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UN RELATO:

EL BANQUETE DE
BABETTE

Karen Blixen, danesa de


nacimiento, se casó con un
barón y pasó desde el 1914
hasta el 1931 administrando una
plantación de café en el África
Oriental Británica (su obra Out
of Africa, [Desde África] habla
de estos años). Después de
divorciarse, regresó a
Dinamarca y comenzó a escribir
en inglés bajo el seudónimo de
Isak Dinesen. Uno de sus
relatos, “El banquete de
Babette”, se convirtió en una
obra clásica sectaria después de
que se hiciera una película con
él en la década de 1980.
La señora Dinesen sitúa su
relato en Noruega, pero los
autores daneses de la película
cambiaron su ubicación a una
empobrecida aldea de
pescadores en las costas de
Dinamarca; un poblado de calles
repletas de lodo y casuchas con
el techo de paja. En este lúgubre
escenario, un deán de blanca
barba dirigía un grupo de fieles
dentro de una austera secta
luterana.
Esta secta había renunciado
a los pocos placeres mundanos
que podían tentar a un hombre
del pueblo en Norre Vosburg.
Todos vestían de negro. Su dieta
consistía en bacalao hervido y
unas gachas hechas hirviendo
pan en agua fortalecida con un
chorro de cerveza. En el día
sabático, el grupo se reunía para
cantar de “Jerusalén, mi feliz
hogar, nombre tan querido para
mí”. Tenían su brújula fija en la
Nueva Jerusalén, mientras
toleraban la vida en la tierra
como una manera de llegar a
ella.
El anciano deán, que era
viudo, tenía dos hijas
adolescentes: Martine, llamada
así en honor de Martín Lutero, y
Philippa, cuyo nombre honraba
a Felipe Melanchton, el
discípulo de Lutero. Los
aldeanos solían asistir a la
iglesia sólo para deleitar sus
ojos en estas dos jovencitas,
cuya radiante belleza era
imposible de suprimir, a pesar
de los grandes esfuerzos de
ambas hermanas.
Martine cautivó los ojos de
un elegante y joven oficial de
caballería. Cuando ella logró
resistirse a sus proposiciones —
al fin y al cabo, ¿quién cuidaría
de su anciano padre?—, él se
marchó para casarse con una
dama de compañía de la reina
Sophia.
Philippa no sólo era bella,
sino que tenía la voz de un
ruiseñor. Cuando cantaba sobre
Jerusalén, parecían aparecer
resplandecientes visiones de la
ciudad celestial. Así fue como
llegó a conocer al cantante de
óperas más famoso de su
tiempo, el francés Achille Papin,
quien estaba pasando una
temporada en la costa por
razones de salud. Mientras
caminaba por los senderos de
tierra de una escondida aldea,
Papin oyó asombrado una voz
digna de la Gran Ópera de París.
Permítame que le enseñe a
cantar correctamente, le rogó a
Philippa, y toda Francia caerá a
sus pies. La realeza hará fila
para conocerla, y acudirá en un
carruaje tirado por caballos al
magnífico Café Anglais para
cenar. Halagada, Philippa
consintió en recibir unas cuantas
lecciones, pero sólo unas
cuantas. Los cantos acerca del
amor la ponían nerviosa; los
aleteos que sentía por dentro la
preocupaban aun más, y cuando
terminó un aria de Don
Giovanni abrazada a Papin, con
los labios de éste rozando los
suyos, supo sin lugar a dudas
que tendría que renunciar a
estos nuevos placeres. Su padre
escribió una nota en la que
rechazaba todas las lecciones
futuras, y Achille Papin regresó
a París, tan desconsolado como
si hubiera perdido un billete
ganador de la lotería.
Pasaron quince años, y
muchas cosas cambiaron en
aquella aldea. Las dos
hermanas, convertidas en
solteras de mediana edad,
habían tratado de seguir con la
misión de su padre, ya fallecido,
pero sin su fuerte liderazgo la
secta sufrió terribles divisiones.
Un hermano le guardaba rencor
a otro por unas cuestiones de
negocios. Corría el rumor de
que dos de los miembros
estaban envueltos en amoríos
desde hacía treinta años. Dos
damas de edad no se habían
dirigido la palabra en diez años.
Aunque la secta se seguía
reuniendo en el día sabático y
cantando los viejos himnos, sólo
un puñado de ellos se
molestaban en asistir, y la
música había perdido todo su
brillo. A pesar de todos estos
problemas, las dos hijas del
deán permanecían fieles,
organizando los cultos e
hirviendo el pan para los
desdentados ancianos del
poblado.
Una noche demasiado
lluviosa para que nadie se
aventurara a atravesar las calles
llenas de lodo, las hermanas
oyeron un pesado golpe en la
puerta. Cuando la abrieron, una
mujer se desplomó desmayada.
Al reanimarla, descubrieron que
no hablaba danés. Les entregó
una carta de Achille Papin. Al
ver su nombre, Philippa se
sonrojó, y le temblaba la mano
mientras leía aquella carta de
presentación. La mujer se
llamaba Babette, y había
perdido a su esposo y su hijo en
Francia durante la guerra civil.
Su vida corría peligro y tuvo
que huir; Papin le había hallado
sitio en un barco, con la
esperanza de que en esta aldea
tuvieran misericordia de ella.
“Babette sabe cocinar”, decía la
carta.
Las hermanas no tenían
dinero para pagarle a Babette, y
en primer lugar, sentían dudas
en cuanto a contratar a una
criada. No confiaban en su
forma de cocinar; ¿acaso no
eran los franceses los que
comían caballos y ranas? Sin
embargo, por medio de gestos y
súplicas, Babette les ablandó el
corazón. Haría lo que fuera
necesario, a cambio de cuarto y
comida.
Durante los doce años
siguientes, Babette trabajó para
las hermanas. La primera vez
que Martine le enseñó a cortar el
bacalao y cocer las gachas,
levantó una ceja y se le arrugó
un poco la nariz, pero no
protestó ni una sola vez por lo
que le mandaban hacer.
Alimentaba a los pobres del
poblado y se hacía cargo de
todas las tareas de la casa. Hasta
ayudaba en los cultos sabáticos.
Todos estaban de acuerdo en
que Babette había llevado nueva
vida a aquella estancada
comunidad.
Puesto que Babette nunca
hablaba de su vida pasada en
Francia, Martine y Philippa se
llevaron una gran sorpresa
cuando un día, después de doce
años, le llegó su primera carta.
Babette la leyó, levantó la vista
para encontrar la de ambas
hermanas, que la observaban, y
les anunció con toda
tranquilidad que le había
sucedido algo maravilloso.
Todos los años, un amigo de
París le había renovado su
número en la lotería francesa.
Este año, su billete había
ganado. ¡Diez mil francos!
Las hermanas tomaron a
Babette de las manos para
felicitarla, pero interiormente,
sintieron que se les partía el
corazón. Se daban cuenta de que
muy pronto, Babette se
marcharía.
Coincidió que Babette ganó
la lotería en el mismo momento
en que las hermanas estaban
preparando una celebración en
honor del centenario del
nacimiento de su padre. Babette
acudió a ellas con una petición.
En doce años no les he pedido
nada, comenzó diciendo. Ellas
asintieron. Sin embargo, ahora
tengo una petición: Quisiera
preparar la comida para el culto
de aniversario. Me gustaría
cocinarles una verdadera cena
francesa.
Aunque las hermanas tenían
graves reparos con respecto a
este plan, era cierto que Babette
no les había pedido favores en
doce años. ¿Qué podían hacer,
sino aceptar?
Cuando llegó de Francia el
dinero, Babette hizo una breve
salida para hacer los arreglos de
la cena. Durante las semanas
siguientes a su regreso, los
residentes de Norre Vosburg
disfrutaron de la asombrosa
vista de barcas que llegaban al
muelle uno tras otro para
descargar provisiones con
destino a la cocina de Babette.
Los trabajadores empujaban
carretillas cargadas con cajas
donde había pequeñas aves.
Pronto aparecieron las cajas de
champaña —¡champaña!— y de
vino. Una cabeza entera de
vaca, vegetales frescos, trufas,
faisanes, jamones, criaturas
marinas de extraño aspecto, una
inmensa tortuga aún viva que
movía de un lado a otro su
cabeza como de serpiente; todos
ellos terminaron en la cocina de
las hermanas, gobernada ahora
con toda firmeza por Babette.
Martine y Philippa,
alarmadas ante aquello que más
bien parecía un brebaje de
brujas, les explicaron su
situación a los miembros de la
secta, ya ancianos y canosos, y
sólo once en número. Todos se
rieron para sus adentros,
comprensivos. Después de
alguna discusión, aceptaron
comer la cena francesa, sin
hacer ningún comentario sobre
ella, para que Babette no se
hiciera una idea equivocada. La
lengua era para alabar y dar
gracias; no para deleitarse en
sabores exóticos.
El quince de diciembre, el
día de la cena, nevó, lo que hizo
resplandecer el aburrido
poblado con un brillo blanco. A
las hermanas les encantó saber
que una huésped inesperada se
les uniría: la señorita
Loewenhielm, de noventa años
de edad, quien vendría
acompañada por su sobrino, el
oficial de caballería que había
cortejado a Martina tiempo
atrás, quien era ya general y
prestaba sus servicios en el
palacio real.
Babette se las había
arreglado para conseguir
suficiente vajilla y cristalería, y
había decorado la habitación
con velas y hojas de encina. La
mesa tenía un aspecto
encantador. Cuando comenzó la
cena, todos los aldeanos
recordaron lo acordado y se
sentaron en silencio, como
tortugas alrededor de un charco.
Sólo el general hizo
observaciones acerca de la
comida y la bebida.
“¡Amontillado!”, exclamó al
levantar el primer vaso. “¡Y el
mejor Amontillado que haya
probado jamás!” Cuando probó
la primera cucharada de sopa, el
general habría jurado que era
sopa de tortuga pero, ¿cómo se
habría podido encontrar una
cosa así en las costas de
Jutlandia?
“¡Increíble!”, dijo el general
al probar el siguiente plato. “¡Es
Blinis Demidoff!” Todos los
demás huéspedes, con la cara
surcada por profundas arrugas,
estaban comiendo las mismas
raras exquisiteces sin
expresiones ni comentarios.
Cuando el general hizo el elogio
del champaña, un Viuda Cliquot
de 1860, Babette le ordenó a su
pinche de cocina que
mantuviera siempre lleno su
vaso. Sólo él parecía apreciar lo
que tenía delante.
Aunque nadie más hablaba
de la comida o la bebida, el
banquete fue obrando
gradualmente un efecto mágico
sobre los burdos aldeanos. Se
les calentó la sangre. Se les
soltó la lengua. Hablaron de los
viejos tiempos, cuando el deán
aún vivía, y de la Navidad en el
año en que se congeló la bahía.
El hermano que le había hecho
trampas al otro en un negocio,
terminó confesando, y las dos
mujeres que habían estado
peleadas, conversaron. Una
mujer eructó, y el hermano que
tenía al lado dijo sin pensarlo:
“¡Aleluya!”
En cambio, el general sólo
podía hablar de la comida.
Cuando el pinche de cocina sacó
el coup de grâce (de nuevo la
palabra), pichón de codorniz
preparado en Sarcophage, el
general exclamó que sólo había
visto aquel plato en un lugar de
Europa, el famoso Café Anglais
de París, el restaurante que
había sido famoso por la mujer
que era su jefa de cocina.
Medio embriagado con el
vino, con los sentidos
embotados, incapaz de
contenerse, el general se levantó
para pronunciar un discurso.
“La misericordia y la verdad,
amigos míos, se han
encontrado”, comenzó diciendo.
“La justicia y la
bienaventuranza se besarán”.
Entonces tuvo que hacer una
pausa, “porque tenía el hábito de
formar con cuidado sus
discursos, consciente de su
propósito, pero aquí, en medio
de la sencilla congregación del
deán, era como si la figura
entera del general Loewenhielm,
con el pecho cubierto de
condecoraciones, sólo fuera el
vocero de un mensaje que era
necesario presentar”. El mensaje
del general era la gracia.
Aunque los hermanos y
hermanas de la secta no
entendían por completo el
discurso del general, en aquel
momento “las vanas ilusiones de
esta tierra se habían disuelto
ante los ojos de ellos como el
humo, y habían visto el universo
como es en realidad”. El
pequeño grupo se deshizo y se
marchó de vuelta a un pueblo
cubierto por una nieve brillante,
bajo un cielo encendido de
estrellas.
“El banquete de Babette”
termina con dos escenas.
Afuera, los ancianos se toman
las manos alrededor de la
fuente, y cantan con energía los
viejos cánticos de su fe. Es una
escena de comunión: el
banquete de Babette había
abierto la puerta, y la gracia se
había colado. Se sentían, añade
Isak Dinesen, “como si de veras
sus pecados hubieran sido
lavados tan blancos como la
nieve, y en este atuendo de
inocencia recuperada, estuvieran
brincando como corderillos”.
La escena final tiene lugar
dentro, en medio del desastre de
una cocina llena de inmensas
pilas de platos sin lavar,
cazuelas grasientas, conchas,
caparazones, huesos
cartilaginosos, cajas rotas,
cortes de vegetales y botellas
vacías. Babette se sienta en
medio de aquel desorden, con
un aspecto de agotamiento
semejante al de la noche en que
había llegado, doce años antes.
De pronto, las hermanas se dan
cuenta de que, en cumplimiento
del voto, nadie le había hablado
a Babette de la cena.
“Babette, fue una cena
encantadora”, dice Martine
indecisa.
Babette parece estar muy
lejos. Después de un tiempo, les
dice: “Yo fui cocinera del Café
Anglais”.
“Babette, todos
recordaremos esta noche cuando
hayas regresado a París”, añade
Martine, como si no la hubiera
escuchado.
Babette les dice que no va a
regresar a París. Todos sus
amigos y parientes han muerto o
están en prisión. Y, por
supuesto, sería costoso regresar
a París.
“Pero, ¿y los diez mil
francos?”, le preguntan las
hermanas.
Entonces Babette deja caer
la bomba. Se ha gastado todo lo
que había ganado, hasta el
último de los diez mil francos
del premio, en el banquete que
ellos acaban de consumir. No se
asombren, les dice. Eso es lo
que cuesta una buena cena para
doce personas en el Café
Anglais.
En el discurso del general,
Isak Dinesen no deja duda
alguna de que ha escrito “El
banquete de Babette” no sólo
como un cuento sobre una gran
cena, sino como una parábola
sobre la gracia; un regalo que le
cuesta todo al dador y nada al
que lo recibe. Esto es lo que les
dijo el general Loewenhielm a
los fieles de sombrío rostro
reunidos a su alrededor en la
mesa de Babette:
A todos nosotros se nos ha
dicho que hay que hallar la
gracia en el universo. Sin
embargo, en nuestra necedad y
miopía nos imaginamos que la
gracia divina es finita … Con
todo, llega un momento en que
la gracia es infinita. La gracia,
amigos míos, no exige de
nosotros sino que la esperemos
con confianza y la
reconozcamos con gratitud.
Doce años antes, Babette
había aparecido en medio de
gente carente de gracia.
Seguidores de Lutero,
escuchaban sermones sobre la
gracia casi todos los domingos,
y el resto de la semana, trataban
de ganarse el favor de Dios con
sus piedades y renunciamientos.
La gracia les llegó bajo la forma
de un banquete; el banquete de
Babette, la mejor comida de
toda su vida, ofrecida con
liberalidad a los que no la
habían ganado en absoluto, y
que apenas poseían las
facultades necesarias para
recibirla. La gracia llegó a Norre
Vosburg como siempre llega:
sin costo alguno, sin
compromiso ulterior, y pagada
por su dador.
¡Oh gracia momentánea de
los hombres mortales,
que nosotros perseguimos
más que la gracia de Dios!
Shakespeare, Ricardo III

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