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Medios y Opinión Pública (2.1.

160)
Opinión Pública (2.1.031)
Cátedra NATALIO STECCONI

Módulo bibliográfico
UNIDAD 3

Andrés Rábago (El Roto), dibujante español, 2010


Daniel A. Sinopoli (1997)
Opinión pública y consumos culturales. Reconocimiento de las
estrategias persuasivas
Buenos Aires, Editorial Docencia, 1997.

2: Los procesos de formación de la opinión pública


La persuasión y la información son las dos partes de un todo al que, teóricamente, llamamos
“mensaje”. Por lo tanto, quien difunde una idea, no solo considera los canales para que la información
sea recibida en su totalidad, sino también los instrumentos de apelación que den un carácter confiable
a su propósito.
En el eje de los procesos de cambio de la opinión pública, la propaganda –y la publicidad, como
insumo de esta– dispara sobre opiniones y actitudes, puesto que aún seguimos discutiendo y buscando
aclaraciones sobre el origen de la opinión pública como parámetro de valoración de la voluntad gene-
ral. Las últimas ponderaciones de la expresión de la voluntad del público diagnostican un individuo
menos comprometido con las plataformas ideológicas o partidarias y más libre e individualista en las
decisiones y la acción.

1. Opinión pública y persuasión


La expresión de la voluntad de los ciudadanos en la antigua polis griega podría emparentarse hoy
con una idea incipiente del concepto de opinión pública –o mejor, con las variables que contribuyen en
su configuración– en vistas de la actual disponibilidad de portentosos medios de difusión, la rapidez y
globalidad que caracteriza el curso de la información y la sofisticada maquinaria de provocar altísimas
repercusiones en torno de algunos hechos.
En el discurso, el uso de las posibilidades facilitadas por la noción de retórica fundada por Aristó-
teles es de una recurrencia invariable. Las ciudades-estado helénicas hicieron gala de este arte insu-
flándolo en la oratoria, para convencer. “Lo que dice para convencer”, sea cual fuere el género de co-
rrespondencia, nos habla de la persuasión como propósito que atraviesa la historia de la comunicación
humana, desde la persuasión por la oratoria hasta los medios masivos o los canales interpersonales de
vinculación sobre los que ese mismo propósito es situado.
Los sofistas descollaban con sus notables aptitudes para la persuasión por la retórica, independien-
temente de lo engañosas que podían resultar muchas de sus fundamentaciones. La exigencia del diseño
del discurso puesta sobre los modos de decir podía y puede sustituir un contenido rebatible, por ejem-
plo, los ya emblemáticos falsos silogismos.
La afirmación espuria que intenta deliberadamente conducir al error requiere sin dudas de un en-
cadenamiento superlativo de razones ligadas con coherencia, propias de quien hace un uso sensible de
la retórica como herramienta de persuasión. Pero esta dimensión del discurso, involucrada con el con-
tenido de lo que se dice o aquello de lo que se habla, denominada “referencial”, solo logra instrumen-
tar su propósito mientras coexiste y se relaciona con el “quién y cómo dice, y el modo en que apela a
aquellos a quienes dice” –dimensión enunciativa–, y con el “cómo se organiza todo lo que se dice”,
relativo a la dimensión estructural (Mata y Scarafía, 1993: 32).
Deslumbrar con palabras y convencer (¡o confundir!) con lo que se dice es, precisamente, la señal
de partida del camino abierto por la retórica como arte. Se persuade cuando se pronuncia el discurso
que transfiere un sesgo de credibilidad al orador. Por caso, creemos más y con mayor rapidez a las
personas buenas, pero conviene que esto se vislumbre en el discurso, que la opinión anticipe nuestro
juicio. Se persuade cuando los oyentes son conmovidos por el discurso (he aquí un indicador del alto
nivel de efectividad del discurso que apela más al universo emotivo que cognitivo del destinatario) y
cuando éste logra demostrar lo verdadero o lo verosímil (Aristóteles, 1978).

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En definitiva, las actitudes de la fuente hacia su receptor afectan la comunicación. “Cuando los
lectores u oyentes se dan cuenta de que el escritor o el orador realmente los aprecia, se muestran mu-
cho menos críticos de sus mensajes, mucho más dispuestos a aceptar lo que estos dicen. Aristóteles
llamó a esta característica percibida por el orador, ethos, calidad del orador que constituye un llama-
miento directo al que escucha” (Berlo, 1982: 38).
En el mundo antiguo hallamos que el pensamiento podía agruparse en dos tipos de opiniones, una
opinión religiosa, sustentada por un dogma indiscutible, y una opinión política, al alcance del devenir
de las voluntades, que por eso admitía la polémica, y en la que privaba la retórica. J.A.C. Brown
(1991), en cuyo relato nos basamos por su invalorable rigor, analiza este y otros aspectos, y recalca
que la retórica como arte de convencer y para influenciar, al margen de su finalidad, debió llegar hasta
los años del Renacimiento para incluir criterios científicos racionalistas. Trasladados los mismos crite-
rios a su naturaleza, la nueva noción de opinión pública estableció un retorno a la doxa, tras un largo
período preferentemente dogmático como el de la Edad Media.
Durante este rápido pasar, los tiempos de la teoría kantiana del conocimiento y las bases de la
ciencia sociológica y la escuela positivista instituidas por August Comte descubrieron la identificación
más plena, generalizada y observable de un público y una opinión pública, entendiendo el pueblo (o lo
público) como el grupo humano asociado por y para determinadas cosas, y en una línea común de
cierto devenir histórico.
Ya no es la decisión incuestionable del jefe tribal la fuente del poder, sino la del ejército y el rey
(“el más apto”), pero sumado a otros factores determinantes como el conocimiento, y los factores psí-
quicos afectivos que facilitan las estrategias de persuasión y, en niveles de apelación más profundos y
menos racionales, sugestión y “lavado de cerebro”.
En los años previos a la Revolución Francesa, la difusión de la palabra escrita, el racionalismo y la
promoción del libre pensamiento configuran definitivamente el fenómeno de la opinión pública. La
conjunción de la imprenta (entonces un número reducido de personas sabía leer, y la cultura y difusión
de conocimientos era propia de círculos muy limitados) con las nuevas posturas del hombre frente a la
realidad, empezaron a constituir una sociedad más conciente de sí misma, germen y médula de la con-
ciencia colectiva. De este modo, la opinión pública fue corporizándose como realidad política o bien
estadística para gobernar los movimientos del mercado, y frente a ella, los representantes del poder
político y económico erigido tendió a diseñar estrategias o tácticas puntuales para neutralizar o influir
sobre aquella fuerza verdadera, armándose con las diferentes técnicas de persuasión.
Con todo, el problema de fondo es la búsqueda de argumentos racionales: en el caso económico, el
primer eslabón de la cadena decisoria del acto de compra y venta, el precio; en lo político, la primera
etapa de una estrategia de persuasión atinada reconoce argumentos de propaganda éticos y racionales,
anticipando las mentiras naturalmente propias de su método general de acción, como recursos efecti-
vos para la incidencia.
Por fin, la opinión pública –grupo de personas localizadas y asistentes de un hecho o evento de-
terminado, interesadas mancomunadamente por temas que inciden sobre ellas, y motivadas por impul-
sos emocionales comunes que les permite formar actitudes particulares– es el objeto fundamental de la
persuasión aplicada en casi todas las áreas de la comunicación de bajo y amplio espectro, como la
propaganda y la publicidad, y que tiene por objeto forzoso la elocuencia.

2. Relación entre opinión pública y propaganda


El concepto de opinión pública es inescindible del de propaganda: el primero como fenómeno de
clima y curso variable, y el otro como fusión de métodos que, generalmente por una necesidad de pre-
servación o aumento del poder, actúa sobre aquella variabilidad.
Es imposible estudiar en su totalidad el fenómeno de la propaganda si no se considera la opinión
pública como fenómeno dependiente de rigor: un gobierno trata de manejar la opinión pública a través
de estrategias de propaganda, para que le permita mantener la estabilidad del sistema y su legitimidad,
como así también la del jefe de Estado, sobre la que ha sido depositada la responsabilidad de adminis-
trar el poder.
Uno de los problemas clave en la consecución de estos objetivos es el de mantener un grado acep-
table de transparencia de las acciones propagandísticas frente a la conciencia popular, lo cual puede

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ser trasladado a la manipulación de la información y los verdaderos fines que persigue. El caso de las
propagandas totalitarias excede ese grado, y lleva a sus impulsores a diseñar canales de apelación irra-
cionales que impidan el control popular de las acciones propias de esos regímenes. La propaganda
totalitaria ha sido, sin duda, el objeto de uso dominante en la primera mitad del siglo XX, que permite
concebir las grandes conmociones de esa época: gracias a ella, Lenin pudo establecer el bolcheviquis-
mo, y Hitler conseguir sus victorias, sin dejar de lado los niveles de riesgo señalados páginas atrás.
Caracterizada comúnmente por utilizar un lenguaje accesible para el gran público, la propaganda
suele emplear palabras o símbolos arraigados en la experiencia colectiva, a través de vehículos como
la prensa, el cine, la radio y la televisión, con el fin de actuar sobre las actitudes de la gente respecto de
temas que son objetos de opinión en momentos determinados.
La propaganda no es solo una ciencia que puede condensarse en fórmulas, algunas técnicas posi-
bles de difundir en pequeños manuales de instrucción, o un arte que, como tal, solo requiere de aptitu-
des o habilidades naturales para la persuasión. Debe ser entendida como un conjunto de ciencias, téc-
nicas y artes, tríptico vasto y complejo, en principio necesario para actuar sobre universos de percep-
ciones racionales, fisiológicos, psíquicos e inconscientes bastante complejos y que aún hoy no han
sido discurridos en su totalidad. Vasto, porque sus principios emanan tanto de las ciencias como de la
estética, enseñanzas de la experiencia e indicaciones generales que sirven de base a la invención y
requieren de ideas, talento y un inmejorable conocimiento del público.
La normativa clásica y de rigor especifica que la propaganda debe apuntar a la transformación de
las actitudes humanas. Si bien avanzaremos con mayor profundidad sobre este asunto, conviene seña-
lar que, en este sentido, la propaganda es equiparable a la educación, pero las técnicas habitualmente
empleadas y su designio de convencer y subyugar la hacen nada menos que su antítesis.
Apartada de las nuevas formas de persuasión, la manipulación de la información durante la Se-
gunda Guerra Mundial es, en verdad, un modelo “descarnado” que describe con suma explicitud los
constituyentes centrales de la propaganda como acción y efecto. En ese lapso, la propaganda se había
desligado en forma gradual de una progresión de tácticas, para convertirse en una táctica en sí, un arte
particular con sus leyes propias, de un uso tan ordinario como el de la diplomacia o los ejércitos. Si se
la considera en razón de su fuerza intrínseca, puede entenderse como una verdadera artillería psicoló-
gica, en la que se emplea todo aquello que tenga valor de choque y cuando, al fin, con tal que la pala-
bra cause efecto, la idea ya no cuenta.
Los dictadores fascistas comprendieron muy bien que la coagulación (entiéndase “unión enajenan-
te”) de la masa moderna ofrecía a sus emprendimientos inmensas oportunidades, y la usaron sin reca-
to. Según la concepción de Adolf Hitler, el pueblo alemán se encontraba en una disposición de ánimo
y espíritu “a tal punto femeninos”, que sus opiniones y sus actos eran determinados no tanto por la
reflexión, sino por el impacto producido sobre sus sentidos, sin duda una de las razones trascendenta-
les del éxito inicial en la instrumentación de la propaganda nacional-socialista. Una gran porción de
esta estrategia echa sus raíces en las zonas más oscuras del inconsciente colectivo, exaltando la pureza
de la sangre (correspondiente a la revalorización del mito de la raza aria), los instintos elementales de
crimen y destrucción, y remontándose hasta la más antigua mitología solar. Hasta la última etapa de
1942, los mensajes difundidos por la ingeniería de propaganda alemana eran agresivos, directos y agu-
dos, dominados por dos argumentos: la invencibilidad de sus tropas y la victoria indudable.
La propaganda permitió contener los valores impulsados por cada bando y sostener la moral, así
como minar permanentemente la voluntad del adversario. Sobre el final, el nuevo mapa de la guerra
produjo un vuelco total en el tono de los mensajes. Notable es el caso alemán, cuya estrategia de difu-
sión comenzó a actuar a la defensiva, y ejemplar la reflexión de Joseph Goebbels, jefe de propaganda
nazi, a propósito de esas instancias: “Hemos ganado demasiadas batallas y no podemos ser derrotados
ahora”. Por primera vez, las tropas y el pueblo alemán despertaban de una larga ensoñación pasional y
consideraban la posibilidad de una derrota. El sentido de la información torna en negativo y comienza
a sembrar dudas y a generar incertidumbre.
La opinión pública, hasta ese momento apartada de su función ideal de participación y control de
las decisiones, despertaba del letargo y comenzaba a tomar conciencia de sí misma y de la realidad.
“Este es el principio del fin para el eje”, dice Winston Churchill, y la propaganda, que en estos casos
“descarnados” de guerra y disuasión total es no solamente reflejo de la realidad sino móvil, sitúa a los
aliados en la ofensiva.

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Entre los diferentes tipos de propaganda, sin duda la propaganda política ha suscitado la mayor
atención de la intelectualidad. Paralelamente a la evolución secular de las artes, las ciencias y las téc-
nicas, la propaganda ha ido mutando radicalmente, ya desde los modelos ejemplares del período que
Calcagno denomina “de la propaganda moderna”, entre ellos, la Revolución Francesa, el leninismo, el
nazismo, y la propaganda en la Segunda Guerra Mundial.
En el origen establecido descubrimos el clima apropiado para que surja la propaganda política
moderna, caracterizada por la definición de “hombre” igual a individuo que nace libre e igual, de “so-
ciedad” como creación del hombre que no puede revocar esa igualdad ni esa libertad (Rousseau), por
la concepción de ley y autoridad, frutos del consenso, y la creencia de que la búsqueda de la felicidad
es una contienda que vincula las conciencias y los cuerpos y exige tolerancia, control crítico y libertad
de opinión, libertad para la actividad económica, y respeto mutuo a la propiedad privada.
Luego, la apertura hacia nuevas formas de canalizar las tácticas y estrategias de persuasión, signa-
das por el uso profesional del medio televisivo y la incorporación, en el diseño de los mensajes, de las
técnicas publicitarias, inaugura el ciclo de la “propaganda contemporánea”, que ubica la lente sobre las
campañas presidenciales de los Estados Unidos, desde 1952 hasta la fecha (Calcagno, 1992).
En el final del camino, la propaganda ha logrado integrarse a la metodología completa de los pro-
cesos de marketing. A su vez, la evolución del conocimiento y desarrollo de la televisión dio excelen-
cia a su aprovechamiento y gestó la videopolítica, una etiqueta aggiornada para clasificar la materia.
Giovanni Sartori, teórico contemporáneo que ha prestado mucha atención a la actual correspon-
dencia entre la opinión pública y los vídeo-candidatos políticos, describe al homo videns –persona
vídeo-formada, más apta para abordar el conocimiento desde los mensajes visuales– como la nueva
especie que desplaza a la del homo sapiens, persona que a través de sus virtudes letradas adquiría y
hacía propio el conocimiento, y elaboraba su parecer respecto de la realidad.
Para Sartori, las reglas del proceso de formación de la opinión pública en su interacción con los
media y la propaganda han variado. Además, Sartori señala su preocupación por distinguir “opinión
que está en el público” de “opinión que es del público”: “la opinión pública sigue siendo una pieza
básica de la democracia. La gente es una entidad abstracta hasta que se manifiesta. Una opinión que
está en el público es una opinión compartida por todos, pero puede haberse generalizado porque los
medios la pusieron allí. Leen Clarín, por ejemplo, y dicen lo que dice Clarín. El ejemplo es más claro
con la televisión. Se trata de una opinión a la que el público no llegó por su cuenta. Y la democracia
requiere, básicamente, que el público tenga una opinión autónoma, y esta se crea a través de la plurali-
dad de medios, de la educación, en fin, de la multiplicidad de fuentes de formación de la opinión”.
Ciertas paradojas de la relación entre la opinión pública y los “videopresidentes” son, según Sarto-
ri, manifestaciones previsibles, puesto que “hay una diferencia entre el aspecto externo y la sustancia.
A la gente le gusta la cara del político, lo que ve (…) y eso es un juicio estético de un medio visual
(…) Y cada vez tendremos más ‘videopresidentes’ a los que la gente vota por su cara, porque la televi-
sión muestra apenas unos segundos que nunca dicen mucho de la naturaleza del contenido. En los
Estados Unidos, en el Perú o en el Brasil, los ‘videopresidentes’ le dicen a la gente lo que las encues-
tas dicen que opina la gente. Y esta no tiene una idea propia: toma sus ideas de la televisión”.1
Contraponiendo buenos augurios al pesimismo de Sartori, Gilles Lipovetsky afirma en su libro El
imperio de lo efímero que “según aumenta la media-política (léase “política massmediática”), la políti-
ca oscila más entre la órbita del consumo, la indiferencia de las masas y la movilidad fluctuante de las
opiniones. Cuanto más seducción, menos maniqueísmo y grandes pasiones políticas: se escuchan con
interés o distracción las emisiones políticas, pero eso no arrastra a las masas, antes bien desalienta el
militantismo ferviente, y los ciudadanos se inclinan cada vez menos a comprometerse en causas políti-
cas (…) La política ‘ligera’ favorece la autodisciplina de los discursos, la pacificación del discurso
político y el respeto por las instituciones democráticas” (Lipovetsky, 1994: 229-230).
Con relación a los estudios realizados hasta el momento sobre la tipología del voto en los sufra-
gios, el diagnóstico de actualidad ha permitido corroborar el impacto de la franja denominada “de
indecisos” durante el escrutinio. Puede deducirse entonces que el voto sustentado por una opinión que
en rigor es “de última instancia”, caracteriza a un sufragante desapasionado, quizás desunido de cual-

1
Sartori, G., en “El Homo sapiens se transformó en Homo videns”, Clarín, 31 de mayo de 1992, y en “Videopolítica”, Rivis-
ta Italiana di Scienza Politica, Anno XIX, N° 2, 1989.

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quier ideología o principio partidario, y que apuesta visiblemente a la coyuntura para elaborar su deci-
sión y expresar su voluntad.
La influencia de los partidos políticos sobre la opinión es más una relación de reciprocidad que
una determinación de sentido único, por ser lugar común de expresión de las tendencias de opinión.
Pero, al mismo tiempo, es posible verificar la afirmación opuesta: la opinión pública es en buena me-
dida la consecuencia del sistema de partidos existente. La ciencia política clásica estipula, además, que
todo sistema de partidos distingue opinión elaborada de opinión bruta: la primera es nada más que el
resultado de un amansamiento de la segunda por la propaganda partidista y el régimen electoral. Los
partidos crean la opinión pública con la misma fuerza e intensidad con que la expresan; más que de-
formarla, la forman; no hay eco sino diálogo. La cultura de los partidos afirma que sin estos solo ha-
bría tendencias vagas o instintivas variadas, dependientes del temperamento, de la educación, de las
costumbres, de la situación social, etcétera. Por ellos, la opinión y la conciencia sobre determinados
temas de interés general logran cristalizarse.
Más cerca de nuestros días, la cultura del poder de los media ha ido progresando en razones para
dudar de la normativa de la política y atribuir al instrumento de comunicación no solo rango de propa-
gandista (quien explica un conjunto amplio de ideas o una compleja base ideológica de sustentación) o
agitador colectivo (quien difunde de un modo sencillo y emotivo los principios partidarios), sino tam-
bién de organizador colectivo, en vistas de que facilita el diálogo a distancia entre dirigentes, militan-
tes y población, y permite conseguir y analizar los resultados comunes alcanzados. Pero el semblante
más atractivo de la problemática de los mass media como instrumentos de organización colectiva es el
que los muestra como señaladores de los contornos estructurales y los contenidos para la discusión, tan
novedoso como crítico de las leyes que han gobernado desde siempre el sistema de partidos.
Se podría perfilar un tipo de participación política en el que los electores están interesados en temas des-
vinculados de los alineamientos ideológicos preexistentes, que no son siquiera expresión directa de inte-
reses, sino que representan valores o principios (los derechos civiles, la paz, el medio ambiente, el hambre
en el mundo, la justicia, etcétera). Son issues transversales que “cortan” los partidos, y que pueden presen-
tar nuevos empujes hacia la participación política. Si esta perspectiva es plausible, ocurre que hay una
tendencia por la que los partidos dejan de ser gradualmente los canales más importantes de la participa-
ción política, y los media pueden conseguir parte del poder de individualizar, tematizar y definir para la
opinión pública, cuestiones, problemas o ámbitos de acción que requieren soluciones. (En síntesis) existen
unas mutaciones internas al sistema político que contribuyen a evidenciar y enfatizar el papel de las co-
municaciones de masas en términos diferentes a los de conseguir efectos de persuasión durante las cam-
pañas electorales. (Wolf, 1994: 54-55).
Los fenómenos que ordenan la sociedad obligan a realizar modificaciones permanentes sobre cier-
tos aspectos teóricos que, hasta no hace mucho, regían el conocimiento de los factores de cambio opi-
niones y actitudes, y señalaban con bastante precisión el ámbito de pertenencia de ambas.
La complejidad de las razones que configuran la persuasión como arte estriban en considerar la
opinión pública como una manifestación de las actitudes basadas en experiencias anteriores. En este
sentido, y a propósito del modelo propuesto en su obra La espiral del silencio, Elisabeth Noelle Neu-
mann señala, a partir de una reconsideración del poder de los media en la capacidad de cambiar actitu-
des, un efecto de refuerzo cuando es soporte de las actitudes preexistentes, y un efecto de modificación
cuando las contradice (Noelle Neumann, 1994).
La sociología, la psicología y la psicología social han arrimado sus basamentos para encontrar al-
gunas certezas respecto del tema, descontando que las creencias (como estados menos transitorios que
las opiniones, aunque causantes de estas) resultaban exclusivamente de la interacción del individuo
con su ambiente. Justamente, para una mayor comprensión de la naturaleza de las opiniones y las acti-
tudes, y las limitaciones durante los procesos de cambio, conviene repasar la noción de creencia.
La creencia puede considerarse como un estadio intermedio entre la opinión y la actitud, que po-
demos caracterizar a partir de las definiciones que hasta ahora hemos manejado de esos dos conceptos.
No obstante, el grueso de los autores que se han ocupado en el tema indican las creencias como un
fenómeno más cercano a las actitudes, puesto que se sustenta en la convicción. El filósofo español
José Ortega y Gasset señalaba medio siglo atrás que “las ideas se tienen y en las creencias se está”, y
definía como creencias “el continente de nuestra vida que por ello no tienen el carácter de contenidos
particulares dentro de éste (…) no son ideas que tenemos, sino ideas que somos… se confunden para
nosotros con la realidad misma (…) por eso no solemos formularlas, sino que nos contentamos con

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aludir a ellas como solemos hacer con todo lo que nos es la realidad misma” (Ortega y Gasset, citado
por Carozzi, Maya, Magrassi, 1980: 171).
No hay casi argumentos para dudar de las creencias como manifestaciones bastante persistentes
que homologan la interpretación de ciertos fenómenos de la realidad, y, por lo mismo, permiten tener
un reaseguro de la respuesta colectiva frente a determinados estímulos. Que todos los peatones abrirán
sus paraguas bajo la lluvia es una acción que tiene una altísima probabilidad de ocurrencia, pero hasta
ese caso simple integra algunas complejidades propias de la encrucijada social como el paraguas que
se olvida, el paraguas que falla en el momento más inoportuno, o el paraguas que no gusta ser usado.
No sobraría confeccionar una lista de aquellas acciones seguras frente a tales o cuales estímulos,
aunque esto difícilmente logre revelar con precisión el origen de las interpretaciones y las conductas
generalizadas. Creemos que la manzana cae porque lo probamos con la observación, independiente-
mente de las razones fundadas por Isaac Newton, pero esto no significa que entre los elementos que
constituyen el ambiente como factor importante para la conformación de las creencias no se encuen-
tren aquellas razones, o bien que sean las únicas. Por otra parte, la manzana caerá, y para el sujeto que
circunstancialmente se involucre en esa acción, será una bendición o un lamentable imprevisto.
Las creencias de una cultura determinada es el edificio cognoscitivo y normativo considerado co-
mo el “conocimiento” por una sociedad. Mediante el “saber” toda sociedad impone un orden común
de interpretación a la experiencia que se convierte para los individuos socializados en conocimiento
objetivo. Una imagen que muestra decenas de antiguos ficheros de oficinas, en medio de un clima
exagerado de incomunicación, con papeles volando y sellos y chinches desparramados en el suelo, nos
remite con presteza a la representación cultural de la idea de “burocracia”.
De estas creencias una pequeña porción es conocimiento teórico, generalmente constituido por un
conjunto de interpretaciones oficiales de la realidad. Sin embargo, la mayor parte del “conocimiento”
objetivado socialmente está compuesto por esquemas interpretativos, máximas morales y sabiduría
tradicional que el hombre común comparte frecuentemente con los teóricos.
Toda sociedad constituye y ordena un mundo significativo que sus participantes internalizan como objeti-
vo y dan por sentado como real. Sus significados no son considerados meramente por los individuos so-
cializados como útiles, convenientes o correctos, sino también como inevitables, como parte integrante de
la naturaleza universal de las cosas. (Carozzi, Maya, Magrassi, 1980: 171).
Para definir creencias y distinguirlas de otros fenómenos conexos –opiniones y actitudes, entre los
que a nosotros nos ocupan– Osvaldo Dallera señala en su libro Comunicación y creencias, que “todos
nosotros creemos en algo y no podríamos vivir ni orientarnos en el mundo diariamente si no creyéra-
mos, por lo que podemos entender la creencia como una actitud de confianza. Creo, y es verdad, pero
no necesariamente es verdad aquello en lo que creo” (Dallera, 1993: 247).
Nótese aquí que la actitud es el canal a través de cual configuramos nuestra creencia; así como en
el principio de nuestro trabajo hemos leído actitud como un estado de creencia, ahora podemos com-
pletar entendiendo actitud como un estado sobre el que las creencias se depositan. Si creo en la educa-
ción como una herramienta importante para los procesos educativos, mi creencia deberá ampararse
necesariamente en, primero, una actitud favorable hacia esa idea (aprobación individual) y, segundo,
en la certeza de que, por lo menos, tal idea se ha generalizado (aprobación colectiva o consenso).
En la misma ecuación puede incluirse el término opinión con el mismo resultado, para corroborar
las apreciaciones vertidas hasta ahora sobre la naturaleza de actitudes, creencias y opiniones:
El sujeto configura mundos en torno de sus creencias con un grado relativo de certeza respecto de su exis-
tencia real, que traduce y reformula utilizando lenguajes y emitiendo opiniones. Así, el asentimiento de
una opinión está condicionado por factores emocionales y algunos factores dispersos que operan persuasi-
vamente desde una construcción débilmente articulada. En cualquier caso, siempre la opinión está ligada a
un grado de seguridad mínimo (menor, visto desde el lugar de lo emocional en el sujeto, si se lo compara
con la convicción, y mucho menor visto desde el lugar de las pruebas con que cuenta el sujeto para man-
tener su opinión, si se lo relaciona con la certeza). (Dallera, 1993: 270 y 277).
Corresponde volver al ambiente como factor de cambio de opiniones y actitudes. La revaloriza-
ción del “media-prodigio” que irrumpe en la conciencia colectiva y monopoliza las fuerzas de “presión

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ambiental”2, estableciendo los contenidos de discusión y digitando la atención dada por las personas a
esos contenidos, no solamente alteró las consideraciones de la ortodoxia en lo que refiere a las estrate-
gias para el cambio, sino que desplazó los conceptos de sus ámbitos de pertenencia específicos.
Si bien la opinión pública ha estado invariablemente ligada a las estrategias de propaganda, la opi-
nión como idea germinal tuvo y tiene mayor correspondencia con las técnicas publicitarias, a partir de
su atributo de volatilidad. Esto es: la dinámica vertiginosa de la cultura del consumo, que tiene a la
publicidad y la moda como motor y sustancia, apunta al cambio de opiniones de los individuos –y por
extensión, de la voluntad del mercado– en el corto plazo. En verdad, la decisión “de momento” no
constituye una meta caprichosamente instituida en el régimen capitalista, sino que le pertenece por
naturaleza, como estado de creencia volátil.
Mientras, la actitud forma parte de un proceso gradual de internalización de conocimientos, des-
conoce en teoría las leyes del cortoplacismo, a partir de su asiento en el complejo cognitivo-afectivo-
volitivo. La persuasión acude a las actitudes por considerarlas originarias de la voluntad general, sus-
tentadas más por sentimientos que por la razón lógica; de allí que no utilice recursos meramente racio-
nales. Establecer la opinión pública requiere en principio conocer la cultura política que la modera; al
fin, los resultados podrán fluctuar entre corrientes de opinión distintas, más o menos exigentes y que
ofrecerán altas o bajas probabilidades de manipulación por acción psicológico-emotiva.
Para corroborar el efecto positivo de la apelación a las emociones para el cambio de opiniones y
actitudes, optaremos en este caso por una perspectiva socio-semiológica. En una cultura hay una rela-
ción inversa entre el saber y la afectividad. Además, debe distinguirse lo individual y lo colectivo: lo
individual define nuestras diferencias, lo colectivo nuestras similitudes con los demás. Los dos domi-
nios son una vez más inversamente proporcionales, puesto que es evidente que cuanto más distintos
somos, menos nos asemejamos.
Cuanto más codificado y socializado es el saber, la experiencia afectiva tiende a individualizarse en mayor
medida. En ese marco, nuestra cultura aparece como un recalentamiento de la experiencia intelectual. La
atención individual es cada vez más restringida y la iniciativa creadora cada vez más pobre. No es que el
individuo sea menos inteligente, sino que su saber le es proporcionado cada vez más por los códigos:
ciencias, programas, etc. En consecuencia, la experiencia afectiva está cada vez más decodificada, es decir
más diversificada, más rica y abundante, pero sin embargo desprovista de sentido. (Guiraud, 1983: 27).
Cultura política (ahora en el sentido de “culto”) y sentido común vienen dados por una sólida ins-
trucción cívica que, por acción espontánea, confrontará intelectualmente con cualquier intento de cap-
tación ideológica a través de la vía irracional, de carácter afectivo.
La pragmática debería entonces indicar las actitudes como el verdadero núcleo originario de la
opinión pública y, por lo tanto, como el objeto corriente de la propaganda, a partir de su fundamento
ideológico y espiritual (Calcagno, 1992), y las opiniones como objeto de cambio de la publicidad.
No desconocemos las causas de este imperativo: la propaganda –conjunto de artes, técnicas y
ciencias– busca dar a conocer ideas, valores o cambios de hábito y persuadir acerca de sus beneficios,
mientras que la publicidad –conjunto de artes, técnicas y ciencias– también tiene fines de lucro direc-
tos puesto que informa y persuade sobre las características y virtudes de un producto o servicio para
provocar el cambio de preferencia y la acción de compra. Empero, la suma de opinión y experiencia de
consumo persistente logra conformar, después de un período medianamente extenso, una actitud favo-
rable o desfavorable hacia ese producto o servicio.
La información intencionada de un aviso publicitario sobre cigarrillos extra-suaves nos puede lle-
var a dudar de la marca que consumimos y a comprarlos “para probar”; si el producto satisface las
expectativas generadas por el argumento de venta, es muy probable que decidamos repetir el uso de la
nueva marca, Así, la prueba del nuevo producto en principio constituyó nada más que un cambio de
opiniones, concesión otorgada por nuestra actitud hacia la marca de siempre; luego, la persistencia de
uso permitió a la novedad irrumpir en el plano más profundo de las actitudes. Lo precedente justifica
la declaración de algunos autores respecto de la actitud como objeto de apelación publicitaria.
Una serie de desconexiones entre las definiciones y la praxis: los límites entre propaganda y publi-
cidad tienden a ser cada vez más difusos, a tal punto que la denominación para propaganda política,
luego de la inserción en su método de insumos publicitarios o del patrón marketing, suele ser el de

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Véase al respecto La espiral del silencio (1994) de Noelle Neumann, quien postula una teoría enmarcada en la perspectiva
del alto poder de impacto de los media.

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“publicidad política” o “marketing político”. Las campañas propagandísticas acuden invariablemente a
la publicidad, mientras que para la publicidad la propaganda no siempre es necesaria.
La “cultura-minuto” que da forma a la sociedad de consumo tiende a llevar a las campañas de pro-
paganda a diseñar argumentos que invaden en el corto plazo y en torbellino la mente del público, des-
contando cualquier posibilidad de maduración de los argumentos, con información milimétrica y
fragmentaria que solo apuesta a una decisión perentoria. “Con equis candidato el crecimiento econó-
mico es posible”, unos cuantos disparos certeros que intenten desviar los del adversario político, ince-
santes envíos cuatro o cinco días antes del cierre de campaña y después… a confiar en que el votante
recién cuestione su decisión el día siguiente al del sufragio.
El continuo, vertiginoso y fragmentario flujo de la información no permite una percepción com-
pleta de cada argumento, es común que el final de un mensaje no lo establezca el final de ese mensaje
sino el comienzo del siguiente. ¿Qué crédito puede darse, desde esta perspectiva, al encuentro cognos-
citivo de esos argumentos con la experiencia social? ¿Las condiciones del tratamiento de los conteni-
dos da lugar a otra clase de encuentro entre fuente y destinatario, que no sea el irracional o emotivo?
Por lo tanto, estamos de hecho frente a la opinión y no la actitud, como principio germinal prag-
mático de la opinión pública. No es casual que Brown resuelva, en el transcurso de sus clásicas afir-
maciones sobre el cambio de actitudes, centrar el diagnóstico y la discusión en las opiniones “como el
área nuclear de los rasgos profundos de la personalidad es un material poco prometedor para el propa-
gandista, nos ocuparemos de las áreas de organización periférica y de las opiniones, que son las áreas
sociales en las que cobran significado las afiliaciones del individuo a los grupos” (Brown, 1991: 60).
Los inconvenientes más llamativos en los estudios y el diseño de las acciones para el cambio sur-
gen cuando se inserta el factor presupuestario. Es común entender el cortoplacismo como una conse-
cuencia directa de las limitaciones de recursos económicos y humanos: si bien en propaganda es ade-
cuado actuar durante etapas prolongadas y a través de canales psicosociales para el cambio de actitu-
des, la realidad lleva normalmente a diseñar avisos más bien informativos3.
“La droga es basura”, “el sida mata” o “no conviene conducir de noche” constituyen ordinarias
apelaciones con base puramente racional, dadas a conocer por medio de campañas cortas. Así, los
diferentes organismos que sustentan esos emprendimientos concluyen en experiencias que rara vez
dejan huella (si es puramente racional y en absoluto emocional, desconoce las características sustan-
ciales de las actitudes) y desaparecen del proceso público de intercambio de información hasta que una
nueva asignación de presupuesto les permita reincidir con sus acciones, y así sucesivamente. Casi
como un pretexto manifestado mecánicamente, las deficiencias cualitativas de estas campañas suelen
ser achacadas a los bajos presupuestos. En un arrebato dirigido por el pensamiento de Karl Marx, la
infraestructura (lo económico) condiciona la superestructura (las ideas); luego, buena parte de esa
doctrina, que pretendió dar respuesta a las transformaciones sociales de final del siglo pasado, se insta-
la curiosamente en el estilo de la excusa ordinaria, con notable aceptación, para justificar los fracasos.
El balance demuestra que una campaña a largo plazo y a través de canales psicosociales (no pocas
veces confundidos con argumentos amarillistas o “efectivistas”) y planes educativos, los más aptos
para la transformación de actitudes, es mucho menos onerosa que varios intentos sin alcance real.
Sustentada en la opinión, la opinión pública difícilmente puede desprenderse del síndrome de la
inestabilidad; el análisis decenario de los sondeos durante guerras y elecciones en Europa y en Améri-
ca la han mostrado casi siempre variable en períodos reducidos y desarraigada de la actitud, es decir,
desunida de las convicciones profundas. Ya desde su estudio desde las estrategias de propaganda utili-
zadas durante la Primera Guerra Mundial, Harold Lasswell señalaba en 1927:
El concepto de propaganda se refiere exclusivamente al control de las opiniones por medio de símbolos
significativos o, más concretamente, con historias, habladurías, imágenes, y otras maneras de comunica-
ción social. La propaganda concierne más al control de las opiniones y símbolos sociales que a la altera-
ción de otros elementos del ambiente y de la sociedad. (Lasswell, en Wolf, 1994: 36).

3
Sherif señala que “los intentos experimentales de cambiar las actitudes o prejuicios sociales mediante la difusión de infor-
mación o de argumentos objetivos, han servido de bien poco. Algunos investigadores han sido capaces de conseguir el míni-
mo cambio. Otros han obtenido diversos grados de cambio en la dirección deseada, aunque casi siempre había algunos casos
que o no mostraban cambio alguno o mostraban cambios negativos; y en cualquier caso suelen ser discretos y más bien efí-
meros” (en Brown, 1991: 64).

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No es cierto que este problema pueda ser ubicado exclusivamente en el tiempo actual, como tam-
poco que todos los nuevos y sofisticados sistemas de comunicación ignoren el funcionamiento de los
mecanismos adecuados para la transformación de opiniones y actitudes. Se sabe que los diferentes
métodos y tiempos de trabajo de persuasión establecidos comparten, a pesar de la evolución de los
estudios, la apelación cognitiva-afectiva y duradera, y el valor del contacto permanente con una reali-
dad distinta, como los puntos de apoyo esenciales.
En la Argentina de 1984, la idea de privatizar los organismos estatales resultaba para el 79 por
ciento de la población una medida que podía hacer peligrar la integridad del patrimonio de la nación.
Cuatro años después, la misma encuesta realizada sobre una muestra con características similares a la
primera volcó el resultado a un 12 por ciento4. Los media, en su relanzamiento como imaginarios de la
realidad y la polémica y apoyados por una coyuntura que iba cambiando gradualmente, horadaron a
través de ciertos líderes de opinión la predisposición de los individuos hacia el tema, reconvirtiéndola.
A la decadencia del discurso político tradicional subsanada por la videopolítica, siguió el problema
de la saturación publicitaria. El curso de acción se vio inundado de lemas de campaña anodinos, fotos
en los afiches semejantes a los cinematográficos de rostros con sonrisas afectadas o spots televisivos
que muestran al candidato en una situación inconsistente con su imagen histórica: el sindicalista acos-
tumbrado a las tumultuosas reuniones con sus pares y seguidores, más emparentado con el estandarte y
las marchas que con la escena electrónica, sentado a una computadora, e intentando resolver proble-
mas sociales con Windows.
Este nuevo “crack” es el que probablemente tienda a llevar con éxito a algunos políticos de desistir
del artificio de la pieza publicitaria y proyectarse en inauguraciones de plantas fabriles, escuelas o
planes de saneamiento, o en visitas solidarias, mediante “micros” informativos. Ahora el objetivo es
persistir en el impacto con porciones de realidad (en rigor, de pseudo realidad) que modifiquen en
progresión la experiencia pública.
La declaración de Rousseau acerca de “lo social como corruptor de la decisión de los hombres”,
puede ser desarrollado hoy como “los media, imaginarios fundamentales de la representación social,
que determinan el universo de la experiencia y el campo de la decisión y la acción colectiva, por sobre
el universo y el campo de la autonomía individual”.
Los mass media producen modelos simbólicos, los cuales crean el tramado invisible de la sociedad a nivel
cultural. En la sociedad moderna, cada vez más diferenciada, los media serían un sustituto funcional de
los vínculos del grupo, ocupando el sitio de lo que ya no se puede realizar concretamente, es decir, la
reunión de todo el cuerpo social. (Alexander, en Wolf, 1994: 16).
Respecto de la cuestión de si los media son o no el espejo de la opinión pública, la posición de
Noelle Neumann desplaza resueltamente los términos del problema: los media crean la opinión públi-
ca en tanto proporcionan la presión ambiental a la que las personas responden con solicitud, ya sea con
el consentimiento o con el silencio.
El análisis de los datos finales de las campañas electorales alemanas de 1965 y 1972 realizado por Noelle
Neumann descubría un desplazamiento decisivo en la dirección indicada por el clima de opinión y por la
presión provocada por la manifestación de las tendencias. Los media operan exactamente en esta cone-
xión: logran hacer visible, significativo (y efectivamente dominante) el punto de referencia constituido por
las tendencias que se presentan en vías de expansión en el clima de opinión. (Wolf, 1994: 68).
Sobre la más brillante pieza de propaganda se ubican los hechos, la realidad. En primer término, la
conformada por los pseudoacontecimientos periodísticos, y en segundo, la “real”, que se verifica con
preferencia en la vida cotidiana. Si es que esto último gravita en los procesos de socialización actuales,
nos encontramos frente a una significativa ampliación de los procesos de socialización clásicos. Las
características del ambiente inciden aun con mayor fuerza que los mejores emprendimientos persuasi-
vos. Sin embargo, la realidad y la pieza de propaganda enviada a través de canales psicosociales, tenor
del fuego y recipiente más apropiado para que el banquete seduzca a quien corresponde, deberán ser
revisadas en los próximos capítulos, frente a algunas visibles transformaciones en el espíritu de nues-
tro tiempo.

4
Encuesta realizada por alumnos de la carrera de Comunicación Social de la Universidad del Salvador, Buenos Aires, 1984-
1989, sobre muestras probabilísticas de universos muy heterogéneos, a través de preguntas cerradas.

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3. Canales de acción y estrategias de impacto
Las diferencias entre los modos establecidos, o las experiencias ensayadas hasta hoy para el cam-
bio de opiniones y actitudes, son el resultado de algunas razones que conviene recordar. En principio,
la ubicación de las opiniones y las actitudes como objetos particulares de la publicidad y la propagan-
da, respectivamente, y todas las variables de acción ya comentadas que eso implica. Luego, una se-
gunda razón que supera a la primera respecto de los entrecruzamientos del objeto y el método de in-
fluencia a partir de: a) la integración dada entre publicidad y propaganda, en tanto concepto y estrate-
gia, y b) la consideración de las opiniones y no de las actitudes como germen y motor de la opinión
pública. Por fin, una razón que es posible mantener junto con la segunda: la revalorización de las es-
trategias a largo plazo, mucho menos onerosas y más convenientes para la transformación de las acti-
tudes, traducidas estas últimas en hábitos, costumbres y creencias.
El comentado alto valor de la presión ambiental como factor determinante de los procesos de crea-
ción y cambio de la opinión pública ha llevado progresivamente a considerar el consumo ya no solo
como un fenómeno ligado a los vaivenes del mercado de productos y servicios, sino también como la
exposición general del público de masas a la oferta de realidad mediatizada, y su elección e instrumen-
tación. La configuración de la realidad determinada fundamentalmente por el encuentro con los media
concluye, luego de un proceso decenario, transformando el pseudoacontecimiento en mercancía de
consumo, vehículo de una ya sólida industria cultural.
Sobre estos asuntos, y compelidos por el mencionado cruce de los objetivos en la práctica, se sus-
tenta la necesidad recurrente de amalgamar el concepto de publicidad, propaganda y subpropaganda
hasta obtener una única pieza con características, funciones y fines similares. No obstante, creemos
adecuado en los puntos que siguen separar las técnicas de persuasión, utilizadas originalmente con
fines propagandísticos, de las propuestas publicitarias para la conquista del consumidor, venidas gra-
dualmente a insumos de la propaganda. Durante el estudio de esos temas serán explicadas algunas de
las pautas para el diseño de una campaña de propaganda y las consideraciones especiales que deben
tenerse frente a situaciones de riesgo. En algunas ocasiones no podremos dejar de someter este abanico
de posibilidades a los cambios suscitados en el novedoso contexto de fin de siglo.

3.1. Técnicas de persuasión

La eficacia de los variados recursos técnicos de persuasión, inclusivo aquellos establecidos desde
un marco teórico riguroso, ha sido siempre relativizada. Esto quizás se haya debido más que nada a la
básica complejidad que caracteriza cualquier proceso comunicativo. Puedo insistir en que desvirtuar al
adversario “equis” en medio de una campaña de propaganda política, apuntando a algún aspecto dudo-
so de su imagen o su trayectoria, proporciona importantes réditos electorales. Sin embargo, las res-
puestas de los individuos integrantes de una franja del público de masas, que en principio considera-
mos unidos por un sentimiento común que barre con su propia autonomía de pensamiento (y que, en
este caso, favorece nuestra posición, adversa a la del candidato “equis”), pueden ser diferentes y hasta
imprevistas: “Jamás imaginé que ‘equis’ pudiera haber hecho tal barbaridad” o “¿Cómo se atreven a
difamar a ‘equis’ con semejantes patrañas?”.
Si bien el fenómeno de la disparidad de respuestas de los individuos pertenecientes a un segmento
amplio de público ha sido corroborado ya desde los albores de la investigación sobre los efectos de los
media, hoy se afirma que no es posible siquiera contar con una reacción más o menos uniforme de los
miembros de un grupo o estructura social perfectamente determinados.
En otras palabras, el crecimiento del individualismo es inversamente proporcional a la confianza
depositada sobre las estrategias de impacto, inclusive las que acotan con suma especificidad el radio
sobre el cual van a trabajar. Se trata de una nueva perspectiva de la relación actual entre los argumen-
tos de los medios destinados a formar o dirigir las opiniones y sus efectos sobre las personas, que bien
representa el siguiente diagnóstico:
Es imposible disociar el boom del individualismo contemporáneo del de los media: con la abundancia de
las informaciones multiservicio y los conocimientos que procuran sobre otros mundos, otras mentalidades,
otros pensamientos, otras prácticas, los individuos son conducidos ineluctablemente a “definirse” respecto
de lo que ven, a revisar las opiniones recibidas, a individualizar las opiniones, a hacernos menos tributa-

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rios de una cultura única e idéntica. En el hueco dejado por el hundimiento de los catecismos y las ortodo-
xias, la moda abre la vía de la proliferación de las opiniones subjetivas. (Lipovetsky, 1994: 255).
Hay un conjunto de tácticas destinadas a otorgar un destino de éxito a los procesos de persuasión.
Al margen de cualquier relativismo, cientos de ejemplos de campañas de propaganda en todo el mun-
do podrían corroborar su carácter preferencial cuando se diseña un plan de trabajo. Las técnicas de
persuasión deben respetar los requisitos básicos de la intercomunicación: uso de códigos, experiencias
e ideas comunes, factibles de entendimiento e interpretación, desde la lengua (y aquellos neologismos
instaurados por el habla, como por ejemplo “No apoye al partido de los diputados ‘truchos’”), hasta las
ideas cuya connotación es consensuada culturalmente (“Cuidado, los ‘gorilas’ vuelven”).
El uso de estereotipos que aparejen un fuerte impacto emotivo, es considerado invariablemente
durante cualquier estudio sobre técnicas básicas de persuasión. El estereotipo como representación
simbólica y simplificada de algún rol o fenómeno arquetípico, bastante persistente en el discurso de
los medios (los estereotipos mutan, es obvio, al ritmo de la dinámica social), permite ahorrar esfuerzos
en la delineación de un argumento persuasivo. Un caso bien conocido es la representación de la auto-
ridad en una persona de rasgos duros y ceñidos, por lo que resulta autoritaria y poco confiable, frente a
la autoridad encarnada en el individuo relajado pero segur, serio y presentable pero no acartonado, o
acaso campechano pero de fiar.
De acuerdo con una explicación del concepto que juzgamos suficientemente clara y completa:
Existe una gran disparidad respecto de lo que son los estereotipos. Para muchos autores un estereotipo es
“una colección de rasgos sobre los que un gran porcentaje de gente concuerda como apropiados para des-
cribir a alguna clase de personas”; pero ante la falta de acuerdo, el único camino es establecer las caracte-
rísticas esenciales. Dichas características parecen estar recogidas en Mackie: “el estereotipo alude a aque-
llas creencias populares sobre los atributos que caracterizan una categoría social y sobre las cuales hay un
acuerdo sustancial”. Respecto de los antecedentes históricos del término, hay que decir que viene derivado
de otro término usado más corrientemente, estereotipía: “proceso consistente en atribuir características
generalizadas y simplificadas a grupos de gente en forma de etiquetas verbales”. El primero que acuñó el
término fue Lippmann (en Public opinion, 1922), aludiendo a los estereotipos como “imágenes en nuestra
cabeza”. Se fijó en el carácter irracional, rígido y de discutible veracidad de los estereotipos. Otros autores
se fijan más en otros conceptos. Allport recurre al término de prejuicio y lo define como “una actitud hos-
til prevenida hacia una persona que pertenece a un grupo, simplemente porque pertenece a ese grupo, su-
poniéndose por lo tanto que posee las características objetales atribuidas al grupo”. Como características
fundamentales de la noción de estereotipo habría que citar, en primer lugar, que es el componente cogniti-
vo del prejuicio; en segundo lugar, que encierra una orientación y una evaluación sobre su objeto; en ter-
cer lugar, que constituye un componente conductal; y en cuarto lugar, que se da generalmente en un con-
texto intergrupal, de relación mayoría/minoría. (Piñuel Raigada y Gaitán Moya, 1995: 324).
Sin duda, el diseño de estos pequeños sistemas de signos nos permite ahorrar la producción en pa-
labras de una engorrosa argumentación discursiva; por otra parte, suelen ser más simpáticos. Pero debe
advertirse otra vez que la efectividad de tal o cual alternativa en oposición siempre está determinada
por las características del contexto histórico y social durante ese lapso. Es muy característica de los
emprendimientos de persuasión y manipulación la identificación de un enemigo único, al igual que el
uso de la selección, la omisión, la afirmación o la negación del contenido de una información (opera-
ciones propias de la mentira como propósito), la apelación a la autoridad, o la repetición.

3.2. Reglas y técnicas de la propaganda política

La obra ya clásica de Jean-Marie Domenach, La propaganda política, publicada originariamente


en 1950, constituye el intento fundacional de sistematizar, en la medida de lo posible, las reglas y téc-
nicas de la propaganda política, uno de los fenómenos dominantes del siglo XX.
El objetivo de este apartado es recuperar algunas de las conceptualizaciones que sobre el fenó-
meno ha realizado Domenach, así como un conjunto de reglas y técnicas básicas de la propaganda.
Constituye un objetivo didáctico de relevancia conocer estas reglas y técnicas. Sólo después de adqui-
rir este conocimiento podemos observar cómo la evolución tecnológica de los medios de comunica-
ción social ha amalgamado y dado nueva forma a algunas de estas herramientas.

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Desde que hay rivalidades políticas, es decir, desde el principio del mundo, la propaganda existe y desem-
peña su papel. Fue una verdadera campaña de propaganda la que Demóstenes realizó contra Filipo, o Ci-
cerón contra Catalina. Napoleón, conciente de los procedimientos que hacen admirar a los jefes y divini-
zar a los grandes hombres, había comprendido perfectamente que un gobierno debe preocuparse por obte-
ner el asentimiento de la opinión pública. La fuerza se funda en la opinión. ¿Qué es el gobierno? Cuando
le falta la opinión, nada”. En todos los tiempos, los políticos, los hombres de Estado y los dictadores han
tratado de lograr la adhesión a su persona y a su sistema de gobierno. Pero entre las arengas del Ágora y
las de Nuremberg, entre los graffiti electorales de Pompeya y una campaña de propaganda moderna, no
hay punto de comparación. La ruptura se halla muy próxima a nosotros. (Domenach, 1986: 6-7).
Luego de la Segunda Guerra Mundial, la propaganda comenzó a estructurarse y vehiculizarse a
través de la panoplia de medios de comunicación, con lo que se fueron operando una serie de modifi-
caciones a las modalidades clásicas de elaborar y difundir mensajes propagandísticos.
Al conjunto de los medios empleados en todos los tiempos por los hombres políticos para hacer triunfar su
causa, y que se relacionaban con la elocuencia, la poesía, la música, la escultura y, en suma, con las for-
mas tradicionales de las bellas artes, sucedió una técnica nueva que emplea medios puestos a su disposi-
ción por la ciencia, para convencer y dirigir las masas formadas en el mismo tiempo; es una técnica de
conjunto, coherente, que puede ser sistematizada hasta cierto punto. (Domenach, 1986: 7).
A continuación presentamos, de manera resumida, y a través de las expresiones originales de Do-
menach, las reglas y técnicas que permiten dar cuenta de los modos básicos de funcionamiento de la
propaganda política.

3.2.1. Regla de simplificación y del enemigo único


En todos los campos, la propaganda se esfuerza en primer lugar por lograr la simplicidad. Se trata de divi-
dir su doctrina y sus argumentos en algunos puntos que serán definidos tan claramente comos sea posible.
Toda una gama de fórmulas está a disposición del propagandista: manifiestos, profesiones de fe, progra-
mas, declaraciones, los que bajo una forma generalmente afirmativa, enuncian una cierta cantidad de pro-
posiciones en un texto breve y claro. (Domenach, 1986: 52).
Como uno de los ejemplos más significativos de aplicación de esta regla, Domenach propone la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, que constituyó algo así como el alfabeto de
la propaganda llevada adelante por la Revolución Francesa.
Si bien el texto de la Declaración es de una significativa densidad, posee a la vez una claridad
admirable, ya que no podría encontrarse en este texto ni una palabra de más, ni una de menos. Asi-
mismo, es de destacar que el texto está compuesto por frases cortas y rítmicas, que tiene un efecto alto
de recordación (o memorización).
Constituyen elementos clave en la aplicación de esta regla a los mensajes propagandísticos: el es-
fuerzo por precisar y resumir las ideas, que se concreta con variado éxito en los programas, manifies-
tos y otros formatos que son frecuentes en el ámbito de la política; y la tendencia a una mayor simpli-
ficación se observa en la voz de orden y el eslogan, que deben ser breves y bien formulados.
La voz de orden tiene un contenido táctico: resume el objetivo que debe alcanzarse. El slogan hace un
llamado directo a las pasiones, al entusiasmo, al odio: “Tierra y Paz”, es una voz de orden; Ein Volk, ein
Reich, ein Führer, un slogan. Por lo demás, la distinción no es siempre tan clara. (Domenach, 1986: 53).
Los símbolos, también sustanciales, permiten reducir una doctrina o un régimen. Veamos los
ejemplos clásicos que aporta Domenach: símbolo gráfico (SPQRRF, la inicial de los soberanos reinan-
tes, entre otros), símbolo imagen (bandera, banderín, emblemas o insignias diversas en forma de ani-
males u objetos: cruz gamada, la hoz y el martillo), símbolo plástico (el saludo fascista, el puño levan-
tado, etcétera), símbolo musical (himno, frase musical).
Su valor residía sobre todo en su simplicidad (la cruz es el símbolo más simple y susceptible de ser repro-
ducido con mayor facilidad). La V, adoptada como símbolo aliado, fue un éxito perfecto. Por ser la letra
inicial de “Victoria” tenía un valor directo, y a la vez podía representarse con un símbolo gráfico extrema-
damente simple y cómodo para reproducir en las paredes, con un símbolo plástico (los dos dedos o los
brazos levantados) o bien con uno sonoro (los … ––, trascripción de la V en alfabeto morse, que anuncia-
ban las emisoras de la BBC para los territorios ocupados), y por este camino la V adquiría, por fin, un va-

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lor poético, ya que se confundía con el tema inicial de la Quinta Sinfonía de Beethoven, que evoca los
golpes que el Destino da en la puerta. (Domenach, 1986: 53-54).
Es importante recordar el valor que representa el método de concentración, que Domenach define
como la “capacidad de concentrar una sola persona las esperanzas del campo al cual se pertenece o el
odio que se siente por el campo adverso es, evidentemente, la forma de simplificación más elemental y
más benéfica” (Domenach, 1986: 54). Una de las leyes sobre las que se basa la eficacia de la propa-
ganda es la decisión estratégica de no asignarse más que un objetivo principal por vez. Además, la
individualización del adversario ofrece muchas ventajas al propagandista. Como señala Domenach:
Los hombres prefieren enfrentar a personas visibles más bien que a fuerzas oscuras. Cuando se los con-
vence de que su verdadero enemigo no es tal partido o tal nación, sino el jefe de ese partido o de esa na-
ción, se matan dos pájaros de un tiro: por una parte, se tranquiliza a los propios partidarios, seguros de te-
ner enfrente no una masa resuelta como ellos, sino una multitud engañada conducida por un mal pastor
que la abandonará cuando se abran sus ojos; por otra parte se puede esperar que se divida el campo con-
trario y se desprendan algunos elementos. Por lo tanto, se atacará siempre a individuos o pequeñas frac-
ciones, nunca a masas sociales o nacionales en conjunto. (Domenach, 1986: 55).

3.2.2. Regla de exageración y desfiguración


La estrategia consistente en exagerar las informaciones que convienen al propagandista, o bien de
tergiversar o sacar de contexto los dichos y las acciones del adversario constituyen procedimientos
básicos del armado de toda campaña propagandística. Veámoslo con las expresiones de Domenach:
La exageración de las noticias es un procedimiento periodístico utilizado por la prensa partidista, que hace
resaltar todas las informaciones que le son favorables: así se trate de una frase aventurada por un político,
como del paso de un avión o un navío desconocidos, transformados en pruebas amenazantes. Otro proce-
dimiento frecuente es el uso hábil de citas desvinculadas de su contexto. (Domenach, 1986: 57-58).
Sin embargo, conviene analizar una apreciación ética respecto del uso de esta regla: debe tenerse
siempre presente que constituye uno de los recursos de manipulación más repetido, aunque no por eso
menos eficaz. El problema es que se basa en el uso conciente de información falsa, o de “verdades a
media”. Una estrategia óptima de la propaganda requiere de expresiones que puedan ser comprendidas
por la mayoría de sus destinatarios intencionados. Para lograr este objetivo, conviene proceder de la
manera que sigue:
En primer lugar, deberá presentarse la idea en términos generales y de la manera más contundente, tratan-
do de matizar y detallar lo menos posible. No se le creerá a quien comienza por establecer límites a sus
propias afirmaciones. Para quien busca el favor de las muchedumbres vale más no decir “cuando yo esté
en el poder los funcionarios ganarán tanto, el salario familiar será aumentado en tanto”, etc., sino más bien
“Todo el mundo será feliz”. (Domenach, 1986: 59).

3.2.3. Regla de orquestación


Bien sabido es que la primera condición para elaborar una campaña propagandística eficaz es la
repetición incesante de los temas principales.
La repetición pura y simple fatigaría pronto. Se trata, entonces, de insistir con obstinación en el tema cen-
tral, presentándolo bajo diversos aspectos. La propaganda debe limitarse a una pequeña cantidad de ideas
repetidas siempre. La masa solo recordará las ideas más simples cuando le sean repetidas centenares de
veces. Los cambios que se introduzcan nunca deberán afectar el fondo de la enseñanza que uno se pro-
ponga divulgar, sino solamente la forma. Es por esto que la voz de orden debe presentarse bajo diferentes
aspectos, pero figurar siempre condensada en una fórmula invariable como conclusión (como sostenía
Hitler en Mein Kampf), no es una invención, sino la sistematización, procedimiento ya conocido por el
viejo Catón, quien terminaba todas sus arengas con “delenda Cartago”, y que usaba también Clemenceau
cuando introducía en todos sus discursos la famosa fórmula “Hago la guerra”. La persistencia del tema,
junto con la variedad de su presentación, es la cualidad rectora de toda campaña de propaganda. (Dome-
nach, 1986: 59-60).
La orquestación de un tema dado consiste en su repetición por todos los órganos de propaganda,
en forma adaptada a los diversos públicos. Debe destacarse que gran parte del éxito de una campaña

13
obedecerá al hallazgo de un gran número de modalidades para presentar mensajes que conserven la
esencia sobre la que se quiere insistir, que muestren siempre un gran matiz diferente.
Una gran campaña de propaganda triunfa cuando logra expandirse en ecos infinitos, cuando consigue que
en todas partes se discuta un mismo tema de las más diversas maneras, y cuando establece entre los que la
han iniciado y aquellos en quienes ha repercutido un verdadero fenómeno de resonancia cuyo ritmo puede
ser mantenido y amplificado. Es evidente, por otra parte, que para obtener esta resonancia el objetivo de la
campaña ha de corresponder a un deseo más o menos conciente en el espíritu de las grandes masas. Con-
ducir y desarrollar una campaña de propaganda exige que se siga de cerca la progresión, que se la sepa
alimentar continuamente con informaciones y slogans nuevos, y que se la reanude en el momento opor-
tuno bajo una forma diferente y tan original como sea posible (reuniones, votos, obtención de firmas, ma-
nifestaciones de masa). Una campaña tiene su duración y su ritmo propios; debe “prenderse”, al principio,
de un acontecimiento especialmente importante, desarrollarse en forma tan progresiva como sea posible y
terminar en apoteosis, generalmente con una manifestación masiva. Son verdaderos fuegos de artificio,
donde los cohetes se suceden, cada vez más cargados, hasta caldear el entusiasmo y llegar a una cima que
habrá de alcanzarse con el lanzamiento del último. La rapidez es en todos los casos el factor primordial de
una campaña de propaganda. Es preciso encontrar revelaciones y nuevos argumentos continuamente, a un
ritmo tal que, cuando el adversario responda, la atención del público se desplace ya hacia ora parte. Sus
respuestas sucesivas no lograrán superar la marea creciente de las acusaciones, y su único recurso será
arrebatar la iniciativa, si es que puede hacerlo, y atacar aun con más rapidez. (Domenach, 1986: 61-62).
Como parte de la regla de orquestación se analiza la técnica de globo de ensayo, que Domenach
define como:
En todos los países, a ciertos diarios y algunos comentaristas radiales, se les encarga el lanzamiento de
“globos de ensayo”. La manera de reaccionar de la opinión nacional e internacional es una preciosa indi-
cación para orientar la política. El “globo de ensayo” se emplea, sobre todo, en la propaganda de guerra o
para preparar un cambio de política exterior. Son éstas, a veces, “misiones sacrificadas”. Si la reacción de
la opinión pública es desfavorable, o si las circunstancias cambian súbitamente, el diario o el informador
encargado de lanzar el globo de ensayo es desautorizado y acusado de falta de seriedad, o aun de “provo-
cador” al servicio del adversario. (Domenach, 1986: 64).
Otra técnica fundamental para entender la operatoria de la propaganda es la conocida con el nom-
bre de técnica de la diversión, o bien ofensivas de diversión que consiste básicamente en distraer la
atención o desviarla hacia otros temas.

3.2.4. Regla de transfusión


Existe una estrecha relación entre la propaganda y la base de mitos, prejuicios y actitudes. Dome-
nach planteó esta interrelación de una manera magistral, como podrá observarse en el fragmento que
reproducimos a continuación.
Los verdaderos propagandistas no creyeron nunca que se pudiera hacer propaganda partiendo de cero e
imponer a las masas cualquier idea en cualquier momento. La propaganda opera siempre sobre un sustrato
preexistente, se trate de una mitología nacional (la Revolución Francesa, los mitos germánicos), o de un
simple complejo de odios y de prejuicios tradicionales. Es un principio conocido por todo orados público
el de no contradecir frontalmente a una muchedumbre, comenzando por declararse de acuerdo con ella,
por colocarse en su corriente, antes de doblegarla. El gran publicista norteamericano Lippmann escribió
en Public opinion: “El jefe político apela en primer lugar al sentimiento preponderante de la muchedum-
bre (…)”. Lo que importa es aproximar, por medio de “la palabra y de asociaciones sentimentales”, el
programa propuesto a la actitud primitiva manifestada “en la muchedumbre”. Este método lo encontrare-
mos fácilmente en los grandes oradores de la Antigüedad: Demóstenes y Cicerón. Los modernos especia-
listas de la propaganda no han hecho más que extenderlo en forma sistemática a las grandes masas, lo cual
ya había sido perfeccionado por la publicidad. El señalamiento y la explotación de los gustos del público,
aun en lo que a veces tienen de más turbio y absurdo, con el objeto de ajustar a ellos la publicidad y la
presentación de un producto, constituyen la más grande preocupación de los técnicos de la publicidad. Lo
esencial es comenzar por dar la razón a la clientela (…) Existen en la psiquis de los pueblos sentimientos
concientes o inconscientes que la propaganda capta y explota. (Domenach, 1986: 67-68).
Sin embargo, Domenach se encarga de aclarar que la propaganda no constituye un instrumento to-
dopoderoso, como puede observarse en el siguiente fragmento:

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Sería erróneo ver en la propaganda un instrumento todopoderoso que oriente las masas en cualquier direc-
ción. Aun el “atiborramiento de los cráneos” se hace en un sentido bien determinado. Esto lo saben bien
los periodistas que no ofrecen a sus lectores más que informaciones escogidas y digeridas a fin de tranqui-
lizarlos y afirmarlos en sus convicciones. Todo el arte de “los diarios de opinión” consiste en sugerir al
lector, mediante la selección y la presentación de las noticias, argumentos que sirvan como respaldo a su
propio partidismo, y en saber inspirar ese sentimiento reconfortante que se expresa con frases como: “Es-
taba seguro”, “Ya lo había dicho yo”, “Lo hubiera apostado”. Huelga decir que el resentimiento y la ame-
naza deben descartarse en el lenguaje de la propaganda, cuando se quiere convencer y atraer. “Franceses,
tenéis mala memoria”, es una frase que ha dejado un mal recuerdo, y el slogan usado cuando el empréstito
de octubre de 1944, “Hay medidas más radicales que el empréstito”, fue una propaganda muy mala. (Do-
menach, 1986: 68-69).

3.2.5. Regla de la unanimidad y del contagio


Los estudios sociológicos han clarificado la influencia que ejerce el grupo en la formación, la con-
solidación y hasta en la modificación de las opiniones de los individuos miembros del grupo, como ya
hemos estudiado. También surge esta fuerte influencia cuando se analizan los fenómenos de confor-
mismo social. Como señala Domenach en el texto que incluimos a continuación, la psicología social y
los estudios de la opinión pública han venido a confirmar estas tendencias:
Es sabido por todos aquellos que practican los “sondeos de opinión”, que un individuo puede tener sobre
un mismo asunto dos opiniones muy distintas, y a veces contradictorias, según opine en tanto que miem-
bro de un grupo social (Iglesia, partido, etc.), o bien a título personal. Está claro que dos opiniones contra-
rias subsisten en el espíritu del sujeto sólo por la presión de los diversos grupos sociales a los que pertene-
ce. La mayoría de los hombres desean, ante todo, armonizar con sus semejantes. Rara vez osarán perturbar
la armonía que reina en torno de ellos expresando una idea contraria a la de la generalidad; de lo que se
refiere que una gran cantidad de opiniones públicas son, en realidad, una adicción de conformismos, man-
tenidos porque el sujeto cree que su opinión es también unánimemente sostenida por quienes lo rodean.
La tarea de la propaganda será entonces la de reforzar esa unanimidad, y aun la de crearla artificialmente.
Gallup cuenta una leyenda e ilustra bien esa habilidad elemental. Es la historia de tres sastres de Londres
que dirigieron una petición al Rey, firmándola: “Nosotros, el pueblo inglés”. Todas las proclamaciones,
todos los manifiestos comienzan así, con una formación de unanimidad: “Las mujeres de Francia exi-
gen…”, “el pueblo de París reunido en…”. Es divertido ver, algunas veces, dos partidos políticos de ten-
dencias opuestas reunir, con pocos días de intervalo y en la misma sala, al “pueblo parisiense”, o dirigirse
igualmente al gobierno en nombre del “unánime sentimiento popular”. Esa misma preocupación lleva a
los partidos a inflar la cantidad de sus manifestantes en proporciones increíbles, y a veces absurdas. Se
trata siempre de crear ese sentimiento lleno de exaltación y de miedo difuso, que lleva al individuo a
adoptar las mismas concepciones políticas que parecen compartir la casi totalidad de las personas que lo
rodean, sobre todo si de esas concepciones se hace una ostentación no desprovista de amenaza. Crear la
impresión de unanimidad y utilizarla como un medio de entusiasmo y terror al mismo tiempo es el meca-
nismo básico de las propagandas totalitarias, como ya hemos podido entreverlo cuando examinamos el
manejo de los símbolos y la ley del enemigo único. (Domenach, 1986: 70-71).
La propaganda dispone de toda clase de recursos para crear ilusión de unanimidad. Utilización de
líderes científicos, artísticos, deportivos que desempeñan el papel de “personalidades-piloto” (el públi-
co que los admira puede dejarse influir por las predisposiciones políticas de estos líderes), y el uso de
manifestaciones de masas, como mítines, desfiles, multitudinarias reuniones en plazas y estadios de-
portivos. Los elementos simbólicos utilizados en esas manifestaciones han sido analizados exhausti-
vamente por el autor.
Las banderas, estandartes y ornamentos crean un decorado imponente, con tanto más poder de exaltación
cuanto que el color que domina es por lo general el rojo, cuyo efecto fisiológico ha sido muchas veces
subrayado. Los emblemas e insignias que se reproducen en los muros, en los banderines, y que se encuen-
tran también en los brazaletes y en las solapas de los adeptos producen un doble efecto: fisiológico inme-
diato de fascinación el primero, y casi religioso el otro; porque estos símbolos contienen una significación
profunda, como si poseyeran el poder reunir de por sí tan grandes masas en torno de ellos en una suerte de
culto ritual. Las inscripciones y divisas que condensan los temas del partido en slogans que se repiten en
los discursos y en los gritos de los asistentes. Los uniformes de los militantes completan la decoración, y
sobre todo, crean una atmósfera de heroísmo. La música contribuye grandemente a ahogar al individuo en
la masa y a crear una conciencia común (…). Todo el mundo oyó hablar del desencadenamiento casi au-

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tomático del delirio místico, por la propagación de una melopea obsesionante de cantos y de tamboriles,
en ciertas sectas religiosas primitivas. Es difícil sustraerse al imperio de algunas frases musicales, hasta
para los individuos más evolucionados. Esta emoción, esta comunión culmina con el himno, canto simbó-
lico del partido o de la nación, del cual cada nota se oye directamente con el pecho, y es repetida en coro
por los asistentes, con una religiosa gravedad. El canto colectivo es el medio más seguro de fundir una
muchedumbre en un solo bloque, y de inspirarle el sentimiento de que constituye un solo ser. Bandas,
himnos, gritos escandidos, todos estos “tóxicos sonoros” son los ingredientes esenciales del delirio de la
multitud. Y si es de noche, proyectores y antorchas aumentan la fascinación y contribuyen a crear una
atmósfera religiosa en la que flotan los mitos. (Domenach, 1986: 74-75).
Finalmente, respecto de la importante función que desempeña la inducción de sentimientos de
unanimidad en los públicos a los que va dirigida una campaña propagandística, Domenach detalla:
La unanimidad es, al mismo tiempo, una demostración de fuerza. Uno de los fines esenciales de la propa-
ganda es manifestar la omnipresencia de los adeptos y su superioridad frente al adversario. Los símbolos,
las insignias, las banderas, los uniformes, los cantos, forman un clima de fuerza indispensable para la pro-
paganda. Se trata de mostrar que “uno está allí” y que “se es el más fuerte”. (Domenach, 1986: 80).

3.3. Aplicaciones actuales de las reglas y técnicas

A tal punto se han arraigado estas técnicas al mundo de la propaganda en sus diferentes tipos que
ya forman parte, aunque en algunos casos con otras denominaciones, de la orientación pública (espe-
cialmente el periodismo) y el conocimiento de mucha gente.
No es fortuito que estemos acostumbrados a escuchar declaraciones como:
 “Ese señor miente”, “¿Por qué no hablan también de las cuestiones que aun no han podido
solucionar?” (omisión, una de las operaciones de la mentira),
 “La culpa de todo la tiene ‘zutano’” (recurso –o bien necesidad natural– de apelación a la
figura de un enemigo personalizado, que generalmente es la máxima autoridad),
 “Este grave problema solo puede solucionarlo el presidente” (o “el presidente” o “nuestro
presidente” como claras –y subyugantes– referencias a quien tiene la autoridad),
 “¡Justicia, justicia, justicia!” (deseo imperioso de repetir a modo de consigna el objetivo an-
helado), o
 “La manzana suma las propiedades de cada una de las demás frutas. Búsquela en la ‘manza-
nería’ de su barrio” (sustitución de nombres, agregado o resta de terminologías favorables o
desfavorables con connotaciones decisivas; otro ejemplo: reemplazar “banqueros” por “pa-
tria financiera”).
Nos enfrentamos, así, con una serie de tácticas centenarias de persuasión utilizadas por los propa-
gandistas, que la opinión pública y sus agentes de orientación y manipulación han ido aprendiendo a
detectar gradualmente por experiencia.
En su clásico trabajo sobre el tema, Brown, interpreta que las técnicas siguen la línea de canales
bien establecidos y comunes a la mentalidad humana media, y lo explica argumentando que la mayoría
de la gente quiere sentir que las cosas son simples y no complejas, que se confirmen sus prejuicios,
que “pertenece”, con la implicación de que los demás no, y que necesita encontrar a un enemigo al que
culpar por sus frustraciones. De tal modo, el propagandista puede sugerir –o sugestionar, vale recor-
darlo– con éxito una idea nueva o un cambio de conducta, si considera adecuadamente las actitudes
previas, el nivel intelectual y el contexto socio-cultural de su auditorio.
Como ya explicamos, modificar de raíz conductas o hábitos que se consideran inconvenientes para
mejorar las relaciones sociales, tales como consumir psicofármacos o alcohol en exceso, y otras des-
viaciones similares, no debe ser un objetivo buscado en el corto plazo, y a través de consignas raciona-
les. Pero esta advertencia puede confundirnos y llevarnos, en el otro extremo, a apostar todos nuestros
recursos en un juego de sugestiones. En general, se tiende a considerar efectivos los logros de una
profunda acción psicológica, cuando en realidad no son más que ilusorios, puesto que su permanencia
es exactamente igual a la del imperio de la estrategia de sugestión. Cuando este finaliza, los individuos
vuelven de su sopor, y la opinión o conducta transformada, a su estado precedente.
Es común que los tratados de psicología social aplicada al estudio de la opinión pública partan de
una afirmación comprobada y comprobable: la personalidad de todos los individuos responde a cual-

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quier estímulo por medio de tres niveles; primero, desde el núcleo de su personalidad, lugar donde se
asientan las creencias y otros rasgos particulares; luego, desde el nivel de las actitudes, donde habitan
las acciones en potencia; por último, desde el nivel de la opinión manifiesta, equivalente a la exteriori-
zación de las actitudes.
El enfoque general de esta disciplina advierte indirectamente sobre lo imperioso de concentrar un
emprendimiento de persuasión sobre la totalidad del universo psíquico de las personas. Y, justamente
aquellas involucradas en las situaciones de alto riesgo social que mencionábamos líneas atrás, no ha-
rán más que mofarse de un consejo que apele sólo a la razón (“Sida. La ignorancia contagia”, “Para
tener una ciudad limpia, lo primero que hay que hacer es no ensuciarla”).
Con velocidad corrió en nuestro país una famosa réplica al lema “No te drogues, la droga mata
lentamente”: “¿Y qué? Yo no tengo ningún apuro en morirme”. El lema impreso en una pequeña cal-
comanía para automóviles era puesto a la sombra de una gigantesca ironía. Los factores que condicio-
nan las actitudes o conductas-respuestas sociales suelen ser ejemplos periodísticos y publicitarios de
cómo influir en la opinión pública, utilizando técnicas persuasivas en campañas de propaganda.
Conviene aclarar la distinción dada entre persuasión e influencia: estriba en que “la primera impli-
ca un grado mayor de intencionalidad que la segunda. Es decir, podemos influir en una persona aun-
que no sea esa nuestra intención. Pero nunca se producirá un intento de persuadir a alguien que no sea
intencionado.” (Coll, Pozo, Sarabia y Valls, 1992: 171).
Para el análisis o implementación de tácticas de propaganda, e inclusive de aquellas presentadas
con forma de relato periodístico (por ejemplo, selección de títulos con determinada tendencia, o posi-
ción frente a un hecho manifestada a través de editoriales o caricaturas plenas de ironías), se requiere
en principio de un análisis particular, con carácter preventivo, del segmento social que se ha elegido
como objeto de afectación.
Para ello, y en líneas generales, debe contarse con las características elementales que definen:
 la naturaleza humana ¿qué aspectos favorables o desfavorables posee el promedio de esos in-
dividuos frente a tal o cual situación?,
 la cultura, una prolija determinación de las clases sociales a las que nos dirigimos,
 el porcentaje de cada sexo,
 el factor situacional o de crisis, la experiencia indica que ciertas conductas exteriorizadas pue-
den generar una crisis social, y por esto deben ser neutralizadas psicológicamente,
 grupos de pertenencia, los valores de ese grupo y las pautas de conducta resultantes de esos
valores,
 los líderes, que actúan como eje de la orientación de las decisiones.
Las consideraciones tenidas durante el estudio del nuevo contexto de la educación también han
contemplado algunas de las variables citadas y, particularmente, la importancia del profesor-líder.

3.4. La persuasión en el ámbito educativo

Sin embargo, no pocas disquisiciones realizadas durante las últimas décadas ofrecen motivos para
entender que el sujeto y la categorización del liderazgo pudieron haber cambiado, y también la clave
para el mejoramiento del proceso educativo, para muchos, paradigma del proceso de la comunicación.
En representación de estas presuntas nuevas consideraciones para optimizar el rol del docente en
las estrategias de persuasión dentro del aula, elegimos dos autores, Marshall McLuhan y Gilles Lipo-
vetsky. Ambos reflejan el pensamiento de su época: McLuhan revolucionó en la década de 1960 el
diagnóstico de la relación entre los instrumentos para comunicar y las personas, a partir del vertiginoso
avance de la técnica. Veinte años después, Lipovetsky desarrolló su idea sobre las características de
las relaciones sociales hacia fin de siglo (resistentes del pasado, más abocadas al hoy que, en sí mismo,
también es efímero), quizás una síntesis transformadora de lo discutido hasta entonces. Para McLuhan:
El aprendizaje, el proceso educacional, durante mucho tiempo relacionó exclusivamente con lo adusto.
Hablamos del estudiante “serio”. Nuestro tiempo presenta una oportunidad única para aprender mediante
el humor: un chiste penetrante e incisivo puede tener más significación que las banalidades encuadernadas
entre dos tapas de libro. Hay un mundo de diferencia entre el aula y el ambiente de información eléctrica
integrada del hogar moderno. Al niño televidente de hoy se lo afina con el diapasón de las noticias “adul-
tas” al minuto, y queda perplejo cuando ingresa al ambiente del siglo XIX que caracteriza todavía al sis-

17
tema educacional, con información escasa pero ordenada por patrones, temas, y programas fragmentados
y clasificados. (…) El niño de hoy está creciendo absurdo, porque vive en dos mundos y ninguno de ellos
lo impulsa a crecer. Crecer; esta es nuestra nueva tarea, y ella es TOTAL. La mera instrucción no basta.
(McLuhan y Fiore, 1995: 10 y 18).
Por su parte, Lipovetsky también analiza el problema de la traslación del eje persuasivo, ubicado
tradicionalmente en la tarea presencial, argumentando que:
La socialización de los individuos en virtud de la tradición, de la religión, de la moral, va cediendo terreno
a la acción de la información mediática y de las imágenes. Nos hemos apartado definitivamente de eso
que Nietzsche llamaba “la moralidad de las costumbres”: la domesticación cruel y tiránica del hombre por
el hombre, en rigor desde la noche de los tiempos, así como la instrucción disciplinaria, han sido reempla-
zadas por un tipo de socialización totalmente inédito, SOFT, plural, no coercitivo, y que funciona a través
de la elección, la actualidad, el placer de las imágenes. (Por otra parte) existe la voluntad de restaurar la
autoridad del profesor y del saber sin que ello socave la importancia de las relaciones y la consideración
de las motivaciones subjetivas en el orden pedagógico. (Lipovetsky, 1994: 257 y 283).
El estudio de los procesos de influencia en el aula como parte del contexto de la última reforma de
la educación, define al comunicador como la persona que ejerce un proceso de influencia social, “per-
sona significativa” respecto del individuo objeto de influencia. En el ámbito escolar este papel lo
desempeñan el profesor y los alumnos de la escuela.
En lo conceptual y en la pragmática, la figura del líder ha sido siempre asociada a los procesos de
influencia social. La línea de investigación sobre los efectos de los media entiende por líder a la perso-
na destacada en un ámbito específico (periodistas o especialistas líderes de opinión en, por ejemplo,
economía), y que por el alto valor retórico de su discurso y un mejor acceso a la información de su
competencia, sirve de intermediario entre los acontecimientos de la realidad y el público receptor,
formando, orientando o modificando la opinión pública sobre aquellos5.
Si la publicidad y el periodismo son ejemplos de factores útiles para implementar técnicas de per-
suasión, es probable que resulte adecuado involucrar esas importantes profesiones o acciones deriva-
das de la comunicación social, en el terreno de la propaganda. Para ello podemos parafrasear la defini-
ción clásica de Domenach y redenominar propaganda como una parte de la política (o bien de la eco-
nomía, de la salud, del deporte u otros ámbitos de la vida institucional) en donde la persuasión mues-
tra, como en la publicidad y el periodismo, toda la fuerza de su naturaleza, por lo corriente a través de
acciones psicológicas. Además de persuasiva, una estrategia de propaganda tiende a ser sugestiva en
menor grado, y compulsiva en sistemas totalitarios o en situaciones de altísimo riesgo (por caso, inten-
tos de atenuar un creciente índice de suicidios).
Ahora, en cuanto a la usualidad de implementar acciones de sugestión psicológica, pretendemos
dejar definitivamente establecido que un emprendimiento de persuasión calificado tiene la obligación
de ubicar el justo medio entre la apelación irracional, no controlable por el público, y las consignas
dirigidas sólo al pensamiento conciente, que no bastan para provocar un impacto sobre las actitudes.
Asegurados de todo lo recomendado hasta aquí y dispuestos a emprender una estrategia, corresponde
formularnos tres preguntas que nos aproximan a un método viable y efectivo.
 ¿Cuáles son las conductas que se pretenden suprimir, cuáles reemplazar y cuáles crear, y cuá-
les son las tácticas más adecuadas para lograrlo?
 ¿A qué experiencias cognoscitivas y características psicológicas de la población se recurrirá
para lograr los cambios deseados en las actitudes y las conductas?
 ¿Cuáles son las instituciones y las personalidades aliadas, enemigas o adversarias que debe-
rían intermediar o a las que habría que apelar (en una clara alusión a los líderes de opinión)?
La actualidad nos permite identificar las posibilidades de transformación de la opinión pública
enunciadas, en plena acción. Inclusive las más agresivas (“No le robe al Estado: facture sus ventas”),
con todos los inconvenientes que esta clase de apelaciones acarrean, y que ya hemos observado en
varias oportunidades.

5
Conviene ampliar este punto con una revisión de los conceptos centrales de la teoría del líder de opinión. Los primeros
estudios empíricos experimentales que Paul Félix Lazarsfeld encabezó en los Estados Unidos, en la década de 1940, determi-
nan los cinco factores que condicionan los efectos de los media: exposición selectiva; retención selectiva; interpretación
selectiva; grupos de pertenencia y referencia y normas de los grupos; líderes de opinión.

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La propaganda, la publicidad, el periodismo a través de todos sus géneros y modelos y muchas
otras áreas de la actividad humana han sido y son utilizadas para convencer o persuadir, sugerir o
compulsar al gran público o a un sector particular de la sociedad. A través de medios masivos, colecti-
vos o interpersonales de difusión, las técnicas para persuadir actualizan, reemplazan o transforman
actitudes y conductas, en beneficio de la voluntad de un sujeto, factor de poder o grupo de presión.

3.5. Insumos publicitarios

La evolución de las técnicas y los canales publicitarios han determinado, a partir de la segunda mi-
tad de este siglo, una creciente complejidad y sofisticación de los mensajes y los medios utilizados por
la propaganda. Como señala Calcagno, el desarrollo de las técnicas publicitarias, cuyos orígenes datan
de fines del siglo pasado, y cuyos aportes a la propaganda comenzaron a hacerse evidentes a partir de
la Primera Guerra Mundial, es uno de los factores que contribuyen en la estructuración de la propa-
ganda contemporánea a partir de los inicios de la década de 1950.
En Estados Unidos se halla en germen las condiciones para la transformación de la Propaganda moderna
en Propaganda contemporánea. Frente a la presencia del mensaje publicitario, el público consumidor –que
durante la época bélica se había visto expuesto a un verdadero atosigamiento comunicacional deviniente
de la acción propagandística– comenzará a presentar una creciente resistencia a los estímulos de persua-
sión. Ante ello, la Publicidad deberá emplear una sutileza cada vez mayor para lograr efectividad. (Calca-
gno, 1992: 238-239).
Pero esta frenética e inevitable irrupción de la publicidad en las estrategias de comunicación insti-
tucional no solamente ha aggiornado la normativa de la propaganda sino que provocó junto con otros
motivos ya mencionados en este trabajo, el trasvasamiento de las denominaciones ortodoxas.
En la década de 1960, el reemplazo de “publicidad” por “propaganda” es bastante generalizado,
inclusive entre los especialistas. Es el momento de la consolidación del marketing como proceso obli-
gado de estudio y motor de las políticas de comunicación empresariales. Y la publicidad es una parte
fundamental de ese proceso.
Con las técnicas y las nomenclaturas, cambian algunos enfoques: una nueva idea (o la idea que in-
tenta renovarse, como por ejemplo “Dele el pecho a su hijo”) o el sujeto que moviliza esa idea (diga-
mos, un candidato político) pasan a ser “productos”, y la conducta de los individuos empieza a medir-
se en términos de “conducta de compra”; luego, se acostumbra a referir a la opinión pública con la
denominación “mercado” o “consumidores”, y la adopción de una sugerencia o consejo moral, igual
que con un servicio de transporte o una gaseosa, equivalen a una “venta”.
Estamos transitando algunos de los fenómenos sobre los que se erige la industria cultural, cuyos
más importantes referentes debemos conocer. Pero a esta altura, conviene subrayar el nuevo sentido
teórico que las técnicas publicitarias otorgan al intercambio de ideas y pautas de comportamiento. Al
respecto, escogemos la referencia del especialista mexicano Sánchez Ruiz en un artículo sobre las
incidencias de los bloques económicos internacionales sobre el intercambio de información:
Cuando hablamos de productos culturales, como programas de televisión, no solamente hablamos de mer-
cancías a secas, sino también de propuestas de sentido, propuestas culturales, de identidad y alteridad, de
orgullo potencial por ser quien se es y como se es colectivamente, de escalas de valores, éticas y estéticas
sociales, entre otras cosas. (Sánchez Ruiz, 1993: 37).
Recurriendo otra vez a las nociones básicas de nuestras disquisiciones teóricas, podemos adaptar-
las a la reformulación de algunos conceptos. Es decir, intentar conocer la particular posición tomada
por el mundo del marketing y la publicidad respecto de esas nociones.
En principio, decimos que mediante la acción y el aprendizaje, los seres humanos adquieren
creencias y actitudes. Estas últimas, al mismo tiempo, influyen en su conducta de compra.
Phillip Kotler, quizás el más importante autor de manuales sobre técnicas de marketing, distingue,
en algunas de sus aproximaciones teóricas, creencias de actitudes. De acuerdo con su enfoque, una
creencia es un pensamiento descriptivo acerca de algo, basada en conocimientos reales, en opiniones o
en la fe, y que no necesariamente tienen un elemento emocional. Mientras, una actitud describe las
evaluaciones cognoscitivas duraderas de tipo positivo o negativo de una persona, sus sentimientos y
las tendencias de acción hacia un objeto o idea.

19
Nótese que a pesar de haber calificado de “particular” el enfoque que el mundo de la comerciali-
zación elige para tratar estos temas, el pensamiento de Kotler no se aparta casi de la línea expuesta
hasta ahora. No obstante, hay algunas particularidades más concretas que debemos enumerar. Los
especialistas en marketing, las consultoras y encuestadoras, las agencias de publicidad y los demás
actores responsables de las variaciones en el curso del mercado que han intentado teorizar sobre la
normativa de su trabajo, convienen en que las personas forman actitudes hacia casi todo: religión, polí-
tica, ropa música o alimentos.
Con la difuminación de los límites que dividen propaganda de publicidad, religión o política y
alimentos o ropa aparecen en un mismo nivel de importancia, no hay distinciones entre ninguno de
esos y otros ítems como objetos de afectación de las estrategias de marketing.
Desde la conceptualización general, las actitudes crean en el hombre atracciones y aversiones ha-
cia los múltiples y variados productos y servicios ofrecidos por la industria y el comercio, que harán
que se acerque o aleje de ellos.
Las campañas publicitarias encargadas a las agencias por los empresarios anunciantes intentan que
los productos o servicios encajen en las actitudes de la gente, en lugar de buscar cambiarlas. En rigor,
el trabajo sobre las opiniones –menos costoso, puesto que es posible con estrategias de corto plazo
(por cierto, más acorde con el ritmo de la cultura-minuto)– busca, por la naturaleza misma de su obje-
to, una decisión perentoria, “de momento”, por parte del mercado.
A continuación transcribimos un modelo aggiornado de la formación de opiniones y actitudes
humanas vista desde el enfoque de la publicidad, en el marco de las condiciones de premura y contin-
gencia que definen la sociedad actual:
Lo que distingue a la publicidad es que no pretende reformar al hombre y las costumbres, y toma realmen-
te al hombre tal cual es, procurando estimular solamente la sed de consumo que ya existe. La publicidad
se contenta con explicar la aspiración común al bienestar y a la novedad. Ninguna utopía, ningún proyecto
de transformación del espíritu: el hombre es considerado en el presente, sin visión del porvenir… Se trata
de difundir normas e ideales en realidad aceptados por todos, pero poco o insuficientemente practicados.
¿Quién no está de acuerdo con que el alcohol causa estragos? ¿Quién no ama a los bebés? ¿Quién no se
indigna por el hambre en el mundo? ¿Quién no se conmueve ante el abandono de los ancianos? La publi-
cidad no toma a su cargo la redefinición completa del género humano, explota lo que se halla en germen
haciéndolo más atractivo para más individuos… ¿Qué no se habrá dicho sobre el poder diabólico de la
publicidad? No obstante, bien mirado, ¿hay un poder cuyo impacto sea tan moderado? Pues, ¿sobre qué se
ejerce? A lo sumo, y eso ni mecánica ni sistemáticamente, consigue hacer comprar tal marca algo más que
tal otra… Es poco. Vital para el crecimiento de las empresas, pero insignificante para las vidas y las op-
ciones profundas de los individuos. (Lipovetsky, 1994: 219).
Las opiniones –variables, volátiles–, más o menos determinadas por las actitudes, serán el lugar
elegido por un argumento de venta. Aunque siempre hay excepciones en las que el gran costo y el
tiempo que supone la tentativa de apelar a un cambio de actitud puede compensarse con los resultados.
Nunca ha sido fácil para la publicidad lograr que un producto, similar en su esencia y función a
otros tantos, pudiera instalar su nombre de marca en la mente de los consumidores. Pero es sin duda el
diseño de una “imagen de marca”, utilizado en la década de 1950 por el muy reconocido David Ogil-
vy, la técnica que con mayor efectividad ha logrado hasta hoy distinguir un producto de otro para me-
jorar su posicionamiento en el mercado.
Dentro de una descripción de teorías y modelos publicitarios, el especialista Pedro Billorou define
el concepto de imagen como “el conjunto de creencias y asociaciones que poseen los públicos que
reciben comunicaciones directas o indirectas de personas, productos, servicios, marcas, empresas o
instituciones”, y señala que “la imagen configurada es siempre un hecho emocional” (Billorou, 1983:
211-212). La “imagen” equivale a las historias, las fantasías, los valores u otros rasgos culturales atri-
buidos al producto o servicio, y que se proyectan sobre a experiencia intelectual y emocional de quie-
nes lo consumen. El recurso permite que hasta una paradoja resulte viable: el cigarrillo, pernicioso
para la salud, puede tener, como en el caso de Marlboro, un lazo de pertenencia al individuo con el
oxigenante mundo del deporte.
Hay otra lectura posible de las condiciones de éxito de un mensaje publicitario. Nos referimos a
los basamentos teóricos del mensaje como estímulo que debe provocar las necesidades potencialmente
instaladas en el público. En otras palabras, el medio de comunicación no como generador de preferen-

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cias, intereses, deseos o necesidades, sino como un factor desencadenante de las mismas, capaz de
ofrecer canales de satisfacción.
En este orden, y dentro de la línea evolutiva de las técnicas publicitarias, los franceses Ernest Di-
chter y Pierre Martineau establecen los postulados centrales de una nueva corriente publicitaria, factor
clave para la consolidación del fenómeno “marketing”: el motivacionismo. Basada en el psicoanálisis
freudiano, la investigación motivacional propone justamente un método de indagación cualitativa apto
para descubrir, en los rasgos de personalidad, preferencias y deseos del mercado hacia determinados
objetos y personas.
David Victoroff, especialista francés ocupado en el estudio psicosociológico de la publicidad, en
un consistente trabajo fundado en descripciones de teorías y técnicas publicitarias y bases metodológi-
cas para analizar anuncios, reseña algunos conceptos de la escuela motivacional desde los aportes de
Martineau y Dichter. Reproducimos a continuación fragmentos de la obra de Victoroff, La publicidad
y la imagen (1983:43-45).
En La motivación en publicidad, (1977), Martineau dice que “la imagen es algo más y algo distin-
to comparada con un mero ‘pesca-miradas’. No se limita a captar la atención, sino que también pre-
tende significar. Es un ‘símbolo’. La comunicación de la significación funciona simultáneamente a
varios niveles. La publicidad combina a la vez el pensamiento lógico y el pensamiento afectivo y esté-
tico.” Según Victoroff, “esta última cita refleja muy fielmente la idea que tienen los motivacionistas
acerca del papel respectivo que texto e imagen desempeñan en un anuncio bien planteado: el primero
debe dirigirse a las aspiraciones concientes, a las necesidades confesadas del público; la segunda debe
apelar a sus sentimientos recónditos, a sus deseos prohibidos”.
Ernest Dichter, autor de La estrategia del deseo (1963) distingue tres clases de símbolos visuales:
Los símbolos intencionales: estos símbolos se limitan a describir el objeto; por ejemplo, un ala repre-
senta el vuelo de los pájaros, de los aviones, etcétera. Los símbolos interpretativos: despiertan senti-
mientos, suscitan emociones; el rojo y el negro, por ejemplo, dispersos sin orden han de provocar an-
siedad. Los símbolos connotativos: se sitúan a un nivel aun más hondo… subconsciente.
Es Dichter quien subraya el factor emocional en las ventas (no olvidemos que en nuestro tiempo,
en la comunicación institucional al igual que en la comercial, todos son productos, todas son ventas).
Sostiene, a través de una serie de artículos publicados en 1956 en los Estados Unidos, reproducidos y
citados por varias revistas y libros especializados, que la publicidad no sólo debe ser atractiva (una
recomendación eminentemente clásica6) sino despertar nuestros sentimientos “en los profundos escon-
drijos del alma”.
De acuerdo con Dichter, uno de los ideólogos de las técnicas de investigación de mercado, los avi-
sos deben vender seguridad emotiva para no fracasar, descubrir el anzuelo psicológico necesario.
En relación con las campañas electorales contemporáneas, que se diferencian de las modalidades
de la primera mitad de siglo a través de la plena adopción del medio televisivo y las nuevas técnicas
publicitarias, y cuyos modelos ejemplares descubrimos en los Estados Unidos, a partir de la contienda
política de 1952, Dichter insiste en que el punto vital equivale al impacto emotivo que ejercen los can-
didatos sobre la percepción pública cuando rivalizan.
Nos ocupamos de las motivaciones de los consumidores, ya se tratara de compradores de automóviles o
de consumidores de ideas o servicios, como conceptos políticos o contribuciones caritativas. (Calcagno,
1992: 255).
Cuando en la década de 1960 una de las personalidades más trascendentales de la historia de la
publicidad, William Bernbach, presentó su campaña para Volkswagen, todos creyeron que el estilo de
la comunicación empresarial recibía por fin una dosis de sensatez. Basada en el humor y la pseudoho-
nestidad, la denominada “corriente creativa”, liderada por Bernbach, logró con eslóganes como “El

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Sobre el final de la década de 1920, en la avenida Madison de Nueva York, asiento y usina de la publicidad más importante
del mundo, las agencias florecen mediante la guía del modelo AIDA –Atención, Interés, Deseo y Acción de compra–. Billo-
rou (1983: 203) explica las cuatro etapas: “Primero, el receptor del mensaje presta atención al aviso, asimilando el mensaje.
Luego siente interés, en un principio por el aviso, e inmediata y seguidamente por el producto. En tercer lugar, siente deseo
por el producto y finalmente se pone en acción; es decir, se genera en él una acción de compra”. La sospecha que el motiva-
cionismo instala sobre AIDA puede representarse con la siguiente pregunta: ¿Cómo llamar la atención de un individuo en el
que previamente no existe el deseo o interés por la propuesta?

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auto negro, chiquito y feo” otorgarle un poco más de realismo a los argumentos de venta, hacerlos más
falibles, como los humanos.
En un reportaje realizado por el periodista Alberto Borrini, Bernbach comentaba: “Los publicita-
rios deben tener en cuanta dos cosas: lo que se quiere decir y cómo decirlo: Lo que se quiere decir se
aprende viviendo, alternando con la gente, siendo sensible a sus gustos; en el segundo tramo, cómo
decirlo, lo importante es tener frescura y originalidad” (Borrini, 1976). Como es de suponer, la ense-
ñanza rápidamente prendió en la ingeniería electoral de las campañas de los Estados Unidos: la cons-
trucción de la imagen del Nixon, en 1968, alrededor de la idea de “hombre experimentado” intentó
neutralizar cualquier viso de jovialidad artificiosa sobre la apariencia de su persona.
Con alguna demora, la Argentina bebió de la fuente “bernbachiana” en la reapertura a la democra-
cia, en 1983. Más precisamente, en la campaña de la Unión Cívica Radical, encabezada por Raúl Al-
fonsín. El equipo gestor de la estrategia pre-electoral, comandado por el publicitario David Ratto, pro-
dujo una serie de piezas de propaganda (publicidad política, claro) que marcaron el primer antecedente
en la Argentina de la “humanización” de los candidatos. Es decir, el inicio de un estilo caracterizado
por el mismo propósito: “Nosotros, los políticos, somos y sentimos igual que la gente”. En aquellas
oportunidades, Alfonsín podía enfrentar la cámara con un gesto distendido, y comenzar su alocución
diciendo “Yo, señora, que soy como su marido pero un poquito más feo…”.
Sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, el planeamiento minucioso de las estrategias de pro-
paganda política parecía justificarse gracias al creciente número de pruebas de que los electores difí-
cilmente se comportaban de una manera racional. Se presumía un fuerte componente ilógico o alógico
en las decisiones, ya fuera como individuos o como masa. La aparición de la investigación motivacio-
nal consiguió transformar esas presunciones en información ponderable, a través del desarrollo de
sistemas de medición cuantitativos y cualitativos.
Un balance actualizado del uso de técnicas publicitarias en la formación de opiniones puede con-
cluir en un individuo abierto al debate de los argumentos presentados por la multioferta de imágenes y
textos, cuyo objetivo corriente es encontrar indicios de coherencia, transparencia, aptitud, fructuosi-
dad. Se trata sí de una actitud de imperativa hacia esas propuestas, aunque en el marco ubicuo de las
apelaciones emocionales.

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22
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Los medios de comunicación y la política americana. Los medios
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En: Muñoz-Alonso, A. y Rospir, J. I. (directores). Comunicación política. Madrid, Universitas, 1995.

DEL PASADO AL PRESENTE

La tradición de la libertad de prensa

La Constitución de Estados Unidos establece tres poderes. El Congreso redacta las leyes, la Pre-
sidencia las lleva a cabo y los Tribunales juzgan los litigios e infracciones de las mismas. Los me-
dios de comunicación no se mencionan en ninguna parte como un poder de gobierno. Sin embargo,
desde los tiempos de los fundadores de la nación hasta ahora, la prensa es considerada como un
cuarto poder, o poder en la sombra, del Gobierno de Estados Unidos. Actúa como supervisor inso-
bornable que vigila cómo el gobierno realiza las funciones que le son asignadas. La prensa realiza
esta función como representante de los ciudadanos, a los que debe informar de sus descubrimientos
para que éstos puedan obrar así en consecuencia. En este capítulo examinaremos el papel de poder
en la sombra jugado por los medios de comunicación, tanto en el pasado como en el presente.
La prensa ha sido considerada siempre como parte esencial de la vida política americana. Tho-
mas Jefferson, el tercer presidente de la nación y uno de sus fundadores, en una carta de 1787 escri-
bió: “Si en mí estuviese decidir entre un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no duda-
ría un instante en inclinarme por el segundo”. No resulta, por tanto, sorprendente que la Constitu-
ción de Estados Unidos prohíba al Congreso aprobar leyes que atenten contra la libertad de prensa.
La razón fundamental es que los periodistas deben tener libertad para criticar al gobierno sin temor
a la represión o al castigo. Esta prohibición no ha sido siempre respetada, sobre todo en épocas de
guerra o de tensión política, sin embargo las transgresiones han sido comparativamente menores,
efímeras y excepcionales.
En general, la libertad de los medios informativos respecto del intrusismo estatal y su derecho a
expresarse libremente ha sido mayor en los Estados Unidos que en otras sociedades democráticas.
Esto se manifiesta incluso en materias que conciernen a cuestiones de seguridad estatal. Un ejemplo
de este hecho es el famoso caso de “los papeles del Pentágono” (New York Times vs. los Estados
Unidos), fallado en 1971 por el Tribunal Supremo de Estados Unidos. El Tribunal sostuvo que los
documentos secretos del Estado relativos a la conducta del Gobierno durante la guerra de Vietnam
podían ser publicados por el New York Times, aun cuando el Ministerio de Justicia afirmaba que los
esfuerzos de guerra del país serían perjudicados por su publicación y que los documentos habían
sido obtenidos ilegalmente por los que se oponían a la guerra. Apoyando el fallo del Tribunal, el
magistrado Hugh Black reiteró la convicción fundamental de la política americana: “Solamente una
prensa libre, sin restricciones, puede manifestar eficazmente su decepción por el gobierno”.
Asimismo, las leyes americanas contra la difamación han sido interpretadas para que el derecho
de la prensa a investigar a los funcionarios del gobierno esté por encima del derecho de éstos a pro-
teger su reputación. No se puede demandar a la prensa por la publicación de acusaciones falsas a un
funcionario mientras los periodistas no tengan constancia de la falsedad de sus informaciones al
escribir el artículo y mientras no haya habido negligencia en la comprobación de la exactitud de las
acusaciones.

La prensa partidista

Sin embargo, el papel de “gobierno en la sombra” de la prensa no se ha limitado a controlar la


actividad del gobierno, sino que ha crecido enormemente convirtiendo el factor informativo en una
fuerza mayor que configura la política y los políticos. Al utilizar su capacidad para seleccionar y

1
referir hechos políticos a las masas impresionables y a las elites, los medios informativos crean un
clima que determina, en líneas generales, el curso de la política. Todos los políticos de alto nivel
hoy en día dependen de los medios informativos para ganar apoyo y para debilitar o destruir a sus
contendientes.
Los padres fundadores de los Estados Unidos reconocieron la importancia de los medios de co-
municación en la formación de las imágenes de la realidad política, ante las que público y políticos
habrían de reaccionar. Eran políticos pragmáticos concientes de la ventaja de tener los periódicos a
su disposición para publicar sus opiniones políticas. Por esta razón, el Secretario del Tesoro Ale-
xander Hamilton, miembro del gabinete del presidente Washington, contribuyó a la fundación de la
Gazette of the United States con el fin de publicar las opiniones políticas del gobierno. El entonces
Secretario de Estado, Thomas Jefferson, respondió a la iniciativa del gobierno patrocinando la Na-
tional Gazette como periódico de la oposición. Los dos periódicos –uno a favor y el otro en contra
del gobierno- constituyeron el principio de la prensa partidista, que se ocupaba sobre todo de asun-
tos ideológicos y diferencias políticas. Al contrario que la prensa actual, que pertenece a empresas
privadas, la prensa de los siglos XVIII y XIX era controlada por políticos que la utilizaban para
defender sus causas y criticar a sus adversarios. Era una prensa de y para las elites, financiada por
una minoría política selecta. Las tiradas eran reducidas y el coste de cada periódico era alto, deján-
dolo fuera del alcance de la gente corriente que, siendo en su mayoría analfabeta, habría prescindido
probablemente de diatribas partidistas, aun en caso de poderlas leer y comprender.

Los medios de masas

La tecnología fue la principal causa que transformó los periódicos –que actuaban como órganos
partidistas-elitistas al servicio de un grupo de políticos- en fuentes de información destinadas a ser-
vir a un público con distintas orientaciones políticas. La invención del telégrafo en 1837 permitió a
los editores recibir noticias de muchas partes del país, por lo que dejaron de depender de los parti-
dos políticos como fuente de información. La rotativa, inventada en 1845, permitió tiradas más rá-
pidas y baratas. Los gastos de producción de papel de imprenta también disminuyeron. Finalmente,
el coste de los periódicos bajó lo suficiente para que éstos pudieran ser vendidos por el precio de un
penique. En 1861, la penny press sustituyó a la prensa partidista. El periodismo ideológico, contro-
lado por los políticos y utilizado para la lucha política pertenecía, en líneas generales, al pasado,
siendo reemplazado por una prensa dirigida por empresas deseosas de sacar beneficios entretenien-
do a las masas e independiente, en gran parte, del gobierno.
Las tiradas se dispararon. Antes de fines del siglo XIX, varios periódicos norteamericanos so-
brepasaban los 100.000 ejemplares diarios. Según las reglas de la época, la cantidad de lectores
determinaba si un periódico era interesante para los anunciantes, quienes estaban dispuestos a pagar
grandes sumas para promocionar sus productos. Desde luego que la necesidad de conservar a sus
lectores y complacer a los anunciantes también obligaba a los periódicos a transigir con los gustos
de unos y otros. Por consiguiente, para mantener al público entretenido y ávido de comprar periódi-
cos, la penny press dejó en gran parte de lado las noticias políticas importantes, descuidando así su
responsabilidad como órgano supervisor. Se recreaba, sin embargo, en artículos sobre fracasos y
debilidades humanas, aventuras amorosas, crímenes, violencia, catástrofes y relatos políticos sensa-
cionalistas, pensados más para excitar que para llamar la atención sobre los problemas sociales y
políticos. Destacados propietarios de periódicos como William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer,
eran santos patronos de este periodismo “amarillo”, llamado así porque en ese color se editaba un
popularísimo comic.

El periodismo de responsabilidad social

El exceso de periodismo sensacionalista y su fracaso en el control responsable de la actividad


del gobierno, produjo su propio antídoto: un periodismo objetivo y basado en hechos comprobados
en relación con los problemas políticos, sociales y económicos, de la nación. El objetivo era dar a
conocer hechos en lugar de opiniones, y presentar las perspectivas más importantes cuando estaban
en juego cuestiones polémicas. Los periodistas se comportaban como buenos ciudadanos que se

2
tomaban las responsabilidades sociales seriamente. A principios del siglo XX, cuando el espíritu
progresista se convirtió en una pauta para los periódicos, la revelación de escándalos (muckraking)
se convirtió en una actividad recompensada. Este término alude a una expresión acuñada por el
presidente Theodore Roosevelt, quien creía que los periodistas deben sacar a la luz los “trapos su-
cios”, tanto de la Administración como del sector privado, especialmente de las grandes empresas.
Desde este punto de vista, los medios informativos debían asumir el papel, imprudentemente des-
preciado por el gobierno, de supervisores, además de controlar la manera en que éste realizaba sus
tareas.
El hecho de que los “trapos sucios” descubiertos por entusiastas luchadores como Upton Sin-
clair y Lincoln Steffens también sirviesen como apasionante material periodístico demostró ser un
gran incentivo para el periodismo de investigación. La virtud cívica parecía poder combinarse con
los fines lucrativos. Lamentablemente, cuando la preocupación por publicar noticias atrayentes do-
mina la elección de objetivos de investigación, la vigilancia se vuelve irregular. Los temas más in-
teresantes no siempre son los más importantes desde la perspectiva democrática de informar a los
ciudadanos y de mantener al gobierno controlado.
Adolph Ochs, propietario del New York Times, era uno de los principales defensores de este
nuevo tipo de periodismo. Fue capaz de llevarlo a las páginas del Times, ya que el desarrollo del
sistema escolar hizo que surgieran un gran número de lectores instruidos antes de finales del siglo,
que preferían esta clase de periodismo más objetivo y desapasionado. Las escuelas de periodismo,
que formaban un número proporcionalmente creciente de los periodistas del país, también estaban a
favor de un estilo de periodismo profesional y equilibrado. Hoy, la mayoría de los periódicos dicen
seguir esta línea en sus secciones de noticias, reservando las páginas editoriales para las opiniones e
ideas partidistas.
La mayoría de los aproximadamente 1.700 diarios norteamericanos abastece mercados locales
porque el tamaño y la diversidad del país han favorecido un periodismo descentralizado. Los perió-
dicos de esta índole hacen hincapié en acontecimientos de interés local y limitan considerablemente
sus funciones de vigilancia a sucesos localizados en su zona de tirada. Cuando tratan asuntos nacio-
nales lo hacen a menudo desde una perspectiva local. Algunos periódicos estadounidenses circulan
a nivel nacional. Dedican gran parte de su atención a las noticias nacionales y presentan informes
sobre lo sucedido en sus regiones o concernientes a sus intereses particulares. Ejemplos de estos
periódicos son The New York Times, The Wall Street Journal y The Washington Post. Mientras
muchos de los periódicos locales tienen corresponsales en la capital de la nación, la información
más extensa y crítica sobre el gobierno central proviene de los medios informativos de ámbito na-
cional abastecidos por un amplio cuerpo de prensa con base en Washington D. C. Los periodistas de
Washington tienen la reputación de ser muy críticos cuando se trata de juzgar a los políticos y su
trabajo. Por ello, la mayoría de los miembros del Congreso prefieren la cobertura de sus medios
informativos locales y, por la misma razón, los presidentes procuran estar en contacto con éstos y
así entorpecer la cobertura hostil de la prensa de Washington.

Los medios de comunicación audiovisuales

A principios del siglo XX, los medios de comunicación audiovisuales se unieron a los periódi-
cos como fuentes principales de información. Primero llegó la radio, en la década de los veinte,
seguida a finales de los cuarenta por la televisión. Hacia finales de los años cincuenta, casi todos los
hogares estadounidenses tenían un televisor. Inicialmente, a diferencia de la prensa, los medios de
información audiovisuales se consideraban ante todo una forma de diversión más que un portador
de noticias políticas y celador de los abusos estatales. Sin embargo, destacados líderes políticos,
concientes de que los medios de comunicación audiovisuales cubrían todo el ámbito nacional –algo
que no ocurría con la mayoría de los periódicos-, los utilizaban para transmitir sus mensajes políti-
cos. La radio fue realmente el primer medio que podía llegar simultáneamente a millones de ciuda-
danos. El presidente Franklin Roosevelt, por ejemplo, difundió sus primeras “charlas junto al fue-
go” a los radioyentes de la nación. Junto al hecho de que su cálida voz podía llegar a casi todos los
hogares del país, él apreciaba que la radio le permitiese hacer llegar sus mensajes directamente al
país sin tener que depender de una prensa dirigida por empresas y hostil a sus ideas. Los presidentes

3
posteriores a él siguieron sus pasos, aunque el impacto de los mensajes radiofónicos disminuyó
cuando el público empezó a volcarse progresivamente hacia la televisión en busca de información
política. A pesar de ello, la mayoría de los presidentes continuó transmitiendo regularmente sus
mensajes por radio.
Al principio las trasmisiones políticas por televisión se componían, en gran parte, de boletines
informativos presentados en programas de quince minutos, basados en las mismas fuentes (servicios
telegráficos) que los periódicos. Se suponía que los telediarios eran en su mayoría un servicio de
titulares. Los telespectadores recibían un avance de la noticia para luego buscar los detalles y signi-
ficados de los sucesos políticos en los periódicos. Los telediarios se alargaron a treinta minutos en
1963. Esta prolongación se consideró un paso arriesgado porque los directores de los telediarios
pusieron en duda la capacidad de los telespectadores para atender los resumidos informes políticos
durante ese espacio de tiempo. Exceptuando los informativos en la televisión pública, el espacio de
treinta minutos (menos de treinta minutos si se tienen en cuenta los anuncios, el parte meteorológico
y las noticias deportivas) no se llegó a superar a pesar de ciertas presiones en ese sentido.
La brevedad de los informativos es uno de los muchos indicadores de que el deseo de noticias
políticas del estadounidense medio se considera bastante limitado. Esta estimación es probablemen-
te correcta y explica la preocupación de los críticos por la escasa cobertura política en los medios
informativos estadounidenses. Parece inútil ampliar las noticias políticas y proporcionar más deta-
lles y análisis complejos cuando el público puede asimilar sólo una mínima parte de la información
que se le está ofreciendo. Si embargo, la televisión se convirtió en la fuente de noticias políticas más
utilizada por el norteamericano medio, quien se fía más de ella que de las noticias de la prensa escri-
ta. Por eso mismo, en Estados Unidos la televisión está considerada como el medio políticamente
más influyente en la formación de la opinión pública.
Mientras la garantía constitucional de la libertad de prensa se ha interpretado estrictamente
cuando las actividades del gobierno central ponían a ésta en peligro, los medios de comunicación
audiovisuales, por el contrario, han sido menos protegidos. Según el Acta Nacional de Comunica-
ciones aprobada en 1934, los locutores no están autorizados a difundir mensajes sin haber obtenido
la licencia estatal para transmitir. Los requisitos para la obtención de licencias han sido creados,
ante todo, para evitar interferencias entre las señales dentro del espectro de emisión. Sin embargo,
éstos también han estado relacionados con fines cívicos. A diferencia de la prensa escrita, los me-
dios de comunicación audiovisual no gozan de plena libertad para decidir los mensajes a emitir.
El privilegio de recibir una licencia para transmitir conlleva la obligación de difundir por lo
menos alguna información de interés público, como las comparecencias de candidatos a puestos
políticos o las defensas presentadas por individuos que hayan sido difamados durante una transmi-
sión. El reglamento de transmisiones está administrado por la Comisión Federal de Comunicaciones
–Federal Communications Commission (FCC)- que es nombrada por el presidente con el acuerdo
del Senado de Estados Unidos. Además de los requisitos de la Administración Pública, el reglamen-
to de la FCC ha reflejado el espíritu de las garantías constitucionales sobre la libertad de prensa y,
por consiguiente, no ha disminuido sustancialmente el control periodístico sobre el contenido de las
emisiones.

LOS MÚLTIPLES PAPELES QUE JUEGAN LOS MEDIOS INFORMATIVOS

El papel de “perro guardián”

Como ya se ha mencionado, el de “perro guardián” destaca como el más antiguo y recompensa-


do entre los muchos papeles políticos jugados por la prensa norteamericana. ¿Qué implica esto
exactamente y qué problemas ocasiona? Básicamente el papel toma dos formas que ocasionalmente
se entremezclan. En su forma más simple, los periodistas mantienen contacto regular con los altos
cargos y agencias del gobierno, interesándose por sus actividades y escribiendo los correspondientes
artículos que informan al público sobre situaciones que la prensa considera de interés. Esa es la
“función de vigilancia”. Es la clásica forma de gobierno en la sombra, tal como lo imaginaban los
defensores de la libertad de prensa que formaban parte del grupo de redactores de la Constitución.

4
En su forma más compleja, los periodistas van más allá de la mera observancia de la actividad
gubernamental y pasan a investigaciones sistemáticas de los asuntos de cargos y agencias públicas
cuando hay indicios que sugieren un posible intento deliberado de cubrir infracciones. En estos
casos, los informadores llevan a cabo actividades de “investigación periodística”. En lugar de de-
pender de funcionarios de los poderes judicial, legislativo y ejecutivo para detectar y castigar la
corrupción oficial, los periodistas actúan como detectives. Tal actividad va más allá de los límites
imaginados originalmente para el papel de los medios informativos, lo que no impide que se le re-
conozca como un importante servicio público.
Los medios informativos americanos están altamente equipados para realizar las funciones or-
dinarias de vigilancia. Como ya se ha dicho, 1.700 diarios cubren el ámbito local, mientras que los
servicios de periodismo central recogen información de carácter nacional y la distribuyen por todo
el país. Disponiendo de modernos medios de transporte y comunicación, los periodistas norteameri-
canos pueden informar con increíble rapidez de los sucesos, tanto del territorio de Estados Unidos
como del mundo entero, y comunicarlos a millones de personas simultáneamente.
El papel de vigilancia ha creado grandes tensiones entre los medios de comunicación y el go-
bierno. La mayoría de los funcionarios, generalmente, quiere tener una cobertura periodística acerca
de ellos y sus actividades. De hecho tratan de atraer a los medios de comunicación, queriendo, sin
embargo, controlar tanto la selección de temas a discutir como las perspectivas desde las cuales se
dan a conocer los artículos y las evaluaciones sobre personas y temas. Su objetivo es conseguir la
máxima publicidad para sus aciertos y la mínima para sus fracasos. Las metas de los medios infor-
mativos son diversas y constituyen para ellos un gran dilema. Por un lado, los profesionales de la
noticia creen tener que complacer a los funcionarios públicos por ser éstos su fuente de información
más importante y, a menudo, sus amigos personales, y, por otro, se sienten comprometidos a ejercer
de críticos del gobierno y de portavoces de la oposición. Al “gobierno en la sombra” le corresponde
el escrutinio de las faltas y el poder de publicarlas sin miedo ni favoritismos. Los medios de comu-
nicación norteamericanos se han considerado a sí mismos tradicionalmente servidores del público
con la sagrada misión de sacar a la luz las conductas delictivas de los altos cargos del gobierno,
informando de ellas a la nación.
Un buen ejemplo del interés con que la prensa sigue las noticias negativas es la gran atención
puesta en las sesiones del Congreso cuado se investiga algún tipo de escándalo. Normalmente, los
medios informativos prestan relativamente poca atención al Congreso. En un mes normal, las in-
formaciones sobre la Presidencia suman un total de, más o menos, ocho horas de noticias en las tres
principales cadenas de televisión, mientras que se dedican tres horas al Congreso y menos de treinta
minutos al Tribunal Supremo de Estados Unidos1. Del total del tiempo dedicado al gobierno en un
año normal, aproximadamente el 60% va dirigido al presidente, el 36,5% al Congreso y sólo un
3,5% al Tribunal. La cobertura del Congreso varía de moderada a intensa cuando hay una investiga-
ción que concierne a altos cargos del gobierno. En ese caso hay una extensa cobertura por parte de
los medios informativos, que incluye entrevistas con prominentes críticos del gobierno, y se incre-
menta al máximo el daño proveniente de la publicidad adversa.
Las sesiones del Congreso con motivo del “Irán-contra”, en 1987, que debilitaron la presidencia
de Reagan, constituyen un buen ejemplo de ello. Se acusó al gobierno norteamericano de permitir
que continuase la venta de armas a Irán, en contra de lo prescrito por la ley americana, y desviar
luego las ganancias de la venta ilegal a las fuerzas anti-comunistas de Nicaragua, violando así un
mandato del Congreso. Los reportajes sugerían que altos cargos del gobierno, incluido probable-
mente el presidente, eran los presuntos responsables. En ese momento, las relaciones entre la prensa
y la Administración eran bastante cordiales. Sin embargo, no por ello dejaron los medios informati-
vos de dar amplia difusión a la información perjudicial sacada a la luz durante las sesiones en un
informe presentado por una comisión de investigación nombrada a tal efecto. Aunque la publicidad
adversa no consiguió derribar al presidente Reagan, en los últimos años de su mandato lo debilitó
políticamente dificultando la consecución de su programa. La amplia cobertura informativa de las
sesiones ensombreció el escenario político de los republicanos, enfocando la atención del país sobre
un asunto que, en ausencia de tan extensa e implacable publicidad, habría causado pocas dificulta-
des a la Administración.

1
Graber, D. Mass Media and American Politics, C. Q. Press. Washington D. C., 1993.

5
Un suceso ocurrido en 1991 demuestra el poder de los medios informativos para dañar la repu-
tación de legisladores y jueces. Los medios dedicaron entonces una importante cobertura a una se-
sión de confirmación judicial celebrada por los miembros del Senado, que enfrentaba al candidato
propuesto por el presidente Bush para el Tribunal Supremo a una antigua empleada que le acusaba
de haberla acosado sexualmente. Finalmente el candidato fue confirmado a pesar de los serios pro-
blemas planteados por sus adversarios. Sin embargo, la publicidad generada por las sesiones perju-
dicó seriamente al candidato, al presidente y a numerosos y prestigiosos senadores. La prensa, ejer-
ciendo de “gobierno en la sombra”, perturbó el equilibrio político del poder al disminuir la influen-
cia política de los principales actores gubernamentales.
En muchos escándalos investigados por el Congreso, la información sobre una situación dudosa
se ha proporcionado primero a los medios de comunicación. Los primeros artículos alertan entonces
a los funcionarios del gobierno. Quienes proporcionan las pistas para estos artículos parecen estar
interesados en que se realice una investigación, bien porque les preocupa o molesta la situación,
bien por pretender servirse de dicha investigación como instrumento para perjudicar a sus adversa-
rios políticos. Por ejemplo, la investigación de la acusación de acoso sexual al magistrado Clarence
Thomas se inició, al parecer, con una llamada a un locutor de la National Public Radio (NPR) –una
emisora influyente-. Después que la NPR difundió la noticia y otros medios informativos la repitie-
ron, el Senado se vio obligado a intervenir.
Una publicidad general lanza, frecuentemente, una noticia de la agenda de los medios a la agen-
da política porque los funcionarios creen que el interés público ha sido despertado y requiere una
acción de su parte. El Comité Judicial del Senado, por consiguiente, creyó conveniente investigar
las acusaciones contra Clarence Thomas pese a haber rehusado antes indagar el asunto. Las sesiones
se convirtieron en la mayor atracción para los medios de comunicación y generaron numerosos son-
deos de la opinión pública. Finalmente, las encuestas demostraron una ligera ventaja (de apoyo a la
confirmación) del juez Clarence Thomas. Aunque no existe prueba concluyente de que estos son-
deos influyeran en el voto posterior del Senado de Estados Unidos, los votos de los senadores coin-
cidieron con los resultados de los sondeos. El juez Thomas fue ratificado por un margen de 52 a 48.
Teniendo en cuenta que las normas del periodismo requieren objetividad por parte de la prensa,
se podría pensar que ésta no iniciaría investigaciones sobre infracciones por sí misma, sino que aler-
taría al público y a las elites políticas de la situación, dejando así que ellos iniciaran la investiga-
ción. En gran parte, la práctica del periodismo de investigación demuestra que los hechos son, con
frecuencia, diferentes. Los periodistas, a menudo en colaboración con otras organizaciones, desem-
peñan el trabajo de detectives. Su finalidad es encontrar suficiente información objetiva sobre las
supuestas infracciones para que los funcionarios del gobierno inicien una investigación o tomen
medidas para corregir el problema que los medios informativos descubrieron.
Las sesiones del Watergate de 1973 y 1974 constituyen el ejemplo más famoso y reciente. La
exhaustiva investigación llevada a cabo por periodistas del Washington Post descubrió que un robo
en la sede del Partido Demócrata había sido instigado por los hombres del presidente Nixon para
obtener documentos del partido de la oposición que podrían ayudar a los republicanos a conservar la
presidencia en las siguientes elecciones. La noticia fue en gran parte ignorada o minimizada por
otros medios de comunicación, los políticos y el público, al considerarla propaganda partidista. In-
mutable, el Post, cuyo personal sentía un profundo rechazo hacia la Administración Nixon, conti-
nuó la investigación. Su tenacidad jugó un importante papel al mantener vivo el escándalo y al per-
suadir, finalmente, a los americanos de que el presidente Nixon y miembros de su gobierno estaban
realmente involucrados en conductas delictivas que justificaban el proceso del presidente. Ante la
posibilidad de ser juzgado, el presidente dimitió.
Es importante señalar, sin embargo, que un estudio detallado de todo lo ocurrido demostró que
los periodistas no eran, ni mucho menos, los únicos actores de este drama político2. Los líderes del
Congreso desempeñaron un importante papel cuando finalmente decidieron investigar las acusacio-
nes de los medios informativos. La consecuencia –la dimisión del presidente Nixon- fue:
“El resultado de la manera en que las noticias sobre el escándalo Nixon concuerdan con los objeti-
vos y necesidades estratégicas de importantes medios informativos y actores políticos. Todos estos ac-

2
Lang, G. E. y Lang, K., The Battle for Public Opinion: The President, the Press and the Polls during Watergate, Colum-
bia University Press, Nueva York, 1983.

6
tores, cada uno con cierto grado de ‘autonomía relativa’…, forman parte de una ‘ecología de juegos’ en
desarrollo, parte de una ‘danza’, en la que los actores tienen, en virtud de sus habilidades diferenciales
y posición social, acceso variable para participar. Por estar continuamente anticipando sus respectivos
pasos, sus actividades están, como es natural, mutuamente constituidas”3.
Los periodistas que crecieron en el clima de la investigación del Watergate y que vivieron el
ambiente anti-gobierno durante los años de Vietnam, constituyen ahora un grupo dominante en los
centros de difusión nacional. Desconfían del gobierno y ven todo y a todos con diversos grados de
cinismo. Esto se refleja en sus artículos y se transmite al público. Dado que los principales medios
informativos han creado departamentos de investigación y que este tipo de periodismo les resulta
rentable, es probable que siga prevaleciendo.

Los medios como “kingmakers”

La prensa se convirtió en el principal kingmaker en lo referente a elecciones presidenciales. La


cantidad y calidad de la cobertura dedicada a los principales contendientes durante las elecciones
primarias, cuando varios candidatos de cada uno de los dos partidos principales compiten para
atraer la atención, determina cuál de los contendientes será finalmente el candidato del partido. En
las elecciones finales, los candidatos que reciben una amplia cobertura informativa, especialmente
si ésta es favorable en comparación con los rivales, tienen mayores posibilidades de triunfar. Los
candidatos que no reciben cobertura periodística consiguen, probablemente, tan poca atención que
sus posibilidades de ser elegidos están condenadas al fracaso. El hecho de que los medios informa-
tivos de Estados Unidos concedan generalmente poca atención a los candidatos de partidos meno-
res, significa que existen pocas probabilidades de que éstos rompan el control que demócratas y
republicanos tienen sobre el gobierno.
La historia del tercer candidato a las elecciones presidenciales de 1992, Ross Perot, es un ejem-
plo de la inconstancia de los medios de comunicación. Pueden conceder reconocimiento y una men-
ción favorable que incrementen las perspectivas de éxito del candidato, o bien anularlas destruyen-
do gran parte del atractivo de éste. Los medios han sido los responsables de haber situado a Perot
como tercer contendiente al concederle mucha, y en gran parte favorable, cobertura. La fascinación
que produjo puede ser explicada por el hecho de que era una novedad en el mundo de la política –un
billonario que había triunfado por su propio esfuerzo, sin ninguna experiencia de gobierno, que se
comportaba como un típico trabajador de la clase obrera americana-. Esto lo convertía en noticia
más atrayente en comparación con la mayoría de los candidatos de partidos menores, a quienes ra-
ramente se les concede gran cobertura.
El candidato Bill Clinton también fue tratada excepcionalmente bien por los medios de comuni-
cación durante la campaña electoral de 1992. Una vez elegido, sin embargo, cambió el tono de las
informaciones de los medios informativos. La imagen del político competente fue sustituida por la
de un político torpe. Los medios de comunicación pueden hacer progresar o destruir las carreras de
los políticos una vez que éstos han iniciado su función pública.
Los políticos necesitan apoyo público y dependen de los medios informativos para hacer llegar
sus mensajes al público, lo que es relativamente fácil para los altos cargos políticos ya que, como
sus funciones exigen un gran respeto, los reportajes se consideran interesantes desde el punto de
vista periodístico. Por ejemplo, a nivel nacional, la Presidencia recibe una atención excesiva, al
igual que ciertos miembros prominentes del Legislativo. Por contraste, esto puede resultar bastante
difícil para los funcionarios de niveles más bajos, a menos que tengan una noticia extraordinaria de
la que informar. Sin embargo, la atracción de la atención de los medios es sólo parte de la contienda
de voluntades. Los políticos quieren publicar solamente los asuntos que redundan en beneficio de su
prestigio e intentan controlar el empuje de las noticias. La victoria en esta contienda de voluntades
depende de muchos factores, incluyendo la naturaleza de las interacciones entre ciertos políticos y
periodistas, la importancia de la noticia, el grado en que ésta satisface los criterios periodísticos, del
mérito de la noticia y del contexto general de ésta en su momento.
3
Dreier, Peter, “The Position of the Press in the U. S. Power Structure”, en Social Problems, vol. 29, 1982, p. 308.

Nota del traductor: Kingmaker alude al poder de los medios de comunicación para elegir a los candidatos a puestos
políticos.

7
Está claro que el poder de los medios informativos para formar la imagen no es absoluto. Los
políticos se valen de expertos de la información para proporcionar a los medios de comunicación la
clase de noticia que éstos desean. También atienden a los medios proporcionando oportunidades
para contestar preguntas y facilitando a los periodistas la posibilidad de desempeñar sus tareas en
ámbitos legislativos y ejecutivos.
Si se rodean de un personal de relaciones públicas capaz, los políticos pueden con frecuencia
atenuar los comentarios adversos de los medios informativos desempeñando actividades, como via-
jes al exterior, que probablemente causarán buena impresión al público. Pueden, además, encontrar
periodistas simpatizantes, crear excelentes comunicados de prensa, incluyendo buenas fotos, que los
medios encuentran difíciles de rechazar, y dirigirse a sus seguidores personalmente en sesiones pú-
blicas. El presidente Ronald Reagan manejó tan bien su imagen ante los medios informativos que
consiguió, pese a la crítica de estos, conservar el apoyo popular ganándose el apodo de “presidente
de teflón”, porque la crítica no parecía afectar mucho a su imagen.
El asunto Perot es otro buen ejemplo de cómo los candidatos utilizan tácticas ingeniosas durante
las campañas electorales para librarse, al menos en parte, de la dominación de los medios informati-
vos. Perot anunció su candidatura en un determinado talk-show. Estos son programas de radio o
televisión en los que el invitado a fondo por un periodista. Durante la emisión a menudo se permiten
llamadas telefónicas del público para hacer preguntas. El periodista, llamado anfitrión porque selec-
ciona a sus invitados, permite a éstos exponer sus opiniones con bastante detalle y, normalmente, no
se da el interrogatorio hostil tan común en las entrevistas que los candidatos conceden a los princi-
pales medios informativos, particularmente a los miembros del cuerpo de prensa de Washington.
Perot y los otros contendientes también se valían de la publicidad para hacer llegar sus mensajes a la
población y comparecían en foros públicos para tomar contacto con los ciudadanos sin la interven-
ción de los medios de comunicación. Por supuesto que los periodistas que informaban de estos su-
cesos en los medios principales lo hacían con su habitual tono crítico, dando escasa oportunidad a
que las palabras de los candidatos llegaran al público íntegramente y sin cortes. El hecho de que los
candidatos intentasen evitarlos provocaba en los periodistas una actitud menos tolerante en sus in-
formes del día.
Los políticos siempre se han quejado de la prensa y su desdén por ésta va en aumento. Después
de dos años de mandato, el presidente John F. Kennedy se lamentó en una rueda de prensa de que
cada día leía más y disfrutaba menos. Los presidentes acusan a los medios informativos de ser par-
ciales. El problema de esa acusación es que no hay acuerdo en cuanto a la definición de “parciali-
dad”. Si quiere decir que la noticia refleja hasta cierto punto la opinión del periodista en cuanto al
interés de la misma o sobre cómo debería ser contada, entonces todas las noticias son parciales. Sin
embargo, si quiere decir que los periodistas toman una postura que favorece a un lado o a un candi-
dato y deliberadamente ataca toda posición, entonces existe parcialidad sólo en ese caso. Ciertamen-
te, comparando con los primeros tiempos de los medios informativos estadounidenses, cualquier
parcialidad existente es mínima. Los medios raras veces juegan a los favoritismos –ningún político
está exento de ataques cáusticos, aunque algunos esté más protegidos que otros-.

Los medios como moldeadores de la política

Los medios informativos pueden conseguir apoyo u oposición a la política llevada a cabo por el
gobierno. Por ejemplo, los medios de comunicación fueron críticamente importantes en el movi-
miento de derechos civiles de los años cincuenta y sesenta, cuando denunciaron el trato escandaloso
de que eran objeto los negros americanos. La carga de la policía, con perros y armada de porras,
contra los manifestantes negros en una marcha pacífica por los derechos civiles, despertó los senti-
mientos de apoyo del público. La parte norte de la nación, en particular, presionó al Congreso para
que aprobase una ley que prohibiese la segregación racial en los Estados americanos.
Asimismo, los medios de comunicación jugaron un papel importante en el cese de la guerra de
Vietnam. Cuando éstos empezaron a ofrecer escenas espantosas de la muerte, destrucción y sufri-
miento causados por la guerra, más que sólo imágenes de tropas y equipos intactos, el público se
desilusionó. En 1967, los medios de comunicación empezaron a retratar la guerra como una situa-
ción desesperada y sin solución. En sus informaciones destacaban los comentarios de los contrarios

8
a la guerra. Las preguntas dirigidas al presidente y miembros de su Administración en la entrevistas
presionaban a los dirigentes del gobierno a hacer promesas sobre una pronta retirada de tropas.
Cuando Walter Cronkite, el periodista más respetado de la televisión norteamericana, declaró que
continuar la guerra no tenía ningún sentido, el presidente Lyndon Johnson reconoció que el cese de
la guerra era la única alternativa. Johnson creía que perder el apoyo del señor Cronkite significaba
perder el apoyo de una gran parte de los ciudadanos, quienes consideraban al periodista un indiscu-
tible líder de opinión.
Dada la fuerte tradición de libertad de prensa, el gobierno poco pudo hacer para controlar las
noticias, que pueden llegar a ser un factor importante en la continuación, derrota o alteración de la
política. Por eso no pudo el gobierno parar la cobertura adversa al proyecto de la Administración
Clinton de aprobar la tan necesaria ley de reforma de la sanidad en 1994. Pese al tremendo esfuerzo
de los partidarios de Clinton, la legislación fracasó gracias a una combinación de fuerzas en la que
los medios informativos jugaron un papel prominente. A la inversa, la gran cantidad de noticias y
editoriales apoyando el Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano (North American Free Trade
Agreement) defendido por el presidente Clinton, aparentemente fue un factor importante en la lo-
grada aprobación de esa controvertida ley.
No obstante, el gobierno ejerce un control mayor sobre la cobertura informativa cuando los Es-
tados Unidos se ven involucrados en forma activa en una empresa militar. La razones son, en parte,
para garantizar la seguridad de las operaciones militares y de las tropas que participan en ellas, y en
parte para evitar una cobertura informativa que pueda despertar oposición interior a la empresa mili-
tar que pudiese forzar al comandante en jefe a conducir las acciones basándose más en la potencial
popularidad de estas que en las necesidades de la situación. E general, el gobierno puede controlar
la cobertura informativa mientras se realizan las operaciones militares, a menos que los correspon-
sales americanos esté fuera del alcance de su jurisdicción. Esto fue lo que ocurrió durante la guerra
del Golfo, cuando un corresponsal de la CNN difundió noticias criticando las operaciones militares
americanas desde la capital del enemigo.
El derecho de los medios de comunicación a hacer una crítica libre resurge después de la guerra
y puede ser ejercido retrospectivamente. Aunque ya no pueda afectar la operación, sí puede tener
todavía importantes consecuencias políticas. La desfavorable cobertura periodística de la guerra del
Golfo de 1991-92 contribuyó al descenso de la popularidad del presidente Bush y fue un factor im-
portante de su derrota en las elecciones presidenciales.
La incidencia de los medios informativos en la ejecución de la política puede tener consecuen-
cias trágicas cuando las informaciones son inexactas o cuando los hechos o interpretaciones están
completamente equivocados. Durante la guerra de Vietnam, por ejemplo, los medios interpretaron
la ofensiva militar de Vietnam del Norte en 1967 como una señal de su poder. Influidos por esta
errónea interpretación, los funcionarios del gobierno decidieron que las tropas americanas deberían
retirarse. Una interpretación podría haber animado al gobierno a mantener las tropas en Vietnam y
terminar la guerra con éxito.
En términos de partidismo político, la influencia de los medios informativos tiende a ir más en
una dirección liberal que conservadora. La prensa americana, especialmente la influyente prensa
nacional, se inclina al extremo izquierdo del gran espectro político. Entre los periodistas hay más
demócratas que republicanos. Ellos, junto con ciertos sectores muy cultos de la sociedad, son consi-
derablemente más de izquierdas en sus opiniones sobre la mayoría de los temas sociales, asuntos de
política exterior y muchos de los problemas económicos, que el público en general. La tendencia
liberal de los periodistas se refleja más en la elección de las noticias y en las perspectivas desde las
que éstas son presentadas que en la franca defensa de una política que pueda ofender a los lectores.
Es difícil determinar hasta qué punto la cobertura informativa ha ejercido una influencia libera-
lizadora sobre las opiniones de la gente, las elites políticas y la política americana. A juzgar por lo
que los investigadores averiguaron en cuanto a la influencia de los medios informativos sobre el
cambio de opinión, el impacto probablemente varía dependiendo de la naturaleza de los problemas
tratados en las noticias y de las predilecciones de los diferentes públicos. Las políticas que fomentan
la libertad sexual –incluyendo el derecho de la mujer al aborto- y la igualdad de derechos para las
parejas homosexuales, están entre las cuestiones sobre las que un americano medio difiere clara-
mente de la mayoría de los periodistas. Estos son grandes defensores de los derechos civiles de los
grupos minoritarios y del derecho de los ciudadanos menos favorecidos a recibir fondos públicos

9
para viviendas, sanidad e incluso alimentos. Durante las elecciones es probable que los periodistas
encuentren más defectos en los programas presentados por los candidatos conservadores que en los
programas liberales. Sin embargo, con frecuencia, son los candidatos conservadores los elegidos.
Esto puede deberse, en parte, a que la mayoría de los canales informativos de televisión presen-
tan a periodistas conservadores y estos, a menudo, atraen audiencias masivas. Un buen ejemplo de
ello es Rush Limbough, presentador de tertulias radiofónicas, al que un gran número de seguidores
leales escucha todas las noches. Las encuestas indican que más de una cuarta parte de los adultos
americanos escuchan sus programas regular u ocasionalmente. Su influencia se extiende más allá,
incluso, de su público radiofónico, pues sus opiniones son citadas frecuentemente, con o sin aproba-
ción, en diversos medios informativos. También es verdad que, en la mayoría de las recientes elec-
ciones presidenciales, gran parte de los diarios apoyaban al candidato republicano en sus editoriales.
El efecto de este respaldo sobre el resultado de las elecciones sigue despertando polémicas.

Los medios informativos como moldeadores de la opinión pública

La opinión pública juega un papel importante en la política de Estados Unidos, especialmente


durante el año electoral, algo que ocurre cada dos años. Theodore White, analista de medios infor-
mativos, describió hace tiempo el poder de la prensa americana como “fundamental”. “Señala los
temas de discusión pública; y este arrollador poder político no está limitado por ley alguna. Deter-
mina de qué hablará y pensará la gente –una autoridad que en otros países se reserva para los tira-
nos, sacerdotes, partidos y mandarines-. Ninguna ley del Congreso, acción exterior, acción diplomá-
tica o reforma social importante puede tener éxito en Estados Unidos sin que la prensa prepare men-
talmente al público”4.
Esta declaración puede ser exagerada, pero señala claramente que el poder de la prensa es for-
midable. Los políticos compiten constantemente por la aprobación de su política y actividades con
la esperanza de obtener el voto de un público satisfecho. El éxito o fracaso de los líderes políticos
para conseguir el apoyo popular depende, en gran parte, de la cobertura de los medios informativos,
que al influir respecto a quién gana la lucha, determinan asimismo la política a seguir.
Los medios pueden moldear y modificar la imagen que el público tiene de la situación política,
centrándose en unos acontecimientos e ignorando otros. Sus informaciones alertan al público de los
acontecimientos actuales. La función de vigilancia se ha comparado, frecuentemente, con sostener
un espejo delante del mundo político, revelando así todo lo que está ocurriendo. Esta metáfora es
enormemente engañosa. Es mucho más exacta la que utilizó el famoso periodista Walter Lippmann
que comparaba los medios informativos con una linterna registrando una habitación oscura. Los
medios deciden dónde dirigir la linterna de la divulgación y, por lo tanto, los temas acerca de los
cuales tiene el público ocasión de pensar. Es posible que los asuntos no incluidos dentro del diminu-
to círculo de luz no lleguen jamás a atraer la atención del público o de las elites, y por ello tengan
pocas posibilidades de convertirse en el foco de una acción política.
Una vez que las noticias escogidas por los medios informativos se convierten en materia prima
para la opinión pública, se ha logrado fijar los “temas de agenda” –agenda setting-. El concepto
alude a que los medios influyen en lo que ocupará los pensamientos de la gente. A menudo, pero no
siempre, la perspectiva desde la que la noticia es presentada, o simplemente los juicios de valor (o
bien las opiniones categóricas), van más allá de advertir al público del problema y deciden cómo ha
de juzgar éste los hechos ocurridos. Esta capacidad de moldear la opinión pública es más poderosa
en aquellas noticias sobre las que el público carece de criterios propios. Acontecimientos poco fami-
liares en lugares distantes, como una sangrienta guerra civil en Europa o bien el hambre y derrum-
bamiento cívico en África, son buenos ejemplos. Cuando un público tiene experiencia previa en
cuanto a una situación, directa o indirectamente a través de noticias o de terceros, la cobertura in-
formativa puede inducirle a pensar en el tema. Es posible, sin embargo, que sus opiniones perma-
nezcan insensibles a la influencia de los medios. La complejidad de la política en la que se ve en-
vuelta una superpotencia como los Estados Unidos dificulta cada vez más la opinión de un ciuda-

4
White, Theodore, The Making of the President, 1972, Bantam, Nueva York, 1973.

10
dano corriente sobre la situación política. Esto le obliga a confiar cada vez más en las interpretacio-
nes de los medios.
Lamentablemente, la mayoría de los periodistas posee conocimientos y aptitudes de carácter
general, pero carece de competencia en los complejos campos que los medios informativos cubren
hoy en día. Por ejemplo, cuando suceden importantes desastres nucleares, como el fallo en el reac-
tor de Chernobyl, y se plantean problemas relativos a la seguridad de la producción de energía nu-
clear, la mayoría de los periodistas es incapaz de determinar cuál de los grupos de científicos que
difieren en sus opiniones tiene razón. En el mejor de los casos pueden exponer los planteamientos
básicos al público, que es igualmente incompetente para juzgar la situación. En el peor de los casos
pueden dar credibilidad a una de las partes sin saber si su elección ha sido correcta. Más aún, la
prensa se halla en situación desfavorable a la hora de comprender los problemas complejos debido a
la necesidad que tiene de producir nuevas noticias con rapidez. Ser el primero en dar la noticia –
obtener la exclusiva- está considerado un logro importante.
Estudiar el panorama político e interpretarlo para el público contribuye en gran medida a la so-
cialización política, proceso por el cual los ciudadanos asimilan las normas políticas de su sociedad.
Las noticias señalan al público qué sucesos deberían considerarse importantes o triviales, y cómo
diversos personajes en altas y bajas posiciones sociales los interpretan y evalúan.
Actualmente, una penetrante característica de la cobertura informativa es su escepticismo en to-
do lo concerniente al gobierno. Por ejemplo, durante las campañas electorales, las declaraciones de
los candidatos respecto a sus objetivos políticos pierden efecto constantemente porque los medios
afirman que aquellos están más motivados por su afán de obtener votos que por un sincero propósi-
to de promover su política. Cuando a los políticos se los representa habitualmente como mentirosos
y egoístas, no es de extrañar que la confianza del público se desgaste. Los políticos pierden la capa-
cidad de ser reconocidos por su buena labor cuando, hasta las acciones que son aparentemente loa-
bles, se pintan como calculados intentos de ocultar motivos engañosos detrás de palabras altruistas y
de buena voluntad. El mundo político se convierte en un lugar desagradable, digno de ser evitado y
denunciado. La participación política cae en picado y los políticos encuentran dificultades para con-
seguir apoyo a sus iniciativas. El gobierno se encuentra en medio de un atasco. Entonces la expre-
sión “gobierno en la sombra” adquiere un significado nuevo, sumamente indeseable. La sombra
oscura proyectada sobre la política vuelve al público suspicaz respecto a lo que está ocurriendo,
aunque temeroso de ejercer sus derechos democráticos para tomar el control sobre la vida política
de la nación.

El creciente poder de los medios

Desde el principio hemos señalado que el poder de los medios informativos para generar cam-
bios en la política es compartido. Incluso el periodismo de investigación, que constituye la forma
más activa de los medios informativos de ejercer la política, no puede tener éxito sin fuentes que
estén dispuestas a hablar, legisladores dispuestos a investigar, representantes de la ley dispuestos a
procesar a los infractores y sin los ciudadanos que estén dispuestos a votar contra los que traicionan
la confianza pública. Sin embargo, el papel de los medios informativos ha incrementado su campo
de acción en los últimos años convirtiéndose a menudo en un factor determinante. La influencia del
papel de los medios también ha aumentado.
Las nuevas tecnologías, especialmente la televisión, son la razón principal de este incremento,
pues han llevado la información política a los hogares de la gente corriente que, hasta entonces,
solía prestar poca atención a este tipo de noticias en los periódicos. Hasta el televidente más apolíti-
co no puede evitar estar expuesto a los anuncios políticos insertados en los programas de entreteni-
miento. La repetición constante de estos relativamente cortos y sencillos mensajes hace que se fijen
en la memoria, aun cuando el espectador no pretenda asimilarlos concientemente. Las nuevas tecno-
logías también permiten construir mensajes más elaborados que son, a su vez, más persuasivos por-
que están hechos a medida de las predisposiciones psicológicas de ciertos públicos.
Los cambios experimentados por la política también han acrecentado el poder de los medios in-
formativos. Estos cambios incluyen la disminución del poder de los partidos políticos que, al refor-
mar los procedimientos para la nominación de sus candidatos, se ha debilitado. En la adopción de

11
tales reformas, los candidatos dependen cada vez más de la publicidad de los medios para acceder a
los cargos. Esto significa preparar las campañas a medida de las necesidades de los medios informa-
tivos y que las buenas relaciones con los periodistas se conviertan en prioridad absoluta. Los eleva-
dos costes de este tipo de campañas han hecho prácticamente imposible la competencia entre candi-
datos con presupuestos limitados. En consecuencia, el grupo de profesionales capacitados para or-
ganizar campañas electorales con posibilidades de éxito se ha reducido, y la habilidad para manejar
las relaciones con los medios informativos se ha convertido en un requisito imprescindible para
presentarse a un cargo público.
La aparición de la Presidencia “imperial” ha sido otro estímulo más para el poder de los medios.
La cantidad total de cobertura que los periodistas, debido a su importancia, dedican a la Presidencia,
ha hecho que la influencia de estos en la política del presidente sea mayor, así como su popularidad
entre los funcionarios del gobierno y los ciudadanos. Otros cambios políticos importantes son el
papel variable de Estados Unidos en asuntos internacionales y el, cada vez más activo, que desem-
peña el gobierno en sectores de la política social –como sanidad y seguridad en el empleo- y e el
esfuerzo para mitigar la contaminación del medio ambiente. El ciudadano medio que queda perplejo
ante estos complejos problemas, especialmente cuando los expertos de autoridad reconocida toman
posturas contrarias, es muy posible entonces que se incline hacia la postura que ha recibido la co-
bertura informativa más favorable.

¿El poder en la sombra se ha vuelto demasiado arrogante?

En un sondeo de opinión acerca de la Administración, realizado en 1993 sobre una muestra de


la población americana a nivel nacional, el 43% dio una valoración desfavorable al Congreso y el
35% desaprobó la actuación del presidente. De estos, el 29% se informaba por la televisión, y el
14% por su periódico habitual (sondeo Times-Mirror, mayo, 1993). ¿Quiere esto decir que la gente
aprueba la creciente influencia de los medios? Juzgando por un sondeo de Times-Mirror de julio de
1994, la contestación es “no”. El 71% de los encuestados estaba de acuerdo con que “los medios
informativos estorban a la sociedad al querer resolver sus problemas”. ¿Qué podría justificar esta
respuesta, teniendo en cuenta que el público siente más respeto hacia los medios informativos que
hacia el gobierno?
Hay muchas respuestas plausibles a esta pregunta. Se refieren, en gran parte, a la manera en que
los medios desempeñaban su función de cuarto poder, más que a la aprobación de la función en sí.
El público sabe que necesita la información difundida por los medios y que estos deben ser libres
para investigar todos los aspectos de la vida pública. Sin embargo, a juzgar por las generalizadas
críticas respecto a la actuación de los medios, el público cree que estos se han vuelto demasiado
entrometidos, privando a la gente de la posibilidad de escuchar a los políticos. La capacidad de los
políticos para presentar sus opiniones está, a menudo, severamente perjudicada por la mala voluntad
de los medios para transmitir sus mensajes y la frecuente impaciencia de estos por controlar la se-
lección de noticias y sus interpretaciones. Como hemos señalado, los medios tienden a ser escépti-
cos en cuanto a las motivaciones de los políticos e interpretan sus acciones como disimulados, o no
tan disimulados, intentos de engañar al público, sirviendo a sus propios intereses egoístas. Aunque
el público también se ha vuelto escéptico, se siente molesto, no obstante, con el planteamiento de
los medios por encontrarlo exagerado e injusto.
Por otra parte, los profesionales de la información tienen a menudo en cuenta su propia opinión
acerca de las comparativas aptitudes políticas de los funcionarios públicos y la prensa para juzgar
los asuntos de gobierno. ¿Están los periodistas realmente capacitados para juzgar las situaciones
mejor que los que están encargados de manejarlas? Es bastante fácil criticar las actividades de otros
y proponer lo que estos deberían hacer cuando no se tiene la responsabilidad de llevar a cabo las
reformas sugeridas. Por encima de todo, los funcionarios del gobierno son elegidos por el pueblo o
nombrados por funcionarios que son, a su vez, elegidos por este. Los medios carecen de esa legiti-
midad. El público no los elige ni puede considerarles responsables de las consecuencias de sus ac-
ciones. No puede destituirlos a través de elecciones o procedimientos disciplinarios. Los estadouni-
denses se han sentido siempre incómodos con las instituciones que tienen un poder enorme, sin

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responsabilidad o mecanismos para contenerlo. El poder sin restricciones ni responsabilidades se
considera muy peligroso.
Existen también otros asuntos, muchos de ellos expresados por académicos, quienes han anali-
zado el papel de los medios. Los escritos de Lance Bennett, Robert Entman y Thomas Patterson nos
proporcionan diversos ejemplos. Estos expertos señalan que los valores que mueven la producción
informativa son contrarios a los que deberían mover la política. A los periodistas les interesa ante
todo una buena noticia acerca del gobierno. Los políticos deberían preocuparse, principalmente, de
llevar una buena política sin tomar en consideración su interés informativo. La necesidad de atraer
la cobertura de los medios, sin embargo, les induce a llevar la política de manera que sus acciones
se conviertan en noticias interesantes, atractivas para los medios, a expensas, co frecuencia, de la
validez de la política.
Los medios se niegan a tomar responsabilidades por cualquier consecuencia adversa para la po-
lítica que pueda surgir de la cobertura informativa. Señalan correctamente que son empresas priva-
das con fines lucrativos. Si, realmente, antepusieran los fines políticos al éxito financiero y consis-
tentemente intentaran guiar la política de acuerdo con sus propias creencias, usurparían el poder,
que en una democracia pertenece al pueblo y a sus representantes. Por otra parte, la experiencia y
habilidad necesarias para llegar a tener éxito como periodista difieren considerablemente de la expe-
riencia y habilidad requeridas para triunfar en la política.
Por ejemplo, cuando los partidos políticos controlaban las nominaciones y las campañas electo-
rales de los candidatos, escogían a sus abanderados con miras a formar coaliciones de grupos e in-
dividuos con intereses políticos compartidos y compatibles. Para conservar el apoyo de estas bases
electorales, los partidos consideraban a los candidatos responsables de llevar a cabo la política alre-
dedor de la cual se habían formado las coaliciones. Los políticos se sentían comprometidos con los
partidos por haberles elegido, por el apoyo recibido durante las campañas políticas y por servir de
soporte en organismos gubernamentales, permitiéndoles poner en práctica su política y llevarla a
buen término. Los ciudadanos ejercían algún control sobre este proceso porque sus votos eran nece-
sarios para mantener a los candidatos y sus partidos en el poder.
Cuando los medios llegaron a ser protagonistas principales en el juego de selecciones y eleccio-
nes, los candidatos se independizaron considerablemente de los partidos; una favorable cobertura
informativa es suficiente para ganar las elecciones. Una vez en su cargo, les faltaba a menudo el
soporte de una fuerte coalición, y los partidos ya no podían exigirles responsabilidades por su ac-
tuación, ni siquiera obligarles a seguir la política propugnada por el partido, que ellos afirmaban
representar y liderar. A su vez, los candidatos se hallan comprometidos con los medios informati-
vos, que carecen de visión política alguna, no son responsables ante el público y están muy influi-
dos por fuerzas ajenas a la consideración de un buen gobierno. La capacidad del gobierno para
desempeñar su labor está socavada.
Hasta ahora, los principales medios de comunicación han desempeñado, la mayor parte del
tiempo, sus tradicionales funciones de “perro guardián” con un razonable grado de diligencia y res-
ponsabilidad. Han proporcionado, asimismo, un control necesario sobre la mala conducta y arro-
gancia del gobierno, aunque más esporádica que sistemáticamente. Sin embargo, también han exa-
gerado su función en muchas ocasiones. La situación se halla a punto de aumentar la cantidad y
gravedad de estas aberraciones. Se ha dicho que la eterna vigilancia del público es el precio de la
libertad. Esto se refiere a la necesidad de vigilar al gobierno, pero también a la necesidad de vigilar
a los medios. Jay Blumler, crítico de los medios de información, lo expresó claramente:
“El poder de los medios no ha de ser compartido: ello infringe la autonomía editorial. No ha de ser
controlado: eso es censura. Ni siquiera ha de ser influido: eso es manipulación de la información. Pero,
¿por qué debería estar exento el personal de los medios informativos de la máxima de Lord Aton, que
todo poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente? Y si no están exentos, ¿quién es
exactamente el más capacitado para vigilar a los vigilantes, por decirlo así?”5.

5
Blumler, J., “Purposes of Mass Communication Research: A Transatlantic Perspective”, en Journalism Quarterly, vol.
55 (Summer), p. 228.

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