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Reflexiones antropológicas
sobre temas filosóficos
PAIDÓS
Barcelona • Buenos Aires • México
Los capítulos del presente volumen se han extraído de Available Light, publicado en inglés,
en 2000, por Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey
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sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial d e esta obra por cualquier medio
o procedimiento, comprendidos la reprografia y el tratamiento informático, y la distribución
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ISBN: 84-493-1174-8
Depósito legal: B. 31.070/2002
Prefacio 11
Agradecimientos 19
Princeton,
agosto de 1999
AGRADECIMIENTOS
OBERTURA
CAMBIANDO DE TEMA
A LA E S P E R A
EL ESTADO D E LA CUESTIÓN
ZIGZAG
4. Ninguno de los dos autores tiene mucho que decir al respecto, aunque Obe-
yesekere promete una biografía psicoanalítica de Cook, en la que ofrece la imagen que
Cook tenía de sí mismo como un Próspero «domesticando una tierra salvaje» cuando
en verdad era un Kurtz que «se convierte en el mismo salvaje que él desprecia» hasta
llegar a su «complejo sexual», donde tal vez se nos ofrezca más. Para un examen ex-
tenso del entorno cultural (el Cambridge de Wordsworth), del que surgió un explorador-
descubridor, un joven astrónomo asesinado de manera similar a como lo fue Cook, pero
en Oahu y treinta años después, véase Greg Dening, The Death ofWilliam Gooch: A
Títstory's Anthropology, Honolulú, University of Hawaii Press, 1995.
to a través de la nebulosa del moderno orden de vida (o, ahora
que los imperios euroamericanos y la división mundial «este-
oeste» se han debilitado o desaparecido, del orden posmoderno
de vida). Es más, los contemplamos desde nuestra posición par-
ticular dentro de ese orden. Hacemos de ellos lo que podemos,
desde lo que somos o hemos devenido. No hay nada fatal para
la verdad o la honestidad en todo ello. Pero es inevitable y ab-
surdo pretender algo distinto.
En su favor podemos decir que ni Sahlins ni Obeyesekere
pretenden otra cosa. Sus posiciones personales y sus agendas
profesionales son sinceras y visibles. Obeyesekere sostiene que,
como auténtico «nativo» (o ¿«posnativo»?) que es y como tes-
tigo directo de los dolorosos esfuerzos actuales de una ex colo-
nia atormentada con una violencia inducida, está inmunizado
frente a las autodecepciones occidentales y bien situado para
mirar el Pacífico del siglo XVIII, blanco y de color, tal como
realmente fue. Dedica su libro a un taxista de Sri Lanka asesi-
nado, que solía llevarle en coche por Colombo, en recuerdo de
«los miles de asesinados de todo el mundo [...] gente corriente
a cuyos familiares apenas se les dio la oportunidad de llorar su
muerte». Escribe que es «precisamente por [mis] dificultades
existenciales por lo que mi interés por Cook [y su "ira" hacia
Sahlins y su trabajo] creció y floreció».
En respuesta, Sahlins se pregunta, y con razón, en qué me-
dida él y Cook son «de algún modo responsables de la tragedia
que padeció el amigo de Obeyesekere» y hasta qué punto re-
sulta apropiado incluir una tragedia tal en una disputa acadé-
mica. Piensa que, aunque blanco y occidental como es, se halla
más libre de prejuicios etnocéntricos que aquél que, explicando
«antiguos conceptos hawaianos de Hombres Blancos mediante
creencias propias de Sri Lanka y apelando a su propia experien-
cia [...]se desliga paulatinamente de lo hawaiano y se aproxima
al folclore nativo de Occidente de lo divino versus lo humano, lo
espiritual versus lo material».
Las víctimas últimas [...] son las gentes hawaianas. El buen sen-
tido empírico de Occidente sustituye su propia manera de ver las co-
sas, la abandona con una historia ficticia y una etnografía pídgin. [...]
Los rituales tradicionales [...] se han desvanecido; se han borrado las
brechas sociales sobre las que gira la historia hawaiana. Los hawaia-
nos salen a escena como las víctimas inocentes de la ideología euro-
pea. Privados [...] de acción y cultura, su historia se reduce a la
ausencia de sentido: vivieron, sufrieron; y después murieron.
U N PASATIEMPO PROFUNDO
5. P. Clastres, Chronicle ofthe Guayaki Indians, Nueva York, Zone Books, 1998.
(Publicado originalmente como Chronique des indiens Guayaki, París, Plon, 1972) (trad.
cast.: Crónica de los indios guayaquis: lo que saben los aché cazadores nómadas del Para-
}
6. J. Clifford, Routes: Travel and Translation in the Late Twentieth Century, Cam-
bridge, Harvard University Press, 1997,
7. I t ó . , p á g s . 2 1 , 5 , 2 , 17.
ki, Mead, Rushdie, Gauguin, Amitav Ghosh, Michel de Certeau
y Adrienne Rich —la mayoría de ellas escogidas más para
crear una determinada atmósfera que por su relevancia—. Él
llama a todo esto collage: «Escrito bajo el signo de la ambiva-
lencia [...] in medias res [...] manifiestamente inacabado». 8
25. Para una visión general de esta escuela de pensamiento véase Clifford y Mar-
cus (comps.), Writing Culture: The Poetics andPolitics ofEthnography\ Berkeley, Uni-
versity of California Press, 1986. El emergente campo de «estudios culturales», que es
el que interesa a Clifford, nos proporciona un ejemplo más claro si cabe de este tipo de
etnografía no inmersiva, de ataque y retirada.
26. Clastres, Society Against the State: The Leader as Servant and the Human Uses
of Power among the Indians of the Americas, Nueva York, Urizen Books, 1977 (trad.
Qast.: La sociedad contra el estado, Barcelona, Luis Poicel, 1981).
da. Clastres, a pesar de su ortodoxia y su carácter directísimo,
27
HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA
29. Kantorowicz, E. H., The King's Two Bodies, Princeton, Princeton University
Press, 1957 (trad. cast.: Los dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval,
Madrid, Alianza, 1985); Thomson, E. P , The Making of the English Working Class,
Nueva York, Vintage, 1963 (trad. cast.: La formación de la clase obrera en Inglaterra, Bar-
celona, Crítica, 2 vols., 1989); Kuhn, T. S., The Structure of Scientific Revolutions, Chi-
cago, University of Chicago Press, 1962 (trad. cast.: La estructura de las revoluciones
científicas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2000); Eggan, E , The Social Organi-
zaron of the Westwern Pueblos, Chicago, University of Chicago Press, 1962; Polanyi,
K. y otros (comps.), Trade and Markets in the Early Empires, Glencoe 111, Free Press
(trad. cast.: Comercio y mercado en los imperios antiguos, Barcelona, Labor, 1976); Tur-
ner, V., The Forest ofSymbols, Ithaca, Cornell University Press, 1967 (trad. cast.: La sel-
va de los símbolos, Madrid, Siglo X X I , 1997).
mente coordinar sus esfuerzos respecto a un tema tradicional
para ambos. No son sino extractos de casos, parciales, arbitra-
rios y que sólo esquematizan lo que sucede hoy mismo cuando
se trata de estos dos tipos de estudio, uno que mira hacia atrás
y el otro que mira hacia los lados. Pero lo que sí hacen es reve-
lar algo de la promesa hecha, de las dificultades con las que to-
pan y de los logros ya alcanzados.
30. Isaac, R., The Transformation of Virginia, 1740-1790, Chapel Hill, University
of North Carolina Press, 1982; Clendinnen, I., Amhivalent Conquests: Maya and Spa-
niardin Yucatán 1517-1570, Cambridge, Cambridge University Press, 1987; Dening,
G., Islands and Beaches, Discourses on a Silent Land: Marquesas 1774-1880, Melbour-
ne, Melbourne University Press, 1980.
cial endógeno no exento de tensiones interiores o cambios de di-
rección, aunque esencialmente equilibrado. La segunda, titulada
«Movimientos y acontecimientos» rastrea la alteración de ese or-
den establecido debido a la aparición de elementos —más espe-
cialmente el cristianismo evangélico y, hacia 1776, el nacionalis-
mo americano— que sus jerarquías simples no podían contener.
Una imagen, por tanto, de un cosmos social —La Vida de las
Plantaciones y todo lo que ello comportaba (casas de campo,
carreras de caballos, día de gala, esclavitud patriarcal, bailes de
etiqueta y campo de reuniones)— viniéndose abajo a causa de las
fisuras provocadas en él por «predicadores [del norte] de sem-
blante adusto», Nuevas Luces y otros, que provocan al popula-
cho, y por los «republicanos facciosos [del sur]», Patrick
Henry y otros, que arengan a la élite: «[Los] grandes hombres
[erigieron] hermosos palacios de justicia e iglesias como em-
blemas de la autoridad que pretendían ejercer y de la divinidad
que legitimaba dicha autoridad. [...] Menos de medio siglo des-
pués de su aparente consolidación, el sistema se vino abajo». 31
35. Veáse Handy, E. S. C. The Native Culture in the Marquesas, Honolulu, Uni-
versity of Hawaii Press, 1923. La cita es de Dening, G., op. cit., pág. 279.
36. Dening, G., op. cit., pág. 329.
dinnen el más reciente) desde la antropología como el estado
de cosas en el que actúa la historia, pasando por la antropolo-
gía como la jungla en donde se atasca la historia, hasta llegar a
la antropología como la sepultura donde se entierra la historia.
Tomados en conjunto, estos tres trabajos sugieren que la
reunión de la historia y la antropología no consiste en fundir
dos campos académicos en un nuevo Esto-o-lo-Otro, sino en
redefinir el uno en función del otro recurriendo a sus relacio-
nes dentro de los límites de un estudio particular: la táctica tex-
tual. Apenas importa que, a la postre, clasificar las cosas en lo
que se mueve y lo que lo mueve, lo que victimiza y lo que es
victimizado o lo que sucedió y lo que podemos decir de lo que
sucedió no surta efecto alguno. Al fin y al cabo, nada se aplica
en la práctica y creer lo contrario engendra monstruos. Es en
esfuerzos como éstos, y en otros que emplean otros ritmos y
otras distinciones, donde se descubrirá, además de la polémica
y los gestos excesivos, lo que esta clase de obras tiene que ofre-
cer (y que no es, al menos yo lo sospecho así, una crítica de
ambos campos).
37. Axton, M., The Queens Two Bodies: Drama and the Elizabethan Succession,
Londres, Roy al Historical Society, 1977.
38. Heusch, L. de, The Drunken King, or, The Origin of the State, Bloomington,
Indiana University Press, 1988.
real, las tumbas reales y la sucesión real han merecido el tipo de
atención que solía prestarse a la terminología del parentesco, al
igual que el regicidio, la deposición o cualquiera que sea el tér-
mino técnico que se utilice para el incesto real. Una reciente re-
visión bibliográfica, bastante parcial, relaciona una lista con más
de cincuenta títulos aparecidos sólo en los últimos diez años,
desde «La reina madre en África» a «El rey extranjero, Dumé-
zil entre los fidjianos», y «dominación simbólica» se ha conver-
tido, aunque nadie esté completamente seguro de lo que signi-
fica, en un término estándar del arte y la invectiva.
Es en la interacción de ambas líneas de pensamiento donde
se han descubierto la una a la otra y se ha producido una ex-
plosión de interrogantes. La mayor parte de esta interacción se
compone de citas; los historiadores de la Italia renacentista citan
a etnógrafos del África central, etnógrafos del sudeste de Asia ci-
tan a historiadores de la Francia renacentista. Pero reciente-
mente se han producido conexiones algo más estrechas en for^
ma de recopilaciones de simposios que contienen las dos clases
de estudio y en las que se contraponen el uno c\ otro en inte-
rés de una visión de conjunto más general. En dos de los mejores
de estos estudios, Rites of Power: Symbols, Ritual and Politics sin-
ce the Middle Ages —que surgió del Davis Center for Historical
Studies en Princeton hace un par de años— y Rituals ofRoyalty,
Power and Ceremonial in Traditional Societies, surgido del gru-
po Past and Present de Gran Bretaña el año pasado, los pro-
blemas que se han suscitado con tales progresos son claros, pero
están sin resolver. 39
39. Wilentz, S. (comp.), Rites of Power: Symbols, Ritual and Politics since the
Middle Ages, Philadelphia, Universíty of Pennsylvania Press, 1985; Cannadine y S. Prin-
ce (comps.), Rituals ofRoyalty, Power and Ceremonial in Traditional Societies, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1987.
bólico por el cual el poder del Estado se forma y se presenta a
sí mismo, aparato al que solemos llamar su adorno, como si no
fuera más que algo accesorio y llamativo? Llevar a cabo esta
clase de trabajo supone abandonar la visión «humo y espejos
azules» de esta cuestión y las formas más simples de reduccio-
nismo —militar, económico, estructural, biológico— que la
acompañan. Los signos de poder y su sustancia no son fáciles de
separar. De nada sirve el Mago de Oz o Cuántos Ejércitos tiene
el Papa, ni los murmullos sobre engaños y mistificaciones. De to-
dos modos, subsiste la cuestión, e incluso se agudiza, de cuáles
son exactamente y cuan importantes son los efectos de esos ba-
ños reales y señoriales aseos, efigies majestuosas y marchas im-
periales (o, para el caso, cumbres televisadas o juicios por des-
titución en el Congreso). ¿Cómo se consiguen? ¿Cómo no?
¿Qué clase de fuerza tiene el espectáculo?
Sean Wilentz, en la introducción al volumen de Princeton,
enfoca el tema poniéndolo en relación con «las limitaciones
[...] de la interpretación simbólica [...] los límites del verstehen
en cualquier tarea académica»:
40. Wilentz, S., «Introduction», en Wilentz, S. (comp.), op. ca., pägs. 7-8.
41. Geertz, C , «Centres, Kings and Charisma: Reflections of the Symbolics of
Power», en ibid., päg. 30.
42. Elliot, J . H., «Power and Propaganda in the Spain of Philip IV», en ibid.,
päg. 147.
David Cannadine, quien presenta el volumen con un ensa-
yo que parece cambiar de dirección en cada párrafo, ve que el
problema surge de la combinación de un reconocimiento gene-
ral, por parte de antropólogos e historiadores, de que «toda no-
ción de poder como categoría precisa, separada y discreta [sic]
[es] inapropiada [...] la idea de que el esplendor y el espectá-
culo no son sino [...] escaparatismo [...] mal concebido», con la
ausencia en cada campo de una concepción más adecuada. Si
las nociones convencionales de poder parecen insatisfactorias,
¿qué ocurre si en su lugar puede colocarse algo mejor? Nece-
sitamos, dice, y la mayoría de sus colaboradores le siguen, for-
mular preguntas como: «¿Por qué exactamente impresionan
las ceremonias?»; «¿Qué son los ladrillos con los que se cons-
truyen [dichas ceremonias]?»; «¿Convierte el ceremonial los
sistemas de creencia sobre jerarquías celestiales en enuncia-
dos de hecho sobre las jerarquías terrenales [...] [o] convierte
el ceremonial enunciados de hecho sobre el poder terrenal en
enunciados sobre las creencias en el poder celestial?»; «¿Por
qué [...] algunas sociedades parecen necesitar más ceremonial
que otras?»; «¿Cómo aparece la pompa entre los alienados y
los desposeídos?»; «¿Cuál es la conexión entre el derroca-
miento de la realeza y el derrocamiento de los ritos?»; «¿Por
qué cierta pompa arraiga y "funciona" y otra languidece y
muere?». 43
43. Cannadine, D., «Introduction», en Cannadine y Prince (comps.), op. át., pág. 15.
obtendrán incluso respuesta hasta cierto punto, aunque haya
que reformularlas para hacerlas menos romas.
Desde luego, parece que se siguen formulando. Un libro re-
ciente (de un antropólogo, aunque hoy día podría ser igual-
mente de un historiador) sobre rituales, política y poder, Ritual,
Politics and Power, trata, entre otras cosas, de la visita de Ronald
Reagan a Bitburg, los ritos funerarios por Indira Gandhi, las
reuniones de líderes soviéticos y americanos sobre el control de
armas, los ritos caníbales del Estado azteca, la toma de posesión
de los presidentes americanos, un desfile del Ku Klux Klan en
la década de los cuarenta, las actividades de grupos terroris-
tas contemporáneos, las ceremonias «curativas» de los reyes
franceses y británicos del siglo X V I I y los desfiles del Primero de
Mayo en Moscú. Lo que parecía un pequeño problema parece
44
44. Kertzer, D. I., Rituals, Politics and Power, New Haven, Yale University Press,
1988.
pos en uno nuevo o a que uno de ellos se trague al otro. Si esto
es así, gran cantidad de la ansiedad presente en ambos campos,
relacionada con la disolución del carácter propiamente erudito
(al que se suele llamar no con mucha convicción «rigor») y con
la defensa a que da lugar está, cuanto menos, fuera de lugar. En
especial, la preocupación de la historia (que parece el ámbito
más amplio, quizá porque cuenta con más personajes) de que
traficar con los antropólogos conducirá a perder el alma e s p a -
da la enorme diferencia en la amplitud de los dos campos —por
no decir nada de su peso cultural—, ridicula. Cualquier con-
junción, en forma de mezcla de discursos o en forma de conver-
gencia de atenciones, acabará en estofado de elefante y conejo
(«cójase un elefante, un conejo...») en el que el elefante no ha
de temer que su sabor se pierda. Por lo que hace al conejo, es-
tá acostumbrado a esos arreglos.
Si han de prosperar estudios de tanta originalidad, fuerza y
fina subversión como los que he reseñado y un sinfín más que
no he mencionado, que proceden de uno y otro campo y que se
orientan a todas las partes del otro (entrar en una discusión co-
mo ésta sin mencionar los Annales, el estructuralismo, el mar-
xismo, The Life and Death ofthe Sénecas o a Philippe Aries es
en sí mismo una proeza), parece necesaria una sensibilidad más
fina hacia las circunstancias —prácticas, culturales, políticas,
institucionales— bajo las que tiene lugar. El encuentro, con-
flictivo o no, de una tradición erudita, vasta, venerable y cul-
turalmente central, en estrecha conexión con el esfuerzo de
Occidente por construir su yo colectivo, con otra mucho más
pequeña, mucho más joven y culturalmente más bien marginal,
estrechamente relacionada con el esfuerzo de Occidente por
extender su alcance, tiene una estructura propia. Al final, qui-
zás el progreso radique más en una comprensión más profun-
da del «y» del accouplement «historia y antropología». Cuidad
de las conjunciones y los nombres cuidarán de sí mismos.
«CONOCIMIENTO LOCAL» Y SUS LÍMITES:
ALGUNOS OBITER DICTA
EL EXTRAÑO EXTRAÑAMIENTO:
CHARLES TAYLOR Y LAS CIENCIAS NATURALES
2. Taylor, Philosophical Papers, op. cü. vol. 1, pág. 1; vol. 2, pág. 21; vol. 1, pág.
y
7. Ibid., vol. 1, pág. 45; vol. 2, pág. 15. Como Taylor reconoce, la genealogía de
esta noción es a la vez profunda y amplia en el pensamiento occidental y en su versión
moderna se retrotrae a menudo tanto a Vico como a Dilthey; su muestra definitoria,
tanto a Weber como a Gadamer. Para un sutil y detallado trazado del contraste tal co-
mo ha surgido desde el mundo antiguo en adelante bajo la distinción griega original de
nomos y physis (parece que esto también lo inventaron), a veces como una diferencia,
otras como una dicotomía, en ocasiones como una mera confusión, véase el importan-
te estudio de D. Kelley, The Human Measure, Social Thought in the Western Legal Tra-
dition, Cambridge, Harvard Universitry Press, 1990.
particulares y que la idea de una «física social» parece una cu-
riosa fantasía de tiempos pasados. ¿Están las ciencias humanas
o las ciencias naturales bien atendidas con una idea como ésa?
¿Se inhibe o previene con este tipo de cirugía de las comisu-
ras la conversación que recorre el corpus callosum de nuestra cul-
tura? ¿Es dicha cirugía, en perjuicio para ambas, reductible a un
razonamiento lobotomizado? ¿Le interesa a alguien una eterna
guerra civil metodológica que enfrenta a los hermeneutas con
los naturalistas?
Las preguntas son, en efecto, retóricas, por no decir ten-
denciosas. La homogeneización de la ciencia natural, en el tiem-
po y a través de los ámbitos, como un otro perenne, como «un
ideal opuesto» permanentemente enfrentado a otras formas de
pensamiento, dicho a lo Rorty, «como un método especial [y]
una relación especial con la realidad», es extremadamente difí-
cil de defender cuando uno mira su historia o su variedad in-
terna con cualquier grado de circunstancialidad. Se corre un 8
ficas, de las que Kuhn aporta las más famosas, que subrayan las
rupturas, los merodeos y las discontinuidades en el avance de
aquellas ciencias, sino que también desatiende las complicacio-
nes que se han suscitado en torno a la idea de «conciencia dis-
tanciada» por las teorizaciones cuánticas: Heisenberg, Copen-
hagen y el gato de Schrodinger. Aún más importante, deja de
10
University Press, 1977 (trad. cast.: La estructura de las revoluciones científicas, Madrid,
Fondo de Cultura Económica, 2000). Para una discusión accesible, véase H. Pagels,
The Cosmic Code: Quantum Physics as the Language ofNature, Nueva York, Bantam,
lado un hecho que Gyorgy Markus ha señalado al hablar de
«una segunda revolución científica» ocurrida durante la mitad
del siglo X I X : los rasgos característicos de las ciencias naturales,
que a Taylor le parecen tan destructivos cuando se importan
desde la psicología y la política, no son una proyección directa
en nuestros tiempos de ideas del Renacimiento y la Ilustración
sino su transformación mucho más reciente y radical. La cien-
cia natural en la forma de género cultural que nosotros conoce-
mos [...] es el producto de un desarrollo del siglo X I X en el que
[su] estructura cognitiva, su organización institucional, las for-
mas culturales de objetividad y [...] la función social y global
han cambiado a la vez». El mundo antes de Maxwell no es, de
11
1983 (trad. cast.: El código del universo: un lenguaje de la naturaleza, Madrid, Pirámi-
de, 1989). La ausencia en el estudio más importante de Taylor sobre «la construcción
de la identidad moderna», Fuentes del yo, de cualquier desarrollo de la teoría física es
cuando menos curiosa, dado que retrotrae la «conciencia moderna» a la concepción
del mundo mecanicista. Como el dios del deísta, la «Ciencia» —Descartes y Bacon,
Newton y Boyle— se unió a una empresa ya en marcha, pero no parece que haya teni-
do desde entonces mucha influencia en ella.
11. G. Markus, «Why Is There No Hermeneutics of Natural Sciences? Some
Preliminary Theses», Sciences in Context, vol. 1, 1987, págs. 5-51, citas en las págs. 42
y 43 (la cursiva es del original).
científica; los problemas epistemológicos y ontológicos que
asedian a la física misma («no preguntes cómo puede ser así, no
puede ser así»); la creciente dificultad de la gran —esto es, «cos-
tosa»— ciencia a la hora de aislarse del escrutinio público, así
como la progresiva vaguedad de argumentos prácticos indirectos
que pretenden financiar una gran parte de ella; el regreso de la
cosmología como un asunto de interés cultural general, el surgi-
miento de la matemática experimental, el crecimiento de «cien-
cias de la complejidad» mediadas computacionalmente (entro-
pía negativa y fractales), todas estas cuestiones y otras sugieren
que el retroceso de las ciencias naturales, en los aproximada-
mente ciento veinte últimos años, en su conexión con cualquier
otro discurso que no sea el suyo propio, no es la condición per-
manente de las cosas. 12
12. La cita «no preguntes» ha sido atribuida a Richard Feynman, pero no tengo
la referencia exacta. Para una discusión de algunas de las cuestiones mencionadas, véa-
se, de nuevo, H. Pagels, op. cit.\ véase también The Dreams ofReason: The Computer
and the Rise of the Sciences of Complexity, Nueva York, Simón and Schuster, 1988
(trad. cast.: Los sueños de la razón: El ordenador y los nuevos horizontes de las ciencias
de la complejidad, Barcelona, Gedisa, 1990), y Perfect Symetry: The Search for the Be-
ginning ofTime, Nueva York, Bantam, 1986 (trad. cast.: La búsqueda del principio del
tiempo, Barcelona, Antoni Bosch, 1988).
se hallaba comunicada con éxito a grupos de destinatarios social
y culturalmente divergentes. Incluso aquellas obras que entraña-
ban las mayores dificultades de comprensión, como los Principia
de Newton, no sólo fueron objeto en un tiempo breve de «popu-
larizaciones» ampliamente leídas, sino que además ejercieron una
profunda influencia sobre [...] otras formas de discurso [...] que
ya estaban culturalmente separadas: teológicas, propiamente filo-
sóficas e incluso literarias. Por su parte, estas discusiones que te-
nían lugar en aquellos géneros «diferentes» influyeron seriamen-
te a su vez sobre aquellas obras estrictamente científicas y se solía
considerar que incidían directamente en la cuestión de su verdad.
[...] Sólo con la profunda transformación de todo el marco orga-
nizativo de las actividades científico-naturales [...] se consolidó
durante el siglo XIX la especialización y la profesionalización de la
audiencia [...] simultáneamente con la profesionalización del pa-
pel mismo del científico-autor. Es en este proceso en el que la ré-
publique des savants del siglo XVIII, que aún mantenía en relajada
unión a científicos, filósofos, publicistas y amateurs cultivados, se
transformó en una multitud de comunidades separadas de investi-
gadores que comprendían a los especialistas profesionales de ca-
da área y que desde ese momento constituyeron la única audien-
cia para las objetivizaciones científicas relevantes.
Este proceso histórico en el que por primera vez se formó el
carácter monofuncional de las ciencias naturales contemporáneas
significó a su vez una progresiva restricción de su significado cultu-
ral. [...] Cuando el fin cultural del discurso científico natural so-
bre sí mismo es un hecho [...] se vuelve también inevitable el di-
vorcio entre la investigación científico natural, la cultura y la
instrucción en general. [...] [Se] presenta entonces como carente
de toda relevancia para orientar la conducta de los hombres en el
mundo en que viven o para comprender ese mismo mundo. Ten-
bruck lo formuló acertadamente: la visión de la naturaleza que
proporcionan las ciencias ha dejado de ser una visión del mundo. 13
13. G. Markus, op. di., págs. 26, 27, 28 y 29; referencias omitidas, reparafrasea-
das y cursivas en el original.
Tal vez esto sea un poco exagerado, incluso para el siglo XIX,
cuando las transacciones de la «visión del mundo» entre las cien-
cias definidas técnicamente y el movimiento general de «la cul-
tura y la instrucción» no estaban del todo atenuadas, como testi-
monian la zozobra de un Tennyson —«los resonantes surcos del
cambio»— o la muerte calórica de las resonancias en el univer-
so de un Kelvin. Y, en cualquier caso, esta imagen de descone-
xión de nuevo es más apropiada para las ciencias físicas que para
las biológicas; el papel que Newton y el newtonianismo desem-
peñaron en el siglo X V I I I en el X I X lo llevaron a cabo Darwin y el
darwinismo. Pero el cambio general está suficientemente claro.
El mismo movimiento histórico que disolvió la «république des
savants» en una «multitud de comunidades separadas de inves-
tigadores» produjo al mismo tiempo el distanciamiento cultural
de las ciencias naturales, el atrincheramiento cultural de las cien-
cias humanas que Taylor opone a aquel distanciamiento y la
creciente extrañeza de las relaciones entre ellas.
Si esta extrañeza ha de suavizarse (suavizarse sólo, sin que
apenas desaparezca) y las ciencias naturales han de reingresar
en la conversación autorreflexiva de la humanidad, ello no
puede lograrse dando marcha atrás a la historia. Los días de la
république des savants, en la medida en que existieron, perte-
necen a un pasado irrecuperable. La inaccesibilidad del núcleo
técnico de la física de partículas, la neurofisiología, la mecáni-
ca estadística o las matemáticas de la turbulencia (y de cual-
quier cosa que surja después) para cualquiera más allá de las
comunidades de investigación profesionalmente ocupadas con
los temas que tratan es hoy por hoy un hecho de nuestra vida.
Se requiere un enfoque diferente de toda la cuestión, aquel que
en vez de polarizar el mundo intelectual en una gran disyun-
ción siga el rastro a sus oscuras dependencias.
El inicio de un replanteamiento como ése supondría to-
marse en serio la imagen (y la realidad) de una reunión flexible
de comunidades de investigadores tanto en las ciencias huma-
nas como en las naturales orientadas diversamente, un tanto
autocontenidas y variablemente solapadas —la economía, la
embriología, la astronomía, la antropología—, y, por tanto, el
abandono de la concepción de Taylor y Dilthey de dos progra-
mas continentales, uno guiado por el ideal de una conciencia
distanciada que mira con seguridad cognitiva a un mundo ab-
soluto de hechos determinables, el otro impulsado por la aspi-
ración de un yo comprometido que lucha con incertidumbre con
signos y expresiones por obtener un sentido legible de la ac-
ción intencional. Al parecer lo que tenemos es algo más parecido
a un archipiélago, entre cuyas islas, grandes, pequeñas y me-
dianas las relaciones son complejas y ramificadas y los ordena-
mientos posibles casi inacabables. Cuestiones tales como (por
citar a Rorty de nuevo) «¿qué método es común a la paleonto-
logía y la física de partículas?» o «¿qué relación con la realidad
comparten la topología y la entomología?» son apenas más útiles
que estas otras, fruto de mi invención y no de la de Rorty): «¿Es-
tá la sociología más próxima a la física que a la crítica literaria?»
o «¿Es la ciencia política más hermenéutica que la microbiolo-
gía, la química más explicativa que la psicología?». Necesitamos
14
15. Edelman, G. M., BrightAir, Brilliant Fire: On the Matter of the Mind, Nueva
York, Basic Books, 1992, pag. 11.
do eleva sus protestas contra modelos de análisis estériles, ciegos
y desastrosos realizados desde espacios prestigiosos pero impro-
piados, sino también respecto de la psicología cognitiva que se
sirve de la analogía computacional —la inteligencia artificial— y
todo eso. Para ello, incluso emplea el mismo término abusivo:
16. Ibid., págs. 230,231 y 232; cursivas en el original. Para una muy similar aver-
sión de Taylor respecto de las «explicaciones según modelos maquinales de la activi-
Sin duda, se ven más fácilmente las inadecuaciones de una
mera formulación oposicionalista, del tipo «gran división», de
las relaciones entre las ciencias «humanas» y «naturales» en
trabajos, por lo general, relacionados, como en los de Edelman,
con el desarrollo y el funcionamiento de nuestro sistema ner-
vioso e incluso en trabajos de biología, que en aquellos traba-
jos, digamos, sobre transiciones de fase o sobre el momento an-
gular, donde el punto de vista del ojo de Dios es quizá menos
problemático y los reflejos representacionales están más al or-
den del día. Pero incluso si esto es así (algo al menos cuestio-
nable en sí mismo a medida que «cosas» como las funciones de
onda y la no-localidad encuentran su sitio en la teoría física), la
pérdida de detalle que produce un punto de vista de contrastes
tan netos oscurece otras maneras de cartografiar el territorio
del conocimiento, otros modos de atar o separar las islas disci-
plinarias de la investigación empírica. «Si no hablas ruso», ha
dicho el físico matemático David Ruelle, «todos los libros es-
critos en dicha lengua te parecen iguales.»
dad humana», véase su ensayo «Cognitive Psycology», en Philosophical Papers, op. át.,
vol. 1, págs. 187-212; sobre el «objetivismo», «Theories of Meaning», en Philosophical
Papers, op. cit., vol. 1, págs. 248-292. Para un ataque al «objetivismo» en neurología,
allí llamado «construcción de diagramas», véase I. Rosenfeld, The Strange, Familiar
and Forgotten: An Anatomy of Conciousness, Nueva York, Knopf, 1992.
madores secretos: todo apunta al hecho de que comprendemos
sólo una pequeña parte de lo que puede ser comprendido. 17
17. D. Ruelle, Chance and Chaos, Princeton, Princeton University Press, 1991,
pág. 122 (trad. cast.: Azar y caos, Madrid, Alianza, 2001). La noción de «adiestramiento
apropiado» necesaria para apreciar las diferencias que Ruelle desea que apreciemos, en
un libro dedicado depués de todo a un público que no lo tiene, suscita la cuestión, de
forma defensiva, más que contestarla. La traducción existe y el comentario también (Rue-
lle es un buen ejemplo): no sé ruso, lo cual lamento, pero Dostoievski no me parece lo
mismo que Tolstoi.
18. Citado en G. M. Edelman, op. cit., pág. vii. La útima línea sugiere que «jerar-
quía» puede no ser la mejor figura, tampoco, para retrazar tal cúmulo de conexiones.
Pero no es desde la perspectiva de la ciencia natural, de he-
cho no es ni siquiera principalmente desde esa perspectiva, des-
de donde llegan los retos a las imágenes fuertemente binarias de
«toda la interconexión estructural del asunto», sino desde la po-
sición hermenéutica intencionalista, centrada en el agente y en
el lenguaje que tanto Taylor como yo defendemos decidida-
mente en contra de un objetivismo en fuga. La investigación
histórica, social, cultural y psicológica de las ciencias como tal
—lo que se conoce sumariamente con el nombre de «estudios
sobre la ciencia» —no sólo ha crecido muy rápidamente en
los últimos veinte años aproximadamente, sino que ha vuelto a
trazar las líneas entre «la multitud de comunidades separadas
de investigadores» de un modo más variado, cambiante y par-
ticularizado. Considerar a la «ciencia» desde una perspectiva
interpretativa ha empezado a desplazar, o al menos a compli-
car, la imagen diltheyana que nos ha cautivado durante tanto
tiempo. 19
19. Para una breve panorámica, véase S. Woolgar, Science, the Very Idea, Chi-
chester, Ellis Horwood, 1988 (trad. cast.: Ciencia: abriendo la caja negra, Barcelona,
Anthropos, 1991); para una recopilación actualizada de los debates y puntos de vista
en este creativamente desorganizado y útil campo de batalla, véase A. Pickering (comp.),
Science as Practice and Culture, Chicago, University of Chicago Press, 1992; para un in-
tenso estudio, que mezcla la división humano-natural con algo de venganza, véase S.
Shapin y S. Schaffer, Leviathan and the Air Pump: Hobbes, Boy le, and the Experimen-
tal Life, Princeton, Princeton University Press, 1985.
verlos como algo externo a lo que sucede; tanto aparato libre
de significado. Estas meras «cosas» han de ser incorporadas en
la historia [story] que, después de esto, adopta una forma hete-
róclita: agentes humanos y no-humanos unidos en relatos in-
terpretativos.
La construcción de dichos relatos, que engloban los mun-
dos supuestamente insolubles de la cultura y la naturaleza, de
la acción humana y los procesos físicos, de la intencionalidad y
lo maquinal, se ha producido con lentitud, incluso en los estu-
dios sobre la ciencia, donde parecen más inevitables. («¿Dón-
de están los Mounier de las máquinas, los Lévinas de las bes-
tias, los Ricoeur de los hechos?», clama el portavoz quizá más
enérgico de tales reuniones, el antropólogo de la ciencia, Bru-
no Latour.) Los primeros tipos de estudios que se hicieron so-
20
20. B. Latour, Nous navons jamáis été modernes: Essai d'antropologie symétrique,
París, La Découverte, 1991, pág. 186 (trad. cast.: Nunca hemos sido modernos: ensayo
de antropología simétrica, Madrid, Debate, 1993). Ésta es la más general y más provo-
cativa toma de posición de Latour; para una discusión más detallada, véase su Science
in Action: How to Follow Scientist and Engineers through Society, Cambridge, Harvard
University Press, 1987 (trad. cast.: Ciencia en acción: cómo seguir a los científicos e in-
genieros a través de la sociedad, Barcelona, Labor, 1992); para una aplicación específi-
ca, The Pasteurization of Trance, Cambridge, Harvard University Press, 1988.
las disputas teoréticas y la réplica de los experimentos, pero en
términos no menos objetivistas, «echando mano de lo social»
(condensado usualmente en la expresión más bien vaga de «inte-
reses») «para explicar lo natural». Sólo recientemente ha empe-
zado a adquirir consistencia un cambio de rumbo interpretativo
que intenta ver la ciencia como la conciliadora interacción de
pensamiento y cosa. 21
'SO
22. Michel Callón y Bruno Latour, en A. Pickering (comp.), op. cit., pág. 348.
Continúan así: «Nuestro principio general es [...] no alternar entre realismo naturalis-
ta y realismo social sino conseguir la naturaleza y la sociedad como resultados gemelos
de otra actividad, una actividad que es más interesante para nosotros. La llamamos
construcción en red, o cosas colectivas, o quasi-objetos, o juicios de fuerza; y otros la
llaman destreza, formas de vida, práctica material».
política, el lenguaje, la yoidad y la mente. Con todo, aunque
Taylor no lo haya captado plenamente, también ha tenido efec-
tos no menos nocivos sobre la misma idea de ciencia, por to-
mar prestada una expresión de Woolgar que, a su vez, la toma
de Davidson. 23
23. Woolgar, op. cit. Véase Donald Davidson, «On the Very Idea of a Conceptual
Scheme», Proceedings and Addresses of the American Philosophical Association, n° 47,
1973-1974, págs. 5-20.
24. Taylor, PhilosophicalPapers, op. cit., vol. 1, pág. 197.
por mantener a las ciencias humanas radicalmente separadas
de dichos estudios es el de mantener dichos estudios radical-
mente separados de las ciencias humanas, merced de sus pro-
pios recursos.
Unos recursos que no son suficientes. Las consecuencias de
este extrañamiento artificial e innecesario son, a un tiempo, la
perpetuación en el interior de diversas ciencias naturales de an-
ticuadas autoconcepciones —historias globales que falsifican
su práctica efectiva, imitaciones «estériles», «inverosímiles» y
«a medio hacer» que aquellas concepciones anticuadas e histo-
rias falsas inducen en los científicos que estudian lo humano,
ignorantes de lo que, de hecho, la física, la química, la fisiología
y otras ciencias similares vienen a ser en tanto que acción signi-
ficativa— y, quizá lo peor de todo, la producción de diferentes
irracionalismos New Age —la física Zen, la cosmología Maha-
rishi, la parapsicología— supuestamente llamados a unificar to-
das las cosas y cada una en un nivel superior, más profundo o
extenso. 25
5. M . , pág. 492.
6. Ibid., pág. 477.
7. Ibid., pág. 476.
por el contrario, que la gran obra de James está en un sentido
no peyorativo, si es que existe algún sentido no peyorativo, an-
ticuada es algo más sustancial. Para nosotros la religión es algo
diferente de lo que era para James y no porque nosotros sepamos
más del tema que él (que no sabemos) o porque sus hallazgos
carezcan de interés o de importancia para nosotros (que sí los
tienen) o incluso porque la religión misma haya cambiado (ha
cambiado y no lo ha hecho). La vemos de manera diferente
porque la tierra se ha movido bajo nuestros pies; son otros los
límites que examinar, otros los destinos que prever. La pizca es-
tá aún ahí, punzante y molesta. Mas, por alguna razón, la senti-
mos de algún modo diferente. Menos privada, tal vez, o más di-
fícil de localizar, de señalar con precisión; no es ya un indicador
que aporte confianza o un signo revelador, ni tan siquiera un
dolor metafísico.
Lo que al parecer más nos distancia de James, lo que sepa-
ra nuestra espiritualidad de la suya, si es que se puede seguir
utilizando esa palabra por más tiempo para dar a entender al-
go salvo pretensiones morales, es la palabra que cautelosamen-
te he omitido de su rutilante lema y que me ha servido de título:
«personal»; «la pizca de destino personal». La «religión» y la
«religiosidad», en sus páginas y en su mundo —la Nueva Ingla-
terra trascendentalista al final de su singladura— es un asunto
radicalmente personal, un «estado de fe» (como él mismo lo de-
nomina) privado, subjetivo, enraizado en la propia experiencia
y plenamente resistente a las crecientes exigencias de lo públi-
co, lo social y lo cotidiano «en tanto últimas instancias que dictan
lo que podemos creer». Exigencias semejantes, surgidas en tiem-
8
8. I t ó . , p á g . 4 1 8 .
ter»— no parece ya una tarea tan razonable y natural. Hay mu-
cho a lo que quisiéramos llamar «religioso», a veces parece que
a casi todo lo que discurre fuera del yo.
Hoy en día, cuando se repite incesantemente la expresión
«lucha religiosa» en los medios de comunicación, en escritos
académicos, incluso en las arengas y homilías dominicales, no
se apunta con ello a luchas privadas con demonios internos.
Los reportajes desde las almenas del alma son ahora la especia-
lidad de los debates televisivos y de las autobiografías de rena-
cidas celebridades. Tampoco hace ya referencia al esfuerzo, tan
destacado en el pasado cambio de siglo cuando las iglesias apa-
recían agotadas y consumidas, por proteger la declinante auto-
ridad de las convicciones religiosas situándolas en un dominio
autónomo fuera del alcance de las seducciones divino-diabóli-
cas de la vida secular, el campo de actuación de Auden al que
los ejecutivos nunca querrían meter mano. En la actualidad,
«lucha religiosa» hace referencia principalmente a aconteci-
mientos que tienen lugar fuera de los hogares, actos plein air en
la plaza pública: encuentros en parques, audiencias en el tribu-
nal supremo. Yugoslavia, Argelia, India, Irlanda. Políticas de
inmigración, problemas de minorías, programas escolares, pre-
ceptos del sabbath, velos, debates sobre el aborto. Revueltas,
terrorismo, fatwas, la Verdad Suprema de Aum, Kach, Waco,
la Santería, el asalto al Templo Dorado. Monjes políticos en Sri
Lanka, renacidos agentes de bolsa en Estados Unidos, santos
guerreros en Afganistán. El premio Nobel anglicano, Desmond
Tutu, lucha por confrontar a los sudafricanos con su propio pa-
sado; el premio Nobel Carlos Ximenes Belo anima a Timor
Oriental a resistir su presente. El Dalai Lama frecuenta las
grandes fortunas del mundo con el fin de mantener en pie la
causa tibetana. Nada de todo esto es especialmente privado; tal
vez encubierto, o subrepticio, pero escasamente privado.
En tiempos de James, la religión, al parecer, sufrió paulati-
namente un proceso de subjetivización; se debilitó en su mis-
ma naturaleza como fuerza social para emerger como un asun-
to exclusivo de las afecciones del corazón. Los secularistas
celebraron este hecho considerándolo un signo de progreso,
modernidad y libertad de consciencia; los creyentes lo acataron
como el precio a pagar necesariamente en estas cuestiones (Ja-
mes se caracterizó por compaginar ambas posturas). Para am-
bos, la religión gravitaba hacia su lugar idóneo, alejado del jue-
go de los intereses temporales. Las cosas, sin embargo, no han
seguido el mismo rumbo. Los sucesos del siglo en el que James
impartió sus conferencias —dos guerras mundiales, genocidio,
descolonización, el disparo de la natalidad y la integración tec-
nológica del mundo— han contribuido menos a conducir a la
fe a la agitada interioridad del alma que a guiarla hacia las con-
mociones de la política, del estado y de esa compleja discusión
que llamamos cultura.
No parece ya adecuado recurrir a la «experiencia» con el
propósito de, mediante algún tipo de descripción, enmarcar
nuestra comprensión de las pasiones y acciones que considera-
mos religiosas, por muy enraizada que pueda estar dicha expe-
riencia en cualquier discurso sobre la fe que sea sensible a sus
exigencias regeneradoras (un punto que trataré al final, cuan-
do intente recuperar ajames de mi propia crítica). Se deberían
emplear términos más firmes, más determinados, más trans-
personales y abiertos, digamos, «significado», «identidad» o «po-
der», para captar las tonalidades de la devoción en nuestro tiem-
po. Cuando, mientras escribo esto, es posible que un católico
romano se convierta en el Primer ministro de la India si el ac-
tual gobierno hinduista cae, cuando el islam es de facto la se-
gunda religión en Francia, los literalistas bíblicos persiguen
socavar la legitimidad del presidente de Estados Unidos, mis-
tagogos budistas hacen volar por los aires a políticos budistas
en Colombo, cuando sacerdotes de la liberación incitan a los
campesinos maya a la revuelta social, un mullah egipcio dirige
una secta reformadora del mundo desde una cárcel americana
y cazadores de brujas en Sudáfrica imparten justicia en algunos
vecindarios, hablar de la religión en términos de (citando lo
que el propio James expone en cursiva en «Delimitación del te-
ma») «los sentimientos, los actos y las experiencias de hombres
particulares en su soledad, en la medida en que se ejercitan en
mantener una relación con lo que consideran la divinidad» signi-
ficaría pasar por alto mucho de lo que está ocurriendo hoy en
los corazones y las mentes de los piadosos. 9
10. S. Brenner, «Reconstructing Self and Society: Javanese Muslim Women and
"The Veil"», American Ethnologist, 1996, págs. 673-697. Como sugieren las comillas
de «velo», de lo que se trata no es del familiar velo del oriente medio {hijab), sino del
pañuelo de cabeza y larga túnica (Jilbab, «vestido de mujer»), asunto que Brenner acla-
ra en su nota a pie de página inicial. Como ésta es una cuestión con ciertas consecuen-
cias, por razones en las que no cabe entrar aquí, reemplazaré «velo» por jilbab cuando
cite a Brenner. Como yo mismo trabajé desde los primeros años de los cincuenta a los
últimos de los ochenta sobre Java y, más especialmente, sobre las prácticas religiosas
javanesas, puntos de vista y sentimientos, la obra de Brenner me parece a la vez una
continuación de la mía y un *»vr.iice sustanial sobre la misma. Véase, entre otras, Ge-
ertz, The Relio?'":; u/java, Glencoe, 111., The Free Press, 1960, y Geertz, Islam Obser-
ved. T\eUgious Development in Moroco and Indonesia, New Haven, Yale University
Press, 1968 (trad. cast.: Observando el Islam, Barcelona, Paidós, 1994). Para observa-
ciones más recientes, Geertz, After the Fact: Two Countries, Four Decades, One Antro-
pologist, Cambridge, Harvard University Press, 1995 (trad. cast.: Tras los hechos: dos
países, cuatro décadas y un antropólogo, Barcelona, Paidós, 1996). Véase S. Brenner,
The Domestication ofDesire: Women, Wealth, and Modernity in Java, Princeton, Prin-
ceton University Press, 1998.
de la peregrinación. Finalmente, o al menos en apariencia al fi-
nal (¿quién sabe lo que vendrá a continuación?), cuando llega-
ron los holandeses después del siglo X V I I , los misioneros católi-
cos y diversos tipos protestantes que siempre han proliferado en
los Países Bajos sometieron a Indonesia a la evangelización mi-
sionera. El resultado, en tiempos de la Independencia de 1950,
fue, de nuevo, especialmente en Java, donde vive un 7 0 % de la
población, la copresencia de todas estas fes a las que hay que
añadir la presencia dispersa de fes indígenas, distribuidas dife-
rencialmente a través de una compleja estructura social. Con un
8 0 % o 9 0 % nominalmente musulmana —o como dicen los ja-
vaneses irónicamente, musulmana estadísticamente— la isla era,
de hecho, un bosque de creencias.
Al final de los setenta y con una tendencia creciente en los
ochenta (la situación actual, como en gran parte de Indonesia,
no es en estos momentos del todo clara) empezó a emerger en-
tre algunas de las javanesas musulmanas más autoconscientes
una seriedad intensificada, un nuevo rigorismo —un «resurgir
islámico», como ha sido denominado— estimulado en cierta
medida por el así llamado regreso del islam a lo largo y ancho
del mundo, pero que en su mayor parte ha surgido como algo
propio, conducido internamente y orientado localmente. Ha
habido algunas expresiones de esta elevada seriedad: la proli-
feración de nuevas organizaciones devotas, la expansión de la
educación religiosa, la publicación de libros, diarios, revistas y
periódicos, la aparición de una clase de artistas, intelectuales
y, asociados a ellos, políticos que con frecuencia han sido edu-
cados en el extranjero y tienen una mentalidad islámica, la ree-
valuación y reinterpretación crítica de tradiciones locales desde
un punto de vista coránico, etc. Pero una de las más chocantes
y controvertidas de dichas expresiones ha sido la adopción por
parte de un número cada vez más amplio de jóvenes mujeres,
en especial de jóvenes educadas, de un estilo de vestir propio
de Oriente Medio: un vestido largo, holgado y monocromático,
que llega hasta los tobillos, diseñado para ocultar la figura del
cuerpo y un pañuelo largo, generalmente blanco, hecho para
ocultar el pelo y el cuello.
Este vestido (el arriba mencionado jilbab) fue usado tiem-
po atrás en algunas ocasiones especialmente por las mujeres
piadosas de mayor edad que vivían en el campo. Mas su adop-
ción por las jóvenes urbanas —en claro contraste con la blu-
sa ceñida y escotada, el sarong ajustado y el pelo cuidadosa-
mente recogido que la inmensa mayoría de mujeres javanesas
lleva según su tradición— suscitó oposición, recelo, perpleji-
dad e ira. Fue interpretado como lo que pretendía ser, una
declaración. A las mujeres se las tachó de «fanáticas» y «fun-
damentalistas», críticas que provenían de sus propias familias
y de los amigos más íntimos, algunos de los cuales intentaron
con la mayor tenacidad posible disuadirlas de aquel cambio
emprendido. («¿Por qué no te has traído el camello tam-
bién?», le preguntó un enojado padre a su hija.) Se las tildó
de fariseas, hipócritas y mágicamente malignas. En ocasiones
fueron discriminadas en el mercado laboral y el «Nuevo Or-
den» de Suharto estableció un código de regulaciones sobre
el traje oficial pensado para desalentarlas (o lo intentó en me-
dio de manifestaciones de descontento). Hubo veces en las
que fueron agredidas, se las apedreó o vieron cómo se les arran-
caba el pañuelo de la cabeza. No era fácil, asegura Brenner, to-
mar partido por el jilbab\
13. Ibid.
Y cita, de una conocida revista, las inspiradoras palabras de
una joven actriz de cine al hablar de dar a luz: «Estaba aterro-
rizada. Tenía miedo de morir porque, si moría, ¿cuál iba a ser
el precio por mis pecados?». Imágenes de su pasado, de borra-
cheras, aventuras noctámbulas, discotecas, desnudos en la pan-
talla, todo eso acudió ante sus ojos. Fue, dijo, «como oír "el su-
surro del cielo" en ese momento». 14
14. Ibid.
15. Para una extensa discusión y crítica de la idea de «experiencia» como un fun-
damento «irreductible» del significado y de la identidad, como «una [fuente] fiable de
conocimiento que proviene de un acceso a lo real», en análisis históricos («la expe-
riencia no es [...] el origen de nuestra explicación, sino lo que queremos explicar»), véa-
se J . Scott, «The Evidence of Experience», en J . Chandler y otros, Questions ofEvi-
dence: Proof, Practice, and Persuasión across the Disciplines, Chicago, University of
Chicago Press, 1991, págs. 363-387.
16. Brenner, op. cit.
Y aun otro comentarista en un libro popular escrito en len-
gua indonesia llamado La mujer musulmana hacia el año 2000,
diseñado al parecer para instruir a dichas mujeres en lo que han
de sentir, invoca la imaginería del renacimiento explícitamente:
Este giro hacia el interés por las maneras en las que las
comprensiones extendidas en la más amplia sociedad son utili-
zadas por los escolares para encontrar su propio camino, para
construir un sentido interno de quiénes son, de lo que los de-
más son capaces, de lo que es probable que ocurra, de lo que
puede hacerse con las cosas, abre la «psicología cultural» de
Bruner a una multitud de temas que han tratado normalmente
otras disciplinas —la historia, la literatura, el derecho, la filo-
sofía, la lingüística y, muy especialmente, esa otra ciencia de-
sesperanzadamente miscelánea e inconstante, la antropolo-
gía—. Una psicología de ese tipo, al igual que la antropología,
tiene una perspectiva ecléctica e incorpora directamente una
vasta ambición. Toma todas las experiencias como objeto pro-
pio, hace uso de toda la erudición para sus propios propósitos.
Con tantas puertas que abrir y tantas llaves con las que hacer-
lo, sería una locura intentar abrirlas todas al mismo tiempo. De
ese modo se sabe cada vez menos de más y más cosas. La puer-
ta que Bruner, sensible como siempre a los detalles prácticos de
la investigación, quiere abrir, sin que resulte del todo sorpren-
dente dados los desarrollos recientes en «teoría del discurso»,
«análisis de actos de habla», «interpretación de culturas» y
«hermenéutica de la vida diaria», es narrativa.
7. Itó.,págs.57,49.
Contar historias, sobre nosotros y los demás, a nosotros y a
los otros es «la manera más natural y temprana en la que organi-
zamos nuestra experiencia y nuestro conocimiento». Pero es-
8
14. Acaban de aparecer dos obras de estas características: M. Colé, Cultural Psy-
cology, A Once and Future Discipline, Cambridge, Harvard University Press, 1996 (trad.
cast.: Psicología cultural, Madrid, Morata, 1999) y B. Shore, Culture in Mind, Cogmtion,
Culture, and the Problem ofMeaning, Oxford, Oxford University Press, 1996. Colé, un
psicólogo del desarrollo que se desplaza hacia la antropología social, traza la historia de
la investigación transcultural en psicología, en la cual él mismo ha jugado un destacado
papel, y desarrolla un marco conceptual para la integración de la investigación antro-
pológica y psicológica basado en la «ciencia romántica» («el sueño de la combinación
de un novelista y un científico») de los psicólogos rusos Alexei Leontiev, Alexander Lu-
ria y Lev Vygotsky. Shore, un antropólogo social que se desplaza hacia la psicología cog-
su libro más reciente, una sección titulada con incierta seguri-
dad «El próximo capítulo de la psicología», el propio Bruner
emprende el diseño de las direcciones por las que la psicología
cultural debería moverse y la descripción de cómo debería rela-
cionarse con otros enfoques sobre «el estudio de la mente».
Como es habitual, su actitud es conciliadora, ecléctica, enér-
gica y optimista:
nitiva, repasa algunos estudios etnográficos clásicos, incluyendo el suyo propio sobre
Samoa, a la vez que varias formas culturales contemporáneas —béisbol, decoración in
terior, viajes aéreos— en un esfuerzo por relacionar lo que llama modelos mentales
«personales» (esto es, «cognitivos») y «convencionales» (esto es, «culturales») y, así,
romper la larga y desafortunada separación entre la antropología y la psicología.
Ambos libros ofrecen valiosos estados de la cuestión tal como hoy aparece. Para
otras obras que resumen de forma igualmente útil este campo y sus perspectivas, véase R.
A. Shweder, Thinking through Cultures: Expeditions in Cultural Psychology, Cambridge,
Harvard University Press, 1991; J . Stigler, R. A. Shweder y G. Herdt (comps.), Cultural
Psychology: The Chicago Symposia on Culture and Development, Cambridge, Cambridge
University Press, 1989; y R. A. Shweder y R. A. Levine (comps.), Culture Theory: Essays
on Mind, Sel/and Emotion, Cambridge, Cambridge University Press, 1984.
logenéticas, psicológicas individuales y culturales mientras nos
ayuda a captar la naturaleza del funcionamiento mental humano.
[El] «próximo capítulo» de la psicología tratará de la «intersub-
jetividad»: cómo las personas llegan a conocer lo que otros tienen
en mente y cómo se ajustan a ello [...] un sistema de temas [...]
central para cualquier concepción viable de una psicología cultu-
ral. Pero no se puede entender sin referencia a la evolución de los
primates, al funcionamiento neuronal y a las capacidades de proce-
samiento de las mentes. 15
18. A. Clark, Being There: Putting Brain, Body, and World Together Again, Cam-
bridge, MIT Press, 1997 (trad. cast.: Estar ahí: cerebro, cuerpo y mundo en la nueva
ciencia cognitiva, Barcelona, Paidós, 1991); W. Frawley, Vygotsky and Cognitive Scien-
ce: Language and the Unification ofthe Social Land Computational Mind, Cambridge,
Harvard University Press, 1997 (trad. cast.: Vygotsky y la ciencia cognitiva, Barcelona,
Paidós, 1999). Para el reconocimiento del estímulo que ha supuesto la obra de Bruner,
véase, por ejemplo, Clark, op. cit., pág. 25; Frawley, op. cit., pág. 223.
mano, una herramienta o una prótesis. Es un ingrediente de
aquellos poderes. 19
19. Bruner, Acts ofMeaning, op. cit., pág. II; Clark, op. cit., pág. xvii; Frawley, op.
cit., pág. 295. Para un punto de vista constitutivo, en tanto opuesto a uno acumulativo,
sobre el papel de la cultura en la evolución humana, véase C. Geertz, «The Impact of
the Concept of Culture on the Concept of Man» y «The Growth of Culture and Evo-
lution of Mind», en The Interpretation of Cultures, Nueva York, Basics Books, 1973,
págs. 33-54 y 55-83 (trad. cast.: La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa,
1995, págs. 43-59 y 60-84).
mismas múltiples —extremadamente complicadas de diseñar,
muy difíciles de situar una vez diseñadas, enormemente sus-
ceptibles, una vez situadas, de provocar una versión académica
de la guerra hobbesiana—. De nuevo, por lo que concierne a la
antropología, lo que más la dispone a contribuir a dicha tarea y
a evitar sus resultados patológicos no son sus hallazgos parti-
culares sobre la brujería en África o el intercambio en Melane-
sia, y menos todavía cualquier teoría que haya podido elaborar
sobre las necesidades universales y la lógica ingenerada de la vi-
da social, sino su largo e íntimo compromiso con la diferencia
cultural y con el funcionamiento concreto de dicha diferencia en
la vida social. Hacer un estudio de los contrastes, rastrear sus
implicaciones y habilitarlos de algún modo a hablar sobre te-
mas generales es, después de todo, su oficio.
Manejar la diferencia o, si así suena demasiado manipula-
dor, navegar por ella, es el núcleo del asunto. Con todas estas
empresas son más numerosas las maneras de hacerlo mal que
de hacerlo bien y una de las formas más comunes de hacerlo
mal es convenciéndonos a nosotros mismos de que lo hemos
hecho bien —la consciencia explicada, cómo trabaja la mente,
el motor de la razón, la última palabra—. Whitehead destacó
una vez que debemos construir nuestros sistemas y mantener-
los abiertos; si bien, dada su pasión personal por la completud,
la certeza y la síntesis holista, omitió añadir que lo primero es
mucho más sencillo de conseguir que lo segundo. La enfer-
medad del erizo y la del zorro —cierre prematuro y miedo
obsesivo a ello, una tendencia a religarlo todo y a dejarlo des-
vinculado— obstruiría por igual el movimiento en las ciencias
humanas. Pero «en la naturaleza», como los positivistas solían
decir, uno sale al encuentro con mucha mayor frecuencia que
el otro, especialmente en estos días de estrecha visión high-tech.
Una cosa cierta, si hay algo cierto cuando de lo que se ha-
bla es de significado, consciencia, pensamiento y sentimiento,
es que tanto «el próximo capítulo» de la psicología como el de
la antropología no van a ser tipos de discurso ordenados y bien
formados, comienzos y centros nítidamente conectados a sus
finales. Ni es operativo, a largo y a medio plazo, aislar enfoques
rivales sobre la comprensión de la mente y la cultura en comu-
nidades valladas («psicología evolutiva», «antropología simbó-
lica»), ni fusionarlos en un todo inclusivo («ciencia cognitiva»,
«semiótica»); en el primer caso porque cosifica la diferencia y
la exalta, en el otro porque subestima su ubicuidad, su fuerza
y la imposibilidad de ser erradicada.
La razón por la que el legalismo «adjudicación» no sería el
mejor término para señalar la alternativa a estos modos de evi-
tar temas es que sugiere un «adjudicador», algo (o alguien) que
clasifica las cosas, que reconcilia enfoques, alinea o elige entre
ellos. Con todo, sea cual sea el orden que aflore bien en la men-
te bien en la cultura, no es el producto de algún proceso central
reinante o de una estructura directiva: es el producto del juego
de... bien, de lo que sea lo que, en ese caso, esté en juego. El fu-
turo de la psicología cultural depende de la habilidad de sus
practicantes para sacar provecho de una situación tan turbu-
lenta e inelegante —una situación en la que la apertura, la re-
ceptividad, la adaptabilidad, la inventiva y la inquietud intelec-
tual, por no hablar del optimismo, que ha caracterizado la obra
de Bruner desde sus comienzos, están peculiarmente bien
adaptadas—. Su punto de vista y su ejemplo parecen proclives a
florecer, sea quien sea el que continúe la narración y sea lo que
sea lo que ésta finalmente diga.
CAPÍTULO 7
1. A. Clark, Being There: Putting Brain, Body and World Together Again, Cam-
bridge, MIT Press, 1997, pág. 213 (trad, cast.: Estar ahí: cerebro, cuerpo y mundo en la
nueva ciencia cognitiva, Barcelona, Paidós, 1991).
2. B. Shore, Culture in Mind, Cognition and the Problem of Meaning, Nueva
York, Oxford University Press, 1996. J . Bruner, Actual Minds, Posible Worlds, Cam-
bridge, Harvard University Press, 1986 (trad, cast.: Realidad mental y mundos posibles,
Barcelona, Gedisa, 1988); R. A. Shweder, Thinking through Cultures: Expeditions in
Cultural Psychology, Cambridge, Harvard University Press, 1991; R. Harré, The Dis-
cursive Mind, Thousand Oaks, California, Sage Publications, 1994; S. Toulmin, The In-
ner Life: the Outer Mind, Worcester, Mass., Clark University Press, 1985; M. Douglas,
How Institutions Think, Siracusa, Syracuse University Press, 1986 (trad, cast.: Cómo
piensan las instituciones, Madrid, Alianza, 1996); G. Bateson, Steps toward an Ecology
of Mind, Novato, California, Chandler, 1972 (trad, cast.: Pasos hacia una ecología de la
mente, Buenos Aires, Lumen, 1997); N. Goodman, Ways of Worldmaking, Nueva
York, Hackett, 1978 (trad, cast.: Maneras de hacer mundos, Madrid, Visor, 1995).
3. M. Cole, Cultural Psychology: The Once and Future Science, Cambridge, Har-
vard University Press, 1996 (trad, cast.: Psicología cultural: una disciplina del pasado y
del futuro, Madrid, Morata, 1999).
Como suele ocurrir con las despedidas forzosas de proce-
dimientos familiares, el primer paso en este esfuerzo por rela-
cionar lo que los psicólogos centrados en la interioridad han
aprendido sobre el modo en que los humanos razonan, sienten,
recuerdan, imaginan y deciden con lo que, por su parte, han
aprendido los antropólogos orientados a lo exterior sobre la
manera en que el significado es construido, aprendido, activa-
do y transformado ha resultado obvio por algún tiempo, si bien
ha sido difícil de afrontar por cada uno de los investigadores.
Ello supone el abandono de la idea de que el cerebro del Ho-
mo sapiens es capaz de funcionar autónomamente, que puede
operar con efectividad, o que puede operar sin más, como un
sistema conducido endógenamente y que funciona con inde-
pendencia del contexto. Al menos desde que la descripción cir-
cunstancial de incipientes estadios prelingüísticos de la homini-
zación (pequeños cráneos, posición erecta, utensilios creados
con un fin) comenzara medio siglo atrás con el descubrimiento
de fósiles anteriores al Pitecántropus y de asentamientos del
primer Pleistoceno, el hecho de que el cerebro y la cultura co-
evolucionaran, dependientes mutuamente el uno del otro in-
cluso para su misma comprensión, ha vuelto insostenible la
concepción del funcionamiento de la mente humana como un
proceso intracerebral intrínsecamente determinado que los re-
cursos culturales —lenguaje, rito, tecnología, enseñanza y el
tabú del incesto— adornan y extienden, pero que apenas gene-
ran. Nuestros cerebros no están en una cubeta, sino en nues-
tros cuerpos. Nuestras mentes no están en nuestros cuerpos, si-
no en el mundo. Y por lo que respecta al mundo, éste no se
halla en nuestros cerebros, nuestros cuerpos o nuestras mentes:
éstos están en él junto con dioses, verbos, rocas y política.
Todo esto —la evolución conjunta de cuerpo y cultura, el
carácter funcionalmente incompleto del sistema nervioso hu-
mano, el componente significativo del pensamiento y del pen-
samiento en la práctica— sugiere que el camino hacia una avan-
zada comprensión de lo biológico, lo psicológico y lo sociocul-
tural no se logra mediante su disposición en algún tipo de ca-
dena jerárquica del ser que ascienda de lo físico y biológico
hasta lo social y semiótico, emergiendo y dependiendo de cada
nivel del (y, con un poco de suerte, siendo reducible al) que se
encuentra por debajo. Ni tampoco se logra tratándolos como
realidades soberanas y discontinuas, dominios clausurados y
aislados, conectados externamente unos con otros («interfa-
ced» como dice la jerga) por fuerzas, factores, montantes y cau-
sas vagas y adventicias. Constitutivas unas de las otras, recípro-
camente constructivas, es así como deben ser tratadas: como
complementos, no como niveles; no como entidades, sino co-
mo aspectos, como paisajes y no como regiones.
Todo esto quizás es discutible. Y, en efecto, ha sido objeto
de mucha discusión. Lo que sería menos discutible es que, da-
do que nuestra comprensión del cerebro, el procesamiento de
la información, el desarrollo individual, la comunicación social
y la conducta colectiva, la percepción, la emoción, la fantasía,
la memoria, la formación de conceptos y la referencia, el senti-
do, la representación y el discurso avanzan en cada caso hacia
una mirada de unos y otros más consciente, cautelosa y de sos-
layo, la posibilidad de reducirlos todos a sólo uno de ellos, cla-
sificándolos en compartimentos sellados o incluyéndolos en una
síntesis global y omniabarcadora, deviene cada vez más remo-
ta. Está claro que no nos dirigimos hacia un final preestableci-
do donde todo se une, Babel queda sin hacer y el Yo yace con
la Sociedad.
Por el contrario, somos testigos de una proliferación cada
vez más rápida de verdaderos asaltos, de lo que Thomas Kuhn
llamó matrices disciplinares —laxos ensamblajes de técnicas,
vocabularios, presupuestos, instrumentos y logros ejemplares
que, a pesar de sus especificidades y originalidades, o incluso
de sus amplias inconmensurabilidades, guían con intensificada
fuerza y una precisión creciente sobre su velocidad, los detalles
mínimos del desarrollo respectivo de cada una de ellas. Nos ha-
llamos, tanto ahora como en un futuro próximo, ante un campo
cada vez más diferenciado de disciplinas semiindependientes
y semiinteractivas o de matrices disciplinares (y de comunida-
des de investigación que las sostienen, celebran, critican y ex-
tienden) dedicadas a uno u otro enfoque en el estudio de cómo
pensamos y con qué pensamos. Y es en el interior de este cam-
po, disperso, dispar y siempre cambiante, donde de manera di-
versificada debemos aprender a buscar no un proyecto común
—Sigmund Freud y Noam Chomsky, Marshall Sahlins y E. O.
Wilson, Gerald Edelman y Patricia Churchland, Charles Taylor y
Daniel Dennett nunca aproximarán tanto sus posturas como pa-
ra permitir que algo así ocurra—, sino una colección semiorde-
nada y policéntrica de proyectos mutuamente condicionados.
Esto sugiere —para alguien que, como yo, intenta no dar
cuenta de logros particulares ni de evaluar propuestas concretas
sino de describir el estado general de la obra— que sería reco-
mendable intentar una mirada sinóptica de la totalidad del cam-
po; un campo tan disperso e irregular que se resiste a cualquier
forma de resumen. En los últimos años ha crecido nuestro hábi-
to de manejar sistemas distributivos, conectados parcialmente y
autoorganizados, especialmente en ingeniería y biología, y en si-
mulaciones computacionales de cualquier cosa (desde hormi-
gueros y enlaces neuronales hasta desarrollos embrionarios y
percepciones de objetos). Sin embargo, aún no estamos acos-
tumbrados a mirar matrices disciplinares o la interacción de ma-
trices disciplinares como tales. Y sería recomendable que se
acostumbrase a ello un campo, pasado o futuro, como la «psico-
logía cultural», dedicado precisamente a esa interacción entre
enfoques diferentes, apasionados, incluso celosos y enemistados,
sobre «cómo piensan los nativos» y entre ardorosos partidarios
que sacan competitivamente adelante dichos enfoques. Lo que
nos vamos a encontrar no es una coordinación firme ni que cada
uno de modo negligente vaya a partir la diferencia para sí mis-
mo. Lo que sí vamos a encontrar, y ya nos encontramos, es una
discusión cada vez más exacta, aguda y profunda. Y si piensan que
la tormenta ha arreciado, esperen y vean.
Para ser un poco más concreto, y no meramente pragmáti-
co y exhortativo, déjenme referirme, a modo de breve ejemplo,
a unas discusiones recientes en antropología, psicología y neu-
rología sobre la particularidad más elusiva y miscelánea de
nuestra vida inmediata: aquella de la que Hume pensó que la
razón era y debía ser siempre su esclava, esto es, la «pasión», la
«emoción», el «sentimiento», el «afecto», la «actitud», el «áni-
mo», el «deseo», el «carácter», el «sentimiento».
Estas palabras también definen un espacio, no una entidad.
Se solapan, difieren, contrastan, encajan sólo oblicuamente,
son términos con aires de familia —politéticos, según la ter-
minología; el problema no es tanto fijar sus referentes, algo
evidentemente difícil de hacer (¿dónde se convierte la «envi-
dia» en qué?, ¿y la «añoranza»?), como perfilar su alcance y
aplicación—. Comenzaré por la antropología no porque co-
nozca mejor la materia sino porque me he visto de algún modo
implicado en el asunto —acusado, de hecho, de haber «dado
permiso a los antropólogos que entienden la cultura como sis-
tema simbólico a que desarrollen una antropología del yo y del
sentimiento», al parecer algo muy desafortunado—. Con todo, 4
7. Wierzbicka, op. cit., págs. 16-17, 157 y 218; Shore, op. cit., págs. 301-302. L.
Rosen, Bargaining for Reality: The Construcction of Social Relations in a Muslim Com-
munity, Chicago, University of Chicago Press, 1984, pág. 48; C. Geertz, The Religión
o/Java, Glencoe, 111., The Free Press, 1960, págs. 238-241. Para una sucinta afirmación
de este punto de vista general, véase H. Geertz, «The Vocabulary of Emotion», Psy-
chiatry, n° 22, 1959, págs. 225-237.
terior, más exacta, puede resolver. Toman más bien la forma de
acusaciones de una deficiencia más fundamental, más parali-
zante, incluso fatal: su supuesta falta de atención a dinámicas
«intrapsíquicas» y, consiguientemente, su también presunto
descuido e incapacidad para tratar al agente, la individualidad
y la subjetividad personal. De esta manera, la psicoanalista
Nancy Chodorow, familiarizada con este enfoque, escribe:
W. Astington, The Child's Discovery of the Mind, Cambridge, Harvard University Press,
1993 (trad, cast.: El descubrimiento infantil de la mente, Madrid, Morata, 1997); D. Pre-
mack y G. Woodruff, «Does the Chimpanzee Have a Theory of Mind?», Behavioral and
Brain Sciences, n° 1, 1978, págs. 515-526; G. Lakoff, Women, Fire, and Dangerous
Things, Chicago, University Chicago Press, 1987; C. F. Feldman, The Development of
Adaptive Intelligence, San Francisco, Jossey-Bass, 1974; W. Frawley, Vygotosky and Cog-
nitive Science: Language and the Unification of the Social and Computional Mind, Cam-
bridge, Harvard University Press, 1997 (trad, cast.: Vygotsky y la ciencia cognitiva, Bar-
celona, Paidós, 1999); Roy D'Andrade, «Cultural Cognition», en M. I. Posner (comp.),
Foundations of Cognitive Sciences, Cambridge, MIT Press, 1989, págs. 745-830.
11. Goodman, op. cit.; véase. J . Bruner, The Culture of Education, Cambridge,
Harvard University Press, 1996 (trad, cast.: La educación, puerta de la cultura, Madrid,
Visor, 2000).
setenta años Vygotsky, el padrino de este tipo de trabajos— de-
pende de su dominio de los medios sociales del pensar. [...] El
uso de los signos lleva a los humanos a estructuras específicas
de la conducta que lo liberan del desarrollo biológico y crea
nuevas formas de proceso psicológico basado en la cultura.» 12
14. A. R. Damasio, Descartes Error: Emotion, Reason, and the Human Brain,
Nueva York, Putnam, 1994 (trad. cast.: El error de Descartes: emoción, razón y el cere-
bro humano, Barcelona, Crítica, 2001).
bilidad de sentir estados del cuerpo, [...] no habría ni padeci-
miento ni felicidad, ni deseo ni piedad, ni tragedia ni gloria en
la condición humana». 15
16. Ibid.,pág.51.
17. Ibid.y pág. xii.
claro que cierta atención inquieta y libre de movimientos por
entre matrices disciplinares contrapuestas, un cambio oportu-
no y alternante de atención respecto de los programas y comu-
nidades de investigación en competencia, puede dar una idea
de la tendencia general de las cosas en un campo disperso y dis-
tributivo de investigación científica. Asaltos frontales, avances
18
Mente
19. R. Wilbur, New and Collected Poems, Nueva York, Harcourt Brace-Jovano-
vich, 1988, pág. 240.
CAPÍTULO 8
EL MUNDO EN PEDAZOS:
CULTURA Y POLÍTICA EN EL FIN DE SIGLO
E L MUNDO EN PEDAZOS
-So
University Press, 1993, págs. 155-186 (trad. cast.: Acercar las soledades: federalismo y
nacionalismo en Canadá, San Sebastián, Tercera Prensa, 1999).
mundo de tantos pliegues la yoidad [selfhood] política, social o
cultural? Si la identidad sin armonía es de hecho la regla, en la
India o EE.UU., en Brasil o Nigeria, en Bélgica o Guayana, o
incluso en Japón, ese supuesto modelo que exhibe una igual-
dad inmanente en la manera de pensar y una unicidad esencia-
lizada ¿en qué se basa?
Aquí, de nuevo, la pregunta está mal posee si se interpreta
como un interrogante general en busca de una respuesta inva-
riante —el problema, una vez más, en gran parte de lo que se es-
cribe sobre «nacionalismo» (o, para el caso, también sobre «etni-
cidad»), que ha llegado a ser tan popular en los últimos años—.
Pues hay, por lo menos, tantas maneras en las que esas identida-
des, pasajeras o duraderas, amplias o íntimas, cosmopolitas o
cerradas, amigables o sanguinarias, se conectan como materia-
les con las que conectarlas o razones para hacerlo así* Los indios
americanos, los israelitas, los bolivianos, los musulmanes, los
vascos, los tamiles, los europeos, los negros, los australianos,
los gitanos, la gente del Ulster, los árabes, los maronitas, los his-
panos, los flamencos, los zulú, los jordanos, los chipriotas, los
bávaros y los taiwaneses, las respuestas que las gentes dan a ve-
ces cuando se les pregunta o se preguntan a sí mismos quiénes
o (tal vez, más exactamente) qué son, simplemente no forman
una estructura ordenada.
Ni estable. A medida que el mundo expande sus interco-
nexiones económicas y políticas, las personas se mueven de
maneras imprevistas, controlables sólo parcialmente, y de forma
cada vez más masiva; y, a medida que se trazan nuevas líneas y
las viejas se borran, el catálogo de identificaciones disponible
se expande, se contrae, cambia de forma, se ramifica, se enco-
ge y se desarrolla. Hace medio siglo no había bangladeses, pe-
ro había oriundos del Perak y yugoslavos, Italia no tenía un
«problema marroquí» ni Hong Kong uno vietnamita. (Ni Van-
cúver uno de Hong Kong.) Incluso aquellas identidades que
persisten, como los austríacos y los americanos han hecho sa-
ber, al igual que polacos, shijs, malayos y etíopes, que sufren
alteraciones en sus vínculos, sus contenidos y en su significado
interno.
Los teóricos políticos tienden a operar en niveles muy por
encima de esta espesura de caracterizaciones, distinciones, par-
ticularidades y etiquetas que componen el mundo de identida-
des colectivas y del quién es qué; tienden a flotar distraída-
mente como si estuvieran en un globo de Montgolfier —tal vez
por miedo a que el descenso los exponga a esa clase de detalle
interminable y generador de conflictos que tanto abruma a los
antropólogos; tal vez porque la espesura en sí misma resulta de
algún modo repelente: emocional, artificiosa, irracional, peli-
grosa; tal vez porque resulte irreal o fortuita, mero lustre, deco-
rado y mistificación—. Pero nada puede hacerse salvo descen-
der a los casos, sea cual sea el precio que pagar en generalidad,
certeza o equilibrio intelectual, si aquello a lo que nos enfrenta-
mos es de hecho un mundo de abigarradas distinciones ordena-
das de formas diversas y no a una sola pieza de Estados-nación
agrupados en bloques y superbloques (aquello que es visible
desde un globo).
Con todo, de hecho, el coste no es tan elevado como se te-
me y se subestiman los beneficios: abstraer a partir de lo espe-
cífico no es la única forma que adquiere la teoría. En estos
años, mientras China avanza pesadamente hacia la economía
internacional de un modo extraño e irregular, Alemania busca
reparar medio siglo de división política, Rusia intenta hallar un
modo viable de existencia, las sociedades africanas intentan
contener múltiples odios y distinciones intrincadas, mientras
Japón, al descubrir o redescubrir su propia variedad, se esfuer-
za por hallar un espacio propio en una región que se mueve en
media docena de direcciones al mismo tiempo y EE.UU., Fran-
cia, México o Argelia descubren que hay una menor comuni-
dad en su manera de pensar de lo que sus credos públicos
proclaman, los análisis políticos que atienden estos asuntos en
toda su particularidad contribuyen mejor a la comprensión que
aquellos que intentan construir una visión global y panóptica.
Para decirlo brevemente, deben producirse algunos ajustes
serios en el pensamiento, si nosotros, filósofos, antropólogos,
historiadores, etc., pretendemos decir algo útil sobre el mundo
desmembrado, o al menos en vías de desmembramiento, he-
cho de identidades fluctuantes y conexiones inciertas. En pri-
mer lugar, la diferencia debe ser reconocida, de manera explí-
cita, llanamente, y no oscurecida con una charla improvisada
sobre la Etica de Confucio o la Tradición Occidental, la Sensi-
bilidad Latina o la Mentalidad Musulmana, ni con sutiles plá-
ticas sobre valores universales o difusas banalidades sobre la
unicidad subyacente: Rosie O'Grady y La Dama del Coronel.
En segundo lugar, y de mayor importancia, la diferencia debe
ser vista no como la negación de la similitud, su opuesta, su
contraria y su contradicción. Debe verse como abarcándola: lo-
calizándola, concretándola, dándole forma. Desaparecidos los
bloques y las hegemonías con ellos, tenemos ante nosotros una
era de enredos dispersos, cada uno de ellos distinto de los de-
más. De qué unidad se trate y de qué identidad es algo que
deberá ser negociado, obtenido a partir de la diferencia.
Sea cual sea la originalidad y la distinción de las formas de
vida de los malasios y los chinos en el sureste de Asia, por ejem-
plo, o de los ingleses, los escoceses, los galeses o los irlandeses
en Gran Bretaña, de los indios y los latinos en Nicaragua o Gua-
temala, de los musulmanes y los cristianos en Nigeria, de los
musulmanes y los hindúes en la India, de los cingaleses y los ta-
miles en Sri Lanka o de los negros y los blancos en Sudáfrica
—y éstas son claramente diversas—, ello tiene lugar a partir de
los modos en los que la variedad de las prácticas que los consti-
tuyen es situada y compuesta. No se trata, por adoptar la famo-
sa imagen wittgensteiniana de la cuerda, de una única hebra que
las recorre a todas, lo que las define y las convierte en algo así co-
mo un todo. Lo que se da es el entrelazamiento de diferentes he-
bras, que se cruzan, se entretejen, una continuando donde la
otra se acaba, y todas ellas en una efectiva tensión recíproca pa-
ra formar un cuerpo compuesto, un cuerpo localmente dispar,
globalmente integral. Desenredar las hebras, localizar sus pun-
tos de unión, sus enlaces, sus conexiones y tensiones, dando
prueba de la propia compositividad del cuerpo compuesto, su
profunda diversidad, es lo que exige el análisis de estos tipos de
países y sociedades. No hay oposición entre un trabajo porme-
norizado, que destapa la variedad, y una caracterización gene-
ral, que define afinidades. La astucia está en conseguir que uno
ilumine a otro y revelar así de qué identidad se trata y de cuál no.
3. The Compact Edition ofthe Oxford English Dictionary (1928), Oxford, Oxford
University Press, 1971, vol. 1, pág. 1.078. Para obtener una discusión más extensa y cir-
cunstanciada de los cambios de vocabulario en el caso del inglés, 1500-1650, véase L.
Greenfield, Nationalism: Five Roads to Modernity, Cambridge, Harvard University
Press, 1992, págs. 31-44.
4. The Compact Edition of the Oxford English Dictionary, op. cit., vol. 2, págs.
661-662.
país o una nación». «El Estado es propiamente —escribió
Matthew Arnold en Democracy— [...] la nación en su capaci-
dad colectiva y corporativa.» 5
7. Ibid., vol. 1, págs. 30-31. Las definiciones dadas en The American Heritage Dic-
tionary of the English Language, 3 ed., Boston, Houghton-Mifflin, 1992, pág. 1.203,
a
12. C. Black, op. cit., págs. 112-114; la cifra de la emigración de anglófonos del
Québec es de M. Ignatieff, op. cit., pág. 171. Para el Québec, los indios (Cree) y el de-
sarrollo de los recursos naturales, ibid., págs. 163-167, y Barash, op. cit.
13. Dependo en este punto principalmente de dos libros de S. J . Tambiah, Sri
Lanka, Ethnic Fratricide and the Dismantling ofDemocracy, Chicago, University of Chi-
cago Press, 1986, y Buddhism Betrayed? Religión, polines, and Violence in Sri Lanka,
Chicago, University of Chicago Press, 1992, y de W. H. Wriggins, Ceylon: Dilemmas of
a New Nation, Princeton, Princeton University Press, 1960. Revisé brevemente las fa-
ses iniciales de, como era entonces, el conflicto étnico de Ceylán en C. Geertz, «The
Integrative Revolulion, Primordial Sentiments and Civil Politics in the New States», en
C. Geertz (comp.), Oíd Societies and New States, Nueva York, The Free Press, 1963,
págs. 105-157, esp. págs. 121-123. Mis estadísticas provienen de las obras menciona-
das arriba y del World Development Report, 1992, Oxford, International Bank for Re-
construction and Development, 1992, y E. V. Daniel, Charred Lullabies: Chapters in an
Autohiography of Violence, Princeton, Princeton University Press, 1996.
Aquí, de nuevo, el país es menos una pretendida «estirpe» o un
«parentesco» que un territorio historizado, una atmósfera y un
lugar en el que esas estirpes o parentescos se abren paso y ma-
niobran, construyéndose mutuamente a sí mismos, su carácter
y sus intereses colectivos.
Lo que resulta más sorprendente de Sri Lanka, al menos
para alguien que observa desde fuera, en términos de las ten-
siones de identidad de grupo que la han hostigado durante
aproximadamente las últimas cuatro décadas, no es el hecho de
que esas tensiones sean de una bipolaridad más rígida de lo que
hoy en día suele ser la regla en casos parecidos (sólo Ruanda y
Burundi, o posiblemente el norte de Irlanda serían casos simi-
lares; Nigeria, Yugoslavia, la India, Canadá y EE.UU., con to-
da su complejidad y multilateralidad, se acercan más a la nor-
ma) o de que aquéllas sean tan severas, crónicas y resistentes a
negociar la diferencia. Lo que más llama la atención es que en
esas tensiones está involucrado el choque entre dos grupos,
que cada uno de ellos se siente de algún modo una minoría; dos
grupos que han surgido tan recientemente como el resultado ca-
si directo de las perplejidades del «yo» en el «autogobierno» y
que han aparecido en un país que, en otros aspectos, ha sido
bastante estable, ha evolucionado y ha gozado al menos de un
éxito relativo: un incremento moderado de la población, una
inflación controlada, mejoras en la educación, un índice de creci-
miento aceptable, una tasa de mortalidad infantil que se apro-
xima a Chile o Corea del Sur y una esperanza de vida equipa-
rable a Hungría o Argentina. 14
14. WorldDevelopment Report: 1992, 1992, op. cit., tablas 1, 26 y 28. En los años
recientes, en relación con algunos de sus vecinos, el avance de Sri Lanka ha sido de al-
guna forma menos impactante aunque aún se mantiene razonablemente efectivo, en
parte como resultado de sus problemas comunitarios que han conducido a Europa, al
Golfo y a Estados Unidos a una significativa diáspora.
su mayoría budistas y hablan una lengua indoeuropea, son to-
dos los que hay en el mundo, mientras que los cerca de tres mi-
llones de tamiles, en su mayoría hindúes que hablan una lengua
dravídica, se suman a los treinta o cuarenta millones más de ta-
miles (el número se discute de manera característica) a lo largo
del estrecho del Palk en el sur de la India. En consecuencia,
ambos pueden verse a sí mismos como engullidos por el otro;
los cingaleses, por el expansionismo de los tamiles que se ha
manifestado periódicamente bajo el estandarte de un país tamil
libre y unificado; los tamiles, por la dominación exclusiva de
Sri Lanka como tal por parte de los cingaleses, un asunto cen-
tral que trajo consigo el alboroto político de la independencia
que fue en sí misma sosegada y ajena a todo dramatismo, casi
un asunto huis dos; nada que ver con una guerra, una revolu-
ción, ni siquiera con toda esta agitación.
Crear un país o, con mayor rigor, supongo, oficializar uno
que previamente había sido una colonia, es lo que ha puesto en
marcha los problemas étnicos de Sri Lanka y no los viejos re-
sentimientos o miedos alimentados desde tiempo atrás. Antes
de 1948, y algunos años después, una élite bicultural anglofila,
atrincherada en Colombo, mantuvo las cosas en un curso más o
menos ordenado; las tensiones de grupo que existían eran difusas
y locales, controladas por múltiples diferenciaciones, acuerdos es-
tablecidos, lealtades entrecruzadas y por las complejidades prác-
ticas de la vida diaria. Sin embargo, a partir de mediados de los
años cincuenta esta delicada cortesía algo artificial se vino aba-
jo, reemplazada por una radical división de la población en su-
percategorías tales como «cingaleses» y «tamiles» o («budistas» e
«hindúes» o «arios» y «dravídicos») y por una curva ascendente
de sospecha, celos, odio y una violencia que aún no ha cesado, a
pesar de una serie de propuestas constitucionales al estilo de las
de Canadá, un continuo recambio de gobiernos y la asistencia in-
vitada, siempre con reticencia y que en la actualidad se ha dado
por concluida, del ejército indio.
Podemos dejar de lado todo lo que, en un breve espacio de
tiempo, aquello ocasionó —la subida al poder de demagogos
cingaleses y el rechazo de la élite anglófona tanto por parte de
las masas cingalesas como de las de habla tamil; la apasionada
lucha lingüística, aún irresuelta, que se siguió de ella; la trans-
formación del budismo de una religión quietista en un credo
militante bajo el liderazgo de monjes evangelistas y doctores
ayurvédicos; el crecimiento del separatismo tamil, la atracción
hacia el sur de la India, el movimiento oscilante a través del Es-
trecho; el aumento de la inmigración interna, la segregación re-
ligiosa, el reagrupamiento étnico y el terrorismo recíproco; el
recrudecimiento de la mitología clásica del estado de guerra re-
ligioso, racial y comunitario, las conquistas tamiles y las expul-
siones cingalesas—. Los detalles son oscuros, en cualquier ca-
so, y su peso lo es mucho más. Lo importante es que, de nuevo,
los límites de un país, celebrado y cuestionado, unificado his-
tóricamente e históricamente susceptible de ser dividido, pro-
porcionan el marco dentro del cual cristalizan los conflictos de
identidad: el escenario —aquí compacto y congestionado—
donde forzosamente éstos se resuelven por sí mismos o, eviden-
temente, no lo hacen. Hay un diferencia en función de dónde
ocurran las cosas.
15. En los últimos años ha habido tanto en el mundo de la prensa, así como en
numerosos libros, artículos y comentarios, por no decir nada de la televisión, que no
necisito citar fuentes de lo que no son, en cualquier caso, más que comentarios gene-
rales y poco autorizados. Me he basado principalmente, para atenerme a los hechos y
su cronología, en el detallado y clarificador libro de Misha Glenny, The Fall of Yugos-
lavia: The Third Balkan War, 2 ed., Nueva York, Penguin, 1994. El artículo de Zim-
a
merman, op. cit., también ha sido útil en ese sentido. El libro de Ignatieff, op. cit., págs.
19-56, aunque trata sólo de Croacia y Serbia, evoca la devastación con gran fuerza, come
lo hace para Bosnia-Herzegovina D. Rieff, Slaughterhouse: Bosnia and the Failure ofthe
West, Nueva York, Simón and Schuster, 1995 (trad. cast.: Matadero: Bosnia y el fracase
de occidente, Madrid, Aguilar, 1996), el cual aborda las cuestiones políticas desde un
punto de vista fuertemente intervencionista.
demostrándoles finalmente, incluso a los más yugoslavos de en-
tre los yugoslavos (entonces aún había muchos y no escasos de
poder) que la Cuestión Serbia había vuelto para quedarse. Ahí
estuvo la casi furtiva separación de Eslovenia de la Federación
en junio de 1991, la coincidente declaración de independencia
de Croacia, el reconocimiento de estos dos sucesos por una Ale-
mania reunificada que volvía a la política europea como un actor
sin trabas y la declaración de guerra en Croacia, tan pronto co-
mo Belgrado optó por respaldar los enclaves serbios, que siguió
inmediatamente. Ahí estuvo el movimiento de guerra en Bosnia-
Herzegovina tras su declaración de independencia a mediados
de 1992, el desafortunado plan de cantonalización de Vanee y
Owen en 1993 —desmembrando Bosnia con el propósito de sal-
varla; el frágil y poroso alto al fuego en Sarajevo, a pesar de otro
plan de cantonalización; el temible horizonte de un sinfín de ase-
sinatos en 1994; y la temblorosa paz de los acuerdos de Day-
ton—. Cada uno de estos episodios, y un buen número de tantos
otros —el bombardeo de Dubrovnik, la devastación de Vukovar,
el cerco a Sarajevo, el sometimiento de Mostar— son fases de un
único proceso: el proceso de borrar un país y el intento de volver
a delinear entonces lo que ha quedado. (Los últimos sucesos
en Kosovo no son sino otro capítulo de una historia inacabada
—¿qué va a ser de Montenegro?— y tal vez inacabable.)
El país, en efecto, nunca contó con raíces muy sólidas; su
historia fue breve, vertiginosa, interrumpida y violenta. Unido
por los Grandes Poderes tras la Gran Guerra a partir de algu-
nos de los enclaves lingüísticos, religiosos y tribales alentados
por las guerras en los Balcanes y, a continuación, desatendi-
dos por el Imperio Austríaco, el país se vio desde su nacimiento
asediado por retos a su integridad que provenían tanto del inte-
rior como del exterior —el separatismo croata y macedonio, el
irredentismo húngaro y búlgaro— y pasó de la monarquía al
parlamentarismo, por la ocupación nazi, la dictadura comunista
y vuelta al parlamentarismo en un periodo de casi ochenta años.
Parece un milagro que aquello tomara cuerpo. Pero, al me-
nos visto retrospectivamente, sí pareció ocurrir con considerable
fuerza, especialmente en las ciudades y no queda claro que
su fuerza mental, la idea que proyectaba, un país en el norte de
los Balcanes con una población multicultural, se haya desvaneci-
do ya, sea cual sea la finalidad práctica de su desaparición. La
guerra que lo destruyó pasó de ser una guerra yugoslava a una
serbo-croata y de ésta a una bosnia —una sucesión de intentos,
de una brutalidad y locura crecientes, por reemplazar lo que, ca-
si accidentalmente, se había perdido: no un Estado ni un pueblo,
una sociedad o una nación, lo que no había sido más que incoa-
tivamente, sino un país—. Yugoslavia o, por última vez, «la anti-
gua Yugoslavia», sería casi un caso puro de no coincidencia, ni
en su significado ni de hecho, de estas realidades tan frecuente-
mente identificadas y enlazadas y, de un modo negativo, un ejem-
plo del alcance, el poder y la importancia de estas últimas.
cosas.
Necesitamos una nueva variedad de política, una política
que no contemple la afirmación étnica, religiosa, racial, lingüís-
tica o regional como un resto irracional, arcaico y congénito
que ha de ser suprimido o trascendido, una locura menospre-
ciada o una oscuridad ignorada, sino que, como ante cualquier
otro problema social —digamos la desigualdad o el abuso de
poder—, lo vea como una realidad que ha de ser abordada, tra-
tada de algún modo, modulada; en fin, acordada.
El desarrollo de una política tal, que variará de un lugar a
otro tal y como varían las situaciones que afronta, depende de
17. í ¿ i ¿ , p á g . 2 3 6 .
un buen número de cosas. Depende de que se localicen, en es-
te o aquel caso, los orígenes de la diferenciación y del desa-
cuerdo basados en la identidad. Depende de que se desarrolle
una actitud menos demonizadora y simplista, menos negativa y
vacía, como si aquélla fuera un vestigio de salvajismo o de al-
gún estadio más primitivo de la existencia humana. Depende
de que adaptemos los principios del liberalismo y de la demo-
cracia social, que son todavía nuestra mejor guía para el dere-
cho, el gobierno y los asuntos públicos, a temas con respecto a
los cuales aquéllos se han mostrado con frecuencia desdeñosos,
reactivos o incomprensivos, filosóficamente ciegos. Sin embar-
go, de lo que más depende, quizás, es de que construyamos
una concepción más clara y circunstanciada, menos mecánica,
estereotipada y atrapada en el cliché de aquello en lo que con-
siste, de lo que es. Esto es, depende de que logremos una me-
jor comprensión de lo que la cultura —los marcos de significa-
ción en los que vive la gente y forma sus convicciones, sus yoes
y sus solidaridades— viene a ser en tanto que fuerza ordena-
dora en los asuntos humanos.
Y esto, una vez más, supone una crítica a las concepciones
que reducen los asuntos a la uniformidad, a la homogeneidad,
a la igualdad de pensamiento; al consenso. El vocabulario de la
descripción y el análisis cultural también necesita abrirse a la di-
vergencia y a la multiplicidad, a la no coincidencia de clases y
categorías. Al igual que los países, tampoco las identidades que
los colorean —musulmanes o budistas, franceses o persas, lati-
nos o sínicos, negros o blancos— pueden ser comprendidas co-
mo unidades sin quiebra, totalidades sin fragmentar.
¿ Q U É ES UNA CULTURA SI N O ES U N C O N S E N S O ?
18. Hay, por supuesto, una historia del configuracionalismo cultural antes de la
práctica etnográfica de Malinowsky y junto a ella, entre otras, muy especialmente la co-
nexa con Herder, los Humbolt y los neo-kantianos, que de hecho tuvieron un impacto
configurador en la antropología; para una buena revisión reciente, véase S. Fleischa-
cker, The Ethics of Culture, Itaca, Cornell University Press, 1994, esp. cap. 5.
pactos ni homogéneos, ni simples ni uniformes. Cuando se mi-
ran atentamente, se disuelve su solidez y lo que queda es, no un
catálogo de entidades bien definidas dispuestas a ser ordenadas
y clasificadas, una tabla mendeliana de clases naturales, sino
una maraña de diferencias y similitudes ordenadas sólo a me-
dias. Lo que hace a los serbios serbios, a los cingaleses cingale-
ses, a los francocanadienses francocanadienses o a cada cual ca-
da cual es que ellos y el resto del mundo han llegado, por el
momento y hasta un punto, por determinados propósitos y en
ciertos contextos, a verse y ser vistos en contraste con lo que es-
tá a su alrededor.
Tanto el carácter compacto de lo territorial como el tradi-
cionalismo localizado que aportan las islas, las reservas indias,
las junglas, los valles de las altas montañas, los oasis y simila-
res (o que supuestamente aportan, pues incluso esto tenía algo
de mítico) y la noción integral y configuracional que dicho ca-
rácter compacto y localización estimularon —los argonautas
del Pacífico oeste, las maneras cheyenne, las gentes de las sel-
vas, de las montañas, del desierto— parece errar el tiro a medi-
da que nos volvemos hacia los fragmentos y las fragmentaciones
del mundo contemporáneo. La visión de la cultura, una cultu-
ra, esta cultura, como un consenso sobre lo fundamental —con-
cepciones, sentimientos, valores compartidos— apenas parece
viable a la vista de tanta dispersión y desmembramiento; son
los errores y las fisuras los que jalonarían el paisaje del yo co-
lectivo. Sea lo que sea lo que define la identidad en un capita-
lismo sin fronteras y en la aldea global no tiene que ver con
profundos acuerdos sobre asuntos igualmente profundos, sino
más bien con algo como la recurrencia de divisiones familiares,
argumentos persistentes, amenazas constantes, la idea de que,
pase lo que pase, el orden de la diferencia debe ser mantenido
de algún modo.
No sabemos realmente cómo tratar todo ello, cómo mane-
jar un mundo que ni está dividido por sus junturas en las sec-
ciones que lo componen ni es una unidad trascendente —diga-
mos económica o psicológica— oscurecida por contrastes de
superficie, tenues y tramados y, en el mejor de los casos, relega-
dos como distracciones inesenciales. Una maraña de diferencias
en un campo de conexiones se nos presenta como una situa-
ción en la que los marcos de orgullo y odio, las ferias culturales
y la limpieza étnica, la survivance y los campos de la muerte
comparten asientos contiguos y pasan con una facilidad aterra-
dora de uno a otro. Apenas existen teorías políticas que no sólo
admitan esta condición sino que además tengan la voluntad de
enfrentarse a ella, de exponerse e interrogar el orden de la dife-
rencia en vez de perfeccionar puntos de vista académicos sobre
la guerra hobbesiana o la paz en Kant. Mucho depende de su
crecimiento y desarrollo: no se puede guiar lo que no se com-
prende.
ISBN 8 4 - 4 9 3 - 1 1 7 4 - 8
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