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EL ADOLESCENTE Y EL OTRO

SONIA ALBERTI

INTRODUCCIÓN

Hoy no hay mujer de la vida que no sufra eteromanía, usan


morfina… ¡Y los muchachos imitan después esas afecciones!
En poco tiempo Carlos estaba sifilítico y otras cosas horribles, ¡perdido!
Usted comprende…mi deber es salvar a nuestro hijo…
Por eso, Fräulein prepara al muchacho.
Y evitamos, quien sabe… ¡hasta un desastre… un desastre!
(Mario de Andrade, 1927, Amar, verbo intransitivo)

Para quien ya leyó Amar, verbo intransitivo de Mario de Andrade, tal vez no haya
pasado desapercibida la gran preocupación del padre de Carlos por su formación,
hasta el punto de llegar a contratar a Fräulein Elsa para iniciarlo en el amor. En
ese tiempo, no tan lejano, no sólo era la ley la voluntad del padre en casa
(Inicialmente la mamá de Carlos ni siquiera sabía para qué Elsa había sido
contratada), él también debía asumir la dirección de la iniciación sexual del hijo,
su deber era –como decía– salvarlo para que no se volviera un perdido. Por más
“paternalista” que esa posición nos pueda parecer ahora, por entonces, había un
claro deseo de sostener la vida de su hijo.

No siempre sucede así, constatamos muchas veces en nuestros adolescentes, un


mayor deseo de muerte que deseo de vida. Pienso por ejemplo, en los menores de
la masacre de la Candelaria, en 1993, en Río de Janeiro, sólo hubo un deseo
eficiente respecto a ellos: el deseo de que ya no existieran 1.

Punto de vista bien diferente de aquel que se construye a partir del personaje del
padre de Kart, un general del ejército que hacía de su casa una extensión del
cuartel, en la obra El culpable no es el asesino sino la víctima, de Fritz Werfel2,
publicada siete años antes de que Mario Andrade hubiera editado el libro citado
[en el epígrafe]. El personaje del general en el libro de Werfel, se asocia al del
padre de Ricky Fitts, en el filme más reciente de Alan Ball Belleza Americana,
película dirigida por Sam Mendes (1999). El coronel de la marina Fitts, recién
jubilado monitorea de forma tenaz y cruel cada movimiento de su hijo
adolescente, endilgándole una supuesta homosexualidad que, por cierto, es la de

1 Se trata de un episodio de la mal llamada “limpieza social”: ocurrió que en la madrugada del 23
de julio de 1993, en cercanías de la iglesia de la Candelaria, ubicada en el centro de Río de Janeiro,
seis niños y dos jóvenes adultos sin hogar fueron asesinados por la policía militar.
2 “No el asesino, sino su víctima es culpable” (Nicht der Mörder der ermordete ist schulding).

Esta frase célebre de Werfel (1919) condensa y predice de alguna manera el cambio paradigmático
que se disponía a experimentar la Criminología como ciencia a partir de la segunda mitad del siglo
XX; agotada tal vez en la búsqueda infructuosa de marcadores de la criminalidad en la figura
individualizada del delincuente, va a centrar en la interacción con la víctima, la explicación de la
criminogénesis.
él mismo. Como sabemos en psicoanálisis, el padre no es el padre del deseo, lo
cual ciertamente tiene un papel en los periodos en que se interna a Ricky durante
esa película.

Las vicisitudes sufridas en el siglo XX dislocaron al padre y a su función en la


familia. Volviendo el trabajo de la adolescencia aún más difícil de lo que ya es.
Originalmente, ese trabajo exige de antemano un enorme esfuerzo del sujeto por
el simple hecho de que la adolescencia implica un encuentro con el sexo – lo cual
no se reduce a la relación sexual propiamente dicha, sino, antes que eso se trata
del encuentro del adolescente con las preguntas sobre cómo asumir una posición
frente a la división de los sexos. Ese encuentro que no puede ser evitado y del cual
ni el mismo padre puede salvar a su hijo, será más o menos angustiante
dependiendo del sujeto. Dos posiciones diferentes conforme el sujeto se sitúe del
lado hombre o del lado mujer. Privilegiaré las determinaciones inconscientes, o
sea, las relaciones del sujeto adolescente con su propia alteridad, el Otro del
inconsciente, que el sujeto no reconoce como yo, pero que no por eso ha dejado
de constituirse en la infancia, a partir de la incorporación de los padres.

El texto que sigue es necesariamente un recorte a partir de muchos años de


trabajo en clínica con adolescentes, de lecturas, de textos literarios que
demuestran que el artista sabe lo que el psicoanalista descubre, y de las vicisitudes
de la articulación entre teoría y práctica que el ejercicio del psicoanálisis ritualiza
en lo cotidiano. La adolescencia no es originalmente un concepto estudiado por
el psicoanálisis, pero ni Freud ni Lacan dejaron de referirse a ella. No sólo el
psicoanalista no sabe qué es lo mejor para el adolescente, como tampoco pretende
explicarlo. Sin embargo, eso no le impide investigar en la historia, en la mitología,
en la literatura y sobre todo en la clínica cuál es el destino del sujeto en el
momento, algunas veces aniquilador, del encuentro necesariamente fallido con lo
real del sexo.

Así, querido lector, no espere ninguna explicación sobre lo que “disfunciona” en


la adolescencia, mucho menos recetas para resolver sus problemas. Lo invito,
simplemente a preguntarse conmigo: “Pero, finalmente ¿qué es eso de la
adolescencia?” Juntos veremos qué tanto el papel de la elaboración de las
pérdidas es fundamental, y por eso, comenzaremos hablando de los padres.

¿QUÉ SON LOS PADRES PARA LOS HIJOS?

Contrario a lo que algunos imaginan, un sujeto adolescente necesita mucho de sus


padres. De una forma un poco paradójica, a primera vista la presencia de los
padres junto al adolescente es fundamental, antes que nada, para que él pueda
desempeñar su función de separación, por lo tanto, es porque los padres están ahí
que un adolescente puede escoger separarse de ellos o no, quiere decir, si los
padres no están presentes no podrá siquiera hacer esta elección. Y la adolescencia
es, antes que nada 1) un largo trabajo de elaboración de elecciones y 2) un largo
trabajo de elaboración de la falta en el Otro como veremos en las siguientes
páginas.

No hay elección que prescinda de indicaciones direcciones, determinantes que le


son anteriores. El sujeto los recibe a lo largo de su infancia, de los padres,
educadores, amigos, medios de comunicación, en fin, del mundo a su alrededor,
a través de lo que le es trasmitido por la lengua hablada, escrita, visual,
comunicativa o incluso por el silencio. Y puede continuar recibiendo esas mismas
indicaciones, direcciones y determinantes, a lo largo de todo el proceso
adolescente desde que no falte quien pueda trasmitírselos. Hay veces que frente
a tantas reacciones adversas por parte del hijo (a), los padres desisten de
desempeñar su función de padres, entienden que ya no son escuchados, ni
tomados en serio, ni respetados, y entonces, se encogen de hombros y desisten.
Allí, son los padres los que se separan de los hijos antes de que estos puedan
separarse de ellos, invirtiendo los papeles, de forma que la única solución
encontrada por el adolescente en ese momento, cuando se ve abandonado, es
luchar desesperadamente por la atención de ellos. Comienza entonces la serie
infinita de dificultades y problemas de la adolescencia que será tanto mayor
cuanto menor hubieren sido justamente las referencias primarias
imprescindibles para el ejercicio de las elecciones.

Para los padres, a su vez es difícil y a veces muy difícil, soportar la adolescencia
de sus hijos. Por haber vivido diseccionado por los padres durante la mayor parte
de toda su existencia hasta aquí, los adolescentes conocen no solamente los
puntos fuertes sino también los punto débiles del padre y de la madre… Y es
justamente en el momento en que comienzan a recorrer la vía de la separación
que se arman de ese conocimiento para apartarse de los padres, criticarlos y
alcanzarlos en la médula, en la esencia, apuntarles al corazón con el único fin de
debitarlos. Una vez más, de parte de los padres se precisa una buena dosis de
energía, de amor, de apuesta, para soportar su propio aniquilamiento a través de
los hijos: única manera de que estos no se identifiquen con la consecuente pérdida
narcisista. Eso no solamente no es fácil, es imposible en ocasiones, razón por la
cual no hay padres ideales del adolescente, sino simplemente sus padres, los que
lo ayudarán en la medida de lo posible, a atravesar el proceso descrito por Freud
como el de la construcción de un túnel, cavando por los dos lados, no siempre en
línea recta aunque suficientemente estructurado para permitir la travesía.
Algunas veces una ayuda externa puede ser de gran valor.

Puede ser de gran ayuda para los hijos percibir que no se deben descartar esos
parámetros propios, incluso si parecen anticuados, desarticulados, claudicantes,
pues a pesar de tales calificativos, no dejan de ser referencias y, como he dicho,
necesarios a priori para cualquier tipo de elección. Si sólo fueran considerados
parámetros, podrían no solo permitir sino incluso engendrar la capacidad de
elección de los hijos, que elegirán seguirlos o no, o seguirlos no todos o inclusive
asumir como propias las elecciones de los padres. Y no hay nada más propio de la
adolescencia que poder elegir: esto sí, aquello no. Si los padres demuestran que
saben seleccionar, ¿por qué el hijo no heredaría esa capacidad? Para poder
trasmitir la capacidad de elección, nuevamente es fundamental saber que esta se
ejerce a partir de las referencias anteriores, que determinan las elecciones de cada
uno y que no siempre los parámetros de uno serán los parámetros para otro, que
ni todas las referencias de los padres, servirán para los hijos. Finalmente, es
necesario saber que padre y madre no son sinónimos de referencia, sino
conceptos que comportan tal importancia para los hijos, que estos, incluso no
asumiendo parte de los parámetros de aquellos, de ninguna forma dejan de ser
por eso sus hijos. Lo que los padres implican para los hijos jamás podrá ser dicho
totalmente, independiente del desarrollo de las ciencias y de las artes. También
es verdad lo contrario: jamás se sabrá decir por completo lo que es un hijo para
cada uno de sus padres.

Desde sus primeras hipótesis Sigmund Freud observaba: la primera, y por eso
más intensa relación de un bebé con el mundo en que nace, se da a través de un
Otro que lo preexiste, hace de él un objeto privilegiado de sus intereses e influye
al bebé de tal forma que él será necesariamente el producto de la relación de
ambos – el Otro y el mismo. Si el Otro preexiste al sujeto es para engendrarlo
también. El primer Otro, para el bebé, implica necesariamente a los padres, o sus
sustitutos 1 , lo que viene a ser lo mismo. El concepto de Otro, en la realidad
establecida por Jacques Lacan, hace referencia antes que nada a una alteridad:
afirmar la presencia de Otro engendra la noción de un yo que difiere de él.

Se escribe Otro con mayúscula inicialmente por una razón muy simple: no se trata
de otro cualquiera, tiene una especificidad en relación con los tantos otros con los
cuales el sujeto tendrá relación, además de la preexistencia, es la única instancia
a la cual el bebé puede apelar en su desamparo fundamental, como decía Freud.

A medida que el bebé crece y hace sus propias experiencias de vida, incorpora la
alteridad a los pocos de forma que ella determina su propia constitución. El sujeto
adolescente ya ha tenido una cantidad suficiente de experiencias para que ese
Otro haga parte de él, lo que no impide que busque reconocerlo en sustitutos, en
la realidad, a lo largo de toda su existencia. Podemos decir que el propio
inconsciente del Otro es ese Otro ahora, alteridad que el yo del sujeto reconoce
como distinto de sí. Yo diría inclusive que ese es un parámetro determinante para
establecernos al final de la infancia: la definitiva incorporación del Otro de la
infancia de manera que el sujeto no sea ya tan dependiente de la idealización de
los padres de su infancia. Todo niño idealiza de alguna manera a sus padres pero
a medida que crece, percibe sus fallas de manera que el terreno se va preparando
para el proceso de separación de la adolescencia.

La separación en cuestión no es del Otro ahora incorporado, sino de los padres


imaginados e idealizados, y sólo podrá suceder si la incorporación de los padres
–como diría Freud, a propósito del período que llamó latencia– tuvo éxito.
Cuanto más sólida tal incorporación mayor habrá sido la herencia de los padres
que servirá como recurso para el sujeto adolescente actuar con sus propias
decisiones. Pues, a pesar de no reconocer al Otro como yo el sujeto es siempre
efecto del inconsciente.

1
Otros educadores necesariamente.
Para Freud hay una gran diferencia entre el yo y el sujeto, a pesar de que
encontramos en algunos puntos de su obra el término Ich para nombrarlos a
ambos. El yo en realidad es una gestalt imaginaria que utilizó para identificar y
diferenciar otros dos; el sujeto, a su vez es siempre efecto del lenguaje y sorprende
por no poder ser previamente gestaltizado, por no poder estar referido a una
imagen. De ahí también que la clínica psicoanalítica solo puede existir donde hay
habla; en psicoanálisis el sujeto es aquel que habla, siendo la clínica el ejercicio
de advenimiento del sujeto a través de su palabra. Muchas veces el yo puede
resistir al advenimiento del sujeto, impidiendo que hable, por inhibición, por
cobardía, por repetición de un modo de ser que impide el surgimiento del deseo.
Pues si hay realmente algo que caracterice al sujeto es que él necesariamente se
ejerce en los diferentes discursos como sujeto del deseo – el sujeto es el deseo, en
el sentido amplio del término.

Freud decía que el deseo inconsciente, o sea, todo deseo es deseo del Otro, lo que
podemos constatar de paso en la relación del bebé con el Otro primordial: sí el
bebé tiene una madre suficientemente buena, como diría Donald Winnicott, es
porque está motivada a humanizar a su hijo a partir de un deseo que ella no sabe
expresar con certeza, pero, que está ahí definitivamente.

El concepto Winnicottiano viene bien aquí porque cuando se trata del deseo no
hay modelo, prescripción y ni un mismo patrón a seguir. Sólo después, como todo
en psicoanálisis, se da una definición de lo que fue una madre para su hijo. Es del
deseo de ella que nacen las demandas del bebé, o sea, que él puede comenzar a
expresar lo que quiere del Otro. A su vez, si es una madre suficientemente buena,
al humanizar su hijo, también ella tendrá demandas para dirigirle a él, peticiones
que él puede no querer satisfacer, lo cual permite dejar abierto espacio al deseo –
del lado de la demanda, ese deseo puede no ser expresado exactamente, lo que es
toda una razón para vivir.

Es por haber heredado de sus padres la posición como deseante, que el


adolescente ya no satisface las demandas de ellos. Se dice, comúnmente, que
ahora él “piensa con su propia cabeza”. Es verdad, pero, sobre todo porque él
puede soportar no satisfacer ya las demandas de sus padres, entonces, ya no teme
perder su amor, en parte por ya haber tenido pruebas suficientes de que no se
pierde fácilmente, y en parte, porque ya no es eso lo que más le interesa. El
adolescente se experimenta como autor de un deseo que no está allá donde antes
localizaba el mayor peso de sus relaciones: en la demanda de amor para
garantizar una protección contra el desamparo fundamental.

Para poderse desempeñar como sujeto del deseo es preciso que el adolescente
no se engañe con las demandas de amor que no dejan de ser una tentativa de
ocultar el hecho de las imposibilidades . El adolescente debe saber que no hay
cómo escapar del desamparo fundamental intrínseco al ser humano , por más
dolorosa que sea esa constatación, él ya sabe que el Otro no puede protegerlo
apenas enriquecerlo con algún recurso para que encare solo el desamparo. Hay
varios nombres en psicoanálisis para ello, el más divulgado es el concepto de
castración. Inspirado en mitos y rituales de una serie infinita de culturas, Freud
puede constatar en ellas que las prácticas de castración son inscripciones, en el
cuerpo, de los límites que cada sujeto debe observar frente a las leyes que
humanizan. Hoy, en la cultura occidental, la castración pretende ser puramente
simbólica y las imposibilidades son transmitidas simbólicamente, al menos en
principio. Para acceder al deseo es necesario el reconocimiento de la castración,
pues a pesar de todo, ¡de ella se alimenta el deseo! Los padres también están
castrados y es por eso que el hijo puede dejarlos, ¡llevando consigo el mejor
equipaje que puede recoger! Poder encarar el desamparo, las imposibilidades,
someterse a la castración simbólica es el largo trabajo de elaboración de la falta
en el Otro que se ha dicho con respecto a la adolescencia.

Durante todo el proceso de la adolescencia habrá momentos en los que el sujeto


necesitará volver momentáneamente a la ya ilusoria relación que mantenía con
sus padres: puerto seguro en sus extenuantes tentativas de soportar la separación.
Pero a medida que el proceso concluye, y si el sujeto ya no se resiste más al
inconsciente que lo determina – esa Otra Escena donde está su deseo – ya no será
a los brazos de la madre ni al cuello del padre donde el sujeto recurrirá sino al
Otro del inconsciente, con todas las herencias que le sirven de bastón.

Traducido del portugués.

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