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Me investigué a mí mismo
(Heráclito)
En su V
indicación de los derechos de la mujer, afirma Mary Wollstonecraft: “No hay manera, en mi opinión, de
corregir la afición de leer novelas que ridiculizándolas: (…) [Si] una persona juiciosa, con un poco de sentido del
humor, lee unas cuantas a una joven, destacando (…) la forma estúpida y ridícula con que las novelas
caricaturizan la naturaleza humana, entonces, en lugar de sentimientos románticos, podrían engendrarse ideas
justas” (Wollstonecraft, 1998: 209).
Sin detenernos en la discusión específica sobre las cuestiones de género, de la situación y del carácter de la
mujer, que la autora quiere reformar, dos cuestiones se hallan en juego en esta afirmación. Por un lado, la idea
de un método, de un i nstrumento, que produce el efecto de corrección, de reforma de las ideas adquiridas
previamente. Por otro, no se habla de un tipo de instrumento cualquiera, si no que se menciona la característica
específica de dicho instrumento: se trata de la puesta en ridículo de aquello que se busca extirpar del espíritu
(“sentimientos románticos”). Es decir, se busca llamar la atención acerca de ciertas cosas a través de la
deformación, de la tergiversación consciente de las mismas. O, mejor, se intenta echar luz, mostrar una verdad
que no se percibe con evidencia en la vida cotidiana, a partir de la deformación, la exageración o la
caricaturización de aquello que se quiere hacer ver.
En cuanto a lecturas, Wollstonecraft proponía, en lugar de las novelas románticas, “aquellas obras que
ejercitan el entendimiento y promueven la imaginación” (Ibid.: 206). Es decir que pensaba las obras como un
instrumento educativo, de conocimiento.
En este cruce entre el libro como instrumento reformador de ideas y la reforma por medio de la puesta en
ridículo, de la deformación, este trabajo se propone indagar los modos en que la novela Frankenstein, de Mary
Shelley1 retoma críticamente, poniendo en cuestión, a través de la ficción, la idea de instrumento desarrollada a
partir del pensamiento moderno.
Instrumento en un doble sentido, que podríamos llamar científico y político. Esto es, instrumento con el que
se busca la adquisición de nuevos conocimientos, por un lado, e instrumento a través del cual se intenta
intervenir en la historia de modo tal de producir una modificación en la misma. Ambos sentidos son indisolubles
el uno del otro y –según creemos– se hallan en las líneas fundamentales del pensamiento moderno.
1
Todas las citas del texto están tomadas de la traducción de Jerónimo Ledesma de la edición de 1818 (2006). Se
indicará sólo el número de página entre paréntesis en el texto principal.
El instrumento científico
“Grandes en verdad –comentaba Galileo Galilei– son las cosas que en este breve tratado propongo a la vista y
contemplación de los estudiosos de la naturaleza (…) sea por su novedad, jamás oída en todos los tiempos, sea,
en fin, por el instrumento mediante el cual esas mismas cosas se han hecho accesible a nuestros sentidos”
(citado en Koyré, 1999: 87. El subrayado es nuestro). Según el historiador de la ciencia Alexandre Koyré, Galileo
es el inventor del “primer instrumento científico, el perspicillum [telescopio]”, permitiendo ver “cosas que ningún
ojo humano había visto antes y que ninguna mente humana había concebido”. Por eso, afirma que “no sólo la
astronomía, sino también la c iencia como tal inició con el invento de Galileo una nueva fase de su desarrollo,
fase que podemos denominar i nstrumental” (Ibid.: 88-89. El subrayado es nuestro). La invención del
perspicillum coloca a la astronomía como modelo de la ciencia en sí. A partir de allí, son los instrumentos los que
median entre el hombre y la naturaleza, los que permiten a la ciencia hacer aparecer cosas nunca vistas ni
concebidas.
La novela de Shelley recupera de un modo crítico esta “fase instrumental” de la ciencia, presentando en un
primer momento a los instrumentos científicos (químicos) como símbolos del progreso científico. Así, en su
primera visita a Waldman, Víctor relata: “Luego me llevó a su laboratorio y me explicó el uso de sus diversas
máquinas” (49. El subrayado es nuestro). Y más adelante comenta que “avancé tan rápido que al cabo de dos
años pude realizar algunas innovaciones en los instrumentos químicos” (51). Del mismo modo, cuando en una
etapa posterior la pasión y el entusiasmo de los comienzos de su estadía en Ingostadt se transforman en la
desesperación, el dolor y la culpa que se apoderan de él luego de la creación del monstruo, son esos mismos
instrumentos utilizados en su laboratorio los que presentifican la imagen que Víctor quiere expulsar de sí:
“Cuando ya casi había recuperado la salud, la imagen de un instrumento químico bastaba para renovar el
desorden de mis síntomas nerviosos” (p.70). Lo mismo se presenta en la visita que realiza con Clerval a la
universidad: “Él [Waldman] quería agradar y me atormentaba. Sentí como si desplegara ante mi vista,
cuidadosamente, uno a uno, esos instrumentos que luego serían utilizados para causarme una muerte lenta y
cruel” (71).
El instrumento químico aparece aquí como un elemento que encierra una contradicción en sí: por un lado, el
desarrollo del conocimiento y la generación de vida; por otro, el horror y la muerte producidos por los
anteriores. El texto en este punto se enmarca en una tradición, la tradición moderna del instrumento como
generador de cosas desconocidas hasta el momento. Sin embargo, señala al mismo tiempo la otra cara del
instrumento.
De este modo, la novela da cuenta de una relación problemática, contradictoria con esta fase del desarrollo
científico moderno iniciado hacia los comienzos del siglo XVII. Víctor funciona en este punto como símbolo del
movimiento contradictorio de la modernidad, de la afirmación, el entusiasmo y la confianza en el progreso
ilimitado de los comienzos, a la desolación y el pesimismo frente a los resultados de esos progresos. La utilidad
de los avances científicos en pos del mejoramiento de la vida humana se ve puesta bajo sospecha en el texto, y
los instrumentos parecen funcionar de un modo metonímico, apareciendo como herramientas de lo contrario de
aquello que se perseguía con ellos: el horror y la muerte.
Sin embargo, no es éste el único plano del texto en el que podemos ver operando la cuestión del
instrumento de conocimiento. Podemos pensar también –a partir de lo comentado al comienzo– que hay
planteada en la novela una discusión acerca del método mismo de acceso al conocimiento que instaura la
modernidad.
Del instrumento al o
rganum
Al comienzo de su Novum Organum –publicado en 1620, 17 años antes que el Discurso del método de
Descartes–, Francis Bacon afirmaba que “de la misma suerte que los instrumentos físicos aceleran y regulan el
movimiento de la mano, los instrumentos intelectuales facilitan y disciplinan el curso del espíritu” (Bacon, 1984:
27) De este modo, postulaba que el conocimiento humano no podía seguir avanzando por los canales abiertos
hasta el momento por los filósofos antiguos. Precisamente, la falla de éstos estaba –según el autor– en el
método empleado: “No combatimos en modo alguno la gloria de los autores antiguos (…) no comparamos la
inteligencia ni los méritos, sino los métodos” (ibid.: 30-31). Notamos entonces que el problema del instrumento
se reescribe ahora como un problema de m
étodo, eje central de reflexión y reforma en los inicios del
pensamiento moderno.2
En la novela, la cuestión de los métodos o instrumentos con los cuales hacer avanzar el conocimiento
humano está problematizada en varios planos. Uno de ellos está dado justamente por el tipo específico de
filosofía natural que Víctor frecuenta. Se presenta aquí un conflicto entre los diferentes caminos seguidos por los
filósofos premodernos o alquimistas, por un lado, y los sistemas modernos, por otro. Una oposición entre la
búsqueda o los objetivos trazados por cada uno. Lo que provoca la atracción de Víctor por los primeros es la
ambición de sus objetivos, a diferencia de las “realidades de poca monta” (47) de los sistemas modernos: “¡Qué
gloria no acompañaría a un descubrimiento que podría desterrar las enfermedades del cuerpo humano y hacer
al hombre invulnerable” (33). Más adelante, luego de escuchar al profesor Krempe, manifiesta su rechazo hacia
la ciencia moderna, a causa de su estrechez de miras: “Además, despreciaba yo los usos de la filosofía natural
moderna. Era muy diferente cuando los maestros de la ciencia buscaban la inmortalidad y el poder; tales metas,
aunque inútiles, eran grandes” (46).
Podríamos razonar a partir de aquí que el texto encierra una contradicción entre la perspectiva de la totalidad
y la particularidad en cuanto a conocimiento se refiere. Resultan significativas en este punto las palabras con
que Víctor nombra los objetivos de los alquimistas: “inútiles”, “demenciales fantasías”, “quimeras”, pero que al
mismo tiempo resultaban de importancia trascendental frente a la insignificancia de los descubrimientos
modernos. Significativas porque este problema tendrá implicancias a la hora de observar la estrechez en el
campo de visión de Víctor a la hora de desarrollar su creación científica.
Ahora bien, el texto no se limita a una dicotomía ciencia antigua vs. ciencia nueva, sino que además
contrasta diferentes actitudes a tomar frente a ella. Esas diferentes actitudes están representadas por las figuras
2
“Communiquer la sciencie cela veut dire en montrer les opératios” [Comunicar la ciencia quiere decir mostrar las
operaciones] (Formigari, 1992)
de los dos profesores con los que entabla relación Víctor a su llegada a Ingostadt. Por un, lado, el profesor
Krempe rechaza de plano y sin contemplaciones las lecturas que Víctor le menciona sobre los filósofos
alquimistas: “Cada minuto (…) que usted ha desperdiciado en esos libros está perdido total e irrevocablemente.
Usted ha cargado su memoria con sistemas superados y nombres inútiles” (45). Habla de “sistemas superados”,
pero la concepción de “superación” en la que está pensando es la de una negación absoluta de todo lo anterior.
Muy diferente es la postura del profesor Waldman a este respecto: “Estos eran hombres a cuyo celo infatigable
los filósofos modernos deben una buena cuota de los fundamentos de su saber. (…) El trabajo de los hombres
de genio, por más erróneamente que esté orientado, rara vez deja de servir como sólida ventaja para la
humanidad” (48). Aunque no se la mencione explícitamente, aparece aquí una idea distinta de “superación”. No
se hace “borrón y cuenta nueva” con Agripa, Paracelso y Alberto Magno, sino que –según Waldman– la nueva
ciencia, los nuevos modos de acceder al conocimiento toman como punto de partida los avances realizados por
los sistemas filosóficos anteriores, desarrollando las nuevas ideas para iluminar lo que los anteriores no lograron
hacer.
Esta discusión filosófica de larga tradición se halla presente en los debates filosóficos y científicos de la
época . En las palabras del profesor Waldman, parecen resonar las críticas que desliza Hegel en el prólogo a la
3
Fenomenología del espíritu: “Cuando arraiga la opinión del antagonismo entre lo verdadero y lo falso, dicha
opinión suele esperar también, ante un sistema filosófico dado, o el asentimiento o la contradicción, viendo en
cualquier declaración ante dicho sistema solamente lo uno o lo otro. No concibe la diversidad de los sistemas
filosóficos como el d
esarrollo progresivo de la verdad, sino que sólo ve en la diversidad la contradicción” (Hegel,
2003: 7-8. El subrayado es nuestro).4
Lo que Hegel cuestionaba era la mera n
egatividad en la crítica de lo que vino antes, frente a la
positividad que implica partir de sus mismos principios para refutarlos. Y lo que critica Hegel de la primera
postura es su visión parcial de las cosas. Esta oposición e
pistemológica parece ser uno de los aspectos
determinantes de la novela, ya que reubica la oposición entre el todo y la parte que mencionábamos arriba. Al
mismo tiempo, nos coloca ante dos posturas distintas respecto de la noción de p
rogreso. Desde este punto de
vista, la actitud de Krempe parecería quedar del lado de la p
arcialidad en el conocimiento científico, al tiempo
que concibe el avance científico como un corte absoluto con el pasado, mientras que Waldman representaría
una postura que intenta comprender la totalidad de un proceso, en el sentido de ampliar la visión acerca de lo
que representa la ciencia moderna, entendiéndola como resultado de los progresos que ha logrado el desarrollo
científico anterior y, por lo tanto, considerando que en ella se halla contenido ese mismo desarrollo.
Pero hay un elemento más que refuerza esta lectura de la posición de Waldman, algo que amplía la
3
En este punto, Jean-Jacques Lecercle hace notar que tanto el prefacio de 1818 como la introducción de 1831
inscriben a Frankenstein en una triple tradición, la tercera de las cuales remonta el origen de la obra a una discusión sobre
diferentes doctrinas filosóficas (Lecercle, 2001: 11).
4
Unas páginas más adelante, Hegel es aún más explícito sobre el problema que nos ocupa: “La refutación deberá
ser, pues, en rigor, el desarrollo del mismo principio, complementando sus deficiencias, pues de otro modo la refutación se
equivocará acerca de sí misma y tendrá en cuenta solamente su acción negativa, sin cobrar conciencia del progreso que ella
representa y de su resultado, atendiendo también al aspecto positivo” (
ibid.: 19. Subrayado del autor).
discusión epistemológica anterior y las concepciones acerca del todo y la parte. Antes de retirarse Víctor de su
primer visita, el profesor le expresa su opinión de que “[u]n hombre sería un químico muy pobre si sólo se
dedicara a ese d
epartamento del conocimiento humano. Si su deseo es convertirse verdaderamente en un
hombre de ciencia, y no simplemente un técnico, le aconsejo que frecuente todas las ramas de la filosofía
natural, incluyendo las matemáticas” (49. El subrayado es nuestro). La oposición entre el “técnico” y el “hombre
de ciencia” es elocuente y lo que marca la distinción entre ambos es justamente la perspectiva de la totalidad
(“todas las ramas”) enfocada al estudio científico, frente a quienes se encierran en su “departamento”. Se
percibe en esta postura una lucha del profesor contra la u
nilateralidad en la visión de las cosas, en la percepción
del mundo, que lleva a una pobreza en el saber. Los peligros de esta u
nilateralidad, el no tomar en cuenta
determinadas zonas de la realidad, estriban en que puede devenir ceguera. Desde aquí puede comenzar a
pensarse el error de Víctor a la hora de su creación científica.
Pero hay más. Si bien Waldman aconseja frecuentar “todas las ramas”, su campo de acción continúa limitado
sólo a un sector de todo el campo de acción de la filosofía: la filosofía natural. Esta es una de las cuestiones
centrales que estará operando con relación a la c eguera mencionada en el párrafo anterior. Si Víctor va a
dedicarse a frecuentar sólo la filosofía natural, es evidente que ha dejado todo un campo sin explorar, la filosofía
política –o la ciencia social–, en última instancia, las consecuencias morales de la actividad científica.
De este modo, el texto, en el plano de la representación de los modelos científicos, parece moverse en una
sucesión de críticas hacia los diferentes instrumentos –o métodos– de acceso a la verdad científica, cuyo punto
máximo se halla en la puesta en cuestión de las consecuencias político-morales del desarrollo científico;
presentando a estas mismas consecuencias como un objeto de conocimiento científico, que debe ampliar el
campo de visión –el campo de verdad– del filósofo natural.
El instrumento político
La discusión que se halla en el centro de la escena de las reflexiones de William Godwin –en su ensayo J usticia
Política– es qué medios utilizar para conseguir efectivamente esta justicia en la sociedad. En esa búsqueda,
rechaza el establecimiento de grandes y masivas organizaciones políticas, sosteniendo la necesidad de “círculos
pequeños e independientes” (Godwin, 1945: 130) de discusión política e intercambio de ideas no uniformes. En
este punto, el filósofo afirma no censurar “las más nobles finalidades” (Ibid.) de aquellas personas que persigan
la justicia política a través de las primeras. “Pero, precisamente en atención a la pureza de sus principios e
intenciones, es deseable que reflexionen seriamente sobre la naturaleza de los medios que ponen en acción”. Y
remata, con una sentencia digna de ser dirigida a Víctor Frankenstein: “Sería muy doloroso que los mejores
amigos del bien de la humanidad se colocasen, debido a una imprudencia de su conducta, en las propias filas de
sus enemigos” (Ibid: 130-131. El subrayado es nuestro). La apuesta del padre de Mary Shelley es la intervención
política, pero se trata de una intervención basada en el conocimiento, en la verdad científica. Verdad y Justicia
son conceptos casi homologables en su texto. Y es quizá en esta homologación que podamos pensar la
catástrofe de Víctor en la novela de Shelley. El desastre que termina produciendo la creación de Víctor parece no
ser tanto el producto de su mero afán por la ciencia y el saber –como él mismo quiere hacer creer en su relato a
Walton5– cuanto una visión parcial de la v erdad científica, es decir, de la justicia política. Dicho de otro modo,
Víctor persigue “las más nobles finalidades” con su creación: “restaurar la vida allí donde la muerte hubiera en
apariencia entregado su cuerpo a la descomposición”, “derramando en nuestro mundo oscuro un torrente de
luz” (54). No obstante, desde la perspectiva de Godwin, pareciera no reparar lo suficiente –no derramar
demasiada luz racional– sobre “los medios que pone en acción” para semejante objetivo.
Desde esta perspectiva, podemos preguntarnos: ¿en qué momento Víctor ha perdido el camino de la
verdad y la justicia? La respuesta la dará su criatura dentro del relato que le proporciona en el monte Aveiron:
“[M]i forma es una inmunda copia de la tuya, más horrible por su mismo parecido” (140). Pero esa forma –que
la criatura expone como la causa de su soledad, tristeza y consiguiente declaración de guerra al género
humano– tiene su origen en la propia subjetividad del creador científico, en el propio proceso de creación,
proceso que hace de la criatura un m
onstruo: “Como la pequeñez de las partes representaba un impedimento
par trabajar velozmente, decidí, contra mi primera intención, construir un ser de estatura gigantesca” (54). Y
menciona la ansiedad, el frenesí, el fervor sobrehumano con el que trabajaba, lo cual lo transforma en un
“esclavo”. La deformidad de su criatura, entonces, lo que causa los desastres, parece deberse no tanto a la
ciencia o la razón mismas, como a su falta. El científico, en su creación científica que lleva a cabo con tanta
minuciosidad y raciocinio, deja escapar algo, una parte de la verdad, producto de un impulso “frenético”,
irracional, pero primordial en el hombre e imperceptible para el pensamiento ilustrado al que Víctor pertenece.
Algo que ya Poe había entrevisto, y que llamó perversidad6.
De este modo, la ansiedad y el apuro por triunfar en la ciencia colocan a Víctor en la perspectiva de la
parcialidad del conocimiento, porque si su triunfo –hallar el principio para impartir vida humana– es producto del
hallazgo de una verdad científica, su fracaso consiste en atender exclusivamente a un aspecto de esa verdad7, al
aspecto b
iológico, fisiológico del ser humano y no a su carácter esencialmente social8.
5
“Aprenda de mí, si no de mis preceptos al menos de mi ejemplo, que la adquisición de saber es peligrosa y que el
hombre es mucho más feliz si cree que el mundo es su pueblo natal” (53).
6
El discurso, crítico del pensamiento ilustrado, acerca de la existencia de impulsos humanos anteriores a la razón,
tiene, durante la primera mitad del siglo XIX, a Edgar Allan Poe como uno de sus exponentes más representativos. Poe
hablaba de un “primur mobile”, “como primitivo e innato principio de la acción humana, un algo paradójico que, a falta de
un término más significativo, llamaremos perversidad” (Poe, 2005: 463. Subrayado del autor). Y aclaraba previamente que
a dicha tendencia “[n]inguno en la pura arrogancia de la razón, la hemos tenido en cuenta” ( Ibid.: 462. El subrayado es
nuestro). Los contactos entre esta idea y la situación de Víctor parecen bastante evidentes. Podríamos decir que Víctor en su
creación científica, creyendo actuar racionalmente, actúa
perversamente, impulsado por una fuerza ajena a la razón: “[U]n
impulso imparable, casi frenético, me empujaba” (55). Y lo que lo impulsa a actuar de ese modo es justamente “la pura
arrogancia de la razón”. La intención de abarcar y controlar racionalmente todos los detalles de la creación es lo que termina
generando su perfecta antítesis. Notamos entonces cómo esta idea que Poe presenta en El demonio de la perversidad como
una crítica de principios al pensamiento moderno, desplazando a la razón del centro de la escena humana, aparece
desarrollada en Frankenstein. Sin embargo, creemos que aparece como insumo, como material discursivo extraído de la
época junto con otros materiales discursivos. Leyendo desde la perspectiva de la totalidad de la novela, la perversidad está
leída tan críticamente como el movimiento de la razón. En este sentido, el libro de Shelley parece ser más una apuesta a la
progresiva eliminación de la primera a través del ensanchamiento de la segunda.
7
Godwin nos da nuevamente una de las claves de lectura para este problema: “Todo lo que constituye un límite a la
verdad es un error y, por consiguiente, toda visión parcial de la verdad incluye necesariamente cierta mezcla de error”
(Godwin, 1945: 132. El subrayado es nuestro).
8
Jerónimo Ledesma –en su estudio crítico publicado como introducción al texto– anota al respecto que
“Frankenstein olvida también la familia de la criatura. No toma en cuenta que, siendo humana pensará familiarmente,
Si pensamos que la creación de un ser humano es para Víctor un medio, un instrumento, un método
para triunfar sobre la muerte a través del conocimiento, podemos razonar que la novela no está condenando lisa
y llanamente la elección de ese método. Más bien, la novela problematiza, formula preguntas frente a la idea
misma de la elección de los medios adecuados para la consecución de una finalidad. De este modo, se dispone a
mostrar los límites del método científico de la modernidad, en una búsqueda de ampliación, de mostrar las caras
(políticas) que quedaron tapadas en el proceso.
El texto –siguiendo a Godwin– se abre así a la pregunta acerca de cuáles son los medios de intervención
política más adecuados para la consecución de la justicia humana.
Política de la perversidad
Si trasladamos las ideas mencionadas de Poe sobre el impulso primordial, irracional del hombre al plano político,
nos encontramos con el hombre que hace daño a su prójimo por naturaleza, por impulso vital. Homo lupus
homini. Nos hallamos en el hombre natural que había pensado Thomas Hobbes casi dos siglos antes. Este
opinaba que “si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven
enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación y a veces su
delectación tan sólo) tratan de aniquilarse y sojuzgarse unos a otros (Hobbes, 1984: 134). Esto es así “porque
las pasiones de los hombres son, por lo común, más potentes que su razón”. La solución, el instrumento que
proponía para evitar esta “condición o estado de guerra de todos contra todos” (Ibid.: 136) era el
establecimiento de “un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo”
(Ibid.: 179). Esto es, un enorme aparato racionalizador y represivo que limite las pasiones innatas p
erversas de
los hombres en pos de un estado de paz y tranquilidad. Es la fundamentación teórico-política del estado
moderno basada en una ontología del hombre.
Pero lo llamativo del planteo ontológico de Hobbes es el supuesto del que parte. Para demostrar la necesidad
de un aparato estatal que elimine la condición de guerra permanente, propone que los hombres son, por
naturaleza, “iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu” (Ibid.: 133). Este es el motivo de su lucha
incesante.
Esta igualdad ontológica, lo que hace de los humanos una especie, se problematiza políticamente en la
novela a través de la existencia misma del monstruo. La pregunta que este pone de manifiesto parece reabrir el
planteo aristotélico sobre la entidad (o substancia): ¿Qué es lo que hace h
ombre a un hombre? Este es uno de
los interrogantes más inquietantes para el lector de la novela, que pone en escena la indeterminación ontológica
del monstruo –reforzado con la ausencia de nombre y de familia. ¿Cómo leer la relación entre –por un lado– los
sentimientos, sufrimientos, aprendizajes y operaciones racionales propias de un hombre y –por otro– su
imposibilidad de ser parte de la sociedad humana a causa de su deformidad física? Jerónimo Ledesma, partiendo
de la alegoría de Rousseau sobre el origen de las lenguas, plantea que el texto opera una materialización del
sentimiento de miedo del ser humano hacia lo que no comprende, operación que le ha permitido comprenderse
como especie: “[E]l efecto que produce el ser designado con la palabra «monstruo», es una reacción inmediata
9
El ciego De Lacey, que no lo ve, y Walton, que lo escucha a pesar de la repulsión que le produce su vista, tal como
señala Ann Melor (citado en Ledesma).
pregunta, el monstruo reescribe la pregunta por la vida –que había formulado Víctor en el plano biológico– en
los términos de la vida social, de la pertenencia a un grupo, a una comunidad de iguales. De este modo, relatará
cómo fue que llegó a sentir deseos de conocer los fundamentos del aspecto social de la vida humana. Al llegar a
casa de los De Lacey, comenta que se la pasó “observando y tratando de descubrir los motivos que guiaban sus
acciones” (120. El subrayado es nuestro). La posición del monstruo como observador es –al igual que su
posición ontológica– ambigua. Participa y no participa del ser humano. De hecho, el conocimiento de su propia
condición lo adquiere a partir de ver y reconocer al ser humano en su cotidianeidad. Por eso es que manifiesta
sus deseos de “convertir[se] en actor de esa animada escena” (137). Entonces, podríamos decir que si el
monstruo no llega a ser del todo humano, podría serlo. O al menos ese es su anhelo. Es un humano en
potencia.
Si bien dijimos anteriormente que el monstruo se hallaba “cargado de cultura”, esta es adquirida de
modo progresivo. Este “progreso” podría leerse como una metáfora de la historia del hombre desde la
perspectiva rousseauniana, donde el hombre desde su e
stado de naturaleza desemboca progresivamente en la
cultura a partir de su carácter p
erfectible (Cf. Rousseau); sosteniendo la misma mirada crítica que el filósofo
ginebrino ponía en el presente. Esto es, “desandando” el camino que dio como resultado el establecimiento de
las reglas que rigen el comportamiento de los hombres en la sociedad actual. Porque los movimientos
progresivos de descubrimiento del monstruo operan una desnaturalización de los asuntos más cotidianos del ser
humano. Cada cosa, cada relación que “toca” con su mirada produce una sensación de extrañamiento en el
lector de la novela. El aprendizaje de la criatura hecha por Frankenstein abre una pregunta tras otra allí donde
todo aparece como certeza, como dado de antemano. El texto en este plano parece trastocar gran parte de los
valores arraigados de la sociedad burguesa, poniendo de este modo en cuestión el carácter eterno de las
relaciones producidas en dicha sociedad. Parafraseando a Walter Benjamín, podríamos afirmar que la novela
intenta de este modo “pasar el cepillo a contrapelo”10.
De los diferentes elementos sobre los que la novela intenta ampliar la mirada, elegimos como uno de los
más representativos el del lenguaje humano, que el monstruo aprende escuchando a los campesinos. En su
relato, afirma que “las palabras que emitían no tenían conexión aparente con objetos visibles, por lo que no
lograba desentrañar el misterio de su referencia” (122). La mención de lo “aparente” se enlaza con lo que
decíamos en el apartado anterior en relación con lo visible. Se trata de ir más allá. El monstruo aprende el
lenguaje humano, tal como está dado. Pero al aprenderlo retrotrae las palabras al momento anterior al
establecimiento de su significado. El “misterio” que parece estar “desentrañándose” aquí es el de la relación
convencional, no natural, de las palabras con los objetos a los que refieren. De este modo, al poner de
manifiesto el carácter humano del lenguaje, a través de la mirada del monstruo el texto afirma el carácter móvil
de las relaciones humanas. Ir más allá de las apariencias puede leerse como un gesto de búsqueda de ir más
allá de las relaciones humanas existentes.
Otro de los aspectos de la novela que sostiene esta lectura es la imagen que presenta de los procesos
10
“Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de
barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. Por eso el materialista histórico se distancia
de él en la medida de lo posible. Considera cometido suyo pasarle a la historia el cepillo a contrapelo” (Benjamín 1973: 5).
judiciales. Lecercle –leyendo en una línea que busca emparentar la trama de la novela con el movimiento de la
Revolución Francesa– observa dos tipos de procesos diferenciados. Por un lado, el relato de la persecución a De
Lacey en Francia. Por otro, los procesos realizados contra Justine y Víctor. En el primer caso, el texto se
inscribiría en “una moda en la novela inglesa de fines del siglo XVIII, la moda de las escenas de procesos”
(Lecercle, 2001: 50), de la que participa también el Caleb Williams de Godwin. Se trata de la crítica de una
“justicia arbitraria”, de “tribunales injustos” (ibid.: 51). Una queja sobre el m
al funcionamiento de la justicia
existente. De distinto modo se presentan las cosas en los procesos a Justine y Víctor, “porque la justicia aquí se
ejerce regularmente y no oprime al acusado: son las acciones del monstruo, no las de los jueces, las que
aplastan a Justine; a su vez, la coartada de Víctor lo pone en libertad. Pero esos procesos, sin embargo, son
ambiguos: están asediados por la sombra del culpable, el monstruo todopoderoso que está por encima de los
tribunales” (Ibid.).
Ahora bien, ¿qué implica que “el monstruo está por encima de los tribunales”? Primero, que en este caso no
hay errores ni injusticias en el proceder de los jueces; estos no actúan de mala fe, ni de forma arbitraria.
Segundo, que así como es ontológicamente inclasificable (“¿Qué era yo?”) y no tiene nombre propio, tampoco
puede ser juzgado mediante las leyes de lo humano. Tercero, que el problema de la justicia no tiene resolución
dentro de los límites de lo existente, que la justicia burguesa debe ser superada. Justine es condenada por
encontrársele el retrato que el pequeño William llevaba consigo antes de ser asesinado. Los jueces, como todo
el pueblo –que clamaba por su condena– vuelven a caer en la trampa de las apariencias. Sin embargo, la
presencia y acción del monstruo marcan una imposibilidad de acceder la verdad dentro de los marcos de lo
existente.
Por último, a través de ciertos rasgos, la novela nos revela también una imagen del trabajo humano. El
texto de Lecercle pasa revista a una serie de figuras históricas con las que el monstruo estaría emparentado
como símbolo contradictorio. Desde la visión paranoica de Burke, que presenta la Revolución Francesa como
“una monstruosa escena tragicómica” (Burke, 1942: 48) –donde el movimiento de la novela sería un reflejo del
destino trágico de la Revolución–, el proletariado abstracto y sin nombre, un l uddita, la m
ob de las rebeliones
inglesas, los sans-culottes parisinos, hasta Bonaparte.
Entre la cantidad de figuras de la época que podría estar encarnando al mismo tiempo, resultaría muy
tentador –a causa de la cercanía temporal– plantear una lectura a partir de la teoría de la alienación del trabajo
de Marx. El monstruo como el trabajador, y a través de él la humanidad toda, que no es aún del todo humana a
causa de la alienación en el trabajo. El monstruo, a través de su n
o del todo humanidad estaría operando como
un espejo en el que la humanidad en su conjunto contempla su humanidad incompleta y la necesidad de
completarla. Cuáles son los m
edios para lograr ese objetivo es, como venimos observando, una de las
cuestiones que la novela coloca en el centro de la discusión.
Más tentadora –y más simplista aún– es una lectura alegórica donde el monstruo vendría a encarnar el
capital que, como producto del trabajo, se vuelve en contra de su mismo productor.
No obstante, si fuera posible establecer un diálogo entre Frankenstein y algún aspecto de la teoría marxista
–en cuyo horizonte discursivo aparecen muchas cuestiones planteadas en la novela que nos ocupa–,
propondríamos que este girara en torno de la figura del a
rtista y del trabajo artístico, por oposición al trabajo
alienado. Ya hemos analizado la f alla intelectual de Víctor que deviene en ceguera. Pero hemos de extraer una
consecuencia más de esta falla, a partir de su propia imagen como trabajador –independientemente de la
determinación específica de este trabajo como trabajo científico– que Víctor brinda al final del capítulo 3: “[M]e
parecía más a un e
sclavo condenado a trabajar en las minas o cualquier otro trabajo insalubre, que a un artista
ocupado en su actividad predilecta” (57. El subrayado es nuestro). Víctor relata el extrañamiento (enajenación)
respecto de su misma actividad creadora, lo que produce como resultado la e
najenación del objeto creado. Y su
contracara es, justamente, el t rabajo artístico, libre de coacción externa. Por eso, podemos trazar una relación
entre la enajenación de la actividad y del producto y la f ealdad de este último: el m
onstruo. Esta relación es la
que parece resonar en la ontología del joven Marx, que encuentra en el t rabajo, o sea, en la transformación
conciente de la naturaleza, la vida genérica del hombre, la esencia humana. Esencia que se halla negada en la
sociedad capitalista, alienada de sí, al estar el trabajador enajenado del p
roducto de su trabajo, así como de su
propio acto de producción. Si bien no habla Marx directamente de la figura del artista, sí plantea que en la plena
realización de su actividad genérica, fuera de toda coacción externa, “el hombre forma (…) de acuerdo con las
leyes de la b
elleza” (Marx, 2004: 113). Aquí el trabajo artístico funciona como modelo de un trabajo libre, no
alienado, en una relación armónica y libre entre el hombre y la naturaleza donde se brindan los materiales que
son transformados mediante el trabajo. La propia Mary Shelley parece explicar estas mismas leyes en la
Introducción a la edición de 1831 de F
rankenstein. Allí ofrece una imagen del trabajo de invención literaria,
planteando que “en primer lugar debemos contar con los materiales”. Y que a partir de allí “[l]a invención
consiste en la habilidad para capturar las posibilidades de un tema y en el poder de formar y adaptar las ideas
que le son propias” (266).
Por consiguiente, lo que está en el centro de ambos planteos es la capacidad –del artista o del trabajador en
general– de transformar un objeto cualquiera, material o intelectual, respetando la naturaleza y el movimiento y
“capturando las posibilidades” del objeto mismo. Nuevamente, Víctor pareciera no estar en total libertad durante
la transformación de los materiales que darán como resultado a su criatura. Esa falta de libertad, esos impulsos
frenéticos, son el resultado de la dinámica de una sociedad, de una formación cultural contra la que la novela
protesta.
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