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En la historiografía sobre las dictaduras europeas del siglo XX existe una larga tradición de
debates al respecto, iniciada en los ‘70, cuando Renzo de Felice sostuvo que entre 1929 y 1934
el régimen fascista italiano logró un extendido consenso que le permitió alcanzar su momento
de máxima solidez y adhesión. Otros historiadores, como Nicola Tranfaglia y Gaetano Arfé,
rechazaron la posibilidad de aplicar el concepto de consenso a las dictaduras del siglo XX, por
considerar que el mismo define la relación existente entre gobernantes y gobernados en
regímenes que permiten la libre expresión de la voluntad individual y social, y no en los
caracterizados por la preeminencia del aparato represivo, el monopolio político y la censura.
Estos autores niegan que el fascismo haya gozado de un verdadero consenso, porque no
puede considerarse como tal la aceptación pasiva y resignada del régimen, postulando en
cambio que sólo cuando existe un apoyo entusiasta y una participación activa puede afirmarse
que un sistema político posee apoyo de masas. La posición contraria afirma que el consenso
efectivo logrado por el fascismo no equivale a la unanimidad de los apoyos, ni a la posesión
permanente de adhesiones entusiastas. Philippe Burrin sostiene con acierto que el término
consenso simplifica la complejidad de las actitudes hacia el poder de los actores individuales,
que habría que situar en una escala en torno a dos nociones; la aceptación y el
distanciamiento. La primera comprendería la resignación, el apoyo y la adhesión; la segunda, la
desviación, la disidencia y la oposición. Lo más común y frecuente en la realidad es encontrar
en un mismo individuo una mezcla de varias de estas actitudes