usos más tempranos en
torno a lo cuales construir una concepción revisada de lo que
yo, al menos, aún llamaba «cultura»: «descripción densa», «mo-
delo-de/modelo-para», «sistema de signos», «epistemé», «ethos»,
«paradigma», «criterios», «horizonte», «marco», «mundo»,
«juegos del lenguaje», «sinnzusamenhang», «tropo», «sjuzet»,
«experiencia cercana», «ilocucionario», «formación discursi-
va», «desfamiliarización», «competencia/realización», «fictid»,
«aires de familia», «heteroglosia» y, claro está, en algunos de sus
innumerables sentidos permutables, «estructura». El giro hacia
el significado, fuera como fuera denominado y expresado, cam-
bió tanto al objeto perseguido como al sujeto que lo perseguía.
Esto ocurrió con la habitual cuota de miedo y odio. Tras los
giros vienen las guerras: las guerras de la cultura, de la ciencia,
del valor, de la historia, del género, la guerra de los paleos y los
post Excepto cuando se me ha colocado más allá de la distrac-
ción o se me ha cargado con pecados que no he cometido, a mí
me cohibe la polémica. Dejo el trabajo árido a aquellos que Le-
wis Namier elegantemente sentenció como personas más inte-
resadas en sí mismas que en su trabajo. Sin embargo, a medida
que subió la temperatura y, con ella, la retórica, me vi envuelto
en el fragor de los debates, fui con frecuencia su aturdido ob-
jetivo («¿dije yo realmente eso?») sobre temas tan excitantes en
los que se debatía si lo real es verdaderamente real y lo verda-
dero realmente verdadero. ¿Es posible el conocimiento? ¿Es lo
bueno una cuestión de opinión? ¿La objetividad es una ver-
güenza? ¿La falta de interés es mala fe? ¿La descripción es do-
minación? ¿Se están viniendo abajo el poder, el yo y las agen-
das políticas? Entre obligacionistas que anuncian a gritos que
el mundo se hunde porque los relativistas han hecho desapare-
cer la facticidad y personalidades avanzadas que atestan el pai-
saje con eslóganes, salvaciones y extraños recursos así como
una enorme cantidad de escritos innecesarios, estos últimos
años las ciencias humanas han estado, por no decirlo de otra
manera, repletas de valores de producción. Pase lo que pase
con la mente americana, desde luego no está clausurándose.
¿Está, entonces, alzando el vuelo? En sus recintos antropo-
lógicos parecer haber, en este momento, toda una curiosa legión
de personas que piensan así. Se oyen por todas partes suspiros y
lamentos sobre la perdida unidad del campo, sobre el escaso res-
peto por los mayores de la tribu, sobre la falta de un acuerdo en
la agenda, una identidad distintiva y un propósito común, sobre
lo que la moda y la controversia le están acarreando al discurso
educado. Por mi parte, sólo puedo decir, al ver que a veces se me
considera responsable —la palabra en boga es «cómplice»—
tanto de que las cosas hayan ido demasiado lejos como de que
no hayan ido todo lo lejos que debían, que me siento tranquilo,
no tanto por encima de la lucha, sino junto a ella, escéptico res-
pecto de los mismos supuestos. La unidad, la identidad y el
acuerdo nunca estuvieron ahí en primer plano y la idea contra-
ria es el tipo de creencia popular a la que los antropólogos de
todos los pueblos han debido resistirse. Y en cuanto a que las
cosas no han avanzado lo suficiente, cabe decir que la rebeldía
es una virtud sobreestimada; es importante decir algo y no sólo
amenazar con decir algo, y se pueden hacer cosas mejores con
un legado defectuoso que simplemente tirarlo a la basura.
Así pues, ¿dónde estoy ahora, mientras el milenio se acerca,
guadaña en mano? Bien, no voy a volver a hacer trabajo de cam-
po, al menos no durante extensos periodos de tiempo. Pasé mi
sesenta cumpleaños hecho un ovillo en una zanja que servía de le-
trina en «Modjokuto» (bueno, no el día entero, pero ya saben a lo
que me refiero) preguntándome qué diablos estaba haciendo yo
allí a mi edad, con mis intestinos. He disfrutado intensamente del
trabajo de campo (sí, lo sé, no siempre) y esa experiencia ha ali-
mentado mi alma y en verdad la ha creado más de lo que la aca-
demia ha podido hacerlo. Pero cuando se ha acabado, se ha
acabado. Sigo escribiendo; llevo demasiado tiempo haciéndolo
como para dejarlo y de todos modos todavía hay un par de cosas
que no he dicho. En cuanto a la antropología, cuando veo lo que
al menos algunos de los mejores entre las nuevas generaciones es-
tán haciendo o quieren hacer, a la vista de todas las dificultades
con las que se enfrentan y el estatismo ideológico que rodea casi
toda la intrépida erudición en las humanidades y las ciencias so-
ciales estos días, soy, y escojo mis palabras con cuidado, bastante
optimista. Mientras haya alguien luchando en algún lugar, como lo
hizo el grito de guerra de mi propia Inestable juventud, ninguna
voz está completamente perdida. Hay una anécdota sobre Samuel
Beckett que llama mi atención ahora, cuando se cierra una carre-
ra improbable. Beckett paseaba con un amigo por el césped del
Trinity College en Dublín una cálida y soleada mañana de abril. El
amigo le dijo si no hacía un día maravilloso, a lo que Beckett asin-
tió de inmediato; sí, era un día maravilloso. «Un día como éste
—continuó el amigo— hace que nos alegremos de haber nacido.»
Y Beckett contestó: «Oh, yo no me atrevería a decir tanto».

A LA E S P E R A

En su contribución directa y llana hace un par de años a es-


ta serie de fábulas y autoobituarios, tan diferentes a la mía en su
tono y su aspiración, el historiador de cliometría, Robert Fogel,
concluye diciendo que en la actualidad está trabajando en «la
posibilidad de crear bancos de datos intergeneracionales sobre el
ciclo vital» que le permitirá a él y a su equipo de investigación es-
tudiar el impacto del estrés socioeconómico y biomédico en las
etapas tempranas basándose en el índice de aparición de enfer-
medades crónicas, en la capacidad de trabajar a mediana y avan-
zada edad y en el "periodo de espera" hasta la muerte». (En la
actualidad, según tengo entendido por otras fuentes, pesa con tal
propósito placentas de ratas.) No estoy seguro —de modo poco
característico, el profesor Fogel ha descuidado dar sus mordaces
puntos de vista— de estar o no cualificado para la categoría de
«edades avanzadas». Pero, en cualquier caso, la categoría de «pe-
riodo de espera» («Gogo: No puedo seguir así. Didi: Eso es lo
que tú crees») y la aparición de enfermedades inhabilitadoras
—Félix Randall, «los cuatro desórdenes fatales / hechos carne
allí, en plena contienda» del herrador— no pueden estar lejos; y
como White le remarcó a Thurber o Thurber a White, la garra
del viejo gato de mar nos araña a todos al final.
Como imagino deducen de mis palabras y de la velocidad a la
que les he contado todo lo anterior, no soy especialmente bueno
en esperar y probablemente en su momento no sepa arreglárme-
las del todo bien. Mientras mis amigos y coconspiradores enveje-
cen y abandonan lo que Stevens llamó «esta vasta inelegancia» y
yo mismo me agarroto y cada vez soy menos citado, estaré sin du-
da tentado de intervenir y enderezar las cosas una vez más. Pero
ello, con toda seguridad, resultará en vano y posiblemente cómi-
co. Nada más impropiado para una vida académica que no dejar
la batalla y —esta vez Frost, y no Hopkins— «ninguna memoria
sembrada de estrellas / evite un final de duras huellas». Mas, por
el momento, me complace haber tenido la oportunidad de cons-
truir mi propia fábula y defender mi propio caso antes de que los
redactores de necrológicas accedan a mí. Nadie debe tomar lo
que he estado haciendo aquí como algo más que eso.
CAPÍTULO 2

EL ESTADO D E LA CUESTIÓN

ZIGZAG

Una de las ventajas de la antropología en tanto que tarea


académica es que nadie, incluyendo aquellos que la practican,
sabe a ciencia cierta qué es la antropología. Quienes observan
cómo copulan los mandriles, quienes transcriben mitos en fór-
mulas algebraicas o excavan esqueletos del Pleistoceno, aque-
llos que estudian con precisión las correlaciones entre los dife-
rentes modos higiénicos del control de esfínteres y las teorías
del malestar, aquellos que descodifican jeroglíficos mayas o
clasifican los sistemas de parentesco en tipologías, según los
cuales el nuestro aparece bajo el rótulo «esquimal», todos
ellos se llaman a sí mismos antropólogos. Al igual que aquellos
que analizan ritmos de percusión africana, organizan toda la
historia humana en fases evolutivas que culminan en la China
comunista o el movimiento ecologista o reflexionan exhausti-
vamente sobre la naturaleza de la naturaleza humana. Obras
tituladas (escojo al azar) Los cabellos de la Medusa, The Head-
man and l The Red Lamp oflncest, Ceramic Theory and Cultu-
y

ral Process, Do Kamo, Knowledge and Passion, American School


Language, CircumstantialDeliveries y The Deviland Commodity
Fetishism se presentan como estudios antropológicos y así se
reivindicaba el trabajo de un individuo que cayó involuntaria-
mente en mis manos hace unos años y cuya teoría era que los
macedonios derivaban originariamente de Escocia, dado que
todos ellos tocaban la gaita.
De todo esto se derivan ciertos resultados, además de un
buen número de finos ejemplos de cómo el alcance de una per-
sona sobrepasa su comprensión; pero, sin duda, el resultado
más importante es una crisis de identidad permanente. A los
antropólogos se les suele preguntar, y ellos también se plantean
a sí mismos la misma pregunta, en qué difiere su tarea de la que
realiza el sociólogo, el historiador, el psicólogo o el científico
político, pero carecen de respuesta, al margen de que muchas
veces no exista tal respuesta. Los esfuerzos por definir su espa-
cio van desde argumentos despreocupados de corte «club social»
(«somos todos de alguna manera el mismo tipo de gente; pen-
samos de la misma manera») a los llanamente institucionales
(«un antropólogo es alguien entrenado en un departamento de
antropología»). De todos modos, ninguna de estas respuestas
es plenamente satisfactoria. No es que nosotros estudiemos
gentes «tribales» o «primitivas», pues en la actualidad la ma-
yoría de nosotros no lo hacemos y, de todos modos, no anda-
mos tan seguros de saber lo que es, si es que es algo, una tribu
o un primitivo, ni tampoco que analicemos «otras sociedades»,
porque la mayoría de nosotros, estudiamos las nuestras, te-
niendo en cuenta además que cada vez hay más entre nosotros
que pertenecen a esas tales «otras sociedades»: sri lankenses,
nigerianos, japoneses. No se trata tampoco de que estudiemos
«cultura», «formas de vida» o «el punto de vista del nativo»,
porque en estos tiempos hermenéutico-semióticos ¿quién no
lo hace?
No hay nada particularmente nuevo en el estado de la cues-
tión. Ya era así en sus inicios, fueran cuando fueran (¿Rivers?
¿Tylor? ¿Herder? ¿Heródoto?) y, sin duda, será así en sus pos-
trimerías, si es que alguna vez llegan. Pero en años recientes ha
ganado cierta fuerza y ha dado pie a cierta ansiedad que no se
ha detenido ante actitudes del tipo «bueno, va con la cosa mis-
ma». Se ha agudizado una molestia crónica, una de esas que se
hacen sentir con fuerza, una de esas que exasperan.
La dificultad inicial con la que tropieza cualquier intento
de describir la antropología como una tarea coherente es que
aquella se compone, muy especialmente en Estados Unidos,
pero de un modo significativo a su vez en cualquier parte del
mundo, de un grupo de ciencias concebidas de modo muy di-
ferente y que más bien andan juntas por accidente en la medida
en que todas ellas tratan de un modo u otro con (por citar otro
título antiguo que hoy nos parecerá a todas luces sexista) El
hombre y sus Obras. La arqueología (excepto la clásica, que pa-
trulla eficazmente sus fronteras), la antropología física, la an-
tropología cultural (o social) y la lingüística antropológica han
formado una especie de consorcio de acogida de fugitivos, cu-
yo fundamento ha sido siempre tan oscuro como afirmada su
corrección. La ideología de los «Cuatro Campos», declarada
en discursos y venerada en los departamentos, ha mantenido
unidos una excéntrica disciplina de puntos de vista dispares,
investigaciones precariamente conectadas y aliados improba-
bles: el triunfo, sin duda genuino, de la vida sobre la lógica.
Pero ello sólo se logra con sentimiento, hábito y grandes
llamamientos a las ventajas de la amplitud. A medida que avan-
zan técnicamente las diferentes ciencias extra-antropológicas
de las que dependen las diversas ciencias intra-antropológi-
cas, la lógica ha emprendido su desquite. Especialmente en los
casos de la antropología física y la lingüística, se ha señalado el
distanciamiento con respecto a la antigua alianza. En el primer
caso, los avances en genética, neurología y etología han vuelto
del revés el viejo enfoque de medir cabezas y han conducido a
un número cada vez más amplio de estudiantes interesados en
la evolución humana a pensar que sus intereses pertenecen a la
biología y a ser respetuosos con esa disciplina. En el segundo
caso, la aparición de la gramática generativa ha contribuido a la
construcción de un nuevo consorcio con la psicología, los es-
tudios computacionales y otras empresas high-tech que se re-
cogen llamativamente bajo el epígrafe de «Ciencia Cognitiva».
Incluso la arqueología, entreverada con la paleontología, la bio-
geografía y la teoría de sistemas, ha ido ganando autonomía y
puede que comience uno de estos días a autodenominarse de
forma más ambiciosa. Todas estas costuras descosidas recuer-
dan a universos en fuga: filología, historia natural, economía
política, el Imperio Habsburgo. Las diferencias internas to-
man la palabra.
Aun así, no es este movimiento centrífugo, a pesar de su
fuerza, la causa principal de la actual sensación de desasosiego.
La historia, la filosofía, la crítica literaria, e incluso últimamente la
psicología, han experimentado una diversificación interna simi-
lar, por razones similares, y, sin embargo, se las han arreglado
para mantener al menos una cierta identidad general. El holding
de la antropología se sostendrá sin duda, por algún tiempo,
aunque frágilmente, ya sea cuanto menos porque aquellas per-
sonas interesadas en el animal humano a quienes no les llama la
atención la sociobiología y aquellas otras preocupadas por el
lenguaje a quienes no entusiasma la gramática transformacional
pueden encontrar aquí un hogar a salvo del imperialismo de en-
tomólogos y lógicos. Los problemas más convulsos están ha-
ciendo su aparición en la rama de la disciplina que es todavía la
mayor, visible y la que es considerada usual y comúnmente co-
mo la más distintiva (aquella a la que yo mismo pertenezco): la
antropología social —cultural, sociocultural—. Si hay proble-
mas en los márgenes, aún los hay más en el núcleo.
La dificultad principal aquí, la más vivida y la más comen-
tada, aunque dudo que sea la más importante, estriba en el
problema de «la desaparición del objeto». Independientemen-
te del problema de si los «primitivos» merecieron en el principio
tal denominación o de si, todavía en el siglo XIX, pervivían en el
mundo muchos pueblos «sin contacto con la civilización», lo
cierto es que hoy apenas ningún grupo merece tales calificati-
vos. La alta Nueva Guinea, la Amazonia, puede que algunas
partes del Ártico o del Kalahari son algunos de los escasos luga-
res donde hallar candidatos a (por invocar otros términos obso-
letos) sociedades «intactas», «simples», «elementales», «salva-
jes», y éstas, al nivel al que se hallan hasta el momento, son
rápidamente incorporadas en los proyectos de amplio alcance
de otros, del mismo modo que con anterioridad lo fueron los
indios americanos, los aborígenes australianos y los africanos
nilóticos. Los «primitivos», del estilo de aquellos que incluso
hicieron famosos a Boas, Mead, Malinowski o Evans-Pritchard,
son la pequeña parte de unos fondos perdidos. La inmensa ma-
yoría de antropólogos sociales no navegan hoy día a islas igno-
tas o paraísos en la jungla, sino que se adentran en el corazón
de esas formidables entidades de la historia del mundo como
son la India, Japón, Egipto, Grecia o Brasil.
No es, sin embargo, la desaparición de un objeto de estu-
dio tan supuestamente exclusivo como ése lo que ha sacudido
en mayor medida los fundamentos de la antropología social, si-
no otra privación originada por el trato con sociedades menos
recónditas: la pérdida del aislamiento en la investigación. Aque-
llos que se perforaban la nariz, se tatuaban el cuerpo o enterra-
ban su cabeza en los árboles nunca fueron los habitantes soli-
tarios que nosotros vimos en ellos y que sólo nosotros éramos.
Los antropólogos que se marcharon a Talensi, la tundra o Ti-
kopia lo hicieron todo: economía, política, leyes, religión; psi-
cología, tenencia de la tierra, danza y parentesco; cómo se
educaba a los niños, se construían las casas, se cazaban las fo-
cas, se narraban las historias. No había nadie más, salvo, oca-
sionalmente y a una distancia colegial, otro antropólogo, o si
había alguien más, él o ella era arrinconado mentalmente —un
misionero, un comerciante, un oficial de distrito, Paul Gau-
guin—. Pequeños mundos tal vez, pero sin duda a nuestra dis-
posición.
De todo ello ya no queda rastro. Cuando se visita Nigeria,
México, China o, como en mi caso, Indonesia y Marruecos,
uno se encuentra no precisamente sólo con «nativos» y cabanas
de adobe, sino con economistas calculando los coeficientes de
Gini, con politólogos haciendo escalas de actitudes, historia-
dores cotejando documentos, psicólogos haciendo experimen-
tos, sociólogos contando casas, cabezas u ocupaciones. Entran
en acción abogados, críticos literarios, arquitectos, incluso filó-
sofos, no contentos por más tiempo con «descorchar el viejo
enigma y contemplar las paradojas en su efervescencia». Cami-
nar descalzo por la Totalidad de la Cultura no es ya una opción
y el antropólogo que lo intenta se halla en serio peligro de su-
frir un ataque imprevisto en una publicación de un textualista
indignado o un demógrafo enloquecido. La nuestra es hoy día
claramente un tipo especial de ciencia, o al menos debería ser-
lo pronto. Ahora que el «Hombre» es toda la respuesta, nos
preguntamos de qué lo es.
La reacción ante esta cuestión desgarradora ha consistido
no tanto en ofrecer una respuesta como en hacer de nuevo hin-
capié en el «método» considerado, al menos desde Malinows-
ki, el alfa y omega de la antropología social, a saber, el trabajo
de campo etnográfico. Lo que nosotros hacemos y otros no, o
lo hacen sólo ocasionalmente y no tan bien, es —según este
punto de vista— hablar con el hombre en el arrozal o con la
mujer en el bazar desenfadadamente, de tal modo que una co-
sa conduce a otra y todo remite a todo, en lengua vernácula y
durante extensos periodos de tiempo mientras observamos,
desde la máxima proximidad, cómo se comportan aquéllos. La
especialidad de «lo que los antropólogos hacen», su enfoque
holístico, humanista, principalmente cualitativo y fuertemente
artesanal de la investigación social es (y así nos hemos enseña-
do nosotros mismos a argumentar) el meollo del asunto. Puede
que Nigeria no sea una tribu ni Italia una isla; pero una habili-
dad artesanal aprendida entre tribus o practicada en unas islas
puede desvelar dimensiones del ser que permanecen ocultas a
tipos mejor y más estrictamente organizados, como es el caso
de economistas, historiadores, exégetas y teóricos políticos.
Lo más curioso de este esfuerzo por definirnos en térmi-
nos de un estilo particular de investigación, coloquial y espon-
táneo, atrincherado entre habilidades particulares, improvisa-
dor y personal y no en términos de lo que estudiamos, las
teorías a las que nos adscribimos o los logros que esperamos
encontrar, es que todo ello ha resultado más efectivo fuera de la
profesión que dentro de ella.
Nunca había sido mayor el prestigio del que goza hoy la an-
tropología, o la antropología sociocultural, en la historia, la fi-
losofía, la crítica literaria, la teología, el derecho, la ciencia po-
lítica y, hasta cierto punto, en (los casos duros) la sociología, la
psicología y la economía. Claude Lévi-Strauss, Víctor Turner,
Mary Douglas, Eric Wolf, Marshall Sahlins, Edmund Leach,
Louis Dumont, Melford Spiro, Ernest Gellner, Marvin Harris,
Jack Goody, Pierre Bourdieu y yo mismo (que sin duda viviré
lo suficiente para arrepentirme de ello) son citados continua-
mente por casi todo el mundo y para todo tipo de propósitos.
La «perspectiva antropológica», por lo que atañe al intelectual
en general, está de moda y todo indica que lo que los espe-
cialistas denominan su «alcance» no hace más que crecer. En el
interior de la disciplina, por el contrario, la atmósfera es menos
animosa. La sola identificación del «talante que se deriva del
trabajo de campo» con aquello que nos hace diferentes y justi-
fica nuestra existencia en el mundo metodológico ha acrecen-
tado nuestra preocupación por la respetabilidad científica, por
un lado, y por su legitimidad moral, por otro. Poner toda la
carne en un asador tan casero genera cierto nerviosismo, que a
veces adquiere el rostro del pánico.
La inquietud del lado científico tiene que ver en gran me-
dida con la posibilidad de que las investigaciones que se apo-
yan tanto en el factor personal —este investigador, ahora aquel
informante de aquel lugar— puedan ser suficientemente «ob-
jetivas», «sistemáticas», «reproductibles», «acumulativas», «pre-
dictivas», «precisas» o «comprobables» como para ofrecer algo
más que cierto número de historias verosímiles. El impresio-
nismo, intuicionismo, subjetivismo, esteticismo y quizá por en-
cima de todo la sustitución de la evidencia por la retórica y el
argumento por el estilo parecen peligros claros y presentes: el es-
tado de mayor terror, la ausencia de paradigma, una aflicción
constante. ¿Qué tipo de científicos son aquellos cuya técnica
principal es la sociabilidad y cuyo instrumento principal son
ellos mismos? ¿Qué podemos esperar de ellos que no sea pro-
sa recargada y preciosas teorías?
En cuanto la antropología se ha desplazado hasta tomar su
lugar como una disciplina entre otras, ha surgido una nueva
forma de un viejo debate excesivamente familiar, Geistwissens-
chaften versus Nalurwissenschafíen, y lo ha hecho de modo espe-
cialmente virulento y degradado; un déjà vu, de nuevo. Avan-
zando en zigzag en estos últimos tiempos, como dijo Forster en
cierta ocasión refiriéndose a la India en su búsqueda de un lu-
gar entre las naciones, la antropología se ha visto cada vez más
dividida entre aquellos que extenderían y ampliarían la tradi-
ción recibida —aquella que rechaza ante todo la dicotomía histo-
ricista/cientifista y que, juntó a Weber, Tocqueville, Burckhardt,
Peirce o Montesquieu sueña con una science humaine— y aque-
llos otros que, temerosos de ser obligados a dejar la mesa por
no vestir adecuadamente, transformarían el campo en algún ti-
po de física social, completada con leyes, formalismos y prue-
bas apodícticas.
En esta batalla cada vez más encarnizada que se desenca-
dena tanto en citas académicas en ámbitos refinados como en
«reevaluaciones» de obras clásicas hechas con una mirada rup-
turista, los cazadores de paradigmas tienen las mejores cartas,
al menos en Estados Unidos, donde, declarándose a sí mismos
«la corriente principal», dominan las fuentes de financiación,
las organizaciones profesionales, los diarios y los centros de in-
vestigación, y se encuentran felizmente preadaptados a una
mentalidad de mínimos aceptables que hoy invade nuestra vi-
da pública. Se encuentran por doquier jóvenes hombres (y aho-
ra mujeres), severos seguidores de Cornford, decididos ahora a
dejarse la piel para conseguir todo el dinero posible, incluso si
el dinero que captan no alcanza lo suficiente.
Pero aquellos situados en el lado más débil (políticamente
hablando), más inclinados a un estilo libre de ver las cosas, se
ven afligidos por sus propias crisis nerviosas, de corte moral
más que metodológico. Su preocupación no estriba en deter-
minar si la investigación «yo antropólogo, tú nativo» es riguro-
sa, sino en si es decente. Y esto último sí es motivo de fuerte
preocupación.
Los problemas comienzan con las incómodas reflexiones so-
bre el compromiso del estudio antropológico con los regímenes
coloniales durante el apogeo del imperialismo occidental y con
sus actuales secuelas, reflexiones surgidas al hilo de las acusacio-
nes que los intelectuales del Tercer Mundo elevaron sobre la
complicidad de la antropología en la división de la humanidad
entre aquellos que saben y deciden y aquellos que son conocidos
y por quienes se decide, y que son especialmente molestas para
académicos que se veían a sí mismos como amigos del nativo y
que siguen pensando que lo comprenden mejor que nadie, inclu-
so mejor que a sí mismos. Pero la cosa no acaba ahí. Funcionan-
do con los enormes motores de la duda de sí posmoderna —Hei-
degger, Wittgenstein, Gramsci, Sartre, Foucault, Derrida, y más
recientemente Batjin—, la ansiedad se ha extendido hasta con-
vertirse en una inquietud más general sobre la representación del
«Otro» (inevitablemente con mayúscula, inevitablemente sin-
gular) en el discurso etnográfico como tal. ¿No es toda la tarea
sino dominación llevada a cabo con otros medios: «hegemonía»,
«monólogo», «vouloir-savoir», «mauvaise foi», «orientalismo»?
«¿Quiénes somos nosotros para hablar por ellos?»
Esta es una pregunta que no puede ser rechazada sin más,
como así lo han hecho trabajadores de campo endurecidos,
que la han tratado de parloteo de café o de antropólogos de es-
taciones de servicio; pero sería deseable que la pregunta se
abordara con menos apasionamiento, se fustigaran menos los
supuestos fallos de mente y carácter por parte de los científi-
cos sociales burgueses y se llevaran a cabo intentos de ofrecer
una respuesta. Ha habido ya algunos de esos intentos, dubita-
tivos y más bien gestuales, pero al menos, y como de costum-
bre, la hipocondría se ha entendido como un autoexamen y el
«¡abajo con nosotros!» como crítica (pues, a la postre, los des-
contentadizos son también burgueses). La cambiante situación
del etnógrafo, tanto intelectual como moral, originada por el des-
plazamiento de la antropología desde los márgenes del mundo
moderno hasta su centro, está tan pobremente dirigida por el
grito de guerra como por el grito de la ciencia. El mero malestar
es tan evasivo como el mero rigor y mucho más egoísta.
Sin embargo, y por el momento, todo parecería ocurrir pa-
ra bien. La visión marginal de la antropología como una pode-
rosa fuerza regenerativa en los estudios sociales y humanos,
ahora que finalmente se ha convertido de lleno en una parte de
ellos y no es sólo una distracción menor y periférica, parece ha-
ber dado mejor en el blanco que la visión desde el interior, se-
gún la cual el tránsito de la oscuridad de los Mares del Sur a la
celebridad mundial es tan sólo testimonio de la falta de cohe-
rencia interna en la antropología, de su debilidad metodológi-
ca, su hipocresía política y, a la vez, de su probable irrelevancia
práctica. La necesidad de pensar radicalmente, de defender y
difundir una aproximación a la investigación social que tome
en serio la propuesta de que, a la hora de comprender a los
«otros», en minúscula y en plural, es de enorme utilidad estar
entre ellos del mismo modo que ellos están entre ellos mismos,
adhocya tientas, está siendo extraordinariamente fructífera. Y
no es del todo sorprendente que tales frutos resulten amena-
zantes para algunos atrapados en su mismo centro: como dice
Randall Jarrell en algún lugar, el problema con las épocas do-
radas es que las personas que las viven se quejan constante-
mente de que todo parece de color amarillo. Lo que es sor-
prendente es lo prometedor, incluso lo salvífico, que suele
resultar para los otros.
La conjunción de popularidad cultural y desasosiego pro-
fesional que hoy en día caracteriza a la antropología no es ni
una paradoja ni la señal de una moda pasajera. Indica que «la
manera antropológica de mirar las cosas», «la manera antropo-
lógica de descubrir las cosas» (que es más o menos lo mismo) y
«la manera antropológica de escribir sobre las cosas» tienen al-
go que ofrecer a finales del siglo XX —no sólo en el ámbito de
los estudios sociales— que no es asequible en otros campos y
que nos encontramos en vías de determinar de qué se trata
exactamente.
Por un lado, las expectativas pueden parecer muy elevadas
—en el esplendor del estructuralismo lo fueron sin lugar a du-
das— y, por otro, la inquietud estaría demasiado al descubier-
to. Con todo, arrastrado en direcciones opuestas por los avan-
ces técnicos en disciplinas allegadas, dividido en su interior por
accidentales demarcaciones trazadas precariamente, sitiado
por un lado por un cientifismo renaciente y, por otro, por una
avanzada forma de presión, progresivamente privado de su te-
ma original, de su aislamiento investigacional y de la autoridad
que confiere ser dueño de todo lo que se examina, el campo no
sólo permanecería razonablemente intacto, sino lo que es más
importante, ampliaría la oscilación de talantes que lo define so-
bre áreas de pensamiento contemporáneo cada vez más exten-
sas. Hemos adquirido cierta destreza en avanzar en zigzag. En
nuestra confusión está nuestra fuerza.
CULTURA DE GUERRA

La antropología es una disciplina conflictiva, en perpetua


búsqueda de maneras de escapar de su condición, fracasando
continuamente en sus intentos de encontrarlas. Comprometida
desde sus inicios con una visión global de la vida humana —so-
cial, cultural, biológica e histórica al mismo tiempo—, se desli-
za una y otra vez hacia partes aisladas, lamentándose de dicha
circunstancia e intentando sin éxito proyectar algún tipo de
nueva unidad que reemplace aquella que imagina haber poseí-
do en otra ocasión y que ahora se desecha con ligereza debido
a la desesperanza de los que actualmente la practican. La pala-
bra clave es «holismo», esgrimida en encuentros profesionales
y en las llamadas a la movilización general (de una gran varie-
dad) en revistas profesionales y monografías. La realidad, tan-
to en la investigación que hoy se realiza como en los trabajos
que se publican, es enormemente diversa.
Y discusiones, discusiones sin fin. Las tensiones entre las
grandes subdivisiones del campo antropológico —antropolo-
gía física, arqueología, antropología lingüística y antropología
cultural (o social)— se han llevado razonablemente bien dados
los usuales mecanismos de diferenciación y especialización, de
forma que cada subcampo se ha convertido en una disciplina
relativamente autónoma. Esto no ha ocurrido sin lastimeras in-
vocaciones a ancestrales eruditos —había por aquel entonces
gigantes— que supuestamente «lo hacían todo». Pero las fisu-
ras en la antropología cultural como tal, el corazón de la dis-
ciplina, se hicieron cada vez más visibles y más difíciles de con-
tener. La división en escuelas de pensamiento enfrentadas —en
enfoques globales concebidos no como alternativas metodoló-
gicas sino como sólidas visiones del mundo, moralidades y po-
sicionamientos políticos— creció hasta un punto en el que eran
más habituales los conflictos que las conclusiones y más bien
remota la posibilidad de un consenso general sobre algo fun-
damental. El nerviosismo que esto causa, y la sensación de pér-
dida, es considerable y, sin duda, profundamente sincero; pero
es algo probablemente mal ubicado. La antropología en gene-
ral, y la antropología cultural en particular, obtiene su mayor
vitalidad de las controversias que la animan. Su destino no es
gozar de posiciones seguras y asuntos zanjados.
El reciente debate, muy celebrado en la prensa intelectual
y en los circuitos académicos, entre Gananath Obeyesekere y
Marshall Sahlins, dos de las figuras más célebres y combativas
en la materia, consistió en cómo entender la muerte del Colón
del Pacífico, el capitán James Cook, a manos de los hawaianos
en 1779. (Colón «descubrió» América cuando buscaba la In-
1

dia; Cook, tres siglos después, «descubrió» las Islas Sandwich


—y, con anterioridad, encontró Australia y Nueva Zelanda—
cuando buscaba el Paso del Noroeste.) Con enfado, elocuencia
e inflexibilidad —en ocasiones, también, de un modo agria-
mente divertido— ponen en primer plano algunos de los as-
pectos centrales que más dividen el estudio antropológico.
Después de leer a ambos y ver cómo se vapulean mutuamente
por espacio de alrededor quinientas páginas, lo que le ocurrió
a Cook, y por qué, parece mucho menos importante y proba-
blemente menos determinable que las preguntas que surgen
sobre cómo dar sentido a los actos y las emociones de gentes
distantes en tiempos remotos. ¿En qué consiste rigurosamente
«conocer» a los «otros»? ¿Es posible? ¿Es bueno?
Aun a riesgo de simplificar excesivamente (pero no mucho:
ninguno de los dos combatientes es dado a posturas matiza-
das), podemos decir que Sahlins defiende sin fisuras la postura
de que hay culturas distintas, cada una de ellas con «un sistema
cultural total de acción humana» y cuya comprensión viene da-

1. Gananath Obeyesekere, The Apotheosis ofCaptain Cook: European Mythma-


king, Princeton, Princeton University Press, 1992; Marshall Sahlins, How «Natives»
Think, About Captain Cook, for Example, Chicago, University of Chicago Press, 1995.
da en términos estructuralistas. Obeyesekere defiende con ple-
na convicción la postura de que las acciones y las creencias de
las personas tienen funciones prácticas particulares en sus vi-
das y que estas funciones y creencias deben ser comprendidas
en términos psicológicos. 2

El argumento inicial de Sahlins, que ha variado poco por


no decir nada desde su presentación hace dos décadas, es que
Cook apareció por accidente en las playas de Hawai (esto es,
en la «gran isla» de todas las islas de Hawai) en el tiempo de
la gran ceremonia llamada Makahiki, que durante cuatro me-
ses celebra el renacimiento anual de la naturaleza y en la que
el evento central era la llegada por mar, desde su hogar, del
dios Lono, simbolizado en una imagen provista de un inmen-
so atuendo tapa y piel de pájaro a la que se hacía desfilar du-
rante un mes por la isla siguiendo la dirección de las agujas
del reloj.
Los hawaianos dividían el año lunar en dos periodos. Du-
rante uno de ellos, el tiempo de Makahiki, la paz, los sacerdo-
tes indígenas Kualil y el dios de la fertilidad, Lono, modela-
ban su existencia y el rey permanecía inmovilizado. Durante el
resto del año, tras la partida de Lono, cuando su imagen de piel
de pájaro se ponía de espaldas, venía un tiempo de guerra en
el que dominaban los sacerdotes inmigrantes Nahulu y el dios
de la virilidad, Ku, y en el que el rey era activo. Cook, que lle-
gó desde la dirección correcta y de la manera correcta, fue
identificado por los hawaianos, o al menos por algunos sacer-

2. Muchas de las afirmaciones más simples y accesibles de los puntos de vista de


Sahlins se encuentran probablemente en Histórica! Metaphors and Mythical Realities:
Structure in the Early History ofthe Sandwich Islands Kingdom, Ann Arbor, University
of Michigan Press, 1981, ampliadas posteriormente en un capítulo de su Islands of His-
tory, Chicago, University of Chicago Press, 1985 (trad. cast.: Islas de historia: la muer-
te del capitán Cook. Metáfora, antropología e historia, Barcelona, Gedisa, 1987). Para
los puntos de vista más generales de Obeyesekere, ver The Work of Culture: Symbolic
Transformation in Psychoanalysis and Anthropology, Chicago, University of Chicago
Press, 1990.
dotes involucrados, como Lono encarnado y fue consagrado
como tal mediante complejos ritos en el gran templo de la isla.
Más tarde, por motivos personales, si bien de nuevo en for-
tuita consonancia con el calendario que gobierna el periodo
Makahiki, Cook se marchó rumbo al horizonte por el que ha-
bía venido. Poco después de izar velas, sin embargo, la rotura
de un mástil le obligó a regresar a la isla para su reparación. Es-
te movimiento inesperado fue interpretado por los hawaianos
como un desorden cosmológico que presagiaba, si se le dejaba
curso libre, un levantamiento social y político, «una crisis es-
tructural donde todas las relaciones sociales [...] alteran sus sig-
nos». Fue el final de Cook, súbito y confuso: fue apuñalado y
golpeado hasta la muerte por centenares de hawaianos tras pi-
sar tierra contrariado y disparando compulsivamente su arma.
Consagrado como un dios por llegar en el momento justo y de
la manera adecuada, fue asesinado como un dios —sacrificado
para mantener la estructura intacta e irreversible— por regre-
sar a Hawai en el momento y de la manera inadecuados: un ac-
cidente histórico atrapado en una forma cultural.
Obeyesekere responde con un sonoro «¡no!» a todo este
argumento tan manierista y sospechosamente hilvanado —y
ello, al parecer, debido no tanto a razones empíricas como a ra-
zones morales y políticas—. Es, según él, degradante para los
hawaianos (y para él mismo en calidad de antropólogo oriundo
de Sri Lanka que trabaja en una universidad americana) que se
les describa como salvajes infantilizados e irracionales tan ce-
gados con sus signos y sus presagios que son incapaces de ver
lo que tienen ante sus ojos, un hombre como otro cualquiera, e
incapaces, a su vez, de reaccionar ante él con un sencillo espí-
ritu práctico y un sentido común ordinario.
El informe de Sahlins es tachado de etnocéntrico, pues ad-
judica a los hawaianos la visión europea de que la superioridad
tecnológica de los europeos lleva a los pasmados primitivos a
considerarlos como seres sobrenaturales. Y —esto es lo que
realmente incomoda, especialmente a alguien como Sahlins, el
cual, como la mayoría de los antropólogos, Obeyesekere in-
cluido, se ve a sí mismo como una tribuna para sus asuntos, su
defensor público en un mundo que los ha arrinconado como des-
venturados e insignificantes— el argumento de Sahlins se ve
como neoimperialista: un intento de acallar «las voces reales»
de los hawaianos y, en verdad, de los «nativos» en general y
reemplazarlas por las voces de aquellos que en un principio los
conquistaron, luego los explotaron y ahora, en la fase académi-
ca y bibliográfica de la gran opresión conocida como colonia-
lismo, los ocluyen.
Por lo que se refiere a la investigación de Sahlins y a su rei-
vindicación de basarse en hechos, Obeyesekere escribe:

Cuestiono este «hecho», que he demostrado que fue creado


por la imaginación europea del siglo XVIII en adelante y se basa-
ba en «modelos de mitos» anteriores que pertenecían al temible
explorador y civilizador que es un dios «para los nativos». Dicho
claramente, dudo que los nativos crearan su dios europeo; los
europeos lo crearon para ellos. Este «dios europeo» es un mito
de conquista, de imperialismo y civilización —una tríada que no
puede separarse fácilmente.

La subsiguiente guerra erudita entre los dos antropólogos


puede seguirse en el enmarañado alegato acusatorio de Obeye-
sekere, en el que utiliza cualquier arma a su alcance para gol-
pear a su contrincante (menciona el terrorismo en Sri Lanka,
Cortés entre los aztecas, El corazón de las tinieblas, y algo que
denomina «psicomímesis simbólica»), y en la defensa de Sah-
lins, más suave, pertinaz y de otro tenor, que aporta cada vez
un nuevo dato. (Un tercio del libro de Sahlins consiste en die-
cisiete apéndices de espectacular particularidad, incluidos «Sa-
cerdotes y genealogías», «Políticas de calendario», «Atua en las
Marquesas y más allá», «Los dioses de Kamakau», «Lono en
Hikiau».) Ambas partes aportan un sinfín de hechos, hechos
supuestos, hechos posibles que se refieren virtualmente a todo
lo que es conocido o que se cree conocer sobre la desgracia de
Cook y las condiciones que la rodearon.
Sahlins goza de cierta ventaja natural en todo este fluir de
datos, pues, como experimentado oceanista de gran reputa-
ción, ha escrito abundantemente sobre etnohistoria de la Poli-
nesia en general y de Hawai en particular. El trabajo de Obe-
yesekere se ha centrado en Sri Lanka y su conocimiento del
tema que aquí hemos expuesto es el resultado de tres o cuatro
años de lectura sobre el tema y de una breve «peregrinación a
las islas de Hawai para contrastar mi versión con la de los aca-
démicos de la historia y la cultura hawaiana».
Pero dado que ambos académicos se apoyan en el mismo
corpus limitado de material primario —tablas de barcos, diarios
de marineros, historias orales transcritas; informes de misione-
ros, algunos dibujos y grabados, algunas cartas— todo esto, en
sí mismo, no marca una diferencia decisiva. Pero sí hay algo, de
lo que él mismo parece no darse cuenta, que sitúa la carga de la
prueba en Obeyesekere —cuya manera de argumentar refleja
cierta lasitud metodológica—. («Encuentro horrorosamente di-
fícil aceptar», «se podría argumentar con igual facilidad», «pa-
rece [...] razonable asumir», «es difícil de creer», «encuentro es-
ta explicación extraordinariamente plausible» e invocaciones
similares a la supuesta obviedad de las cosas en juego jalonan su
texto de principio a fin.) Si se tratara del debate estudiantil que
a veces parece ser, Sahlins, más ingenioso, mejor centrado e in-
formado, ganaría sin esfuerzo.
Pero no es un debate de ese estilo. Al margen de la retórica
cientificista de ambos contrincantes sobre la «búsqueda de la
verdad», de los diestros y a veces innecesarios insultos acadé-
micos (Obeyesekere dice, a propósito de nada, que Sahlins
adolece de una falta de «profunda preocupación ética», mien-
tras que Sahlins opina, en relación con ello, que Obeyesekere
es un «terrorista» literario) y de la pródiga ostentación de finos
detalles que sólo entusiasmaría a un abogado, lo que les divide
no es, en el fondo, un mera cuestión de hechos. Aunque ambos
coincidieran en cómo los hawaianos vieron a Cook y éste a aqué-
llos —y sus posturas no están en este punto tan encontradas co-
mo ellos pretenden—, aun así, su oposición con respecto a todo
lo que en antropología es de importancia sería total. Lo que les
divide, y a una buena parte de la profesión con ellos, es su com-
prensión de la diferencia cultural: lo que es, lo que la produce, lo
que la mantiene y lo profunda que puede llegar a ser. Para Sah-
lins es sustancia; para Obeyesekere, superficie.

Alrededor de los últimos veinticinco años, la era post-todo


(posmodernidad, estructuralismo, colonialismo, positivismo), el
intento de reflejar «cómo piensan "los nativos"» (o cómo pensa-
ban) o lo que estaban haciendo cuando hacían lo que hacían, fue
blanco de muchos ataques de corte moral, político y filosófico.
Incluso la pretensión de «conocer mejor» que cualquier antro-
pólogo debiera tener, al menos implícitamente, resultaría un tan-
to ilegítima. Decir cualquier cosa sobre las formas de vida de los
hawaianos (o de cualesquiera otros) que los mismos hawaianos
no cuentan de sí mismos supone asumir la responsabilidad de es-
cribir por otros lo que tiene lugar en sus consciencias, de escribir
el guión de sus almas. Los días en los que la antropología afir-
maba «los dangs creen, los dangs no creen» son ya historia.
Las reacciones ante esta situación —lo que Sahlins llama en
uno de sus ensayos más recientes «Goodbye to Tristes Tropes»—
han sido variadas, un poco caóticas, además de ser expresión
de inquietud. Los posmodernos se han preguntado si los infor-
3

3. «Goodbye to Tristes Tropes: Ethnography in the Context of Modern World


History», The Journal of Modern History, 65, 1993, pags. 1-25.
mes ordenados de otras maneras de estar en el mundo —infor-
mes que ofrecen explicaciones monológicas, exhaustivas y de
una máxima coherencia— merecen credibilidad alguna y si
más bien no estamos tan atrapados en nuestros modos de pen-
samiento y percepción que somos incapaces de comprender, y
mucho menos de dar crédito, a los de los otros. Los académi-
cos de orientación política, firmes y con gesto enérgico, seguros
del suelo que pisan, han fomentado un trabajo antropológico
que mejore el nivel de vida de las personas descritas, radique
éste en lo que radique, y la subversión deliberada de las desi-
gualdades de poderes entre «Occidente y el Resto». Se ha exi-
gido la «contextualización» de sociedades particulares en el
«moderno sistema del mundo ("capitalista", "burgués", "utili-
tarista")» como un gesto opuesto a su aislamiento en, al hilo de
otro de los juegos de palabras de Sahlins, «islas de la historia».
Se ha exigido la restauración de una dimensión histórica para las
culturas «primitivas» o «simples», que tan a menudo se han des-
crito como «frías», sin cambios y con estructuras cristalinas:
bodegones humanos. Y se ha instado tanto a volver a poner el
acento en características comunes, familiares y panhumanas
(todos razonamos, sufrimos, vivimos en un mundo indiferente
a nuestras esperanzas) como en rechazar los contrastes, agudos
e inconmensurables, que hacen su aparición en la lógica y la
sensibilidad de unas personas y otras.
Todos estos aspectos están presentes en la disputa que
mantienen Sahlins y Obeyesekere, afloran una y otra vez de di-
ferente forma y en diferentes conexiones —en intensos debates
sobre si los relatos decimonónicos sobre las costumbres y tra-
diciones de los hawaianos sirven para reconstruir el pasado his-
tórico o si bien aquéllos están tan manipulados por los prejui-
cios cristianizantes de los misioneros que los registraron, sobre
si Cook y sus colaboradores habían aprendido suficiente len-
gua hawaiana como para entender lo que aquéllos les decían y
sobre si la perspectiva estructuralista debe asumir que las creen-
cias de los hawaianos se extendían uniformemente por toda la
población, cuyos miembros son presentados estereotipada-
mente, según la acusación de Obeyesekere «como si [los ha-
wainanos] estuvieran representando un esquema cultural sin
reflexión»—. Al final, los argumentos, opuestos en cada punto,
se enfrentan de manera rígida y simple, en un estilo maniqueo.
Para Obeyesekere, los hawaianos son racionalistas «prag-
máticos», «calculadores» y «estratégicos»; como nosotros mis-
mos, realmente como cualquiera, a excepción tal vez de Sahlins,
ellos «valoran reflexivamente las implicaciones de un proble-
ma a la luz de criterios prácticos». Para Sahlins, ellos son otros
distintos, existen dentro de «esquemas» distintos, un «sistema
cultural total de acción humana», «otra cosmología», comple-
tamente discontinua con la «racionalidad moderna, burgue-
sa», gobernada por una lógica «que [tiene] la cualidad de no
parecer para nosotros suficiente y sin embargo ser suficiente para
ellos». «Diferentes culturas», en su opinión, «diferentes racio-
nalidades».
«La racionalidad práctica» de Obeyesekere, dice Sahlins
(también la califica de «antropología pidgin» y de «nativismo
pop»), deja constancia de que «la filosofía utilitarista e instru-
mentalista de Hobbes, Locke, Helvétius y compañía aún está
entre nosotros». La «teoría de la historia estructural» de Sah-
lins, para Obeyesekere (a la que tacha de «reificada», «supe-
rorgánica», «rígida» y «pseudohistórica»), muestra que lo que
aún nos invade es el modelo irracionalista de mentalidad pri-
mitiva —Lévy-Bruhl, Lévi-Strauss, los aztecas de Tzvetan To-
dorov y el Freud de Tótem y tabú, que pensaba que los niños,
los salvajes y los psicóticos tienen todos algo en común.
Lo que está en juego es, por tanto, una pregunta que ha ase-
diado a la antropología durante más de cien años y que nos sigue
asediando aún más en este mundo descolonizado en el que tra-
bajamos: ¿qué podemos hacer ante prácticas culturales que nos re-
sultan tan extrañas e ilógicas? ¿Cómo son de extrañas? ¿Cómo
de ilógicas? ¿En qué radica precisamente la razón? Éstos son
interrogantes que no cabe plantearse únicamente sobre los ha-
waianos del siglo XVIII, los cuales desfilaban ruidosamente con
imágenes de piel de pájaro, veían en un cocotero («un hombre
con su cabeza en el suelo y sus testículos hacia arriba») el cuer-
po de un dios y anudaban sus vidas en una sofisticada madeja
de sacralidad y prohibición —el sabido tabú— que a veces los
inmovilizaba. Cabe preguntarse también sobre los ingleses del
siglo XVIII, marinos y navegantes, surcando los mares sin muje-
res en busca de descubrimientos —arcadias, curiosidades, ca-
laderos, maravillas y el Paso del Noroeste—, y sobre la socie-
dad inquisitiva y agresiva, el mundo en el que el conocimiento
es gloria, que con la esperanza última de la salvación temporal
enviaba a sus hombres allí. 4

Los hawaianos y los navegantes de la Ilustración están aleja-


dos de nosotros tanto en el tiempo como en el espacio. Al me-
nos esto es verdad con respecto a los hawaianos que vivían en el
ritmo de la existencia de Ku y Lono. (Kamehameha II puso más
o menos fin a ese ritmo con su famosa hoguera de las vanidades
en el siglo XIX, una auténtica inversión de signos; y lo que no dio
por concluido lanzando iconos al mar y compartiendo la mesa
con mujeres lo concluyeron la cristiandad, la caña de azúcar y el
barco de vapor.) Y también es verdad de los navegantes que se
sumergieron en aquel ritmo de existencia, navegantes osados,
ignorantes y resueltos al progreso. Miramos retrospectivamente
a esos dos «pueblos» y a su legendaria primera toma de contac-

4. Ninguno de los dos autores tiene mucho que decir al respecto, aunque Obe-
yesekere promete una biografía psicoanalítica de Cook, en la que ofrece la imagen que
Cook tenía de sí mismo como un Próspero «domesticando una tierra salvaje» cuando
en verdad era un Kurtz que «se convierte en el mismo salvaje que él desprecia» hasta
llegar a su «complejo sexual», donde tal vez se nos ofrezca más. Para un examen ex-
tenso del entorno cultural (el Cambridge de Wordsworth), del que surgió un explorador-
descubridor, un joven astrónomo asesinado de manera similar a como lo fue Cook, pero
en Oahu y treinta años después, véase Greg Dening, The Death ofWilliam Gooch: A
Títstory's Anthropology, Honolulú, University of Hawaii Press, 1995.
to a través de la nebulosa del moderno orden de vida (o, ahora
que los imperios euroamericanos y la división mundial «este-
oeste» se han debilitado o desaparecido, del orden posmoderno
de vida). Es más, los contemplamos desde nuestra posición par-
ticular dentro de ese orden. Hacemos de ellos lo que podemos,
desde lo que somos o hemos devenido. No hay nada fatal para
la verdad o la honestidad en todo ello. Pero es inevitable y ab-
surdo pretender algo distinto.
En su favor podemos decir que ni Sahlins ni Obeyesekere
pretenden otra cosa. Sus posiciones personales y sus agendas
profesionales son sinceras y visibles. Obeyesekere sostiene que,
como auténtico «nativo» (o ¿«posnativo»?) que es y como tes-
tigo directo de los dolorosos esfuerzos actuales de una ex colo-
nia atormentada con una violencia inducida, está inmunizado
frente a las autodecepciones occidentales y bien situado para
mirar el Pacífico del siglo XVIII, blanco y de color, tal como
realmente fue. Dedica su libro a un taxista de Sri Lanka asesi-
nado, que solía llevarle en coche por Colombo, en recuerdo de
«los miles de asesinados de todo el mundo [...] gente corriente
a cuyos familiares apenas se les dio la oportunidad de llorar su
muerte». Escribe que es «precisamente por [mis] dificultades
existenciales por lo que mi interés por Cook [y su "ira" hacia
Sahlins y su trabajo] creció y floreció».
En respuesta, Sahlins se pregunta, y con razón, en qué me-
dida él y Cook son «de algún modo responsables de la tragedia
que padeció el amigo de Obeyesekere» y hasta qué punto re-
sulta apropiado incluir una tragedia tal en una disputa acadé-
mica. Piensa que, aunque blanco y occidental como es, se halla
más libre de prejuicios etnocéntricos que aquél que, explicando
«antiguos conceptos hawaianos de Hombres Blancos mediante
creencias propias de Sri Lanka y apelando a su propia experien-
cia [...]se desliga paulatinamente de lo hawaiano y se aproxima
al folclore nativo de Occidente de lo divino versus lo humano, lo
espiritual versus lo material».
Las víctimas últimas [...] son las gentes hawaianas. El buen sen-
tido empírico de Occidente sustituye su propia manera de ver las co-
sas, la abandona con una historia ficticia y una etnografía pídgin. [...]
Los rituales tradicionales [...] se han desvanecido; se han borrado las
brechas sociales sobre las que gira la historia hawaiana. Los hawaia-
nos salen a escena como las víctimas inocentes de la ideología euro-
pea. Privados [...] de acción y cultura, su historia se reduce a la
ausencia de sentido: vivieron, sufrieron; y después murieron.

Es esta curiosa inversión —el ofendido y herido «sujeto na-


tivo» como universalista ilustrado y el desplazado e irónico «ob-
servador extranjero» como un historicista relativizador— la
que da al debate su enorme emoción y, a la postre, amenaza
con transformar la búsqueda de un pasado esquivo en una riña
personal. Por muy conscientes que seamos, siguiendo a Obe-
yesekere, de la necesidad de dar plena cuenta del hecho de que
lo que conocemos del «primer contacto» con el mundo de Hawai
nos llega bajo el tamiz de las perspectivas de aquellos que nos
lo narraron y de que nunca nadie ha vivido en un mundo total-
mente desprovisto de preocupaciones prácticas, la reducción
de lo hawaiano a la «elaboración de mitos europeos» más bien
parece un producto de resentimiento desenfocado —su «ira»
ideológica— que el resultado de la evidencia, la reflexión y el
«sentido común».
Y aunque, siguiendo a Sahlins, nos percatemos del peligro
de perder para siempre las profundas particularidades de pue-
blos desaparecidos en tiempos clausurados al convertirlos en
razonadores generalizados movidos por preocupaciones prác-
ticas y aunque reconozcamos que hay otras muchas formas de
silenciar a los otros que las imaginadas en el revisionismo pos-
colonial, hay problemas que subsisten. Encerrar esas particula-
ridades en formas bien definidas que encajan unas con otras
cual piezas de un puzzle no elimina la posibilidad de ser acusa-
dos de hacer trampas etnográficas y de excesiva sagacidad.
Repletos de certezas y acusaciones, ambos abatidos cien ve-
ces en el juego, Obeyesekere y Sahlins han intentado plantear,
pese a todo y de un modo que ninguno de los dos habría podi-
do hacer por separado, problemas teóricos fundamentales, a la
vez que han señalado cuestiones metodológicas críticas con
respecto a ese delicado asunto de «conocer al otro». (Proble-
mas y cuestiones sobre los cuales, llegados a este punto, debe-
ría yo confesar que creo que Sahlins aborda de un modo mu-
cho más persuasivo, dejando a un lado el brillo estructuralista
que envuelve sus análisis. Sus descripciones son más circuns-
tanciadas, su retrato de los hawaianos y los británicos mucho
más penetrante y su comprensión de los aspectos morales y po-
líticos entraña mayor seguridad, libre de la confusión de un
presente revuelto.)
Si han elevado o no el nivel de la discusión antropológica,
lo que a la larga es de una gran importancia en un campo en el
que nunca se obtienen respuestas en las páginas finales de los
libros, depende de si los que vienen detrás —ya un buen nú-
mero en cada bando— pueden mantener encendida la intensi-
dad al mismo tiempo que contienen el impulso de la ofensa y la
lucha descarnada por la victoria; de si pueden, entre el rencor
y el pundonor, proseguir la conversación.

U N PASATIEMPO PROFUNDO

Todas las ciencias humanas son promiscuas, inconstantes y


están mal definidas, pero la antropología cultural abusa de su
privilegio. Veámoslo:

En primer lugar, Pierre Cías tres. Un graduado de 30 años,


que ha cursado estudios en el berceau del estructuralismo, el la-
boratoire anthropologique de Claude Lévi-Strauss, abandona
París a principios de los sesenta y se dirige hacia un lugar re-
moto de Paraguay. Allí, en una región casi desierta de extrañas
selvas y animales aún más extraños —jaguares, coatíes, buitres,
pécaris, serpientes arborícolas, monos aulladores—, Clastres
vive un año con un grupo aproximado de cien indios «salvajes»
(como les llama aprobatoriamente aunque también con algo de
temeroso respeto) que abandonan a sus ancianos, pintan sus
cuerpos con franjas oblicuas y rectángulos curvos, practican la
poliandria, se comen a sus muertos y golpean a las muchachas
en la menarquía con penes de tapir para conseguir que se vuel-
van, como el tapir de largo hocico, intensamente ardientes.
El libro que Clastres publica a su regreso lo titula, con una
llaneza deliberada, casi anacrónica y premoderna, como si se
tratase del diario recién descubierto de un misionero jesuíta del
siglo XVIII, Chronique des indiens Guayaki [Crónica de los in-
dios guayaquis]. Devotamente traducida al inglés por el nove-
5

lista norteamericano Paul Auster («Creo imposible no amar es-


te libro») —y publicada con un retraso de veinticinco años en
EE.UU.—, la obra está escrita, al menos en su forma, de tal
modo que recuerda excesivamente el viejo estilo etnográfico.
Ofrece una descripción vital de los «guayaquis» que empieza
con el nacimiento, sigue con la iniciación ritual, el matrimonio,
la caza y la guerra, hasta llegar a la enfermedad, la muerte, los
funerales y, tras éstos, el canibalismo. Luego están las clásicas
fotografías de pose muy cuidadas estéticamente: nativos semi-
desnudos que miran a la cámara con expresión vacía. Y tam-
bién los bosquejos a pluma y a lápiz que podemos encontrar en
los museos —dibujos de hachas, cestos, utensilios para encen-
der fuegos, abanicos matamosquitos, estuches de plumas— y
que apenas ya encontramos en las monografías. Y a pesar del
lirismo ocasional, que remeda Tristes Tropiques [Tristes trópi-

5. P. Clastres, Chronicle ofthe Guayaki Indians, Nueva York, Zone Books, 1998.
(Publicado originalmente como Chronique des indiens Guayaki, París, Plon, 1972) (trad.
cast.: Crónica de los indios guayaquis: lo que saben los aché cazadores nómadas del Para-
}

guay, Barcelona, Alta Fulla, 1998).


eos], sobre los sonidos de la selva o los colores del crepúsculo,
la prosa es directa y concreta. Ocurrió esto y aquello. Creen es-
to, hacen aquello. Sólo la voz en primera persona meditativa y
fúnebre, que cede de vez en cuando a la indignación moral, su-
giere que en todo ello puede haber algo más que una mera des-
cripción de rarezas distantes.
En segundo lugar, James Clifford. Formado como historia-
dor intelectual en Harvard a comienzos de los setenta y con-
vertido por propia iniciativa primero a la antropología y luego
a los estudios culturales (actualmente es profesor en el progra-
ma de Historia de la Conciencia en la Universidad de Califor-
nia, Santa Cruz), a sus 52 años está más cerca de la Mitad del
Viaje de lo que Clastres estaba cuando viajó a Paraguay, pero
ambos son de la misma generación académica: la de la contra-
cultura. Clifford vaga en los noventa, tímido e inquisitivo, no
entre «nativos» abandonados o entre «pueblos», sino por lo
que él ha llamado «zonas de contacto» —exposiciones etnoló-
gicas, parajes turísticos, seminarios sobre arte, asesorías de mu-
seos, conferencias de estudios culturales, hoteles para viaje-
ros—. Visita la casa de Freud en Londres, llena de motivos
antropológicos. Recorre el Honolulú de los congresos de pro-
fesionales, una ciudad híbrida y anunciada por la publicidad, y
pasa entre los forofos de la Pro-Bowl y los barcos de guerra
hundidos en el Año Nuevo chino justo cuando la Tormenta del
Desierto estalla en el golfo Pérsico. Rememora su juventud co-
mo «miembro de la etnia blanca», hijo de un profesor de la
Universidad de Columbia, mientras coge el metro en un Nue-
va York en el que suena música folk. Medita sobre la historia,
la dominación y la «dinámica global» ante una empalizada ru-
sa —que data de los años veinte del pasado siglo— reconstruida
para que sirva de herencia multicultural en la «California "pos-
moderna"».
Al libro que reúne estos itinerarios y paradas en una fábula
de nuestro tiempo Clifford lo titula Routes, poniendo el acento
en el juego de palabras con roots (raíces), y le añade un subtí-
tulo cuidadosamente contemporáneo: Traveland Translation in
the Late Twentieth Century [Viaje y traducción a finales del si-
glo X X ] . Aquí no se construye un relato continuo, ni etnográ-
6

fico ni de cualquier otra clase, si bien la voz en primera perso-


na aparece por doquier, en un tono bastante asertivo y aún más
autorreferencial. Hay, por el contrario, una serie desordenada
de «exploraciones personales», diseñadas no para describir
«nativos en sus aldeas» ni «tradiciones puras y diferencias cul-
turales discretas», sino «gentes yendo a sitios», «ambientes hí-
bridos» y «culturas del viaje». 7

La prosa es desigual e indirecta. A veces resulta «académi-


ca», esto es, abstracta y argumentativa, otras veces es «experi-
mental», es decir, retraída e impresionista; siempre discursiva, da
con una mano y quita con la otra, escoge caminos alternativos
para perseguir un concepto y retrocede sobre sus propios pa-
sos para volver a retomar el tema. La extensión de los trabajos
oscila entre las tres o cuatro páginas y las cuarenta o cincuenta.
Las fotografías son reproducciones de ilustraciones de catálogos
—ilustraciones de ilustraciones— o desenfocadas instantáneas
de aficionado, hechas por el propio Clifford sobre la marcha.
No hay descripciones de bodas, luchas, cultos, declamaciones,
muertes o duelos, ningún informe de cómo se educa a los niños
o se aplaca a los demonios. Y si en el caso de Clastres, salvo un
pasaje de Montaigne, hallamos una sola cita en todo su libro,
un resumen parafraseado de algunas páginas de una historia
de la conquista de Paraguay escrita por religiosos, en Clifford
hay literalmente cientos de ellas, a veces una docena por pági-
na, de autores que van de Mijail Bajtin, Stuart Hall, Walter
Benjamín, Antonio Gramsci y Frederic Jameson a Malinows-

6. J. Clifford, Routes: Travel and Translation in the Late Twentieth Century, Cam-
bridge, Harvard University Press, 1997,
7. I t ó . , p á g s . 2 1 , 5 , 2 , 17.
ki, Mead, Rushdie, Gauguin, Amitav Ghosh, Michel de Certeau
y Adrienne Rich —la mayoría de ellas escogidas más para
crear una determinada atmósfera que por su relevancia—. Él
llama a todo esto collage: «Escrito bajo el signo de la ambiva-
lencia [...] in medias res [...] manifiestamente inacabado». 8

Como las cajas mágicas de Joseph Cornell, «la aprisionada


belleza de encuentros casuales —una pluma, unos rodamien-
tos a bolas, Lauren Bacall—», o como aquellos hoteles de Pa-
rís declassés, «lugares de colección, de yuxtaposición, de en-
cuentro apasionado desde los que los surrealistas iniciaron
sus extraños y maravillosos viajes urbanos», Routes «fija una
relación entre elementos heterogéneos en un conjunto signifi-
cativo [...], lucha por mantener cierta esperanza y una lúcida
incertidumbre». 9

En resumen, nos encontramos con 1) un peregrino román-


tico embarcado en una Búsqueda, cara a cara con un Otro Ra-
dical en lo más profundo de la selva. («Al fin me encontraba
entre los salvajes», dice Clastres. «La enorme separación [...] en-
tre nosotros [...] hacía que incluso pareciera imposible que pu-
diésemos entendernos mutuamente.») 2) Un espectador re-
10

servado, a media distancia, moviéndose con incomodidad por


un hall de espejos posmodernos. («Noche en las calles abarro-
tadas: el humo de los puestos de comida, hombres y mujeres
jóvenes que salen apresuradamente de un club de artes mar-
ciales, un dragón, el conjunto de jazz de la Universidad de Ha-
wai con una sección de saxofones compuesta de asiáticos [...]
Un edificio [iraní] explota a cámara lenta.») Apenas si pare-
11

cen pertenecer al mismo universo, mucho menos a la misma


profesión.

8. Ibid., págs. 10, 12.


9. Ibid., págs. 18, 12.
10. Clastres, op. cit., págs. 91-92.
11. Clifford, op. cit., pág. 241.
Y, sin embargo, estos dos hombres que describen, imaginan
y comparan el mundo, con formaciones y compromisos distin-
tos y que seguramente nunca se conocieron (Clastres murió a
los 43 años en un accidente de coche en 1977, dos años antes de
que Clifford empezase a publicar; Clifford, a pesar de todo su
interés por la antropología francesa, ni siquiera menciona a
Clastres), consiguen entre los dos formular en los términos más
desolados el tema más crítico que afecta a la antropología cul-
tural en estos tiempos poscoloniales, pospositivistas, postodo, y
que no es otro que el del valor, la viabilidad, la legitimidad, y por
ello el futuro de una investigación de campo sobre el terreno,
localizada, a largo plazo y a corta distancia —lo que Clifford en
un momento dado llama con cierta ligereza «un pasatiempo
profundo» y que Clastres exalta casi en todo momento («Tan
sólo tenía que mirar en torno a mí en la vida diaria: incluso con
un mínimo de atención siempre podía descubrir algo nuevo»). 12

Sin una teoría principal, sin ningún tema que sobresalga, y


ahora que todos los nativos son ciudadanos y los primitivos mi-
norías, sin ni siquiera un nicho profesional bien establecido e
indiscutible, la antropología cultural depende más que cual-
quier otra ciencia, social o natural, de una práctica de investi-
gación específica a la hora de establecer su identidad y autori-
dad, de reclamar la atención debida. Si el trabajo de campo
desaparece, o de cualquier manera empezamos a verlo con mie-
do por un lado y esperanza por otro, la disciplina entera desa-
parecerá con él.

Los remotos e incomprensibles «salvajes» de Clastres, en-


cerrados en un mundo de caza, violencia, duras pruebas y ani-
males demoníacos —las fatales metáforas de la selva— son, de

12. Ibid., pág. 56 y nota 2; Clastres, op. cü., pág. 315.


hecho, mucho menos primitivos de lo que en principio podría
parecer. En verdad son refugiados, arrumbados hace dos años
13

y medio por el gobierno de Paraguay en un puesto comercial


administrado por el gobierno en los límites de la selva: hom-
bres estragados espiritualmente, despojados de su cultura, «pa-
cificados». Arrojados allí entre sus antiguos enemigos (con los
que han acordado un casi paródico «tratado de paz»), con
fugaces incursiones en la selva en busca de caza y cómodamen-
te vigilados por un protector paraguayo que siente hacia ellos
más simpatía que la mayoría de sus compatriotas, que los miran
como si se tratara de ganado; cuando Clastres entra en contac-
to con ellos ya sufren un claro proceso de extinción.
Cuando Clastres se va, su número ha descendido del cen-
tenar de miembros que eran en un principio a setenta y cinco,
en el mejor de los casos. Cinco años después, aunque Clastres
no los visita durante su estancia en Paraguay («Carecía de valor
para ello. ¿Qué hubiera encontrado allí?»), son menos de trein-
ta. En el momento de la muerte de Clastres, casi todos han
14

desaparecido «devorados por la enfermedad y la tuberculo-


sis, desprovistos de los cuidados mínimos, sin nada». Eran, di-
ce Clastres utilizando una obsesionante imagen, como objetos
perdidos, equipaje abandonado. «Obligados, sin ninguna espe-
ranza, a abandonar su prehistoria, fueron arrojados a una his-
toria que no podía hacer nada con ellos salvo destruirlos.»

Toda la empresa (colonial) que se inició a finales del siglo XV


llega a su fin; un continente entero se verá pronto libre de sus pri-
meros habitantes y esta parte del orbe podrá, y con razón, pro-
clamarse «Nuevo Mundo». «Tantas ciudades asoladas, tantas na-
ciones exterminadas, tantos millones de personas pasadas por la
espada, ¡y la parte más rica y hermosa del mundo trastornada

13. Clastres, op. cit., pág. 276.


14. Ibid., pág. 345.
por el negocio de las perlas y la pimienta! Mecánicas victorias.»
Así saludaba Montaigne la conquista de América por la civiliza-
ción occidental. 15

Sobre la base de una antropología física algo improvisada,


y extremadamente discutible y anticuada, Clastres mira a los
guayaquis como si con toda probabilidad fuesen los restos de
los primeros pobladores humanos de la zona y quizá de todo el
continente. Aunque el color de su piel va del «clásico cobrizo
de los indios, si bien menos intenso, al blanco —no el blanco
rosado de los europeos, sino el grisáceo de una persona enfer-
ma—», Clastres los llama, como también hacen los paraguayos
y antes lo hicieron los españoles, «indios blancos». Y así es co-
mo ellos se ven a sí mismos; cuando se da el caso inusual de
que nace un niño de piel oscura y, por tanto, maldito, su abue-
la tiene la obligación de estrangularlo.
Independientemente de su color, la mayoría de los guaya-
quis originarios fueron asesinados o asimilados en el curso de
una guerra de conquista por el grupo «mongoloide» de los
Tupi-Guarani, fuertemente militarista, llegado después que
ellos y que todavía es el principal grupo indio de la región.
Los pocos que escaparon a la pura y simple aniquilación
abandonaron los cultivos que habían practicado durante lar-
go tiempo y se encaminaron a la selva para convertirse en ca-
zadores nómadas, arrojados a la pobreza, al exilio y a la re-
gresión cultural no, como en otros lugares del continente, por
los europeos, quienes sólo los atacaron en el siglo XVII, sino
por otros indios. Así, los guayaquis, los primeros entre los pri-
meros habitantes, no son simplemente «salvajes». Son los salva-
jes de los salvajes, las evanescentes huellas de lo socialmente
elemental:

15. Ibil, págs. 345-346.


[Los guaraníes] no pueden aceptar las diferencias; incapaces
de suprimirlas, intentan incluirlas en un código familiar, en un
simbolismo tranquilizador. Para [los guaraníes], los guayaquis
no pertenecen a una cultura diferente, pues no puede haber dife-
rencias entre las culturas: están fuera de las normas, más allá del
sentido común y por encima de la ley: ellos son Salvajes. Incluso
los dioses les son contrarios. Toda civilización [...] tiene sus pa-
ganos. 16

Así pues, es lo «Salvaje», esto es, la civilisation sauvage, y su


destino lo que más preocupa a Clastres, que en esto se muestra
como un estructuralista ortodoxo, aunque él nunca utiliza el
término ni aplica el vocabulario acuñado por el estructuralis-
mo. Como su mentor, del que supuestamente habría sido su
heredero, Clastres contrasta aquellas sociedades (Lévi-Strauss
las llama «calientes») que están atrapadas en un implacable e
interminable proceso de cambio histórico con aquellas otras
(Lévi-Strauss las llama «frías») que rehusaron contundente-
mente ser parte de ese proceso, se resistieron a él y buscaron,
con un éxito en el mejor de los casos temporal, mantener sus
culturas estáticas, libres, comunitarias y sin deformaciones.

«No hay adultos», escribió recientemente alguien [lo hizo en


realidad aquel paladín de la civilisation civilisée, André Malraux,
como Clastres sabe y supone que sus lectores también sabrán].
Es una extraña observación para hacerla en nuestra civilización,
que se enorgullece de ser el epítome de la edad adulta. Mas por
esta misma razón es posible que esto sea cierto, por lo menos en
nuestro mundo. Pues una vez que hemos traspasado nuestros
propios límites, deja de ser verdad lo que aquí en Europa, y entre
nosotros, sí lo es. Puede que nosotros nunca lleguemos a ser
adultos, pero eso no significa que no los haya en cualquier otra
parte. La pregunta es: ¿dónde está la frontera visible de nues-

16. Ibid., pág. 15, cursiva en el original.


tra cultura, en qué trayecto del camino está el límite de nuestro
dominio, dónde comienzan las cosas diferentes y los nuevos sig-
nificados? No es una pregunta retórica, ya que somos capaces de
situar la respuesta en un tiempo y espacio definido [...] La res-
puesta llegó a finales del siglo XV, cuando Cristóbal Colón descu-
brió los pueblos de más allá —los salvajes de América.
En las Islas, en el México de Moctezuma o en las costas de
Brasil, los hombres blancos franquearon por primera vez el lími-
te de su mundo, un límite que inmediatamente identificaron co-
mo la línea que dividía la civilización de la barbarie. [...] Los In-
dios representaban todo lo que era ajeno a Occidente. Ellos eran
el Otro, y Occidente no dudó en aniquilarlos. [...] Eran habitan-
tes de un mundo que ya no les pertenecía: los esquimales, los
hombres de la sabana, los australianos. Probablemente es dema-
siado pronto para poder calibrar las consecuencias más impor-
tantes de este encuentro. Fue fatal para los indios; pero por algún
extraño cambio del destino, podría ser también la muerte ines-
perada de nuestra propia historia, de la historia de nuestro mun-
do en su forma actual. 17

Clastres escribió su libro para dejar testimonio, del modo


más circunstanciado y detallado posible (aunque a veces no es-
té claro si describe lo que ve, lo que ha oído o algo que él cree
que debe ser así), de las creencias y las prácticas presentes en la
vida de los guayaquis —los mitos del jaguar y las pruebas en
las distintas etapas de la vida, las desorganizadas guerras in-
conclusas y el carácter efímero y débil de los líderes—. Más
exactamente, lo escribió para exponernos a nosotros, quienes,
a diferencia de él, nunca podremos encontrarnos con estos sal-
vajes adultos, la lógica que encerraba su vida —canibalismo,
infanticidio, penes de tapir y demás— y su belleza moral:

En cuanto a mí, deseo recordar sobre todo la piedad de los


[guayaquis], la gravedad de su presencia en el mundo de las cosas

17. Ibid.,págs. 141-142.


y de los seres, resaltar una fidelidad ejemplar a un saber muy anti-
guo que nuestra propia violencia salvaje ha arrasado en un solo ins-
tante. [...] ¿Es absurdo dispararflechasa la luna nueva cuando sigue
su curso por encima de los árboles? No para los [guayaquis]: saben
que la luna está viva y que su aparición en el cielo hace que las mu-
jeres pierdan su sangre menstrual que da [...] mala suerte a los ca-
zadores. Ellos se vengan, pues el mundo no es inerte y hay que de-
fenderse. [...] Durante muchos siglos han mantenido tenazmente
su tímida y furtiva vida de nómadas en el corazón secreto de la sel-
va. Pero su refugio fue violado y eso fue parecido a un sacrilegio.
18

En cualquier caso, se tratase de sacrilegio, de conquista o


de la moderna manía de cambio y progreso, ellos no tuvieron
elección. «No había nada que hacer. [...] Había muerte en sus
almas. [...] Todo había acabado.» 19

Aunque Clifford comparte la feroz hostilidad de Clastres ha-


cia (por decirlo al estilo de Clifford, más a la moda y menos elo-
cuente) la «globalidad», los «imperios», la «hegemonía occiden-
tal», el «neoliberalismo rampante», la «mercantilización», el
«actual equilibrio de poder de las relaciones de contacto», las
«jerarquías de clases y castas» y, por supuesto, «el racismo», y
comparte, además, su simpatía por los «dominados», los «exoti-
zados», los «explotados» y los «marginados», no cree como
Clastres que la inmersión total en lo simple y lo distante sea la vía
principal para recuperar les formes élémentaires de la vie sociale.
En vez de ello, cree que su misión es «criticar la clásica búsque-
da —"exotista, antropológica, orientalista"— de reveladores "ti-
pos culturales, aldeanos o nativos", "condensados epítomes de
conjuntos sociales"». Esto es precisamente lo que Clastres inten-

18. J t ó . , pág. 348.


19. Ibid., pág. 346.
taba hacer con toda pasión: llegar al núcleo de las cosas exami-
nando de cerca y de manera personal a un puñado de indios que
eran como un baqueteado e inútil equipaje olvidado.
Clifford, que no está muy interesado en el núcleo de las cosas,
dice que sólo quiere desplazar lo que él llama «el hábito del tra-
bajo de campo» —«un sujeto sin género, sin raza y sexualmente
inactivo [que interactúa] intensivamente con sus interlocutores
(como mínimo a niveles hermenéutico/científicos)»— en tanto
que característica defínitoria de la «auténtica antropología» y los
«auténticos antropólogos». Quiere acabar con la «función acre-
ditativa» de ir a las junglas, quiere deconstruir el «poder norma-
tivo» que da vivir entre la gente que arroja flechas a la luna. Pero,
sin lugar a dudas, tiene en mente un objetivo más amplio y radi-
cal de lo que sugieren estas consignas familiares y aburridas. Tie-
ne el firme propósito de liberar a la antropología de su parro-
quialismo de primer mundo, de su comprometido pasado y de
sus ilusiones epistemológicas —con la intención de impulsarla
con fuerza «en direcciones postexotistas y poscoloniales».

El trabajo de campo intensivo no produce interpretaciones


privilegiadas o completas. Ni las aporta el conocimiento cultural
de las autoridades indígenas, de los que «están dentro». Nuestra si-
tuación es diferente según seamos habitantes o viajeros en nuestros
«campos» de conocimiento. ¿Es esta multiplicidad de localizacio-
nes simplemente otro síntoma de la fragmentación posmoderna?
¿Puede hacerse de ella algo más sustancial colectivamente? ¿Es
posible reinventar la antropología como un foro donde hallen su
lugar trabajos de campo diversamente encaminados —un espacio
donde los diferentes saberes contextúales se comprometan a un
diálogo crítico y un debate respetuoso—? ¿Puede la antropología
favorecer una crítica de la dominación cultural que incluya los pro-
* pios protocolos de investigación? La respuesta no está clara: pervi-
ven fuerzas poderosas,flexiblesy centralizadoras. 20

20. Clifford, op. cit.y pág. 91.


Los recorridos de Clifford por museos, exposiciones, parajes
turísticos, monumentos y lugares similares son menos casuales e
inocentes de lo que parecen. Están diseñados para acelerar un
cambio de rumbo y de «raíces» de la investigación antropoló-
gica: pretenden alejarla de las descripciones estáticas, altamente
resolutivas, al estilo de las que hizo Clastres, de este o aquel pue-
blo, en este o aquel lugar, de esta o aquella manera; orientarla ha-
cia unos estudios menos rígidos y «descentrados» de pueblos,
modos de vida y productos culturales en movimiento —viajando,
mezclando, improvisando, chocando, luchando por la expresión
y la dominación. Tales espacios, acontecimientos, sitios, escena-
rios son, a partir de un término del estudio Ojos imperiales de
Mary Louise Pratt sobre la literatura colonial de viajes, los que
reciben el nombre de «zonas de contacto». 21

Una zona de contacto es, en palabras de Pratt (citadas por


Clifford), «el espacio en el que pueblos separados geográfica
e históricamente entran en contacto unos con otros y establecen
progresivas relaciones que usualmente entrañan condiciones de
coerción, de desigualdad radical y de conflicto irresoluble». Re-
salta, según Pratt, «el modo en el que están constituidos los su-
jetos en sus relaciones mutuas»; pone el acento en la «copresen-
cia, la interacción, el encaje entre las formas de entender las
cosas y unas prácticas determinadas [...] dentro de unas rela-
ciones de poder radicalmente asimétricas». Ver el tipo de ins-
22

tituciones de las que se ocupa Clifford, espacios de exhibición y


conmemoración cultural, desde esta perspectiva es contemplar-
las como arenas políticas —«lugares de intercambio, de avance
y retroceso, cargados de poder». En estas arenas, de hecho co-
llages cajas mágicas de la vida real, es donde encuentra su cam-
y

po la antropología de estilo libre y rumbo incierto de Clifford.

21. M. L. Pratt, Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation, Londres,


Routledge, 1992 (trad. cast.: Ojos imperiales, Buenos Aires, Universidad Nacional de
Quilmes, 1997).
22. Ibid., págs. 6-7.
Entre los trabajos reunidos en Routes, la mayoría de los
cuales parecen totalmente circunstanciales, donde mejor que-
da constancia de esto es en el titulado «Cuatro museos de la
costa noroccidental», una comparación no sólo de los museos co-
mo tales, dos nacionales y mayoritarios, dos tribales y alternati-
vos, sino de sus diferentes enfoques a la hora de abordar el co-
leccionismo y la exhibición de objetos indios y, de modo aún
más efectivo, en el ensayo titulado «Meditación en Fort Ross»,
una descripción muy original y poderosa, si bien algo sinuosa,
del norte del Pacífico —Siberia, Alaska y la costa del Pacífi-
c o — en tanto que «zona de contacto regional». «La América
rusa era una prolongación de Siberia.» «En Fort Ross [...] la
historia "occidental" llega de la dirección equivocada.» 23

Pero en su mayor parte, incluso en los trabajos menos sustan-


ciales y elaborados, y a pesar de su gentil personalidad noli me
tangere, la seriedad moral de la obra de Clifford, su preocupación
personal por el futuro humano y el lugar en él de los desposeídos
se despliega con tanta intensidad, claridad e incansable energía co-
mo la que, con una voz más profética, muestra Clastres:

En Fort Ross tenía la esperanza de echar un vistazo a mi pro-


pia historia relacionada con otras en una zona de contacto regio-
nal. [...] Localizado al borde del Pacífico, mi hogar durante die-
ciocho años, las historias decimonónicas del fuerte, vistas desde
un incierto fin-de-siècle, pueden proporcionar suficiente «profun-
didad» para arrojar luz sobre un futuro, sobre algunos futuros po-
sibles. [...] La historia es pensada desde diferentes lugares dentro
de una inacabada dinámica global. ¿Dónde estamos nosotros en
este proceso? ¿Es demasiado tarde para reconocer nuestros dife-
rentes caminos hacia la modernidad y a través de ella? ¿O dema-
siado pronto? [...] De repente el milenio parece un inicio. 24

23. Clifford, op. cit., págs. 302, 304, 303.


24. Ibid., págs. 343-344.
Así: proximidad versus alejamiento, un empirismo lleno de
confianza versus una «incertidumbre lúcida», lo inmediato de lo
local versus las refracciones de lo que carece de centro, la esta-
bilidad insular (y condenada a desaparecer) versus la conmo-
ción global (y alentadora). Hacer oposiciones binarias de este
tipo puede resultar un tanto grosero; y en estos temas no hay ti-
pos puros. Con todo, para los adeptos a lo especial, lo singular,
lo diferente y lo concreto —esto es, para los antropólogos, en-
tre otros— dichas oposiciones sí esconden la pregunta que nos
interesa aquí: ¿cómo desempeñar hoy nuestro oficio?
La manera más rápida de tratar todo esto sería ver a Clas-
tres como la voz nostálgica de un pasado profesional real,
exhausto y ya desaparecido —igual que la famosa y anticuada
caracterización de los trópicos de Lévi-Strauss— y ver a Clifford
como un hombre con el futuro en los huesos, diseñando una
antropología para una época próxima de interconexión global,
de movimiento, inestabilidad, hibridación y políticas dispersas
y antihegemónicas. Pero esto apenas ocurrirá así. La elección
no se debate entre la añoranza del pasado y la aceptación in-
condicional del futuro, ni entre el antropólogo como héroe y el
antropólogo como general de división de la posmodernidad. La
elección es entre, por una parte, mantener una tradición de in-
vestigación sobre la que se ha construido una disciplina «blan-
da» y a medio formar quizá, pero moralmente relevante y, por
otra, «desplazar», «reelaborar», «volver a negociar», a «imagi-
nar» o a «inventar» esa tradición para favorecer un enfoque
«múltiplemente centrado», «pluralista» y «dialógico» que con-
sidera como una reliquia colonial adentrarse en las vidas de
gentes que no están en pareja situación para adentrarse en las
nuestras.
Poco han hecho los partidarios de una antropología en la
que el trabajo de campo juega un papel muy reducido o trans-
formado —un grupo activo y cada vez más numeroso del que
Clifford es sólo uno de sus miembros más importantes— que su-
giera que ellos representan la onda del futuro. Es cierto que el
25

primitivismo rousseauniano de Clastres, la idea de que los «sal-


vajes» son radicalmente distintos a nosotros, más auténticos
que nosotros, moralmente superiores y de que lo único que ne-
cesitan es ser protegidos, presumiblemente por nosotros, de
nuestra codicia y nuestra crueldad no está en boga hoy día,
salvo en círculos New Age. (Clastres escribió otro libro antes
de morir, La sociedad contra el estado, en el que desarrolló de
manera más explícita, por no decir polémica, algunas de las
ideas expuestas en su Crónica, si bien el libro despertó escaso
interés.) Incluso aquellos que trabajan con ahínco para pro-
26

teger a pueblos como el de los guayaquis de la explotación de


Occidente no tratan de congelar sus culturas en el tiempo ni
de preservar sus sociedades metiéndolas en gelatina; intentan
que éstas hagan oír su voz en su propio —y seguramente nada
tradicional— futuro. Pero lo que no está claro es que el tipo
de investigación a modo de recorrido de media distancia que
Clifford practica y recomienda sea un avance respecto al tipo
de investigación envolvente y obstinado que Clastres practica
con tanta devoción.
Routes, que para Clifford es una extensión de su obra ante-
rior, muy alabada y denostada, Dilemas de la cultura (de hecho,
un libro más potente, menos inconexo y mejor escrito que Rou-
tes), resulta una obra un poco dubitativa y balbuciente (¿qué
puedo decir?, ¿cómo decirlo?, ¿con qué derecho lo hago), no
enteramente atribuible a su naturaleza exploratoria e inacaba-

25. Para una visión general de esta escuela de pensamiento véase Clifford y Mar-
cus (comps.), Writing Culture: The Poetics andPolitics ofEthnography\ Berkeley, Uni-
versity of California Press, 1986. El emergente campo de «estudios culturales», que es
el que interesa a Clifford, nos proporciona un ejemplo más claro si cabe de este tipo de
etnografía no inmersiva, de ataque y retirada.
26. Clastres, Society Against the State: The Leader as Servant and the Human Uses
of Power among the Indians of the Americas, Nueva York, Urizen Books, 1977 (trad.
Qast.: La sociedad contra el estado, Barcelona, Luis Poicel, 1981).
da. Clastres, a pesar de su ortodoxia y su carácter directísimo,
27

sabía dónde iba, y allí fue. Clifford, a pesar de su originalidad y


su disposición a experimentar, parece sin salida, inseguro,
orientándose a tientas. Tal vez sea demasiado pronto para cam-
biar raíces por rutas.

HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA

En estos días se oye hablar bastante, a veces con escepticis-


mo, otras con esperanza y casi siempre con nerviosismo del su-
puesto impacto de la Antropología como Ciencia sobre la His-
toria como Disciplina. Las revistas especializadas examinan el
problema con cierta inútil sensatez: por un lado, sí; por otro,
no. Los artículos en la prensa pública exhiben cierto dramatis-
mo al presentarlo como la última novedad del frente académico:
departamentos «calientes» y «fríos»; ¿han caducado las fechas?
Los tradicionalistas furiosos (al parecer no hay de otra clase)
escriben libros diciendo que eso significa el fin de la historia
política tal como la conocemos y, con ello, de la razón, de la li-
bertad, de las notas a pie de página y de la civilización. Se or-
ganizan simposios, se imparten clases, se dan conferencias pa-
ra tratar de resolver el problema. Hay una disputa en marcha.
Pero entre tantas voces gritando en la calle resulta difícil acla-
rar de qué se trata.
Puede que de lo que trate sea del Espacio y del Tiempo. Hay,
al parecer, algunos historiadores, que concluyeron su formación
académica con Malinowski o la empezaron con Lévi-Strauss,
que piensan que los antropólogos, indiferentes u hostiles al cam-
bio, presentan imágenes estáticas de sociedades inmóviles dise-

27. J . Clifford, The Predicament of Culture, Cambridge, Harvard University


Press, 1988 (trad. cast.: Dilemas de la cultura: antropología, literatura y arte en la pers-
pectiva posmoderna, Barcelona, Gedisa, 1995).
minadas por los rincones remotos del mundo habitado; y hay al-
gunos antropólogos, cuya idea de la historia es más o menos la de
Barbara Tuchman, que piensan que lo que hacen los historiado-
res es contar historias admonitorias («y entonces», «y entonces»)
sobre algún que otro episodio de la Civilización Occidental: «no-
velas verídicas» (según expresión de Paul Veyne) diseñadas para
hacernos afrontar —o desafiar— los hechos.
O puede que de lo que se trate sea de lo Grande y de lo Pe-
queño. La predilección de los historiadores por tramos amplios
del pensamiento y la acción, el Auge del Capitalismo, la De-
cadencia de Roma —y de los antropólogos por el estudio de
comunidades pequeñas y bien delimitadas, el Mundo Tewa
{¿cuál?), el Pueblo Alor {¿quién?)— lleva a los historiadores a
acusar a los antropólogos de excederse en los matices, de de-
leitarse en los detalles de lo oscuro y de lo que carece de impor-
tancia; y lleva a los antropólogos a acusar a los historiadores de
esquematismo, de estar desconectados de lo inmediato y lo in-
trincado, «del pulso», como gustan decir, de la vida presente,
convencidos de que ellos sí lo tienen. Muralistas y miniaturis-
tas, a ambos les resulta un tanto difícil ver lo que el otro ve en
las perfecciones reducidas o en los grandes diseños.
O tal vez trate de lo Alto y lo Bajo, lo Muerto y lo Vivo, lo
Escrito y lo Oral, lo Particular y lo General, la Descripción y la
Explicación, o el Arte y la Ciencia. La historia está amenazada
(se oye decir) por el énfasis antropológico en lo mundano, lo or-
dinario y lo cotidiano, que la aleja de los poderes que realmen-
te mueven el mundo —Reyes, Pensadores, Ideologías, Precios,
Clases, Revoluciones— y la lleva a obsesiones de abajo-arriba
[bottom-up] con charivaris, dotes, gatomaquias, peleas de gallos
y cuentos de molineros que conmueven sólo a los lectores y
los aboca al relativismo. El estudio de sociedades vivas, se afir-
ma, conduce al presentismo, a instantáneas del pasado como las
nuestras de cuando éramos jóvenes («El mundo que hemos per-
dido», «La caída del hombre público») así como a la lectura ile-
gítima de los contemporáneos como si fuesen antepasados (ku-
la se cambia por la Grecia homérica, la monarquía ritual por
Versalles). Los antropólogos se quejan de que la confianza del
historiador en los documentos escritos nos deja a merced de ex-
plicaciones elitistas y convencionalismos literarios. Los historia-
dores se quejan de que la confianza de los antropólogos en el
testimonio oral nos hace víctimas de la tradición inventada y de
la fragilidad de la memoria. Se supone que los historiadores han
de sentirse arrastrados por «la emoción de aprender cosas sin-
gulares», los antropólogos por el placer de construir sistemas, los
unos dispuestos a sumergir la acción individual bajo las aguas
de los acontecimientos superficiales, los otros a disolver la indi-
vidualidad en las estructuras profundas de la existencia colecti-
va. La sociología, según Veyne, entendida como todo esfuerzo
por discernir los principios constantes de la vida humana, es
una ciencia de la que no se ha escrito la primera línea y nunca se
escribirá. La historia, según Lévi-Strauss, entendida como cual-
quier intento de comprender la vida de manera secuencial, es
una carrera excelente si al final salimos de ella.
Si de esto es de lo que trata la discusión, esta agitación me-
todológica entre las grandes dicotomías de la metafísica occi-
dental, la vuelta al Ser y al Devenir, apenas merece la pena. Hace
ya tiempo que los estereotipos del historiador como memoria-
lista de la humanidad y del antropólogo como explorador de
las formas elementales de lo elemental han perdido su inciden-
cia. Sin duda perviven ejemplos de ambos, pero en los dos casos
la acción real (y la división real) se encuentra en otra parte. Son
tantas las cosas que separan, digamos, a Michel Foucault y a
Lawrence Stone, a Cari Schorske y a Richard Cobb como las
que los unen; y hay tantas cosas que unen a Keith Thomas y a
Mary Douglas, a Fernand Braudel y a Eric Wolf como las que
los separan.
El movimiento centrífugo —en cualquier momento menos
ahora, en cualquier lugar menos aquí— que todavía caracteri-
za a las dos empresas, su preocupación por lo que ha venido en
llamarse con mayúsculas posmodernas y con estremecimiento
postestructuralista «El Otro», asegura cierta afinidad electiva
entre ambas. Intentar comprender a personas muy diferentes a
nosotros, con condiciones materiales diferentes, movidas por
ambiciones diferentes y con ideas también diferentes sobre qué
es la vida plantea problemas muy similares, ya hablemos de
condiciones, ambiciones e ideas de la Liga Hanseática, de las
Islas Salomón, del conde duque de Olivares o de los Hijos de
Sánchez. Varían poco las cosas si cuando tratamos con un
mundo de otro lugar, ese otro lugar está lejos en el tiempo y el
espacio.
Sin embargo, como queda claro en la irreversibilidad del
eslogan que se usa habitualmente para expresar este punto de
vista, «el pasado es otro país» de L. P. Hartley (otro país no es
en absoluto el pasado), la cuestión es un poco más compleja; la
equivalencia de la distancia cultural entre, digamos, nosotros y
los francos y entre nosotros y los nigerianos no es para nada
perfecta, particularmente ahora que podemos tener a un nige-
riano de vecino. En realidad, ni siquiera el «nosotros», «el yo»
que busca la comprensión de «el Otro», es exactamente el mismo
aquí, y es esto, creo, lo que explica el interés de los historiado-
res y los antropólogos por sus respectivos trabajos y los rece-
los que surgen cuando se persigue ese interés. «Nosotros», al
igual que «ellos», significa algo diferente para quienes miran
hacia atrás y para quienes miran a un lado, un problema que
apenas se resuelve cuando intentamos, como ocurre cada vez
más, hacer ambas cosas.
La principal diferencia es que cuando «nosotros» miramos
hacia atrás, «el Otro» se nos aparece como ancestral. Es lo que
de algún modo nos ha conducido, si bien de manera errática, al
modo en que vivimos ahora. Pero esto no es así cuando mira-
mos a los lados. La burocracia, el pragmatismo o la ciencia de
China nos recuerda posiblemente los nuestros; pero se trata
de otro país, de un modo en el que ni siquiera la Grecia homé-
rica, con sus dioses adúlteros, sus guerras personales y sus
muertes declamatorias —que nos recuerdan lo mucho que ha
cambiado nuestra mente— lo es. Para la imaginación histórica,
«nosotros» es una coyuntura en una genealogía cultural y
«aquí» es herencia. Para la imaginación antropológica, «noso-
tros» es una entrada en una inscripción cultural y «aquí» es la
casa propia.
Estos han sido, al menos, los ideales profesionales y tam-
bién hasta hace bien poco las aproximaciones razonables a las
realidades. Lo que las ha ido socavando progresivamente, co-
mo ideales y realidades, y lo que ha provocado toda la angustia,
no es la mera confusión intelectual, un debilitamiento de la
lealtad disciplinar o el declinar del academicismo. Ni tampoco
ha jugado un gran papel la «tendencia», ese voluminoso peca-
do académico que los iones atribuyen a todo lo que les sugiere
que pueden llegar a tener pensamientos distintos de los que ya
han tenido. Lo que ha socavado esos ideales y esas realidades
es un cambio en la ecología del saber que ha llevado a historia-
dores y antropólogos, cual bandada de patos migratorios, a
usurparse los terrenos: un colapso de la natural distribución de
los terrenos de pasto que había dejado Francia a los unos y Sa-
moa a los otros.
Esto puede verse en la actualidad en todas partes: en la ma-
yor atención que los historiadores occidentales prestan a la his-
toria no-occidental, y no sólo a la de Egipto, China, India y Ja-
pón, sino a la del Congo, los iroqueses y Madagascar, en tanto
que desarrollos autónomos y no como meros episodios de la
expansión europea; en el interés antropológico por los pueblos
ingleses, los mercados franceses, las colectividades rusas o los ins-
titutos de enseñanza media americanos y en el interés por las
minorías que hay en todos ellos, en los estudios de la evolución
de la arquitectura colonial en la India, Indonesia o África del
norte como representaciones de poder; en los análisis de la cons-
trucción de un sentido (o sentidos) del pasado en los habitantes
del Caribe, el Himalaya, Sri Lanka o las islas Hawai. Los antro-
pólogos americanos escriben la historia de las guerras en Fidji,
los historiadores ingleses la etnografía de los cultos a los empe-
radores romanos. Libros titulados The Historical Anthropology
ofEarly Modem Italy (de un historiador) o Islas de historia (de
un antropólogo), Europa y la gente sin historia (de un antropó-
logo) o Rebeldes primitivos (de un historiador) parecen algo
normal, lo mismo que uno titulado Anthropologie der Erkennt-
nis, cuyo tema es la evolución intelectual de la ciencia occiden-
tal. Todo el mundo parece meterse en el terreno de los otros.
28

Como de costumbre, se puede comprender mejor qué vie-


nen a ser en realidad tales cambios de dirección de intereses
observando alguna realidad en funcionamiento: gansos reales,
alimentándose de verdad. En las ciencias humanas, las discu-
siones metodológicas que se plantean en términos de situacio-
nes generales y los principios abstractos son ya prácticamente
inútiles. Salvo contadas excepciones (Dürkheim quizá, tal vez
Collingwood), tales discusiones acaban convirtiéndose princi-
palmente en disputas intramuros sobre la manera correcta de
hacer las cosas y los nefastos resultados («relativismo», «reduc-
cionismo», «positivismo», «nihilismo») que se obtienen cuan-
do, por ignorancia o terquedad, no se hacen así. Las obras me-
todológicas significativas en historia y antropología — L o s dos
cuerpos del rey (Kantorowicz), La formación de la clase obrera
en Inglaterra (Thompson), o La estructura de las revoluciones
científicas (Kuhn), The Social Organisation ofthe Western Pue-

28. P. Burke, The Historical Anthropology of Early Modern Italy, Cambridge,


Cambridge University Press, 1987; E. R. Wolf, Europe and the People without History,
Berkeley, University of California Press (trad. cast.: Europa y la gente sin historia, Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica, 1993). E. J . Hobsbawm, Primitive Rebels: Studies
in Archaic Forms of Social Movement in the Nineteenth and Twentieth Centuries, Nue-
va York, Praeger, 1963 (trad. cast.: Rebeldes primitivos, Barcelona, Ariel, 1983); Y. El-
kana, Anthropologie der Erkenntnis, Frankfurt am Main, Shrkamps, 1988.
blos (Eggan), Comercio y mercado en los imperios antiguos (Po-
lanyi, Arensberg y Pearson) o La selva de los símbolos (Tur-
ner)— tienden a ser al mismo tiempo obras empíricas impor-
tantes, lo cual es quizás una de las características que, por
encima de lo que las divide en cuanto a su propósito y asunto,
más conecta los dos campos. 29

Tomaré como ejemplos pertinentes dos cuerpos de trabajo


moderadamente amplios. El primero lo compone un pequeño
grupo bien definido de historiadores sociales, quienes, intro-
duciéndose en las ideas y los materiales antropológicos, se han
visto arrastrados cada vez más hacia las oscuridades que per-
turban la disciplina. El segundo está formado por un número
más amplio de historiadores y antropólogos que, tras descubrir
que tenían un interés en común que no sabían que compartían,
han producido una serie de obras originales impregnadas de
un incierto debate. El uno, al que llamaré Grupo de Melbour-
ne, puesto que sus protagonistas son de Melbourne y forman
un grupo, proporciona una amable sucesión de ejemplos del con-
tinuo entre la historia antropologizada y la antropología histo-
rizada; el otro, al que me referiré con el nombre de Construcción
Simbólica del Estado, porque de esto es de lo que discuten sus
miembros, aporta un ejemplo bien definido de lo que ocurre
cuando los historiadores y los antropólogos intentan explícita-

29. Kantorowicz, E. H., The King's Two Bodies, Princeton, Princeton University
Press, 1957 (trad. cast.: Los dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval,
Madrid, Alianza, 1985); Thomson, E. P , The Making of the English Working Class,
Nueva York, Vintage, 1963 (trad. cast.: La formación de la clase obrera en Inglaterra, Bar-
celona, Crítica, 2 vols., 1989); Kuhn, T. S., The Structure of Scientific Revolutions, Chi-
cago, University of Chicago Press, 1962 (trad. cast.: La estructura de las revoluciones
científicas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2000); Eggan, E , The Social Organi-
zaron of the Westwern Pueblos, Chicago, University of Chicago Press, 1962; Polanyi,
K. y otros (comps.), Trade and Markets in the Early Empires, Glencoe 111, Free Press
(trad. cast.: Comercio y mercado en los imperios antiguos, Barcelona, Labor, 1976); Tur-
ner, V., The Forest ofSymbols, Ithaca, Cornell University Press, 1967 (trad. cast.: La sel-
va de los símbolos, Madrid, Siglo X X I , 1997).
mente coordinar sus esfuerzos respecto a un tema tradicional
para ambos. No son sino extractos de casos, parciales, arbitra-
rios y que sólo esquematizan lo que sucede hoy mismo cuando
se trata de estos dos tipos de estudio, uno que mira hacia atrás
y el otro que mira hacia los lados. Pero lo que sí hacen es reve-
lar algo de la promesa hecha, de las dificultades con las que to-
pan y de los logros ya alcanzados.

Los miembros del Grupo de Melbourne de los que voy a


tratar (hay sin duda otros, pero desconozco sus trabajos) son:
Rhys Isaac, cuyo libro The Transformation of Virginia es un es-
tudio de la vicisitudes de la cultura colonial camino de la revo-
lución; Inga Clendinnen, cuya obra Amhivalent Conquests es
un análisis del encuentro de las formas de vida española e india
en la península del Yucatán a mediados del siglo XVI; y Greg
Dening, en cuyo libro Islands and Beaches rastrea la destruc-
ción de la sociedad de las Marquesas bajo el impacto de las in-
trusiones occidentales que ésta sufrió tras la década de 1770. 30

Tres lugares, tres épocas, un problema: la pérdida de equilibrio


de maneras establecidas de estar en el mundo.
Este paradigma, si de eso es de lo que se trata, se muestra
directamente en el libro de Isaac, pues divide su trabajo en dos
mitades más o menos iguales, una estática y otra dinámica. La
primera, que lleva por nombre «Modos de vida tradicionales»,
presenta los trazos generales de la cultura de los plantadores
dominados aproximadamente hasta 1750 a 1760 de una manera
sincrónica, al estilo de una instantánea fotográfica; un orden so-

30. Isaac, R., The Transformation of Virginia, 1740-1790, Chapel Hill, University
of North Carolina Press, 1982; Clendinnen, I., Amhivalent Conquests: Maya and Spa-
niardin Yucatán 1517-1570, Cambridge, Cambridge University Press, 1987; Dening,
G., Islands and Beaches, Discourses on a Silent Land: Marquesas 1774-1880, Melbour-
ne, Melbourne University Press, 1980.
cial endógeno no exento de tensiones interiores o cambios de di-
rección, aunque esencialmente equilibrado. La segunda, titulada
«Movimientos y acontecimientos» rastrea la alteración de ese or-
den establecido debido a la aparición de elementos —más espe-
cialmente el cristianismo evangélico y, hacia 1776, el nacionalis-
mo americano— que sus jerarquías simples no podían contener.
Una imagen, por tanto, de un cosmos social —La Vida de las
Plantaciones y todo lo que ello comportaba (casas de campo,
carreras de caballos, día de gala, esclavitud patriarcal, bailes de
etiqueta y campo de reuniones)— viniéndose abajo a causa de las
fisuras provocadas en él por «predicadores [del norte] de sem-
blante adusto», Nuevas Luces y otros, que provocan al popula-
cho, y por los «republicanos facciosos [del sur]», Patrick
Henry y otros, que arengan a la élite: «[Los] grandes hombres
[erigieron] hermosos palacios de justicia e iglesias como em-
blemas de la autoridad que pretendían ejercer y de la divinidad
que legitimaba dicha autoridad. [...] Menos de medio siglo des-
pués de su aparente consolidación, el sistema se vino abajo». 31

Esta imagen de las irregulares Fuerzas de la Historia ha-


ciendo añicos los cristalinos Modelos de Cultura, consenso pri-
mero, disenso después, hace posible un enfoque directísimo
que separa la inscripción de la genealogía como marcos de tra-
bajo para situar una sociedad distante de la propia. El primero
va en primer lugar, construyendo la imagen, la segunda en se-
gundo, dando cuenta de su transitoriedad. La antropología da
con el cuadro, la historia con el drama; la antropología propor-
ciona las formas, la historia las causas.
Como resultado, en parte al menos, del mismo impulso —el
deseo de distinguir los acontecimientos que surgen de diferen-
cias en los puntos de vista, de las diferencias en los puntos de
vista que surgen de los acontecimientos—, Clendinnen tam-
bién divide su libro en dos mitades dialécticas, más o menos

31. Isaac, op. di., pág. ix.


iguales. Pero en su caso la división no es entre lo movido y lo
que mueve; es entre dos pueblos, el uno un grupo explorador
cultural alejado de su país, el otro una fortaleza cultural pro-
fundamente in situ, obligados a un encuentro que ninguno de
los dos alcanza a comprender plenamente.
Así, las dos partes de su libro se titulan simplemente «Es-
pañoles» e «Indios» y se produce la misma clase de distribu-
ción, si bien menos radical, de narrativa histórica por una par-
te y descripción etnográfica por otra. Aquí, sin embargo, el
orden se ha invertido: el drama antecede al cuadro; la ruptura
precede a lo que se rompe. En la primera sección, que es la
«española», se presenta a los actores históricos —«explorado-
res», «conquistadores», «colonizadores», «misioneros»— y se
hace la crónica de sus hazañas y explotaciones, así como de sus
conflictos, de las crisis que atravesaron sus empresas, del mun-
do mental en el que operaron y del resultado final, la consoli-
dación del poder español. En la segunda sección, la «india», se
reconstruye delicadamente una imagen de la sociedad maya y
de las pasiones que la animaron —estoicismo, cosmografía, sa-
crificios humanos— a partir de lo que se admite como un testi-
monio nativo frágil y fragmentario.
El relato que el libro tiene que contar (o la imagen que ha de
presentar) no es, por tanto, el de un orden social consensuado
conducido al desorden por la incursión en sus escenarios pú-
blicos de gentes arrolladuras con ideas opuestas, sino el de una
profunda discontinuidad cultural entre el intruso y aquellos que
han sufrido al intruso, una discontinuidad que crece en profun-
didad a medida que sus relaciones se intensifican. La familiari-
dad engendra incomprensión: para los españoles, poseídos de
«esa extraordinaria convicción europea de tener el derecho
de apropiarse del mundo», los mayas parecen cada vez menos
alcanzables cuanto más se acercan a ellos; para los mayas, «ob-
jetos y víctimas de la creación española del mundo», los españo-
les parecen tanto menos asimilables cuanto más se atrincheran.
Todo concluye en una terrible «sala de espejos» bañada en san-
gre: flagelaciones clericales y crucifixiones de gente: «El resul-
tado de la miserable confusión que asedia a los hombres cuan-
do no comprenden la lengua de los otros y encuentran más fácil
convertirlos en monstruos familiares que reconocer su diferen-
cia». Una tragedia antropológica con una trama histórica.
32

Dening también divide su libro en dos mitades, colocando


lo que los historiadores llamarían la narración en una parte y lo
que los antropólogos considerarían el análisis en la otra. Sólo que
lo hace, por así decir, longitudinalmente. A cada capítulo sobre
una u otra fase de los ciento sesenta años de encuentro euro-
peo-marquesano («Ships and men», «Beachcombers», «Priests
and Prophets», «Captains and Kings»), le añade un capítulo te-
máticamente orientado al que denomina «Reflection» («On
Model and Metaphor», «On Rites of Passage», «On Bounda-
ries», «On Religious Change», «On Dominance», «On Civili-
zing») en el que expone una serie más o menos sistemática de
ideas para interpretar lo que se acaba de relatar. El movimiento
textual aquí se da menos entre lo que existió y lo que le sucedió,
como en Isaac, o entre sensibilidades inconmensurables, como en
Clendinnen, o entre estilos alternativos de interpretar tales cues-
tiones —mutación cultural y desconexión cultural— general-
mente inteligibles. Aunque empezó como historiador y terminó
como tal, Dening se doctoró a su vez en antropología y se cen-
tró en una tarea algo excéntrica para ambos campos: escribir,
como él dice, un «discurso sobre una tierra en silencio».
Está en silencio porque, a diferencia de los plantadores de
Virginia, cuya visión de la vida subsiste todavía cual huella leja-
na, si bien sólo como reivindicaciones sociales y fantasías an-
cestrales, o de los indios maya, de cuya civilización aún se con-
servan elementos en forma de tradición popular por debajo de
la personalidad hispánica del México moderno, los marquesa-

32. Clendinnen, op. cit. págs. xi, 128, 188.


y
nos, como tales, sencillamente ya no existen: «La muerte [se
los llevó] [...] antes de que tuvieran el tiempo o el deseo de
adaptarse culturalmente a su entorno transformado». Hay 33

gente viviendo en las Marquesas, claro está, algunos de ellos, al


menos, descendientes físicos de aquellos que vivieron allí antes
de que llegaran los Capitanes, los Sacerdotes y los Raqueros;
pero han sido desposeídos, su historia se ha fracturado y ellos
mismos se han convertido en «isleños del Pacífico» indefinidos
y genéricos:

Para todos el pasado está muerto [para los europeos y los


marquesanos]. Los acontecimientos ocurren sólo una vez. Las ac-
ciones concluyen en el momento de realizarlas. Sólo la historia del
pasado tiene cierta permanencia, del modo en el que la concien-
cia se preserva en la escritura o en la memoria o en los supuestos
de todo acto social. Pero incluso su historia [de los marquesanos]
ha muerto. La única que les queda [...] los ata a aquellos cuya in-
trusión en su Tierra les causó la muerte. Los acontecimientos, las
acciones, las instituciones, los roles se convierten en historia
cuando son traducidos a palabras. En el caso de [las Marquesas],
son palabras [europeas] las que emplean en su descripción de la
Tierra. Ni siquiera las propias palabras de los [marquesanos] so-
bre sus vidas, recogidas en leyendas o incluso en diccionarios,
pueden escapar a esta realidad fundamental. No ha sobrevivido
una sola leyenda ni genealogía que no haya sido recopilada mu-
chos años después de la intrusión de [los europeos]. Pertenecen
a la época en la que han sido escritas.34

Los recopiladores, que llegaron después y que lo pusieron


todo por escrito apropiándoselo, puesto que aquellos eran «pri-
mitivos», fueron principalmente antropólogos, aunque también
intervinieron algunos personajes originales como ese expansi-

33. Dening, G., op. cit., pág. 287.


34. I t ó . , p á g . 2 7 3 .
vo raquero llamado Hermán Melville. Los clásicos etnógrafos
de ese lugar, aquellos gracias a los cuales sabemos todo lo que
sabemos de la sociedad marquesana in illo tempore, «el pre-
sente etnográfico» —Karl von Steinem, E. S. C. Handy, Ralph
Linton—, llegaron a las islas mucho tiempo después de que los
marineros, comerciantes, misioneros y vagabundos occidenta-
les hubieran realizado su tarea civilizadora o descivilizadora.
(La obra de Handy The Native Culture in the Marquesas, a par-
tir de la cual «se ha construido virtualmente cada modelo de
[sociedad marquesana indígena]», no se publicó hasta 1923.) 35

El resultado es que la «cultura marquesana» ha devenido una


realidad occidental, ya no marquesana.

Hubo un tiempo en el que las leyendas [marquesanas], sus


genealogías y la continuidad misma de su cultura viva los mantu-
vo conscientes de su pasado y les decía cómo debía ser su mun-
do. Se les ha despojado incluso de eso. Al igual que sus artefactos
materiales, sus costumbres y sus modos se transformaron en ar-
tefactos culturales [europeos]. Su cultura viva murió y resucitó
como una curiosidad y un problema sobre cosas tales como el ca-
nibalismo o la poliandria. [...] Todas [sus] palabras, [su] cons-
ciencia, [sus] conocimientos fueron extraídos [de las islas] y
puestos al servicio, no de la continuidad o la identidad de [las
Marquesas], sino del entretenimiento, la educación y la edifica-
ción de los intrusos. Las vidas [de los marquesanos] dejaron de
ser parte de su diálogo consigo mismos [el cual, a diferencia del
de los virginianos y los mayas, quedó enteramente sin escribir] y
se convirtió en parte del discurso [europeo]. 36

Nos hemos desplazado (lógicamente, no cronológicamen-


te: el libro de Dening es el más antiguo de los tres y el de Clen-

35. Veáse Handy, E. S. C. The Native Culture in the Marquesas, Honolulu, Uni-
versity of Hawaii Press, 1923. La cita es de Dening, G., op. cit., pág. 279.
36. Dening, G., op. cit., pág. 329.
dinnen el más reciente) desde la antropología como el estado
de cosas en el que actúa la historia, pasando por la antropolo-
gía como la jungla en donde se atasca la historia, hasta llegar a
la antropología como la sepultura donde se entierra la historia.
Tomados en conjunto, estos tres trabajos sugieren que la
reunión de la historia y la antropología no consiste en fundir
dos campos académicos en un nuevo Esto-o-lo-Otro, sino en
redefinir el uno en función del otro recurriendo a sus relacio-
nes dentro de los límites de un estudio particular: la táctica tex-
tual. Apenas importa que, a la postre, clasificar las cosas en lo
que se mueve y lo que lo mueve, lo que victimiza y lo que es
victimizado o lo que sucedió y lo que podemos decir de lo que
sucedió no surta efecto alguno. Al fin y al cabo, nada se aplica
en la práctica y creer lo contrario engendra monstruos. Es en
esfuerzos como éstos, y en otros que emplean otros ritmos y
otras distinciones, donde se descubrirá, además de la polémica
y los gestos excesivos, lo que esta clase de obras tiene que ofre-
cer (y que no es, al menos yo lo sospecho así, una crítica de
ambos campos).

Mi segundo ejemplo de cómo funcionan las relaciones en-


tre la historia y la antropología es un tanto diferente: no una
unión deliberada de modos diversos de discurso, sino una con-
vergencia de ambos, no intencionada y casi fortuita, en un in-
terés común: las relaciones entre significado y poder. Al menos,
desde que Burckhardt llamó al Estado del Renacimiento «una
obra de arte», Kantorowicz empezó a hablar de la «teología
política medieval», o Bagehot apuntó que Gran Bretaña era go-
bernada por «una viuda de cierta edad y un joven desemplea-
do», los historiadores se han ido interesando cada vez más por
el papel de las formas simbólicas en el desarrollo y funciona-
miento —en la construcción, si se quiere— del Estado. Y, al
menos, desde la época en la que Frazer comenzó a hablar de la
inmolación real, Eliade de los centros sagrados o Evans-Pritchard
de los reyes divinos del Alto Nilo, los antropólogos han mos-
trado el mismo interés. Dejando al margen alguna extraña re-
ferencia aquí y allá, los dos intereses han crecido de manera
más o menos independiente hasta hace poco en que han empe-
zado a asaltarse el uno al otro con cierta fuerza. Los resultados
han sido los que cabía esperar: una explosión de obras y un es-
tallido aún más potente de interrogantes.
La explosión de obras es manifiesta en ambas partes. Un
historiador clásico ha escrito sobre la exaltación de los empe-
radores romanos en las ciudades griegas del Asia Menor; un
historiador moderno ha escrito sobre el sexagésimo aniversario
de la reina Victoria. Ha habido estudios sobre el significado de
la coronación de Constantino, sobre los funerales imperiales en
Roma, sobre los «modelos de autoridad en el ceremonial de la
Francia real», sobre «los rituales de los primeros papas moder-
nos» y alguien ha acercado a Kantorowicz a los tiempos isabe-
linos en una obra titulada The Queerís Two Bodies. 37

En el otro lado, el antropológico, donde yo mismo he cons-


pirado deliberada o semideliberadamente con mi trabajo sobre
la teatralidad del estado de Java y Bali, hay estudios sobre los
baños reales rituales en Madagascar, un libro sobre Le roi ivre,
ou VOrigine de Vétate otro sobre el «contexto ritual de la reale-
za británica [contemporánea]», en el que aparecen la princesa
Di, el bolso de la reina Isabel («quizás el accesorio real más fas-
cinante»), la caza del zorro y el emir de Quatar, así como etno-
grafías más ortodoxas sobre el histrionismo de los soberanos en
el Chad, Nepal, Malasia y Hawai. El matrimonio real, la muerte

37. Axton, M., The Queens Two Bodies: Drama and the Elizabethan Succession,
Londres, Roy al Historical Society, 1977.
38. Heusch, L. de, The Drunken King, or, The Origin of the State, Bloomington,
Indiana University Press, 1988.
real, las tumbas reales y la sucesión real han merecido el tipo de
atención que solía prestarse a la terminología del parentesco, al
igual que el regicidio, la deposición o cualquiera que sea el tér-
mino técnico que se utilice para el incesto real. Una reciente re-
visión bibliográfica, bastante parcial, relaciona una lista con más
de cincuenta títulos aparecidos sólo en los últimos diez años,
desde «La reina madre en África» a «El rey extranjero, Dumé-
zil entre los fidjianos», y «dominación simbólica» se ha conver-
tido, aunque nadie esté completamente seguro de lo que signi-
fica, en un término estándar del arte y la invectiva.
Es en la interacción de ambas líneas de pensamiento donde
se han descubierto la una a la otra y se ha producido una ex-
plosión de interrogantes. La mayor parte de esta interacción se
compone de citas; los historiadores de la Italia renacentista citan
a etnógrafos del África central, etnógrafos del sudeste de Asia ci-
tan a historiadores de la Francia renacentista. Pero reciente-
mente se han producido conexiones algo más estrechas en for^
ma de recopilaciones de simposios que contienen las dos clases
de estudio y en las que se contraponen el uno c\ otro en inte-
rés de una visión de conjunto más general. En dos de los mejores
de estos estudios, Rites of Power: Symbols, Ritual and Politics sin-
ce the Middle Ages —que surgió del Davis Center for Historical
Studies en Princeton hace un par de años— y Rituals ofRoyalty,
Power and Ceremonial in Traditional Societies, surgido del gru-
po Past and Present de Gran Bretaña el año pasado, los pro-
blemas que se han suscitado con tales progresos son claros, pero
están sin resolver. 39

El problema más controvertido y fundamental de todos es


simplemente este: ¿cuánto importa en realidad el aparato sim-

39. Wilentz, S. (comp.), Rites of Power: Symbols, Ritual and Politics since the
Middle Ages, Philadelphia, Universíty of Pennsylvania Press, 1985; Cannadine y S. Prin-
ce (comps.), Rituals ofRoyalty, Power and Ceremonial in Traditional Societies, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1987.
bólico por el cual el poder del Estado se forma y se presenta a
sí mismo, aparato al que solemos llamar su adorno, como si no
fuera más que algo accesorio y llamativo? Llevar a cabo esta
clase de trabajo supone abandonar la visión «humo y espejos
azules» de esta cuestión y las formas más simples de reduccio-
nismo —militar, económico, estructural, biológico— que la
acompañan. Los signos de poder y su sustancia no son fáciles de
separar. De nada sirve el Mago de Oz o Cuántos Ejércitos tiene
el Papa, ni los murmullos sobre engaños y mistificaciones. De to-
dos modos, subsiste la cuestión, e incluso se agudiza, de cuáles
son exactamente y cuan importantes son los efectos de esos ba-
ños reales y señoriales aseos, efigies majestuosas y marchas im-
periales (o, para el caso, cumbres televisadas o juicios por des-
titución en el Congreso). ¿Cómo se consiguen? ¿Cómo no?
¿Qué clase de fuerza tiene el espectáculo?
Sean Wilentz, en la introducción al volumen de Princeton,
enfoca el tema poniéndolo en relación con «las limitaciones
[...] de la interpretación simbólica [...] los límites del verstehen
en cualquier tarea académica»:

Si [...] todos los órdenes políticos están gobernados por fic-


ciones rectoras [como reclaman los antropólogos], ¿tiene algún
sentido intentar averiguar dónde divergen la retórica histórica y
la realidad histórica? ¿Pueden los historiadores de lo simbólico
hablar siquiera de «realidad» objetiva salvo como fue percibida
por aquellos que son objeto de estudio y con ello transformada en
otra ficción? Una vez que respetamos las mistificaciones políticas
como algo inevitable y digno de ser estudiado por derecho propio
—una vez que abandonamos las crudas y arrogantes explicaciones
de los orígenes de la «falsa conciencia» y elogiamos el estudio de
la percepción y la experiencia—, ¿hay algún modo convincente
de conectarlas con las características sociales y materiales de cual-
quier orden jerárquico sin acabar en una forma u otra de funcio-
nalismo mecanicista? Algunos historiadores [él cita a E. P. Thomp-
son, Eugene Genovese y Felix Gilbert] insisten en que es todavía
posible, incluso imperativo, llevar a cabo esas conexiones y ad-
vierten del surgimiento de un idealismo «antropologizado», irres-
petuoso con los contextos históricos, en el que un nuevo fetiche
de la presentación elegante reemplaza el viejo fetiche de la abs-
tracción sociológica y la prosa engorrosa. Otros [cita a Natalie
Davis, Cario Ginsburg y Bernard Cohn] responden que dichos
miedos, aunque justificados, no tienen por qué bloquear el estu-
dio histórico de la percepción y la cultura política influidos por
las intuiciones de los antropólogos. 40

Prosa engorrosa y presentación elegante aparte, sin duda


horrendos crímenes, la preocupación general de que, si se atien-
de demasiado al significado, la realidad tenderá a desaparecer
(entendiendo por «significado» meras ideas y por «realidad»
municiones y látigo) acecha esta clase de obras. El deseo antro-
pológico de ver encajar las cosas se conjuga mal con el deseo
histórico de ver cómo se producen y los viejos insultos deci-
monónicos de «¡imperialista!» y «¡empirista!» aparecen de
nuevo. «Un mundo totalmente demistificado es un mundo
completamente despolitizado», se siente llamado a proclamar
un antropólogo colaborador, como si fuera alguna clase de re-
velación; «El poder es, después de todo, algo más que la ma-
41

nipulación de imágenes», asegura un historiador colaborador,


42

como si hubiera alguien que pensara de otro modo.


Esta cuestión —¿cómo podemos conducir las articulaciones
del poder y las condiciones de éste hacia algún tipo de relación
comprensible?— continúa perturbando las discusiones, en cier-
tos aspectos incluso de un modo más internamente agudo, de la
recopilación de Past and Present.

40. Wilentz, S., «Introduction», en Wilentz, S. (comp.), op. ca., pägs. 7-8.
41. Geertz, C , «Centres, Kings and Charisma: Reflections of the Symbolics of
Power», en ibid., päg. 30.
42. Elliot, J . H., «Power and Propaganda in the Spain of Philip IV», en ibid.,
päg. 147.
David Cannadine, quien presenta el volumen con un ensa-
yo que parece cambiar de dirección en cada párrafo, ve que el
problema surge de la combinación de un reconocimiento gene-
ral, por parte de antropólogos e historiadores, de que «toda no-
ción de poder como categoría precisa, separada y discreta [sic]
[es] inapropiada [...] la idea de que el esplendor y el espectá-
culo no son sino [...] escaparatismo [...] mal concebido», con la
ausencia en cada campo de una concepción más adecuada. Si
las nociones convencionales de poder parecen insatisfactorias,
¿qué ocurre si en su lugar puede colocarse algo mejor? Nece-
sitamos, dice, y la mayoría de sus colaboradores le siguen, for-
mular preguntas como: «¿Por qué exactamente impresionan
las ceremonias?»; «¿Qué son los ladrillos con los que se cons-
truyen [dichas ceremonias]?»; «¿Convierte el ceremonial los
sistemas de creencia sobre jerarquías celestiales en enuncia-
dos de hecho sobre las jerarquías terrenales [...] [o] convierte
el ceremonial enunciados de hecho sobre el poder terrenal en
enunciados sobre las creencias en el poder celestial?»; «¿Por
qué [...] algunas sociedades parecen necesitar más ceremonial
que otras?»; «¿Cómo aparece la pompa entre los alienados y
los desposeídos?»; «¿Cuál es la conexión entre el derroca-
miento de la realeza y el derrocamiento de los ritos?»; «¿Por
qué cierta pompa arraiga y "funciona" y otra languidece y
muere?». 43

Salvo el hecho de que el problema puede residir menos en


una concepción demasiado restringida de poder que en una con-
cepción demasiado simple de significado, un error filosófico y
no definicional, éstas son de hecho la clase de preguntas que
esa extraña pareja de antropólogos semióticos e historiadores
institucionales ha dejado caer. Y si navegar por aguas extrañas
no provoca un miedo tan intenso de caerse por la borda co-
mo para paralizar el movimiento, algunas de esas preguntas

43. Cannadine, D., «Introduction», en Cannadine y Prince (comps.), op. át., pág. 15.
obtendrán incluso respuesta hasta cierto punto, aunque haya
que reformularlas para hacerlas menos romas.
Desde luego, parece que se siguen formulando. Un libro re-
ciente (de un antropólogo, aunque hoy día podría ser igual-
mente de un historiador) sobre rituales, política y poder, Ritual,
Politics and Power, trata, entre otras cosas, de la visita de Ronald
Reagan a Bitburg, los ritos funerarios por Indira Gandhi, las
reuniones de líderes soviéticos y americanos sobre el control de
armas, los ritos caníbales del Estado azteca, la toma de posesión
de los presidentes americanos, un desfile del Ku Klux Klan en
la década de los cuarenta, las actividades de grupos terroris-
tas contemporáneos, las ceremonias «curativas» de los reyes
franceses y británicos del siglo X V I I y los desfiles del Primero de
Mayo en Moscú. Lo que parecía un pequeño problema parece
44

ahora un pequeño lío, lo que quizás era de esperar cuando las


dos empresas más polivalentes de las ciencias humanas combi-
nan fuerzas, aunque de manera oportunista y nerviosa.

La actual oleada de interés de los antropólogos no exacta-


mente por el pasado (siempre hemos estado interesados en él),
sino por los modos en que los historiadores le han dado un sen-
tido actual, y el interés de los historiadores no exactamente por
el exotismo cultural (Heródoto ya lo tuvo), sino por los modos
en que los antropólogos lo han aproximado, no es simple mo-
da; sobrevivirá a los entusiasmos que genera, los miedos que
provoca y las confusiones que causa. Lo que resulta menos cla-
ro es a dónde conducirá.
Casi con total certeza, sin embargo, no llevará mucho más
lejos de donde ya ha llegado: o a la amalgama de los dos cam-

44. Kertzer, D. I., Rituals, Politics and Power, New Haven, Yale University Press,
1988.
pos en uno nuevo o a que uno de ellos se trague al otro. Si esto
es así, gran cantidad de la ansiedad presente en ambos campos,
relacionada con la disolución del carácter propiamente erudito
(al que se suele llamar no con mucha convicción «rigor») y con
la defensa a que da lugar está, cuanto menos, fuera de lugar. En
especial, la preocupación de la historia (que parece el ámbito
más amplio, quizá porque cuenta con más personajes) de que
traficar con los antropólogos conducirá a perder el alma e s p a -
da la enorme diferencia en la amplitud de los dos campos —por
no decir nada de su peso cultural—, ridicula. Cualquier con-
junción, en forma de mezcla de discursos o en forma de conver-
gencia de atenciones, acabará en estofado de elefante y conejo
(«cójase un elefante, un conejo...») en el que el elefante no ha
de temer que su sabor se pierda. Por lo que hace al conejo, es-
tá acostumbrado a esos arreglos.
Si han de prosperar estudios de tanta originalidad, fuerza y
fina subversión como los que he reseñado y un sinfín más que
no he mencionado, que proceden de uno y otro campo y que se
orientan a todas las partes del otro (entrar en una discusión co-
mo ésta sin mencionar los Annales, el estructuralismo, el mar-
xismo, The Life and Death ofthe Sénecas o a Philippe Aries es
en sí mismo una proeza), parece necesaria una sensibilidad más
fina hacia las circunstancias —prácticas, culturales, políticas,
institucionales— bajo las que tiene lugar. El encuentro, con-
flictivo o no, de una tradición erudita, vasta, venerable y cul-
turalmente central, en estrecha conexión con el esfuerzo de
Occidente por construir su yo colectivo, con otra mucho más
pequeña, mucho más joven y culturalmente más bien marginal,
estrechamente relacionada con el esfuerzo de Occidente por
extender su alcance, tiene una estructura propia. Al final, qui-
zás el progreso radique más en una comprensión más profun-
da del «y» del accouplement «historia y antropología». Cuidad
de las conjunciones y los nombres cuidarán de sí mismos.
«CONOCIMIENTO LOCAL» Y SUS LÍMITES:
ALGUNOS OBITER DICTA

1. «Local» es claramente un término «relativo». Para el Sis-


tema Solar, la Tierra es local (tal como se ha formulado en nues-
tro campo de estudio, de una manera antropológica correcta,
dejándola al menos temporalmente atrás para mirarla desde la
Luna y otras órbitas); para la galaxia, el Sistema Solar es local
(con el Voyager podemos hacernos una idea al respecto); para
el universo, la galaxia es local (para esto hay que esperar quizás
un tanto). Para un físico de altas energías, el mundo de las par-
tículas —o zoo— es el mundo. Local es la partícula, un hilo de
vapor en una nube de gotitas.
2. Así, la oposición, si es que debemos tener una (y yo no es-
toy convencido de que una oposición —otra oposición— sea lo
que necesitemos o debiéramos querer, sino más bien una focali-
zación variable de la particularidad), no se da entre conocimien-
to «local» y «universal», sino entre una clase de conocimiento lo-
cal (digamos neurología) y otra (etnografía, por ejemplo). Como
cualquier política, por muy consecuente que sea, es local, así lo
es cualquier comprensión por muy ambiciosa que sea. Nadie
lo conoce todo, porque no hay un todo que conocer.
3. El fracaso a la hora de ver esta verdad resplandeciente
por parte de personas aparentemente racionales es el resultado
de una confusión académica en las ciencias (o los científicos)
sociales (o humanas) entre: a) universales («todo el mundo
tiene», por citar un ejemplo falso, o al menos muy desorienta-
dor, «el tabú del incesto»); b) generalizaciones, que pueden ser
probabilísticas, tienen excepciones o contradicciones sin vícti-
mas o quizá pueden ser meros ceteris paribus, aproximaciones
«como norma» que son instrumentalmente útiles («Las socieda-
des agrícolas son más pacíficas que las ganaderas»; pero fijémo-
nos en los mayas, atendamos a los lapones); c) leyes. (Es difícil
dar con un ejemplo —grupos matrimoniales de la matrilineali-
dad a la patrilinealidad— en antropología cultural o, de hecho,
en cualquier lugar de las ciencias sociales, que no sea irrisorio
o pasado de moda. Tal vez la propuesta hecha unos años atrás
de que los rasgos culturales se difunden —esto es, que emi-
gran por el globo— a razón de más o menos dos millas al año
por término medio entraña cierto efecto cómico.)
4. Mi propio punto de vista, sólo por darlo, ya que apenas
puedo defenderlo en tan breve tiempo, es que: a) muchos uni-
versales (probablemente todos) son tan generales que carecen
de interés o fuerza intelectual, son amplias banalidades que no
provocan sorpresa y a las que les falta circunstancialidad, pre-
cisión o revelación y, por todo ello, su utilidad es más bien
mínima («La gente de cualquier sitio tiene concepciones sobre
las diferencias entre los sexos»; «Todas las sociedades tienen
sistemas de jerarquía social»; «La carencia de poder tiende a
corromper, la carencia absoluta de poder tiende a corromper
absolutamente» —esta última, que yo mismo he transformado,
ejemplifica otra característica de muchos universales: como im-
permeables reversibles pueden gastarse por ambos lados—); o
b) si los universales exhiben algún grado de no trivialidad, de
circunstancialidad y originalidad, si realmente afirman algo lo
suficientemente interesante como para ser erróneo (la ubicui-
dad del complejo de Edipo, la necesidad funcional para las psi-
ques y las sociedades de hábitos de duelo, la fuerza generadora
de solidaridad del don), entonces cuentan con una mala base.
Disponemos de información etnográfica de sólo una pequeña
proporción de las sociedades que han existido; de éstas, sólo
una proporción aún menor ha sido estudiada sistemáticamente
y aquellas que han sido estudiadas sistemáticamente no lo han
sido regular y exhaustivamente. Podemos saber algo de las no-
ciones edípicas en las islas Trobriand o en Sri Lanka; no conoz-
co a nadie que haya pensado examinar el problema con relación
a los havasupai —o, en caso de que así sea (no lo he comproba-
do), que lo haya estudiado entre los montenegrinos, los incas o
los kabiles—. Hay una tremenda irregularidad e inestabilidad
en la mirada atenta de la antropología. Nada se estudia en todo
lugar ni por mucho tiempo. Hasta hace no mucho, no se estu-
diaba el sistema de parentesco de los navajo, aunque el paren-
tesco es uno de nuestros objetos más obsesivamente investigados
y los navajo uno de los grupos examinados con mayor exhaus-
tividad.
Esto es irremediable, por mucho que tomemos notas, pase-
mos cuestionarios, trabajemos con programas estandarizados
de búsqueda de información o algo parecido. Y no debemos,
en mi opinión, tratar de remediarlo. La búsqueda de universales
nos aleja de lo que, de hecho, se ha probado como genuinamen-
te productivo, al menos en etnografía (no pienso que sólo en et-
nografía, pero dejaré que otros discutan los otros casos) —esto
es, obsesiones «intelectuales» particulares (en Malinowski, el in-
tercambio; en Lévi-Strauss, el simbolismo animal; en Evans-
Pritchard, la adivinación)— y nos empuja hacia una exhausti-
vidad estrecha, inverosímil y muy poco instructiva. Si se quiere
una buena generalización desde la antropología de una regla
rudimentaria, yo sugeriría la siguiente: cualquier enunciado
que comienza con «Todas las sociedades tienen [...]» es banal
o carece de base.
5. Puede haber y pueden resultar útiles generalidades del
tipo «no en el sur», pero más como puntos de partida heurísti-
cos para investigaciones locales en profundidad que como con-
clusiones válidas para libros de texto. («Los ritos funerarios son
un buen objeto de examen si el interés se centra en las concep-
ciones del yo que tiene la gente.» «En el sudeste de Asia la di-
ferenciación de estatus tiende a ser inusualmente importante,
los contrastes de género menos; en el norte de África ocurre lo
contrario», «las prácticas de educación infantil tienen mucho
que ver con la personalidad adulta».) Muchas de las más valiosas
de estas afirmaciones son generalidades conceptuales que suelen
estar «probadas» de antemano; si te conducen a algún lugar,
estupendo, si no, al infierno con ellas. La revolución chomskia-
na (o, como yo creo, la contrarrevolución, pero dejémoslo pa-
sar como el prejuicio que es) tiende a ser así: distinciones suje-
to/verbo, la regularidad de los marcadores, etc. Parecen tener
amplias aplicaciones, si bien reclamar su aplicación universal es
dogmático, tautológico o implica una vuelta a las vacuidades que
he discutido más arriba. Como signos que en la superficie se-
ñalan asuntos más profundos, sin embargo, son el esquisto (así
se espera) del yacimiento de petróleo.
Todo esto no es lo mismo que decir que la búsqueda de
amplias generalidades es el mejor camino, o el más obvio, si
bien se admite que hay algo en los mismos supuestos de la an-
tropología —en nuestra procedencia del mono, en el rastreo
del estudio-del-hombre— que parece alentarlo. Por decirlo de
otra manera, incluso las generalizaciones de la así llamada an-
tropología cognitiva —el estudio etnobotánico, las investiga-
ciones sobre el color de Berlín y Kay (a menudo mal interpre-
tadas incluso por sus autores en términos «universales»)— con
seguridad poseen por naturaleza cierto grado de cosmopolitis-
mo, aunque no se sepa a ciencia cierta cuánto. Leer estas afirma-
ciones en el mundo de una forma «realista», como parte del
mismo mobiliario de las cosas, es una cuestión diferente en la
que no puedo entrar aquí, salvo para decir que considero que
es una propuesta dudosa. Las «especies» son «reales», en toda
su extensión, precisamente del mismo modo (también en toda su
extensión) en que lo es el «poder».
6. Por lo que respecta a las leyes, ya he sugerido que en mi
campo no puedo pensar en ninguna candidata seria que me satis-
faga. Una de las cosas más irritantes en mi ámbito de trabajo es
la gente que dice que no estás haciendo «verdadera ciencia» si
no llegas a establecer leyes, sugiriendo con ello que ellos sí lo
hacen, aunque no te digan qué leyes son ésas. En las contadas
ocasiones en que sí lo hacen —dos millas al año, canibalismo y
escasez de proteínas—, la situación es peor. La cientificidad,
y aquí me referiré al conjunto de las ciencias humanas, es mu-
chas veces tan sólo un farol. Una cosa es invocar a los espíritus
de una espesa niebla y otra hacerlos venir cuando los invocas.
Pero no hay en ello sólo impostura: la utopía inducida por una
concepción desorientadora de la física de principios de siglo (el
mundo antes de Maxwell), importada a las ciencias humanas, ha
conducido no a las puertas de la tierra paradigmática sino a una
enorme cantidad de movimiento perdido y a grandes proclamas.
7. Esto por lo que respecta a lo negativo. ¿Cuáles son la vir-
tudes de un tipo de proceder basado en el «conocimiento local»?

a) Límites. El título de esta exposición parece asumir que la


existencia de límites es un contraargumento a algo. (¿Por qué
no se titula «Conocimiento universal y sus límites»? Posible-
mente porque, si así rezara el título, cabría la posibilidad de
que, siendo universal, no tuviera ningún límite y de que, por
tanto, no fuera conocimiento.) Para mi mente limitada, el reco-
nocimiento directo y abierto de los límites —este observador,
en este tiempo, en este lugar— constituye una de las cosas más
recomendables a la hora de investigar. Reconocer el hecho de
que todos somos lo que Renato Rosaldo ha llamado «observa-
dores posicionados o situados» es uno de sus rasgos más atrac-
tivos y vigorosos. Renunciar a la autoridad que procede de
«puntos de vista desde ninguna parte» («He visto la realidad y
es real») no es una pérdida, es una ganancia y la postura de
«bien, yo, un americano de clase media a mediados del siglo X X ,
más o menos estándar, varón, que fui a este lugar, que hablé con
algunas personas que pude conseguir que hablaran conmigo y
que piensa que las cosas para ellos allí son de esta manera» no
es un retroceso, es un avance. Quizá no sea emocionante, pero
despide (algo de lo que hay poco en las ciencias humanas) un
cierto candor. (Puntos dé vista desde ninguna parte pueden
construirse, desde luego, con imaginación. Si se hace bien pue-
den ser, y en las ciencias naturales lo han sido, inmensamente
útiles. Pero en la medida en que son construidos, son de hecho
diferentes puntos de vista particulares que proceden de algún
lugar: el estudio de filósofo, la informática teórica.)
b) Circunstancialidad. Podemos, por lo menos, decir algo
(y no es que siempre lo hagamos) al respecto con cierta con-
creción. Nunca he podido comprender por qué comentarios
como «tus conclusiones, tal y como las afirmas, sólo alcanzan a
dos millones de personas [Bali] o a quince millones [Marrue-
cos] o a sesenta y cinco millones [Java] y sólo durante algunos
años o siglos» se consideran como críticas. Obviamente uno
puede estar equivocado y, probablemente, más de una vez lo
esté. Pero «sólo» o «meramente» intentar explicar Japón, Chi-
na, Zaire o los esquimales (o, mejor aún, algún aspecto de su vi-
da) no es como presentar algo cuarteado, incluso aunque pa-
rezca menos llamativo que todas esas explicaciones, teorías y
demás que tratan de la «Historia», la «Sociedad», el «Hom-
bre», la «Mujer» o cualquier otra magnífica y elusiva entidad.
c) Por supuesto, la comparación es posible y necesaria y
es lo que yo y otros como yo intentamos hacer: mirar cosas
particulares sobre el trasfondo de otras cosas particulares y
profundizar con ello en la particularidad de ambas. En una
de ellas se han localizado y se esperan algunas diferencias rea-
les y en la otra hay algo genuino para comparar. Cualesquiera
similitudes que se encuentren, incluso si toman la forma de
contrastes [...] o de elementos imcomparables [...] son tam-
bién genuinas, y no categorías abstractas sobreimpuestas so-
bre «datos» pasivos, conducidos a la mente por «Dios», la
«realidad» o la «naturaleza». (Por otro lado, el comentario de
Santayana acerca de que las personas hacen comparaciones
cuando no pueden llegar a la raíz del asunto es algo absoluta-
mente cierto.) La teoría, también posible y necesaria, surge de
circunstancias particulares y, por muy abstracta que sea, es
validada por su poder de ordenarlas en toda su particularidad
y no por despojarse de ellas. Puede que Dios no se encuentre
en los detalles, pero no hay duda de que «el mundo» —«todo
lo que es el caso»— sí.

8. Pero la cuestión crucial presente en la tensión local ver-


sus universal en las «ciencias humanas» (y ya he apuntado mi
disconformidad con este modo de plantear las cosas —«ver-
sus» debería emplearse para valorar luchas, elecciones, guerras
y tribunales de justicia—) es: ¿qué queremos de esas «cien-
cias»? ¿Qué es lo que «ciencia» significa o debería significar
aquí? No tiene mucho sentido discutir si debemos involucrar-
nos en asuntos inextricables del tipo «este tiempo o este lugar»
o sobrevolar esas cuestiones y preguntarnos cómo es cada cosa
en todo lugar, si no tenemos claro lo que esperamos obtener al
tomar un rumbo u otro. La discusión, que al parecer versa so-
bre el valor de las diferentes vías a un destino acordado, trata
realmente del valor de los destinos alternativos, independien-
temente de cómo se llegue a ellos. Nos divide menos el método
—uno utiliza lo que le sirve de provecho— que lo que anda-
mos persiguiendo.
Aquí el contraste resulta familiar, pero no es menos impor-
tante para aquellos que creen que la tarea de las ciencias hu-
manas (aunque posiblemente prefieran llamarlas «conductistas»)
es descubrir hechos, incluirlos en estructuras proposicionales,
deducir leyes, predecir resultados y gestionar racionalmente la
vida social, que para aquellos que, por el contrario, piensan
que el objetivo de esas ciencias (aunque a veces no se ponen de
acuerdo en llamarlas «ciencias») es clarificar lo que sucede en
pueblos diferentes, en épocas distintas y obtener algunas con-
clusiones sobre constricciones, causas, esperanzas y posibilida-
des: las prácticas de la vida.
Saber si el primer punto de vista es, como mucha gente ha
afirmado, algo así como querer saber dónde moriremos para
nunca acercarnos allí o si el segundo, como han dicho otros, es
como apagar una vela y maldecir la oscuridad provocada es me-
nos importante (aunque no carece por completo de importan-
cia) que conocer la tarea que de hecho perseguimos. Si lo que
perseguimos son los avances, el control técnico y bien afinado de
la vida social (el sueño de Bentham, la pesadilla de Foucault), en-
tonces el diálogo de la universalidad es, sospecho, un hablar por
hablar. Si lo que perseguimos es refinar nuestra habilidad para
vivir vidas que nos dan cierto sentido y a las que, consideradas
en general, podemos dar nuestro consentimiento (la esperanza
escéptica de Montaigne, la desesperanza de Weber) —destrezas
morales y no manipulativas—, entonces parecería que requeri-
mos algo menos pretencioso.
Aquellos de nosotros que optamos por la segunda alterna-
tiva (un número creciente, en mi opinión, ahora que las ideo-
logías del conocimiento desencarnado han sido de algún mo-
do sacudidas) tienen mucho por esclarecer e incluso más por
convencer. Con todo, estamos trabajando en ello en otros ma-
res quizá no muy frecuentados y no necesitamos estar indebi-
damente preocupados, excepto quizás en lo político, por estar
a la altura de los estándares que emergen de la primera alter-
nativa donde se pescan peces tal vez no comestibles. Lo que
Stephen Toulmin ha llamado recientemente «la recuperación
de la filosofía práctica» tiene su propia agenda y sus propias
ideas sobre cómo avanzar. Lo que apunta como «el retorno de
la oralidad» (a lo que se refiere es a la retórica, las preferen-
cias, los actos de habla, el discurso, la narrativa, la conversación
y los juegos del lenguaje —no lo literalmente oral, sino lo lin-
güísticamente oral—), de lo «local», «lo particular» y lo «tem-
poral» es un movimiento, no una doctrina y, como cualquier
movimiento, necesita logros y no dicta que lo sustenten. Lo
que necesitamos (por dar un dictum) no son reactivaciones
contemporáneas de viejos debates entre lo nomotético y lo
ideográfico, entre erklären y verstehen, sino demostraciones de
una parte o de la otra de una tecnología efectiva que controle la
totalidad de las direcciones de la vida social moderna o el de-
sarrollo y la inculcación de habilidades más delicadas para na-
vegar por ella, cualquiera que sea la dirección tomada. Y
cuando llegue ese momento, creo estar razonablemente segu-
ro de cuál es la más deseable y la que con mayor probabilidad
se dará.
¿Quién conoce mejor el río (adoptando una metáfora que
el otro día leí a propósito de algunos libros de Heidegger): el
hidrólogo o el nadador? Formulado así, la respuesta depende
de lo que se entienda por «conocer» y, como ya he dicho, de lo
que se espere conseguir. Atendiendo al tipo de conocimiento que
más necesitamos, queremos, y que hasta cierto punto podemos
conseguir en las ciencias humanas, la variedad local, aquella
que tiene el nadador o que, al nadar, puede desarrollar, puede
al menos mantenerse por sí misma frente a la variedad general,
aquella que tiene el hidrólogo o que reivindica que algún mé-
todo le aportará pronto. De nuevo, no se trata de la configura-
ción de nuestro pensamiento, sino de su vocación.
No sé si ésta es una adecuada «respuesta a las exigencias
críticas de universalidad y autoridad» contra el trabajo que emer-
ge de «punto(s) históricos en el tiempo o [...] punto(s) geográ-
ficos en el espacio» (como el peso de esta exposición plantea)
o, incluso, lo que aquí contaría como «adecuado». Pero, como
todo «conocimiento local», es sustantivo, pertenece a alguien y
por el momento bastará.
CAPÍTULO 3

EL EXTRAÑO EXTRAÑAMIENTO:
CHARLES TAYLOR Y LAS CIENCIAS NATURALES

En los parágrafos iniciales de la introducción a sus Philo-


sophical Papers Charles Taylor se confiesa a sí mismo preso de
una obsesión. Es, según sus palabras, un erizo, un monomania-
1

co en continua polémica con una sola idea: «La ambición de to-


mar las ciencias naturales como modelo para el estudio del
hombre». A esta idea se refiere Taylor con diferentes nombres,
a menudo «naturalismo» o «concepción naturalista del mun-
do», y la considera virtualmente omnipresente en las ciencias
humanas. La invasión que sufren estas ciencias de modos de
pensamiento ajenos e inapropiados ha llevado a la destrucción
de su distinción, su autonomía, su efectividad y su relevancia.
Bajo el influjo del enorme y («comprensible») prestigio de las
ciencias naturales en nuestra cultura, hemos sido conducidos a
una falsa concepción de lo que es explicar la conducta humana.
El propósito de esta polémica, dejando al margen el deseo
de liberar a las ciencias humanas de algunos programas «terri-

1. La «Introducción» se repite, con ligeras modificaciones en la paginación, en el


volumen 2. Los temas de la obra de Taylor que discuto la recorren por entero, desde
Explanation of Behaviour, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1964, a Sources of the
Self Cambridge, Harvard University Press, 1989 (trad, cast.: Fuentes del yo: la cons-
trucción de la identidad moderna, Barcelona, Paidós, 1996); pero por mor de la simpli-
cidad reduciré mis citas a Philosophical Papers, 2 vols., Cambridge, Cambridge Uni-
versity Press, 1985.
blemente inverosímiles», «estériles», «ciegos», «a medio ha-
cer» y «desastrosos» —el conductismo skinneriano, la psico-
2

logía computacional, la semántica vericondicional (que prima


las condiciones de verdad) y la teoría política sobre la primacía
del derecho— es dejar un espacio abierto en aquellas ciencias
para enfoques «hermenéuticos» o «interpretativos» de explica-
ción. Interpretar, «el intento de dar sentido a un objeto de es-
tudio» de algún modo «confuso, incompleto, nebuloso [...]
contradictorio [...] poco claro», es una parte irrenunciable de
3

cualquier ciencia posible que trate de asuntos humanos. Y es


precisamente esto lo que «el modelo de la ciencia natural» con
su pasión por la Wertfreiheit, la predictibilidad y los hechos
brutos —bastante defendibles en su propio dominio— obstru-
ye eficazmente.
Aquellos que como yo mismo consideramos muy persuasi-
vo el argumento de que la concepción más útil de las ciencias
humanas es aquella que las aborda como esfuerzos por hacer que
asuntos que a primera vista son extraños y sorprendentes (creen-
cias religiosas, prácticas políticas, autodefiniciones) «no lo sean
por más tiempo, sean explicados» y que, a su vez, considera-
4

mos magistral el desarrollo que Taylor ha hecho al respecto,


sentimos cierto desasosiego al percatarnos acto seguido de que
el «ideal opuesto», con el que resueltamente se contrasta esta
5

postura, la «ciencia natural», se haya imaginado de un modo


tan esquemático. Nos enfrentamos no con una descripción ar-
ticulada de una institución viva, con mucha historia, gran di-
versidad interna y un futuro abierto, sino con un estereotipo y
un espantapájaros, la cabeza de la Gorgona que convierte en
piedra a la acción, la significación y la mente.

2. Taylor, Philosophical Papers, op. cü. vol. 1, pág. 1; vol. 2, pág. 21; vol. 1, pág.
y

187; vol. 1, pág. 247; y vol. 2, pág. 92.


3. Ibid., vol. 2, pág. 15.
4. Ibid., vol. 2, pág. 17.
5. Ibtd, vol 2, pág. 117.
Las referencias de Taylor a la «ciencia natural» que apare-
cen en casi todos los ensayos de sus Philosophical Papers, si
bien extremadamente numerosas, se caracterizan, tanto en ellos
como en el resto de su obra, por dos rasgos: el primero, que di-
chas referencias virtualmente nunca son circunstanciadas en el
sentido de que describan ejemplos efectivos del trabajo de la fí-
sica, química, fisiología o cualquier otra materia de una forma
que no sea apresurada; el segundo, que todas ellas pertenecen
virtualmente a los primeros estadios de la revolución científica
—Galileo, Bacon, Descartes, Newton, Boyle— y no a algo de
algún modo remotamente contemporáneo. Al igual que mu-
chos de los «Otros» que construimos hoy día para obsesionar-
nos con su pura alteridad, los Japoneses, los Musulmanes o
Lage classique, el caso que él opone a las ciencias humanas
, orientadas interpretativamente queda caracterizado genérica-
mente y temporalmente congelado.
Las razones de por qué esto es así están a la vista. La con-
cepción de lo que debe ser «verdaderamente científico» en las
ciencias humanas ha sido normalmente rígida y anacrónica,
además de ser una concepción profundamente desinformada
sobre las realidades de las «ciencias reales» cuyas virtudes de-
ben ser importadas a estos programas «más blandos», «débi-
les», «menos maduros». No se equivoca Taylor al pensar que la
versión skinneriana del conductismo o la de Fodor sobre el
cognitivismo no son tanto extensiones en nuevos campos de un
probado enfoque de explicación cuanto parodias del mismo.
Tampoco se equivoca al pensar que el rechazo de dichas paro-
dias y de otras similares no condena a las ciencias humanas a
un «subjetivismo Humpty Dumpty», según el cual el mundo-
6

es-tal-como-yo-digo-que-es, incapaz o bien de elaborar una hi-


pótesis honesta o bien de confrontarla con evidencia genuina.
Sin embargo, podría ocurrir que la creación de una brecha fija,

6. Ibid., vol. 1, pág. 11.


bien delimitada, del tipo o-lo-uno-o-lo-otro entre las ciencias
naturales y las humanas fuera un precio a pagar demasiado al-
to e innecesario si lo que se quiere es mantener esas parodias a
raya. Obstruye el progreso de ambas por igual.
La noción de una brecha tal, una dicotomía en tanto opues-
ta a la mera diferencia (que nadie en su sano juicio pretendió
disfrazar ni negar), se remonta, en efecto, a la conceptualiza-
ción Geisteswissenschaften versus Naturwissenschaften, verste-
hen versus erklären, gracias a la cual, con Dilthey, la hermenéu-
tica moderna se puso definitivamente en marcha y que, con
Heidegger y Gadamer, Ricoeur y Habermas, «se ha fortalecido
considerablemente a finales del siglo X X » . Y caben pocas du-
7

das (al menos, yo no tengo ninguna) de que esta visión de las


cosas que otorga a cada uno lo suyo prestó un gran servicio al
defender la integridad y la vitalidad de las ciencias humanas —la
sociología, la historia, la antropología, la ciencia política, en menor
medida la psicología e incluso la economía— bajo la enorme
presión que ejerció sobre ellas el positivismo, lógico o de otro
tipo, en sus gloriosos días. Si todo ello no hubiera tenido lugar,
las peores pesadillas de Taylor probablemente se habrían cum-
plido y todos seríamos sociobiólogos, teóricos de la elección ra-
cional o axiomatizadores con cobertura legal. La cuestión radica
en si una distinción formulada tan radicalmente continúa sien-
do una buena idea, ahora que se ha comprendido y se ha vuel-
to a comprender que las ciencias humanas, que tratan sobre los
seres humanos, plantean problemas y demandan soluciones

7. Ibid., vol. 1, pág. 45; vol. 2, pág. 15. Como Taylor reconoce, la genealogía de
esta noción es a la vez profunda y amplia en el pensamiento occidental y en su versión
moderna se retrotrae a menudo tanto a Vico como a Dilthey; su muestra definitoria,
tanto a Weber como a Gadamer. Para un sutil y detallado trazado del contraste tal co-
mo ha surgido desde el mundo antiguo en adelante bajo la distinción griega original de
nomos y physis (parece que esto también lo inventaron), a veces como una diferencia,
otras como una dicotomía, en ocasiones como una mera confusión, véase el importan-
te estudio de D. Kelley, The Human Measure, Social Thought in the Western Legal Tra-
dition, Cambridge, Harvard Universitry Press, 1990.
particulares y que la idea de una «física social» parece una cu-
riosa fantasía de tiempos pasados. ¿Están las ciencias humanas
o las ciencias naturales bien atendidas con una idea como ésa?
¿Se inhibe o previene con este tipo de cirugía de las comisu-
ras la conversación que recorre el corpus callosum de nuestra cul-
tura? ¿Es dicha cirugía, en perjuicio para ambas, reductible a un
razonamiento lobotomizado? ¿Le interesa a alguien una eterna
guerra civil metodológica que enfrenta a los hermeneutas con
los naturalistas?
Las preguntas son, en efecto, retóricas, por no decir ten-
denciosas. La homogeneización de la ciencia natural, en el tiem-
po y a través de los ámbitos, como un otro perenne, como «un
ideal opuesto» permanentemente enfrentado a otras formas de
pensamiento, dicho a lo Rorty, «como un método especial [y]
una relación especial con la realidad», es extremadamente difí-
cil de defender cuando uno mira su historia o su variedad in-
terna con cualquier grado de circunstancialidad. Se corre un 8

gran peligro al considerar el reduccionismo objetivista como el


resultado inevitable de ocuparse de las ciencias naturales para
estimular la construcción de explicaciones sobre la conducta
humana si no se cuenta con un retrato más rico y diferenciado
del que hasta ahora Taylor ha reconocido de lo que aquéllas
son (y el plural aquí es esencial), han sido y parecen estar con-
virtiéndose. Así también se corre el peligro, aún mayor quizá,
de aislar aquellas mismas ciencias en un sentido tan anticuado de
su propósito y esencia (además de un sentido exagerado de su
propia valía) más allá del alcance de la autoconciencia herme-
néutica. La tendencia a la sobresimplificación que Taylor de-
plora tan acertadamente parece prosperar, en las ciencias hu-
manas y en las naturales, precisamente hasta un punto en el

8. R. Rorty, «Is Natural Science a Natural Kind?», en sus Philosophical Papers,


Cambridge, Cambridge University Press, 1991, vol. 1, pág. 46. Rorty, al igual que yo,
cuestiona tal punto de vista.
que el tráfico intelectual entre ellas queda obstruido por no-
ciones artificiales de separatismo primordial.

Ambos tipos de esquematización de las ciencias naturales,


uno que las ve sin historia, o a lo sumo con una historia que
consiste sólo en el desarrollo de niveles más amplios de com-
plejidad de un paradigma epistemológico desplegado en el si-
glo X V I I , y otro que las ve como una sola masa pragmáticamen-
te diferenciada y básicamente definida por su adhesión a aquel
paradigma, son esenciales a la noción de que las ciencias natu-
rales forman un mundo cerrado, autosuficiente. Sin una de las
dos esquematizaciones, y ciertamente sin las dos, una noción
como ésa parece claramente menos obvia.
El punto de vista de que la historia de la ciencia natural con-
siste en el mero desarrollo de un acto fundacional hecho de una
vez por todas («[El] gran giro en cosmología que tuvo lugar en
el siglo X V I I y que sustituyó una imagen del orden del mundo
basado en las ideas por otra en la que el universo es concebi-
do como un mecanismo fue la objetivización fundacional, la fuen-
te e inspiración para el continuo desarrollo de una conciencia
moderna diferenciada») no sólo descuida las obras historiográ-
9

ficas, de las que Kuhn aporta las más famosas, que subrayan las
rupturas, los merodeos y las discontinuidades en el avance de
aquellas ciencias, sino que también desatiende las complicacio-
nes que se han suscitado en torno a la idea de «conciencia dis-
tanciada» por las teorizaciones cuánticas: Heisenberg, Copen-
hagen y el gato de Schrodinger. Aún más importante, deja de
10

9. Taylor, PhilosophicalPapers, vol. l , n ° 5 .


10. T. Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions, 2 ed., Chicago, Chicago
a

University Press, 1977 (trad. cast.: La estructura de las revoluciones científicas, Madrid,
Fondo de Cultura Económica, 2000). Para una discusión accesible, véase H. Pagels,
The Cosmic Code: Quantum Physics as the Language ofNature, Nueva York, Bantam,
lado un hecho que Gyorgy Markus ha señalado al hablar de
«una segunda revolución científica» ocurrida durante la mitad
del siglo X I X : los rasgos característicos de las ciencias naturales,
que a Taylor le parecen tan destructivos cuando se importan
desde la psicología y la política, no son una proyección directa
en nuestros tiempos de ideas del Renacimiento y la Ilustración
sino su transformación mucho más reciente y radical. La cien-
cia natural en la forma de género cultural que nosotros conoce-
mos [...] es el producto de un desarrollo del siglo X I X en el que
[su] estructura cognitiva, su organización institucional, las for-
mas culturales de objetividad y [...] la función social y global
han cambiado a la vez». El mundo antes de Maxwell no es, de
11

hecho, un modelo muy bueno de «naturalismo», tal como hoy


lo entendemos. Fue un estadio en un proyecto (o, más precisa-
mente, un conjunto de proyectos) todavía en marcha.
Y dado que aún sigue en marcha y, al menos si se contem-
pla desde el exterior, no se ha llegado a un consenso en sus auto-
comprensiones, puede transformarse de nuevo; hasta que la
historia no esté realmente acabada, es casi cierto que así será.
Hay, de hecho, más de un signo que revela que ya está en vías
de sufrir dicha transformación. La aparición de la biología (no
sólo de la genética y la microbiología, sino de la embriología, la
inmunología y la neurofisiología) hasta el punto de que llega
a amenazar el estatus de la física como modelo de investigación

1983 (trad. cast.: El código del universo: un lenguaje de la naturaleza, Madrid, Pirámi-
de, 1989). La ausencia en el estudio más importante de Taylor sobre «la construcción
de la identidad moderna», Fuentes del yo, de cualquier desarrollo de la teoría física es
cuando menos curiosa, dado que retrotrae la «conciencia moderna» a la concepción
del mundo mecanicista. Como el dios del deísta, la «Ciencia» —Descartes y Bacon,
Newton y Boyle— se unió a una empresa ya en marcha, pero no parece que haya teni-
do desde entonces mucha influencia en ella.
11. G. Markus, «Why Is There No Hermeneutics of Natural Sciences? Some
Preliminary Theses», Sciences in Context, vol. 1, 1987, págs. 5-51, citas en las págs. 42
y 43 (la cursiva es del original).
científica; los problemas epistemológicos y ontológicos que
asedian a la física misma («no preguntes cómo puede ser así, no
puede ser así»); la creciente dificultad de la gran —esto es, «cos-
tosa»— ciencia a la hora de aislarse del escrutinio público, así
como la progresiva vaguedad de argumentos prácticos indirectos
que pretenden financiar una gran parte de ella; el regreso de la
cosmología como un asunto de interés cultural general, el surgi-
miento de la matemática experimental, el crecimiento de «cien-
cias de la complejidad» mediadas computacionalmente (entro-
pía negativa y fractales), todas estas cuestiones y otras sugieren
que el retroceso de las ciencias naturales, en los aproximada-
mente ciento veinte últimos años, en su conexión con cualquier
otro discurso que no sea el suyo propio, no es la condición per-
manente de las cosas. 12

No puede ser la condición permanente de las cosas (a mi


juicio, casi con seguridad no lo es) porque, junto a las enormes
ganancias en poder cognitivo ha habido también considerables
costes, costes que por el momento son lo suficientemente se-
rios como para poner en peligro las ganancias. Precisamente lo
más grave de todo es, como señala Markus, la extraordinaria
disminución de la relevancia cultural de las ciencias naturales, lo
que Taylor, ansioso por mantenerlas alejadas para evitar cual-
quier intromisión en nuestra conceptualización de los asuntos
humanos, parece tan decidido a reforzar:

La «filosofía natural» del siglo XVII al XVIII aún conservaba


un carácter marcadamente multifuncional y, en líneas generales,

12. La cita «no preguntes» ha sido atribuida a Richard Feynman, pero no tengo
la referencia exacta. Para una discusión de algunas de las cuestiones mencionadas, véa-
se, de nuevo, H. Pagels, op. cit.\ véase también The Dreams ofReason: The Computer
and the Rise of the Sciences of Complexity, Nueva York, Simón and Schuster, 1988
(trad. cast.: Los sueños de la razón: El ordenador y los nuevos horizontes de las ciencias
de la complejidad, Barcelona, Gedisa, 1990), y Perfect Symetry: The Search for the Be-
ginning ofTime, Nueva York, Bantam, 1986 (trad. cast.: La búsqueda del principio del
tiempo, Barcelona, Antoni Bosch, 1988).
se hallaba comunicada con éxito a grupos de destinatarios social
y culturalmente divergentes. Incluso aquellas obras que entraña-
ban las mayores dificultades de comprensión, como los Principia
de Newton, no sólo fueron objeto en un tiempo breve de «popu-
larizaciones» ampliamente leídas, sino que además ejercieron una
profunda influencia sobre [...] otras formas de discurso [...] que
ya estaban culturalmente separadas: teológicas, propiamente filo-
sóficas e incluso literarias. Por su parte, estas discusiones que te-
nían lugar en aquellos géneros «diferentes» influyeron seriamen-
te a su vez sobre aquellas obras estrictamente científicas y se solía
considerar que incidían directamente en la cuestión de su verdad.
[...] Sólo con la profunda transformación de todo el marco orga-
nizativo de las actividades científico-naturales [...] se consolidó
durante el siglo XIX la especialización y la profesionalización de la
audiencia [...] simultáneamente con la profesionalización del pa-
pel mismo del científico-autor. Es en este proceso en el que la ré-
publique des savants del siglo XVIII, que aún mantenía en relajada
unión a científicos, filósofos, publicistas y amateurs cultivados, se
transformó en una multitud de comunidades separadas de investi-
gadores que comprendían a los especialistas profesionales de ca-
da área y que desde ese momento constituyeron la única audien-
cia para las objetivizaciones científicas relevantes.
Este proceso histórico en el que por primera vez se formó el
carácter monofuncional de las ciencias naturales contemporáneas
significó a su vez una progresiva restricción de su significado cultu-
ral. [...] Cuando el fin cultural del discurso científico natural so-
bre sí mismo es un hecho [...] se vuelve también inevitable el di-
vorcio entre la investigación científico natural, la cultura y la
instrucción en general. [...] [Se] presenta entonces como carente
de toda relevancia para orientar la conducta de los hombres en el
mundo en que viven o para comprender ese mismo mundo. Ten-
bruck lo formuló acertadamente: la visión de la naturaleza que
proporcionan las ciencias ha dejado de ser una visión del mundo. 13

13. G. Markus, op. di., págs. 26, 27, 28 y 29; referencias omitidas, reparafrasea-
das y cursivas en el original.
Tal vez esto sea un poco exagerado, incluso para el siglo XIX,
cuando las transacciones de la «visión del mundo» entre las cien-
cias definidas técnicamente y el movimiento general de «la cul-
tura y la instrucción» no estaban del todo atenuadas, como testi-
monian la zozobra de un Tennyson —«los resonantes surcos del
cambio»— o la muerte calórica de las resonancias en el univer-
so de un Kelvin. Y, en cualquier caso, esta imagen de descone-
xión de nuevo es más apropiada para las ciencias físicas que para
las biológicas; el papel que Newton y el newtonianismo desem-
peñaron en el siglo X V I I I en el X I X lo llevaron a cabo Darwin y el
darwinismo. Pero el cambio general está suficientemente claro.
El mismo movimiento histórico que disolvió la «république des
savants» en una «multitud de comunidades separadas de inves-
tigadores» produjo al mismo tiempo el distanciamiento cultural
de las ciencias naturales, el atrincheramiento cultural de las cien-
cias humanas que Taylor opone a aquel distanciamiento y la
creciente extrañeza de las relaciones entre ellas.
Si esta extrañeza ha de suavizarse (suavizarse sólo, sin que
apenas desaparezca) y las ciencias naturales han de reingresar
en la conversación autorreflexiva de la humanidad, ello no
puede lograrse dando marcha atrás a la historia. Los días de la
république des savants, en la medida en que existieron, perte-
necen a un pasado irrecuperable. La inaccesibilidad del núcleo
técnico de la física de partículas, la neurofisiología, la mecáni-
ca estadística o las matemáticas de la turbulencia (y de cual-
quier cosa que surja después) para cualquiera más allá de las
comunidades de investigación profesionalmente ocupadas con
los temas que tratan es hoy por hoy un hecho de nuestra vida.
Se requiere un enfoque diferente de toda la cuestión, aquel que
en vez de polarizar el mundo intelectual en una gran disyun-
ción siga el rastro a sus oscuras dependencias.
El inicio de un replanteamiento como ése supondría to-
marse en serio la imagen (y la realidad) de una reunión flexible
de comunidades de investigadores tanto en las ciencias huma-
nas como en las naturales orientadas diversamente, un tanto
autocontenidas y variablemente solapadas —la economía, la
embriología, la astronomía, la antropología—, y, por tanto, el
abandono de la concepción de Taylor y Dilthey de dos progra-
mas continentales, uno guiado por el ideal de una conciencia
distanciada que mira con seguridad cognitiva a un mundo ab-
soluto de hechos determinables, el otro impulsado por la aspi-
ración de un yo comprometido que lucha con incertidumbre con
signos y expresiones por obtener un sentido legible de la ac-
ción intencional. Al parecer lo que tenemos es algo más parecido
a un archipiélago, entre cuyas islas, grandes, pequeñas y me-
dianas las relaciones son complejas y ramificadas y los ordena-
mientos posibles casi inacabables. Cuestiones tales como (por
citar a Rorty de nuevo) «¿qué método es común a la paleonto-
logía y la física de partículas?» o «¿qué relación con la realidad
comparten la topología y la entomología?» son apenas más útiles
que estas otras, fruto de mi invención y no de la de Rorty): «¿Es-
tá la sociología más próxima a la física que a la crítica literaria?»
o «¿Es la ciencia política más hermenéutica que la microbiolo-
gía, la química más explicativa que la psicología?». Necesitamos
14

vernos libres para entablar tales conexiones y desconexiones en-


tre campos de investigación que se muestren apropiadas y pro-
ductivas, no para prejuzgar lo que se puede aprender de qué,
qué puede trancarse con qué o lo que debe siempre y en todo
lugar obtenerse inevitablemente —«naturalismo reductivo»—
de los intentos de infringir líneas metodológicas supuestamen-
te infranqueables.
Hay, en efecto, cierta evidencia en el seno de las ciencias
naturales mismas de que esa imagen continental que dan de ser

14. R. Rorty, op. cit., pág. 47.


un bloque indiviso unido en su compromiso con procedimien-
tos galileanos, con una conciencia distanciada y una perspecti-
va desde ninguna parte, está sufriendo una cierta presión. En
un capítulo de su BrightAir, Brilliant Fire: On the Matter ofMind
llamado «Putting the Mind Back into Nature», el neurofisiólo-
go e inmunólogo Gerald Edelman coincide con Taylor en su
erizada resistencia al predominio de tales presuposiciones y
preconcepciones en su propio campo de investigación, el desa-
rrollo y la evolución del cerebro humano:

[Como] señaló Whitehead debidamente, la mente fue reintro-


ducida en la naturaleza (de donde la física la había desplazado) con
el auge de la fisiología y la psicología fisiológica en la última parte
del siglo XIX. Hemos vivido una época de apuro no sabiendo qué
hacer con ella desde entonces. Del mismo modo que hay algo es-
pecial en lo que se refiere a la relatividad y a la mecánica cuántica,
hay algo especial en los problemas que surgen al hilo de estos de-
sarrollos fisiológicos. ¿Son los observadores mismos «cosas» como
el resto de los objetos en su mundo? ¿Cómo dar cuenta de la cu-
riosa habilidad de los observadores [...] a la hora de referirse a las
cosas del mundo cuando las cosas mismas no pueden nunca refe-
rirse así? Cuando nosotros observamos observadores, esta propie-
dad de la intencionalidad es inevitable. En conformidad con la fí-
sica, ¿deberíamos embargar todos los rasgos psicológicos de los
que hablamos en la vida diaria: conciencia, pensamiento, creencias,
deseos? ¿Deberíamos adoptar los elaborados regímenes sanitarios
del conductismo? [...] O bien negamos la existencia de lo que ex-
perimentamos antes de «convertirnos en científicos» (por ejemplo,
nuestra propia conciencia) o bien declaramos que la ciencia (es de-
cir, la «ciencia física») no puede tratar dichos asuntos. 15

No solamente cara a cara con el «conductismo» Edelman, el


científico natural, suena como Taylor, el científico humano, cuan-

15. Edelman, G. M., BrightAir, Brilliant Fire: On the Matter of the Mind, Nueva
York, Basic Books, 1992, pag. 11.
do eleva sus protestas contra modelos de análisis estériles, ciegos
y desastrosos realizados desde espacios prestigiosos pero impro-
piados, sino también respecto de la psicología cognitiva que se
sirve de la analogía computacional —la inteligencia artificial— y
todo eso. Para ello, incluso emplea el mismo término abusivo:

El término «objetivismo» ha sido utilizado para caracterizar


una visión del mundo que, de entrada, resulta intachable desde un
punto de vista científico y de sentido común. [...] El objetivismo
asume [...] que el mundo tiene una estructura definitiva hecha de
entidades, propiedades y sus interrelaciones. [...] El mundo está
dispuesto de tal forma que puede ser completamente sometido
[...] a modelos de teoría de conjuntos. [...]
Debido a la correspondencia, singular y bien definida entre
los símbolos de la teoría de conjuntos y las cosas, en tanto que
definidas por categorizaciones clásicas, se puede, desde esta óp-
tica, suponer que las relaciones lógicas entre las cosas en el mun-
do existen objetivamente. Por ello, se supone que este sistema de
símbolos representa la realidad y las representaciones mentales
deben ser verdaderas o falsas en la medida en que reflejen la rea-
lidad correcta o incorrectamente. [...]
El [...] desarrollo de los ordenadores [...] reforzó las ideas de
eficiencia y rigor y el aroma deductivo que [...] ya entonces caracte-
rizaba en gran medida a la ciencia física. El nítido «trasfondo» de-
ductivo formal de los ordenadores, su vínculo con la física matemá-
tica y el éxito de las ciencias duras parecen extenderse sin fin. [...]
El punto de vista computacional o representacional es una
visión de la naturaleza desde el ojo de Dios. Subyuga y da la apa-
riencia de alzar un mapa muy atractivo entre la mente y la natu-
raleza. Sin embargo, dicho mapa sólo es atractivo en tanto uno
deje de lado el problema de cómo la mente efectivamente se re-
vela a sí misma en seres humanos que tienen cuerpos. Aplicada a
la mente in situ [esto es, al cerebro], esta visión [objetivista] se
vuelve insostenible. 16

16. Ibid., págs. 230,231 y 232; cursivas en el original. Para una muy similar aver-
sión de Taylor respecto de las «explicaciones según modelos maquinales de la activi-
Sin duda, se ven más fácilmente las inadecuaciones de una
mera formulación oposicionalista, del tipo «gran división», de
las relaciones entre las ciencias «humanas» y «naturales» en
trabajos, por lo general, relacionados, como en los de Edelman,
con el desarrollo y el funcionamiento de nuestro sistema ner-
vioso e incluso en trabajos de biología, que en aquellos traba-
jos, digamos, sobre transiciones de fase o sobre el momento an-
gular, donde el punto de vista del ojo de Dios es quizá menos
problemático y los reflejos representacionales están más al or-
den del día. Pero incluso si esto es así (algo al menos cuestio-
nable en sí mismo a medida que «cosas» como las funciones de
onda y la no-localidad encuentran su sitio en la teoría física), la
pérdida de detalle que produce un punto de vista de contrastes
tan netos oscurece otras maneras de cartografiar el territorio
del conocimiento, otros modos de atar o separar las islas disci-
plinarias de la investigación empírica. «Si no hablas ruso», ha
dicho el físico matemático David Ruelle, «todos los libros es-
critos en dicha lengua te parecen iguales.»

De manera similar, si no es con el entrenamiento apropiado,


apenas se percibirá la diferencia entre los distintos campos de la
física teorética: lo que se ve en todos los casos son textos abstru-
sos con pomposa terminología griega, salpicados con fórmulas y
símbolos técnicos. Sin embargo, las diferentes áreas de la física
poseen aromas muy diferentes. Tomemos como ejemplo la relati-
vidad especial. Es un tema maravilloso, aunque sin misterio para
nosotros; nos parece saber al respecto todo lo que queríamos sa-
ber. La mecánica estadística, por el contrario, conserva sus abru-

dad humana», véase su ensayo «Cognitive Psycology», en Philosophical Papers, op. át.,
vol. 1, págs. 187-212; sobre el «objetivismo», «Theories of Meaning», en Philosophical
Papers, op. cit., vol. 1, págs. 248-292. Para un ataque al «objetivismo» en neurología,
allí llamado «construcción de diagramas», véase I. Rosenfeld, The Strange, Familiar
and Forgotten: An Anatomy of Conciousness, Nueva York, Knopf, 1992.
madores secretos: todo apunta al hecho de que comprendemos
sólo una pequeña parte de lo que puede ser comprendido. 17

Dejando aquí a un lado el juicio particular (sobre el cual


declaro mi incompetencia para juzgar, como también me ocu-
rre con los aciertos y desaciertos de la neurología de Edelman),
la disgregación de las «ciencias naturales» sería esencial al tipo
de concepción no-tayloriana, pero también no reductiva y no
«naturalista», que otro físico matemático, Richard Feynman,
en un pasaje que Edelman usa de epígrafe a su libro, tiene del
proyecto general del entendimiento humano:

¿Qué fin está más próximo a Dios —si se me permite usar


una metáfora religiosa—: la belleza y la esperanza o las leyes fun-
damentales? Creo que [...] debemos atender a [...] toda la inter-
conexión estructural del asunto y al hecho de que todas las ciencias,
y no sólo las ciencias sino todos los esfuerzos intelectuales, son
un intento de ver las conexiones de las jerarquías, de conectar la
belleza a la historia, la historia a la psicología del hombre, la psi-
cología al funcionamiento del cerebro, el cerebro al impulso neu-
ronal, el impulso neuronal a la química y así en adelante, arriba y
abajo, en ambos sentidos. [...] Y no creo que ninguno de esos fi-
nes esté más próximo a Dios. 18

17. D. Ruelle, Chance and Chaos, Princeton, Princeton University Press, 1991,
pág. 122 (trad. cast.: Azar y caos, Madrid, Alianza, 2001). La noción de «adiestramiento
apropiado» necesaria para apreciar las diferencias que Ruelle desea que apreciemos, en
un libro dedicado depués de todo a un público que no lo tiene, suscita la cuestión, de
forma defensiva, más que contestarla. La traducción existe y el comentario también (Rue-
lle es un buen ejemplo): no sé ruso, lo cual lamento, pero Dostoievski no me parece lo
mismo que Tolstoi.
18. Citado en G. M. Edelman, op. cit., pág. vii. La útima línea sugiere que «jerar-
quía» puede no ser la mejor figura, tampoco, para retrazar tal cúmulo de conexiones.
Pero no es desde la perspectiva de la ciencia natural, de he-
cho no es ni siquiera principalmente desde esa perspectiva, des-
de donde llegan los retos a las imágenes fuertemente binarias de
«toda la interconexión estructural del asunto», sino desde la po-
sición hermenéutica intencionalista, centrada en el agente y en
el lenguaje que tanto Taylor como yo defendemos decidida-
mente en contra de un objetivismo en fuga. La investigación
histórica, social, cultural y psicológica de las ciencias como tal
—lo que se conoce sumariamente con el nombre de «estudios
sobre la ciencia» —no sólo ha crecido muy rápidamente en
los últimos veinte años aproximadamente, sino que ha vuelto a
trazar las líneas entre «la multitud de comunidades separadas
de investigadores» de un modo más variado, cambiante y par-
ticularizado. Considerar a la «ciencia» desde una perspectiva
interpretativa ha empezado a desplazar, o al menos a compli-
car, la imagen diltheyana que nos ha cautivado durante tanto
tiempo. 19

De todos los tipos de trabajo que caen bajo la rúbrica ge-


neral de ciencias humanas, aquellos entregados (por citar algu-
nos ejemplos reales) a clarificar las formas de vida desarrolla-
das en conexión con los aceleradores lineales, los laboratorios
neuroendocrinólogicos, las salas de la Royal Society, las obser-
vaciones astronómicas, las estaciones de biología marina o los co-
mités de planificación de la NASA, son los menos proclives a
concebir que su tarea se limite a hacer inteligible los mundos in-
tersubjetivos de las personas. Las máquinas, los objetos, las he-
rramientas, los artefactos están tan a mano que resulta difícil

19. Para una breve panorámica, véase S. Woolgar, Science, the Very Idea, Chi-
chester, Ellis Horwood, 1988 (trad. cast.: Ciencia: abriendo la caja negra, Barcelona,
Anthropos, 1991); para una recopilación actualizada de los debates y puntos de vista
en este creativamente desorganizado y útil campo de batalla, véase A. Pickering (comp.),
Science as Practice and Culture, Chicago, University of Chicago Press, 1992; para un in-
tenso estudio, que mezcla la división humano-natural con algo de venganza, véase S.
Shapin y S. Schaffer, Leviathan and the Air Pump: Hobbes, Boy le, and the Experimen-
tal Life, Princeton, Princeton University Press, 1985.
verlos como algo externo a lo que sucede; tanto aparato libre
de significado. Estas meras «cosas» han de ser incorporadas en
la historia [story] que, después de esto, adopta una forma hete-
róclita: agentes humanos y no-humanos unidos en relatos in-
terpretativos.
La construcción de dichos relatos, que engloban los mun-
dos supuestamente insolubles de la cultura y la naturaleza, de
la acción humana y los procesos físicos, de la intencionalidad y
lo maquinal, se ha producido con lentitud, incluso en los estu-
dios sobre la ciencia, donde parecen más inevitables. («¿Dón-
de están los Mounier de las máquinas, los Lévinas de las bes-
tias, los Ricoeur de los hechos?», clama el portavoz quizá más
enérgico de tales reuniones, el antropólogo de la ciencia, Bru-
no Latour.) Los primeros tipos de estudios que se hicieron so-
20

bre la ciencia, que por entonces recibían el nombre de sociolo-


gía de la ciencia y estaban principalmente asociados al nombre
de Robert Merton, evitaban o, mejor dicho, nunca llegaban a
tratar estos temas, aplicándose más bien a aquellos de corte
«externalista», tales como el despliegue social de la ciencia, el
sistema de recompensas que la guía y, más especialmente, las
normas culturales que la gobiernan. Asuntos «internalistas»,
aquellos que tienen que ver con el contenido y la práctica de
la ciencia como tal, quedaban fuera del campo de investiga-
ción. Obras posteriores, bajo la influencia de la sociología del
conocimiento, intentaron tematizar más directamente las ope-
raciones de la ciencia estudiando, por ejemplo, la evolución de

20. B. Latour, Nous navons jamáis été modernes: Essai d'antropologie symétrique,
París, La Découverte, 1991, pág. 186 (trad. cast.: Nunca hemos sido modernos: ensayo
de antropología simétrica, Madrid, Debate, 1993). Ésta es la más general y más provo-
cativa toma de posición de Latour; para una discusión más detallada, véase su Science
in Action: How to Follow Scientist and Engineers through Society, Cambridge, Harvard
University Press, 1987 (trad. cast.: Ciencia en acción: cómo seguir a los científicos e in-
genieros a través de la sociedad, Barcelona, Labor, 1992); para una aplicación específi-
ca, The Pasteurization of Trance, Cambridge, Harvard University Press, 1988.
las disputas teoréticas y la réplica de los experimentos, pero en
términos no menos objetivistas, «echando mano de lo social»
(condensado usualmente en la expresión más bien vaga de «inte-
reses») «para explicar lo natural». Sólo recientemente ha empe-
zado a adquirir consistencia un cambio de rumbo interpretativo
que intenta ver la ciencia como la conciliadora interacción de
pensamiento y cosa. 21

Por su novedad, dichos enfoques interpretativos son prue-


bas iniciales inciertas, mal formadas y variables en una investiga-
ción en apariencia inacabable y, al menos por el momento, mal
delimitada. Hay análisis retóricos del discurso científico, oral y
escrito: hay descripciones de agentes humanos y no humanos
en tanto que nudos coactivos en redes ramificadas de significa-
ción y poder; hay estudios etnográficos y etnometodológicos
sobre la «construcción de los hechos» y los «procedimientos
explicativos»; hay investigaciones sobre la planificación del es-
tudio, la construcción de instrumentos y la práctica de labora-

21. La cita es de H. M. Collins y S. Yearley, «Journey into Space», una polémica


contra Latour, en A. Pickering (comp.), op. cit., pág. 384. Para el punto de vista de
Merton, véase su The Sociology of Science: Theoretical and Empirical Investigations,
Chicago, University of Chicago Press, 1973 (trad. cast.: Sociología de la ciencia, 2 vols.,
Madrid, Alianza, 1977). Parala sociología del conocimiento (científico) (SSK), algunas
veces aludido como el «programa fuerte», véase Barry Barnes, Interests and the Growth
ofKnowledge, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1977. Tomo prestado el límpido,
aunque auntiguo, término consilient (que me parece una mejora respecto del estético
«coherente» o, en cualquier caso, un útil suplemento a éste cuando se aplica a los tex-
tos, el formalista «consistente» aplicado a las creencias, el funcionalista «integrado»
cuando se aplica a las instituciones o el psicologista «afinado» cuando se trata de per-
sonas) de Ian Hacking, «The Self-Vindication of the Laboratory Sciences», en A. Pic-
kering (comp.), op. cit., págs. 29-64. Para una más amplia discusión, véase su Repre-
senting and Intervening, Cambridge, Cambridge University Press, 1985 (trad. cast.:
Representar e intervenir, México, Paidós/UNAM, 1998). (Desde que se escribió esta
nota al pie de página, el sociobiólogo E. O. Wilson ha introducido la palabra en un
sentido bastante diferente, totalmente opuesto al mío. Véase E. O. Wilson, Consilien-
ce: the Unity ofKnowledge, Nueva York, Alfred Knopf, 1998 [trad. cast.: Consilience:
la unidad del conocimiento, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999]. El término se debe
originalmente a William Whewell, y su uso concuerda con el sentido que Hacking y yo
le damos, y no con el de Wilson.)
torio. Todos ellos, sin embargo, a pesar de estar poco desarro-
llados, se acercan a la ciencia no como a un opaco precipitado
social sino en tanto acción social significativa: «Nunca nos ha
interesado dar una explicación social de nada [...] queremos
explicar la sociedad, de la que [...] las cosas, hechos y artefac-
tos son sus mayores componentes». Esto apenas se asemeja al
22

naturalismo objetivista y sin agente del que Taylor está, y con


razón, tan cansado. Diferentes como son, las ciencias naturales
y humanas no tienen por qué oponerse tan radicalmente ni su
encuentro intelectual ser inevitablemente tan estéril.

'SO

Las ciencias, la física, la biología, las ciencias humanas y de-


más, cambian no sólo por lo que hace a su contenido o a su im-
pacto social (si bien lo hacen de hecho y a gran escala), sino en
tanto que forma de vida, una manera de estar en el mundo, un
sistema significativo de acción humana, una historia [story]
particular sobre cómo están las cosas. Como todas esas maneras,
formas, sistemas e historias —bodegones, digamos, o derecho
penal—, las ciencias están construidas en el tiempo (y a pesar
de su pretensión de universalidad, también lo están hasta cier-
to punto en el espacio) y, por ello, cualquier imagen de ellas
que permanezca estable a lo largo de toda su historia y de toda su
variedad de actividades e intereses está próxima a convertirse
en un mito oscurecedor. Tal mito, de hecho, existe y, como Tay-
lor ha demostrado, ha tenido efectos destructivos sobre los in-
tentos de aquellos que se han apoyado en él para explicar la

22. Michel Callón y Bruno Latour, en A. Pickering (comp.), op. cit., pág. 348.
Continúan así: «Nuestro principio general es [...] no alternar entre realismo naturalis-
ta y realismo social sino conseguir la naturaleza y la sociedad como resultados gemelos
de otra actividad, una actividad que es más interesante para nosotros. La llamamos
construcción en red, o cosas colectivas, o quasi-objetos, o juicios de fuerza; y otros la
llaman destreza, formas de vida, práctica material».
política, el lenguaje, la yoidad y la mente. Con todo, aunque
Taylor no lo haya captado plenamente, también ha tenido efec-
tos no menos nocivos sobre la misma idea de ciencia, por to-
mar prestada una expresión de Woolgar que, a su vez, la toma
de Davidson. 23

La resistencia de Taylor a la intromisión del «modelo de


ciencia natural» en las ciencias humanas acepta de hecho el
punto de vista de sus oponentes, según el cual se da tal mode-
lo, unitario, bien definido e históricamente inmóvil gobernan-
do antes que nada las investigaciones contemporáneas sobre
las cosas y las materialidades; el problema radica tan sólo en
confinarlo a su propia esfera, estrellas, rocas, ríñones, partícu-
las y ondas y mantenerlo alejado de asuntos donde importa «el
interés». Esta división del ámbito que recuerda sobre todo al
24

modo como algunas divinidades del siglo X I X (y algunos físicos


piadosos) intentaron «resolver» el problema de la religión ver-
sus la ciencia —«podéis disponer de los mecanismos, nos re-
servamos los significados»— parece garantizar que las ideas no
accedan a donde no pertenecen. Lo que de hecho asegura es la
complacencia simétrica y la deflación de los problemas.
Como virtualmente todo el mundo sabe, al menos difusa-
mente, se han puesto en marcha hoy día grandes transforma-
ciones en los estudios agrupados convencionalmente bajo la
imprecisa categoría de ciencias naturales (¿pertenecen a ella las
matemáticas, la psicofarmacología?), transformaciones a un
tiempo sociales, técnicas y epistemológicas que hacen que la
imagen de las mismas proveniente del siglo X V I I , vigente a fina-
les del X I X y principios del X X , se haya convertido ahora en una
imagen desmañada, estrecha e inexacta. El precio que se paga

23. Woolgar, op. cit. Véase Donald Davidson, «On the Very Idea of a Conceptual
Scheme», Proceedings and Addresses of the American Philosophical Association, n° 47,
1973-1974, págs. 5-20.
24. Taylor, PhilosophicalPapers, op. cit., vol. 1, pág. 197.
por mantener a las ciencias humanas radicalmente separadas
de dichos estudios es el de mantener dichos estudios radical-
mente separados de las ciencias humanas, merced de sus pro-
pios recursos.
Unos recursos que no son suficientes. Las consecuencias de
este extrañamiento artificial e innecesario son, a un tiempo, la
perpetuación en el interior de diversas ciencias naturales de an-
ticuadas autoconcepciones —historias globales que falsifican
su práctica efectiva, imitaciones «estériles», «inverosímiles» y
«a medio hacer» que aquellas concepciones anticuadas e histo-
rias falsas inducen en los científicos que estudian lo humano,
ignorantes de lo que, de hecho, la física, la química, la fisiología
y otras ciencias similares vienen a ser en tanto que acción signi-
ficativa— y, quizá lo peor de todo, la producción de diferentes
irracionalismos New Age —la física Zen, la cosmología Maha-
rishi, la parapsicología— supuestamente llamados a unificar to-
das las cosas y cada una en un nivel superior, más profundo o
extenso. 25

Luchar contra la «naturalización» de las ciencias humanas


es una empresa necesaria, a la que Taylor ha contribuido vigo-
rosamente; y debemos estarle agradecidos por la tenacidad y la
precisión de sus esfuerzos en esta dirección. Aferrado como es-
tá a algunas fórmulas vetustas, su contribución ha sido, sin em-
bargo, mínima —y con ello la pérdida es general— en la tarea,
no menos necesaria, de volver a conectar las ciencias naturales
con sus raíces humanas y así combatir su naturalización. Hay
que lamentar que algunos de los desarrollos más importantes
de la cultura contemporánea estén teniendo lugar sin contar con
la atención de uno de sus estudiosos más profundos.

25. Para algunos comentarios interesantes, véase Jeremy Bernstein, Quantum


Profiles, Princenton, Princeton University Press, 1991, págs. vii-viii y 77-84 (trad. cast.:
Perfiles cuánticos, Aravaca, McGraw-Hill/Interamericana, 1991).
CAPÍTULO 4

EL LEGADO DE THOMAS KUHN: EL T E X T O


APROPIADO EN EL MOMENTO JUSTO

La muerte de Thomas Kuhn —«Tom» para todos aquellos


que lo conocían y un extraordinario número de personas le lla-
maba así, teniendo en cuenta su consciente negativa a adoptar
el papel de la celebridad intelectual que sin duda era—, al igual
que su vida profesional en general, tiene las trazas de ser vista,
en estos días de guerra de cultura, como otro apéndice, otra
nota a pie de página o idea adicional a su obra La estructura de
las revoluciones científicas, escrita en los cincuenta y publicada
en 1962. A pesar de que produjera un buen número de obras
1

importantes, incluidas La tensión esencial (1977), una obra al


menos tan original y mucho más cuidada, y La teoría del cuerpo
negro y la discontinuidad cuántica (1978), una investigación 2

meticulosa cuya recepción poco calurosa por la comunidad fí-


sica tan celosa como siempre de sus mitos de origen le afectó
mucho, fue La estructura, que era como él mismo solía referir-

1. Kuhn, T. S., The Structure of Scientific Revolutions, Chicago, University of Chi-


cago Press, 1962 (trad, cast.: La estructura de las revoluciones científicas, Madrid, Fon-
do de Cultura Económica, 2000).
2. Kuhn, T. S., The Essential Tension, Chicago, University of Chicago Press, 1977
(trad, cast.: La tension esencial, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1983); Kuhn,
Black-body Theory and the Quantum Discontinuity, 1894-1912, Chicago, University of
Chicago Press, 1978 (trad, cast.: La teoría del cuerpo negro y la discontinuidad cuántica,
Madrid, Alianza, 1987).
se a ella, la que lo definió a los ojos del mundo y, reactivamen-
te, a los suyos propios. Vivió, con angustia y pasión, a su som-
bra durante casi treinta y cinco años. Sus notas necrológicas,
que fueron muchas, se concentraron casi exclusivamente en ella,
incluyendo una peculiarmente desagradable, obtusa y sin inge-
nio, en el londinense Economist, que concluía con una desafor-
tunada ocurrencia sobre el cambio de paradigma que el propio
Kuhn acababa de sufrir. Y después de tener casi listo para su pu-
blicación, en la última época de su lucha contra un cáncer de
pulmón, su tan esperado segundo pase del tema, del que ya ha-
bía habido numerosos preestrenos, sobre cómo cambian las
ciencias, su reputación se nutrirá durante muchos años de aque-
lla obra.
Surge entonces la pregunta: ¿por qué La estructura tuvo un
impacto tan enorme? ¿Por qué todo el mundo, desde físicos de
partículas y filósofos hasta sociólogos, historiadores, críticos li-
terarios y teóricos políticos, por no hablar de publicistas, di-
vulgadores y sabelotodos de la contracultura encuentran en el
libro algo a lo que asentir vehementemente o bien contra lo que
reaccionar con igual pasión? No puede ser tan sólo que el libro
sea osado, innovador, incisivo y esté maravillosamente bien es-
crito. Es todo eso con el añadido de ser académico y estar escri-
to con el corazón. Pero hay muchos otros libros, dentro y fue-
ra de la historia de la ciencia. Excelencia y relevancia, por muy
reales que sean, no aseguran ni la fama ni el reconocimiento
—¿cuántas personas, después de todo, le han prestado aten-
ción al libro Feeling andForm de Suzanne Langer? De modo un
tanto misterioso e incierto, misterioso e incierto incluso para
Kuhn, que nunca dejó de mostrar sorpresa y seria preocupación
por la recepción de su libro, La estructura fue el texto apropia-
do en el momento justo.
Desde los años veinte (y especialmente tras la obra Ideologie
und Utopie [Ideología y utopía] de Karl Mannheim publicada en
1929) lo que se llamó la «sociología del conocimiento» se aplicó
a un campo tras otro de la actividad intelectual. La religión, la
historia, la filosofía, la economía, el arte, la literatura, el dere-
cho, el pensamiento político o incluso la misma sociología fue-
ron sometidos a una forma de análisis que perseguía exponer
sus conexiones con el contexto social dentro del cual aquéllos
se daban, viéndolos como construcciones humanas evoluciona-
das históricamente, emplazadas culturalmente y colectivamente
producidas. El resultado fue a veces crudo y determinista, re-
duccionismo marxista o historicismo hegeliano, otras veces sutil
y vacilante, una búsqueda circunstanciada de desarrollos locales,
una sugerencia cualificada de relaciones específicas. Pero, crudo
o sutil, precipitado o tentativo, no se aplicó, salvo algunas ex-
cepciones que quedaron como tales, a la actividad intelectual
más prestigiosa, más importante de todas: las ciencias naturales.
Apartadas en un mundo de pensamiento autopropulsado,
la física, la química, la geología, incluso la biología, no se mez-
claban con la sociología o, en cualquier caso, con la sociología
del conocimiento. Lo que de historia [history] podía haber era
principalmente de tipo práctico y monumental y excesivamen-
te liberal, una historia [siory] de logros decisivos que conduci-
ría sucesivamente a la verdad, la explicación y la condición ac-
tual de las cosas. La sociología que podía haber, la de un Max
Weber o Robert Merton, era demasiado "externalista", preo-
cupada por los efectos sociales de la ciencia, las normas insti-
tucionales que la gobiernan o el origen social de los científicos.
Los asuntos llamados internos —por qué y cómo las teorías y
las prácticas de los científicos toman la forma que toman, sus-
citan el interés y ejercen la influencia del modo como lo ha-
cen— quedaban fuera de su alcance, explicables, de serlo, por
las energías de la razón, los misterios del genio o la simple na-
turaleza de las cosas que deja huella en una mente cualificada.
Fue esta línea divisoria, aparentemente incuestionable, su-
puestamente incomunicable, que separaría la ciencia como una
forma de actividad intelectual, una manera de conocer, de la
ciencia como un fenómeno social, una manera de actuar, la que
cuestionó y comunicó por primera vez Kuhn en La estructura.
En verdad, no fue el único en hacerlo. Otras figuras como Nor-
wood Rusell Hanson, Michael Polanyi, Paul Feyerabend, Mary
Hesse, Imre Lakatos y con posterioridad Michel Foucault e Ian
Hacking, algunos de ellos críticos de algunos de los argumen-
tos particulares de Kuhn, otros rivales o simplemente con tra-
yectorias propias, unieron también las dos actividades desde
los cincuenta en adelante. Con todo, Kuhn y La estructura, más
que ningún otro, allanó el camino y, porque no siempre es pru-
dente o cómodo ir a la cabeza de un grupo de ataque, provocó
las críticas de los Viejos Creyentes. La obra, diseñada como
una entrada inconformista en la International Encyclopedia of
Unified Science de Neurath, Carnap y Morris, de inspiración
positivista, era tan esquemática, panorámica, llena de confian-
za y libre de compromisos que marcó por sí misma los térmi-
nos del debate. Se convirtió en la imagen misma del estudio de
la ciencia como tarea mundana; devino, por acuñar una expre-
sión, su paradigma dominante, lista para la imitación, la am-
pliación, el desdén o el derribo.
Es innecesario aquí y, de cualquier modo, imposible revisar
de nuevo el sinfín de argumentos a favor y en contra de las te-
sis que La estructura propuso: que el cambio científico es dis-
continuo y alterna largos períodos de estabilidad normal y breves
explosiones de agitación «revolucionaria»; que la investigación
científica «normal» está gobernada por ejemplares estableci-
dos, los famosos paradigmas que presentan modelos a la co-
munidad relevante para la resolución de enigmas [puzzle-sol-
ving]; que tales paradigmas son «inconmesurables» y que los
científicos que operan bajo paradigmas diferentes captan en el
mejor de los casos sólo parcialmente los puntos de vista que los
otros respectivamente adoptan; que «la elección de teorías» —el
movimiento de un paradigma a otro— se describe mejor como
una cuestión que remite a la «conversión» intelectual de un cam-
bio de Gestalt que como un asunto gradual consistente en con-
frontar punto por punto la teoría que se abandona con aquella
que, por el contrario, se adopta; y que el grado en el que esos
paradigmas han cristalizado en una ciencia es una medida de su
madurez, su «dureza» o «blandura», así como su distancia y re-
ferencia con respecto a empresas no científicas. El propio Kuhn
modificó algunas de estas formulaciones en una serie de apén-
dices, replanteamientos, réplicas y «segundos pensamientos».
En su opinión, muchas de ellas habían sido distorsionadas, mal
comprendidas, más bien mal utilizadas, tanto por sus detracto-
res como por sus defensores." Otras pocas, especialmente la
afirmación de que el cambio científico no consiste en un acer-
camiento implacable a una verdad en actitud de espera sino en
bandazos de las comunidades disciplinarias, las mantuvo frente
a los ataques de todos los cuarteles generales.
Fue, de hecho, esta última afirmación suya, de amplio al-
cance, la que hizo de ha estructura una obra revolucionaria —una
llamada a las armas para aquellos que veían en la ciencia el últi-
mo bastión del privilegio epistémico o un pecado contra la ra-
zón para aquellos que la veían como el camino real [royal] a lo
realmente real [real]. Que las discontinuidades teoréticas sean
o no tan prominentes en otros ámbitos como supuestamente lo
son en física; que los cambios de Gestalt y la inconmesurabili-
dad sean la norma en el cambio de teoría o que lo sea la minu-
ciosidad; que la teoría y los enunciados generalizados, los es-
quemas conceptuales y las concepciones del mundo sean por
encima de todo realmente el núcleo del asunto: todo esto pue-
de dejarse a un lado para resolverlo en el tipo de estudio al que
La estructura sirve de ejemplo y de reclamo. Lo que permanece
como legado de Kuhn, lo que enfurece a sus oponentes más in-
transigentes y desorienta a sus seguidores más entregados, es su

* Véase T. S. Kuhn, El camino desde la estructura, Conant, J . y J . Hangeland


(comps.), Barcelona, Paidós, 2002. (N. dele)
apasionada insistencia en que la historia de la ciencia es la his-
toria del crecimiento y la sustitución de comunidades científicas
cooptadoras, definidas normativamente, dirigidas de maneras
diversas y, con frecuencia, en aguda competición. O, por citar
de La estructura y no meramente aludir a ella: «Tanto la ciencia
normal como las revoluciones son [...] actividades basadas en
la comunidad. Para descubrirlas y analizarlas, primero hay que
desenmarañar la cambiante estructura de la comunidad de las
ciencias en el tiempo. Un paradigma gobierna [...] no un objeto
sino a un grupo de practicantes. Cualquier estudio, tanto de una
investigación dirigida por un paradigma, como de una investi-
gación que tiene por objetivo romper uno de ellos, debe empe-
zar por localizar el grupo o grupos responsables». 3

Con este firme emplazamiento de «las ciencias» en el mun-


do donde se sigue el orden del día y se hacen carreras, donde
se forman alianzas y se desarrollan doctrinas, el mundo en el que
todos nosotros vivimos, La estructura dio paso, sin obstáculo
alguno, a la irrupción de la sociología del conocimiento en el
estudio de aquellas ciencias. Como la sociología del conoci-
miento estaba, en su misma naturaleza, libre de debate, divi-
sión y variedad de puntos de vista (así como en algunos de sus
practicantes más exuberantes, de un tono inconformista dise-
ñado para darle dentera al establishment), su compromiso con
las ciencias fue y continúa siendo más pleno que el que había es-
tablecido con la literatura, la historia o el pensamiento político,
el cual de hecho recordaba sus refriegas, prolongadas y envene-
nadas, con la religión. Una vez vertida, empero, esta aplicación
de las categorías, razonamientos, procedimientos y propósitos
característicos de las ciencias humanas a la práctica de las cien-
cias llamadas tendenciosamente «reales» no puede ahora ser
invertida ni siquiera por las contramedidas más desesperadas.
A pesar de los gritos de «subjetivismo», «irracionalismo», «psi-

3. The Structure of Scientific Revolutions, op. cit., págs. 179-180.


cología de masas» y, cómo no, de la imprecación favorita de es-
tos días, «relativismo», gritos repetidamente lanzados contra
La estructura (y contra «Kuhn», quien ha sido acusado de no
creer en la existencia de un mundo externo por personas de
quien se esperaría un mayor nivel de argumentación), su orden
del día, con independencia del destino de sus aseveraciones
particulares, es todavía vigente. Crece a gran velocidad la suje-
ción de las ciencias a la atención, firme y superficial, bien in-
formada e ignorante, de los historiadores, los sociólogos, los
antropólogos, los economistas, incluso los escritores de ciencia
o los profesores de inglés, reacios a detenerse en los límites de
la autoridad disciplinaria o de cohibirse ante las solemnidades
de los laureados con el Nobel. Este genio particular, una vez
fuera de la botella, no puede ser devuelto a ella, por muy es-
pantoso o maltratado que él (¿ella?) pueda ser —o para quién.
Es bastante evidente que, cuando publicó La estructura,
Kuhn no era del todo consciente de lo rebelde que iba a volverse
el genio y de cuánto se iba a extender. El gran estallido de es-
tudios sociohistóricos de la ciencia, Edimburgo, París, Biele-
feld, Boston, Jerusalén, San Diego, etc., así como la enorme ex-
plosión de jeremiadas en su contra, retrasaba en gran medida
lo que el propio Kuhn caracterizó en sus páginas iniciales como
un ensayo reflexivo sobre algunas cosas que le venían preocu-
pando desde sus días en el instituto y en la Society of Fellows
de la Universidad de Harvard. Las causas de toda esta crítica y
contracrítica que pronto se extendió a ámbitos no científicos o
científicos en potencia son variadas, se han comprendido mal y
han sido muy discutidas. Ya se ha producido la cambiante ubi-
cación de las ciencias (y de los científicos) en la cultura con-
temporánea, las preocupaciones morales que surgen de sus
aplicaciones militares y su creciente distancia de la inteligibili-
dad general, así como un mayor escepticismo ante la posibilidad
de una investigación neutral, la ambivalencia cada vez más pro-
funda del rápido cambio tecnológico y las explosiones en la
universidad a finales de los sesenta. Para otros, el culpable es el
fin de la modernidad, el misticismo New Age, el feminismo, la
deconstrucción, el declinar de la hegemonía de Occidente, la
política de financiación de la investigación o alguna combina-
ción de todo ello.
Si bien Kuhn estaba al tanto de muchos de esos temas, su
interés no se centraba tanto en ellos como en la comprensión
de cómo la ciencia pasó de Aristóteles a Newton, de Newton a
Maxwell y de Maxwell a Einstein y, dadas las contingencias del
mundo, de cuáles fueron las razones de su inesperado éxito.
Dejando a un lado el debate en torno a «la Bomba», que, hasta
donde sé, nunca trató públicamente, aquellas cuestiones ape-
nas ocupaban un lugar destacado y mucho menos central en el
mundo de finales de los cincuenta y principios de los sesenta,
un mundo preocupado pero aún compuesto. Se hicieron pre-
sentes independientemente tras la aparición de La estructura y
fueron entonces polémicamente ligadas a ella por su inespera-
da y espontánea audiencia de masas —positivamente, como
una desmitificación de la autoridad científica, su encierro de
nuevo en el tiempo y la sociedad; negativamente, como una
revuelta en su contra, un repudio de la objetividad, la impar-
cialidad, la lógica y la verdad—. Rezó para que lloviera y se
produjo una inundación.
Más allá de su actitud hacia las obras, las meta-obras y las
meta-meta-obras que se reunieron en el entorno de La estruc-
tura tras finales de los sesenta —y fueron decididamente abiga-
rrados—, Kuhn se vio en la situación de tener que afirmar sus
puntos de vista una y otra vez de varias formas y en foros di-
versos. No es que sus posiciones fueran oscuras o poco trans-
parentes y directas en su primera expresión. Si apuntaban algo,
era precisamente su excesiva claridad. Pero tenían que abrirse
camino en un ambiente intelectual diferente a aquél en el que
se habían formado originariamente. Kuhn, que había comen-
zado como un físico «normal» para convertirse en un historia-
dor «normal» (la historiografía centrada en los análisis de caso,
aprendida al parecer de James Bryant Conant, fue tan conven-
cional como heterodoxos fueron sus argumentos), no se sentía
cómodo con doctrinas que cuestionaban o bien la posibilidad
del conocimiento genuino, o bien la realidad de sus avances ge-
nuinos. A pesar de todo el énfasis que puso en las consideracio-
nes sociológicas para la comprensión del cambio de teorías, no
tuvo más que desdén hacia la idea de que tales consideraciones
afectan el valor de verdad de teorías como la de la propagación
de la luz o el movimiento de los planetas.
Kuhn no es el primero en haber conseguido, muy pronto
en su carrera, trastocar muchas ideas y tener entonces que lle-
gar a un acuerdo con sus implicaciones de largo alcance, difíci-
les de asumir, a medida que se convertían en sabiduría común.
Lo mismo puede decirse de Gódel, quien habría deseado que
su prueba se hubiera resuelto por otra vía y así poder pasar
parte del resto de su vida intentando establecer la integridad de
la razón por otros medios; y de Einstein, a quien le inquietaba
la escisión que introdujo en la teoría física con su concepción
cuántica de la luz y procuró a continuación tapar de algún mo-
do la brecha. Sobrevivir a los efectos posteriores de un terre-
moto que uno ha contribuido especialmente a producir puede
ser tan difícil y de tanta relevancia como ocasionar el temblor
original. Se necesita una convicción serena y una ironía sobre
uno mismo bien asentada para poder hacerlo. La revolución
que Kuhn (quien tenía una consigna bordada en su casa que
rezaba «Dios Salve Este Paradigma») puso en marcha pertur-
bará nuestras certezas, como sacudió las suyas, durante todavía
mucho tiempo.
CAPÍTULO 5

UNA PIZCA DE DESTINO: LA RELIGIÓN COMO


EXPERIENCIA, SIGNIFICADO, IDENTIDAD, PODER

Cuando en el último capítulo de Las variedades de la expe-


riencia religiosa —que no sin cierta incomodidad titula «Con-
clusiones» y al que inmediatamente le suma un post scriptum co-
rrectivo del que acto seguido reniega— William James revisa la
tarea que le ha ocupado aproximadamente quinientas densas
páginas, confiesa su sorpresa ante la carga de emotividad que
encierra su trabajo. «Al releer ahora el manuscrito me encuen-
tro horrorizado por la cantidad de emotividad que encuentro
en él. [...] Hemos sido por completo anegados sentimentalmen-
te». Todo ha girado, dice nuestro autor, entorno a «yoes secre-
1

tos» y «documentos palpitantes», fragmentos autobiográficos


que relatan algún que otro episodio interno, conmovedor y eva-
nescente. «No sé cuánto duró este estado, ni cuándo me sobre-
vino el sueño —dice uno—, pero cuando me desperté por la
mañana me encontraba bien.» «Hiciera lo que hiciera, fuera
1

adonde fuera —comenta otro— aún vivía atormentado.» «Pa- 3

recía llegar en oleadas, me daba aire como unas inmensas alas.» 4

1. James, W. (1902), The Varieties of Religious Experience, a Study in Human Na-


ture, Nueva York, Modern Library, 1929, pág. 476 (trad, cast.: Las variedades de la ex-
periencia religiosa, Barcelona, Edicions 62/Península, 1986).
2. Ibid., pág. 119, cursiva en el original.
3. Ibid, pág. 171.
4. Ibid, pág. 250.
Y así sucesivamente, una confesión tras otra. La religión, tal y
como afirma James en un estilo conciso al que recurre para li-
berarse de la abundancia de su propia prosa, es «la pizca del
destino personal» tal y como el individuo lo siente. «[Los] en-
tresijos del sentimiento, los estratos más oscuros del carácter,
más ciegos, son los únicos lugares del mundo en los que pode-
mos encontrar, a la par que se produce, el hecho real y percibir
directamente cómo los acontecimientos ocurren y cómo se rea-
lizan realmente las cosas.» El resto es notación: se correspon-
5

de con la realidad de algo como un menú con una comida, la


pintura de una locomotora en plena carrera con su potencia y
velocidad o, tal vez, aunque no lo diga explícitamente, como la
ciencia con la vida.
Esta manera de demarcar la «religión» y lo «religioso» —el
individualismo radical («Si Emerson se viese forzado a ser un
Wesley, o un Moody a ser un Whitman, se resentiría completa-
mente la conciencia humana de la divinidad»), la atracción por
6

los límites más incontrolados del sentimiento («Utilicé estos


ejemplos extremos porque proporcionan información más pro-
funda») y, sobre todo, su desconfianza en esquemas y fórmulas
7

(James los llama, incluidos los suyos, «pálidos», «estrechos», «in-


corpóreos», «muertos»)— otorga a Las variedades, visto desde
nuestra posición, sea ésta cual sea, un doble aspecto curioso. Re-
sulta a la par casi ultracontemporáneo y singularmente remoto
un escrito reciente sobre New Age y algún tipo de intereses pos-
modernos y una obra impregnada de una atmósfera de época, al
estilo de Las bostonianas, «Autoayuda» o Science and Health.
La impresión de contemporaneidad es, con mucho, una
ilusión; los desconciertos del pasado fin de siécle difieren de los
nuestros, así como nuestra manera de hacerles frente. Percibir,

5. M . , pág. 492.
6. Ibid., pág. 477.
7. Ibid., pág. 476.
por el contrario, que la gran obra de James está en un sentido
no peyorativo, si es que existe algún sentido no peyorativo, an-
ticuada es algo más sustancial. Para nosotros la religión es algo
diferente de lo que era para James y no porque nosotros sepamos
más del tema que él (que no sabemos) o porque sus hallazgos
carezcan de interés o de importancia para nosotros (que sí los
tienen) o incluso porque la religión misma haya cambiado (ha
cambiado y no lo ha hecho). La vemos de manera diferente
porque la tierra se ha movido bajo nuestros pies; son otros los
límites que examinar, otros los destinos que prever. La pizca es-
tá aún ahí, punzante y molesta. Mas, por alguna razón, la senti-
mos de algún modo diferente. Menos privada, tal vez, o más di-
fícil de localizar, de señalar con precisión; no es ya un indicador
que aporte confianza o un signo revelador, ni tan siquiera un
dolor metafísico.
Lo que al parecer más nos distancia de James, lo que sepa-
ra nuestra espiritualidad de la suya, si es que se puede seguir
utilizando esa palabra por más tiempo para dar a entender al-
go salvo pretensiones morales, es la palabra que cautelosamen-
te he omitido de su rutilante lema y que me ha servido de título:
«personal»; «la pizca de destino personal». La «religión» y la
«religiosidad», en sus páginas y en su mundo —la Nueva Ingla-
terra trascendentalista al final de su singladura— es un asunto
radicalmente personal, un «estado de fe» (como él mismo lo de-
nomina) privado, subjetivo, enraizado en la propia experiencia
y plenamente resistente a las crecientes exigencias de lo públi-
co, lo social y lo cotidiano «en tanto últimas instancias que dictan
lo que podemos creer». Exigencias semejantes, surgidas en tiem-
8

pos de James, cuando Estados Unidos comenzaba a ser y a sen-


tirse poderoso, resultan hoy para nosotros asfixiantes. Acotar
un espacio para la «religión» en un dominio llamado «expe-
riencia» —«los estratos más oscuros y más ciegos del carác-

8. I t ó . , p á g . 4 1 8 .
ter»— no parece ya una tarea tan razonable y natural. Hay mu-
cho a lo que quisiéramos llamar «religioso», a veces parece que
a casi todo lo que discurre fuera del yo.
Hoy en día, cuando se repite incesantemente la expresión
«lucha religiosa» en los medios de comunicación, en escritos
académicos, incluso en las arengas y homilías dominicales, no
se apunta con ello a luchas privadas con demonios internos.
Los reportajes desde las almenas del alma son ahora la especia-
lidad de los debates televisivos y de las autobiografías de rena-
cidas celebridades. Tampoco hace ya referencia al esfuerzo, tan
destacado en el pasado cambio de siglo cuando las iglesias apa-
recían agotadas y consumidas, por proteger la declinante auto-
ridad de las convicciones religiosas situándolas en un dominio
autónomo fuera del alcance de las seducciones divino-diabóli-
cas de la vida secular, el campo de actuación de Auden al que
los ejecutivos nunca querrían meter mano. En la actualidad,
«lucha religiosa» hace referencia principalmente a aconteci-
mientos que tienen lugar fuera de los hogares, actos plein air en
la plaza pública: encuentros en parques, audiencias en el tribu-
nal supremo. Yugoslavia, Argelia, India, Irlanda. Políticas de
inmigración, problemas de minorías, programas escolares, pre-
ceptos del sabbath, velos, debates sobre el aborto. Revueltas,
terrorismo, fatwas, la Verdad Suprema de Aum, Kach, Waco,
la Santería, el asalto al Templo Dorado. Monjes políticos en Sri
Lanka, renacidos agentes de bolsa en Estados Unidos, santos
guerreros en Afganistán. El premio Nobel anglicano, Desmond
Tutu, lucha por confrontar a los sudafricanos con su propio pa-
sado; el premio Nobel Carlos Ximenes Belo anima a Timor
Oriental a resistir su presente. El Dalai Lama frecuenta las
grandes fortunas del mundo con el fin de mantener en pie la
causa tibetana. Nada de todo esto es especialmente privado; tal
vez encubierto, o subrepticio, pero escasamente privado.
En tiempos de James, la religión, al parecer, sufrió paulati-
namente un proceso de subjetivización; se debilitó en su mis-
ma naturaleza como fuerza social para emerger como un asun-
to exclusivo de las afecciones del corazón. Los secularistas
celebraron este hecho considerándolo un signo de progreso,
modernidad y libertad de consciencia; los creyentes lo acataron
como el precio a pagar necesariamente en estas cuestiones (Ja-
mes se caracterizó por compaginar ambas posturas). Para am-
bos, la religión gravitaba hacia su lugar idóneo, alejado del jue-
go de los intereses temporales. Las cosas, sin embargo, no han
seguido el mismo rumbo. Los sucesos del siglo en el que James
impartió sus conferencias —dos guerras mundiales, genocidio,
descolonización, el disparo de la natalidad y la integración tec-
nológica del mundo— han contribuido menos a conducir a la
fe a la agitada interioridad del alma que a guiarla hacia las con-
mociones de la política, del estado y de esa compleja discusión
que llamamos cultura.
No parece ya adecuado recurrir a la «experiencia» con el
propósito de, mediante algún tipo de descripción, enmarcar
nuestra comprensión de las pasiones y acciones que considera-
mos religiosas, por muy enraizada que pueda estar dicha expe-
riencia en cualquier discurso sobre la fe que sea sensible a sus
exigencias regeneradoras (un punto que trataré al final, cuan-
do intente recuperar ajames de mi propia crítica). Se deberían
emplear términos más firmes, más determinados, más trans-
personales y abiertos, digamos, «significado», «identidad» o «po-
der», para captar las tonalidades de la devoción en nuestro tiem-
po. Cuando, mientras escribo esto, es posible que un católico
romano se convierta en el Primer ministro de la India si el ac-
tual gobierno hinduista cae, cuando el islam es de facto la se-
gunda religión en Francia, los literalistas bíblicos persiguen
socavar la legitimidad del presidente de Estados Unidos, mis-
tagogos budistas hacen volar por los aires a políticos budistas
en Colombo, cuando sacerdotes de la liberación incitan a los
campesinos maya a la revuelta social, un mullah egipcio dirige
una secta reformadora del mundo desde una cárcel americana
y cazadores de brujas en Sudáfrica imparten justicia en algunos
vecindarios, hablar de la religión en términos de (citando lo
que el propio James expone en cursiva en «Delimitación del te-
ma») «los sentimientos, los actos y las experiencias de hombres
particulares en su soledad, en la medida en que se ejercitan en
mantener una relación con lo que consideran la divinidad» signi-
ficaría pasar por alto mucho de lo que está ocurriendo hoy en
los corazones y las mentes de los piadosos. 9

Tampoco se trata meramente de una cuestión vocacional, la


voz del psicólogo fascinado por las profundidades emocionales
en contra del antropólogo deslumhrado por las superficies so-
ciales. James no era individualista por ser psicólogo; era psicó-
logo por ser individualista. Es esto último, la idea de que cree-
mos si creemos (o descreemos si descreemos) en soledad, a
solas con nuestro destino, nuestra propia pizca privada, lo que
ha de ser reconsiderado, dados los enfrentamientos y los de-
sórdenes que hoy nos rodean.

El «Significado» en el sentido elevado de «el Significado de


la Vida» o «el Significado de la Existencia» —el «Significado»
del Sufrimiento, del Mal, del Azar o del Orden— ha sido la
fuente principal de discusión académica en torno a la religión
desde el siglo X V I I I , momento a partir del cual la discusión co-
menzó a formularse en términos más empíricos que apologéti-
cos. Pero fue sólo con el intento de Max Weber, cuya osadía
aún asombra, por demostrar que los ideales religiosos y las ac-
tividades prácticas avanzan juntas tambaleándose por la histo-
ria, formando de hecho un proceso inseparable, cuando empe-

9. Ibtd.y pág. 31, cursivas en el original.


zó a verse en el «Significado» algo más o algo diferente a una
glosa fija aplicada a una realidad establecida.
Cuando contemplamos, con este reconocimiento a nuestras
espaldas, nuestro mundo con sus medios de comunicación siem-
pre a punto para intentar ver, mediante alguna comprensión
razonable del término, lo que hay de «religioso» en lo que está
ocurriendo en él, nosotros, a diferencia de James con sus con-
versos absortos, sus solitarios extáticos y sus almas enfermas,
no vemos esa línea luminosa que separa las inquietudes eternas
de las diarias; ni siquiera reconocemos línea alguna. El pene-
trante rugido del mar de la fe de Arnold retirado de las pálidas
orillas de la vida ordinaria parece por el momento bien acalla-
do; la marea está crecida y provoca inundaciones. El Significado
ha vuelto (asumiendo que alguna vez se marchó fuera del sur
de Inglaterra). Y la dificultad radica en averiguar lo que ello
significa.
Casi por doquier (con la exclusión quizá de Singapur que,
por lo demás, también es escenario de movimientos de agita-
ción evangelistas) vemos posturas de contenido religioso sobre
cualquier cosa y siempre con la aspiración de hacerse un sitio
en el centro de la atención cultural. Desde el norte y el oeste de
África, pasando por Oriente Medio y Asia Central hasta el sur
y sureste de Asia, una vasta y abigarrada colección de ideolo-
gías, movimientos, partidos, programas, visiones, personalidades
y conspiraciones autoproclamándose representantes del autén-
tico islam compite por la hegemonía social, mientras que en
otros casos (Irán, Afganistán, posiblemente Sudán) esto es casi
ya un hecho consumado. En el subcontinente indio, el lugar
para el que hubiera podido inventarse la palabra «miríada»,
nacionalismos religiosos, subnacionalismos y subsubnaciona-
lismos se enzarzan en una lucha compuesta «ahora de un mi-
llón de motines» en busca de poder, dominación y el derecho a
prescribir la moralidad pública. Los yugoslavos, semejantes en
todo menos en sus recuerdos, echan mano de diferencias reli-
giosas que carecían hasta entonces de relevancia para justificar
sus oscuros odios. El papado globaliza, extendiéndose con vis-
tas a configurar la sociedad secular en África, Europa del Este
y América Latina. La ortodoxia renace para devolver a Rusia lo
ruso, el escrituralismo profético surge de nuevo para devolver
América a lo americano. Hay, sin duda, países donde las con-
cepciones religiosas, recibidas o renovadas, no parecen jugar
un papel relevante en los asuntos públicos (China o Ruanda-
Burundi, quizá). Sin embargo, hay tantos de ellos en los que sí
lo juega que es suficiente para considerarlo una señal de nues-
tro tiempo.
Leer este signo, desentrañar su significado, o bien dar cuen-
ta de él, determinar su porqué, cómo se ha constituido y lo que
nos revela sobre nuestra situación actual; todo ello es, en con-
junto, algo diferente. Dada la larga y honorable tradición en las
ciencias sociales —tradición que ni siquiera Weber tuvo el po-
der de quebrar— de no buscar explicación a los desarrollos re-
ligiosos si no era en aquellos desarrollos mismos, ha habido en
las dos o tres últimas décadas una enorme proliferación (la re-
volución iraní en 1979 marca probablemente el regreso de la
religión a un lugar importante de nuestro orden del día profe-
sional, aunque asuntos tales como la Partición, las revueltas de
Kuala Lumpur, el Vaticano II, Martin Luther King y el recru-
decimiento de los problemas irlandeses debieron habernos
puesto sobre la pista mucho antes) de teorías y explicaciones
invocando circunstancias políticas y económicas, sociológicas e
históricas; en algunos casos, incluso, alegando circunstancias
de psicología de masas, «de multitudes enloquecidas», como las
fuerzas subyacentes que empujan, determinan, causan, configu-
ran, conducen y estimulan —así actúan las fuerzas— los acon-
tecimientos religiosos. «Religión» es la variable dependiente fa-
vorita de todos.
No es que todo esto sea absolutamente erróneo. A pesar
del estímulo que supone para el principal pecado de la sociolo-
gía, el análisis de la causa favorita («todo se reduce a» [...] la
personalidad de los líderes, las tensiones de la modernización, la
memoria histórica, la pobreza en el mundo, el desmoronamien-
to de la tradición, la desigualdad, la geopolítica, el imperialismo
occidental [...]) ha propiciado sugerentes interpretaciones tan-
to de casos particulares como, con menos frecuencia, del fenó-
meno en general. Nadie duda de que los Milosevics, los Karad-
zics, los Tudjmans e Izetbegovics, por no decir nada de los
chicos de suburbio contratados que matan en su nombre, eran
y son personalidades manipuladoras, a las que les mueve mu-
cho más las vanidades de la gloria terrena, la ambición, la intri-
ga, los celos y la autoexaltación que los entusiasmos religiosos
o etnorreligiosos. Del mismo modo, resulta evidente que el «is-
lam político», como erróneamente ha dado en llamarse el radi-
calismo en Argelia, el clericalismo en Egipto, el militarismo
paquistaní, el tradicionalismo malayo o los movimientos pro-
gresistas, dispersos y hostigados, que de algún modo intentan
sobrevivir en lugares diversos, se alimenta del estancamiento y
la pobreza y representa el esfuerzo por parte de los musulma-
nes de atraer hacia sí las demandas y energías del mundo mo-
derno. A su vez, la creciente oleada de conflictos comunales en
la India, Nigeria, Sri Lanka e Indonesia es, en gran medida y
con seguridad, una respuesta a los intentos de construir Esta-
dos nacionales, fuertes y centralizados, en aquellos países polí-
glotas, policulturales y polirreligiosos.
Hasta aquí nada que objetar. Pero, al mismo tiempo, es
cierto que Karadzic no habría podido despertar los miedos de
lo que, con un anacronismo jovial, llamó «El Turco» en Saraje-
vo o Tudjman no habría podido sublevar a los croatas en con-
tra de la amplia minoría serbia en Zagreb inundando la ciudad
con pósters en los que se leía «Dios proteja Croacia», si no hu-
biera habido algo que instigar, incluso en países por entonces
tan cosmopolitas, relajados y, por lo general, seculares. Si no se
hubiera difundido ampliamente entre las masas de Cairene o
Karachi la idea de que el islam ha sido vejado y menosprecia-
do, la profecía desatendida y su profeta degradado, apenas ha-
brían despertado interés alguno los movimientos encargados
de rehabilitar y purificar esa imagen y de confundir a los ene-
migos. Y sin grupos de todo tipo, de distinta amplitud y fe
—una antología de devociones—, preocupados por la exclu-
sión espiritual impuesta políticamente, la represión, la margina-
lización, incluso la eliminación, sería improbable que el edificio
del Estado pudiera por sí mismo originar la revuelta comunal.
Dejar a la religión fuera de todo esto, salvo como síntoma o in-
dicador de una dinámica «subyacente» o «real», es como mon-
tar una obra prescindiendo no del príncipe sino de toda la tra-
ma. El mundo no se rige sólo por las creencias. Pero apenas
funciona sin ellas.
Se plantea, no obstante, un problema al invocar, tal y como
yo he hecho para atraer la atención del lector, ejemplos en los
que está en juego la violencia de masas, los «casos extremos que
proporcionan información más profunda» de James (un prin-
cipio incierto, desde mi óptica). Apoyarse en esos ejemplos tan
notorios oscurece la generalidad y la amplitud, la mera norma-
lidad de lo que está sucediendo al confundir la disputa religio-
sa, bien delimitada, extendida y suficientemente intensa, con la
furia religiosa que además de focalizada y generalmente espo-
rádica resulta, en muchas ocasiones, el hijo no deseado. No to-
dos los lugares son como Argelia, Sri Lanka, Beirut o Vukovar,
Cachemira o el Ulster. La inmigración de veinte millones de mu-
sulmanes a la Unión Europea en el curso de las pasadas décadas
ha provocado considerables tensiones, pero, por el momento,
se trata sólo de una violencia puntual. Los cristianos, los hin-
dúes y los musulmanes en Indonesia han mantenido las distancias
en paz durante cincuenta años (se han asesinado mutuamente
por otros motivos), aunque esa situación parece tocar pronto a
su fin. De un tiempo acá, Etiopía parece saber administrar ra-
zonablemente bien su variedad religiosa, primero con el fin del
emperador y, tras él, con el fin del Dergue. La concentración
J e violencia —revueltas, asesinatos, insurrecciones, guerras ci-
viles—, si bien de enorme valor en sí mismas para, por un lado,
comprender cómo se originan y qué debe hacerse para impedir
su surgimiento y, por otro, para mostrar en qué infiernos pue-
den acabar perdidas nuestras ciegas almas, dan una imagen de-
sorientadora del conflicto religioso al representarlo en sus
formas más patológicas. Hay en movimiento asuntos más pro-
fundos que la mera sinrazón, a los que está sujeta toda empresa
humana, no sólo aquellos que tienen que ver con el significado
del Todo.
Entre estos aspectos más profundos se encuentra lo que se
ha llamado «la búsqueda de la identidad». Es indudable que
últimamente se ha abusado del término «identidad» —«política
de identidad», «crisis de identidad», «pérdida de identidad»,
«construcción de la identidad»— y se lo ha puesto forzosa-
mente al servicio de alguna u otra causa, teoría o excusa. Sin
embargo, en sí misma, esta abusiva búsqueda de la identidad
da fe del hecho de que, más allá de las jergas y el recurso a es-
lóganes, más allá del partís pris, algo importante está en marcha.
Algo, más bien de carácter general, está ocurriendo en la mane-
ra en que las personas reflexionan sobre quiénes son, quiénes
son los otros, cómo desean ser vistos, llamados, comprendidos
y situados por el resto del mundo en general. «La presentación
de uno mismo en la vida diaria», por recordar la famosa expre-
sión de Ervin Goffman, no es ya tanto una cuestión individual;
es más un proyecto colectivo, incluso político, que personal.
Hoy día nos encontramos por doquier con organizados esfuer-
zos, firmes y asiduos, a veces mucho más que eso, por presen-
tar los avatares mundanos de las variedades de la yoidad pública.
Lo que se muestra en ello es un choque de clasificaciones.
v Una vez más, no todas estas clases son «religiosas», ni si-
quiera en el sentido lato de la palabra. Cuando se le pregunta a
alguien «quién» o, más precisamente, «qué es» él o ella, la res-
puesta puede ser tanto étnica («serbio»), nacional («austra-
liano»), supranacional («africano»), lingüística («francófono»),
incluso racial («blanco»), tribal («navajo») o todo tipo de com-
binaciones de éstas («un keniata negro luoparlante»), como el
religioso: un «baptista», un «sij», un «lubavitcher»,*un «ba-
hai», un «mormón», un «budista» o un «rastafari». Pero, de
nuevo, no se trata únicamente de identificaciones religiosas de
uno mismo (y del otro) que destacan paulatinamente en el dis-
curso «secular» de la esfera pública, sino que algunas de estas
poderosísimas identificaciones, «hindú», por ejemplo, o «chu-
ta», sólo recientemente han asumido un agresivo uso político-
mundial.
Y, entonces, ¿por qué las clasificaciones religiosas y las ten-
siones entre esas clasificaciones religiosas ocupan un lugar tan
destacado? ¿Por qué en tantos casos se han convertido las co-
munidades de fe en los ejes en torno a los que gira la lucha por
el poder, poder local, nacional y, a veces, hasta cierto punto po-
der internacional? No hay, por supuesto, una única respuesta a
esta pregunta que se adecué por igual a Estados Unidos, Tur-
quía, Israel, Malasia, Perú, Líbano o Sudáfrica y la pugna de las
así llamadas Nuevas Religiones (esto es, posmeijí) en Japón es
un fenómeno en sí mismo. Aún así cabe ensayar algunas suge-
rencias y observaciones que sirvan de prefacio a discusiones
futuras, más precisas y comprehensivas, de lo que tan sólo po-
demos denominar la refiguración religiosa de la política de poder.
La primera de estas observaciones es que, como ya hemos
indicado, no sólo las identidades religiosas, sino también las ét-
nicas, lingüísticas, raciales y las difusamente culturales han ad-
quirido preponderancia política desde que la descolonización
fragmentó los imperios de outre-mer y, más especialmente, en
torno a la década de la caída del Muro, el derrumbamiento de
la Unión Soviética y el final de la guerra fría que hizo peda-
zos las principales relaciones de poder presentes desde Tehe-
rán y Potsdam. Se ha disuelto el alineamiento, fuertemente bi-
nario, por no decir maniqueo, este-oeste, del equilibrio de po-
der internacional y los efectos colaterales dominantes que di-
cho alineamiento tenía desde Zaire y Somalia a Chile y Cuba,
en el interior de los Estados y entre ellos (pensemos en Filipinas,
Angola, Corea y Vietnam), dejando a todos en la incertidumbre
sobre qué va con qué y con qué no, dónde residen las demar-
caciones críticas y qué es lo que las hace críticas. Que el mun-
do se haya fragmentado y descompuesto en pedazos y restos
tras la caída del Muro ha puesto de relieve formas de auto-rre-
presentación colectiva más particulares y particularistas, y no
sólo en Yugoslavia o Checoslovaquia, donde el efecto es claro
y directo, sino en general. Una proliferación de entidades polí-
ticas autónomas, tan diferentes en su carácter como en su esca-
la, «un mundo en pedazos», como lo he llamado en el capítulo
8, alienta las identidades públicas bien delimitadas, muy espe-
cíficas e intensamente vividas, a la vez que esas identidades frac-
turan, por su parte, las formas adquiridas de orden político que
aspiran a contenerlas, como es el caso en nuestros días del Esta-
do-nación. La proyección de agrupaciones y lealtades definidas
religiosamente sobre todos los aspectos de la vida colectiva des-
de la familia y el vecindario hasta círculos más externos es, por
tanto, parte de un movimiento general mucho más amplio: la
sustitución de un mundo entejado con un reducido número de
piezas muy amplias, desencajadas y análogas a un solo bloque,
no menos completo ni más regular, hecho con un amplio núme-
ro de tejas, más pequeñas, diversificadas e irregulares.
Esto, por supuesto, no es en absoluto todo lo que hay. No
sólo hay contrafuerzas en juego (a modo de ritual se invoca la
globalización económica como una de esas contrafuerzas, aun-
que los recientes disturbios en el Extremo Oriente, los crecientes
problemas en América Latina y los pasos a tientas de la Unión
Europea dejarán claro que interdependencia no es lo mismo
que integración), sino que hay en marcha mucho más que una
mera reclusión en identidades encastilladas. Hay una movilidad
creciente: turcos en Baviera, filipinos en Kuwait, rusos en Brigh-
ton Beach. Resulta difícil no encontrarse con personas con creen-
cias diferentes a aquellas con las que hemos crecido nosotros, ni
siquiera en el oeste medio americano, donde tu médico puede
perfectamente ser hindú o en la Trance profonde, donde el ba-
rrendero es muy probablemente musulmán.
Por eso, las distinciones religiosas no sólo se han vuelto en
muchos lugares más tensas; además se han vuelto más inme-
diatas. En un mundo nómada, ¿para qué sirven las raíces, como
dijo una vez Gertrude Stein, si no puedes llevarlas contigo? La
separación simple, física, de cada uno replegado en sí mismo
no funciona demasiado bien. Hoy en día resulta muy difícil man-
tenerse al margen de los usos de los otros: sirva de testimonio
la confusión de los británicos en el caso Rushdie, los juicios en
América sobre matrimonios de menores pactados, el sacrificio
de animales, las guarderías municipales o la ablación ritual del
clítoris. Las diferencias entre las creencias, algunas de ellas muy
radicales, son cada vez más y más visibles, se tropieza con ellas
más directamente: expuestas a la sospecha, la inquietud, la re-
pugnancia y la discusión, o, es de suponer, a la tolerancia y la re-
conciliación e incluso a la atracción y la conversión, aunque eso
no sea lo habitual ahora mismo.
Como digo, podríamos continuar por esta línea aduciendo
posibles factores que han contribuido a la presencia destacada
de identidades religiosas en la dispersa y semiordenada estruc-
tura política, que por el momento ha reemplazado a la magní-
fica simplicidad de la guerra fría. Está el argumento «todo lo
demás no ha funcionado»: la desilusión sucesiva respecto de las
principales narrativas ideológicas —liberalismo, socialismo, na-
cionalismo— que actuaban de marco de la identidad colectiva,
especialmente en los Estados más nuevos, ha dejado a la religión
como, y así reza el eslogan, «algo que todavía no ha fracasado».
Otro argumento sería el de «los males de la modernización»: el
auge de los medios de comunicación, los estragos del desarrollo,
del comercio y el consumismo unidos, en general, a la confusión
moral de la vida contemporánea que ha hecho que las personas
hayan virado hacia ideas y valores más familiares, arraigados y
hogareños.
Y así sucesivamente. Pero, dejando aparte la validez de es-
tos aspectos y otros similares (sugerencias que quedan en su
mayor parte sin investigar), hay un punto fundamental al que
debemos dirigirnos si queremos arrojar luz sobre lo que está
ocurriendo en la vida espiritual al final del que han llamado,
algunos no sin cierta evidencia, el siglo más funesto. Y esto
nos devuelve, creo que inevitablemente, a los planteamientos
de James, que no a su manera de formularlos: ¿qué está pa-
sando —y citamos de nuevo— en los «entresijos del senti-
miento, los estratos más oscuros y ciegos del carácter» de aquellos
atrapados en las luchas, concebidas y expresadas religiosamen-
te por el sentido, la identidad y el poder? ¿En qué ha quedado
la pizca de destino ahora que abunda en el mundo? La «expe-
riencia» arrojada por la puerta como «estado de fe» radicalmen-
te subjetivo e individualizado se cuela de nuevo por la ventana
como la sensibilidad comunitaria de un actor social religiosa-
mente asertivo.

Comunitaria, aunque personal. Una religión sin interiori-


dad, desprovista de cierto sentido «anegado sentimentalmen-
te» de que la creencia importa e importa terriblemente, que la
fe sustenta, cura, reconforta, resarce, enriquece, retribuye, ex-
plica, obliga, bendice, clarifica, reconcilia, regenera, redime o
salva, apenas merece ser llamada religión. Hay, sin duda, una
gran dosis de mero convencionalismo. La falsedad, la mojiga-
tería, la impostura o el autobeneficio son monedas de uso co-
rriente, por no hablar de estafa y simple locura. Es probable
que además subsista la inquietante pregunta de si cualquier fe,
más o menos profunda, es en todo lugar adecuada a sus fines.
No obstante, la concepción de voluntad de poder neonietzs-
cheana que en estos días subyace a muchos análisis de la ex-
presión religiosa, según la cual las pasiones que nos guían son
pura y simplemente políticas, o político-económicas y la reli-
gión no más que máscara y mistificación, una artimaña ideo-
lógica que esconde ambiciones exclusivamente seculares, más
o menos egoístas, no es plausible. Las personas no incendian
una mezquita Mughal erigida en el lugar en el que supuesta-
mente nació Rama o se esfuerzan por revivir rituales precolom-
binos en pueblos maya, se oponen a que se aprenda la teoría de
la evolución en Texas y Kansas o llevan velos en recolé primaire
simplemente con un propósito material, pragmático y exterior.
Retomando y quizá distorsionando el celebrado título de Stan-
ley Cavell, de corte wittgensteiniano, significan lo que dicen.
El problema, de todos modos, es que si es un hecho que
las dimensiones comunitarias del cambio religioso —aquellas
sobre las que podemos (a veces) informarnos en los periódi-
cos— no han sido investigadas en toda su profundidad, no lo
es menos que apenas se ha iniciado investigación alguna sobre
las dimensiones personales, aquellas cuyo acceso exige (gene-
ralmente) hablar directamente con personas vivas. Sabemos
muy poco de lo que sucede en el umbroso mundo de inmen-
sas alas e inevitables tormentas al que James hace referencia. Y
como resultado de todo ello se tiende a perder de vista la inte-
rrelación, señalada por Weber, entre las convicciones religio-
sas y las acciones prácticas, la inseparabilidad de creencias y
conducta: ambas se desgajan de nuevo, en forma de «factores»,
«variables», «determinantes» o similares. La amplia variedad
de experiencia personal o, dicho con mayor precisión, de re-
presentaciones de experiencia personal que James, por un
lado, explora admirablemente y que, por otro, aparta resuelta-
mente de «aquellos que dictan lo que podemos creer», lo pú-
blico, lo social y lo cotidiano, queda no sólo aislada una vez
jflás de las convulsiones de la historia, sino que ni siquiera es
señalada.
O casi. Como ejemplo, uno pequeño y preliminar del que
daré cuenta aquí esquemáticamente, del tipo de investigación
que aún queda por hacer en este terreno y del tipo de compren-
sión que puede obtenerse de ella, quiero remitirme al reciente
estudio de una joven antropóloga, Suzanne Brenner, dedicado a
las reacciones de algunas muchachas javanesas tras adoptar una
forma enfática de atuendo «islámico» llamado, según la forma
tradicional árabe de vestir la mujer, el jilbab. 10

Indonesia en general y Java en particular se han convertido


en espacios que albergan una extraordinaria variedad religiosa.
Tras casi un milenio de influencia índica, especialmente en Ja-
va, donde desde el siglo IV surgieron Estados hindúes, budistas
e hindú-budistas amplios y poderosos, Java vivió, tras el 1300
aproximadamente, principalmente desde el sur de Asia, una
fuerte incursión de piedad islámica, de carácter sufí, en primer
lugar, y de carácter sunita ortodoxo a medida que pasó el tiem-
po y se desplegaron los contactos con Oriente Medio a través

10. S. Brenner, «Reconstructing Self and Society: Javanese Muslim Women and
"The Veil"», American Ethnologist, 1996, págs. 673-697. Como sugieren las comillas
de «velo», de lo que se trata no es del familiar velo del oriente medio {hijab), sino del
pañuelo de cabeza y larga túnica (Jilbab, «vestido de mujer»), asunto que Brenner acla-
ra en su nota a pie de página inicial. Como ésta es una cuestión con ciertas consecuen-
cias, por razones en las que no cabe entrar aquí, reemplazaré «velo» por jilbab cuando
cite a Brenner. Como yo mismo trabajé desde los primeros años de los cincuenta a los
últimos de los ochenta sobre Java y, más especialmente, sobre las prácticas religiosas
javanesas, puntos de vista y sentimientos, la obra de Brenner me parece a la vez una
continuación de la mía y un *»vr.iice sustanial sobre la misma. Véase, entre otras, Ge-
ertz, The Relio?'":; u/java, Glencoe, 111., The Free Press, 1960, y Geertz, Islam Obser-
ved. T\eUgious Development in Moroco and Indonesia, New Haven, Yale University
Press, 1968 (trad. cast.: Observando el Islam, Barcelona, Paidós, 1994). Para observa-
ciones más recientes, Geertz, After the Fact: Two Countries, Four Decades, One Antro-
pologist, Cambridge, Harvard University Press, 1995 (trad. cast.: Tras los hechos: dos
países, cuatro décadas y un antropólogo, Barcelona, Paidós, 1996). Véase S. Brenner,
The Domestication ofDesire: Women, Wealth, and Modernity in Java, Princeton, Prin-
ceton University Press, 1998.
de la peregrinación. Finalmente, o al menos en apariencia al fi-
nal (¿quién sabe lo que vendrá a continuación?), cuando llega-
ron los holandeses después del siglo X V I I , los misioneros católi-
cos y diversos tipos protestantes que siempre han proliferado en
los Países Bajos sometieron a Indonesia a la evangelización mi-
sionera. El resultado, en tiempos de la Independencia de 1950,
fue, de nuevo, especialmente en Java, donde vive un 7 0 % de la
población, la copresencia de todas estas fes a las que hay que
añadir la presencia dispersa de fes indígenas, distribuidas dife-
rencialmente a través de una compleja estructura social. Con un
8 0 % o 9 0 % nominalmente musulmana —o como dicen los ja-
vaneses irónicamente, musulmana estadísticamente— la isla era,
de hecho, un bosque de creencias.
Al final de los setenta y con una tendencia creciente en los
ochenta (la situación actual, como en gran parte de Indonesia,
no es en estos momentos del todo clara) empezó a emerger en-
tre algunas de las javanesas musulmanas más autoconscientes
una seriedad intensificada, un nuevo rigorismo —un «resurgir
islámico», como ha sido denominado— estimulado en cierta
medida por el así llamado regreso del islam a lo largo y ancho
del mundo, pero que en su mayor parte ha surgido como algo
propio, conducido internamente y orientado localmente. Ha
habido algunas expresiones de esta elevada seriedad: la proli-
feración de nuevas organizaciones devotas, la expansión de la
educación religiosa, la publicación de libros, diarios, revistas y
periódicos, la aparición de una clase de artistas, intelectuales
y, asociados a ellos, políticos que con frecuencia han sido edu-
cados en el extranjero y tienen una mentalidad islámica, la ree-
valuación y reinterpretación crítica de tradiciones locales desde
un punto de vista coránico, etc. Pero una de las más chocantes
y controvertidas de dichas expresiones ha sido la adopción por
parte de un número cada vez más amplio de jóvenes mujeres,
en especial de jóvenes educadas, de un estilo de vestir propio
de Oriente Medio: un vestido largo, holgado y monocromático,
que llega hasta los tobillos, diseñado para ocultar la figura del
cuerpo y un pañuelo largo, generalmente blanco, hecho para
ocultar el pelo y el cuello.
Este vestido (el arriba mencionado jilbab) fue usado tiem-
po atrás en algunas ocasiones especialmente por las mujeres
piadosas de mayor edad que vivían en el campo. Mas su adop-
ción por las jóvenes urbanas —en claro contraste con la blu-
sa ceñida y escotada, el sarong ajustado y el pelo cuidadosa-
mente recogido que la inmensa mayoría de mujeres javanesas
lleva según su tradición— suscitó oposición, recelo, perpleji-
dad e ira. Fue interpretado como lo que pretendía ser, una
declaración. A las mujeres se las tachó de «fanáticas» y «fun-
damentalistas», críticas que provenían de sus propias familias
y de los amigos más íntimos, algunos de los cuales intentaron
con la mayor tenacidad posible disuadirlas de aquel cambio
emprendido. («¿Por qué no te has traído el camello tam-
bién?», le preguntó un enojado padre a su hija.) Se las tildó
de fariseas, hipócritas y mágicamente malignas. En ocasiones
fueron discriminadas en el mercado laboral y el «Nuevo Or-
den» de Suharto estableció un código de regulaciones sobre
el traje oficial pensado para desalentarlas (o lo intentó en me-
dio de manifestaciones de descontento). Hubo veces en las
que fueron agredidas, se las apedreó o vieron cómo se les arran-
caba el pañuelo de la cabeza. No era fácil, asegura Brenner, to-
mar partido por el jilbab\

Las observaciones que las mujeres hacían sobre los obstácu-


los psicológicos y prácticos con los que tropezaban al adoptar el
jilbab indicaban que su decisión les exigía mucha introspección,
determinación e, incluso, obstinación. La mujer [que lleva el jil-
bab] se convierte en alguien «diferente» en Java, un lugar donde
las normas de conducta son muy estrictas y desafiar la conven-
ción tiene inmediatas repercusiones en las relaciones de un indi-
viduo con los otros. Ponerse el jilbab provoca con frecuencia un
cambio notorio en la identidad social y personal de las jóvenes,
así como un trastorno potencial de los lazos sociales en los que
ellas hasta entonces se basaban. 11

Brenner entrevistó veinte jóvenes que habían realizado lo


que la autora denomina «la conversión» al jilbab. La mayoría
eran estudiantes universitarias o recién licenciadas de 20 años.
Todas residían en las grandes ciudades javanesas, Yogyakarta y
Surakarta, donde siempre ha destacado la diversidad religiosa,
incluso el sincretismo. La mayoría pertenecía a la clase media,
o bien, media-baja. Muchas habían crecido en ámbitos de es-
casa obediencia religiosa. Todas eran miembros activos de
organizaciones y grupos devotos en conexión con «el Resurgir
Islámico».
«Las mujeres que hablaron conmigo», dice Brenner,

eran mujeres inteligentes y decididas que, de manera consciente


e intelectual, luchaban con las contradicciones de la vida diaria y
que tenían razones propias y muy personales por las que habían
escogido el camino que habían escogido. La mayoría había deci-
dido llevar el jilbab, en parte por convicción religiosa, insistiendo
en que era una exigencia [...] del islam. Más allá de esto, sin em-
bargo, sus relatos exhibían ciertos temas que mostraban que su
adhesión a la doctrina religiosa no era la única motivación. [...]
Estas [...] eran simultáneamente personales, religiosas y políticas.
[...] [Incluso] las historias de conversión al jilbab más personales
y de mayor contenido emocional contaban con elementos de una
historia más amplia que abarca el movimiento islámico de la Indo-
nesia contemporánea. 12

Brenner tiene mucho que decir sobre la conexión de todo


esto con los desarrollos políticos en Indonesia, con la moderni-

11. Brenner, Reconstructing Self and Society», en op. cit.


12. Ibid.
zación, con el más amplio movimiento que busca dar un nuevo
impulso al islam, con la revisión de las definiciones de género y
sus expectativas y con la búsqueda de una identidad personal
y colectiva en un mundo que cambia vertiginosamente. Para no-
sotros, en cambio, lo más importante es el tipo de respuestas que
obtuvo cuando comenzó a preguntarles a estas jóvenes en un es-
tilo jamesiano lo que suponía para ellas llevar el jilbab a nivel
personal, lo que les hacía sentir, en tanto que algo vivido, «expe-
rimentado», algo por lo que se ha pasado. Una intensificada au-
toconciencia, el miedo a la muerte, la panóptica vigilancia de
Dios, una sensación de renacimiento, la recuperación del auto-
dominio, todas las inflexiones familiares de la pizca de destino
—¿quién soy?, ¿qué debo hacer?, ¿qué va a ser de mí?, ¿dónde
reside la finalidad?— aparecen como en fila, una tras otra.
«Cada una de las mujeres [...] indicó que cambiar su atuen-
do de esta manera —escribe Brenner— cambió sus sentimien-
tos sobre sí mismas y sus acciones.»

En el caso de algunas mujeres una profunda ansiedad [...]


había precipitado la decisión; la ansiedad entonces había dado
paso a un sentimiento de relativa calma y a una sensación de re-
novación justo después de comenzar a usar el jilbab. La causa in-
mediata de la ansiedad [...] había sido un opresivo miedo a morir
y [...] a lo que la muerte podría significar en sus vidas si no con-
seguían cumplir con las exigencias del islam. La nueva concien-
cia de pecado que habían adquirido las había conducido a una
profunda amargura al pensar en sus sufrimientos en el más allá
como consecuencia de sus propios pecados. [...] Sentían una pro-
funda confusión, dudaban de sí mismas y se veían fuera de con-
trol. Ponerse el jilbab [...] aliviaba sus ansiedades sobre la muerte
y les [daba] un sentimiento nuevo de control sobre su futuro en
esta vida y en la postrera.13

13. Ibid.
Y cita, de una conocida revista, las inspiradoras palabras de
una joven actriz de cine al hablar de dar a luz: «Estaba aterro-
rizada. Tenía miedo de morir porque, si moría, ¿cuál iba a ser
el precio por mis pecados?». Imágenes de su pasado, de borra-
cheras, aventuras noctámbulas, discotecas, desnudos en la pan-
talla, todo eso acudió ante sus ojos. Fue, dijo, «como oír "el su-
surro del cielo" en ese momento». 14

Esto no es mera fórmula, como tampoco lo son, de hecho,


muchos, por no decir la mayoría, de los testimonios de James so-
bre la renovación espiritual, pues de nuevo estamos tratando
aquí no con la experiencia simpliciter, sea ésta cual sea, sino con
las representaciones de la experiencia ofrecidas al yo y a los
otros, con las narraciones que tratan de ello. Y, al igual que con
15

los testimonios de James, los relatos se repiten una y otra vez:

Un día a Naniek [una de las informantes de Brenner a la que


sus amigas presionaban para llevar el jilbab] le acometió el miedo
de que iba a morir, aunque no estaba enferma. Se dio cuenta de
que había enseñanzas del islam que aún no había observado, in-
cluyendo el precepto de llevar el jilbab. [...] Se despertó aterrori-
zada en medio de la noche pensando: «¿Qué puedo hacer? No
tengo ropa [islámica]».
Se confió a su hermano, quien le compró la tela y, unos días
después (ella recordaba la fecha exacta), comenzó a llevar el jil-
bab. Tan pronto como lo aceptó, llevar ropa islámica fue algo fá-
cil para ella y «la ropa vino sola», aunque contaba con poco di-
nero. Sus miedos a la muerte fueron desapareciendo. 16

14. Ibid.
15. Para una extensa discusión y crítica de la idea de «experiencia» como un fun-
damento «irreductible» del significado y de la identidad, como «una [fuente] fiable de
conocimiento que proviene de un acceso a lo real», en análisis históricos («la expe-
riencia no es [...] el origen de nuestra explicación, sino lo que queremos explicar»), véa-
se J . Scott, «The Evidence of Experience», en J . Chandler y otros, Questions ofEvi-
dence: Proof, Practice, and Persuasión across the Disciplines, Chicago, University of
Chicago Press, 1991, págs. 363-387.
16. Brenner, op. cit.
Y aun otro comentarista en un libro popular escrito en len-
gua indonesia llamado La mujer musulmana hacia el año 2000,
diseñado al parecer para instruir a dichas mujeres en lo que han
de sentir, invoca la imaginería del renacimiento explícitamente:

La pregunta [...] más importante para una mujer que es cons-


ciente en esta época es: «¿Quién soy yo?». Con esta pregunta, in-
tenta comprender con plena consciencia que no puede continuar
como hasta ahora. [...] Ella quiere autogobernarse. [...] Quiere
desarrollarse a sí misma. Aspira continuamente a nacer de nuevo.
En ese renacimiento quiere ser su propia matrona. 17

Brenner tiene otro testimonio de los correlatos emociona-


les de este cambio de atuendo que es un cambio en el modo de
estar en el mundo: las preocupaciones por cumplir con las
demandas del nuevo atuendo, la inquietud intensificada por
las transgresiones menores y el sentimiento de estar constante-
mente bajo una severa vigilancia moral, no sólo de Dios y la
consciencia, sino de todo el entorno en un ávido acecho de
errores y lapsus. Pero tal vez ya hayamos dicho lo suficiente al
respecto para resaltar que en aquello que nos congratulamos
en llamar mundo real, «significado», «identidad», «poder» y
«experiencia» están inevitablemente entrelazados, se implican
mutuamente y que «religión» no puede por más tiempo basar-
se o reducirse al último término, esto es, a la «experiencia», co-
mo tampoco puede hacerlo con respecto a ninguno de los tér-
minos restantes. No es en la soledad donde se alza la fe.

Otras bestias, por supuesto, otras costumbres. Las respues-


tas que Brenner elicitó de las jóvenes javanesas que anhelaban

17. Citado en ibid.


ser más musulmanas apenas se parecen a las que nos encontra-
ríamos en el caso de hinduistas indios, budistas birmanos, ca-
tólicos franceses o, incluso, otras ramas de musulmanes. En
Marruecos, donde también trabajé, las respuestas indonesias
serían vistas como improvisadas, sentimentales, antinómicas o
algo peor. Los hombres producirían con toda seguridad cua-
dros muy diferentes de los de las mujeres, los ancianos de los
de los jóvenes, los campesinos sin estudios de los de los urba-
nitas con formación, los africanos, los asiáticos del este, los
americanos, los latinos o los europeos de los de los asiáticos del
sureste; y serían muy diferentes porque estarían construidos de
manera diferente, en situaciones completamente diferentes y
con material también absolutamente diferente. El movimiento
de las identidades religiosas y los temas religiosos hacia el cen-
tro de la vida social, política e, incluso, económica se extiende y
crece tanto en escala como en significación. Pero no es un fenó-
meno unitario para ser descrito uniformemente. Hay tantas va-
riedades de «experiencia religiosa» o, de nuevo, expresiones de
experiencia religiosa como ha habido siempre. O tal vez más.
Esto nos devuelve al aspecto de la utilidad de James para
nosotros en estos días; al doble sentido, como subrayé al inicio,
por el cual Las variedades daba la impresión de ser al mismo
tiempo una obra pasada de moda y ejemplar, envuelta en la at-
mósfera de una época y un modelo del tipo de trabajo que, como
el de Brenner, parece rupturista; a lo próximo que debemos
emprender. Es un cliché, como tantos otros verdadero, que los
grandes pensadores, al igual que los grandes artistas, viven
completamente inmersos en su tiempo —profundamente si-
tuados, como diríamos hoy— a la vez que lo trascienden, vigo-
rosamente vivos en épocas que no son la suya; y el caso es que
ambos hechos tienen una conexión interna. Eso es sin duda
verdad de James. La concepción de la religión y la religiosidad
radicalmente individualista, subjetivista y fruto de la «percep-
ción bruta», a la que le condujo su posición como heredero del
intuicionismo de Nueva Inglaterra y sus propios encuentros
con la pizca de destino, se complementaba con la intensa aten-
ción, maravillosamente observadora y casi patológicamente sen-
sible a las sombras y sutilezas del pensamiento y la emoción a
las que también fue conducido.
Es esto último lo que ahora necesitamos: informes circuns-
tanciados sobre las inflexiones personales del compromiso re-
ligioso que, más allá de lo personal, penetran en los conflictos
y dilemas de nuestro tiempo. Y en esa tarea cabe recurrir a Ja-
mes, independientemente de lo distintos que hoy nos resulten
su época y su carácter. O, al menos, precisamos del tipo de in-
vestigación en la que él fue pionero, de sus talentos, de su aper-
tura a lo extraño y lo no familiar, a lo particular y a lo inciden-
tal, y ¿por qué no? incluso a lo extremo y enfermo.
Hemos vivido ya grandes cambios continentales en la sen-
sibilidad religiosa cuyo impacto en la vida humana fue, ahora
lo vemos, radical y profundo, una amplia reelaboración del jui-
cio y la pasión, y ello a pesar de su irregularidad. Sería triste es-
tar viviendo en el centro de un acontecimiento sísmico de tal
magnitud y no saber siquiera que se está produciendo.
CAPÍTULO 6

ACTA DEL DESEQUILIBRIO:


LA PSICOLOGÍA CULTURAL DE JEROME BRUNER

¿Qué decimos cuando empleamos la palabra «psicología»?:


¿James, Wundt, Binet o Pavlov? ¿Freud, Lashley, Skinner o Vy-
gotsky? ¿Kohler, Lewin, Lévy-Bruhl, Bateson? ¿Chomsky o Pia-
get? ¿Daniel Dennett u Oliver Sacks? ¿Herbert Simon? Desde
su lanzamiento como disciplina y profesión en la última mitad
del siglo X I X , principalmente por los alemanes, la autoproclama-
da «ciencia de la mente» no sólo se ha enfrentado a una prolife-
ración de teorías, métodos, argumentos y técnicas. Eso era de es-
perar. Se ha visto también conducida tempestuosamente en
direcciones diferentes por nociones radicalmente diversas sobre
aquello de lo que, digamos, la psicología trata: qué tipo de cono-
cimiento, de qué realidad, qué clase de fin se supone que logra.
Desde el exterior, al menos, no da la impresión de ser un único
campo, dividido en escuelas y especialidades al estilo usual. Más
bien parece una colección de investigaciones dispares y clasifica-
das conjuntamente, pues todas ellas hacen referencia de algún
modo u otro a lo que llamamos «funcionamiento mental». Do-
cenas de personajes en busca de una obra.
No hay duda de que desde el interior el aspecto, aunque no
menos misceláneo, es un poco más ordenado, si bien sólo a
causa de la bizantina estructura académica que ha surgido en
torno a ella (la American Psychological Association tiene cua-
renta y nueve secciones). Las amplias oscilaciones entre la psi-
cología conductista, la psicometría, el cognitivismo, la psicolo-
gía profunda, topológica, neurológica, evolucionista, la psico-
logía del desarrollo y las concepciones culturalistas del sujeto
han hecho que ser psicólogo sea una ocupación variable, suje-
ta no sólo a la moda, como lo están todas las ciencias humanas,
sino a imprevistos y frecuentes cambios de curso. Los paradig-
mas, maneras completamente nuevas de tratar las cosas, se su-
ceden no por siglos sino por décadas; a veces parece que por
meses. Se requiere bien un individuo preternaturalmente cen-
trado y dogmático que bloquee cualquier idea que no sea la su-
ya propia, bien uno vigoroso, infatigablemente inquisitivo, que
mantenga al mismo tiempo docenas de ideas en juego para po-
der permanecer erguido en medio de este desplome de progra-
mas, promesas y proclamaciones.
En psicología abundan más los tipos esprit de système, resuel-
tos e implacables (Pavlov, Freud, Skinner, Piaget, Chomsky) que
los esprit de finesse, ágiles y adaptables (James, Bateson, Sacks).
Pero es entre estos últimos donde se sitúa Jerome Bruner, autor y
coautor de más de veinte libros, y Dios sabe cuántos artículos,
sobre casi una infinidad de temas. A lo largo de una carrera in-
cansable, de trayectoria oscilante y aun así profundamente con-
secuente, que se despliega en un periodo casi de sesenta años,
Bruner se ha medido con todas las líneas de pensamiento en
psicología y ha transformado algunas de ellas.
Su carrera comenzó en Harvard en los años cuarenta, durante
el apogeo del conductismo, las correrías de ratones, la repetición
de sílabas sin sentido, la discriminación de diferencias sensoria-
les y la medición de respuestas galvánicas. Pero, insatisfecho con
la acumulación de «hallazgos» experimentales en asuntos perifé-
ricos (su primer estudio profesional trataba de la condicionada
«indefensión» de una rata aprisionada en una parrilla eléctrica),
Bruner se unió pronto a un creciente grupo de colegas, tan inquie-
tos como él, de dentro y fuera de la psicología, hasta convertirse
en uno de los líderes de la así llamada Revolución Cognitiva.
A finales de los cincuenta, la revolución estaba en marcha y
«devolver la mente al interior» fue el grito de batalla de toda
una generación de psicólogos, lingüistas, modeladores del ce-
rebro, etnólogos y científicos computacionales, así como de al-
gunos filósofos de la mente de corte empirista. Para ellos, los
objetos primeros de estudio no eran la intensidad de los estí-
mulos y los patrones de respuesta; lo eran las acciones mentales:
atender, pensar, comprender, imaginar, recordar, sentir, cono-
cer. Junto a un colega con la misma orientación, Bruner llevó a
cabo una famosa serie de experimentos de la percepción «New
Look» para demostrar el poder de la selectividad mental en la vi-
sión, la audición y el reconocimiento de algo. Los niños pobres
ven la misma moneda más grande que los niños ricos; los estu-
diantes universitarios son o mucho más lentos («defensivos») o
mucho más rápidos («vigilantes») en reconocer palabras amena-
zadoras que en hacerlo con las que no lo son. Con dos de sus es-
tudiantes, Bruner realizó un estudio crucial sobre el razonamien-
to abstracto. ¿Cómo comprueban las personas sus hipótesis de
hecho y no según la lógica? ¿Cómo deciden lo que es relevante y
lo que no en una explicación? Y en 1960, él y el psicolingüista
George Miller, otra alma inquieta, fundaron en Harvard el inter-
disciplinar Center for Cognitive Studies, por el que pasaron prác-
ticamente todas las figuras centrales del campo, ya consagradas o
bien en vías de serlo, y que promovió una diseminación de cen-
tros similares e idéntico trabajo tanto en Estados Unidos como en
el extranjero. «Sin duda alguna generamos un punto de vista, in-
cluso una moda o dos», escribió Bruner de su trabajo y del de sus
colegas durante este periodo en su autobiografía de 1983 (que re-
sultó ser prematura), En busca de la mente. «Por lo que respecta
a las ideas, ¿cómo podemos hablar de ellas?» 1

1. J . Bruner, In Search ofMind, Essays in Autobiography, Nueva York, Harper


and Row, 1983, pág. 126 (trad. cast.: En busca de la mente: ensayo de autobiografía, Mé-
xico, Fondo de Cultura Económica, 1985).
Después de cierto tiempo, el propio Bruner se desencantó
de la Revolución Cognitiva, o al menos de lo que ésta había lle-
gado a ser. «Esa revolución», escribió al comienzo de su obra
de 1990 Actos de significado, que proclama un «adiós a todo
aquello» en una nueva dirección,

pretendía recuperar la «mente» en las ciencias humanas después


de un prolongado y frío invierno de objetivismo. [...] [Pero esa
revolución] se ha desviado hacia problemas que son marginales
en relación con el impulso que originalmente la desencadenó. De
hecho, se ha tecnificado de tal manera que incluso ha socavado
aquel impulso original. Esto no significa que haya fracasado: por
el contrario, las acciones de la ciencia cognitiva deben estar entre
las más cotizadas de la bolsa académica. Más bien, puede que se
haya visto desviada por el éxito, un éxito cuyo virtuosismo técni-
co le ha costado caro. Algunos críticos [...] sostienen que la nue-
va ciencia cognitiva, la criatura de aquella revolución, ha conse-
guido sus éxitos técnicos al precio de deshumanizar el concepto
mismo de mente que había intentado reestablecer en la psicolo-
gía y que, así, ha alejado a buena parte de la psicología de las otras
ciencias humanas y de las humanidades. 2

En su intento de salvar a la Revolución Cognitiva de sí mis-


ma, distanciándola de un reduccionismo high-tech (el cerebro
es hardware, la mente es software, pensar es el procesamiento
software de información digitalizada por el hardware), Bruner
ha introducido, en torno a la última década, otra bandera, otra
dispensa: «La Psicología Cultural». El centro de atención es
ahora el compromiso individual con los sistemas establecidos
de significado compartido, con las creencias, los valores y las
comprensiones de aquellos que ya ocupan un lugar en la socie-

2. J . Bruner, Acts of Meaning, Cambridge, Harvard University Press, 1990,


pág. 1 (trad, cast.: Actos de significado: más allá de la revolución cognitiva, Madrid,
Alianza, 1998).
dad cuando somos arrojados a ella. Para Bruner, «el marco de
prueba» crítico para este punto de vista es la educación, el cam-
po de prácticas en el que ese compromiso tiene efecto en pri-
mera instancia. Más que una psicología que ve la mente como
un mecanismo programable, necesitamos una que la vea como un
logro social. La educación «no es sólo una tarea técnica de pro-
cesamiento de la información bien organizado, ni siquiera senci-
llamente una cuestión de aplicar "teorías de aprendizaje" al aula
ni de usar los resultados de "pruebas de rendimiento" centradas
en el sujeto. Es una empresa compleja que consiste en adaptar
una cultura a las necesidades de sus miembros y en adaptar a
sus miembros y sus formas de conocer a las necesidades de la
cultura». 3

La preocupación de Bruner por la educación y por la polí-


tica educacional data de los estudios de desarrollo mental en
bebés y en niños muy pequeños que Bruner, a medida que se
consolidaba su resistencia a la máquina del cognitivismo, reali-
zó a mediados de los sesenta, justo —así funciona el Zeitgeist—
cuando el programa Head Start venía al mundo con toda solem-
nidad y con la fanfarria de la Buena Sociedad. Estos estudios le
condujeron a una visión «de fuera hacia adentro» de dicho de-
sarrollo, una visión que se ocupa del «tipo de mundo que se
necesita para hacer posible el uso efectivo de la mente (¡o el co-
razón!): qué tipos de sistemas, de símbolos del pasado, qué ti-
pos de explicaciones, qué artes y ciencias». El despliegue de
4

los rasgos críticos del pensamiento humano, la atención conjun-


ta con otras personas a objetos y acciones, la atribución de creen-

3. J . Bruner, The Culture of Education, Cambridge, Harvard University Press,


1996, pág. 43 (trad. cast.: La educación, puerta de la cultura, Madrid, Visor, 2000).
4. Ibid., pág. 9.
cias, deseos y emociones a otros, la comprensión del significa-
do general de las situaciones, un sentido de yoidad —lo que
Bruner llama «la entrada en el significado»— comienza muy
pronto en el proceso de desarrollo, es anterior no sólo a la for-
mación escolar formal sino al andar y a la adquisición del len-
guaje. «Resultó que los bebés eran mucho más listos, más cog-
nitivamente proactivos que reactivos, más atentos al mundo
social inmediato que les rodeaba, de lo que se había sospecha-
do anteriormente. Estaba claro que no habitaban un mundo de
"confusión zumbante y floreciente": parecían estar buscando
la estabilidad predictiva desde el principio.» 5

El programa Head Start comenzó con una visión bastante


diferente, complementaria en algunos aspectos, contrapuesta
en otros, del desarrollo temprano basado en una serie bien dis-
tinta de investigaciones científicas: aquellas que muestran cómo
animales de laboratorio criados en «ambientes empobrecidos»,
aquellos con menos desafíos y una estimulación reducida, ren-
dían menos que los «normales» en tareas estándar de aprendi-
zaje y resolución de problemas como correr por laberintos o
encontrar comida. Transferido, más en sentido metafórico que
experimental, al aprendizaje en las escuelas y a los niños que asis-
ten a ella, ello condujo a la llamada hipótesis de privación cul-
tural. Niños criados en un ambiente cultural «empobrecido»,
en el gueto o similar, rendirán por esa razón menos en la es-
cuela. De ahí la necesidad de una acción correctiva que enri-
quezca bien pronto su entorno, antes de que el daño sea irre-
parable. De ahí Head Start.
Al margen del hecho de que la idea de corregir «la priva-
ción cultural» depende de si se conoce aquello en lo que dicha
privación consiste (usualmente ha consistido en un alejamiento
de los estándares de una idealizada cultura americana, de clase
media, «Ozzie and Harriet»), un enfoque de ese tipo parece

5. Ibid., págs. 71-72.


asumir que el «enriquecimiento cultural» es un bien propor-
cionaba por la sociedad a un niño desaventajado, como si se
tratara de una comida caliente o una inyección contra la virue-
la. Al niño se le ve privado de algo, no en busca de algo; se le
considera recibiendo la cultura de alguna otra parte, no cons-
truyéndola in situ a partir de los materiales e interacciones in-
mediatamente a mano. Bruner fue ocasionalmente asesor de
Head Start y sigue defendiendo su éxito real y sus posibilida-
des de ampliación y reforma (es, después de todo, un programa
«de fuera hacia adentro»). Pero argumenta que los resultados
de su tipo de investigación sobre el desarrollo mental de los ni-
ños —convertida ahora en un campo en sí mismo que aporta
más y más evidencias de las capacidades conceptuales de los ni-
ños— dejan obsoleto el enfoque de la «privación». Ver al bebé
y al preescolar como agentes activos volcados en el dominio de
una forma particular de vida, en el desarrollo de una manera
eficaz de estar en el mundo, exige replantearse todo el proceso
educacional. No se trata tanto de proporcionarle al niño algo
de lo que carece sino de hacerle posible al niño algo con lo que
ya cuenta: el deseo de dar sentido al yo y a los otros, el impul-
so de comprender qué demonios está pasando.
Para Bruner, es la cultura el factor crítico posibilitante, aque-
llo que conduce a la mente al centro de atención: «la forma de
vida y pensamiento que construimos, negociamos, instituciona-
lizamos y finalmente (después de que todo ello se ha establecido)
terminamos llamando "realidad" para reconfortarnos». Cual- 6

quier teoría de la educación que aspire a reformarla, y apenas las


hay de algún otro tipo, necesita ejercitar su atención en la pro-
ducción social del significado. Los términos en los que la socie-
dad y el niño —la «realidad» ya presente y el huidizo intelecto
arrojado corporalmente en ella— se ocupan uno del otro se tra-
bajan en gran medida en las aulas, al menos en nuestra sociedad

6. Ibid., pág. 87.


escolarmente consciente. Es ahí donde se modela con mayor de-
liberación la mentalidad, se produce la subjetividad con mayor
sistematicidad y la intersubjetividad —la habilidad de «leer otras
mentes»— es alimentada con mayor cuidado. Al menos en los
casos favorables, tal vez no del todo comunes, el niño, «visto tan-
to como un epistemólogo cuanto como alguien que está apren-
diendo», se adentra en una comunidad de adultos que conversan
y de niños que charlan, donde «la niña [...] gradualmente llega a
darse cuenta de que ella actúa no directamente sobre el "mundo"
sino sobre creencias que ella sostiene sobre ese mundo». 7

Este giro hacia el interés por las maneras en las que las
comprensiones extendidas en la más amplia sociedad son utili-
zadas por los escolares para encontrar su propio camino, para
construir un sentido interno de quiénes son, de lo que los de-
más son capaces, de lo que es probable que ocurra, de lo que
puede hacerse con las cosas, abre la «psicología cultural» de
Bruner a una multitud de temas que han tratado normalmente
otras disciplinas —la historia, la literatura, el derecho, la filo-
sofía, la lingüística y, muy especialmente, esa otra ciencia de-
sesperanzadamente miscelánea e inconstante, la antropolo-
gía—. Una psicología de ese tipo, al igual que la antropología,
tiene una perspectiva ecléctica e incorpora directamente una
vasta ambición. Toma todas las experiencias como objeto pro-
pio, hace uso de toda la erudición para sus propios propósitos.
Con tantas puertas que abrir y tantas llaves con las que hacer-
lo, sería una locura intentar abrirlas todas al mismo tiempo. De
ese modo se sabe cada vez menos de más y más cosas. La puer-
ta que Bruner, sensible como siempre a los detalles prácticos de
la investigación, quiere abrir, sin que resulte del todo sorpren-
dente dados los desarrollos recientes en «teoría del discurso»,
«análisis de actos de habla», «interpretación de culturas» y
«hermenéutica de la vida diaria», es narrativa.

7. Itó.,págs.57,49.
Contar historias, sobre nosotros y los demás, a nosotros y a
los otros es «la manera más natural y temprana en la que organi-
zamos nuestra experiencia y nuestro conocimiento». Pero es-
8

to apenas se sabe a partir de la teoría educacional estándar que


trabaja con test y recetas:

Ha sido una convención para la mayoría de las escuelas tra-


tar las artes de la narración —la canción, la ficción, el teatro, lo
que sea— más como «decoración» que necesidad, algo con lo que
agraciar el ocio, a veces incluso como algo moralmente ejemplar.
A pesar de ello, enmarcamos las explicaciones sobre nuestros orí-
genes culturales y nuestras más celebradas creencias en forma de
historia, y no es sólo el «contenido» de estas historias lo que nos
hechiza, sino su artificio narrativo. Nuestra experiencia inmedia-
ta, lo que sucedió ayer o el día anterior, está enmarcado en la
misma forma relatada. Todavía más llamativo, representamos
nuestras vidas (a nosotros mismos y a los otros) en forma de na-
rración. No es sorprendente que los psicoanalistas reconozcan
ahora que la personalidad implica narración, siendo la «neuro-
sis» reflejo de una historia ya sea insuficiente, incompleta o ina-
propiada sobre uno mismo. Recuérdese que cuando Peter Pan le
pide a Wendy que vuelva a la Tierra de Nunca Jamás con él, da
como razón que podría enseñar allí a contar historias a los Niños
Perdidos. Si supieran cómo contarlas, los Niños Perdidos po-

Crecer entre narraciones, las propias, las de los profesores,


los compañeros de clase, los padres, el servicio y las de cual-
quier otra clase, a las que Saúl Bellow en cierta ocasión se refirió
mordazmente como «instructores de la realidad», es el escena-
rio esencial de la educación: «vivimos en un mar de historias». 10

De aprender a nadar en ese mar, a construir historias, a com-

8. Ibid., pág. 121.


9. Ibid., pág. 40.
10. Ibid., pág. 147.
prenderlas, a clasificarlas, a contrastarlas, a ver a través de ellas
y a usarlas para descubrir cómo funcionan las cosas o lo que
llegan a ser es de lo que trata en su base la escuela y, más allá de
la escuela, toda «la cultura de la educación». El punto impor-
tante del asunto, lo que se aprende, sea lo que sea lo que el pro-
fesor enseñe, es «que los seres humanos dan sentido al mundo
contando historias sobre él —usando el modo narrativo para
construir la realidad—». Los cuentos son herramientas, «ins-
n

trumento[s] de la mente para la construcción de significado». 12

El trabajo más reciente de Bruner, por consiguiente, se ha


consagrado a rastrear las implicaciones de esta concepción de
la narrativa tanto como «un modo de pensamiento cuanto la ex-
presión de una visión del mundo de una cultura». Ha reali-
13

zado investigaciones sobre la enseñanza de la ciencia, sobre la


«pedagogía popular», sobre la naturaleza colaboradora del
aprendizaje y sobre la construcción por parte del niño de «una
teoría de la mente» para explicar y comprender otras mentes.
La inhabilidad para desarrollar dicha teoría, esto es, el autismo,
los rasgos formales de la narrativa, la cultura como praxis y los
enfoques sobre la educación de Vygotsky, Piaget y Pierre Bour-
dieu, que se relacionan con el de Bruner pero entre los que me-
dia una cierta tensión, todo ello ha sido sometido a discusión, al
menos de pasada. Al igual que los recientes desarrollos en pri-
matología, los estudios transculturales de educación, los test de
CI, la «metacognición» («pensar sobre el propio pensamien-
to»), el relativismo y los usos de la neurología, todo ello está en
el aire: una sorprendente bandada que pasa muy rápido.

11. Ibid., pág. 130.


12. Ibid., pág. 41.
13. Ibid., pág. xiv.
La falta no es tan grave, si es que hay falta alguna en lo que
es una serie de incursiones diseñadas para despejar un territo-
rio más que para trazarlo o colonizarlo. Con todo, se queda un
tanto desarmada la crítica simpatética que se pregunta a dónde
conduce todo ello, a lo que «la psicología cultural» equivale co-
mo un campo entre campos, una empresa inacabada con una
asignación de temas y un programa para hacerles frente. Uno
puede hacerse una idea al respecto si echa una ojeada a las do-
cenas y docenas de investigaciones técnicas de Bruner o si se
lanza a la caza de sus aún más numerosas referencias a los estu-
dios de colegas sobre temas que van desde «la comprensión del
número por parte del niño» y «las versiones orales de la expe-
riencia personal» hasta «el análisis coste-beneficio de la educa-
ción preescolar» y «las afecciones en el reconocimiento de la
emoción en expresiones faciales como consecuencia de daños
bilaterales en la amígdala humana».
Sin embargo, pocos, salvo los especialistas, han tenido la pa-
ciencia para una tarea así, dado que la mayor parte de esta «li-
teratura», recogida en estadísticas y protocolos, se esparce por
diarios profesionales y simposios disciplinares. Empiezan a pro-
liferar genuinos tratados, más sumarios y, por ende, más obras
sintetizadas accesibles de las que son autores estudiantes, cola-
boradores y seguidores de Bruner, lo cual permite hacerse una
idea más clara del punto en el que se encuentra en este momen-
to toda la empresa y de cómo progresa. Y en la sección final de
14

14. Acaban de aparecer dos obras de estas características: M. Colé, Cultural Psy-
cology, A Once and Future Discipline, Cambridge, Harvard University Press, 1996 (trad.
cast.: Psicología cultural, Madrid, Morata, 1999) y B. Shore, Culture in Mind, Cogmtion,
Culture, and the Problem ofMeaning, Oxford, Oxford University Press, 1996. Colé, un
psicólogo del desarrollo que se desplaza hacia la antropología social, traza la historia de
la investigación transcultural en psicología, en la cual él mismo ha jugado un destacado
papel, y desarrolla un marco conceptual para la integración de la investigación antro-
pológica y psicológica basado en la «ciencia romántica» («el sueño de la combinación
de un novelista y un científico») de los psicólogos rusos Alexei Leontiev, Alexander Lu-
ria y Lev Vygotsky. Shore, un antropólogo social que se desplaza hacia la psicología cog-
su libro más reciente, una sección titulada con incierta seguri-
dad «El próximo capítulo de la psicología», el propio Bruner
emprende el diseño de las direcciones por las que la psicología
cultural debería moverse y la descripción de cómo debería rela-
cionarse con otros enfoques sobre «el estudio de la mente».
Como es habitual, su actitud es conciliadora, ecléctica, enér-
gica y optimista:

¿Puede una psicología cultural [...] sencillamente situarse al


margen de aquella psicología enraizada biológicamente, orientada
individualmente y dominada por el laboratorio que hemos conoci-
do en el pasado? ¿Debe el estudio de la mente-en-la-cultura, más
interpretativamente antropológico en su espíritu, tirar por la bor-
da todo lo que hemos aprendido antes? Algunos escritores [...] su-
gieren que nuestro pasado fue un error, un malentendido sobre en
qué consistía la psicología. [...] [Pero] quisiera reclamar el fin de
[un] enfoque tipo «o-esto-o-lo-otro» de la cuestión de qué debería
ser la psicología en el futuro, si debería ser enteramente biológica,
exclusivamente computacional o únicamente cultural.

Quiere mostrar cómo

la psicología puede, al dedicar su atención a ciertos temas críti-


cos, [...] ilustrar la interacción entre observaciones biológicas, fi-

nitiva, repasa algunos estudios etnográficos clásicos, incluyendo el suyo propio sobre
Samoa, a la vez que varias formas culturales contemporáneas —béisbol, decoración in
terior, viajes aéreos— en un esfuerzo por relacionar lo que llama modelos mentales
«personales» (esto es, «cognitivos») y «convencionales» (esto es, «culturales») y, así,
romper la larga y desafortunada separación entre la antropología y la psicología.
Ambos libros ofrecen valiosos estados de la cuestión tal como hoy aparece. Para
otras obras que resumen de forma igualmente útil este campo y sus perspectivas, véase R.
A. Shweder, Thinking through Cultures: Expeditions in Cultural Psychology, Cambridge,
Harvard University Press, 1991; J . Stigler, R. A. Shweder y G. Herdt (comps.), Cultural
Psychology: The Chicago Symposia on Culture and Development, Cambridge, Cambridge
University Press, 1989; y R. A. Shweder y R. A. Levine (comps.), Culture Theory: Essays
on Mind, Sel/and Emotion, Cambridge, Cambridge University Press, 1984.
logenéticas, psicológicas individuales y culturales mientras nos
ayuda a captar la naturaleza del funcionamiento mental humano.
[El] «próximo capítulo» de la psicología tratará de la «intersub-
jetividad»: cómo las personas llegan a conocer lo que otros tienen
en mente y cómo se ajustan a ello [...] un sistema de temas [...]
central para cualquier concepción viable de una psicología cultu-
ral. Pero no se puede entender sin referencia a la evolución de los
primates, al funcionamiento neuronal y a las capacidades de proce-
samiento de las mentes. 15

Todo esto está muy bien, el tipo de enfoque equilibrado y


razonable que lima los contrastes, desarma a los enemigos, es-
quiva las dificultades y suaviza las decisiones fuertes. Sin em-
bargo, perdura la sensación de que Bruner subestima la carga
explosiva de sus propias ideas. Argumentar que la cultura se
construye social e históricamente, que la narración es un modo
de conocer primario, entre los seres humanos posiblemente el
primario, que enlazamos los yoes en los que vivimos a partir de
los materiales presentes en la sociedad en la que estamos y que
desarrollamos «una teoría de la mente» para comprender los
yoes de los otros, que actuamos no directamente sobre el mun-
do sino sobre creencias que mantenemos sobre el mundo, que
desde nuestro nacimiento todos somos activos y apasionados
«creadores de significado» en busca de historias plausibles y
que «la mente no puede de ningún modo verse como algo
"natural" o desnudo y la cultura pensarse como un añadido»:
una concepción así es algo más que una corrección a mitad del
trayecto. Tomada en general supone adoptar una posición
16

que con justicia puede considerarse radical, por no decir sub-


versiva. Es dudoso que esta postura y otras conectadas con ella
—perspectivismo, instrumentalismo, contextualismo, antirre-
duccionismo— puedan absorberse en las tradiciones en curso

15. Bruner, The Culture ofEducation, op. cit., pág. 160.


16. Ibld, pág. 171.
de la investigación psicológica (o, más bien, en las ciencias hu-
manas en general) sin causar cierto ruido y agitación. Si la «psi-
cología cultural» gana ascendencia o incluso serias cuotas de
mercado, sacudirá algo más que la pedagogía.
Pues, de hecho, no sólo la psicología cultural está evolucio-
nando rápidamente, ganando fuerza y acumulando pruebas, si-
no que lo mismo les está ocurriendo a sus dos más importantes
rivales o, por lo menos, alternativas —el cognitivismo de pro-
cesamiento de la información y el reduccionismo neurobiológi-
co—. La introducción en el cognitivismo del procesamiento
distributivo paralelo (lo que Bruner en un determinado mo-
mento rechaza como una «versión velada» del asociacionismo
conductista) y el experimentalismo mediado computacional-
mente le ha dado un segundo impulso. El impulso de corte tec-
nológico en la investigación del cerebro, la extensión de la teoría
evolucionista a todo desde la moralidad a la consciencia, la
aparición de todo un elenco de filósofos de la mente poscarte-
sianos y, posiblemente sea más importante, el amanecer de la
era del gen absoluto han hecho lo mismo en el caso del biologi-
cismo. A la vista de todo ello y de los temas morales y prácticos
en juego, no parece probable una división del territorio atenta
a otorgar a cada uno su parte.
Es muy probable que «el próximo capítulo de la psicolo-
gía» resulte más tumultuoso que airado a medida que los en-
foques computacionales, biológicos y culturales crezcan lo su-
ficiente en poder y sofisticación como para asegurar que
tendrán impactos transformadores los unos sobre los otros.
La simple afirmación de que, en verdad, la biología genera
«constricciones» en la cultura y de que la ciencia cognitiva ba-
sada computacionalmente es en realidad incompetente para
tratar «el desorden de crear significado» apenas es suficiente
para resolver los profundos temas que, por su mera presencia,
la psicología cultural va a hacer inevitables. Meter un camello
tan enorme y deforme como la antropología en la tienda de la
psicología contribuirá más a esparcir las cosas que a ponerlas
en orden. En el climax de lo que es con seguridad una de las
carreras más extraordinarias y productivas en las ciencias hu-
manas, una carrera de continua originalidad y exploración in-
fatigable, Bruner parece estar en plena producción de una re-
volución más revolucionaria de lo que incluso él reconocería.

Dentro de la antropología, se ha discutido mucho en los úl-


timos años la claridad, la relevancia, el poder analítico, incluso
el estatus moral del concepto de cultura, sin llegar a ninguna
conclusión cierta salvo que si la cultura no puede ser descarta-
da como una reliquia imperialista, una maniobra ideológica o
un eslogan popular, como algunos de sus críticos han sugerido
de distintas maneras, debe ser seriamente repensada. Otorgarle
un papel principal en «el próximo capítulo de la psicología», co-
mo sugiere Bruner, contribuiría a estimular dicho replanteamien-
to, así como a extender un cuestionamiento similar al no menos
cuestionado concepto de mente que él desea unir con el de cul-
tura. Pero eso apenas simplificará las cosas. A los permanentes
enigmas que afligen a la psicología —naturaleza y crianza, de arri-
ba abajo [top down] y de abajo arriba [botom up], razón y pasión,
consciente e inconsciente, competencia [competence] y realiza-
ción [performance], privacidad e intersubjetividad, experiencia y
conducta, aprendizaje y olvido— se le añadirán muchos nuevos:
significado y acción, causalidad social e intención personal, re-
lativismo y universalismo y, quizá más fundamentalmente, lo di-
ferente y lo común. Si a la antropología le obsesiona algo es
cuánta diferencia genera la diferencia.
No hay una respuesta sencilla a esta pregunta por lo que
concierne a las diferencias culturales (si bien se dan con fre-
cuencia respuestas sencillas, generalmente en extremo). En an-
tropología sólo la propia pregunta es formulada y reformulada
en cada ocasión. Arrojar una ciencia que singulariza tanto en
medio de otras tan decididamente tendentes a la generalidad
como la genética, el procesamiento de la información, la psi-
cología del desarrollo, la gramática generativa, la neurología,
la teoría de la decisión y el neodarwinismo es exponer a una
confusión última un dominio —el estudio de la actividad men-
tal— ya suficientemente oscurecido por programas imperiales,
visiones del mundo hostiles y una proliferación de procedi-
mientos. Lo que en tiempos de Sartre habríamos llamado el
«proyecto» de Bruner implica mucho más que añadir «cultura»
(o «significado», o «narración») a la mezcla —otra variable que se
deja oír—. Implica, como él mismo ha dicho, confrontar el mun-
do en tanto que un campo de diferencias «adjudicándole las di-
ferentes construcciones de la realidad que son inevitables en
cualquier sociedad diversa». 17

O en cualquier investigación genuina. Intentar aunar o,


tal vez dicho con mayor cuidado, relacionar todo de un modo
productivo desde los «universales psíquicos» y la «narración
de historias» a los «modelos neuronales» y los «chimpancés
enculturados», desde Vygotsky, Goodman y Bartlett a Edel-
man, Simón y Premack (¡por no hablar de Geertz y Lévi-
Strauss!) obviamente supone movilizar diferencias tanto como
disolverlas, «adjudicando» contrastes (no es tal vez la mejor
palabra) más que ignorarlos o forzarlos en algún todo pálido
y ecuménico que haga sentirse bien. Probablemente lo que no
se necesite de manera inmediata sea la reconciliación de di-
versos enfoques del estudio de la mente, un eclecticismo apa-
ciguador, sino un efectivo enfrentamiento de unos contra
otros. Si a ese repollo milagroso, el mismo cerebro, ahora pa-
rece que se le comprende más adecuadamente en términos de
procesos separados simultáneamente activos, entonces lo mis-
mo será verdad para la mente con la que los biologicistas lo

17. Bruner, Acts ofMeamng, op. cit., pág. 95.


confunden tan a menudo. La historia, la cultura, el cuerpo y
el funcionamiento del mundo físico de hecho fijan el carácter
de la vida mental de cualquiera —lo conforman, lo estabili-
zan, lo llenan de contenido—. Pero lo hacen de modo inde-
pendiente, partitivo, simultáneo y diferencial. No desaparecen
como una resultante de los diferentes vectores que la compo-
nen, ni se unen en algún agradable acuerdo equilibrado sin
fricciones.
Una visión de ese tipo, según la cual una comprensión útil
de cómo nos las arreglamos para pensar debe ser una en la que
las formas simbólicas, las tradiciones históricas, los artefactos
culturales, los códigos neuronales, las presiones del entorno,
las inscripciones genéticas y similares operen coactivamente,
con frecuencia incluso agonísticamente, parece luchar por una
expresión más exacta en recientes trabajos, al menos en parte
estimulados por la propia obra de Bruner. La obra de Andy
Clark Estar ahí está dedicada nada menos que a «juntar de nue-
vo el cerebro, el cuerpo y el mundo». Vygotsky y la ciencia cog-
nitiva, de William Frawley, busca «mostrar que la mente huma-
na es a la vez un constructo social y un diseño computacional en
tanto que opuestos el uno al otro». Por lo que respecta a la
18

cultura («los sistemas simbólicos que los individuos [usan] al


construir el significado»), lo que Clark llama «la imagen de
la mente inextricablemente enlazada con el cuerpo, el mundo
y la acción» y Frawley «la mente en el mundo [y] el mundo [...]
en la mente», es imposible verla por más tiempo como algo ex-
terno y suplementario a los poderes internos del intelecto hu-

18. A. Clark, Being There: Putting Brain, Body, and World Together Again, Cam-
bridge, MIT Press, 1997 (trad. cast.: Estar ahí: cerebro, cuerpo y mundo en la nueva
ciencia cognitiva, Barcelona, Paidós, 1991); W. Frawley, Vygotsky and Cognitive Scien-
ce: Language and the Unification ofthe Social Land Computational Mind, Cambridge,
Harvard University Press, 1997 (trad. cast.: Vygotsky y la ciencia cognitiva, Barcelona,
Paidós, 1999). Para el reconocimiento del estímulo que ha supuesto la obra de Bruner,
véase, por ejemplo, Clark, op. cit., pág. 25; Frawley, op. cit., pág. 223.
mano, una herramienta o una prótesis. Es un ingrediente de
aquellos poderes. 19

El curso de nuestra comprensión de la mente no consiste


en una determinada marcha hacia un punto final donde todo
finalmente cuadre; consiste en el repetido despliegue de inves-
tigaciones diversas de tal manera que, una y otra vez y sin visos
de concluir, aquellas fuercen profundas reconsideraciones unas
sobre las otras. Construir una «psicología cultural» poderosa
(o una antropología psicológica poderosa —que no es del todo
lo mismo—) es menos una cuestión de hibridar disciplinas,
colocar guiones entre ellas, que de desequilibrarlas recíproca-
mente. En un tiempo en el que concepciones del funcionamien-
to mental monomaníacas y omniabarcantes, estimuladas por
los desarrollos locales en neurología, genética, primatología,
teoría literaria, semiótica, teoría de sistemas, robótica o lo que
sea, están cada vez más de moda, lo que parece necesitarse es el
desarrollo de estrategias que favorezcan que «las diferentes cons-
trucciones de la realidad [mental]» de Bruner se confronten, se
descompongan, se activen, rompiéndose los límites provincia-
les de cada una y, en consecuencia, conduzcan la empresa errá-
ticamente hacia delante. Todo lo que surge no necesita conver-
ger: debe tan sólo sacar el mayor partido de su incorregible
diversidad.
Las formas de hacer esto, de crear concepciones dispares,
incluso conflictivas de lo que la mente es, de cómo funciona y
de cómo es más provechoso estudiarla en un sistema recípro-
co de certezas que se corrijan unas a otras son, en efecto, en sí

19. Bruner, Acts ofMeaning, op. cit., pág. II; Clark, op. cit., pág. xvii; Frawley, op.
cit., pág. 295. Para un punto de vista constitutivo, en tanto opuesto a uno acumulativo,
sobre el papel de la cultura en la evolución humana, véase C. Geertz, «The Impact of
the Concept of Culture on the Concept of Man» y «The Growth of Culture and Evo-
lution of Mind», en The Interpretation of Cultures, Nueva York, Basics Books, 1973,
págs. 33-54 y 55-83 (trad. cast.: La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa,
1995, págs. 43-59 y 60-84).
mismas múltiples —extremadamente complicadas de diseñar,
muy difíciles de situar una vez diseñadas, enormemente sus-
ceptibles, una vez situadas, de provocar una versión académica
de la guerra hobbesiana—. De nuevo, por lo que concierne a la
antropología, lo que más la dispone a contribuir a dicha tarea y
a evitar sus resultados patológicos no son sus hallazgos parti-
culares sobre la brujería en África o el intercambio en Melane-
sia, y menos todavía cualquier teoría que haya podido elaborar
sobre las necesidades universales y la lógica ingenerada de la vi-
da social, sino su largo e íntimo compromiso con la diferencia
cultural y con el funcionamiento concreto de dicha diferencia en
la vida social. Hacer un estudio de los contrastes, rastrear sus
implicaciones y habilitarlos de algún modo a hablar sobre te-
mas generales es, después de todo, su oficio.
Manejar la diferencia o, si así suena demasiado manipula-
dor, navegar por ella, es el núcleo del asunto. Con todas estas
empresas son más numerosas las maneras de hacerlo mal que
de hacerlo bien y una de las formas más comunes de hacerlo
mal es convenciéndonos a nosotros mismos de que lo hemos
hecho bien —la consciencia explicada, cómo trabaja la mente,
el motor de la razón, la última palabra—. Whitehead destacó
una vez que debemos construir nuestros sistemas y mantener-
los abiertos; si bien, dada su pasión personal por la completud,
la certeza y la síntesis holista, omitió añadir que lo primero es
mucho más sencillo de conseguir que lo segundo. La enfer-
medad del erizo y la del zorro —cierre prematuro y miedo
obsesivo a ello, una tendencia a religarlo todo y a dejarlo des-
vinculado— obstruiría por igual el movimiento en las ciencias
humanas. Pero «en la naturaleza», como los positivistas solían
decir, uno sale al encuentro con mucha mayor frecuencia que
el otro, especialmente en estos días de estrecha visión high-tech.
Una cosa cierta, si hay algo cierto cuando de lo que se ha-
bla es de significado, consciencia, pensamiento y sentimiento,
es que tanto «el próximo capítulo» de la psicología como el de
la antropología no van a ser tipos de discurso ordenados y bien
formados, comienzos y centros nítidamente conectados a sus
finales. Ni es operativo, a largo y a medio plazo, aislar enfoques
rivales sobre la comprensión de la mente y la cultura en comu-
nidades valladas («psicología evolutiva», «antropología simbó-
lica»), ni fusionarlos en un todo inclusivo («ciencia cognitiva»,
«semiótica»); en el primer caso porque cosifica la diferencia y
la exalta, en el otro porque subestima su ubicuidad, su fuerza
y la imposibilidad de ser erradicada.
La razón por la que el legalismo «adjudicación» no sería el
mejor término para señalar la alternativa a estos modos de evi-
tar temas es que sugiere un «adjudicador», algo (o alguien) que
clasifica las cosas, que reconcilia enfoques, alinea o elige entre
ellos. Con todo, sea cual sea el orden que aflore bien en la men-
te bien en la cultura, no es el producto de algún proceso central
reinante o de una estructura directiva: es el producto del juego
de... bien, de lo que sea lo que, en ese caso, esté en juego. El fu-
turo de la psicología cultural depende de la habilidad de sus
practicantes para sacar provecho de una situación tan turbu-
lenta e inelegante —una situación en la que la apertura, la re-
ceptividad, la adaptabilidad, la inventiva y la inquietud intelec-
tual, por no hablar del optimismo, que ha caracterizado la obra
de Bruner desde sus comienzos, están peculiarmente bien
adaptadas—. Su punto de vista y su ejemplo parecen proclives a
florecer, sea quien sea el que continúe la narración y sea lo que
sea lo que ésta finalmente diga.
CAPÍTULO 7

CULTURA, MENTE, CEREBRO/CEREBRO,


MENTE, CULTURA

Tanto la antropología como la psicología han elegido dos


de los más improbables objetos en torno a los cuales intentar
construir una ciencia positiva: Cultura y Mente, Kultur und
Geist, Culture et Esprit. Ambas son herencia de filosofías di-
funtas, las dos cuentan en su haber accidentadas historias de
inflación ideológica y de abuso retórico, a la vez que tanto una
como otra albergan amplios y múltiples usos diarios que difi-
cultan cualquier intento de consolidar su significado o de con-
siderarlas como clases naturales. Han sido repetidamente conde-
nadas por místicas y metafísicas, repetidamente expulsadas del
disciplinado recinto de la investigación seria, repetidamente
desautorizadas, destinadas a desaparecer.
Cuando van unidas, las dificultades no sólo aumentan, sino
que explotan. Se proponen y elaboran reducciones poco plausi-
bles de la una a la otra o de la otra a la una, cada una de mayor
o menor complejidad; o se describe un sistema teoréticamente
intrincado de interacción entre ambas que deja incuestionada
su separabilidad e indeterminado su alcance. Más reciente-
mente, a medida que se han desarrollado las ciencias cogniti-
vas, ha habido una tendencia a refinar los términos y a hablar,
por el contrario, de circuitos neuronales, de procesamiento
computacional y de sistemas programables instruidos artefac-
tualmente; una táctica que deja incuestionado y sin plantear
tanto el problema del habitar social del pensamiento como el
de los fundamentos personales de la significación.
Desde sus inicios la antropología ha estado obsesionada
por estas cuestiones de doble vertiente, que han sido mal for-
muladas o elididas: la naturaleza mental de la cultura, la natu-
raleza cultural de la mente. Desde las reflexiones de Tylor en
1870 sobre las insuficiencias cognitivas de la religión primiti-
va, pasando por la participación simpatética y el pensamiento
prelógico de Lévi-Bruhl en 1920 hasta el bricolage de Lévi-
Strauss, los mitemas y la pensée sauvage en 1960, el tema de la
"mentalidad primitiva" —hasta qué punto los así llamados na-
tivos piensan de manera diferente a como lo hacen los (tam-
bién así llamados) civilizados, avanzados, racionales y científi-
cos— ha dividido y revuelto la teoría etnográfica. Boas en La
mentalidad del hombre primitivo, Malinowski en Magia, ciencia
y religión y Douglas en Pureza y peligro han lidiado con el mis-
mo problema: hacer inteligible, tal como ellos y sus seguidores
lo han expresado, la relación entre lo interior y lo exterior, lo
privado y lo público, lo personal y lo social, lo psicológico y
lo histórico, lo experiencial y lo conductual.
Con todo, es posiblemente esta pretensión la fuente de to-
do el problema: que de lo que se trata y lo que necesita ser de-
terminado es algún tipo de conexión que enlace el mundo en el
interior de nuestro cráneo con el que existe fuera de él. Desde
que Wittgenstein demolió la idea misma de un lenguaje priva-
do con el subsiguiente énfasis en la socialización del habla y del
significado, la localización de la mente en la cabeza y la cultura
fuera de ella no parece sino algo de un obvio e incontrovertible
sentido común. Lo que hay en el interior de la cabeza es el ce-
rebro y algo de materia biológica. Lo que hay fuera son repo-
llos, reyes y una pluralidad de cosas. La pregunta subversiva
que plantea el filósofo cognitivista Andy Clark, «¿dónde termi-
na la mente y empieza el resto del mundo?», carece de res-
puesta, como a su vez carece de ella su pregunta correlativa, tan
desconcertante como la primera: «¿Dónde termina la cultura y
comienza el resto de uno mismo?». 1

Gran parte del reciente trabajo de lo que se ha llamado «psi-


cología cultural» se compone de intentos, algunos de ellos admi-
rables, otros menos, si bien todos ellos han rebuscado confusa-
mente por entre los materiales de diversas disciplinas, de navegar
en torno a este doble dilema y concebir de nuevo conceptos co-
mo mentalidad o significado en trazos menos firmes, esto es es-
to, aquello es aquello. Los mismos títulos de los estudios en este
género que emerge —Culture in Mind, Realidad mental y mun-
dos posibles, Thinking through Cultures, The Discursive Mind,
The Inner Life: The Outer Mind, Cómo piensan las instituciones,
Pasos hacia una ecología de la mente, Maneras de hacer mundos—
sugieren tanto su alcance expansivo como su incierta compren-
sión. «Juntar de nuevo», por volver a citar a Clark esta vez de su
2

libro «cerebro, cuerpo y mundo» exige una cierta tarea, difusa y


ambiciosa. Pero es una tarea que, finalmente, empieza de cero.
O que empieza de nuevo, tal como sugiere el título del reciente
estudio de Michael Cole sobre este heterogéneo tema, Psicología
cultural: una discipina del pasado y del futuro?

1. A. Clark, Being There: Putting Brain, Body and World Together Again, Cam-
bridge, MIT Press, 1997, pág. 213 (trad, cast.: Estar ahí: cerebro, cuerpo y mundo en la
nueva ciencia cognitiva, Barcelona, Paidós, 1991).
2. B. Shore, Culture in Mind, Cognition and the Problem of Meaning, Nueva
York, Oxford University Press, 1996. J . Bruner, Actual Minds, Posible Worlds, Cam-
bridge, Harvard University Press, 1986 (trad, cast.: Realidad mental y mundos posibles,
Barcelona, Gedisa, 1988); R. A. Shweder, Thinking through Cultures: Expeditions in
Cultural Psychology, Cambridge, Harvard University Press, 1991; R. Harré, The Dis-
cursive Mind, Thousand Oaks, California, Sage Publications, 1994; S. Toulmin, The In-
ner Life: the Outer Mind, Worcester, Mass., Clark University Press, 1985; M. Douglas,
How Institutions Think, Siracusa, Syracuse University Press, 1986 (trad, cast.: Cómo
piensan las instituciones, Madrid, Alianza, 1996); G. Bateson, Steps toward an Ecology
of Mind, Novato, California, Chandler, 1972 (trad, cast.: Pasos hacia una ecología de la
mente, Buenos Aires, Lumen, 1997); N. Goodman, Ways of Worldmaking, Nueva
York, Hackett, 1978 (trad, cast.: Maneras de hacer mundos, Madrid, Visor, 1995).
3. M. Cole, Cultural Psychology: The Once and Future Science, Cambridge, Har-
vard University Press, 1996 (trad, cast.: Psicología cultural: una disciplina del pasado y
del futuro, Madrid, Morata, 1999).
Como suele ocurrir con las despedidas forzosas de proce-
dimientos familiares, el primer paso en este esfuerzo por rela-
cionar lo que los psicólogos centrados en la interioridad han
aprendido sobre el modo en que los humanos razonan, sienten,
recuerdan, imaginan y deciden con lo que, por su parte, han
aprendido los antropólogos orientados a lo exterior sobre la
manera en que el significado es construido, aprendido, activa-
do y transformado ha resultado obvio por algún tiempo, si bien
ha sido difícil de afrontar por cada uno de los investigadores.
Ello supone el abandono de la idea de que el cerebro del Ho-
mo sapiens es capaz de funcionar autónomamente, que puede
operar con efectividad, o que puede operar sin más, como un
sistema conducido endógenamente y que funciona con inde-
pendencia del contexto. Al menos desde que la descripción cir-
cunstancial de incipientes estadios prelingüísticos de la homini-
zación (pequeños cráneos, posición erecta, utensilios creados
con un fin) comenzara medio siglo atrás con el descubrimiento
de fósiles anteriores al Pitecántropus y de asentamientos del
primer Pleistoceno, el hecho de que el cerebro y la cultura co-
evolucionaran, dependientes mutuamente el uno del otro in-
cluso para su misma comprensión, ha vuelto insostenible la
concepción del funcionamiento de la mente humana como un
proceso intracerebral intrínsecamente determinado que los re-
cursos culturales —lenguaje, rito, tecnología, enseñanza y el
tabú del incesto— adornan y extienden, pero que apenas gene-
ran. Nuestros cerebros no están en una cubeta, sino en nues-
tros cuerpos. Nuestras mentes no están en nuestros cuerpos, si-
no en el mundo. Y por lo que respecta al mundo, éste no se
halla en nuestros cerebros, nuestros cuerpos o nuestras mentes:
éstos están en él junto con dioses, verbos, rocas y política.
Todo esto —la evolución conjunta de cuerpo y cultura, el
carácter funcionalmente incompleto del sistema nervioso hu-
mano, el componente significativo del pensamiento y del pen-
samiento en la práctica— sugiere que el camino hacia una avan-
zada comprensión de lo biológico, lo psicológico y lo sociocul-
tural no se logra mediante su disposición en algún tipo de ca-
dena jerárquica del ser que ascienda de lo físico y biológico
hasta lo social y semiótico, emergiendo y dependiendo de cada
nivel del (y, con un poco de suerte, siendo reducible al) que se
encuentra por debajo. Ni tampoco se logra tratándolos como
realidades soberanas y discontinuas, dominios clausurados y
aislados, conectados externamente unos con otros («interfa-
ced» como dice la jerga) por fuerzas, factores, montantes y cau-
sas vagas y adventicias. Constitutivas unas de las otras, recípro-
camente constructivas, es así como deben ser tratadas: como
complementos, no como niveles; no como entidades, sino co-
mo aspectos, como paisajes y no como regiones.
Todo esto quizás es discutible. Y, en efecto, ha sido objeto
de mucha discusión. Lo que sería menos discutible es que, da-
do que nuestra comprensión del cerebro, el procesamiento de
la información, el desarrollo individual, la comunicación social
y la conducta colectiva, la percepción, la emoción, la fantasía,
la memoria, la formación de conceptos y la referencia, el senti-
do, la representación y el discurso avanzan en cada caso hacia
una mirada de unos y otros más consciente, cautelosa y de sos-
layo, la posibilidad de reducirlos todos a sólo uno de ellos, cla-
sificándolos en compartimentos sellados o incluyéndolos en una
síntesis global y omniabarcadora, deviene cada vez más remo-
ta. Está claro que no nos dirigimos hacia un final preestableci-
do donde todo se une, Babel queda sin hacer y el Yo yace con
la Sociedad.
Por el contrario, somos testigos de una proliferación cada
vez más rápida de verdaderos asaltos, de lo que Thomas Kuhn
llamó matrices disciplinares —laxos ensamblajes de técnicas,
vocabularios, presupuestos, instrumentos y logros ejemplares
que, a pesar de sus especificidades y originalidades, o incluso
de sus amplias inconmensurabilidades, guían con intensificada
fuerza y una precisión creciente sobre su velocidad, los detalles
mínimos del desarrollo respectivo de cada una de ellas. Nos ha-
llamos, tanto ahora como en un futuro próximo, ante un campo
cada vez más diferenciado de disciplinas semiindependientes
y semiinteractivas o de matrices disciplinares (y de comunida-
des de investigación que las sostienen, celebran, critican y ex-
tienden) dedicadas a uno u otro enfoque en el estudio de cómo
pensamos y con qué pensamos. Y es en el interior de este cam-
po, disperso, dispar y siempre cambiante, donde de manera di-
versificada debemos aprender a buscar no un proyecto común
—Sigmund Freud y Noam Chomsky, Marshall Sahlins y E. O.
Wilson, Gerald Edelman y Patricia Churchland, Charles Taylor y
Daniel Dennett nunca aproximarán tanto sus posturas como pa-
ra permitir que algo así ocurra—, sino una colección semiorde-
nada y policéntrica de proyectos mutuamente condicionados.
Esto sugiere —para alguien que, como yo, intenta no dar
cuenta de logros particulares ni de evaluar propuestas concretas
sino de describir el estado general de la obra— que sería reco-
mendable intentar una mirada sinóptica de la totalidad del cam-
po; un campo tan disperso e irregular que se resiste a cualquier
forma de resumen. En los últimos años ha crecido nuestro hábi-
to de manejar sistemas distributivos, conectados parcialmente y
autoorganizados, especialmente en ingeniería y biología, y en si-
mulaciones computacionales de cualquier cosa (desde hormi-
gueros y enlaces neuronales hasta desarrollos embrionarios y
percepciones de objetos). Sin embargo, aún no estamos acos-
tumbrados a mirar matrices disciplinares o la interacción de ma-
trices disciplinares como tales. Y sería recomendable que se
acostumbrase a ello un campo, pasado o futuro, como la «psico-
logía cultural», dedicado precisamente a esa interacción entre
enfoques diferentes, apasionados, incluso celosos y enemistados,
sobre «cómo piensan los nativos» y entre ardorosos partidarios
que sacan competitivamente adelante dichos enfoques. Lo que
nos vamos a encontrar no es una coordinación firme ni que cada
uno de modo negligente vaya a partir la diferencia para sí mis-
mo. Lo que sí vamos a encontrar, y ya nos encontramos, es una
discusión cada vez más exacta, aguda y profunda. Y si piensan que
la tormenta ha arreciado, esperen y vean.
Para ser un poco más concreto, y no meramente pragmáti-
co y exhortativo, déjenme referirme, a modo de breve ejemplo,
a unas discusiones recientes en antropología, psicología y neu-
rología sobre la particularidad más elusiva y miscelánea de
nuestra vida inmediata: aquella de la que Hume pensó que la
razón era y debía ser siempre su esclava, esto es, la «pasión», la
«emoción», el «sentimiento», el «afecto», la «actitud», el «áni-
mo», el «deseo», el «carácter», el «sentimiento».
Estas palabras también definen un espacio, no una entidad.
Se solapan, difieren, contrastan, encajan sólo oblicuamente,
son términos con aires de familia —politéticos, según la ter-
minología; el problema no es tanto fijar sus referentes, algo
evidentemente difícil de hacer (¿dónde se convierte la «envi-
dia» en qué?, ¿y la «añoranza»?), como perfilar su alcance y
aplicación—. Comenzaré por la antropología no porque co-
nozca mejor la materia sino porque me he visto de algún modo
implicado en el asunto —acusado, de hecho, de haber «dado
permiso a los antropólogos que entienden la cultura como sis-
tema simbólico a que desarrollen una antropología del yo y del
sentimiento», al parecer algo muy desafortunado—. Con todo, 4

no es mi propio trabajo lo que quiero discutir aquí —que en


este aspecto ha actuado más de consejero que como autoridad,
como un susurro, y no como una bendición o una licencia pa-
ra actuar—, sino el de los teóricos de la pasión y el sentimiento
llamados culturalistas o de la acción simbólica.
Dichos teóricos (y dado que todos ellos son, principalmen-
te investigadores de campo), de entre los que Michelle Rosal-
do, Catherine Lutz, Jean Briggs, Richard Shweder, Robert Levy

4. N. J . Chodorow, The Power of Peelings, Personal Meaning in Psychoanalysis,


Gender, and Culture, New Haven, Yale University Press, 1999, pág. 144.
y Anna Wierzbicka son, entre otros y diferenciadamente, ejem-
plos representativos, defienden un enfoque de las emociones
esencialmente semiótico —las ven como instrumentos de signi-
ficación y prácticas constructivas a través de los cuales aquéllas
adquieren forma, sentido y curso público—. Las palabras, 5

imágenes, gestos, marcas corporales y terminologías, las histo-


rias, los ritos, costumbres, arengas, melodías y conversaciones
no son meros vehículos de los sentimientos alojados en otra par-
te, al igual que reflejos, síntomas y sudoraciones. Son el lugar y
el mecanismo de la cosa misma.
«Si tenemos la esperanza —escribe Rosaldo con la inco-
modidad de ir a tientas que, dado el arraigado cartesianismo
de nuestro lenguaje psicológico, acostumbra a generar este ti-
po de postura— de aprender cómo las canciones, los desaires
o los asesinatos pueden incitar los corazones humanos, debe-
mos conformar la interpretación con una comprensión de la
relación entre formas expresivas y sentimientos, que están li-
mitados culturalmente y derivan su significado de su lugar en
el seno de las experiencias de la vida de gentes particulares
en sociedades particulares.» Por muy similar que sea su aspec-
to general, y por muy útil que resulte su comparación, la me-
nis-cólera de Aquiles y la //g^-rabia de los cazadores de cabeza
filipinos de Rosaldo configuran su sustancia específica, según
ella, de «contextos distintos y [...] distinta(s) forma(s) de vi-
da». Son «modo(s) de aprehensión locales mediados por for-
mas culturales y lógicas sociales locales». 6

5. M. Rosaldo, Knowledge andPassion, Cambridge, Cambridge University Press,


1980; C. Lutz, Unnatural Emotions: Everyday Sentiments on a Micronesian Atoll and
Their Challenge to Western Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1988; J . L.
Briggs, Never in Anger, Cambridge, Harvard University Press, 1970; Shweder, op. cit.\
R. I. Levy, Tahitians: Mind and Experience in the Society Islands, Chicago, University of
Chicago Press, 1973; A. Wierzbicka, Understanding Cultures through Their Keywords,
Oxford, Oxford University Press, 1997.
6. Rosaldo, op. cit., pág. 222.
Desde este punto de partida general, la investigación ha
podido tomar rumbos distintos, muchos de los cuales se ha in-
tentado explorar. Hay estudios sobre «vocabulario de la emo-
ción», diseñados para dar al fin con el sentido de términos
culturalmente específicos para los sentimientos, actitudes y
temperamentos, tal como Rosaldo lo hace con la liget de los
Ilongot. (De hecho, se ha traducido inadecuadamente esta pa-
labra como «rabia». Su traducción más ajustada sería «ener-
gía» o «fuerza vital», pero ni siquiera estos términos son del
todo adecuados. Se necesitan, como para la menis de la litada,
extensas glosas, usos que sirvan de muestra, discriminaciones
contextúales, implicaciones conductuales y términos alternati-
vos.) Un amplio número de antropólogos, incluyéndome entre
ellos, ha realizado una tarea similar con relación a palabras tra-
ducidas de un modo etnocéntrico, tendencioso o simplemen-
te indolente de una lengua cualquiera al inglés, como en el caso
de clichés afectivos como «culpa» y «vergüenza». La lingüista
culturológica Anna Wierzbicka, al señalar que palabras japo-
nesas «tales como enryo (que vienen a querer decir "control
interpersonal"), on (más o menos "deuda de gratitud") y
omoiyari (algo así como "empatia bienhechora") [...] pueden
conducirnos al núcleo de un amplio complejo de valores y ac-
titudes culturales [...] poniendo de manifiesto una amplia red
de inscripciones [...] específicamente culturales», no sólo deja
constancia de ello con respecto al japonés, sino también con
respecto al ruso {toska «entre melancolía y anhelo»), al alemán
{Heimatliebe, «amor por el país nativo») y a lo que la autora
denomina «el gran adjetivo australiano», bloody. Otros han
llevado a cabo análisis con términos samoanos como alofa
(«amor o empatia de los que tienen un estatus inferior por los
que ostentan un estatus superior»), el término árabe niya («pro-
pósito»... «deseo»... «inocente»... «puro»... «sincero») y el ja-
vanes rasa («percepción-sentimiento-gusto-implicación-signi-
ficado»). 7

Además de estos estudios de sistemas de vocabulario, hay


una vasta gama de investigaciones diferentes orientadas a anali-
zar los significados de las emociones y, en la medida de lo posi-
ble, a trazar el mapa del espacio conceptual sobre el cual aqué-
llos y aquéllas se extienden. Hay estudios etnomédicos sobre
conceptos indígenas de enfermedades, sufrimiento, dolor, cura-
ciones y bienestar, y estudios etnometafóricos de regímenes fi-
gurativos —posesión de espíritus, brujería, ritos de paso— que
dejan grabados sentimientos de... bien, para invertir el habitual
procedimiento de Tarski, «posesión», «brujería» y «paso». Tam-
bién hay estudios etnopsicológicos sobre la importancia de emo-
ciones diferentes en sociedades diferentes y sobre la manera en
que los niños aprenden cómo sentirlas. Y hay estudios etnoes-
téticos sobre mito, música, arte y sobre los tonos y atmósferas
de la vida diaria. Cada uno de estos estudios, o tipo de estudio, de
difícil concreción y reticentes a la réplica, son aproximaciones al
tema. Algunos confunden, más que aclaran. Pero en su mayor
parte, en su variedad, en la gama de material con el que traba-
jan y especialmente en la sutileza observacional que crece con
firmeza, la constitución cultural de la emoción me parece, al
menos a mí, bastante bien hecha.
Con todo, los mayores desafíos, los más elaborados, a las
teorías culturalistas de la acción simbólica, de la emoción, del
sentimiento y la pasión, no toman, de hecho, la forma de una
duda sobre su adecuación empírica como tal, que es, después
de todo, un aspecto interpretativo que sólo la observación ul-

7. Wierzbicka, op. cit., págs. 16-17, 157 y 218; Shore, op. cit., págs. 301-302. L.
Rosen, Bargaining for Reality: The Construcction of Social Relations in a Muslim Com-
munity, Chicago, University of Chicago Press, 1984, pág. 48; C. Geertz, The Religión
o/Java, Glencoe, 111., The Free Press, 1960, págs. 238-241. Para una sucinta afirmación
de este punto de vista general, véase H. Geertz, «The Vocabulary of Emotion», Psy-
chiatry, n° 22, 1959, págs. 225-237.
terior, más exacta, puede resolver. Toman más bien la forma de
acusaciones de una deficiencia más fundamental, más parali-
zante, incluso fatal: su supuesta falta de atención a dinámicas
«intrapsíquicas» y, consiguientemente, su también presunto
descuido e incapacidad para tratar al agente, la individualidad
y la subjetividad personal. De esta manera, la psicoanalista
Nancy Chodorow, familiarizada con este enfoque, escribe:

son incapaces de pensar teoréticamente, incluso cuando descri-


ben etnográficamente procesos psicológicos individuales de crea-
ción de significado personal. [...] Obvian los modos idiosincráti-
cos y divergentes en los que las emociones se desarrollan y son
experimentadas. [...] ¿Dónde, podríamos preguntarnos, adquie-
re el niño la capacidad, la habilidad o el hábito de «leer» cuerpos
culturales en primer lugar si no es en partes de su ser internas y
psicobiológicas? 8

Como analista de corte ortodoxo, al estilo de Melanie Klein,


Hans Loewald o D. S. Winnicott, Chodorow tiene una concep-
ción de cómo los niños pequeños con alucinaciones se convierten
en adultos conducidos por la fantasía basada en la «vida inte-
rior» y en lo arraigado en el inconsciente. Junto a lo cultural y
lo biológico, dice, hay un «tercer dominio» que no puede ser
comprendido en toda su extensión (y cita a Rosaldo quien,
junto conmigo, es blanco principal) «con referencia a escena-
rios culturales y a las asociaciones que éstos evocan», o «a es-
cenas culturales asociadas con emociones particulares».

Lo que se echa en falta [escribe] en los enfoques que tratan


de hacer cosas con palabras de emociones es la comprensión de
lo que existe entre la instintividad humana universal o cultura pan-
humana y la particularidad cultural universal y cómo ese espacio
intermedio se desarrolla y es experimentado en particulares ám-

8. Chodorow, op. cit. pág. 161.


y
bitos interpersonales e intrapsíquicos a los que la proyección, la
transferencia y contratransferencia otorgan un significado per-
sonal. [...] [Lo] psicológico es un registro separado, [es] sui ge-
neris?

Pero no es sólo de esta disciplina tan notoriamente autocon-


tenida y embebida en sí misma, la reivindicación de cuyo carácter
dominante y definitivo y cuya manera perentoria de presentar las
cosas despierta reservas razonables hasta en sus espectadores más
compasiavos, de donde surge este tipo de críticas. Cualquiera in-
teresado en el desarrollo individual, desde Jean Piaget y Lev Vy-
gotsky hasta Jerome Bruner y Rom Harré, tiende a sentir la mis-
ma inquietud por cualquier punto de vista que no investigue
sobre la historia ontogenética de las pasiones. El punto crucial
no es que los análisis culturales sobre las emociones fracasen
cuando tratan de dar cuenta —como Chodorow parece decir
(«un registro separado»... «el espacio intermedio»... «sui gene-
ris»)— de lo que siente alguien en su interior, en lo más profun-
do de su corazón, cuando experimenta tal o cual emoción. En
este sentido, el interrogante no tiene respuesta; como el dolor (o
«dolor»), se siente como se siente. Lo crucial es ver cómo menis,
liget, wrath o rage, toska o Heimatliebe, on enryo, u omoiyari (o
7

para el caso bloody) llegan a alcanzar la fuerza, la inmediatez y


las consecuencias que tienen.
De nuevo, la reciente investigación a cargo de, en su mayoría,
representantes de la psicología comparativa y del desarrollo
(Bruner, Janet Astington, David Premack), en ocasiones también
de lingüistas orientados psicológicamente y de antropólogos
(George Lakoff, Carol Feldman, William Frawley, Roy D'Andra-
de), ha hecho avanzar a buen paso esta línea de investigación. Y 10

9. Ibid., págs. 164, 166 y 2 1 8 .


10. J . Bruner, Acts of Meaning, Cambridge, Harvard University Press, 1990 (trad,
cast.: Actos de significado: más allá de la revolución cognitiva, Madrid, Alianza, 1998); J .
lo que es más destacable, ha surgido una concepción de la men-
te de los niños seriamente revisada —no una confusión flore-
ciente y rumorosa, no una fantasía voraz arremolinada en vano
en torno a un ciego deseo, no algoritmos increados que generan
categorías sintácticas y conceptos listos para usar, sino la crea-
ción, la búsqueda, la preservación y el uso del significado; en
palabras de Nelson Goodman, maneras de hacer mundos—, n

Han proliferado los estudios con una vertiente práctica, tanto


sobre la habilidad y la inclinación de los niños a construir mo-
delos de sociedad, de los otros, de la naturaleza, del yo, del
pensamiento como tal (y, naturalmente, del sentimiento) como
a usarlos para manejarse bien con lo que ocurre a su alrededor.
Los estudios sobre el autismo en tanto que fracaso (por las ra-
zones que sean) del niño al desarrollar una teoría operativa de
«las otras mentes», de imaginar y mandar sobre la realidad a
través de la narrativa y el relato de historias, de la autoconstruc-
ción y la atribución de un agente como empresa social y de la
subjetividad como un logro intersubjetivo —y, por tanto, con-
textual y cultural— nos da una idea de nuestra mente, en la que
«hacer cosas con palabras de emociones» y «la creación de sig-
nificado personal» apenas se asemejan a «registros separados».
«El desarrollo del pensamiento de los niños —escribió hace ya

W. Astington, The Child's Discovery of the Mind, Cambridge, Harvard University Press,
1993 (trad, cast.: El descubrimiento infantil de la mente, Madrid, Morata, 1997); D. Pre-
mack y G. Woodruff, «Does the Chimpanzee Have a Theory of Mind?», Behavioral and
Brain Sciences, n° 1, 1978, págs. 515-526; G. Lakoff, Women, Fire, and Dangerous
Things, Chicago, University Chicago Press, 1987; C. F. Feldman, The Development of
Adaptive Intelligence, San Francisco, Jossey-Bass, 1974; W. Frawley, Vygotosky and Cog-
nitive Science: Language and the Unification of the Social and Computional Mind, Cam-
bridge, Harvard University Press, 1997 (trad, cast.: Vygotsky y la ciencia cognitiva, Bar-
celona, Paidós, 1999); Roy D'Andrade, «Cultural Cognition», en M. I. Posner (comp.),
Foundations of Cognitive Sciences, Cambridge, MIT Press, 1989, págs. 745-830.
11. Goodman, op. cit.; véase. J . Bruner, The Culture of Education, Cambridge,
Harvard University Press, 1996 (trad, cast.: La educación, puerta de la cultura, Madrid,
Visor, 2000).
setenta años Vygotsky, el padrino de este tipo de trabajos— de-
pende de su dominio de los medios sociales del pensar. [...] El
uso de los signos lleva a los humanos a estructuras específicas
de la conducta que lo liberan del desarrollo biológico y crea
nuevas formas de proceso psicológico basado en la cultura.» 12

Así es como se dan los sentimientos: «Entre una lesión lite-


ral y un tropo literario —como ha señalado Richard Shwe-
der— hay un amplio espacio para un corazón roto». Pero, co-
mo él mismo apunta, «los nervios destrozados, la sangre que no
bulle, la cabeza a punto de estallar y el corazón roto son meto-
nimias del sufrimiento; expresan [...] con metáforas que recu-
rren a partes del cuerpo formas de la experiencia encarnada del
sufrimiento a través de las partes del cuerpo usadas para ex-
presarlas. [...] [Pero] una cabeza a punto de estallar no explo-
ta, un corazón roto no se rompe, la sangre que no bulle no por
eso deja de circular y los nervios destrozados no muestran pa-
tología estructural alguna». 13

Por contra, otros estados emocionales sí producen a veces,


o al menos incluyen, deformaciones observables (y percepti-
bles) en los procesos somáticos. El recurso a la imaginería de
partes del cuerpo con el propósito de caracterizar no sólo el su-
frimiento, sino también la emoción en general (si los corazones
se hunden en la desesperación, saltan de contento) nos recuer-
da que, más allá de cómo los caractericemos y los aprehenda-
mos, los sentimientos son sentidos. Los rostros se acaloran y ru-
borizan o se hielan y empalidecen, el estómago se nos revuelve
o hace un nudo, las palmas de las manos sudan, nuestras ma-
nos tiemblan, la respiración se nos corta, se nos desencajan las
mandíbulas, por no hablar de las complicadas inflamaciones y
perturbaciones que Eros nos origina. Incluso vale la pena to-
mar nota no de los dioses extraculturales de una máquina cere-

12. Citado en Frawley, op. cit., pág. 143.


13. Shweder, op. cit., pág. 324.
bral, sino de las lesiones literales, si le ocurren a alguien en con-
creto, en su cerebro, viendo por ello afectada su vida.
Por supuesto, los neurólogos han investigado las implica-
ciones en el funcionamiento mental de lesiones localizadas en
alguna región del cerebro. Pero hasta hace bien poco el grueso
de esta investigación se ha dirigido al procesamiento cognitivo
en su sentido más estrecho e intelectivo —los defectos y défi-
cits perceptuales, lingüísticos, motores y de la memoria; los fra-
casos en el reconocimiento estudiados por Wernicke y los fra-
casos en la producción de Broca. Las alteraciones emocionales,
tal vez por ser menos definitivas en su forma y más difíciles de
medir (quizá también porque no están propiamente caracteri-
zadas en términos de deficiencias), se someten, desde William
James hasta Oliver Sacks, más a informes fenomenológicos, al-
gunos brillantes, que a análisis somáticos.
Esto también está cambiando paulatinamente y como ejem-
plo de ello podemos echar un rápido vistazo a la obra de Anto-
nio Damasio, El error de Descartes: emoción, razón y el cerebro
humano, uno de los muchos estudios recientes de lo que ha da-
do en llamarse «el cerebro encarnado». Damasio informa en
14

su libro de su trabajo con personas —nombradas, descritas,


particularizadas y localizadas culturalmente— con lesiones en el
lóbulo frontal (un clavo en la frente, un tumor extirpado, una
hemiplejía, una leucotomía) y las inferencias que se pueden
extraer de sus esfuerzos por abrirse camino, su subjetividad,
personalidad y destino por lo que concierne al papel del sen-
timiento en la construcción de una existencia humana: «Los
sentimientos nos permiten captar el organismo en plena acti-
vidad biológica, un reflejo de los mecanismos de la vida misma
al tiempo que aquéllos siguen su curso. Si no fuera por la posi-

14. A. R. Damasio, Descartes Error: Emotion, Reason, and the Human Brain,
Nueva York, Putnam, 1994 (trad. cast.: El error de Descartes: emoción, razón y el cere-
bro humano, Barcelona, Crítica, 2001).
bilidad de sentir estados del cuerpo, [...] no habría ni padeci-
miento ni felicidad, ni deseo ni piedad, ni tragedia ni gloria en
la condición humana». 15

Y ningún significado. Los rasgos que presentan sus casos se-


ñeros —un ferroviario de la Nueva Inglaterra decimonónica, un
contable profesional, un agente de bolsa, un hombre con una le-
sión de nacimiento de la que nunca se recuperó; en total, una
docena de casos— es una cierta incapacidad de afectación,
superficialidad, desvinculación, indecisión, irregularidad en los
propósitos, torpeza a la hora de escoger una vía, de prever las
consecuencias o de aprender de los errores, de atenerse a la con-
vención, planificar el futuro o de responder apropiadamente a
los otros; todo ello unido a habilidades normales, incluso supe-
riores, en el ámbito motor, lingüístico, perceptual e intelectual.
Esta «matriz de Gage», como Damasio la denomina al hilo
de su caso más ejemplar, el desdichado ferroviario con un agu-
jero en la parte frontal de su cerebro —un tal Phineas P. Ga-
ge—, es fundamentalmente un desorden afectivo, una atenua-
ción de la capacidad emocional que paraliza de inmediato el
juicio, la voluntad y la sensibilidad social.

[La matriz de Gage] de conducta social y la deficiencia a la


hora de tomar decisiones [son] compatibles con una base de co-
nocimiento social normal y con funciones neuropsicológicas de
orden superior que se han preservado, tales como la memoria
convencional, el lenguaje, la atención básica, la memoria actuan-
te básica, el razonamiento básico [...] [pero ellas están] acompa-
ñadas de una reducción en la reactividad emocional y en el senti-
miento. [...] [Y esta reducción] en la emoción y el sentimiento no
[es] un espectador inocente junto a la deficiencia de la conducta
social. [...] [La] frialdad de los [pacientes Gage] en su razonar
[les] impide asignar valores diferentes a opciones diversas y [ha-
ce su] ámbito de tomas de decisión desesperanzadamente chato

15. Ibid., pág. xv.


[...] además de poco fiable y duradero por lo que respecta al tiem-
po que se precisa para seleccionar respuestas [...] una deficiencia,
más sutil que básica, en la memoria actuante que altera lo que
queda del proceso de razonamiento requerido para que surja una
decisión. 16

Desde este fundamento, un síndrome parabólico que ense-


ña una lección conceptual, Damasio continúa desarrollando
una teoría articulada sobre la manera en que la emoción fun-
ciona en nuestra vida mental —marcadores somáticos, per-
cepciones recordadas, estados disposicionales del cuerpo, etc.—
que no podemos ni necesitamos explicitar aquí (es algo que, en
cualquier caso, se halla convenientemente en sus inicios), si
bien cabría hacer mención de que la lacónica doctrina de Fran-
cis Bacon, «el intelecto del hombre no es una luz seca», recibe
un nuevo y potente refuerzo empírico. «Las emociones y los
sentimientos no [son] intrusos en el bastión de la razón.» Da-
masio resume así sus investigaciones y su punto de vista: «Están
enlazados en sus redes para bien y para mal». Las pasiones
17

—el amor, el dolor y todo ese maldito lío— pueden arruinar


nuestras vidas. Pero también puede hacerlo, y con la misma efi-
cacia, su pérdida o su ausencia.

Hasta aquí lo que respecta a mi pequeño e instructivo caso:


la emoción en la cultura, la mente y el cerebro ... cerebro, men-
te y cultura. De estos informes breves —un tanto improvisa-
dos— de enfoques concebidos y desarrollados de manera dife-
rente sobre el estudio del sentimiento (aunque podría, de igual
modo, haberme decantado por el aprendizaje, la memoria o,
incluso, la locura) espero que resulte al menos un poco más

16. Ibid.,pág.51.
17. Ibid.y pág. xii.
claro que cierta atención inquieta y libre de movimientos por
entre matrices disciplinares contrapuestas, un cambio oportu-
no y alternante de atención respecto de los programas y comu-
nidades de investigación en competencia, puede dar una idea
de la tendencia general de las cosas en un campo disperso y dis-
tributivo de investigación científica. Asaltos frontales, avances
18

masivos hacia la unidad conceptual y el acuerdo metodológico


tienen su espacio —de vez en cuando y siempre que la sitúa
ción lo permita—. Como también tiene el suyo la especialización
técnica, cada vez más profunda, y la construcción de hechos
aislada, purificada y bien delimitada según las disciplinas, sin
las que ninguna ciencia, ni siquiera la social, podría avanzar.
Pero por sí mismas no pueden ni podrán producir una visión
sinóptica de aquello que muchos de nosotros perseguimos —-te-
niendo el final en mente.
En el caso presente lo que buscamos y cómo debemos bus-
carlo (así como lo que podemos obtener para nosotros y nues-
tras vidas en esa búsqueda) me parece que queda exactamen-
te reflejado, si bien de manera tropológlca, en un pequeño y
condensado poema de Richard Wilbur titulado... bien, titu-
lado...

Mente

La mente es en su puro juego como un murciélago


que aletea solitario en cuevas.
Ingeniándoselas con una agudeza ciega
para no acabar contra la pared de piedra.

18. Para una discusión de la esquizofrenia en términos de formas culturales de la


sensibilidad, véase L. A. Sass, Madness and Modernism: Insanity in the Light of Modern
Art, Literature, and Thought, Nueva York, Basic Books, 1992.
No precisa de titubeos ni exploraciones;
en la oscuridad sabe qué obstáculos hay,
se abre camino y revolotea, baja y sube
en perfectos trazos por el más oscuro aire.

¿Y tiene este símil una perfección igual?


La mente es como un murciélago. Precisamente. Salvo
que en la intelección más dichosa
un elegante error puede corregir la cueva. 19

19. R. Wilbur, New and Collected Poems, Nueva York, Harcourt Brace-Jovano-
vich, 1988, pág. 240.
CAPÍTULO 8

EL MUNDO EN PEDAZOS:
CULTURA Y POLÍTICA EN EL FIN DE SIGLO

A la memoria de Edward Shils


... con quien a veces coincidía.

E L MUNDO EN PEDAZOS

La teoría política, que se presenta a sí misma como dedica-


da a temas universales y permanentes sobre el poder, la obliga-
ción, la justicia y el gobierno en términos generales e incon-
dicionados, y que considera la verdad de las cosas tal como al
fin y al cabo necesariamente son siempre y en todo lugar, es, de
hecho e inevitablemente, una respuesta específica a circunstan-
cias inmediatas. A pesar de su propósito cosmopolita está, al
igual que la religión, la literatura, la historiografía o el derecho,
conducida y animada por las exigencias del momento: una guía
particular, urgente, local y a mano ante las perplejidades.
Ello se desprende con claridad de su historia, especialmen-
te ahora que finalmente la están escribiendo Quentin Skinner,
John Pocock y otros en términos realistas como la historia del
compromiso de los intelectuales con las situaciones políticas en
las que estaban inmersos y no como la inmaculada procesión
de doctrinas que avanza según la lógica de las ideas. Hasta aho-
ra apenas se había reconocido que el idealismo político de Pía-
ton o el moralismo político de Aristóteles tenían algo que ver
con sus reacciones ante las vicisitudes de las ciudades-Estado
griegas, el realismo de Maquiavelo con su propia implicación
en las maniobras de los principados renacentistas y el absolu-
tismo de Hobbes con su horror ante las furiosas expresiones de
desorden popular en la temprana Europa moderna. Otro tanto
vale para Rousseau y las pasiones de la Ilustración, para Burke
y las pasiones que se enfrentaron a la Ilustración, para los real-
politikers a favor del equilibrio de poder y el nacionalismo e
imperialismo decimonónicos, así como para John Rawls, Ro-
nald Dworkin y los teóricos liberales de los derechos y los Es-
tados del bienestar de Norteamérica y de Europa occidental
tras 1945, al igual que Charles Taylor, Michael Sandel y los así
llamados comunitaristas y el fracaso de aquellos Estados a la
hora de producir el estilo de vida previsto. El motivo que lleva
a una reflexión general sobre política en general no es general
en absoluto. Surge de un deseo, incluso de una desesperación,
por descubrir el sentido del juego de poder y las aspiraciones
que surgen mientras uno da vueltas confusamente en este lugar
fragmentado y en un tiempo desajustado.
Hoy, una década después de la caída del Muro de Berlín, es-
tá claro que una vez más habitamos un lugar y un tiempo así. El
mundo en el que hemos estado viviendo desde Teherán y Pots-
dam, en verdad desde Sedan y Port Arthur —un mundo de po-
deres compactos y bloques rivales, el ajuste y reajuste de ma-
croalianzas— ya no se da. Lo que aparece en su lugar, y cómo
debemos pensarlo, es, sin embargo, algo mucho menos claro.
Parece estar emergiendo entre los pueblos del mundo un
modelo de relaciones mucho más pluralista, si bien su forma si-
gue siendo vaga e irregular, imperfecta y amenazadoramente
indeterminada. El colapso de la Unión Soviética y la titubean-
te trayectoria de la Rusia que la ha sucedido (y que no es la mis-
ma, ni siquiera espacialmente, que la que le precedió) han ori-
ginado como consecuencia una corriente de oscuras divisiones
y extrañas inestabilidades. Y lo mismo han provocado el des-
pertar de la pasiones nacionalistas en Europa central y oriental,
las ansiedades emergentes que la reunificación de Alemania ha
levantado en Europa occidental y el así llamado Retiro Ameri-
cano: la capacidad declinante (y la voluntad declinante) de Es-
tados Unidos para hacer uso de su poder en distintas partes del
mundo —los Balcanes o el este de África, el Magreb o el mar
del Sur de China—. Las crecientes tensiones internas en mu-
chos países debidas a las migraciones a gran escala de culturas
radicalmente diversas, la aparición de movimientos religioso-
políticos armados y fanáticos en diversas partes del mundo y la
emergencia de nuevos centros de poder y riqueza en Oriente
Medio, en América Latina y a lo largo del linde asiático del Pa-
cífico han contribuido al sentimiento general de movilidad e
incertidumbre. Todos estos desarrollos y otros inducidos por
los primeros (guerras civiles étnicas, separatismo lingüístico, la
«multiculturalización» del capital internacional) no han pro-
ducido el sentido de un nuevo orden mundial. Han producido
un sentido de dispersión, de particularidad, de complejidad y
descentramiento. Se han deshecho las temibles simetrías de la
era de la posguerra y, al parecer, nosotros nos hemos quedado
con los pedazos.
Todos los cambios discontinuos y a gran escala de ese tipo,
del tipo que los académicos y los hombres de Estado gustan
llamar «mundo histórico» para disculpar el hecho de que no
los vieron venir, producen a la vez nuevas posibilidades y peli-
gros nuevos, logros inesperados, pérdidas sorprendentes. La
desaparición, al menos por el momento, de la amenaza de un
intercambio nuclear masivo, la liberación de un amplio espectro
de personas de un intenso sometimiento al poder, la relajación
de rígidas ideologías y de forzadas opciones en un mundo bi-
polar son desarrollos positivos desde cualquier punto de vista.
Los recientes avances hacia la paz y la civilidad en Sudáfrica,
entre los israelitas y la OLP o, en un sentido diferente, en el
Norte de Irlanda, si bien frágiles, probablemente no se habrían
producido y, con seguridad, no con tanta rapidez, si la distan-
cia entre la disputa local y la confrontación global fuera toda-
vía tan corta como lo era antes de 1989. Ni a los americanos se
les habría pasado por la cabeza negociar con los cubanos, a los
rusos con los japoneses, a Seúl con Pyongyang o a Barak con
Arafat.
Por otra parte, apenas pueden celebrarse como promesas
de libertad los enfrentamientos causados por nacionalistas ene-
migos que previamente habían sido mantenidos a raya por
poderosas autocracias con el precio de un enorme coste huma-
no. Como tampoco pueden celebrarse los titubeos de la inte-
gración europea ahora que se ha extinguido el miedo al comu-
nismo; ni la aminorada capacidad de los poderes del mundo de
ejercer presión sobre Estados satélite para que se conduzcan
por sí mismos, ahora que las recompensas del clientelismo han
disminuido; ni la multiplicación de candidatos al dominio re-
gional, ahora que la política internacional está menos forzada
por estrategias globales. La reducción de armas de destrucción
masiva y la proliferación nuclear, la liberación política y un
provincianismo cada vez más profundo, el capitalismo sin fron-
teras y el pirateo económico hacen difícil elaborar un balance
definitivo.
Pero tal vez el cambio más decisivo es, de nuevo, la ram-
pante rotura del mundo, a la que, tan de repente, nos enfrenta-
mos. La explosión de amplias coherencias, o que al menos así
lo parecían, en restos más pequeños, enlazados unos con otros
de manera incierta, ha hecho extremadamente difícil poner en
relación realidades locales con otras de mayor alcance, el
«mundo aquí alrededor» (por adaptar la ingeniosa expresión
de Hilary Putnam) con el mundo en su totalidad. Si se ha de
comprender lo general en absoluto y nuevas unidades han de ser
descubiertas, la comprensión no debería ser directa, de una so-
la vez, sino mediante ejemplos, diferencias, variaciones, parti-
cularidades, por pasos, caso por caso. En un mundo astillado
debemos atender a las astillas.
Es en este punto donde la teoría, si es que debe haber al-
guna, hace acto de presencia. En concreto, ¿qué lugar ocupan
en este mundo hecho añicos —digamos en este «mundo des-
membrado»— los grandes conceptos, integradores y totalizan-
tes, que solíamos usar cuando organizábamos nuestras ideas
sobre política mundial y, en particular, sobre las similitudes y
las diferencias entre pueblos, sociedades, Estados y culturas:
conceptos como «tradición», «identidad», «religión», «ideolo-
gía», «valores», «nación», incluso los conceptos mismos de
«cultura», «sociedad», «Estado» o «pueblo»? ¿Se ha mostrado
ahora, en verdad, la rígida oposición entre el «Este» y el «Oes-
te» como la fórmula etnocéntrica que siempre fue? (el Este es
Moscú, el Oeste, Washington y cualquier otro lugar —la Ha-
bana, Tokio, Belgrado, París, el Cairo, Pekín, Johannesburgo—
se halla localizado con relación a ellos.) ¿No nos vemos reducidos
a hablar exclusivamente de detalles idiosincrásicos e intereses
inmediatos, de retazos de pensamiento y de la errática atención
a las noticias de la noche? Algunas nociones generales, nuevas
o recondicionadas, deben construirse si es que queremos cap-
tar el fulgor de la nueva heterogeneidad y decir algo útil sobre
sus formas y su futuro.
Hay, de hecho, un buen número de propuestas sobre la di-
rección que debe tomar la reflexión sobre esta naciente situa-
ción: propuestas sobre cómo entenderla, cómo vivir con ella,
cómo corregirla, pues siempre hay quienes (especialmente en
Europa, cuyo histórico pesimismo se ha considerado con fre-
cuencia signo de buena cuna y educación) insisten resueltamen-
te en que nada cambia realmente en los asuntos humanos por-
que nada cambia en el corazón humano, quienes insisten en
negar que, realmente, está emergiendo una nueva situación.
La más destacada de estas propuestas, o en cualquier caso
la más celebrada, se encuentra en, al menos, uno de los signifi-
cados de ese término ya elaborado y proteico de «posmoderni-
dad». Desde este punto de vista, la búsqueda de esquemas
completos debe ser simplemente abandonada como la reliquia
de una anticuada demanda de lo eterno, lo real, lo esencial y lo
absoluto. No hay, así se dice, narrativas dominantes sobre la
«identidad», la «tradición», la «cultura» o sobre cualquier otra
cosa. Hay tan sólo sucesos, personas y fórmulas provisionales
en disonancia unas con otras. Debemos contentarnos con cuen-
tos diversos en idiomas irreconciliables y prescindir de cual-
quier intento de reunidos en visiones sinópticas. Tales visiones,
según afirma esta visión, no pueden obtenerse. Aspirar a ellas
sólo conduce a la ilusión —al estereotipo, el prejuicio, el resen-
timiento y el conflicto.
En total oposición a este escepticismo neurasténico ante los
esfuerzos por enlazar las cosas en explicaciones integradoras,
grands recits con trama y moraleja, hay intentos no de invalidar
conceptos de gran escala, integradores y totalizantes por vacuos
y engañosos, sino de reemplazarlos por otros aún de mayor es-
cala, más integradores y totalizantes, «civilizaciones», o lo que
sea. Empiezan a surgir intentos por narrar historias aún más im-
ponentes y espectaculares, ahora que las antiguas quedan a la
zaga, historias sobre el choque de sociedades incomunicadas, de
moralidades contradictorias y puntos de vista inconmensurables
sobre el mundo. «Las grandes divisiones entre la especie huma-
na y la principal fuente de conflicto [en los años venideros]
—ha proclamado recientemente el científico político americano
Samuel Huntington— serán de índole cultural», no «ideológica
o económica en primer lugar». «El choque de civilizaciones
1

—dice— dominará la política global. Las brechas entre civiliza-


ciones [cristiana e islámica, confuciana e hinduista, americana y

1. S. Huntington, «The Clash of Civilizations», Foreign Affairs, verano de 1993,


págs. 22-49. Véase S. Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of
World Order, Nueva York, Simón and Schuster, 1996 (trad. cast.: El choque de civiliza-
ciones y la reconfiguración del orden mundial, Barcelona, Paidós, 1997).
japonesa, europea y africana] son los frentes de batalla del futu-
ro.» «La próxima guerra mundial, si es que llega a haber una
—que con todo piensa probable dadas estas masivas agregacio-
nes de religión, raza, localismo y lenguaje—, será una guerra en-
tre civilizaciones.»
Enfrentados a esta alternativa entre un escepticismo desen-
gañado que deja poco que decir, salvo que la diferencia es la di-
ferencia y no hay modo de superarla, y una descripción operísti-
ca que evoca colisiones propias de una guerra de los mundos aún
más espectaculares que aquellas que, justo ahora, creíamos haber
esquivado a duras penas (junto con una variedad de otras suge-
rencias poco plausibles: que la historia ha finalizado, que las
pretensiones de conocimiento no son sino tentativas mal dis-
frazadas por el poder, que todo se reduce a la fortuna de los ge-
nes), aquellos de nosotros que nos comprometemos con clasifi-
caciones de temas concretos a fin de desarrollar comparaciones
circunstanciales —investigaciones específicas sobre diferencias
específicas— podemos parecer ingenuos, quijotescos, simula-
dores o trasnochados. Pero si tienen que hallarse las directrices
para navegar en un mundo hecho añicos y desmembrado, éstas
sólo pueden provenir de un trabajo como ése, paciente, mo-
desto y minucioso. No sirven ni escenas frías ni guiones encen-
didos. Necesitamos descubrir con la mayor exactitud dónde
hay tierra firme.
Pero ello también resulta hoy día mucho más difícil, cuan-
do el modo en que nos hemos acostumbrado a dividir el mundo
cultural —en bloques más pequeños (Indonesia, digamos, en
mi propio caso, o Marruecos) agrupados en unidades mayores
(el sureste de Asia o el norte de África) y éstas, a su vez, en uni-
dades aún mayores (Asia, Oriente Medio, el Tercer Mundo,
etc.)— no parece funcionar demasiado bien en ningún nivel po-
sible. Estudios muy especializados (sobre música javanesa, poe-
sía marroquí, parentescos africanos o burocracia china, derecho
alemán o la estructura de clases inglesa) ya no son adecuados ni
inteligibles en tanto que investigaciones clausuradas e inde-
pendientes, sin relación una con otras, ni con su ámbito, sus
contextos o con los desarrollos generales de los que ellos cons-
tituyen una parte. Pero, al mismo tiempo, la líneas sobre las
que trazar esas relaciones, describir esos ambientes y definir
esos desarrollos están enmarañadas, son tortuosas y difíciles de
exponer. La misma disolución de agrupaciones establecidas y
divisiones familiares que ha hecho del mundo político un espa-
cio anguloso, difícil de desentrañar, ha convertido el análisis de
la cultura, de cómo ocurre que las personas ven cosas, respon-
den a ellas, se las imaginan, las juzgan y las manejan, en una em-
presa mucho más delicada que cuando sabíamos, o más bien,
creíamos saber qué iba con qué y qué no.
En términos culturales, al igual que en términos políticos,
«Europa», «Rusia» o «Viena» no deben ser entendidas como
una unidad de espíritu y valor, contrapuestas a otras supuestas
unidades —Oriente Medio, África, Asia, América Latina, EE.UU.
o Londres— sino como un conglomerado de diferencias, pro-
fundas, radicales y reacias a cualquier forma de resumen. Y lo
mismo vale para las múltiples subpartes que de un modo u otro
extraemos de esos conglomerados: protestantes y católicos, is-
lámicos y ortodoxos; escandinavos, latinos, germánicos, esla-
vos; urbanos y rurales, continentales e insulares, nativos e in-
migrantes. El desmembramiento del mundo político no ha sido
evidentemente lo que ha causado esta heterogeneidad. Es obra
de la historia, oscilante, veleidosa y desgarrada por la violencia.
El desmembramiento sólo ha hecho patente la heterogeneidad:
llana, imposible de cubrir con grandes ideas, imposible ya de
no verla por más tiempo.
No necesitamos ni grandes ideas ni tampoco el abandono
de nociones sintetizantes. Lo que necesitamos son maneras de
pensar sensibles a las particularidades, las individualidades, las
rarezas, las discontinuidades, los contrastes y las singularida-
des, sensibles a lo que Charles Taylor ha llamado «profunda di-
versidad», una pluralidad de modos de pertenencia y de ser, de
los que, sin embargo, se puede extraer —y de aquélla— un
sentido de conexión, si bien una conexión que no es ni com-
pleta ni uniforme, ni primaria ni invariable, pero que de cual-
quier modo, es real. La preocupación de Taylor, cuando se en-
2

frenta al separatismo ideologizado, la amenazada separación del


Québec de Canadá, tiene que ver con el desmembramiento po-
lítico, con la pertenencia, con la componente de ciudadanía de
la identidad en un mundo astillado: ¿qué es un país [country] si
no es una nación? Pero la cuestión es la misma respecto del ser,
el componente subjetivo que se refleja como la otra cara de la
moneda: ¿qué es una cultura si no es un consenso?

-So

Gran parte de la reflexión filosófica y científica social en


Europa y EE.UU. se ocupa en la actualidad, si bien no con de-
masiada eficacia, de ambas cuestiones, con frecuencia de modo
que ambas quedan confundidas entre sí y a su vez se confun-
den con una noción que está lejos de ser idéntica y, a mi juicio,
mucho más complicada, laxa, sobregeneralizada y de la que
se abusa: la noción de «nacionalismo». La coexistencia, en mu-
chas partes del mundo, virtualmente en todas, de grandes tradi-
ciones culturales, ricas, distintas e históricamente profundas (ci-
vilizaciones en el sentido propio y no polémico del término) con
una ilimitada progresión de diferencias dentro de las diferencias,
de divisiones dentro de divisiones, de confusión en la confusión,
ha suscitado una pregunta que no puede descartarse por más
tiempo por ociosa o inconsecuente: ¿cómo se consolida en un

2. C. Taylor, «Shared and Divergent Valúes», en su Reconciling the Solitudes: Es-


says on Canadian Federalism and Nationalism Montreal y Kingston, McGill-Queen's
y

University Press, 1993, págs. 155-186 (trad. cast.: Acercar las soledades: federalismo y
nacionalismo en Canadá, San Sebastián, Tercera Prensa, 1999).
mundo de tantos pliegues la yoidad [selfhood] política, social o
cultural? Si la identidad sin armonía es de hecho la regla, en la
India o EE.UU., en Brasil o Nigeria, en Bélgica o Guayana, o
incluso en Japón, ese supuesto modelo que exhibe una igual-
dad inmanente en la manera de pensar y una unicidad esencia-
lizada ¿en qué se basa?
Aquí, de nuevo, la pregunta está mal posee si se interpreta
como un interrogante general en busca de una respuesta inva-
riante —el problema, una vez más, en gran parte de lo que se es-
cribe sobre «nacionalismo» (o, para el caso, también sobre «etni-
cidad»), que ha llegado a ser tan popular en los últimos años—.
Pues hay, por lo menos, tantas maneras en las que esas identida-
des, pasajeras o duraderas, amplias o íntimas, cosmopolitas o
cerradas, amigables o sanguinarias, se conectan como materia-
les con las que conectarlas o razones para hacerlo así* Los indios
americanos, los israelitas, los bolivianos, los musulmanes, los
vascos, los tamiles, los europeos, los negros, los australianos,
los gitanos, la gente del Ulster, los árabes, los maronitas, los his-
panos, los flamencos, los zulú, los jordanos, los chipriotas, los
bávaros y los taiwaneses, las respuestas que las gentes dan a ve-
ces cuando se les pregunta o se preguntan a sí mismos quiénes
o (tal vez, más exactamente) qué son, simplemente no forman
una estructura ordenada.
Ni estable. A medida que el mundo expande sus interco-
nexiones económicas y políticas, las personas se mueven de
maneras imprevistas, controlables sólo parcialmente, y de forma
cada vez más masiva; y, a medida que se trazan nuevas líneas y
las viejas se borran, el catálogo de identificaciones disponible
se expande, se contrae, cambia de forma, se ramifica, se enco-
ge y se desarrolla. Hace medio siglo no había bangladeses, pe-
ro había oriundos del Perak y yugoslavos, Italia no tenía un
«problema marroquí» ni Hong Kong uno vietnamita. (Ni Van-
cúver uno de Hong Kong.) Incluso aquellas identidades que
persisten, como los austríacos y los americanos han hecho sa-
ber, al igual que polacos, shijs, malayos y etíopes, que sufren
alteraciones en sus vínculos, sus contenidos y en su significado
interno.
Los teóricos políticos tienden a operar en niveles muy por
encima de esta espesura de caracterizaciones, distinciones, par-
ticularidades y etiquetas que componen el mundo de identida-
des colectivas y del quién es qué; tienden a flotar distraída-
mente como si estuvieran en un globo de Montgolfier —tal vez
por miedo a que el descenso los exponga a esa clase de detalle
interminable y generador de conflictos que tanto abruma a los
antropólogos; tal vez porque la espesura en sí misma resulta de
algún modo repelente: emocional, artificiosa, irracional, peli-
grosa; tal vez porque resulte irreal o fortuita, mero lustre, deco-
rado y mistificación—. Pero nada puede hacerse salvo descen-
der a los casos, sea cual sea el precio que pagar en generalidad,
certeza o equilibrio intelectual, si aquello a lo que nos enfrenta-
mos es de hecho un mundo de abigarradas distinciones ordena-
das de formas diversas y no a una sola pieza de Estados-nación
agrupados en bloques y superbloques (aquello que es visible
desde un globo).
Con todo, de hecho, el coste no es tan elevado como se te-
me y se subestiman los beneficios: abstraer a partir de lo espe-
cífico no es la única forma que adquiere la teoría. En estos
años, mientras China avanza pesadamente hacia la economía
internacional de un modo extraño e irregular, Alemania busca
reparar medio siglo de división política, Rusia intenta hallar un
modo viable de existencia, las sociedades africanas intentan
contener múltiples odios y distinciones intrincadas, mientras
Japón, al descubrir o redescubrir su propia variedad, se esfuer-
za por hallar un espacio propio en una región que se mueve en
media docena de direcciones al mismo tiempo y EE.UU., Fran-
cia, México o Argelia descubren que hay una menor comuni-
dad en su manera de pensar de lo que sus credos públicos
proclaman, los análisis políticos que atienden estos asuntos en
toda su particularidad contribuyen mejor a la comprensión que
aquellos que intentan construir una visión global y panóptica.
Para decirlo brevemente, deben producirse algunos ajustes
serios en el pensamiento, si nosotros, filósofos, antropólogos,
historiadores, etc., pretendemos decir algo útil sobre el mundo
desmembrado, o al menos en vías de desmembramiento, he-
cho de identidades fluctuantes y conexiones inciertas. En pri-
mer lugar, la diferencia debe ser reconocida, de manera explí-
cita, llanamente, y no oscurecida con una charla improvisada
sobre la Etica de Confucio o la Tradición Occidental, la Sensi-
bilidad Latina o la Mentalidad Musulmana, ni con sutiles plá-
ticas sobre valores universales o difusas banalidades sobre la
unicidad subyacente: Rosie O'Grady y La Dama del Coronel.
En segundo lugar, y de mayor importancia, la diferencia debe
ser vista no como la negación de la similitud, su opuesta, su
contraria y su contradicción. Debe verse como abarcándola: lo-
calizándola, concretándola, dándole forma. Desaparecidos los
bloques y las hegemonías con ellos, tenemos ante nosotros una
era de enredos dispersos, cada uno de ellos distinto de los de-
más. De qué unidad se trate y de qué identidad es algo que
deberá ser negociado, obtenido a partir de la diferencia.
Sea cual sea la originalidad y la distinción de las formas de
vida de los malasios y los chinos en el sureste de Asia, por ejem-
plo, o de los ingleses, los escoceses, los galeses o los irlandeses
en Gran Bretaña, de los indios y los latinos en Nicaragua o Gua-
temala, de los musulmanes y los cristianos en Nigeria, de los
musulmanes y los hindúes en la India, de los cingaleses y los ta-
miles en Sri Lanka o de los negros y los blancos en Sudáfrica
—y éstas son claramente diversas—, ello tiene lugar a partir de
los modos en los que la variedad de las prácticas que los consti-
tuyen es situada y compuesta. No se trata, por adoptar la famo-
sa imagen wittgensteiniana de la cuerda, de una única hebra que
las recorre a todas, lo que las define y las convierte en algo así co-
mo un todo. Lo que se da es el entrelazamiento de diferentes he-
bras, que se cruzan, se entretejen, una continuando donde la
otra se acaba, y todas ellas en una efectiva tensión recíproca pa-
ra formar un cuerpo compuesto, un cuerpo localmente dispar,
globalmente integral. Desenredar las hebras, localizar sus pun-
tos de unión, sus enlaces, sus conexiones y tensiones, dando
prueba de la propia compositividad del cuerpo compuesto, su
profunda diversidad, es lo que exige el análisis de estos tipos de
países y sociedades. No hay oposición entre un trabajo porme-
norizado, que destapa la variedad, y una caracterización gene-
ral, que define afinidades. La astucia está en conseguir que uno
ilumine a otro y revelar así de qué identidad se trata y de cuál no.

Hacer esto —poner en relación paisajes locales, repletos de


detalles e incidencias con las intrincadas topografías en las que
aquéllos se fijan— requiere un replanteamiento no sólo del mo-
do en el que concebimos la identidad, sino también del modo
en el que escribimos sobre ella, el vocabulario que usamos pa-
ra hacerla visible y medir su fuerza. La teoría política, que con
tanta frecuencia aparece en nuestros tiempos bien como una
meditación sinóptica sobre principios esencializados encerra-
dos en una lucha a muerte maniquea —colectivismo e indivi-
dualismo, objetivismo y relativismo, derecho y obligación, li-
bertad y constricción—, bien como un compromiso ideológico
bajo el disfraz de deducciones ineluctables a partir de premisas
insoslayables, necesita aferrarse con mayor firmeza a las persis-
tentes particularidades del presente. Pero el lenguaje en el que
se vierte, un lenguaje que compendia más que clasifica, inhibe
seriamente la tarea. Los géneros disponibles de descripción y
valoración encajan mal en un mundo múltiple, mixto, irregular,
cambiante y discontinuo.
Parece que sería necesario algo entre, o quizá combinado
en un estilo u otro, las reflexiones filosóficas sobre el yo, la ac-
ción, la voluntad y la autenticidad (o su cuestionamiento como
construcciones ideológicas o ilusiones metafísicas), los recorri-
dos históricos sobre la emergencia de etnicidades, naciones, Es-
tados y solidaridades (o su ubicación imaginaria en los rituales
políticos y las tecnologías culturales de la vida moderna) y las
representaciones etnográficas de mitologías, moralidades, tra-
diciones y concepciones del mundo (o su denuncia como re-
ducciones neocoloniales, exóticas, de tinte hegemonizador de
un otro radicalmente diferente si no fuera por su sometimien-
to a aquella representación). Sin embargo, no resulta muy cla-
ro en qué acabaría todo ello. Alguien que intenta, como yo
aquí, confrontar la imagen confusa y en conflicto de un mundo
que ya no se deja describir satisfactoriamente ni como una dis-
tribución de pueblos o un sistema de Estados, ni como un ca-
tálogo de culturas o una tipología de regímenes, encuentra es-
caso respaldo en las concepciones heredadas de las ciencias
humanas.
Mi línea aquí, improvisada, circunstancial y redirigida inci-
dentalmente a medida que avanzo, va a atender por turno dos
preguntas planteadas al inicio que conducen a los temas inter-
pretativos centrales surgidos a tenor del fraccionamiento, la
inestabilidad y el descentramiento del mundo tras la caída del
muro: ¿qué es un país si no es una nación? ¿Qué es una cultu-
ra si no es un consenso? Hace escasamente unos años, cuando
el mapa del mundo parecía razonablemente consolidado y sus
contornos más o menos claros, ambas preguntas habrían pare-
cido confusas o carentes de sentido, pues apenas se veía algo
que separara los términos contrastados. Los países eran nacio-
nes: Hungría, Francia, Egipto, Brasil. Las culturas eran modos
compartidos de vida: húngaro, francés, egipcio y brasileño.
Abrir una brecha entre los términos y, por tanto, entre las pre-
guntas mismas, desenredarlas la una de la otra y estudiarlas por
separado habría parecido como mínimo una tarea absurda y 5

en el peor de los casos, una empresa maliciosa.


Tal vez sí sea maliciosa, o al menos desequilibradora; pero
no carece de sentido. Apenas quedan unos cuantos países, y tal
vez nunca antes los hubo, que de modo aproximado coincidan
con entidades culturalmente solidarias: Japón, Noruega, posi-
blemente Uruguay, si nos olvidamos de los italianos, y tal vez
Nueva Zelanda, si nos olvidamos de los maoríes. Las formas de
Estado —las de México y Alemania, las de Nigeria e India, las
de Singapur y Arabia Saudí— son tan enormemente variadas
que apenas pueden agruparse bajo un único término. Los fun-
damentos de legitimidad incluso de vecinos próximos, los tipos
de historia que narran ellos mismos para dar cuenta de su exis-
tencia y justificar su continuidad —Israel y Jordania, Camboya
y Vietnam, Grecia y Turquía, Sudán y Etiopía— son formula-
dos en claro contraste, escasamente traducibles, en absoluto
homólogos. La ilusión de un mundo pavimentado de un extre-
mo a otro con unidades repetidas que es producida por las con-
venciones pictóricas de nuestros atlas políticos, recortes de po-
lígonos en un rompecabezas en el que encajan bien, es tan sólo
eso, una ilusión.
Separar los aspectos políticos y culturales del mundo des-
membrado, como paso previo al hecho de relacionarlos de
nuevo, nos permite al menos poner al descubierto algo de las
maniobras y las acciones recíprocas implicadas en la formación
e interacción de personajes colectivos y algo de los enigmas que
tales maniobras y acciones plantean a los ordenamientos socia-
les, las economías, las políticas y las vidas cotidianas en las que
aquéllos tienen lugar. Sabemos al menos algo —no suficiente
en cualquier ámbito pcio si algo— de cómo se componen en
sociedad las diferencias de poder, riqueza, estatus, fortuna y
habilidad, de cómo se ajustan, se concilian, se sujetan o supri-
men los intereses materiales y de cómo los conflictos ideológi-
cos son resueltos o exacerbados, equilibrados o zanjados me-
diante la lucha, de cómo se manejan. Sin embargo, ante los
enfrentamientos sociales planteados en términos de yoidad, de
sentimiento innato, de lealtad primordial, de contrastes natu-
rales y esencias inmanentes, nos hallamos todavía en un mar de
confusiones. Llegan como tormentas y se evaporan por mera
extinción o debido a un imprevisto cambio en el tiempo o, por
el contrario, y esto ocurre con frecuencia, persisten como irri-
taciones crónicas, ardiendo sin llama, semiescondidas y sim-
plemente viven (o mueren), sin ser del todo comprendidas o re-
sueltas.
No es fácil mejorar esta situación simplemente siendo su
testigo y lamentándose. Con todo, el primer movimiento hacia
la consecución de esta mejora consiste ciertamente en observar
con mayor detenimiento, sobre el terreno y en su sitio, a lo que
los países han llegado (o no) como actores colectivos. Y el se-
gundo consiste sin lugar a dudas en atender a lo que (y en qué
medida) los ha convertido en eso.
Desde 1945 hemos pasado de una situación en la que había
alrededor de cincuenta países generalmente reconocidos, dis-
tribuyéndose el resto del mundo en colonias, protectorados,
Estados dependientes y similares, a otra en la que hay casi
doscientos y muy probablemente más por venir. La diferencia
radica naturalmente en la revolución de la descolonización que
tuvo lugar en Asia y África y, hasta cierto punto, en el Pacífico
y el Caribe en los cincuenta y sesenta y que ahora se refuerza
con la quiebra del último de los imperios transculturales (a me-
nos que China sea vista como tal), la Unión Soviética. Esta re-
volución se entendió en general, tanto por sus líderes y teóricos
como por aquellos contra quienes se producía la rebelión, co-
mo una liberación de la dominación extranjera y fue, conse-
cuentemente, asimilada con rapidez y facilidad a los movi-
mientos nacionalistas en la Europa y la América Latina del
siglo X I X como la última ola de una marea general hacia la
autodeterminación, el gobierno de lo igual por lo igual, la mo-
dernización de la gobernabilidad, la unificación de Estado y
cultura y lo que sea. Pero lo que ha sucedido, como se ha puesto
progresivamente de relieve a medida que ha pasado el tiempo
y se han enfriado los ardores más puramente ideológicos, ha si-
do algo mucho más profundo. Se ha dado una alteración, una
transformación incluso de nuestro sentido global de las rela-
ciones entre historia, lugar y pertenencia política.
Se ha tardado en comprender que la aparición de un buen
número de nuevos países, grandes, pequeños, medianos en
Asia y África fue algo más que un intento de imitación por par-
te del «tercer» mundo «subdesarrollado» o «atrasado», de po-
nerse a la altura del así llamado modelo del Estado-nación
construido en Europa desde el siglo XVII a lo largo del XIX, que
fue en muchos sentidos algo más parecido a un desafío a ese
patrón que su refuerzo o reencarnación. La postura difusionis-
ta, según la cual el mundo moderno se hizo en Europa occi-
dental y del norte para posteriormente extenderse como una
mancha de aceite por el resto del mundo, ha empañado el he-
cho (el cual debería haberse hecho manifiesto a raíz de los
avances en EE.UU. y América Latina, por dejar a un lado Libe-
ria, Haití, Tailandia o Japón) de que, en vez de converger hacia
un único modelo, aquellas entidades llamadas países se ordena-
ban a sí mismas de maneras novedosas, maneras que situaban
las concepciones europeas de lo que es un país, concepciones
por lo demás no firmemente asentadas, y de en qué radican sus
raíces, bajo una presión creciente. Sólo ahora se empieza a re-
conocer las implicaciones genuinamente radicales del proceso
de descolonización. Para bien o para mal las dinámicas de la
construcción de las naciones occidentales no están siendo re-
duplicadas. Algo diferente está ocurriendo.
Descubrir de qué se trata implica, por un lado, la com-
prensión de términos como «nación», «Estado», «pueblo» y
«sociedad», la manida acuñación del análisis político, que no
los reduzca a todos ellos a una pauta común, continuamente
reproducida y, por otro, una comprensión de términos como
«identidad», «tradición», «afiliación» y «coherencia», un voca-
bulario de descripción cultural apenas menos maltrecho, que
no los reduzca a todos ellos a la uniformidad y a lo que piensa
el común, que no los reduzca a un molde categorial. Es esta ta-
rea la que pienso emprender, de un modo introductorio y ten-
tativo, en las próximas dos secciones con la esperanza de arro-
jar luz sobre los desafíos y los peligros, los terrores y las
posibilidades de un mundo en pedazos.

¿QUÉ ES UN PAÍS si NO ES UNA NACIÓN?

Las palabras que usamos hoy en día para referirnos a lo


que consideramos los pilares básicos del orden político global
—«nación», «Estado», «país», «sociedad», «pueblo»— encie-
rran una molesta ambigüedad por lo que respecta a su alcance,
su propósito y su definición. Por un lado, los intercambia-
mos como si fueran sinónimos; «Francia» o «Hungría», «Chi-
na» o «Camboya», «México» o «Etiopía», «Irán» o «Portugal»
son al mismo tiempo naciones, Estados, países, sociedades y
pueblos. Por el otro, se perciben como conduciéndonos, con
sus matices y connotaciones, sus resonancias y sus significados
internos, en direcciones diferentes: hacia la sangre, la raza, los
ancestros y los misterios y mistificaciones de la semejanza bioló-
gica; hacia la lealtad política y cívica y las indivisibilidades del
derecho, la obediencia, la fuerza y el gobierno; hacia la agrega-
ción geográfica, la demarcación territorial y el sentido del ori-
gen, del hogar y el habitat; hacia la interacción, la camaradería
y la asociación práctica, el encuentro de personas y el juego de
intereses, hacia la afinidad cultural, histórica, lingüística, reli-
giosa o psicológica: una quidditas del espíritu.
Esta ambigüedad, persistente, terca, quizás inextirpable, ha
perturbado la historia de Europa y de las Américas por lo me-
nos desde el siglo XVII y en la actualidad perturba, al menos de
manera tan insoslayable, Asia y también África. La concepción
de que lo biológico, lo gubernamental, lo territorial, lo interac-
tivo y lo cultural son expresiones equivalentes y sustituibles de
la misma realidad, que se recubren unas a las otras y convergen
hacia una suma global, y la impresión de que se recubren y
convergen sólo parcial e incompletamente, que se refieren a di-
ferentes realidades, que representan diferentes tipos de solida-
ridades y afiliaciones, que surgen de diferentes imaginarios, de
diferentes aspiraciones y miedos deja incierta la cuestión de qué
es lo cartografiado en el mapa político del mundo. ¿A qué nos
referimos cuando decimos Mauritania, Eslovaquia, Bolivia,
Australia?
Si uno curiosea entre las entradas relevantes del The Ox-
ford English Dictionary, se encuentra con esta perplejidad y su
historia, desplegada ante sí, al menos en lo que concierne a Eu-
ropa y a la lengua inglesa (aunque me atrevería a decir que ob-
tendríamos un resultado similar si el recorrido fuera el Grand
Robert o el Deutsches Wörterbuch). Para cada uno de estos tér-
minos hay un significado específico en la penumbra, difuso,
que lo rodea con un cierto aire y tonalidad; hay también lo que
parece un intento deliberado —es más, desesperado— de su-
primir todo ello e inducir la palabra hacia una coincidencia
semántica con otras para producir con país, pueblo, socie-
dad, Estado o nación, una unidad genérica de acción colectiva:
delimitada, nombrable, unitaria y coherentemente definida, un
yo histórico.
«País» [country], por ejemplo, que al parecer procede de la
tardía raíz latina de donde vienen «contra» y «contrario», se
desliza de un sentido digamos literal, «aquello que se halla al
otro lado o enfrente de la vista, el paisaje que se extiende ante
uno», a través de una serie de definiciones que van desde la ge-
neralizada «zona o extensión de tierra de tamaño indefinido;
una región, un distrito», pasando por una más específica, «zo-
na o distrito con límites más o menos definidos en relación a la
ocupación humana, por ejemplo, bajo la posesión del mismo
dueño o propósito o habitada por personas de la misma raza,
dialecto, ocupación, etc.», «el territorio donde ha nacido una
persona, del que es ciudadano, donde reside, etc.», a la más
completa de «territorio o suelo de una nación; habitualmente,
un Estado independiente o una región que lo fue una vez [esto
para habérnoslas con Escocia o Irlanda] y todavía distinguible
por su raza, lenguaje, instituciones o memoria histórica», hasta
concluir en la simple y llana «el pueblo [people] de un distrito o
Estado, la nación» —como en la Historia de la revolución de In-
glaterra, de Macaulay: «El pueblo no tiene amor por su país o su
rey», lo que no creo que signifique que le disgusta el paisaje. 3

«Pueblo», en sí mismo, sigue una trayectoria similar desde


una definición generalizada e indistinta como «población», «mul-
titud» o «pueblo llano», pasando por una definición más espe-
cífica —«personas en relación a un superior o a alguien a quien
pertenecen» y «el cuerpo completo de [...] ciudadanos cualifi-
cados como fuente de poder»— hasta, de nuevo, la definición
unitaria colectiva: «Un cuerpo de personas que componen una
comunidad, una tribu, una raza [folk] o nación». Así le ocurre 4

a «Estado», que procede, en efecto, de las raíces de rango y ca-


tegoría, como en estáte [«patrimonio», en inglés] y «estatus» y
se mueve semánticamente entre «dominio» y «comunidad»
[commonwealth] hacia una definición más centrada, «un cuer-
po de gente [people] que ocupa un territorio definido y organi-
zado bajo un gobierno soberano [...] el territorio ocupado por
un cuerpo tal», y de ahí a la definición completamente integra-
dora «el supremo poder civil y el gobierno investido por un

3. The Compact Edition ofthe Oxford English Dictionary (1928), Oxford, Oxford
University Press, 1971, vol. 1, pág. 1.078. Para obtener una discusión más extensa y cir-
cunstanciada de los cambios de vocabulario en el caso del inglés, 1500-1650, véase L.
Greenfield, Nationalism: Five Roads to Modernity, Cambridge, Harvard University
Press, 1992, págs. 31-44.
4. The Compact Edition of the Oxford English Dictionary, op. cit., vol. 2, págs.
661-662.
país o una nación». «El Estado es propiamente —escribió
Matthew Arnold en Democracy— [...] la nación en su capaci-
dad colectiva y corporativa.» 5

El esquema se repite con «sociedad» («asociación de indi-


viduos allegados»; «interrelación entre personas»; «conjunto
de personas que viven juntas en una comunidad ordenada»; «el
sistema o modo de vida adoptado por un cuerpo de individuos
con el propósito de una coexistencia armoniosa»; «conexión
[...] unión [...] afinidad»). Pero es con el término más radical-
6

mente consolidado en esta serie, y el más elusivo, el de «na-


ción», con el que llega a su máxima expresión, atrayendo al res-
to de términos hacia él como si fuera una extraña fuerza de
atracción semiótica.
«Nación», que procede en última instancia del latín natio-
nem, «cuna», «estirpe», «raza», y deriva por su parte de nasa,
«nacer», tuvo o ha tenido en el curso de su evolución un núme-
ro de aplicaciones muy particulares —tales como «una familia,
un grupo de parentesco», «un clan irlandés», «la población na-
tiva de una ciudad o de un pueblo», «una [...] clase, tipo o ra-
za de personas», «un país, un reino» o «el pueblo entero de un
país [...] en tanto opuesto a algún cuerpo más pequeño o redu-
cido dentro de él»—, la mayoría de las cuales se encuentran aho-
ra bajo el magisterio del que se ha convertido en su significado
central: «Un extenso agregado de personas, tan estrechamente
asociadas entre sí por una ascendencia común, una lengua o his-
toria como para formar una raza o pueblo distinto, habitual-

5. Ibid., págs. 849-833.


6. Ibid., págs. 359-360. Todos los términos aquí revisados tienen, desde luego,
significados conexos no implicados directamente con el campo semántico que estoy
describiendo; people («pueblo», «gentes») denota a los seres humanos en tanto opues-
tos a los animales, country («país», «campo») denota lo rural (the countryside; «el cam-
po», «paraje campestre») en tanto opuesto a lo urbano, society («sociedad») denota lo
elegante como en high society, etc., lo cual debería tenerse en cuenta en un análisis
exhaustivo.
mente organizado como un Estado político separado y ocu-
pando un territorio definido». («En ejemplos iniciales», apun-
ta el Oxford English Dictionary, tal vez incómodo con el enor-
me alcance y la cualidad de pot-au-feu que este modo de definir
el término ha adquirido desde 1928, «la idea racial es general-
mente más fuerte que la política; en su uso reciente, la noción
de unidad política [...] es más prominente», y aporta dos citas,
más bien opuestas en esta misma tendencia, para completar la
dificultad, que son la populista de Bright: «La nación en cada
país mora en la casa rural» y la hierática de espada y cetro de
Tennyson: «Enterremos al Gran Duque [esto es, a Wellington]
al son del lamento de una nación poderosa».) 7

Si destaco todo esto, no es porque crea que las palabras en


sí mismas hagan que el mundo gire (aunque, en verdad, tiene
mucho que ver con sus trabajos y mecanismos) o porque pien-
se que se puede leer la historia política extrayéndola de las de-
finiciones en los diccionarios (aunque es cierto que se encuen-
tran entre los detectores más sensibles e infrautilizados de los
que disponemos para registrar sus temblores subterráneos).
Lo destaco porque pienso que la tensión entre una visión con-
vergente y otra dispersa de una acción colectiva, entre el in-
tento de hacer idénticos e intercambiables los términos para
esa acción y el intento de mantener sus diferencias y separa-
ciones, refleja, y de hecho guía, una buena parte de lo que es-
tá ocurriendo en el mundo actual y de lo que los filósofos, an-
tropólogos, periodistas e ideólogos tienen que decir sobre lo
que ocurre.

7. Ibid., vol. 1, págs. 30-31. Las definiciones dadas en The American Heritage Dic-
tionary of the English Language, 3 ed., Boston, Houghton-Mifflin, 1992, pág. 1.203,
a

presentan una cristalizada y multiple consolidación moderna: «1. Un grupo de gente


relativamente amplio organizado bajo un único y, usualmente, gobierno independien-
te; un país. 2. El gobierno de un Estado soberano. 3. Un pueblo que comparte cos-
tumbres comunes, orígenes, historia y frecuentemente la lengua; una nacionalidad. 4.
Una federación o tribu. 5. El territorio ocupado por una tal federación o tribu».
De hecho, en la Europa entre Napoleón y Hitler (por dar
un nombre tendencioso a un periodo también tendencioso), el
giro que subordina las diferentes maneras de pensar la pregun-
ta «¿qué soy yo (o tú, o nosotros, o ellos)?» a aquélla con ca-
rácter exhaustivo que quiere establecer una semejanza de tipo,
difícil de especificar, fácil de sentir e imposible de erradicar, ha
sido una dinámica central de la historia política hasta tal punto
que se la ha identificado frecuentemente con el proceso mismo
de modernización. Se ha tomado como paradigma general del
8

desarrollo político, en conjunto y en todo lugar, un proceso rela-


tivamente breve, tal como van estas cosas, rigurosamente locali-
zado desde un punto de vista geográfico y, en cualquier caso,
bastante incompleto. Es esto, que yo consideraría un prejuicio,
lo que han puesto en cuestión, en primer lugar, las revoluciones
anticoloniales, desde la de la India a finales de los cuarenta has-
ta la de Angola a principios de los setenta y, actualmente, el
desmembramiento del mundo bipolar (aspectos que de hecho
pertenecen a una sola convulsión).
Por lo que atañe a la revolución anticolonial (que en cua-
renta años ha cuadruplicado el número de entidades llamadas
países, naciones, Estados o pueblos —distintas sociedades con
nombres y direcciones—), ésta ha sido, como he subrayado
previamente, simplemente asimilada, total y enteramente al de-
sarrollo europeo, o a lo que se ha entendido como tal. Espe-
cialmente en sus fases iniciales y proclamatorias, los días de Ban-
dung de los Nkrumahs, Nehrus, Hos y Sukarnos (y los Maos y
los Titos), se vio como la «última ola» de un movimiento mun-
dial hacia, por citar a Benedict Anderson, el teórico que ha
construido la narrativa maestra de todo esto, «lo propiamente
nacional [como] virtualmente inseparable de la consciencia po-

8. Véase, por ejemplo, E. Gellner, Nations and Nationalism, Oxford, Oxford


University Press, 1983 (trad. cast.: Naciones y nacionalismos, Madrid, Alianza, 2001),
pero ese punto de vista está muy extendido.
lítica». Más recientemente, los avances tanto en el seno de aque-
9

llas entidades —en Nigeria, Sri Lanka, la descomposición de


Argelia, el terror en Camboya, el genocidio en Sudán, la guerra
civil en Yemen— como en sus relaciones entre sí han compli-
cado el cuadro en no poca medida. Y por lo que respecta al
desmembramiento del mundo bipolar, la pérdida de una visión
de elementos análogos unidos en una estructura bien definida
de poder e importancia ha hecho que la idea de un mundo
compuesto de nacionalidades atómicas, poderosas y no pode-
rosas, soberanas y subalternas, sea difícil de articular y más di-
fícil de defender. Resistirse a la fusión de las dimensiones de la
comunidad política, mantener las diferentes líneas de afinidad
que hacen de poblaciones abstractas actores públicos separa-
dos y visibles, resulta de pronto y de nuevo, conceptualmente
útil, moralmente imperativo y políticamente realista.

En busca de este propósito, se podría simplemente reco-


rrer en serie, rutinariamente, los diferentes pares, pueblo y so-
ciedad, sociedad y Estado, Estado y nación, etc., y poner al des-
cubierto algunos de los extravíos y de las ideas erróneas que se
producen cuando no se distinguen suficientemente. Esto ya ha
sido hasta cierto punto hecho, ahora, de nuevo y de modo no
sistemático, muy especialmente para el caso de la nación y del
Estado en la medida en que el guión en la fórmula Estado-na-
ción ha empezado finalmente a examinarse con un ojo más crí-

9. B. Anderson, Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of


Nationalism, Londres, Verso, 1983, pág. 123 (trad. cast.: Comunidades imaginadas,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000). El libro de Anderson es posible-
mente la afirmación más fuerte del punto de vista difusionista histórico mundial «por
el cual la nación llega a ser imaginada y, una vez imaginada, modelada, adaptada y
transformada» (pág. 129) y, podría añadirse, desde este punto de vista purificado, en
los movimientos independentistas de los años cincuenta y sesenta.
tico e igualmente el principio de la autodeterminación nacio-
nal: que cualquier grupo debe tener el Estado que realmente
desee tener, como es el caso de los tamiles y el Kurdistán, y que
cualquier grupo que tenga un Estado es per se una nación, co-
mo es el caso de Surinam y Zaire. Sin embargo, quisiera fijar mi
atención en uno de estos pares, país y nación y, más en concre-
to, liberar al primero de los tentáculos del segundo. Su fusión
o confusión, que equivale al hundimiento casi total de la idea
de país, no sólo oscurece lo que está ocurriendo en este lugar o
en otro. Nos impide ver con claridad cómo de hecho se orga-
niza nuestro mundo en la actualidad.
El modo más sencillo de proceder consiste simplemente en
oponer los términos: condenar uno como «nacionalismo», en
parte (por citar al último embajador americano de la todavía ín-
tegra Yugoslavia en un, por otra parte, perspicaz informe de lo
que está ocurriendo allí), «por naturaleza incivil, antidemocráti-
ca y separatista, pues fortalece un grupo étnico sobre los otros»,
y ensalzar el otro como «patriotismo», el pulcro y cálido amor al
país: verdes valles, cafés en las aceras, la llamada del muecín, Fu-
ji en la niebla, campos y piazzas, el aroma de las especias. O se
les puede objetivar como expresiones clasificatorias, de tipos
irreconciliables, el uno malo, el otro aceptable, de «nacionalis-
mo» como tal: «étnico» versus «cívico», «oficial» versus «popu-
lar», «divisorio» versus «unificador», «de los Habsburgo» (u
«oriental») versus «liberal» (u «occidental») o lo que sea. En 10

10. W. Zimmerman, «Origins of a Catastrophe: Memoirs of the Last American


Ambassador to Yugoslavia», Foreign Affairs, marzo-abril de 1995, pág. 7. Para la opo-
sición «étnico/cívico», véase M. Ignatieff, Blood and Belonging: Joumeys into the New
Nationalism, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1993; para la oposición «oficial-
popular», B. Anderson, op. cit.; para las oposiciones «divisorio-unificador», «Habs-
burgo-liberal», «oriental-occidental», E. Gellner, op. cit. (El intento de trazar la línea
entre el nacionalismo malo y el nacionalismo bueno, entre el «atavismo» de los Balca-
nes y la «madurez» europea occidental, ahora muy reforzado por la tragedia de Yu-
goslavia y los fracasos de la Unión Europea, es parte del punto de vista excepcionalis-
ta europeo que discutiré más adelante.)
cada caso se obtiene una imagen maniquea que coloca al pro-
vincianismo celoso y a la xenofobia sanguinaria de un lado y al
orgullo franco y a una relajada confianza en sí mismo del otro.
Esto es bastante plausible a un nivel muy general, al nivel
de visión desde el globo flotando en el aire: el tipo de naciona-
lismo asociado a Hitler o Karadzic parece del todo opuesto al
de Gandhi o Lincoln. Pero, de nuevo, cuando descendemos a
los casos, al etnicismo (si eso es lo que es) de Israel o Bangla-
desh, Hungría o Singapur o al patriotismo (si eso es lo que es) de
Castro o Solzhenitsyn, Enoch Powell o Jean-Marie Le Pen, las
cosas empiezan a parecer menos obvias. Si tomamos, por ejem-
plo, tres países acosados ahora mismo, en niveles ascendentes
de gravedad y peligro, por identidades colectivas que se deno-
minan nación y que son reacias a su unión, Canadá, Sri Lanka y
la antigua Yugoslavia, queda claro que las relaciones entre «pa-
ís» y «nación» son tan diferentes unas de otras como para que
sea imposible reunirías bien en una oposición dicotómica, bien
en una fusión promiscua. Y si continuamos entonces hacia Bu-
rundi o Nigeria, hacia Afganistán o Indonesia, hacia Bélgica o
EE.UU. (dejo a un lado Suiza o el Líbano como casos incluso
demasiado reducibles), las cosas aún se vuelven más variadas.
De nuevo, no hay nada para esos casos salvo un tipo de etno-
grafía política o político-económica que pueda rastrear las re-
laciones entre países particulares y las afinidades y disonancias
con las que están comprometidos casi por doquier; no, no casi
por doquier... por doquier.
Pues si bien debe hacerse una distinción entre «país» y «na-
ción», ésta no reside en la civilidad y en la falta de asertividad de
uno y en la pasión y el clamor de la otra, lo que de todos modos
(China, Francia, Marruecos, Argentina) no es siempre el caso.
La diferencia reside en que uno es un escenario político y la otra
una fuerza política: entre un espacio delimitado, y hasta cierto
punto arbitrario, en el que las clases más inmediatas de conflic-
tos públicos, del tipo que irreflexivamente denominamos domes-
tico, se supone que están contenidas y reguladas (la ordenación
de encuentros sociales, la distribución de las oportunidades de
la vida, la utilización de recursos productivos) en tanto opuestas
a una de las energías centrales que conduce aquellos conflictos,
que conduce el sentido de aquellos de quién uno desciende, en
quién piensa, a quién mira, con quién habla, come, reza, siente,
a quién se parece y a quién, de resultas de todo esto, cree estar
enfáticamente ligado, pase lo que pase.
Si, sumariamente y sin el intento serio de analizar sus histo-
rias, nos ponemos a valorar sus proyectos o a juzgar los aciertos
y desaciertos de las cosas —una tarea para la que, dicho con
franqueza, no estoy preparado—, los tres países que he men-
cionado como ejemplo de países que atraviesan diversos grados
de tensión expresada en términos de nación, Canadá, Sri Lan-
ka y la sombra prolongada, ni pasada ni presente, que es Yu-
goslavia, esta interacción entre el dominio de la política y su as-
pecto externo es muy notoria. El orden y el desorden de las
brechas y las solidaridades generadas por la lengua, la ascen-
dencia, la raza, la religión, etc., y los espacios y márgenes den-
tro de los cuales consecuentemente se ordenan y desordenan
aquellas brechas y solidaridades no sólo difieren ampliamente
de un caso a otro, sino que las particularidades de dicha dife-
rencia afectan profundamente lo que, según decimos quizá con
más razón de la que llegamos a comprender, tiene lugar sobre
el terreno. Un muy vasto país, ocupado muy desigualmente,
una pequeña isla superpoblada, a poca distancia del continente
y un irregular recorte de valles entre montañas, planicies cerra-
das, ríos de curso abrupto, costas reducidas repletas de vecinos
celosos, aportan los marcos ideacionales, específicos y distinti-
vos para el choque de identidades, lugares historizados que
configuran con relativa fuerza la estructura del choque.

Canadá, descrito por el sardónico rey de la prensa en To-


ronto, Conrad Black, como «históricamente [...] una colección
de personas que no eran americanas: franco-canadienses aban-
donados por Francia en 1763 tras la victoria militar británica;
lealistas del Imperio Británico que huyeron de la Revolución
Americana; inmigrantes y fugitivos de Europa y recientemente
de otros lugares, incluido EE.UU.; habitantes de Terranova que
por un estrecho margen a favor eligieron convertirse en una
provincia canadiense en 1949 tras su bancarrota como dominio
autónomo», más —aunque él, quizá significativamente, olvida
mencionarlos— un número significativo de grupos amerindios
notablemente diferentes, es ciertamente un país en el que es
imposible pasar por alto la diferencia entre el espacio ideacio-
nal en el que se encuadra la política y por el que se extiende —
10 millones de km entre Detroit y el Círculo Ártico— y las
2

identidades colectivas que colorean esa política. La lucha allí, 11

vista con frecuencia (al menos desde fuera) como un claro


asunto de fierté francesa y de mala intención inglesa, es de he-
cho un encuentro multilateral, «de una profunda diversidad»,
representado en un territorio inmenso, apenas conocido, in-
ciertamente representado, ocupado y dotado desigualmente.
Cuando probablemente un 90 % de la población se concentra
en unos trescientos kilómetros de la frontera de EE.UU., cuan-
do la mitad de la población vive en el corredor entre Toronto y

11. C. Black, «Cañadas Continuing Identity Crisis», Poreign Affairs, marzo-abril


de 1995, págs. 99-115, la cita es de la pág. 101. En lo que sigue debo mucho a un ensa-
yo no publicado de Russel Barsh, profesor asociado de Native American Studies en la
Universidad de Lethbridge, Alberta, «Re-imagining Canadá: Aboriginal Peoples and
Quebec Competing for Legitimacy as Emergent. Nations» (1995) y, entre otros, C. Tay-
lor, Acercar las soledades, op. cit.; M. Ignatieff, op. cit., págs. 143-177; R. Hander, Natio-
nalism and the Politics of Culture in Quebec, Madison, University of Wisconsin Press,
1988. Para una revisión de los esfuerzos constitucionales de poner a Canadá en orden,
véase J . Tully, Strange Multiplicity: Constitutionalism in an Age o/Diversity, Cambridge,
Cambridge University Press, 1995. Para un intento de entender esa multiplicidad en tér-
minos del contraste entre «civilización» y «cultura», véase D. Verney, Three Civiliza-
tions, Two Cultures, One State: Cañadas Political Traditions, Durham, Duke University
Press, 1981. Para puntos de vista franco-canadienses, J . Letourneau, La question identi-
taire au Canadá Prancophone, Québec, Presses de l'Université Laval, 1997.
Montreal y una cuarta parte vive en Québec, que tiene más de
un 80 % de habitantes francófonos, y cuando las restantes nue-
ve décimas partes del país, más o menos el norte helado donde
se localiza la mayor proporción de recursos naturales, están tan
escasamente pobladas que hay una mayoría amerindia en mu-
chos lugares —simplemente por rascar la superficie de la com-
plejidad en este punto (una clase diferente de minoría francesa
en New Brunswick; esquimales inuit en los territorios del no-
roeste; ucranianos, asiáticos, un grupo que se expande rápida-
mente, y aún más indios en el oeste; métis, mestizos francoin-
dios que hablan un criollo mezcla de francés e indio en la
arbolada parte central; y una gran cantidad de ingleses en Te-
rranova)—; cuando todo ello es así, nos hallamos obviamente
ante una situación en la que hay un amplio margen de manio-
bra entre partes y todos, sea cual sea su definición.
Y la reciente (aunque no sólo la reciente) historia política
del país ha consistido en una serie completa de tales manio-
bras, la mayoría de ellas malogradas, o hasta la fecha incomple-
tas, indefinidas y de futuro incierto. Ya ha habido intentos de
revisar acuerdos constitucionales entre aquellos del mundo a
los que más les incumbe (sólo una Bélgica vacía o el Líbano, re-
ducido a cenizas, parecen más avanzados), de diseñar nuevas
subunidades de diferentes tipos (el Consejo de Yukon, Nuna-
vut, la Asociación Métis), de ajustar las fronteras internas, de
redistribuir recursos entre regiones y subgrupos y, muy espe-
cialmente, de prevenir, o si esto también fracasa, de prepararse
para la secesión, casi siempre bajo continua amenaza, del Qué-
bec. Y todo esto mientras se intenta, en un país esencialmente
definido por una única frontera, mantener su integridad y di-
rección propia respecto de lo que sus líderes suelen referirse
cautelosamente como «nuestro gran vecino del sur».
El resultado es al mismo tiempo fluido y extrañamente per-
sistente, un debate crónico del tipo «¿Languidece el Canadá?»,
en el que lengua, religión, etnicismo y regionalismo parecen
continuamente a punto de alterar la misma forma del país, de
trazar de nuevo su contorno, de transformar por completo la to-
pografía del panorama político, mientras que hasta el momento
no han logrado arreglárselas con todo ello. Queda por ver cómo
se representará todo esto. ¿Se separará finalmente Québec, se
separará en parte («un Estado soberano dentro de un Estado
soberano») o simplemente continuará amenazando sin cesar
con separarse? Haga lo que haga, ¿cuáles serán sus relaciones con
el resto de Canadá, incluidas aquellas, de importancia no me-
nor, con las tribus indias dentro de sus fronteras (algonquines
e inuits juntos constituyen la mayoría de la población en casi la
mitad del territorio que reclama Québec) con quienes ya se ha
visto enredado respecto al control de los recursos naturales de
los territorios indios? («Puede que el dócil herede la tierra»,
como supuestamente ha dicho J . Paul Getty, «pero puede ir ol-
vidándose de los derechos al subsuelo».) ¿Abrirán los resenti-
mientos de las provincias occidentales nuevas fisuras entre ellas
y Ontario, la cual por el momento aporta la mitad del produc-
to interior bruto (y en un Canadá sin Québec aportaría una
proporción aún más contundente), o lo harán los reparos del
resto angloparlante en Montreal hacia el vasto norte, especial-
mente cuando los canadienses europeos empiecen a trasladar-
se allí? Etc., etc.
Y lo mismo ocurre con la relación con su desconcertante ve-
cino. Black, un anglófono nacido en Québec, quien al igual que
muchos de sus compatriotas (cien mil desde que se puso en
marcha el separatismo en 1976) se ha desplazado hacia entor-
nos más amigables, ha proyectado incluso un escenario (llama-
do, espero que irónicamente, «Una Unión Más Perfecta») en el
que, si el Estado bicultural se disolviera, el Canadá inglés for-
maría una federación con EE.UU., estabilizando «la complica-
da demografía» de este último («Desde un punto de vista geo-
político, América nacería prácticamente de nuevo») —si bien
no queda claro que incluso él sea capaz de creerse una historia
así—} Lo que es claro es que Canadá como país es más un
2

campo de (culturalmente supuestas) «cunas», «parentescos» o


«estirpes de personas» que uno en sí mismo, algo evidentemen-
te aún más verdadero en el caso de EE.UU., «voll», como dije-
ra Herder hace ya algún tiempo, «von so vielkleinen nationen».

Sri Lanka, née Ceylán, apenas nos recuerda a Canadá, cuando


echamos un vistazo sobre ella. Una pequeña y apretada isla, no
una desparramada extensión continental, es ciento cincuenta ve-
ces menor que Canadá. Su población es cien veces más densa, con
sus habitantes distribuidos razonablemente por igual sobre todo el
territorio y no concentrados en distintos núcleos rodeados de
grandes espacios vacíos. Es el precipitado de ciento cincuenta
años bajo un gobierno colonial directo y más de mil años de his-
toria y no la colección de pueblos unidos por motivos acciden-
tales en un tiempo relativamente reciente. Y es tropical, está en
Asia y su industria es precaria. Invita a la reflexión el que las ten-
siones internas que amenazan con desmantelar el país —aunque
por ahora, al menos, sean mucho más serias y encierren más odio
y signos de violencia— se parecen de todos modos y en algu-
nas cosas a aquellas que amenazan con desmantelar Canadá. 13

12. C. Black, op. cit., págs. 112-114; la cifra de la emigración de anglófonos del
Québec es de M. Ignatieff, op. cit., pág. 171. Para el Québec, los indios (Cree) y el de-
sarrollo de los recursos naturales, ibid., págs. 163-167, y Barash, op. cit.
13. Dependo en este punto principalmente de dos libros de S. J . Tambiah, Sri
Lanka, Ethnic Fratricide and the Dismantling ofDemocracy, Chicago, University of Chi-
cago Press, 1986, y Buddhism Betrayed? Religión, polines, and Violence in Sri Lanka,
Chicago, University of Chicago Press, 1992, y de W. H. Wriggins, Ceylon: Dilemmas of
a New Nation, Princeton, Princeton University Press, 1960. Revisé brevemente las fa-
ses iniciales de, como era entonces, el conflicto étnico de Ceylán en C. Geertz, «The
Integrative Revolulion, Primordial Sentiments and Civil Politics in the New States», en
C. Geertz (comp.), Oíd Societies and New States, Nueva York, The Free Press, 1963,
págs. 105-157, esp. págs. 121-123. Mis estadísticas provienen de las obras menciona-
das arriba y del World Development Report, 1992, Oxford, International Bank for Re-
construction and Development, 1992, y E. V. Daniel, Charred Lullabies: Chapters in an
Autohiography of Violence, Princeton, Princeton University Press, 1996.
Aquí, de nuevo, el país es menos una pretendida «estirpe» o un
«parentesco» que un territorio historizado, una atmósfera y un
lugar en el que esas estirpes o parentescos se abren paso y ma-
niobran, construyéndose mutuamente a sí mismos, su carácter
y sus intereses colectivos.
Lo que resulta más sorprendente de Sri Lanka, al menos
para alguien que observa desde fuera, en términos de las ten-
siones de identidad de grupo que la han hostigado durante
aproximadamente las últimas cuatro décadas, no es el hecho de
que esas tensiones sean de una bipolaridad más rígida de lo que
hoy en día suele ser la regla en casos parecidos (sólo Ruanda y
Burundi, o posiblemente el norte de Irlanda serían casos simi-
lares; Nigeria, Yugoslavia, la India, Canadá y EE.UU., con to-
da su complejidad y multilateralidad, se acercan más a la nor-
ma) o de que aquéllas sean tan severas, crónicas y resistentes a
negociar la diferencia. Lo que más llama la atención es que en
esas tensiones está involucrado el choque entre dos grupos,
que cada uno de ellos se siente de algún modo una minoría; dos
grupos que han surgido tan recientemente como el resultado ca-
si directo de las perplejidades del «yo» en el «autogobierno» y
que han aparecido en un país que, en otros aspectos, ha sido
bastante estable, ha evolucionado y ha gozado al menos de un
éxito relativo: un incremento moderado de la población, una
inflación controlada, mejoras en la educación, un índice de creci-
miento aceptable, una tasa de mortalidad infantil que se apro-
xima a Chile o Corea del Sur y una esperanza de vida equipa-
rable a Hungría o Argentina. 14

La situación de las dos minorías resulta del hecho de que


los aproximadamente doce millones de cingaleses, que son en

14. WorldDevelopment Report: 1992, 1992, op. cit., tablas 1, 26 y 28. En los años
recientes, en relación con algunos de sus vecinos, el avance de Sri Lanka ha sido de al-
guna forma menos impactante aunque aún se mantiene razonablemente efectivo, en
parte como resultado de sus problemas comunitarios que han conducido a Europa, al
Golfo y a Estados Unidos a una significativa diáspora.
su mayoría budistas y hablan una lengua indoeuropea, son to-
dos los que hay en el mundo, mientras que los cerca de tres mi-
llones de tamiles, en su mayoría hindúes que hablan una lengua
dravídica, se suman a los treinta o cuarenta millones más de ta-
miles (el número se discute de manera característica) a lo largo
del estrecho del Palk en el sur de la India. En consecuencia,
ambos pueden verse a sí mismos como engullidos por el otro;
los cingaleses, por el expansionismo de los tamiles que se ha
manifestado periódicamente bajo el estandarte de un país tamil
libre y unificado; los tamiles, por la dominación exclusiva de
Sri Lanka como tal por parte de los cingaleses, un asunto cen-
tral que trajo consigo el alboroto político de la independencia
que fue en sí misma sosegada y ajena a todo dramatismo, casi
un asunto huis dos; nada que ver con una guerra, una revolu-
ción, ni siquiera con toda esta agitación.
Crear un país o, con mayor rigor, supongo, oficializar uno
que previamente había sido una colonia, es lo que ha puesto en
marcha los problemas étnicos de Sri Lanka y no los viejos re-
sentimientos o miedos alimentados desde tiempo atrás. Antes
de 1948, y algunos años después, una élite bicultural anglofila,
atrincherada en Colombo, mantuvo las cosas en un curso más o
menos ordenado; las tensiones de grupo que existían eran difusas
y locales, controladas por múltiples diferenciaciones, acuerdos es-
tablecidos, lealtades entrecruzadas y por las complejidades prác-
ticas de la vida diaria. Sin embargo, a partir de mediados de los
años cincuenta esta delicada cortesía algo artificial se vino aba-
jo, reemplazada por una radical división de la población en su-
percategorías tales como «cingaleses» y «tamiles» o («budistas» e
«hindúes» o «arios» y «dravídicos») y por una curva ascendente
de sospecha, celos, odio y una violencia que aún no ha cesado, a
pesar de una serie de propuestas constitucionales al estilo de las
de Canadá, un continuo recambio de gobiernos y la asistencia in-
vitada, siempre con reticencia y que en la actualidad se ha dado
por concluida, del ejército indio.
Podemos dejar de lado todo lo que, en un breve espacio de
tiempo, aquello ocasionó —la subida al poder de demagogos
cingaleses y el rechazo de la élite anglófona tanto por parte de
las masas cingalesas como de las de habla tamil; la apasionada
lucha lingüística, aún irresuelta, que se siguió de ella; la trans-
formación del budismo de una religión quietista en un credo
militante bajo el liderazgo de monjes evangelistas y doctores
ayurvédicos; el crecimiento del separatismo tamil, la atracción
hacia el sur de la India, el movimiento oscilante a través del Es-
trecho; el aumento de la inmigración interna, la segregación re-
ligiosa, el reagrupamiento étnico y el terrorismo recíproco; el
recrudecimiento de la mitología clásica del estado de guerra re-
ligioso, racial y comunitario, las conquistas tamiles y las expul-
siones cingalesas—. Los detalles son oscuros, en cualquier ca-
so, y su peso lo es mucho más. Lo importante es que, de nuevo,
los límites de un país, celebrado y cuestionado, unificado his-
tóricamente e históricamente susceptible de ser dividido, pro-
porcionan el marco dentro del cual cristalizan los conflictos de
identidad: el escenario —aquí compacto y congestionado—
donde forzosamente éstos se resuelven por sí mismos o, eviden-
temente, no lo hacen. Hay un diferencia en función de dónde
ocurran las cosas.

Ciertamente esto es así en los Balcanes. Si nos dirigimos


brevemente a Yugoslavia (o «la antigua Yugoslavia» como di-
remos a partir de ahora en un último desmayo), no es con la in-
tención de resolver aquello que cualquier otro que lo ha inten-
tado, incluso los hábiles y desesperados señores Vanee y Owen
con su reestructuración multicapa de Bosnia-Herzegovina, no
ha conseguido resolver. Ni puedo ocuparme de los terribles
asuntos relacionados con la moral y la política que se han arro-
jado a un mundo que no estaba preparado para tratar con
ellos. Tan sólo deseo concluir mi breve, ilustrativa y un tanto
arbitraria serie de casos aleccionadores (podría haber escogido
por igual Bélgica, Nigeria y Afganistán; Brasil, Ruanda y Che-
coslovaquia): casos en los que la discriminación de un país en
tanto que lugar historizado —una ubicación, un nombre, un
pasado que recordar— de las solidaridades afines, del tipo
«¿quiénes somos nosotros?», que lo respaldan o le acarrean
problemas, contribuye más a la reflexión sobre un mundo des-
membrado que lo que puede contribuir la fusión de dos en un
«nacionalismo» demonizado en el que todo cabe. Yugoslavia
(de aquí en adelante suprimo «la antigua» por una cuestión de
estilo: debe tomarse como se lee, con toda ironía) es un caso en
el que el tipo de tensiones hasta el momento contenidas en Ca-
nadá y, al menos, aunque la palabra no parezca la adecuada da-
dos los niveles de violencia presentes, con los que se ha podido
vivir en Sri Lanka, han asfixiado el país en seis años; literal-
mente lo han desmembrado; ha quedado hecho pedazos. 15

La «virtud» (palabra evidentemente entrecomillada con un


máximo de estremecimiento) del caso de Yugoslavia es que el
país se deshizo —esto es, fue dividido— aunque no precisamen-
te a cámara lenta, sí al menos como fruto de una deliberación sin
tregua —el que dice «A» debe decir « B » — en la que los estadios
de desintegración fueron distintos, agudos, dramáticos y visibles.
Ahí estuvo el discurso de Milosevic en la capital de Kosovo en el
sexto centenario de la famosa guerra perdida contra los turcos,

15. En los últimos años ha habido tanto en el mundo de la prensa, así como en
numerosos libros, artículos y comentarios, por no decir nada de la televisión, que no
necisito citar fuentes de lo que no son, en cualquier caso, más que comentarios gene-
rales y poco autorizados. Me he basado principalmente, para atenerme a los hechos y
su cronología, en el detallado y clarificador libro de Misha Glenny, The Fall of Yugos-
lavia: The Third Balkan War, 2 ed., Nueva York, Penguin, 1994. El artículo de Zim-
a

merman, op. cit., también ha sido útil en ese sentido. El libro de Ignatieff, op. cit., págs.
19-56, aunque trata sólo de Croacia y Serbia, evoca la devastación con gran fuerza, come
lo hace para Bosnia-Herzegovina D. Rieff, Slaughterhouse: Bosnia and the Failure ofthe
West, Nueva York, Simón and Schuster, 1995 (trad. cast.: Matadero: Bosnia y el fracase
de occidente, Madrid, Aguilar, 1996), el cual aborda las cuestiones políticas desde un
punto de vista fuertemente intervencionista.
demostrándoles finalmente, incluso a los más yugoslavos de en-
tre los yugoslavos (entonces aún había muchos y no escasos de
poder) que la Cuestión Serbia había vuelto para quedarse. Ahí
estuvo la casi furtiva separación de Eslovenia de la Federación
en junio de 1991, la coincidente declaración de independencia
de Croacia, el reconocimiento de estos dos sucesos por una Ale-
mania reunificada que volvía a la política europea como un actor
sin trabas y la declaración de guerra en Croacia, tan pronto co-
mo Belgrado optó por respaldar los enclaves serbios, que siguió
inmediatamente. Ahí estuvo el movimiento de guerra en Bosnia-
Herzegovina tras su declaración de independencia a mediados
de 1992, el desafortunado plan de cantonalización de Vanee y
Owen en 1993 —desmembrando Bosnia con el propósito de sal-
varla; el frágil y poroso alto al fuego en Sarajevo, a pesar de otro
plan de cantonalización; el temible horizonte de un sinfín de ase-
sinatos en 1994; y la temblorosa paz de los acuerdos de Day-
ton—. Cada uno de estos episodios, y un buen número de tantos
otros —el bombardeo de Dubrovnik, la devastación de Vukovar,
el cerco a Sarajevo, el sometimiento de Mostar— son fases de un
único proceso: el proceso de borrar un país y el intento de volver
a delinear entonces lo que ha quedado. (Los últimos sucesos
en Kosovo no son sino otro capítulo de una historia inacabada
—¿qué va a ser de Montenegro?— y tal vez inacabable.)
El país, en efecto, nunca contó con raíces muy sólidas; su
historia fue breve, vertiginosa, interrumpida y violenta. Unido
por los Grandes Poderes tras la Gran Guerra a partir de algu-
nos de los enclaves lingüísticos, religiosos y tribales alentados
por las guerras en los Balcanes y, a continuación, desatendi-
dos por el Imperio Austríaco, el país se vio desde su nacimiento
asediado por retos a su integridad que provenían tanto del inte-
rior como del exterior —el separatismo croata y macedonio, el
irredentismo húngaro y búlgaro— y pasó de la monarquía al
parlamentarismo, por la ocupación nazi, la dictadura comunista
y vuelta al parlamentarismo en un periodo de casi ochenta años.
Parece un milagro que aquello tomara cuerpo. Pero, al me-
nos visto retrospectivamente, sí pareció ocurrir con considerable
fuerza, especialmente en las ciudades y no queda claro que
su fuerza mental, la idea que proyectaba, un país en el norte de
los Balcanes con una población multicultural, se haya desvaneci-
do ya, sea cual sea la finalidad práctica de su desaparición. La
guerra que lo destruyó pasó de ser una guerra yugoslava a una
serbo-croata y de ésta a una bosnia —una sucesión de intentos,
de una brutalidad y locura crecientes, por reemplazar lo que, ca-
si accidentalmente, se había perdido: no un Estado ni un pueblo,
una sociedad o una nación, lo que no había sido más que incoa-
tivamente, sino un país—. Yugoslavia o, por última vez, «la anti-
gua Yugoslavia», sería casi un caso puro de no coincidencia, ni
en su significado ni de hecho, de estas realidades tan frecuente-
mente identificadas y enlazadas y, de un modo negativo, un ejem-
plo del alcance, el poder y la importancia de estas últimas.

«Zdravko Grebo [Misha Glenny habla de un amigo suyo,


un profesor de Derecho en la Universidad de Sarajevo y an-
tiguo político] es un bosnio que sobresale por su humor y su
cultura. Sus padres eran musulmanes de Mostar, pero él había
sido educado en Belgrado y continuaba llamándose a sí mismo
yugoslavo, incluso después de admitir abiertamente que Yu-
goslavia ya no existía. "¿Qué otra cosa puedo llamarme a mí
mismo? —Reflexionaba—. Apenas puedo llamarme musulmán
o serbio después de tantos años." Bosnia (y Sarajevo especial-
mente) tenía el más alto porcentaje de personas que se llama-
ban a sí mismas yugoslavas en el censo nacional. Cuando Yu-
goslavia desapareció bajo la sangre de su propia gente, estos
yugoslavos y la identidad a la que ellos seguían aferrados se di-
solvió en un río de historia emponzoñada.» 16

16. Glenny, op. át., pág. 161.


El río de la historia no necesitaba, en efecto, haber sido em-
ponzoñado con tanta vehemencia. Dejando aparte a Líbano,
quizás a Liberia, o a Sudán, aquél no ha sido, por el momento
al menos, en muchos países, la inmensa mayoría si atendemos al
número de ellos, internamente obstaculizado por demarcacio-
nes culturales erróneas: Indonesia, EE.UU., India, Kenia, Gua-
temala, Malasia, Bélgica. Canadá aún se mantiene unido y, si (lo
que por el momento parece improbable) resulta incapaz de
continuar así, debería conseguir el tipo de divorcio amistoso
que logró Checoslovaquia y que lograron aún antes Singapur y
Malasia. Sri Lanka podría contener sus tensiones dentro de al-
gún tipo de estructura constitucional flexible y manejable tal
como Sudáfrica comenzó a hacer, cuando no hace mucho fue
considerado el país con la menor probabilidad de éxito en un
esfuerzo de ese calibre y proclive a hundirse en un caos multi-
forme. Incluso Yugoslavia podría haber evitado lo peor si, co-
mo Glenny sugiere, «la Comunidad Europea y EE.UU. [hu-
bieran guiado] a los líderes inexpertos u oportunistas hacia una
disolución acordada del país», y es algo que aún tendrán que
hacer si no quieren que el horror se extienda al sur de los Bal-
canes. En gran medida todo depende de cómo se traten estas
17

cosas.
Necesitamos una nueva variedad de política, una política
que no contemple la afirmación étnica, religiosa, racial, lingüís-
tica o regional como un resto irracional, arcaico y congénito
que ha de ser suprimido o trascendido, una locura menospre-
ciada o una oscuridad ignorada, sino que, como ante cualquier
otro problema social —digamos la desigualdad o el abuso de
poder—, lo vea como una realidad que ha de ser abordada, tra-
tada de algún modo, modulada; en fin, acordada.
El desarrollo de una política tal, que variará de un lugar a
otro tal y como varían las situaciones que afronta, depende de

17. í ¿ i ¿ , p á g . 2 3 6 .
un buen número de cosas. Depende de que se localicen, en es-
te o aquel caso, los orígenes de la diferenciación y del desa-
cuerdo basados en la identidad. Depende de que se desarrolle
una actitud menos demonizadora y simplista, menos negativa y
vacía, como si aquélla fuera un vestigio de salvajismo o de al-
gún estadio más primitivo de la existencia humana. Depende
de que adaptemos los principios del liberalismo y de la demo-
cracia social, que son todavía nuestra mejor guía para el dere-
cho, el gobierno y los asuntos públicos, a temas con respecto a
los cuales aquéllos se han mostrado con frecuencia desdeñosos,
reactivos o incomprensivos, filosóficamente ciegos. Sin embar-
go, de lo que más depende, quizás, es de que construyamos
una concepción más clara y circunstanciada, menos mecánica,
estereotipada y atrapada en el cliché de aquello en lo que con-
siste, de lo que es. Esto es, depende de que logremos una me-
jor comprensión de lo que la cultura —los marcos de significa-
ción en los que vive la gente y forma sus convicciones, sus yoes
y sus solidaridades— viene a ser en tanto que fuerza ordena-
dora en los asuntos humanos.
Y esto, una vez más, supone una crítica a las concepciones
que reducen los asuntos a la uniformidad, a la homogeneidad,
a la igualdad de pensamiento; al consenso. El vocabulario de la
descripción y el análisis cultural también necesita abrirse a la di-
vergencia y a la multiplicidad, a la no coincidencia de clases y
categorías. Al igual que los países, tampoco las identidades que
los colorean —musulmanes o budistas, franceses o persas, lati-
nos o sínicos, negros o blancos— pueden ser comprendidas co-
mo unidades sin quiebra, totalidades sin fragmentar.

¿ Q U É ES UNA CULTURA SI N O ES U N C O N S E N S O ?

Hay una paradoja, apuntada ocasionalmente pero sobre la


que no se ha reflexionado lo suficiente, que hace referencia al
estado actual de lo que denominamos el escenario del mundo:
crece a la par más global y más dividido, más ampliamente in-
terconectado a la vez que más intrincadamente fragmentado. Ya
no hay oposición entre el cosmopolitismo y el parroquialismo;
están enlazados y se refuerzan mutuamente. Crece uno a medi-
da que crece el otro.
El avance de la tecnología, más en particular de la tecno-
logía de las comunicaciones, ha entretejido el mundo en una
única red de información y causalidad tal que, al igual que la
famosa mariposa que aletea en el Pacífico y provoca una tor-
menta en la Península Ibérica, una alteración de las condicio-
nes en algún lugar del mundo puede inducir perturbaciones
en cualquier otro. Estamos a merced de agentes económicos
americanos que especulan con valores de bolsa mexicanos o
banqueros británicos en Singapur apostando con los valores
de Tokio. Terremotos en Kobe, inundaciones en Holanda,
los escándalos en Italia o las metas de producción sauditas, la
venta de armas en China o el tráfico de drogas en Colombia
provocan impactos inmediatos y próximos, difusos y magnifi-
cados, alejados de sus fuentes. La CNN lleva la masacre de
Bosnia, la hambruna de Somalia o los campos de refugiados
en Ruanda a todos los hogares del mundo. Lugares normal-
mente oscuros, provincianos y absortos en sí mismos —Groz-
ni, Dili, Ayodhya, o Cristóbal de Las Casas; Kigali, Belfast,
Monrovia, Tbilisi, Phonm Penh o Puerto Príncipe— disputan
momentáneamente la atención del mundo a las grandes me-
trópolis. El capital es móvil y, del mismo modo que apenas hay
un pueblo, ni siquiera los samoanos, que no tengan diáspora,
lo mismo ocurre con el trabajo. Hay compañías japonesas en
EE.UU., alemanas en Indonesia, americanas en Rusia, paquis-
taníes en Gran Bretaña, taiwanesas en Filipinas. Turcos y kur-
dos envían dinero a casa desde Berlín, magrebíes y vietnamitas
desde París, zaireños y tamiles desde Bruselas, palestinos y fi-
lipinos desde la ciudad de Kuwait, somalíes desde Roma, ma-
rroquíes desde España, japoneses desde Brasil, mexicanos
desde Los Angeles, algunos croatas desde Suecia y casi todo el
mundo desde Nueva York. Según el eslogan de los estudios
culturales, «la aldea global» es el nombre que recibe toda esta
vasta conexión e intrincada interdependencia o, siguiendo al
Banco Mundial, este «capitalismo sin fronteras». Con todo,
dada su falta de solidaridad y tradición, de márgenes y centro,
y su ausencia total de completud, es un tipo más bien pobre de
aldea. Y en la medida en que está acompañada no tanto por la
relajación y reducción de las demarcaciones culturales cuanto
por su reelaboración, multiplicación y, como he señalado más
arriba, por su frecuente intensificación, apenas carece de fron-
teras.
Trazar estas demarcaciones, localizarlas y caracterizar las
poblaciones que aquellas aislan o que, al menos, ponen de re-
lieve, es en el mejor de los casos una empresa arbitraria, lleva-
da a cabo con inexactitud. La discriminación de fracturas y
continuidades culturales, trazar líneas en torno a grupos de in-
dividuos que llevan una forma de vida más o menos identifica-
ble en contraposición a diferentes grupos de individuos que
tienen formas de vida más o menos diversas —otras voces en
otros espacios— es algo mucho más sencillo en teoría que en la
práctica.
La antropología, una de cuyas vocaciones, al menos, es lo-
calizar tales demarcaciones, discriminar tales fracturas y des-
cribir tales discontinuidades, ha ido a tientas en ese asunto desde
el principio y aún sigue a tientas. Pero de todos modos no se
debe eludir con tenues banalidades sobre la humanidad del gé-
nero humano o con factores subyacentes de semejanza y de ras-
gos en común, aunque sea sólo porque «por naturaleza», como
les gusta decir a los positivistas, las personas mismas hacen tales
contrastes y marcan tales líneas: se ven a sí mismas, a veces y
por ciertas razones, francesas y no inglesas, hindúes y no budis-
tas, hutus y no tutsis, latinas y no indias, chutas y no sunitas, ho-
pis y no navajos, negras y no blancas, de un color y no de otro.
Sea lo que sea aquello que deseemos o lo que consideremos co-
mo Ilustración, la variedad de la cultura pervive y prolifera, in-
cluso en medio de, de hecho como respuesta a fuerzas podero-
samente conectadas de la manufactura moderna, las finanzas,
el transporte y el comercio. Cuanto más se unen las cosas, más
separadas quedan: el mundo uniforme no está más próximo
que la sociedad sin clases.
La extrañeza de la antropología al tratar con todo esto,
con la organización cultural del mundo moderno que debería
ser, por derecho, su objeto propio, es en gran medida el re-
sultado de las dificultades que ha experimentado, a lo largo
de su errabunda historia interna, al descubrir para sí misma la
mejor manera de reflexionar sobre la cultura como primera
tarea. En el siglo XIX y en gran parte del XX, la cultura fue vista
ante todo como propiedad universal de la vida social humana,
las técnicas, costumbres, tradiciones y tecnologías —religión y
parentesco, fuego y lenguaje— que se contrapone a la exis-
tencia animal. El término que se le oponía era naturaleza y, si
se dividía en clases y tipos, se hacía atendiendo a la distancia
que cualquiera de sus partes, el monoteísmo o el individualis-
mo, la monogamia o la protección de la propiedad privada,
había logrado supuestamente con respecto a la naturaleza, su
progreso hacia la luz. Con el crecimiento, tras la Primera
Guerra Mundial, del trabajo de campo prolongado y partici-
pativo con grupos particulares —hecho en gran parte en islas
y reservas indias, donde las fracturas y los límites eran más fá-
ciles de distinguir y la noción de que todo encajaba más sen-
cilla de abrigar— la concepción genérica comenzó a relegarse
por difusa e inmanejable además de interesada, en favor de
una concepción configuracional. En vez de sólo cultura, co-
mo tal, hubo culturas, con límites, coherentes, cohesivas y
perdurables: organismos sociales, cristales semióticos, micro-
mundos. Cultura era lo que los pueblos tenían y mantenían
en común, griegos o navajos, maoríes o puertorriqueños, ca-
da uno la suya propia. 18

Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, cuando in-


cluso aquellas unidades sociales supuestamente aisladas —los
pueblos de la jungla, del desierto, de las islas, del ártico, los pue-
blos encapsulados— decrecieron en número y los antropólo-
gos orientaron su atención a objetos más vastos, abigarrados e
iridiscentes, India, Japón, Francia, Brasil, Nigeria, la Unión So-
viética o EE.UU., la concepción configuracional se volvió, por
el contrario, tensa, imprecisa, inmanejable y difícil de acreditar.
Se podría plausiblemente ver a los nuer o los amhara como una
unidad integral, al menos si se dejan fuera las variedades inter-
nas, las relaciones externas y cualquier cosa que esté en el ca-
mino de una historia más amplia, pero sería algo mucho más
difícil de hacer en el caso de Sudán o Etiopía; imposible si se
trata de África, si bien algunos lo han intentado. Una minoría
indonesia, como la china, una marroquí, como la judía, una
ugandesa, como la india, o una americana, como la minoría ne-
gra, mostrarían cierto carácter especial y propio, pero difícil de
comprender si no es atendiendo a los Estados y sociedades en
los que aquéllas se incluyen. Todo era heterogéneo, poroso, en-
trelazado, disperso; la búsqueda de la totalidad una guía in-
cierta, inalcanzable un sentimiento de clausura.
Una imagen del mundo moteada de culturas distintas, blo-
ques discontinuos de pensamiento y emoción —un tipo de vi-
sión puntillista de su composición espiritual— no provoca me-
nos confusión que esa otra imagen del mundo entejada con
reiterados Estados nación que se repiten, y ello por la misma
razón: los elementos en cuestión, motas o tejas, no son ni com-

18. Hay, por supuesto, una historia del configuracionalismo cultural antes de la
práctica etnográfica de Malinowsky y junto a ella, entre otras, muy especialmente la co-
nexa con Herder, los Humbolt y los neo-kantianos, que de hecho tuvieron un impacto
configurador en la antropología; para una buena revisión reciente, véase S. Fleischa-
cker, The Ethics of Culture, Itaca, Cornell University Press, 1994, esp. cap. 5.
pactos ni homogéneos, ni simples ni uniformes. Cuando se mi-
ran atentamente, se disuelve su solidez y lo que queda es, no un
catálogo de entidades bien definidas dispuestas a ser ordenadas
y clasificadas, una tabla mendeliana de clases naturales, sino
una maraña de diferencias y similitudes ordenadas sólo a me-
dias. Lo que hace a los serbios serbios, a los cingaleses cingale-
ses, a los francocanadienses francocanadienses o a cada cual ca-
da cual es que ellos y el resto del mundo han llegado, por el
momento y hasta un punto, por determinados propósitos y en
ciertos contextos, a verse y ser vistos en contraste con lo que es-
tá a su alrededor.
Tanto el carácter compacto de lo territorial como el tradi-
cionalismo localizado que aportan las islas, las reservas indias,
las junglas, los valles de las altas montañas, los oasis y simila-
res (o que supuestamente aportan, pues incluso esto tenía algo
de mítico) y la noción integral y configuracional que dicho ca-
rácter compacto y localización estimularon —los argonautas
del Pacífico oeste, las maneras cheyenne, las gentes de las sel-
vas, de las montañas, del desierto— parece errar el tiro a medi-
da que nos volvemos hacia los fragmentos y las fragmentaciones
del mundo contemporáneo. La visión de la cultura, una cultu-
ra, esta cultura, como un consenso sobre lo fundamental —con-
cepciones, sentimientos, valores compartidos— apenas parece
viable a la vista de tanta dispersión y desmembramiento; son
los errores y las fisuras los que jalonarían el paisaje del yo co-
lectivo. Sea lo que sea lo que define la identidad en un capita-
lismo sin fronteras y en la aldea global no tiene que ver con
profundos acuerdos sobre asuntos igualmente profundos, sino
más bien con algo como la recurrencia de divisiones familiares,
argumentos persistentes, amenazas constantes, la idea de que,
pase lo que pase, el orden de la diferencia debe ser mantenido
de algún modo.
No sabemos realmente cómo tratar todo ello, cómo mane-
jar un mundo que ni está dividido por sus junturas en las sec-
ciones que lo componen ni es una unidad trascendente —diga-
mos económica o psicológica— oscurecida por contrastes de
superficie, tenues y tramados y, en el mejor de los casos, relega-
dos como distracciones inesenciales. Una maraña de diferencias
en un campo de conexiones se nos presenta como una situa-
ción en la que los marcos de orgullo y odio, las ferias culturales
y la limpieza étnica, la survivance y los campos de la muerte
comparten asientos contiguos y pasan con una facilidad aterra-
dora de uno a otro. Apenas existen teorías políticas que no sólo
admitan esta condición sino que además tengan la voluntad de
enfrentarse a ella, de exponerse e interrogar el orden de la dife-
rencia en vez de perfeccionar puntos de vista académicos sobre
la guerra hobbesiana o la paz en Kant. Mucho depende de su
crecimiento y desarrollo: no se puede guiar lo que no se com-
prende.

En cualquier caso, si el elementalismo de la antropología,


su centrarse en el consenso, el tipo y lo que es común —lo que
ha dado en llamarse el concepto de cultura en cuanto molde—,
es de uso dudoso a la hora de promover ese crecimiento y refi-
namiento, su cosmopolitismo, su decisión de mirar más allá de
lo familiar, lo adquirido y lo que está a mano es tal vez más va-
lioso. Socavar resueltamente todos los excepcionalismos, el
americano, el occidental, el europeo, el cristiano y cualquier ti-
po de exotismo, el primitivo, el idólatra, el de las antípodas o el
pintoresco fuerza a comparar dominios establecidos de rele-
vancia e idoneidad: considerar unido lo que normalmente no
se considera que pueda considerarse unido. En conexión con
los desarrollos del pasado medio siglo, y más especialmente de
la pasada media docena de años que es nuestro objeto, esa com-
paración no-gramatical hace posible evitar la descripción erró-
nea dominante de tales desarrollos: que se dividen en varieda-
des occidentales y no-occidentales, que esta última es esencial-
mente recapitulativa, una repetición de la historia que Occi-
dente ya ha vivido y de la que ha salido más o menos triunfan-
te, en vez de verla como, y de hecho así es, el límite de una
nueva historia por venir, premonitoria y emblemática.
Esto es particularmente claro si nos fijamos en las altera-
ciones del panorama político en Asia, África, el Pacífico, el Ca-
ribe y ciertas partes de América Latina después de 1945. La di-
solución de los grandes imperios de ultramar —el británico, el
holandés, el belga, el francés, el portugués y, de otro modo,
el americano, el alemán, el italiano y el japonés (incluso Aus-
tralia, después de todo, tuvo un protectorado, si bien incluso
tuvo que heredarlo un poco tardíamente de los alemanes)—
dejó claramente patente que, a pesar de las apasionadas solida-
ridades de la revuelta colonial, las identidades colectivas que
condujeron aquella revuelta y que impregnaron las vidas de los
países que aquélla originó son inevitablemente plurales, com-
puestas, inconstantes y disputadas. La contribución de las con-
vulsiones del Tercer Mundo a la autocomprensión del siglo X X
radica menos en su mimetismo del nacionalismo europeo (que
era en todo caso mucho menos intenso en, digamos, Marruecos,
Uganda, Jordania o Malaysia de lo que lo fue en, por ejemplo,
Argelia, Zaire, India o Indonesia) que en el hecho de forzar a
ver lo que de compuesto tiene la cultura y que tal nacionalismo
niega. Llegará el día en que veremos cómo la reconstrucción
política de Asia y África contribuye a la transformación del pun-
to de vista euroamericano del yo social más que al contrario.
Y ello no se debe a que la naturaleza de los países surgidos
del colapso de un imperio colonial sea radicalmente diferente
en tipo y construcción de la de aquellos que se formaron más
recientemente en Occidente después de que imperios políticos
o político-culturales que de manera parecida se excedieron en
su extensión sufrieran colapsos similares. Se debe más bien a
que su naturaleza está más a la vista, menos oculta en la histo-
ria soterrada: al igual que las salchichas de Bismarck, los hemos
visto hacerse. Establecidos más recientemente, con mayor ra-
pidez y deliberación —países premeditados— han nacido a
plena luz en el curso de la historia y los accidentes y casualida-
des de su formación aún están claramente a la vista. Las contin-
gencias que los produjeron y que virtualmente siguen mante-
niéndolos en todo lugar, no son sólo evidentes, son, de alguna
manera, lo que más llama la atención de ellos. Francia puede
parecer, al menos por ahora, algo dado como natural, al igual
que Italia o Dinamarca. Es difícil pensar lo mismo de Angola o
Bangladesh.
La formación cultural de los países que emergieron de las
ruinas de lo que se ha llamado «el proyecto colonial», como si
se tratara de algún experimento de la Ilustración llevado a ca-
bo para la formación de científicos políticos, es casi en todas
partes algo realmente de extrema heterogeneidad, una colec-
ción de pueblos, en muchos casos casi azarosa. Las fronteras
están donde la trastienda de la política europea decidió situar-
las. (¿Por qué a las personas que viven en Abidján y a las que
viven en Accra, a un par de cientos de millas a lo largo de la
misma costa, se les llama ghaneses? ¿Por qué pertenece la mi-
tad de Nueva Guinea a Indonesia, la otra mitad a PNG, Bir-
mania es un país separado y Bengala no? ¿Por qué algunos yo-
rubas son nigerianos y otros de Benin, algunos tai de Laos y
algunos afganos paquistaníes?) El lenguaje, la religión, la raza y
la costumbre confluyen desde todos los ángulos, a todos los ni-
veles y escalas, lo cual hace que incluso al más apasionado na-
cionalista le resulte imposible racionalizar, oscurecer o explicar
aquéllos como algo predestinado e inevitable.
No es, sin embargo, el simple hecho de la heterogeneidad
cultural como tal y su enorme visibilidad la que resulta tan ins-
tructiva, sino la amplia variedad de niveles en los que dicha he-
terogeneidad existe y resulta efectiva; tantos, incluso, que es di-
fícil saber cómo organizar un cuadro general, dónde trazar las
líneas y situar los centros. Al profundizar en los detalles del
asunto desde cualquier caso particular se descubre que las de-
marcaciones más obvias, aquellas sobre las que se puede leer
en los periódicos (tamiles y cingaleses, chiítas y sunitas, hutus y
tutsis, malayos y chinos, indios del este y fijis), se hallan casi
desbordadas por otras demarcaciones, algunas de ellas más fi-
nas, distinguibles con mayor exactitud y sutileza, y otras más
gruesas, amplias y generales. Es difícil encontrar un punto de
vista, una forma de vida, un estilo de conducta, expresión ma-
terial... lo que sea... común que no esté o bien fragmentado
en partes más pequeñas y envolventes, cajas dentro de cajas, o
bien englobado en su totalidad en partes más amplias e inclusi-
vas, estantes sobre estantes. No hay, al menos en la mayoría de
los casos, por no decir en todos, un punto a partir del cual pue-
da decirse que el consenso concluye o comienza. Todo depende
del marco de comparación, el trasfondo sobre el que se recorta
la identidad y el juego de intereses que lo atrapa y anima.
Indonesia, un país que yo mismo he estudiado con deteni-
miento y por un largo período de tiempo (aunque gran parte de
él permanece más allá de mi comprensión: pueblos encapsula-
dos y lugares recónditos, oídos más que conocidos) demuestra
esta extraordinaria complejidad con particular fuerza. El país 19

es uno de los más complicados del mundo desde un punto de


vista cultural, el producto de una corriente increíble de actitu-
des enfrentadas —portuguesa, española, holandesa, india, chi-
na, hindú, budista, confuciana, musulmana, cristiana; capitalis-

19. Para una discusión de la composición étnica y religiosa de Indonesia, a la vez


que de la manera en la que se está abordando, véase mi After the Fací: Two Countries,
Four Decades, One Anthropologist, Cambridge, Harvard Universiry Press, 1995, esp.
caps. 1-3 (trad. cast.: Tras los hechos: dos países, cuatro décadas y un antropólogo, Bar-
celona, Paidós, 1996). No he intentado incluir aquí los desarrollos, muchos de los cua-
les refuerzan mis argumentos, que se derivan del colapso de la rupia, la dimisión de
Suharto, la separación de Timor oriental y el movimiento de regreso, dubitativo y con-
fuso, hacia el gobierno popular. Véase también mi «"Ethnic Conflict": Three Alterna-
tive Terms», Common Knowledge, vol. 2, n° 3, 1992, págs. 55-65.
ta, comunista, administrativa imperial— convertido, gracias a
aquellos grandes movimientos histórico-mundiales, el comer-
cio de larga distancia de materias primas, el movimiento misio-
nero religioso y la explotación colonial, en un vasto archipiéla-
go de mil islas, ocupado principal pero no exclusivamente por
malayo-polinesios, que hablan cientos de lenguas, que rinden
otros tantos cultos y poseen un alto número de morales, leyes,
costumbres y artes; cientos de sentidos de cómo debe transcu-
rrir la vida, sutilmente diferentes o comunes, en razonable con-
sonancia o profundamente opuestos. Articular esa anatomía
espiritual, determinar cómo se une en términos de identidad y,
por el momento, cómo se mantiene unida, incluso cómo se
mantiene unida tan sorprendentemente bien teniendo en cuen-
ta a lo que debe enfrentarse, es una tarea virtualmente imposi-
ble. Tarea que cualquiera comprometido con el lugar, que ven-
ga de fuera o esté dentro, se ve inevitablemente impelido a
intentar de algún modo.
El modo habitual de proceder, desde dentro o desde fuera,
es a través de lo que podría llamarse (de hecho, en mi discipli-
na todavía un tanto clasificatoria se llama age classique) el dis-
curso de «pueblos y culturas». Los diferentes grupos «étnicos»
o cuasi-étnicos —los javaneses, los batak, los bugis, los acehne-
ses, los balineses y demás hasta los ejemplos más pequeños y
periféricos, los bimanes, dyaks, los amboneses o el que sea— son
nombrados, caracterizados por alguna configuración de cuali-
dades; se perfilan sus subdivisiones, se definen las relaciones de
unos con otros, se valoran sus posiciones dentro del todo. De
nuevo ello da como resultado un cuadro puntillista, o tal vez
más bien aquí, dado el carácter de índice de la ordenación, un
punto de vista acorde con las fichas de un fichero de la compo-
sición cultural del país que es visto como un conjunto de «pue-
blos» que varían en importancia, tamaño y carácter y se man-
tienen unidos dentro de un marco político y económico común
debido a un relato global, histórico, ideológico, religioso, etc.,
que aporta el fundamento para el hecho de que estén unidos,
integrados en un país. Todos los niveles y dimensiones de la di-
ferencia y la integración, salvo dos —el agrupamiento consen-
sual mínimo llamado «una cultura» o «un grupo étnico», y el
máximo llamado «la nación» o «el Estado»— están ocluidos y
difuminados. Desafortunadamente, los asuntos que en el curso
de la vida colectiva operan de hecho para alinear individuos en
empresas cooperativas o para escindirlos unos de otros en em-
presas conflictivas, las prácticas, las instituciones y los hechos
sociales en los que se encuentra y de algún modo se trata la di-
ferencia están ocluidos y difuminados junto con ellos. Las fi-
chas de los ficheros se han reunido y se han hecho las anota-
ciones apropiadas. Pero lo que no hay es un cruce de los datos
ordenados bajo aquel índice.
Es precisamente en este cruce de datos donde las diferen-
tes identidades, que las fichas aislan, se forman y juegan unas
contra las otras. Ellas no son estas «culturas» separadas o «pue-
blos» o «grupos étnicos», tantos trozos de mismidad marcados
por los límites del consenso: son varios modos de implicación
en una vida colectiva que tiene lugar a una docena de niveles y
escalas diferentes y en una docena de dominios diferentes al
mismo tiempo. La formación y disolución de matrimonios en-
tre pueblos y la codificación gubernamental del derecho fami-
liar, formas particulares de culto y el rol oficializado de la reli-
gión en el Estado, modelos locales de sociabilidad y enfoques
generales sobre el gobierno: todo ello y un enorme número de
intersecciones similares de puntos de vista, estilo o disposición
son las bases sobre las que se ordena la complejidad cultural en
al menos algo que de algún modo es una totalidad irregular,
tambaleante e indefinida.
No es posible entrar aquí en los detalles (apenas es posible
hacerlo en las generalidades), pero la variedad cultural de In-
donesia (la cual, hasta donde alcanzo a ver, es tan vasta como
siempre, a pesar de los efectos supuestamente homogeneizado-
res de la televisión, el rock y el capitalismo tardío) encuentra su
expresión en forma de luchas que recorren la naturaleza de es-
ta totalidad. El aspecto crucial es la manera y el nivel al que de-
ben ser representados los contrastes del conglomerado total en
la formulación de la identidad indonesia. Lo que está en juego
no es tanto el consenso como una manera viable de proceder
sin contar con él.
Por lo que atañe a Indonesia, esto se ha conseguido en el
grado, muy parcial, desigual e incompleto, en el que se ha con-
seguido, desarrollando una forma de política cultural en la que
concepciones abiertamente dispares sobre el tipo de país que el
país debe ser pueden ser representadas y retocadas, celebradas
y controladas, reconocidas y ocultas y todo ello al mismo tiem-
po, lo que acertadamente se ha llamado un desacuerdo opera-
tivo. Naturalmente no siempre ha funcionado. Las masacres de
1965 en Java, en Bali y en partes de Sumatra, los miles de muer-
tos, tal vez cientos de miles, fueron en su base un movimiento
de esta disputa multilateral por el alma del país elevada al ni-
vel de la violencia. Ha habido revueltas étnicas y religiosas, le-
vantamientos rurales e insurrecciones urbanas; y al igual que en
Timor Oriental o Nueva Guinea Occidental una salvaje aplica-
ción del poder de Estado: consenso a punta de pistola. Mas,
por el momento, ha arrastrado pesadamente, como en la India
o Nigeria, un haz de parroquialismos que de algún modo se ad-
hieren entre sí.
Dejando aparte las amplias particularidades del caso indo-
nesio, admitido el hecho de que aquellas exceden un tanto el lí-
mite de las cosas, el cuadro general de la identidad cultural co-
mo un campo de diferencias que se enfrentan unas con otras a
cualquier nivel desde la familia, el pueblo, el vecindario y la re-
gión hasta el campo y más allá —ninguna otra solidaridad sino
aquella sostenida en contra de celosas divisiones internas, nin-
guna otra división sino aquella que se sustenta a sí misma fren-
te a voraces solidaridades inclusivas— está, en mi opinión, muy
próximo a lo que resulta general en el mundo moderno; no hay
nada «subdesarrollado», «tercermundista» o (aquel eufemismo
que hemos acabado usando al evitar decir «atrasado») «tradi-
cional» en ello—. Se aplica plenamente tanto a una Francia
acosada por tensiones entre el civism laique y una avalancha de
inmigrantes magrebíes que quieren cocinar con comino y llevar
pañuelos en la cabeza en las escuelas, a una Alemania que lu-
cha por avenirse a la presencia de los turcos en un Heimatland
definido por su ascendencia, a una Italia regionalizada en loca-
lismos que compiten entre sí y sólo reforzada por la modernidad
y un desarrollo desigual, o a un EE.UU. que intenta recordarse a
sí mismo en un torbellino multiétnico, multirracial, multirre-
ligioso, multilingüístico..., multicultural..., como a lugares bru-
talmente desgarrados como Liberia, Líbano, Myanmar, Colom-
bia o la República de Sudáfrica. La excepcionalidad europea
(y americana) que parecía al menos para los europeos (y ame-
ricanos) tan plausible con anterioridad a 1989 —nosotros te-
nemos el Estado-nación y ellos n o — se ha hecho desde en-
tonces altamente implausible. Yugoslavia, la antigua ex, fue,
es, tanto el lugar donde aquella idea parece haber muerto —«el
porche trasero de Europa está ardiendo»— y su última tri-
buna.

Por derecho, la teoría política debería ser lo que Aristóte-


les, a mi juicio, quería que fuera, una escuela para formar en el
juicio, no para obviarlo, no una vía para dictar la ley que los
menos reflexivos deben seguir (los jueces de Ronald Dworkin,
los agentes políticos de John Rawls, los perseguidores de la uti-
lidad de Robert Nozick), sino una manera de mirar los horro-
res y las confusiones en los que todos nosotros vivimos que
pueda servirnos de alguna ayuda a la hora de sobrevivirlos y
aplacarlos, ocasionalmente quizás incluso a la hora de decapi-
tarlos. Si esto es así, si ésa es de hecho su vocación, necesita
prestar una mayor atención a la particularidades de las cosas, a
lo que está pasando, a cómo van las cosas. Necesita hacerlo no
para convertirse en un comentario recurrente sobre lo terrible-
mente complicado que es todo y lo inabordable para el orde-
namiento lógico. Una tarea así se le puede confiar a la historia
y a la antropología, complexicateurs terribles de las ciencias hu-
manas. Necesita prestar esa atención con el fin de participar en
la construcción de lo que, ahora que el mundo se está redistri-
buyendo en marcos de diferencia cada vez más diversos, más se
necesita: una política práctica de conciliación cultural.
Como cualquier otra política, dicha política ha de estar di-
rigida y adaptada a las circunstancias, a los tiempos, los lugares
y las personalidades. Pero, como cualquier otra política, debe
desarrollar de todos modos algo común por lo que respecta al
diagnóstico, la estrategia y la dirección, una cierta unidad de
propósito. Lo que se busca en Diyarbakar o Srinagar debe bus-
carlo también Trois Rivieres y el sur de Los Angeles. La Kul-
turkampfdc Argelia ha de yuxtaponerse a la de Irlanda; el pa-
cífico divorcio de los checos y los eslovacos al de Malaysia y
Singapur, ocurrido años antes pero de un extraño parecido; el
doble juego de fuerzas, germano/latino, ejercido sobre Bélgica,
a aquel greco/turanio, ejercido sobre Chipre; la marginaliza-
ción de los indios americanos a la de los aborígenes australia-
nos; la ausencia de asimilación del Brasil a la de EE.UU. Hay
aquí un objeto definible. El reto está en definirlo y, una vez he-
cho, ordenarlo de algún modo.
La dinámica central de esta tema, como he venido diciendo
quizá demasiado repetidamente, consistiría en dos tendencias
en perpetua oposición. Por una lado, hay una tendencia a
crear, o a intentar crear, gotitas pur sang de cultura y política; el
cuadro puntillista que tanto la limpieza étnica como la conver-
gente concepción de acción colectiva —«nación-ismo»— as-
piran a producir. Por el otro, hay un gesto hacia la creación, o
hacia el intento de crear una intrincada estructura de diferen-
cia, múltiplemente ordenada, dentro de la cual las tensiones cul-
turales no proclives a desaparecer o incluso a moderarse pueden
ser ubicadas y negociadas, contenidas en un país. Esas mismas
estructuras van a ser diferentes de un país a otro, la posibilidad
de construirlas es real de diversas maneras. No es lo mismo em-
plazar a los musulmanes en Francia, a los blancos en Sudáfrica,
a los árabes en Israel o a los coreanos en Japón. Pero si la teoría
política va a ser de algún modo relevante en el mundo astillado,
deberá poder decir algo contundente sobre cómo pueden hacer-
se realidad tales estructuras, a la vista de la tendencia a la inte-
gridad destructiva, sobre cómo pueden ser sostenidas esas mis-
mas estructuras y cómo pueden hacerse funcionar.
Esto me lleva al último punto que quisiera tratar aquí tam-
bién de manera quizás excesivamente somera. Se trata de la ca-
pacidad, sobre la que se ha discutido mucho y decidido menos,
del liberalismo (o, más exactamente del liberalismo social de-
mocrático, puesto que me alineo con Isaiah Berlín y Michael
Walzer y no con Friedrich von Hayek y Robert Nozick) de al-
zarse ante este reto, su habilidad para verse inmerso en la ren-
corosa, explosiva y con frecuencia sangrienta política de la di-
ferencia cultural; en verdad, de sobrevivir en su presencia. El
compromiso por parte del liberalismo de declararse neutral en
asuntos de creencia personal, su resuelto individualismo, su
énfasis en la libertad, en el procedimiento, en la universalidad
de los derechos humanos y, al menos en la versión que suscri-
bo, su preocupación por la distribución equitativa de las posi-
bilidades de vida, se considera que le previene tanto del reco-
nocimiento de la fuerza y la durabilidad de las ataduras de la
religión, la lengua, la costumbre, la localidad, la raza y la ascen-
dencia en los asuntos humanos, como de ver la entrada de di-
chas consideraciones en la vida cívica en tanto algo distinto a lo
patológico, primitivo, atrasado, regresivo e irracional. No creo
que éste sea el caso. No sólo es posible, sino necesario, el desa-
rrollo de un liberalismo con el coraje y la capacidad de com-
prometerse con un mundo diferenciado, uno en el que sus
principios ni están bien comprendidos ni son ampliamente
mantenidos, en el que en efecto se trata, en la mayoría de los
lugares, de un credo minoritario, ajeno y sospechoso.
En los últimos años, el liberalismo tanto del tipo económi-
co utopista del mercado, como el político de la sociedad civil,
ha pasado de ser una fortaleza ideológica para la mitad del
mundo a convertirse en una propuesta moral para todos, hasta
el punto de que se ha convertido él mismo, paradójicamente, en
un fenómeno culturalmente específico, nacido y perfeccionado
en Occidente. El mismo universalismo con el que está compro-
metido y al que promueve, su propósito cosmopolita, le ha
conducido a un conflicto abierto con otros universalismos de
propósito similar, más especialmente con el promovido por un
islam reaparecido y con otro amplio número de visiones alter-
nativas sobre lo bueno, lo justo y lo indubitable, la de Japón, la
India, África o Singapur, para quienes se trata tan sólo de un
intento más de imponer valores occidentales al resto del mun-
do, la continuación del colonialismo por otros medios.
Este hecho, que los principios que animan al liberalismo no
son tan patentes para los otros, incluso para aquellos que son
serios y razonables, como lo son para los propios liberales, es
algo en la actualidad evidente se mire donde se mire. En la re-
sistencia a un código universal de derechos humanos por su
inaplicabilidad a países pobres volcados en el desarrollo y, en
verdad, a un recurso ideado maliciosamente por los que ya son
ricos para impedir dicho desarrollo; en el moralismo paterna-
lista de un Lee Kuan Yew que vapulea a absentistas, periodis-
tas y engreídos hombres de negocios por su deficiente confu-
cianismo o en un Suharto que se opone al libre sindicalismo, a
la prensa y a las elecciones libres en tanto contrario al espíritu
comunitario asiático; y en el amplio espectro de discursos que
alaban el ritual, la jerarquía, la totalidad y la sabiduría tribal, es
claro que Locke, Montesquieu, Jefferson y Mili son voces par-
ticulares de una historia particular, que no persuaden por igual
a todos aquellos que la oyen o a sus adalides actuales.
Aquellos que, por tanto, promoverían la causa que de mo-
dos diferentes defienden aquellos nombres junto a otros mu-
cho más contemporáneos —Dewey, Camus, Berlín, Kuron,
Taylor— (pues el «liberalismo» tampoco es algo compacto u
homogéneo y, por supuesto, es algo inacabado) necesitan reco-
nocer sus orígenes y su carácter culturalmente específicos. Ne-
cesitan... necesitamos... más especialmente reconocer que al in-
tentar hacerlo avanzar y extenderlo por el mundo nos veremos
enfrentados no sólo a la ceguera y la irracionalidad, las pasio-
nes de la ignorancia (aquellas que ya conocemos bien en nues-
tro propio hogar), sino también a concepciones rivales de có-
mo deben ordenarse los asuntos y relacionarse las personas las
unas con las otras, de cómo deben juzgarse las acciones y ser
gobernada la sociedad, que tienen un peso y un momento, un
fundamento, propios, que tienen algo que decir. No es una
cuestión de relativismo, como suelen formularlo aquellos que
desean aislar sus creencias contra la fuerza de la diferencia. Se
trata de comprender que hablar con los otros implica escu-
charlos y que al escucharlos es improbable que lo que uno ten-
ga que decir, no al final de este siglo ni en el inicio del siguien-
te, permanezca inconmovible.
El argumento que lancé al inicio del presente ensayo, esto
es, que la teoría política no es, o cuanto menos, no debería ser
una reflexión intensamente generalizada sobre asuntos intensa-
mente generalizados, un imaginario de arquitecturas en las que
nadie podría vivir, sino que debería ser, más bien, un compro-
miso intelectual, móvil, exacto y realista con los problemas de
hoy más clamorosos, se aplica con una fuerza particular al libe-
ralismo, dado que a veces ha mostrado una cierta indiferencia
a cómo efectivamente son las cosas, cierta confusión del deseo
y la realidad. Tiene que ser reconcebido, esto es, sus partidarios
deben reconcebirlo no como un punto de vista desde ninguna
parte sino desde un espacio particular de (cierto tipo de) expe-
riencia política occidental, un enunciado (o, de nuevo, dado
que no goza de mayor unidad de la que la experiencia ha goza-
do, un conjunto de enunciados en razonable consonancia) so-
bre lo que nosotros, en calidad de herederos de aquella expe-
riencia, pensamos que hemos aprendido sobre cómo la gente
con diferencias puede vivir entre sí con cierto grado de respe-
to. Enfrentados con los herederos de otras experiencias que
han obtenido lecciones diferentes con propósitos diferentes,
apenas podemos evitar dar empuje a las nuestras con la con-
fianza que aún tengamos depositada en ellas y someterla a los
riesgos de chocar contra las otras y de resultar de alguna ma-
nera al menos, tal vez mucho más que de cualquier manera, za-
randeados y necesitados de ajuste.
La posibilidad de una nueva síntesis —no es que ya hubie-
ra realmente una antigua— me parece bastante remota. Los
desacuerdos y las disyunciones permanecerán, aunque no sean
exactamente los mismos. Ni tampoco parece muy posible el
simple triunfo de lo que un concienzudo inglés, desengañado e
intransigentemente liberal, E. M. Forster, quien tampoco con-
taba con ello, llamó amor y la república amada. Estaríamos
condenados, al menos en un futuro inmediato, y tal vez por al-
gún tiempo más, a vivir en el mejor de los casos en lo que algu-
no, pensando quizá en las treguas en Yugoslavia, los alto el fue-
go en Irlanda, las operaciones de salvación en África y las
negociaciones en Oriente Medio, ha llamado una paz de baja
intensidad, no el tipo de ambiente en el que normalmente ha
florecido el liberalismo. Pero es el tipo de ambiente en el que
éste ha de operar si quiere pervivir, ser efectivo y mantener el
que me parece su compromiso más profundo y crucial: la obli-
gación moral de la esperanza.
ÍNDICE ANALÍTICO Y DE NOMBRES

Acción colectiva, 232,263 Antropología cognitiva, 106


— teoría cultural de la emoción, 201 Antropología cultural, 45, 49-50
Aislamiento de la investiga ción, pér- — como física social, 50-51, 117
dida de, 47-48 — divisiones en, 53-54
Aldea global, 250, 254 — en un mundo desmembrado, 252-
Allport, Gordon, 28 254
American Council of Learned Socie- — lecciones aprendidas por el au-
ties, 31 tor, 36-37
American Psychological Associa- — metodología, 48,71
tion, 171 — movimiento centrífugo en, 46,
Análisis de la causa favorita, y reli- 84
gion, 152 — papel del trabajo de campo en,
Anderson, B., 234n9 80-81
Antioch College, 23-26 — pérdida del aislamiento investi-
Antirreduccionismo, 183 gador en,47-48
Antropología: — problema de la desaparición del
— comparación en, 255 objeto, 46-47
— crisis permanente de identidad — problemas morales de, 51-53
de, 44-46 — problemática de, 32-37
— e historia, 82-88, 94-95, 100-102 Véase también Trabajo de campo
— herramientas de, 34-35 Antropología física, 45-46,54
— ideología de los «Cuatro Cam- Antropología interpretativa, 39
pos», 45 Antropología psicológica, 188
— perdida unidad del campo, 40 Antropología simbólica, 39
— unidad y diversidad em, 54 Antropología social, véase Antropo-
— y la cuestión de la cultura y la logía cultural
mente, 192, 197-202 Antropólogo, como escritor, 92-94.
— y psicología cultural, 178-179, Véanse también Construcción
184-190 simbólica del Estado; Trabajo de
Véase también Ciencias sociales campo
Apter, David, 29 Capitalismo sin fronteras, 250, 254
Argumento de «males de la moder- Cavell, Stanley, 160
nización», 158-159 Center for Advanced Study in the
Argumento de «todo lo demás no ha Behavioral Sciences, 29
funcionado», 158 Cerebro:
Arnold, Matthew, 202 — encarnado, 205
Arqueología, 45-46,54 — estudio de, 193-194
Astington, Janet, 231 Véase también Neurología
Ausencia de paradigma, amenaza de, Chodorow, Nancy, 201-202
49-50 Chomsky, Noam, 196
Auster, Paul, 67 Churchland, Patricia, 196
Ciencia, estudio sobre, 127-130,140-
Bacon, Francis, 207 141
Bagehot, Walter, 95 Ciencia cognitiva, 46, 124-126, 184,
Bali, trabajo de campo del autor en, 191
29-30, 38 Ciencias humanas, véase Ciencias so-
Beckett, Samuel, 41 ciales
Beüow, Saúl, 179 Ciencias naturales:
Benedict, Ruth, 33 — comolo-otro, 116-118
Berlín, Isaiah, 264 — continuo desarrollo de, 118-122,
Biologicismo, 184 132
Black, Conrad, 237,240 — distanciamiento cultural de, 120-
Boas, Franz, 33 122
Bourdieu, Pierre, 49 — historia de, 116-120
Braudel, Fernand, 84 — punto de vista de Taylor, 114-117,
Brenner, Suzanne, 161-167 132-133
Briggs,Jean, 197 — y sociología del conocimiento,
Bruner, Jerome, 202 137, 140-141
— y la psicología cultural, 175-184 Ciencias naturales, y ciencias socia-
— y la Revolución Cognitiva, 172- les:
175 — formulación de la gran división,
Burckhardt, Jakob, 95 123-128
— y La estructura de Kuhn, 135-
Cadencia, importancia en la carrera 143
académica, 22-31 Ciencias sociales, 108-111
Callón, Michel, 131n22 — atrincheramiento cultural, 122
Cambio: — cientificismo en, 106-107
— científico, 135-143 — interpretación en, 113-114, 127-
— histórico mundial, 211-218 130
— religioso, dimensión comunal — y naturalismo, 113-118, 132-133
de, 159-170 Ciencias sociales, y ciencias natura-
Canadá como «país» y como «na- les:
ción», 236-240,248 — gran división, formulación de,
Cannadine, David, 100 123-127
— y La estructura de Kuhn, 135- — en la antropología y en la psico-
143 logía, 185-190
Cientificismo, 49-51, 106-107. Véase — y consenso, 249-254, 259-261
también Naturalismo — y culturas, 252-254
Cingaleses, 242-243 — y desarrollo temprano, 177
Circunstancialidad y conocimiento — y mente, 191-196
local, 108-109 — y naturaleza, 252
Citas, uso de, 69 — y país, 224-228
Civilización, 216,219 Culturas, identificación de, 250-251
Clark, Andy, 187, 192-193
Clastres, Pierre, 67-76, 79-82 Damasio, Antonio, 205-207
Clendinnen, Inga, 89-92 D'Andrade, Roy, 202
Cliffordjames, 68-71, 76-78, 81 Davis, Natalie, 99
Coase, Ronald, 29 Dening, Greg, 89, 92-94
Cobb, Richard, 84 Dennett, Daniel, 196
Cognitivismo, 184 Desarrollo humano temprano, 175-
Cohn, Bernard, 99 180, 203
Colé, Michael, 181nl4, 193 Desmembramiento, del mundo bi-
Colonialismo, 51. Véase también Re- polar, 211-219, 234
volución anticolonial Diferencias culturales:
Comparación: — comprensión de, 60-67
— como característica de la antro- — diferencias de, 158-159, 185-
pología, 256 186, 189
— y conocimiento local, 108 Dilthey, Wilhelm, 116
Conant, James Bryant, 143 Diversidad cultural:
Conflicto religioso, 148-149 — en una sociedad, 158-159
«Conocimiento local», obiter dicta — «profunda», 218-219, 237-238
sobre, 103-111 Véase también Etnocentrismo
Consenso, y cultura, 249-254, 256- Diversidad, en el estudio de la men-
261 te, 185-190
Construcción del Estado y conflicto Dominación simbólica, 97
comunal, 153-154 Douglas, Mary, 49, 84, 192
Construcción nacional, 226-227, DuBois, Cora, 29
234 Dumont, Louis, 49
Construcción simbólica del Estado, Dworkin, Ronald, 212,262
95-100
Contacto maya-hispánico, estudio Edelman, Gerald, 124-126, 196
de Clendinnen de, 90-91 Educación:
Contextualismo, 183 — del autor, 22-28
Contracultura, y Antioch College, — y la psicología cultural de Bru-
24 ner, 174-185
Cook, capitán James, debate sobre Educación superior, boom de la pos-
la muerte de, 55-66 guerra de, 22
Cultura, 32-37 Eggan, Fred, 29
Einstein, Albert, 143 Frost, Robert, 42
«El hábito del trabajo de campo», el
punto de vista de Clifford sobre,
Gadjah Mada (Indonesia), 29
76
Geertz, Clifford, 48, 197,200
El «Otro», representación de, 51-53,
Geertz, Hildred, 26-29
85-86
Geiger, George, 26-27
El pasado como otro país, 85
Gellner, Ernest, 49
Eliade, Mircea, 96
Generalizaciones, 103 -107
Emoción:
Genovese, Eugene, 98
— neurología y, 205-207
Getty, J . Paul, 240
— punto de vista semiotico de, 197
G. I. Bill, 22
— sentimiento de, 204
Gilbert, Felix, 98
— teoría culturalista de, 197-202
Ginzburg, Carlo, 99
— vocabulario de, 198-199
Glenny, Misha, 247-248
Estado, 230
Globalización economica, 158
— papel de las formas simbólicas en,
Godei, Kurt, 143
95-100
Goffman, Erving, 155
Estado-nación, fórmula de, 234
Goodman, Nelson, 203
Estructuralismo, 66
Goody Jack, 49
— y Clastres, 66, 74
Gorer, Geoffrey, 33
— y Sahlins, 62
Grebo, Zdravko, 247
Etnicidad, 220
Greenberg, Joseph, 29
Etnocentrismo:
Grupo de Melbourne, 88-95
— y Obeyesekere, 64-65
Guayakís, 67-68,71-76
— y Sahlins, 57, 64-65
Evans-Pritchard, Edward, 96
Excepcionalismo europeo, 235nl0, Hacking, Ian, 138
255,262 Handy, E. S. C , 94
Experiencia y religión, 148-149,159- Hanson, Norwood Russell, 138
160, 165-167 Harris, Marvin, 49
Experimentos de la percepción «New Hartley, L. P., 85
Look» de Bruner, 173 Harvard, Center for Cognitive Stu-
dies, 173
Feldman, Carol, 202 — Departamento de Relaciones So-
Feyerabend, Paul, 138 ciales, 26-29
Feynman, Richard, 127 Hawaianos, y la muerte de Cook, 55-
Filosofía, 11-15 66
Fogel, Robert, 42 Hesse, Mary, 138
Forster, E. M., 267 Heterogeneidad cultural y revolu-
Fortes, Meyer, 29 ción anticolonial, 256-262
Foucault, Michel, 84, 138 Historia y antropología, 82-89, 94-
Frawley, William, 187,202 95, 101-102
Frazer, sir James, 96 Homans, George, 28
Freud, Sigmund, 196 Huntington, Samuel, 216
Identidad: Latour, Bruno, 129
— colectiva, 220-224 Leach, Edmund, 49
— religiosa, 155-159 Lévi-Strauss, Claude, 49, 74, 84,
Individualidad, y teoría cultural de 192
la emoción, 200 Levy, Robert, 197
Individualismo radical de James, 146- Lévy-Bruhl, Lucien, 192
147, 168 Leyes, 103,106-107
Indonesia: Liberalismo y política de concilia-
— religión en, 161-162 ción cultural, 263-267
— y heterogeneidad cultural, 258- Límites y conocimiento local, 107
259 Lingüística antropológica, 44-45,53
Véanse también Bali, Java, Su- Linton, Ralph, 33, 94
matra Lutz, Catherine, 197
Indonesianista, el autor como, 29
Inkeles, Alex, 28 Malaise:
Instrumentalismo, 183 — en la vida académica, 30-31
Interpretatión, en las ciencias socia- — entre antropólogos, 51-52
les, 113-114,128-130 Malinowski, Bronislaw, 33, 192
Intersubjetividad, 182 Malraux, André, 74
Intuicionismo, Nueva Inglaterra, Mannheim, Karl, 136
169 Markus, Gyorgy, 119-122
Isaac, Rhys, 89-90 Marquesanos, estudio de Dening de,
Islam, 153-154 92-95
— en Java, 161-168 Marruecos, 168
— trabajo de campo del autor en,
Jakobson, Román, 29 30, 38
James, William, 145-149, 160, 168- Matrices disciplinares, concepto de
169, 205 Kuhn, 195-196
Jarrell, Randall, 53 Matriz de Gage, 206-207
Java: Mead, Margaret, 33
— trabajo de campo de Brenner en, «Mentalidad primitiva», 192
161-168 Mente y cultura, 191-197
— trabajo de campo del autor en, Merton, Robert, 129, 137
29, 34-37 Metáforas con partes del cuerpo,
]ilbab mujeres javanesas y, 161-168
} 204
Miller, George, 29,173
Kantorowicz, Ernst, 95 MIT, Center for International Stu-
Kluckhohn, Clyde, 26-28, 33 dies, 28
Kroeber, Alfred, 33 Moore, Barrington, 28
Kuhn, Thomas, 29,118,195-196 Mosteller, Frederick, 28
— legado de, 135-143 Movilidad social, 157
Mujeres javanesas, 161-167
Lakatos, Imre, 138 Mundo, construcción de, 200-203
Lakoff, George, 202 Murray, Henry, 28
Nación, 230 Políticas de conciliación cultural,
— y país, 228-249 248-249, 263
Nacionalismo, 219-222, 235, 245, — liberalismo y, 264-267
255-262 Políticas de poder, refiguración reli-
Namier, Lewis, 39 giosa de, 156-159
Narrativa: Positivismo, 116
— interpretativa, en los estudios Posmodernismo, y teoría política,
científicos, 128-131 216
— y desarrollo temprano, 179-181 Pratt, Mary Louise, 78-79
Naturaleza y cultura, 251 Premack, David, 202
Naturalismo: Primitivos, 47, 192
— reductivo, 123 Princeton:
— y Taylor, 113-117, 132-133 — Davis Center for Historical Stu-
Neoimperialismo, Sahlins y, 58 dies, 97
Neurología, y la cuestión de la cultu- — Institute for Advanced Study, 29
ra y la mente, 205-206 Privación cultural, hipótesis de, 176-
Niños, véase Desarrollo humano tem- 177
prano Programa Head Start, 175-177
Nozick, Robert, 262,264 Proyecto Modjokuto, 35-38
Psicoanálisis, y teoría cultural de la
Obeyesekere, Gananath, 55-56 emoción, 201-202
— como nativo, 64 Psicología, 171-172
Obeyesekere-Sahlins, debate entre, — evolutiva/comparativa, 202-203
55-60 — futuro de, 182-184
— cuestión clave, 60-66 Psicología cultural, 180-186, 196
— punto de vista del autor, 65 — y antropología, 185-190
Objetivismo, 125-131 — yBruner, 174-185
Otredad y el antropólogo, 52 — y el problema de la cultura y la
mente, 192-194
País, 229-230 Pueblo, uso del término, 230
— y cultura, 224-227 Pueblos y culturas, discurso de, 260
— y nación, 227-249 «Puntos de vista desde ninguna par-
Paradigmas científicos, 138-140,172 te», 107
Paraguay, trabajo de campo de Clas- Putnam, Hillary, 214
tres en, 67-68
Parsons, Talcott, 28 Québec, y Canadá, 240
Partes del cuerpo para representar Quine, W. V. O., 29
emociones, 204
Past and Present, grupo, 97-100 Racionalidad práctica, Obeyesekere
Patriotismo, 235 y, 62
Perspectivismo, 183 RawlsJohn,212,262
Pluralismo emergente, 212-213 Rebeldía como virtud sobreestima-
Pocock, John, 211 da, 40
Polanyi, Michael, 138 Redfield, Robert, 33
Reduccionismo, 183 Skinner, Quentin, 211
Reforma educativa, 177-180 Sociedad, 230
Relativismo, 141, 266 Sociedad hispánica y maya, estudio
Religión: de Clendinnen de, 90-91
— javanesa, 36 Sociología:
— resurgir contemporáneo de, 151- — de la ciencia, 129
159 — del conocimiento, 129, 136-137,
— subjetivismo de, 149-150 140-141
— y el análisis de la causa favorita, Sorokin, Pitrim, 28
152 Spiro, Melford, 29, 49
— y experiencia, 149-150, 159-160, Sri Lanka, como «país» y como «na-
164-167 ción», 236-237, 241-242, 248
— y James, 145-150, 168 Stone, Lawrence, 84
Retiro americano, 213 Stouffer, Samuel, 28
Revolución anticolonial, 226-227, Subjetividad y teoría cultural de la
233 emoción, 200
— y heterogeneidad cultural, 256- Subjetivismo de la religión, 149-150
261 Sumatra, trabajo de campo del autor
Revolución Cognitiva, 172-174 en, 29-30
Revolución iraní, 151
Rorty, Richard, 117, 123 Tamiles, en Sri Lanka, 243
Rosaldo, Michelle, 197, 201 Taylor, Charles, 113-117, 132-133,
Rosaldo, Renato, 107 196,212,218
Ruelle, David, 126 Teoría política, 211-212
— en un mundo desmembrado, 215-
Sack, Oliver, 205 218, 254,262-263
Sahlins, Marshall, 49, 55-67, 196. — y el problema de las identidades
Véase también Obeyesekere- colectivas, 220-222
Sahlins Thomas, Keith, 84
Sandel, Michael,212 Thompson, E. R, 98
Sapir, Edward, 33 Toulmin, Stephen, 110
Schneider, David, 28 Trabajo de campo:
Schorske, Cari, 84 — como metodología distintiva, 48,
Sentimiento, James y, 147, 168 71
Shils, Edward, 29 — futuro de, 71, 80-82
Shore, B„ 181nl4 — pérdida del aislamiento del in-
Shweder, Richard, 197, 204 vestigador, 47-48
Significado: — y concepto de cultura, 35-38
— cómo hacer, estudio de, 37-39 Tupí-guaraní, 73
— construcción de, 202-205 Turner, Víctor, 49
— entrada en, 174-180 Tylor, sir Edward, 192
— producción social de, 178-180
— y religión, 150-152 Unión Soviética, colapso de, 226
Sistemas de vocabulario, estudios, 198 Universales, 103-105
Universalismo, liberalismo y, 264 Vygotsky, Leo, 203
Universidad de California, Berkeley,
29 Walzer, Michael, 264
Universidad de Chicago, 30, 39 Weber, Max, 137,150
— Comparative Study of New Na- Whitehead, Alfred North, 189
tions, comité, 30 Wierzbicka, Anna, 198-199
Wilbur, Richard, 208
Vestido de mujer, 161-167 Wilentz, Sean, 98
Veyne, Paul, 83-84 Wilson, E. O., 196
Violencia: Wittgenstein, Ludwig, 14-16
— en Indonesia, 261 Wolf, Eric, 49, 84
— religiosa, 154-160
Virginia, colonial, estudio de Isaac Yugoslavia, antigua, 153-154, 244-
de, 89-90 247
Vocabulario, para la discusión de — como «pais» y como «nacion»,
países, 229 236-237, 244-247
Vogt, Eron, 28
Von Hayek, Friedrich, 264 Zonas de contacto, el concepto de
Von Steinem, Karl, 94 Pratt de, 78-79
Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos
Clifford Geertz

Clifford Geertz, uno de los antropólogos más influyentes d€


nuestro tiempo, discute en este libro algunos de los más
acuciantes problemas a los que se enfrentan los intelectual
hoy en día. En esta colección de ensayos, tan personales ce
reveladores, explora la naturaleza de su trabajo antropológi
y se constituye en portavoz de su generación, la que salió Í
escena después de la Segunda Guerra Mundial. Sus reflexior
escritas en un estilo a la vez*ameno e informal, transmiten
lector temas que van desde el relativismo moral hasta la relación
entre las diferencias culturales y psicológicas, desde la cultura
de la diversidad hasta el "conflicto étnico" en la política actual.

En este libro, Geertz discute con la obra de autores como Charles


Taylor, Thomas Kuhn, William James o Jerome Bruner en tanto
explora cuestiones relativas a la filosofía política, la psicología
y la religión, temas que le han intrigado desde siempre y que
ahora, a la luz del pensamiento posmoderno y del
multiculturalismo, adquieren especial relevancia para él. El texto
ofrece debates penetrantes sobre conceptos tales como la
nación, la identidad, el país o el yo, a la vez que nos recuerda
que sus significados no están categóricamente fijados, sino que
se desarrollan y cambian a través del tiempo y del espacio.

Clifford Geertz publicó en 1973 su obra más famosa, La


interpretación de las culturas, que ha influido enormemente en
toda una generación no sólo de antropólogos, sino también de
intelectuales en general. Desde entonces ha publicado libros
como El antropólogo como autor, Observando el Islam,
Conocimiento local, Tras los hechos, Negara y Los usos de la
diversidad, todos ellos editados por Paidós.

ISBN 8 4 - 4 9 3 - 1 1 7 4 - 8
3 115 3

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