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El séptimo don del Espíritu Santo es el temor de Dios.

No se trata de un miedo, ni distancia,


sino el humilde reconocimiento de la infinita grandeza del Creador. Es temor a ofender a Dios,
reconociendo la propia debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor a Dios. El alma se
preocupa de no disgustarlo, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

La Sagrada Escritura afirma que “el principio del saber, es el temor de Yahveh” (Sal 110/111).
Pero ¿De que temor se trata? No ciertamente de ese “miedo” que evita pensar o acordarse de
El, como de algo que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo de nuestros progenitores
después del pecado, que los llevó a “ocultarse de la vista de Yahveh entre los árboles del
jardín” (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del siervo infiel de la parábola, que esconde
bajo tierra el talento recibido (cfr Mt 25).

Juan Pablo II señala: “Aquí se trata de algo mucho más noble: es el sentimiento sincero que el
hombre experimenta ante la inmensidad de su Creador, especialmente cuando reflexiona
sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser “encontrado falto de peso” (Dn 5, 27)
en el juicio eterno, del que nadie escapa. El creyente se presenta ante Dios “con el espíritu
contrito y con el corazón humillado” (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo que debe atender a la propia
salvación “con temor y temblor” (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino
sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley”.

El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ello no
excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del
castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud
paterna de Dios que quiere la salvación de todos.

Es un recordatorio ante la facilidad con que, a veces, transgredimos la ley de Dios. La Santísima
Virgen ante el anuncio del mensaje del angel “se conturbó” (Lc 1, 29). Aún trepidante por la
inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el fiat de la fe, de la obediencia y
del amor

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