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El orden político

En los Viajes..., Sarmiento acusó a Maquiavelo de incurable anacronismo:


«El pobre Maquiavelo escribió en el Príncipe lo que
creían y practicaban los hombres más justificados de la
tierra entonces, desde el papa hasta el último juez de paz;
desde el inquisidor mayor en España, hasta Pizarro y
Valverde en el Perú. La moral y la justicia aplicada a la
política es de pura invención moderna, y debemos de ello
holgamos sobre manera, aunque queden todavía por acá y
por allá ramplones atrasados, que hacen el príncipe de
Maquiavelo con un candor digno de todo elogio»88.

Sarmiento no había padecido aún el vértigo de quien está decidido a fundar y


mantener un régimen de gobierno. Esa enervante experiencia para elevar de entre los
escombros del disenso revolucionario la legitimidad republicana, habrá de sugerirle
a nuestros legisladores, testigos de victorias y derrotas, una respuesta semejante a la
que había planteado un Maquiavelo ignorado por Sarmiento. La fórmula -una
antropología del poder- invitaba a descender al fondo inconsciente de la naturaleza
humana en procura no ya de la virtud del bien común, encarnada en un ciudadano
instruido, sino de la virtù exaltada por el autor de El príncipe en tanto cualidad del
hombre político que le permitía «mantener su estado» y desviar los dardos de una
fortuna ultrajante. ¿Acaso la fundación de un orden político reposaba
exclusivamente en la bondad de una constitución pactada con sabiduría? ¿No
reclamaban también esos estados recién establecidos «buenas leyes y buenas
armas»? Sarmiento no comprendió a Maquiavelo, ni tampoco percibió -era todavía
joven- la porfiada sobrevivencia de las pasiones pero al cabo de una trayectoria
pública, que comenzó después de Caseros y se prolongó durante casi treinta años,
bien podría haber aceptado la exhortación para librar a Italia de los bárbaros, escrita
como capítulo final del opúsculo: «Vedesi come la prega Dio che le mandi qualcuno
che la redima da queste crudeltà ed insolenzie barbare»89.
Este nuevo viaje por los vericuetos del poder, donde la teoría se topaba con la
práctica, pondrá en conflicto dos concepciones que lucharon sin tregua en la
conciencia de Sarmiento desgarrada por la violencia y la guerra. Un Sarmiento que,
en 1853, sueña con trasplantar en Argentina la república de Story y Tocqueville
-espejo de la virtud contenida en el municipio- y otro Sarmiento, guerrero de las
luchas civiles dispuesto a imponer orden y estado de sitio, organizador del ejército
de oficiales profesionales, que veinte años más tarde justifica una república fuerte
con el auxilio de Thiers y Taine.
Alberdi no sufrió esa contradicción. La continuidad de su pensamiento -no por
ello menos atormentado- lo condujo a postular, con rasgos cada vez más acentuados,
una república centralista de inspiración monárquica, estrictamente limitada para que
la libertad moderna reconciliase a la Argentina, por imprevisibles caminos, con la
paz universal. Entre la ilusión por los pactos primitivos prontamente destruidos por
las batallas, la virulencia de polémicas donde latían querellas renovadas por el
liberalismo doctrinario, que contraponían formas puras con gobiernos mixtos,
Alberdi y Sarmiento meditaron el orden político a la sombra de Hobbes. Si, en la
perspectiva del punto de partida, la constitución fue el ideal histórico de la dignidad
humana, desde la óptica que proponía el orden político, ese código escrito tuvo que
alumbrar el poder y armarse para derrotar a la violencia.

La polémica constitucional
En 1852 -lo hemos visto- Sarmiento rompió con Urquiza y regresó a Chile. Ese
año publicó Campaña en el Ejército Grande aliado de Sud América donde proclamó
su disidencia con el régimen que nacía en el interior argentino bajo la influencia del
vencedor de Caseros. El libro motivó una respuesta de Alberdi -que estaba
plenamente identificado con Urquiza- escrita también en Chile, en la localidad de
Quillota, con el título de Cartas sobre la prensa y la política militante en la
República Argentina (llamadas Cartas quillotanas). Sarmiento no fue remiso en la
respuesta y un mes después escribió Las ciento y una. Alberdi replicó
con Complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina. A la
postre, ya sancionada la Constitución Nacional de 1853, Sarmiento dio a conocer
los Comentarios de la Constitución de la Confederación Argentina, a los que
siguieron los Estudios sobre la Constitución Argentina, de Alberdi. Este es el marco
bibliográfico de una polémica ubicada en el momento en que ambos terminan de
fijar el punto de partida. Entre recriminaciones y agravios, ese virulento diálogo
invirtió de tal suerte el rol intelectual asumido por Sarmiento que este concluyó
adhiriendo con inusitado fervor a una teoría del trasplante institucional, mientras
Alberdi defendía una teoría fuertemente arraigada en la tradición colonial.
Los Comentarios... fueron el vehículo de que se valió Sarmiento para aplicar en
la Argentina la filosofía pública de los Estados Unidos según las lecciones de Story.
El título, la intención y los ejemplos, todo recuerda al gran comentador en clave
centralista de la constitución norteamericana. En ningún instante pretendió
Sarmiento disfrazar este designio: «La constitución -afirmó- vendría a ser, pues, para
nuestros males, lo que aquellas tisanas que traen, envolviendo el frasco que las
contiene, la instrucción para enseñar la manera de usarlas» 90.
Estas palabras definen el sentido del trasplante constitucional. Alberdi quería
instalar en América del Sur la sociedad industrial. Sarmiento soñaba con implantar
la constitución presidencial que dictó el Congreso de Filadelfia tal cual ella existía,
madura y consagrada, en América del Norte. En ambos casos se trataba de productos
terminados. Naturalmente, ni el antiguo régimen español, ni la tradición de las
monarquías constitucionales europeas podían servir de ejemplo para Sarmiento. Un
modelo exclusivo orientaba al legislador para discernir el alcance de los conceptos
constitucionales. Los comentarios de doctrina escritos en Estados Unidos pasaban a
ser argentinos, «la práctica norteamericana regla, y las decisiones de sus tribunales
federales antecedentes y norma de los nuestros...»91
El modelo constitucional era selectivo. Sarmiento buscó en la obra de Story
aquellas instituciones capaces de doblegar a la herencia colonial. Había por lo
menos dos tendencias malsanas para cuya terapéutica el confidente del porvenir
debía interrogar al espejo que reflejaba la democracia en el norte. A la
monarquización del mando ejecutivo, Sarmiento oponía la figura de un presidente
republicano; frente a la centralización del poder en el gobierno federal y a su
correlato, las oligarquías enquistadas en las provincias, Sarmiento recomendaba
nacionalizar al inmigrante, difundir la educación gratuita, sembrar en cada provincia
la vida municipal, distribuir la propiedad rural y promover la agricultura.
La visión del ejecutivo republicano no se inspiraba en la democracia extrema
pregonada por Franklin y Paine sino en la concepción de El federalista, según la
interpretación de Story y el juez Marshall. Aun así, esa figura presidencial, cuyo
origen monárquico era indiscutible, no atraía a Sarmiento con la fascinación que
ejercía sobre Hamilton y sus seguidores. En los Comentarios... todavía se advierte el
temor hacia el despotismo de uno solo: «...el principal infractor de las leyes puede
ser -en efecto- el Ejecutivo donde a él solo se halla reducido el gobierno y no es
necesario suprimirlo por nada más que por el justo temor de que infrinja las leyes, si
no está limitado». El ejecutivo monarquizante en una constitución republicana
acarreaba grandes riesgos entre los cuales el más acuciante era la centralización. El
dogma federal debía combatirla en su raíz, es decir atacando al corrupto ejercicio del
gobierno en las provincias:
«El hecho existente de una general tiranía, no resistida
por los gobiernos de provincia, muestra la necesidad de un
gobierno general en que cada una de las provincias tenga
parte, y por la acción moral y física del todo sobre cada
una de ellas, garantice las libertades que de otro modo no
han podido conservarse»92.

Sin calidad ciudadana en las provincias -aducía Sarmiento- el sistema federal no


dispondría de reservas de libertad con las que resistir al gobierno nacional.
Inevitablemente -como ya lo habían postulado Royer-Collard y Tocqueville- la
centralización se impondría sobre esa muchedumbre aislada que, por otra parte, las
oligarquías locales no representaban. Se imponía, pues, el remedio del voluntarismo
legislativo más decidido. El vendaval del cambio que Sarmiento impulsaba no se
detenía en los Comentarios... ante la geografía ni la historia: se inclinaba sobre el
mapa y dibujaba otras fronteras; rehacía viejos límites («¿no valdría más
-preguntaba- pensar en agruparse provincias según su coloración y necesidades, en
vez de constituir quince nulidades incoherentes y casi imposibles?»); esculpía, en
fin, el perfil de la legislatura, del municipio y del gobernador 93.
Las legislaturas, verdaderas sedes de la representación popular, debían ser
reformadas atendiendo a la «raíz del árbol» que era la elección. Había que aumentar
el número de representantes y elegirlos mediante un sistema uninominal como el que
se puso en práctica en el estado de Maine, en Estados Unidos. Del trasplante
emanaba un poder mágico que curaba por encanto: «localizada la representación,
marcada en límites, todos los males están remediados». ¿Leyes electorales que
giraban en el vacío? Sarmiento no llevaba su pasión por el trasplante hasta límite tan
extremo. También exploraba el contorno sociológico más adecuado para recibir esos
admirables procedimientos. Ahora -sugería- para alumbrar una constitución
republicana ya no bastarían los cimientos de las ciudades históricas que describió en
el Facundo, ni tampoco la reconstrucción cívica de Buenos Aires, a la que se
consagrará más tarde. Con diferente espíritu, pero con el mismo empeño, había que
seguir una pista semejante a la que recorrieron los viejos conquistadores. Sarmiento
será entonces un fundador de ciudades de nuevo cuño que reagrupen a los habitantes
en pequeñas localidades y en un espacio urbano, síntesis del tipo social que el orden
republicano reclama. En una palabra: habrá que otorgar acta de fundación al
municipio, forma jurídica de la ciudad sarmientina, que «es la sociedad en relación
al suelo, es la tierra, las cosas, las calles y las familias consideradas como una sola
cosa»94.
Tal como aparecía en el espejo constitucional, el municipio reflejaba la aldea
norteamericana de los Viajes... y era también la imagen utópica de aquel
rudimentario gobierno comunal que Sarmiento había conocido en Cuyo y en el valle
central de Chile: pueblos agrícolas, de vida frugal, escasos de agua, que
administraban con inteligencia el riego. Esa tradición reaparecía en el régimen
municipal de la constitución, formado por el «conjunto de familias que tienen
intereses comunes, una ciudad; sus suburbios, una villa, sus alrededores, un lugarejo
y las fincas y plantaciones rurales que se continúan en un paño de tierra. Una ciudad
para proveerse de agua potable, alumbrado de gas, mantener serenos, policía de
seguridad, etc., tiene una municipalidad, porque el bien o el mal es común...» 95
No es de extrañar, por consiguiente, que Sarmiento emprenda una requisitoria
implacable contra la figura constitucional del gobernador en tanto agente natural del
gobierno federal. La primacía de la provincia sobre el municipio y la del ejecutivo
nacional sobre aquella, le sugerían, no sin razón, males mayores, como por ejemplo
una oligarquía regularizada de gobiernos provinciales bajo el amparo presidencial 96.
Este es el escenario que arma Sarmiento para dar entrada a los protagonistas de
la constitución entre los cuales sobresalían los extranjeros en pleno ejercicio de los
derechos políticos y los ciudadanos educados gracias a un sistema de instrucción
pública. Los embajadores de la virtud adquirían estatura constitucional. Sarmiento
embestía de frente contra la idea que tenía Alberdi acerca de la condición del
extranjero en América del Sur. En las Bases... -más tarde en Derecho público
provincial y en el Sistema...-, Alberdi adoptó fielmente del pensamiento doctrinario,
expuesto por Guizot y Pellegrino Rossi, la distinción entre libertad política y libertad
civil. Ese corte de la acción humana en dos planos distantes fue para Alberdi un
concepto jurídico magistral que le permitió concebir la fórmula más eficaz para
resolver el «problema del establecimiento de la libertad política» en Argentina. La
desesperante anarquía, engendrada por un estado social que la utopía racionalista de
Rivadavia había despertado de su colonial letargo al proclamar «la democracia
ilimitada» en Buenos Aires, debía tropezar contra una valla robusta capaz de
contenerla y orientarla hacia un orden duradero. Había entonces que capturar a la
libertad política y limitarla férreamente. Para Alberdi, la libertad política era una
cuestión de capacidad. Generalizada por el sufragio conformaba una soberanía de
hecho inepta para intervenir como creadora de la soberanía de derecho prevista por
la constitución:
«La inteligencia y fidelidad en el ejercicio de todo
poder -escribió en ...Derecho público provincial- depende
de la calidad de las personas elegidas para su depósito; y la
calidad de los elegidos tiene estrecha dependencia de la
calidad de los electores. El sistema electoral es la llave del
gobierno representativo. Elegir es discernir y deliberar. La
ignorancia no discierne, busca un tribuno y toma un tirano.
La miseria no delibera, se vende. Alejar el sufragio de
manos de la ignorancia y de la indigencia es asegurar la
pureza y el acierto de su ejercicio». Y en el Sistema...
advertía: «...usar de la libertad política es tomar parte en el
gobierno; gobernar, aunque no sea más que por el sufragio,
requiere educación, cuando no ciencia, en el manejo de la
cosa pública. Gobernar es manejar la suerte de todos; lo
que es más complicado que manejar su destino individual y
privado»97.

La libertad civil significaba en cambio una promesa universal de la que todos


debían disfrutar a manos llenas, criollos y extranjeros. Ella era la libertad por
excelencia que la libertad política debía servir como el medio se ordena al fin, el
recinto que había construido la primera parte de la constitución donde albergar, con
garantías inviolables, el transplante de la sociedad industrial y a su protagonista más
activo, el habitante extranjero:
«No participo del fanatismo inexperimentado, cuando
no hipócrita -insistía Alberdi en el Sistema...- que pide
libertades políticas a manos llenas para pueblos que solo
saben emplearlas en crear sus propios tiranos. Pero deseo
ilimitadas y abundantísimas para nuestros pueblos
las libertades civiles, a cuyo número pertenecen
las libertades económicas de adquirir, enajenar, trabajar,
navegar, comerciar, transitar y ejercer toda industria. Estas
libertades, comunes a ciudadanos y extranjeros (por
los art. 14 y 20 de la Constitución), son las llamadas a
poblar, enriquecer y civilizar estos países, no las libertades
políticas, instrumento de inquietud y de ambición en
nuestras manos, nunca apetecibles ni útiles al extranjero,
que viene entre nosotros buscando bienestar, familia,
dignidad y paz. Es felicidad que las libertades más
fecundas sean las más practicables, sobre todo por ser las
accesibles al extranjero que ya viene educado en su
ejercicio»98.

Esta era la solución para el problema del gobierno en América del Sur:
aguardar, confiar en la acción espontánea del trasplante y en la trama infinita de la
acción humana, «mejorar la sociedad, para obtener la mejora del poder, que es su
expresión y resultado directo» 99. Mientras tanto, el ejercicio de la libertad política
debía quedar encerrado dentro de los límites de un orden restrictivo, de una
«república posible», como la llamó Alberdi. Era la fórmula constitucional más
congruente con el trasplante social. Desligar al extranjero de toda responsabilidad
cívica hasta que la buena semilla creciera en la sociedad y transformase por efecto
natural al gobierno de la república. Esta, ciertamente, no era la fórmula que
Sarmiento apetecía. El trasplante institucional, que él preconizaba, se situaba en las
antípodas porque la constitución y las leyes debían convertir de inmediato al
extranjero en ciudadano e inducirlo a adoptar carta de naturalización como ocurría
en Estados Unidos:
«Su distinción entre nacionales y extranjeros debió
evitarla precisamente porque existe en América y debe
borrarse. No debe haber dos naciones sino la Nación
Argentina; no dos derechos, sino el derecho común. Los
extranjeros, dice el señor Alberdi, gozan de los derechos
civiles y pueden comprar, locar, vender, ejercer industrias y
profesiones; las mujeres argentinas se hallan en el mismo
caso, como todos los argentinos y todos los seres humanos
que no tienen voto en las elecciones ¿Para qué
distinguirlos?»100

Por otra parte, el proyecto de constitución, que Alberdi presentó como colofón
de las Bases..., negaba a los extranjeros el derecho de armarse en defensa del país
antes de que cumplieran treinta años de residencia (plazo que la constitución redujo
a diez). Segundo error que Sarmiento impugnaba cuando insistía en subrayar el
carácter nocivo de un inmigrante incapacitado de tomar parte en defensa de la
nación: «¿Para qué país se da esa Constitución? Para uno convulsionado por
haraganes, apoyados por masas estólidas; y treinta años de excepción no pedida,
otorgada y que puede ser convertida en negación por un propósito de usurpación,
puede decidir la suerte del país. ¡Treinta años fomentando el egoísmo del inmigrante
industrial, que es un elemento de orden y libertad porque es una fuerza de inercia
contra las turbulencias y un muro contra la barbarie!» 101
La barbarie, siempre el fantasma de la barbarie. Sarmiento aplaudía la sentencia
del artículo 5 (cada provincia debe asegurar la educación primaria gratuita) como
«una de las más bellas prescripciones de la Constitución». La reverenciaba como un
símbolo sagrado en el debate que ponía frente a frente la educación de las cosas y la
instrucción impartida por la escuela. Para Alberdi, la pedagogía espontánea de la
sociedad industrial desempeñaba el papel más importante, al que debían apuntalar la
escuela y la instrucción obligatoria consagrada a las ciencias aplicadas. Ambos
conceptos, sin duda complementarios, se ordenaban según prioridades. Alberdi
apostaba en el punto de partida a favor de la educación práctica y de los usos
sociales que habían madurado en la civilización industrial. Sarmiento reducía ese
matiz a esquema antagónico. Entre los agentes del cambio social, la escuela y el
maestro que enseñaba aritmética, gramática e instrucción cívica ocupaban el primer
puesto. Por eso, ante la sugerencia de Alberdi que ya comentamos -más falta hacen
hoy la barreta y el arado que el alfabeto- Sarmiento se rasgaba las vestiduras:
«No, Alberdi. Deshonradme ante mis compatriotas,
como lo habéis hecho en vuestro libro, preciándoos de
haberlo hecho con moderación, sin ruido, como el hábil
ladrón que rompe las cerraduras y el dueño de casa no
despierta; que abre las puertas y los goznes no rechinan;
que descerraja los armarios y no deja señales aparentes de
la sustracción. Deshonradme en hora buena; pero no
toquéis la educación popular, no desmoronéis la escuela,
este santuario, este refugio que nos queda contra la
inundación de la barbarie»102.

Esta visión de la escuela, junto con la distribución del suelo, completaba el


propósito del municipio: la asociación de agricultores con intereses comunes en
pequeños centros que imparten educación. Una comunidad rural-urbana, instalada
sobre la propiedad de la tierra, un islote de sociabilidad en un medio hostil que
irradia desde el municipio instrucción y educación cívica: ¿cómo poner esta posible
reserva de riqueza al servicio de la nueva población? La clave constitucional residirá
en la política que el congreso nacional adopte con respecto a la tierra fiscal: «las
tierras baldías pueden ser un disolvente de la sociedad, o una fuente de
engrandecimiento según la manera de enajenarlas». En Norteamérica, la división de
la tierra fiscal en parcelas pequeñas, comparadas con la extensión de la propiedad
rural en Argentina, ha gestado una sociedad igualitaria. «No hay en los Estados
Unidos una clase de pueblo destinada como entre nosotros al proletariado, y como
consecuencia a la miseria, a la dependencia, a la degradación y al vicio» 103.
Distribuidora de «la materia prima de la sociedad y de la propiedad, que es el
suelo», la legislación federal de los Estados Unidos ha puesto en marcha a un pueblo
de colonizadores. Es la interpretación constitucional de Jefferson en contra de la que
postulaban Hamilton y Adams. Tal la tarea que Sarmiento impone al orden político
de la nueva sociedad: declarar al país en estado de colonización. De ese proyecto
depende la legitimidad constitucional: «pueden a su impulsión brotar nuevas
Provincias; pueden extenderse a mayor escala las causas de miseria, de
despoblación, de ignorancia y disolución que labran hoy las entrañas de la parte ya
poblada»104.
Todo está previsto por el legislador. Todo, excepto la resistencia de la realidad.
No hay lugar, aparentemente, para el compromiso con el pasado.
Ese compromiso constituye el sitio de arranque de la obra que emprende
Alberdi. «He escrito mis Cartas -dice en su respuesta a Sarmiento- por el mismo
estímulo que me hizo escribir mis Bases. Ambos son escritos conservadores; el
mismo espíritu de orden y disciplina prevalece en los dos». La barbarie era según
Sarmiento un fenómeno de naturaleza social: el desierto, la campaña ganadera, el
aislamiento, el analfabetismo. Alberdi observa, desde una óptica diferente, que la
barbarie traduce un hecho político: la resistencia frente a la autoridad establecida por
la constitución, la desobediencia ante el orden político, la negación de la ley:
«No es la resistencia, señor Sarmiento, lo que deben
enseñar los buenos escritores a nuestra América española
enviciada en la rebelión; es la obediencia.
La resistencia no dará la libertad; sólo servirá para hacer
imposible el establecimiento de la autoridad, que la
América del Sur busca desde el principio de su revolución
como el punto de partida y de apoyo de su existencia
política. Sin la autoridad que da y hace respetar la ley, es
imposible la libertad, que no es más que la voluntad
ejercida en la esfera de la ley. El principio de autoridad es
el símbolo actual de la civilización en Sud América; todo
lo que se opone a su establecimiento, barbarie y salvajismo
dorado»105.

Por eso, ante la disyuntiva entre civilización y barbarie, Alberdi resuelve


combatir al caudillismo en sus causas y apoyar la política que prevalecía en el
mundo rural. El caudillo, entendido como expresión política del antiguo régimen, no
será erradicado hasta tanto no desaparezcan las causas que lo engendraron. Esos
antecedentes, que Sarmiento había discernido en el Facundo, están presentes en el
desierto, la distancia, «el aislamiento material, la nulidad industrial, que hacen
existir al caudillo como su resultado lógico y normal» 106. Argumento estratégico,
como se advierte, que subraya las contradicciones entre el Sarmiento que escribió
el Facundo y el apasionado opositor de Urquiza en la Campaña en el Ejército
Grande...
En todo caso, hasta que el trasplante produzca efectos sociales, es preciso acatar
la realidad del mundo rural como fuente y sustento del orden político: «La política
que no sepa apoyarse en nuestros campos para resolver el problema de nuestra
organización y progreso, será ciega, porque desconocerá la única palanca que hace
mover este mundo despoblado, ¿Dominar el desierto sin el hombre del desierto, es
cosa que tenga sentido común? No achaquéis a los campos la anarquía. Ella ha sido
hija de la revolución, que ha dividido campos y ciudades [...] Así el gaucho
argentino, el hacendado, el negociante, son más aptos para la política práctica que
nuestros alumnos crudos de Quinet y Michelet, maestros que todo conocen, menos
Sud América»107.
Parece claro que Alberdi persigue legitimar el orden político emergente bajo la
protección de criterios tradicionales. La tradición que se recupera es, ante todo,
política. Es la mediación necesaria para alcanzar los fines de progreso en la
sociedad: «Desde la formación de nuestras colonias nos ha regido un derecho
público español. Somos la obra de esa legislación; y aunque debamos cambiar los
fines, los medios han de ser por largo tiempo aquellos con que nos hemos educado.
Estos medios, es decir, el gobierno propiamente dicho, las autoridades, dependen en
su organización y mecanismo de las condiciones y antecedentes peculiares de cada
país»108.
La tradición política se condensa en la institución predominante del poder
ejecutivo, que es la clave de bóveda del orden constitucional. Alberdi se complacía
en recordar -lo llamaba «dicho profundo y espiritual»- el consejo de Bolívar: «Los
nuevos Estados de la América antes española necesitan reyes con el nombre de
presidentes». De esa figura depende el mantenimiento del orden; a ella quedan
subordinados los restos de autonomía que aún persistían en las provincias. Suerte
«de reconstrucción del gobierno central que había existido por dos siglos», sobre
todo luego de que se fundara el Virreinato del Río de la Plata, el poder ejecutivo de
la constitución, «determinante de toda su fisonomía», es completamente distinto del
norteamericano. «Mil veces más -prosigue Alberdi- se asemeja al de Chile que al de
Estados Unidos, a pesar de la diversidad de nombres [...] Fuerte como el de Chile,
republicano en la forma y casi monárquico en el fondo, central como en dos siglos,
hasta donde lo permitía el individualismo provincial creado de hecho por la
revolución»109.
La república portaliana (en recuerdo de Diego Portales, bajo cuyo influjo la
república chilena vivió un ciclo de estabilidad política que Alberdi conoció y
disfrutó durante la década del cuarenta) era un modelo más atractivo que la
república norteamericana. Centralista y aristocrática, esa recreación del orden
virreinal tras la divisa republicana se despoja de su máscara cuando se declara el
estado de sitio, «adopción casi literal de los artículos 82, inciso 20, y 161 de la
Constitución de Chile», momento fuerte del régimen, estado de excepción basado en
la prerrogativa que faculta al gobierno federal a suspender las garantías individuales
en defensa del orden frente al peligro de la disgregación o de la resistencia
armada110.
El rumbo parece ahora claro: del mismo modo como el valor dominante en la
nación es el poder ejecutivo, así también habrá que buscar en las provincias un
compromiso con la tradición del antiguo régimen. La autonomía provincial a la
norteamericana, que recomendaba Sarmiento, es para Alberdi poco recomendable en
Argentina pues convertiría en estados cuasi independientes, «a los que son y fueron
provincias de un solo Estado». Unión sobre la diversidad sin desconocer, por cierto,
la importancia del régimen municipal. La fórmula federal que propone Alberdi es al
revés de la trama de los argumentos clásicos: no se trata ya de la unión de territorios
iguales para proteger su originaria independencia, cediendo parte de su soberanía,
sino del margen de autonomía (concesión inevitable y resignada) que el poder
central otorga a las provincias. No quedan en pie, por el momento, preocupaciones
mayores, salvo la ironía que, al pasar, desliza Alberdi cuando describe el esfuerzo
del autor de los Comentarios... aplicado a develar las incógnitas del poder mediante
una prolija lectura de Story:
«¿Se necesita una institución para La Rioja? -Al
momento se hojean los archivos de Pensilvania. ¿Se quiere
una respuesta de la historia para resolver una cuestión
administrativa en San Juan?- pues no se acude a la historia
de San Juan sino a la historia del Maine, en Estados
Unidos. ¿Esto es jurisprudencia argentina? ¿Story ha dado
el tipo de esa jurisprudencia? ¿Cuando él se propone
explicar las leyes de Pensilvania o de Massachusetts,
revuelve los archivos de Lucerna o de Ginebra en la
Federación Helvética?»111

Entonces, si el trasplante obrará el milagro de traernos nueva cultura, mejor


educación práctica y habitantes más aptos ¿para qué trazar caminos de utopía:
municipios armoniosos, escuelas públicas y tierra entregada a los agricultores
mediante una geométrica distribución? No, Sarmiento, concluye Alberdi, todo eso
vendrá después cuando el progreso erosione los medios tradicionales que, por
necesidad, el legislador elige para preservar el orden frente a la anarquía. Hasta tanto
el cambio de la sociedad no produzca el cambio del Estado, habrá que enhebrar
compromisos entre la tradición y el progreso, reservando para este el ámbito de la
sociedad, cuya garantía jurídica es la libertad civil, y para aquella el orden del poder,
cuya expresión es el ejercicio de la libertad política. Sí, habrá que aguardar, pues
la «política eficaz parte de los hechos, no de la ideología»112.
Significativa consecuencia: según él mismo admitía, Alberdi había conocido la
república norteamericana a través de la prosa francesa de Tocqueville, Achille Murat
y Michel Chevalier113. Los dos primeros, desde perspectivas radicalmente diferentes,
elogiaron la descentralización. Tocqueville lo hizo inspirado en la democracia;
Murat mediante una descarnada justificación de la república esclavista que se había
formado en los estados norteamericanos del sur. Solo Chevalier, con su análisis de la
centralización económica en el empire state de Nueva York, podía arrimar
argumentos favorables, que no eran, por cierto, de naturaleza jurídica.
Entre aquellas reflexiones sobre la autonomía bienhechora del gobierno local y
la república monárquica de Bolívar o Portales (y de los tres presidentes, se entiende,
que en Chile gobernaron dos períodos de cinco años cada uno: Prieto, Bulnes y
Montt) se interponía el espacio que separaba ambas Américas. Más cerca estaban las
meditaciones de Hamilton y los federalistas acerca del poder, las pasiones populares
y los empresarios ilustrados. Pero esta reaparición en América del Sur de una
república centralista, fundada en el interés comercial de las ciudades, padecía un
proceso deformante, como si el cristal con aumento de otra circunstancia histórica y
geográfica diese a esas figuras constitucionales una ignorada dimensión. Frente a las
elucubraciones de los autonomistas norteamericanos, los Comentarios... de Story
eran una sazonada propuesta de centralización constitucional. En contraste con las
lecciones de Alberdi, los Comentarios... de Sarmiento, que tenían sabor de aplicado
alumno, representaban una de las posiciones autonomistas más extremas. He aquí el
trecho que había recorrido la teoría: aquello que en el norte era modelo de
centralización evocaba un riesgo de disolución en el sur.

Formas mixtas y formas puras


Ese viaje de las ideas no disipaba, por cierto, otras preocupaciones consagradas
por la teoría. La constitución de 1853 proclamó a la república como forma de
gobierno. Para Alberdi era este un hecho inevitable, semejante al progreso de la
humanidad que impulsó a la independencia: «estamos arrojados en él, y no
conocemos otro aplicable, a pesar de nuestras desventajas» 114. Sin referencia
expresa, Alberdi y el congreso constituyente recogieron la concepción de Madison.
Miraban con desdén por turbulenta, a la república clásica, e incorporaban en la
sociedad democrática el principio representativo que Montesquieu había radicado en
la república aristocrática: una república donde la soberanía residía en el pueblo debía
ser gobernada en nombre del pueblo por representantes electos.
Las ideas acerca de la república entretejían pues modelos dominantes en torno a
los que deambulaban las preguntas acerca del poder o la legitimidad. Acaso, si
asistía la fortuna, lograban alguna respuesta eficaz. En esas marchas y
contramarchas latía la esperanza de recuperar parte de un principio teórico, o bien el
fragmento del pasado que aún sobrevivía en el presente. El pacto social, por
ejemplo, en el cual intervenían los ciudadanos para dictar su ley fundamental, se
podía convertir, según la circunstancia, en un pacto histórico capaz de reconciliar a
la legitimidad revolucionaria con la legitimidad tradicional, como aquel que
intentaron establecer los doctrinarios luego de la restauración en Francia. Y esas
peripecias, que tenían lugar en el mundo político, eran parte visible del fenómeno
más hondo de una sociedad moderna en la cual se abría paso la libertad individual.
Alberdi usó estos instrumentos conceptuales a voluntad, de acuerdo con
cambiantes oportunidades. Su constitución, tal como la pensó para fundamentarla o
justificarla, fue ante todo una combinación de principios y una forma mixta. En la
esfera política -ya lo hemos visto más arriba- era una república aristocrática, celosa
del ejercicio de la libertad política; desde la perspectiva del pasado, en la
constitución resonaba el pacto histórico entre dos legitimidades incompletas cuya
ambición de fundar un orden exclusivo, federal o unitario, había fracasado; y, por
fin, desde el punto de vista de la formación civil de la sociedad, la constitución
ofrecía al individuo y a su familia la promesa de una vida democrática.
La relación de Alberdi con el eclecticismo de los doctrinarios es ambigua. En
el Fragmento... los miró con sorna: «El eclecticismo es la moderación, dice Cousin,
la moderación es todo el arte político dice Montesquieu: pero es menester decir a
Cousin y Montesquieu, que también la moderación quiere ser moderada, y que nada
hay más moderado que la excesiva moderación». Royer-Collard, Guizot, el mismo
Cousin, eran para el joven Alberdi personajes anacrónicos. «Un noble corazón
asociado a un espíritu preocupado y tímido», decía de Collard, a quien el siglo XIX
en su «marcha representativa, pura, sin mezcla, sin eclecticismo», había dejado de
lado. Pero ese rechazo no guardaba correspondencia con la ostensible identificación
de Alberdi con el pensamiento de Guizot acerca de la soberanía de la razón y de la
capacidad política, que también defenderá Pellegrino Rossi:
«Será preciso -escribía Alberdi- que del seno de la
gran sociedad civil, salga otra sociedad política, formada
de los individuos capaces de concurrir a la formación de un
fondo común de inteligencia y de fuerza [...] La soberanía
del pueblo, no es pues la voluntad colectiva del pueblo; es
la razón colectiva del pueblo, la razón que es superior a la
voluntad, principio divino, origen único de todo poder
legítimo sobre la tierra [...] La idea pues, de toda soberanía
ilimitada, es impía, insolente, infernal»115.

Tan fuerte es la crítica a los que se juzgaba derrotados por la revolución de


Julio, como ajustados a las fuentes son los argumentos doctrinarios acerca de la
representación política. En el Fragmento..., Alberdi es un ecléctico que se ignora.
Poco tiempo después, en la XV palabra simbólica del credo o dogma de la
Asociación de Mayo -que él mismo redactó- el método pluralista expuesto por
Guizot en su Historia de la Civilización... habrá de reaparecer con más fuerza. Es la
interpretación de la guerra civil como un conflicto entre principios opuestos que
deben pactar la paz. La guerra civil era para Alberdi una confrontación entre dos
facciones perdurables que en la historia cotidiana cambian de nombre y no de
naturaleza: «Facción Morenista, facción Saavedrista, facción Rivadavista, facción
Rosista, son para nosotros, voces sin inteligencia». Era obvio que tras las divisas se
agitaban corrientes más hondas. «Hemos visto luchar dos principios, en toda la
época de la revolución, y permanecer hasta hoy indecisa la victoria». Unitarios y
federales, celestes y colorados, dejaban en su carrera sedimentos históricos que el
legislador debía recuperar en una fórmula ecléctica. En la guerra no cabía la victoria
sino la transacción. Tal debería ser el resultado final de la larga lucha abierta por la
independencia: una «fusión doctrinaria [...] política y social»116.
La explicación de Alberdi proponía un inventario del «caudal respectivo de
poder de ambos principios, unitario y federativo». Los dos venían acumulando
recursos desde el pasado que arrancaba en la sociedad colonial y aceleraba su
marcha en tiempos de la revolución. El poder, más que un hecho singular,
manifestaba un fenómeno de larga continuidad. La tradición unitaria nacía de la
unidad del origen español, de la religión católica, costumbres e idioma, y del orden
político colonial: unidad en el territorio del virreinato con Buenos Aires por capital,
en la legislación civil, comercial y penal, en el procedimiento judicial, en las
finanzas y administración común117.
A esos antecedentes la revolución añadió otros: una creencia republicana, el
sacrificio colectivo en la guerra, pactos y proyectos de gobierno común, la acción
diplomática, bandera, símbolos y glorias compartidas, «la unidad tácita, instintiva,
que se revela cada vez que se dice sin pensarlo: República Argentina, territorio
argentino, nación argentina, patria argentina...» El unitarismo colonial es el poder
institucional forjado por una rutina, actos y conductas repetidas; el unitarismo
revolucionario es en cambio el poder en su momento originario, el sentimiento de
una guerra compartida por el pueblo. Sobre el lenguaje que proviene del fondo
colonial, ese poder unitario ha creado nuevas palabras. Argentina es el vocablo de la
unidad interior, de una realidad inédita, fronteras adentro, que van trazando los
gobernantes y las batallas118.
Las tendencias unitarias no han podido vencer, sin embargo, al espacio y a la
disgregación de la independencia. El federalismo no es para Alberdi un origen
querido sino una inesperada fragmentación derivada de la guerra; de las rivalidades
sembradas por el régimen colonial «y renovadas por la demagogia republicana»; del
largo interregno donde reinó el aislamiento; de la diversidad del suelo, clima y
producción; de la larga tradición municipal que se remonta hasta los cabildos; de los
hábitos adquiridos por las provincias al ejercer una espontánea independencia y la
soberanía parcial que la revolución les concedió; del celo hacia Buenos Aires; y
sobre todo del desierto: de esas «distancias enormes y costosas», sin caminos, ni
canales, ni transportes119.
Unitarios y federales son modos de ser, políticos y sociales, que reclaman
«fatigados de lucha, una fusión armónica, sobre la cual descansen inalterables, las
libertades de cada provincia y las prerrogativas de toda la nación». Esta transacción
-sostenía Alberdi en las Bases...- debía inspirarse en una lectura del federalismo,
favorable al gobierno nacional, «que tiene su raíz en las condiciones naturales e
históricas del país», porque «la unidad no es el punto de partida, es el punto final de
los gobiernos...» Con Pellegrino Rossi, Alberdi señalaba que «toda confederación es
un estado intermediario entre la independencia absoluta de muchas individualidades
políticas, y su completa fusión en una sola y misma soberanía». Por ese intermedio
-concluía- «será necesario pasar para llegar a la unidad patria». Este es el perfil
jurídico de un «gobierno mixto», parecido en su designio centralista al que
pregonaba Madison en El federalista, «consolidable en la unidad de un régimen
nacional; pero no indivisible como quería el Congreso de 1826, sino divisible y
dividido en gobiernos provinciales limitados, como el gobierno central, por la ley
federal de la república»120.
Entre Madison y Rossi, en esa combinación de principios donde la acción
política escucharía sin sobresaltos «el eco de las Provincias y el eco de la Nación»,
descansaba, según Alberdi, la república posible. Más que un equilibrio entre poderes
institucionales, esa forma mixta expresaba un equilibrio histórico en procura de la
unidad política. El gobierno mixto de Alberdi también pretendía regular, en la
naciente Argentina, un conflicto entre poderes y fuerzas sociales. No representaba
una balanza inmóvil sino el equilibrio de una etapa transitoria en movimiento y
tensión hacia la unidad. Al recuperar parte del pasado y fundirlo con los logros del
presente, la estructura unitaria, arrasada por la revolución, podría quizá reaparecer
bajo el nuevo rostro republicano.
Alberdi coloca a la legitimidad republicana en la obligación de transar. Tiene la
apariencia de una idea nueva, pero no obstante está grávida de pactos expresos o
sobreentendidos con los genios invisibles de la vieja legitimidad. Pacta con la
monarquía la unidad del mando ejecutivo que renace en la figura del presidente
electo por un colegio de notables. Transa sobre los valores tradicionales cuando
Alberdi, si bien aboga con fervor por la libertad de cultos, otorga al catolicismo un
rol predominante en la educación: «la libertad religiosa es el medio de poblar estos
países, la religión católica es el medio» de educarlos. Los pactos con la vieja
legitimidad son una herramienta política para apaciguar las pasiones que bloquean el
trasplante y con ello demoran la marcha del progreso. El sentido es pues
instrumental: «es menester llevar la paz a la historia -concluye Alberdi- para
radicarla en el presente»121.
Condición necesaria para que naciera y creciera la nueva sociedad al abrigo de
los derechos individuales, esa concordia, que anunciaba un discurso prescriptivo,
habrá de someterse muy pronto a la disciplina de los hechos, al fracaso político de
Alberdi y Urquiza y a la reclusión en Europa del diplomático despedido. Pero una
década después de publicado el Sistema..., en los apuntes íntimos de 1866, Alberdi
mantiene la misma argumentación. Paradoja sugestiva, el pacto doctrinario era la
fórmula política que se adaptaba a una sociedad condenada a irremediable extinción.
Apoyado en la autoridad de la Historia... de Buckle, Alberdi escribió que en
América «llamamos revolución, a lo que fue mera independencia. La revolución
propiamente dicha, es decir, el cambio intelectual y moral, no ha empezado a
operarse sino después, y a consecuencia de la independencia que nos dieron los
cambios de la Europa». La sociedad de la independencia tiene por protagonista a un
hombre político «escéptico, egoísta, turbulento o inerte, alternativamente».
Provisorio instrumento, el pacto doctrinario morigera esas pasiones. Él, en realidad,
no viene a pactar una paz definitiva, sino a traer las condiciones de donde emergerá
la paz verdadera que transmite el «mundo civil o privado»122. Para Alberdi la política
era un medio necesario y a la vez insuficiente para calmar las pasiones de la edad
heroica. El genio de la paz, el único medio capaz de hacer más benignas a las
costumbres, era comercial e industrial.
Hamilton concebía al federalismo como una forma mixta que combinaba
gobiernos y sociedades. Alberdi situó esa perspectiva teórica entre el pasado y el
porvenir de la Argentina. De espaldas al pasado, el gobierno mixto incorporaba en su
seno al régimen señorial y a las tradiciones de la colonia e independencia. De frente
al porvenir, la república mixta debía acoger a los pueblos vivientes del trasplante.
No había lugar en ella para legislaciones feudales, como el código de las Siete
Partidas que hacía coincidir la ciudadanía con el nacimiento y el arraigo en la tierra.
La ley de 1857, que dictó el congreso de Paraná, según la cual los hijos de
extranjeros nacidos en el país podían conservar la nacionalidad de sus padres si no
querían ser argentinos, era para Alberdi un arma jurídica de excepcional importancia
para crear el mundo civil del futuro. La república mixta acogía pues a una sociedad
con muchos pueblos: pueblo de viejos criollos, soldados en las guerras civiles, que
no toma parte en el gobierno; pueblo de ciudadanos formado por los notables, jefes
de los conflictos armados; pueblo de extranjeros, libres de la obligación política, que
deberían vivir apartados del tumulto público y la violencia electoral:
«Imponer la ciudadanía al hijo del extranjero nacido
en el país, es obligar al padre a reemigrar para evitar que le
despedacen la familia, o para que sus hijos no pierdan la
ventaja de una nacionalidad importante y prestigiosa. Es
obligar al hijo mismo a emigrar al país de su extracción
para salvar esas ventajas y escapar de ser soldado en países
que nunca están en paz [...] Cuando se piensa que los hijos
de los colonos europeos, que hoy cultivan los campos de
Santa Fe y Entre Ríos, tendrán que dejar el arado dentro de
diez años para tomar el fusil y hacer campañas
presidenciales, como otros tantos provinciales argentinos,
la esperanza en el porvenir del país pierde su base más
poderosa»123.

Bastaba el soplo de la libertad moderna para que el pacto doctrinario entrase en


un período de graduales transformaciones. ¿No era ésta, acaso, una versión criolla
del gobierno mixto según Montesquieu? Aún sobrevivían en la sociedad argentina
restos del mundo feudal y de la pasión del honor aristocrático. Debían durar el
tiempo necesario para que se colara por los entresijos de las viejas instituciones el
interés comercial del extranjero y con él la medida inteligente de las cosas que
calmará las borrascas de antaño. Como Montesquieu, Alberdi quería que esa pasión,
ahora convertida en interés, corriera enérgica y sin trabas: un límite jurídico, firme
como la roca, que controlase al gobierno, garantías universales para criollos y
extranjeros y luego que la libertad hiciese su faena.
«Si los derechos civiles del hombre -escribió Alberdi
en su larga réplica al proyecto de código civil de Vélez
Sarsfield- pudiesen mantenerse por sí mismos al abrigo de
todo ataque, es decir, si nadie atentara contra nuestra vida,
persona, propiedad, libre acción, etc., el Gobierno del
Estado sería inútil, su institución no tendría razón de
existir. Luego el Estado y las leyes políticas que lo
constituyen, no tienen más objeto final y definitivo que la
observancia y ejecución de las leyes civiles, que son el
Código de la sociedad y de la civilización misma». Entre
todos estos derechos sobresalía la propiedad: «el supremo
aliciente de la población en América -prosigue Alberdi- es
la propiedad, base del desarrollo de la familia y da la
inmigración extranjera. Se puede decir que en la
organización de la propiedad descansa todo el edificio de
la democracia, levantado o más bien delineado por la
revolución de América»124.

¿Qué respuesta podía merecer esta meditada defensa de la sociedad civil?


Sarmiento fue más rotundo que Alberdi. La solución ecléctica que exploró en
el Facundo y Argirópolis («Proponemos una transacción, fundada en la naturaleza
de las cosas y afortunadamente Estado alguno de los comprometidos en la lucha es
dueño de su voluntad en este momento»), corrió paralela, desde la década del
cuarenta, con un instintivo desprecio hacia las formas mixtas. Para el Sarmiento de
1845, el gobierno mixto de Montesquieu encubría el dominio exclusivo del poder
aristocrático. Para el Sarmiento de los Viajes..., que según Cañé «veía las cosas de
arriba y que no iba a buscar en los programas universitarios cuál era la corriente de
ideas imperante, el eclecticismo, la pomada de M. Cousin, había realmente muerto».
Para el Sarmiento del estado de Buenos Aires, que quería reformar la constitución de
1853 según el modelo norteamericano, las ideas doctrinarias de los escritos de
Alberdi, «llenos de esa fraseología», representaban las corrientes más reaccionarias
en América125.
Sarmiento confirmó en París su fe antidoctrinaria y de inmediato encontró a
quien debía atacar. Guizot: he ahí al enemigo de la democracia. A Sarmiento le
sonaba escandaloso el monopolio que ejercían 270.000 electores en Francia sobre
una población de 35.000.000 de almas, donde «el sabio que no paga impuestos no
entraba en el país electoral». Para colmo, su tempestuosa entrevista con un
funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores lo llevó a la conclusión de que
ser doctrinario en Europa era lo mismo que ser rosista en Buenos Aires. La pavorosa
confusión presentaba en París a Rosas y a la Mazorca como una sabia conjunción
moderada, digna del partido de la petite propriété126.
Entre tanto desaire, el «approche alentador» de Thiers, que lo recibió en «su
jardín a la sombra de los árboles», concedió a Sarmiento «la dicha tan cara para los
hombres que comienzan y no tienen prestigio, de verse animados, aplaudidos por
una de las primeras inteligencias de la tierra». Pero Thiers se sentaba en esos
momentos en el banco de la oposición y ni la atractiva personalidad del meridional
«chiquitito, moreno, de cara redonda como un boliviano», podía salvar al régimen
orleanista de la inapelable sentencia. Espectador conmovido por la palabra,
Sarmiento contemplaba en una sesión de la Chambre en semicírculo, «la mitad de
un reñidero de gallos de dimensiones colosales», a los nombres que pocos años antes
había conocido en letra de molde; escuchaba el discurso de Thiers, la réplica de
Guizot al día siguiente, su gesto «naturalmente insolente... la cabeza echada hacia
atrás, la frente dominante, el corte de la boca encorvado para abajo...»; Guizot
dirigiéndose «a la Cámara, justificándose, mintiendo, manda, enseña, hace un curso
de historia, de moral, de política, de filosofía... tiene a Thiers frente a frente en el
centro izquierdo, para aplastarlo con su lógica fulminante, su desdén matador, su
desprecio insoportable»127.
Complaciente defensa del orden, brillante representación teatral, en todo caso
no era ese el régimen político que quería Sarmiento. Esos «casuistas de la política»
habían sin duda recreado un orden posible a la caída de Napoleón, «en que entraba
de hecho el principio de la legitimidad monárquica, vencido y guillotinado por la
revolución del 89, que a su turno había sido vencida por sus propios excesos y
encadenada por el genio de las batallas». Ambos principios «no pudiendo vencerse
uno a otro» pactaron una paz provisoria, un compromiso entre tendencias opuestas.
La teoría alcanzó fama universal; pero no tardó ella misma en sucumbir presa de su
propia contradicción. Para Sarmiento la solución doctrinaria no traía la paz sino la
guerra civil permanente:
«Si en la revolución de 1830 se descartó la legitimidad
como la causa del mal, en la de 1848 se descartó la
monarquía misma; pero la república que salió del trastorno,
si bien vaciló un momento luego se proclamó
decididamente conservadora, abandonando a su propia
suerte el resto de la Europa arrastrada en el movimiento, y
desconocidos los tratados de 1815 en principio, sin
romperlos en la práctica. El golpe de Estado de diciembre
de 1852 fue la ruptura de aquel pacto celebrado en 1816,
robustecido en 1830, confirmado en 1848, para vivir en
paz los principios liberales y reaccionarios, apoderándose
uno solo de ellos desde entonces de los destinos de la
Europa entera»128.

El desenlace del 48 cierra el capítulo doctrinario. Es el fin del juste milieu y de


la cultura que le dio origen. En adelante, Francia tendrá el consuelo de ser un
fascinante objeto de estudio para el historiador; jamás será un paradigma del orden
deseable. «La acción conservadora o revolucionaria de la Francia se ha ejercitado en
el mundo civilizado por sus libros y sus revoluciones», y esos influjos son malsanos.
Fatigado de ideologías, Sarmiento persigue el contacto vital con la ciudadanía de los
Estados Unidos, «el único pueblo del mundo que lee en masa y practica la
democracia. ¿Están uno y otro -pregunta Sarmiento- en igual caso en punto alguno
de la tierra? La Francia tiene 270.000 electores, estos son entre treinta y seis
millones de individuos de la nación más antiguamente civilizada del mundo, los
únicos que por la ley no están declarados bestias; puesto que no les reconoce razón
para gobernarse»129.
Las formas mixtas del eclecticismo doctrinario, su irremediable decrepitud,
deben ceder paso a la república moderna, en tanto forma pura basada en la
representación. Allí tiene América del Sur «su principio de gobierno encontrado, su
tendencia fatal, inevitable, porque nadie podrá estorbarla; porque allá va el mundo
americano; porque va a dominar, a sobreponerse a toda otra influencia exterior,
porque cada día será más fuerte e irresistible». La conclusión es transparente.
Tocqueville en América del Sur, Sarmiento proclama a la democracia como una
forma pura que se niega a compartir su predominio con los principios de gobierno
que ella misma ha desplazado. Estos son sus fundamentos:
«El hombre. -¿Cómo es ciudadano?
La tierra. -¿Cómo es distribuida?
La sociedad. -¿Cómo se educa y eleva?
La Constitución. -¿Cómo es defendida contra las
violaciones?
Los derechos. -¿Cuáles son superiores a la voluntad
humana y, por tanto, no materia de legislación?»130

La república moderna, tal cual surge de esta visión del orden deseable, está
vaciada en la democracia pluralista de Tocqueville y difiere, pues, de la república
antigua y de las formas mixtas de inspiración doctrinaria. Para Sarmiento, la
república moderna es un ideal histórico que supera a la constitución aristocrática y
que, al mismo tiempo, no incurre en el equívoco de predicar un utópico retorno a la
república antigua. «No aproximaremos a nuestro siglo -escribió en 1841- las
turbulentas agitaciones de los griegos, ni el vivir sangriento de las luchas intestinas
de los romanos, ni tampoco recordaremos con Sismondi lo que ha pasado en las
repúblicas italianas de la edad media». Entre el contrato social de los antiguos y el
pacto doctrinario de sus contemporáneos, Sarmiento se aferró al ejemplo de la
república moderna practicada en Norteamérica. Ella rescataba la virtud y la división
de poderes sin caer en desórdenes facciosos ni lacras desigualitarias. Con esta
dogmática convicción Sarmiento creía alejarse de ambos extremos. Era una
distancia como la que separaba a Tocqueville de Rousseau y Pellegrino Rossi:
«¿Cuál sería el programa? -inquiría Sarmiento a
Avellaneda- Usted lo ha indicado admirablemente: mis
servicios pasados -treinta años de vida pública, tales como
ellos han sido. Para lo futuro: la realización de la
Constitución tal como la entienden y la practican los
Estados Unidos- y una poderosa y capital revolución en las
rentas provinciales y nacionales para educar a la nación
argentina, compuesta hoy de un millón de bárbaros
ignorantes y pobres, gobernada por diez mil ricos y
letrados no menos ignorantes en la ciencia de fundar y
establecer la República»131.

Esta carta, escrita en Lago Oscawana, en el condado de Westchester, contiguo a


Nueva York, es de 1866. Dos años más tarde Sarmiento era elegido Presidente.

Una república fuerte: las luchas civiles


¿Cómo esa visión de una república descentralizada, dedicada en todo al
descubrimiento de la virtud, que descansaba sobre un pueblo de ciudadanos criollos
y extranjeros, podía superar la barbarie y la herencia colonial? La teoría explicaba
que esa república moderna, réplica fiel de la democracia pluralista de Tocqueville,
crecía espontáneamente al abrigo de costumbres favorables. La realidad proponía a
Sarmiento un acertijo menos optimista: no había en ella suelo adecuado sino
resistencia, choque, obstáculo y permanente lucha entre facciones. De ese contraste
entre ideales y experiencia surgió la respuesta al viejo mal de Hobbes que fuera
capaz de contener el descenso al infierno de la guerra civil donde todavía cabalgaba
el espectro de Facundo.
No, la guerra no había terminado. Nada podía hacer la persuasión para
ahuyentarla porque la república moderna -tal su destino de concordia entrevisto en
otras tierras- enseñaba a perfeccionarse por consenso y convenio. Era un
instrumento admirable en tiempo de paz que no instruía para la guerra. Entonces, si
la historia nacional disputaba esa fortuna con su tradición malsana y los conflictos
endémicos, era necesario echar mano a la excepción y a la prerrogativa del
soberano. Para Sarmiento era este un lamento casi sin esperanza como aquel con que
concluía su retrato de una corrida de toros en el ruedo español: «¡Id, pues, a hablar a
estos hombres de caminos de hierro, de industria o de debates constitucionales!» En
esos pueblos con la llaga profunda de no hallar «fusión en el Estado», en los cuales
la anarquía mostraba constantemente sus dientes, solo cabía el recurso -creía
Sarmiento- de la última ratio del poder republicano: fuerza, coacción, la república
que impone su voluntad de orden132.
La república fuerte fue otra experiencia paralela en la vida de Sarmiento.
Importante en su exilio chileno, esbozada con precaución mientras actuó en el
estado de Buenos Aires, confirmada en su segundo viaje a los Estados Unidos
cuando recién terminaba la guerra del norte contra el sur, la república fuerte tuvo en
Sarmiento a un ejecutor decidido como gobernador y presidente y a un defensor
entusiasta desde la prensa y el senado durante la década del setenta.
Tras esa vivencia se alzaba invencible la guerra civil argentina que no le dio
tregua, desde su nacimiento en San Juan hasta que las batallas del ochenta, en los
suburbios de Buenos Aires, marcaron una provisoria conclusión. Era una perspectiva
muy diferente de la que desplegaba el culto a la virtud y a la bondad del municipio:
«el miedo de los males pasados -escribió Sarmiento en 1852- es pues el sentimiento
que solicita buscar una organización que no los reproduzca». En aquel Chile de 1840
los exorcistas del miedo eran los mismos que admiraba Alberdi: Portales y sus
sucesores, entre ellos Manuel Montt:
«El gobierno de Portales -recordaba Sarmiento en
sus Memorias- dio de baja a todo el que no reconociese el
triunfo de la reacción; y sus sucesores gobernaron veinte
años, sin dar más ascensos que los que reclamaba
estrictamente el servicio; rarísimos coroneles, ningún
general. En cambio se fundó la escuela militar, todas las
familias aristocráticas codiciaron una beca y en cuarenta
años a que está lanzando cadetes instruidos en todas las
ciencias militares. Chile se ha creado el ejército con que
invadió el Perú, gastando poco dinero y empleando bien
los misiles. Para el orden interior, una oficialidad educada
en ideas de orden y legalidad, acabó con la era de las
revoluciones, sin que se les sucedan despotismos militares
como lo han demostrado las fechas posteriores»133.
Esta república patricia, que tenía en el ejército a su trinchera más eficaz, fue
aceptada por Sarmiento con «ánimo decidido» para inyectarle progreso y educación:
«el movimiento en las ideas, la estabilidad en las instituciones, el orden para poder
agitar mejor, el gobierno con preferencia a la oposición, he aquí lo que puede de mis
escritos colegirse con respecto a mis predilecciones». Montt, su protector, que como
ministro de Educación nombró a Sarmiento director de la Escuela Normal en
Santiago y lo envió a conocer el mundo civilizado, desempeñó un papel
paradigmático de importancia equivalente a los embajadores de la virtud. En éstos,
la república virtuosa coincidía con el poder descentralizado y benigno que la
sustentaba. En Montt, esa pasión educadora deploraba «la desmoralización de los
elementos de fuerza y de estabilidad del gobierno». Un gobernante firme, con ideas
liberales, que, en buen conservador, «huía de remodelar la sociedad», Montt tenía
una entereza para defender el poder amenazado como la que Sarmiento evidenciará
siendo presidente: «No obstante nuestras instituciones norteamericanas -irónico le
confesaba en 1873- el espíritu es francés del tiempo de Luis XVI, de Rousseau y de
Mably. El ejecutivo es el Poder a lo Bilbao, y todo hombre que se respeta, hasta mi
camarero (mucamo), estará contra el poder»134.
Sarmiento condenó a este liberalismo extremo -del cual el chileno Bilbao era un
típico exponente- en la polémica que desató desde las páginas de El Progreso entre
1844 y 1845. Quizá en este punto se encuentre el origen de un largo entramado. En
el combate verbal de Sarmiento contra un partido liberal que no le concede
aquiescencia a los «pelucones» del orden portaliano, las palabras tienen raíz
doctrinaria. Sarmiento afirmaba que el «ominoso» decenio de las presidencias de
Prieto y Bulnes, «a pesar de todas sus tachas figurará en la historia de Chile de un
modo muy conspicuo. Durante esos diez años se ha elaborado un principio de
gobierno, sin el cual todo orden social es imposible y aun la libertad misma. De las
luchas y arbitrariedades del famoso decenio salió armada de todas las armas
la autoridad; es decir, ese sentimiento instintivo de los pueblos de respetar el
gobierno existente y desesperar de destruirlo por medios violentos mientras queden
expeditos otros menos desastrosos». Esta primitiva concepción de la autoridad,
referida a lo que ella encierra de fuerza, poder o violencia institucionalizada, inspira
la noción menos imprecisa -por cierto más escueta- que aparece en el Facundo: «La
autoridad se funda en el asentimiento indeliberado que una nación da a un hecho
permanente. Donde hay deliberación y voluntad no hay autoridad» 135.
Es que, como Alberdi dirá años más tarde, la república fuerte debía preceder a la
verdadera hasta tanto no se modificaran las costumbres. En la república chilena del
45, la «voluntad de la nación» solo podía generar el gobierno bárbaro de Rosas, que
es -admitía Sarmiento- «lo que en todas partes de la América española quieren las
naciones...» Frente a ese perverso efecto de la democracia espontánea, las
instituciones debían ser valla de contención de «cuanto hay de atrasado y de
ignorante, de bárbaro y de retrógrado en el país». Sobre esa «tabla blanca», que no
era nada, ni monarquía ni república, debía edificar un orden político sujeto a la ley y
representativo de «la razón nacional, es decir de la voluntad del reducido número de
hombres ilustrados de todos los partidos que se interesan en la cosa pública y
dirigen, cosechan, compran, intrigan y seducen a los electores». La apuesta de los
«que aspiran a la libertad» estaba «en ganar tiempo», en esperar «a que las nuevas
ideas se difundan y arraiguen». ¿Qué mejor elogio a la soberanía de la razón? 136
El orden no se conservaba sin un régimen eficaz. Entre el enjambre de ideas à
la page que circulaban por comarcas pobres e ignorantes, Sarmiento armó presuroso
una justificación de la república fuerte. Aún no había conocido sobre el terreno a la
democracia norteamericana, pero a tientas, del escaso conocimiento que le dejaba la
política comparada, Sarmiento dedujo los rasgos de un régimen de presidencialismo
extremo, con fusión de poderes, más cercano a las lecciones de L. Blanc que a las de
Montesquieu y Constant: «los tres poderes sociales -decía- son una quimera,
el equilibrio un absurdo: en la monarquía inglesa, no hay más que un poder,
la aristocracia; en la monarquía francesa tal como está organizada hoy, un poder, el
del rey, o si no, la guerra entre dos poderes distintos; en la república norteamericana,
un solo poder, el de la mayoría que triunfa, representado en el Presidente y su
partido». Esta esquemática reducción del gobierno mixto y del equilibrio entre
poderes al principio monocrático permitía dibujar, con trazo vigoroso, un «poder
director» cuyas aristas debían resaltar en medio de los instintos populares. En
América del Sur esa dirección se concentraba en el poder presidencial que «pide a su
mayoría en la Cámara apoyo, sanción y nada más». La transposición a la
circunstancia chilena de un aspecto del primer orden napoleónico -el sentido
ejecutivo del mando, su rápido movimiento- descansaba, pues, sobre la disciplina de
una mayoría presidencial bajo el control de una minoría que «discute, objeta,
resiste»137.
Vaciada en el molde republicano, la pluralidad de soberanías con que
Montesquieu ponía freno al absolutismo, perdía su razón de ser. A quienes defendían
esa teoría, Sarmiento oponía la soberanía unitaria de Blanc (que, sin duda, tenía un
parentesco bien cercano con la de Rousseau): «¿quién es el ciego -aducía- que no
palpa que es un solo poder, "dos manifestaciones distintas de un principio", como
dice Blanc, y no dos poderes distintos? ¿Cómo se quiere que no estén ambos
animados del mismo espíritu, de las mismas ideas e intereses, si ambos proceden de
una misma fuente, la opinión y la voluntad de la mayoría en un momento dado?».
Hasta en los Estados Unidos esa voluntad había alcanzado el tono presidencialista
que quería Sarmiento. Con Jackson, «hombre duro, inflexible», la república
deliberativa cedía frente a un régimen de fusión mayoritaria entre el ejecutivo y el
legislativo: «las Cámaras en que triunfa el mismo partido le pertenecen, el partido lo
sostiene, Cámaras y Presidente no son más que una misma cosa» 138.
Conclusión evidente: Sarmiento, «monarquista con las doctrinas de los
republicanos», postulaba una suerte de legitimidad monocrática. No era ese
definitorio rasgo del poder ejecutivo lo que generaba despotismo, sino el gobierno
sin leyes, abandonado al arbitrio del gobernante, que suprimía la oposición de las
minorías: «Rosas y Robespierre, el uno Jefe del Poder Ejecutivo, poder único, y el
otro, Jefe del Poder Legislativo, no han pecado por la unidad del poder,
indispensable en todo Estado, sino por haber engendrado la tiranía» 139.
Sin conocer su destino de gobernante en la Argentina posterior a Caseros,
Sarmiento armó en Chile con todas las piezas -leyes, apoyo de la opinión dominante
y recursos materiales- al poder republicano mejor pertrechado para hacer la guerra y
doblegar a la anarquía. Volvió a su patria e hizo carrera en Buenos Aires con ayuda
de la teoría de los Comentarios a la constitución... Pero no tardó en guerrear.
Cuando fue gobernador en San Juan resucitó periódicos, fundó escuelas, encaró el
desarrollo de la minería con un voluntarismo digno de del Carril, el virtuoso
legislador de la primera utopía. Aquel gobernante había fracasado y Sarmiento no
estaba dispuesto a sucumbir frente a la rebelión de Peñaloza, ese nuevo señor del
desierto, reencarnación de Facundo. El cuadro representó algo más que la coacción
del Estado amenazado. Eran las ideas en guerra que imponían el estado de sitio en
las provincias alzadas y con la decapitación del héroe a caballo, al fin derrocado,
reprimían una forma de sociedad, un estilo de vida:
«Chacho, como jefe notorio de bandas de salteadores,
y como guerrilla, haciendo la guerra por su propia cuenta,
murió en guerra de policía, en donde fue aprehendido, y su
cabeza puesta en un poste en el teatro de sus fechorías.
Esta es la ley, y la forma tradicional de la ejecución del
salteador [...] Hemos por esto dado grande importancia al
drama, al parecer humilde, que terminó en Olta en 1863.
Era como las goteras del tejado, después que la lluvia cesa,
la última manifestación del fermento que introdujeron,
Artigas a la margen de los ríos, Quiroga a las faldas de los
Andes»140.

Si la virtud en una república debía tener una memoria atesorada en la


legitimidad de sus instituciones, también la guerra y sus tragedias guardaban otro
recuerdo fielmente custodiado por las facciones en pugna. Era la memoria de la
violencia, la excluyente división que los conflictos civiles iban depositando en el
fondo de la historia. Tarde o temprano habrían de reaparecer. Pero para Sarmiento
las reapariciones tuvieron un signo más venturoso. Como en el roman popular,
veinte años después regresó a la patria de Horace Mann como ministro
plenipotenciario de la Argentina en los Estados Unidos. Llegó a Nueva York en 1865
y abrazó de nuevo el adorado disparate de los Viajes...: «un volumen necesitaría
escribirle -le confiaba a Aurelia Vélez- para comunicarle mis impresiones de quince
días de residencia. Es un año de vida acumulado en horas, como en los delirios de la
fiebre. Es la tentación de Satanás, mostrando los reinos de la tierra desde una
elevada montaña»141.
Volvió a viajar por ese continente con un estilo que poco tenía que ver con el
ocio diplomático. Corrió entre escuelas, instituciones y congresos educativos. Lo
recibieron en las ciudades universitarias, en Concord («villa antigua fundada por los
puritanos y que se conserva villa siempre...»), en New Haven, la ciudad de los
olmos, y en Cambridge; conversó con filósofos, científicos y poetas; reencontró a
Mary Mann, amiga de muchos años. El color del otoño, el bosque que rodeaba casas
y aulas, la nieve que educa -como le dijo Emerson- limpiaban en el gobernador de
San Juan el polvo de la travesía (después de conocer Harvard y Yale, Sarmiento
decretó de inmediato: «cierren las de Buenos Aires y Córdoba, por respeto a la
ciencia y manden llevar un hombre de aquí -que les designaré- para que abra otra
que no sea una burla»). Estuvo otra vez en Boston y se maravilló con la igualdad de
las mujeres que hacían trabajo intelectual. Conoció a Chicago, «la prodigiosa ciudad
que hace quince años viene saliendo de un ciénago»; visitó ferias agrícolas e
industriales; vio la pradera cultivada, llena de agricultores; y observó que en los
estados del sur, igual que en América española, se amalgamaba la desigualdad social
con el egoísmo de los ricos. Inesperadamente, cuando culminaba su gestión, recibió
el doctorado honoris causa de la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, lo que
desencadenó, a modo de agradecimiento, un conmovedor torrente de palabras 142.
Sí, la virtud se conservaba lozana. Pero para Sarmiento y los Estados Unidos
algo había cambiado. Y esa mutación, brusca, violenta, habrá de servirle para
justificar la república fuerte. No todo fue excursión pedagógica. La guerra civil
recién terminaba. Sarmiento presenció en Washington la revista del ejército federal
de 200.000 hombres, «un río de hombres, caballos, cañones y fusiles»; vio de cerca,
junto al presidente Johnson, a Sherman y Grant, artífices de la victoria militar; y
contempló en Richmond «las gigantescas ruinas del incendio que devoró la mitad de
la ciudad rebelde». Caminó por la tierra de nadie entre dos fortificaciones y no pudo
dar un paso «sin pisar un casco de bomba, un fusil tronchado, botas con piernas,
canas, cabezas, balas de cañón, harapos de uniformes». Exclamó: «¡...Horror!» La
muerte en masa le produjo espanto pasajero. El genio militar y el triunfo del norte lo
deslumbraron. Eran verdades que se imponían por medio de máquinas destructoras,
acero, disparos de repetición. Sarmiento también visitó fábricas de armas y vio
surcar los ríos con vapores blindados (pocos años más tarde, siendo presidente,
traerá esos pequeños barcos acorazados para custodiar el Paraná) 143.
Ese mundo tenía sus lecturas. Tocqueville escribió en tiempos
de pax americana; Francis Lieber en medio de la guerra. Entre otras obras,
Sarmiento leía On Civil Liberty y devoraba las biografías populares de Abraham
Lincoln. Era inevitable que de allí surgiera un nuevo arquetipo. Su fidelidad al
legislador primitivo se mantuvo incólume. «Para mí -afirmó en Boston en 1865-
Franklin ha creado los Estados Unidos». Pero Lincoln le dio un argumento
complementario, decisivo. Ese ciudadano humilde, que derrotará al «patriciado
romano» del sur, que «ha traído del bosque la confianza en la Providencia y el
sentimiento de la armonía de las leyes del Universo», que por ser paisano conoce al
pueblo trabajador, por abogado a la controversia y por legislador los debates
parlamentarios, fue también el primer magistrado de medidas excepcionales que
advierte que «las naciones no se salvan por los procedimientos ordinarios de la
justicia». Sarmiento había llegado al convencimiento de que la república
norteamericana instruía para la guerra:
«Este Estado subsiste aún después de la guerra,
habiendo ensanchado durante ella el círculo de las
libertades humanas; mientras que con mano fuerte
mantuvo el gobierno, sin dejarse arrastrar por las corrientes
de opinión que a derecha e izquierda querían desviarlo; ya
transando con la rebelión, para que la hidra hiciese renacer
luego la cabeza cortada; ya exagerando las garantías
individuales, en presencia de la cuestión de ser o no ser,
que los romanos sabían ponerse y resolver con frente
serena, y que la experiencia y sobriedad de la libertad
inglesa no esquivó, dejando al alcance de la corona el
resorte que en tiempos turbados suspende la garantía del
recurso al habeas corpus [...] un gobierno libre
absolutamente, y fuertísimo por excepción, que en la paz
ha creado la más próspera nación de la tierra; y que en la
guerra ha desplegado recursos, reunido ejércitos, inventado
armas y obtenido laureles, que abren una nueva página en
la historia de la guerra moderna, dejando pequeñas las
antiguas»144.

Ansioso le escribía a Posse: «Necesito que vengas para engrosar la falange de


los de mi estirpe: republicanos con gobierno, estado de sitio y libertad provincial».
No tenía dudas. En el decreto de Lincoln suprimiendo el habeas corpus en los
estados rebeldes, Sarmiento había encontrado la piedra angular de su argumentación
jurídica sobre la república fuerte. En rigor las ideas se habían formado en Chile y la
guerra civil norteamericana no hizo más que confirmarlas. La república sin estado
de sitio y sin ejército era para Sarmiento un orden inservible condenado a la
anarquía145.
El estado de sitio era una palabra francesa con espíritu norteamericano. «Es
condición inherente a la esencia del gobierno, y no a su forma -le aconsejaba a
Avellaneda, al paso que le recomendaba su Vida de Lincoln—, la facultad de
suspender el habeas corpus aquí, declarar el estado de sitio allá, toda vez que la
insurrección o la invasión lo hagan necesario». Suspender el «escrito» de habeas
corpus significaba actuar preventivamente frente al insurrecto y «en cuanto conviene
a la seguridad pública apoderarse de su persona, para que no realice el mal que
pueda intentar, no precisamente por el mal que haya hecho, porque entonces iría a
los jueces ordinarios». Esto lo dijo Sarmiento en el senado de 1876, dos años
después de dejar la presidencia, en el debate que mantuvo con Rawson, cuyo
proyecto extendía, en esta materia, las facultades del poder legislativo. Guiado por la
obsesión del orden, conceptos semejantes expuso en la legislatura del estado a
Buenos Aires, dos décadas antes. Cuando, en 1858 y 1859, Sarmiento se proclamaba
campeón del estado de sitio, de una prerrogativa que no debía reglamentarse,
procuraba instintivamente poner en práctica una teoría hobbesiana acerca del poder
y la guerra. No hay libertad posible sin seguridad ni monopolio de la fuerza:
«Necesitamos fundar Gobiernos y no hemos dado este
ejemplo aún. Hace medio siglo que vamos marchando con
la sangre en los tobillos para ser libres y dejar a nuestros
hijos la seguridad y la quietud...»146

Sin coacción no había gobierno; sin ejército regular la coacción carecía de


sustento y eficacia. Desde el punto de vista militar, la república fuerte es un orden
centralizador que se impone sobre la dispersión feudal. La república moderna debía
nacer, según Sarmiento, de la asociación de unidades menores que delegaban parte
de su soberanía. La república fuerte era la cara opuesta: producto del choque entre
las resistencias locales y el gobierno nacional no cabía en ella la unidad por
consenso sino la reducción por poder. En este conflicto, en el que intervenían tipos
de sociedad y formas de gobierno, se dirimía el destino del orden político. Cuando le
tocó como presidente de la república proseguir en Entre Ríos la guerra civil contra
López Jordán -luego del asesinato de Urquiza- dejó escrito este mensaje durante la
segunda insurrección:
«No es un cuadro imaginario el que os presento al
tocar la llaga exclusiva de la República Argentina, la
milicia antigua convertida en institución guerrera y social
de las campañas pastoras. Esta es una facción especial de
nuestra historia. Medio siglo de luchas costó a nuestros
padres someter estos movimientos convulsivos de la vida
interna de los pueblos [...] y los hechos recientes ocurridos
en Entre Ríos, donde se mantuvo fuerte la organización de
la milicia a merced del primero que se llamó a sí mismo
general o caudillo, prueba de que aún tenemos que pasar,
con vergüenza nuestra por esta última tentativa de
resurrección del salvajismo indígena, en presencia y con
peligro de los progresos que alcanzamos...»147

Sarmiento traducía en ideología (justificación, esta última, de un acto político)


la meditación del Facundo, que ahora abarcaba la perspectiva de una sociedad
donde el feudalismo provincial aún detenía al Estado y fragmentaba la violencia. En
las batallas frente al poder particular de las montoneras o milicias provinciales, el
ejecutor más importante del interés general del Estado era el ejército nacional. Sin él
no había victoria posible. Sobre la línea teórica de civilización y barbarie, Sarmiento
contraponía dos formas sociales de hacer la guerra: la milicia espontánea versusel
ejército profesional.
La milicia era una manera democrática de guerrear que reflejaba el estado social
de un pueblo. Bien temprano, en Chile, Sarmiento la descubrió en las «repúblicas
antiguas», que «hacían del ciudadano un soldado» y «mantenían en activo ejercicio
el espíritu bélico». Pese a tan brillantes auspicios, esa institución militar de raíz
democrática estaba condenada a la corrupción. Sarmiento hizo suya la reflexión
amarga de Washington. Abrumado por la fatiga y la escasez de dinero, el general de
la independencia pintaba, con tono semejante al de Hamilton, el ocaso del
patriotismo de estirpe ateniense: «Pueden fraguarse -decía- todas las teorías
imaginables; puede hablarse de patriotismo, pueden citarse grandes ejemplos de la
historia antigua que nos muestran grandes acciones llevadas a cabo bajo esta
influencia; mas el que cuente con esto, como con una base suficiente para sostener
una larga y sangrienta guerra, verá al fin que se ha engañado» 148.
La guardia o milicia nacional vivía, pues, en tensión entre el egoísmo de quien
no se sacrifica por la patria y el tumulto que suele acompañar a gente armada sin
cuadros ni disciplina. Lo que ocurrió en Norteamérica -comprobaba Sarmiento- se
repitió en la Revolución Francesa con la guardia nacional de Lafayette, modelo de
servicios prestados a la Asamblea durante los primeros años, «hasta que el
desbordamiento popular rebosó por todas las vallas y no reconoció ni límites ni
freno». Es que esa precaria organización militar estaba tan ligada al modo de ser de
las sociedades que en ella se radicaban, según predominasen en una y otra situación,
los instintos igualitarios, la distribución de la propiedad y los privilegios de los
poderosos149.
En Estados Unidos, la milicia era una igualitaria «manifestación de la
república»; en Francia, en 1845, «la guardia nacional propietaria servía para
mantener la monarquía, y contener al pueblo artesano, declarado no ciudadano»; en
España, «formada de burgueses y de pueblo, ha servido para apoyar con sus
bayonetas a este o el otro partido que se han disputado el mando, hasta que ha sido
suprimida»; y en Chile, era «una servidumbre impuesta por la sociedad culta a la
muchedumbre inculta, el dominio de los propietarios sobre los proletarios...» En
Argentina, las milicias padecieron el colapso de las primeras ciudades de la
independencia. De los regimientos urbanos provenían los cuadros de oficiales del
ejército libertador. Tras la disolución quedaron «ejércitos amontonerados» que,
«como Saturno», se comían a sus propios hijos. Una república armada, sin orden ni
mando, la fuerza entregada a la plebe: las milicias rurales eran el aspecto más
violento y destructor de la barbarie150.
Aún a riesgo de instalar una amenaza frecuente a la libertad, Sarmiento no
concebía freno más eficaz para el pueblo en armas que un ejército profesional
(«seguro pagado a la conservación de la propiedad existente»), capaz de representar
«una fuerza ciega, exenta de pasiones, que no discute sino que obedece, pronta a
reprimir el exceso...» El ejército, «instrumento de fuerza, máquina de matar
hombres», era el medio que, «aristocratizando las armas», podía rehacer la
diferenciación social en un mundo caótico. Con disciplina estricta, uniforme y
equipo, escuela y entrenamiento dignos de Saint-Cyr y West Point, el ejército
profesional, cuya oficialidad debía reclutarse entre «los más distinguidos de la
población», se colocaba a prudente distancia de las pasiones populares y no se
confundía con la vieja milicia. La educación fue para Sarmiento el emblema de la
república democrática; el ejército, signo elocuente de una tradición aristocrática,
celosa del rango y el honor, que se incorpora a la república. En sus memorias
militares de 1884, el ex presidente rememoraba estos logros que culminaron con la
creación del Colegio Militar y la Escuela Naval:
«Conseguiríase con estos apuntes militares mostrar
cómo la guerra científica mató la guerra instintiva, y cómo
se aprovecharon todos los progresos que el país venía
haciendo en vapores, ferrocarriles, telégrafos, forrajes
cultivados, nacionalidad, etc., etc., para asegurar la
tranquilidad pública. Si llegase a demostrarse también que
murieron las ideas anárquicas que sostenían grandes
oradores, médicos o abogados, y aun militares, que no
tienen forma aceptada en nación alguna del mundo, puede
esperarse que la publicación de la obra, íntegra, si llega a
realizarse, sea un beneficio para el país.
Los últimos actos militares del gobierno de que fue
jefe el general Sarmiento, fueron la creación de la Escuela
Militar y de la Escuela Naval, creando de todas piezas y
bajo un plan adecuado al país, una marina, después de
haber renovado el armamento de precisión, y la artillería
de plaza que hizo traer y fue depositada en el arsenal de
Zárate»151.
El orden militar, subordinado a la república, no aventó los riesgos del
militarismo. La amenaza pretoriana persiguió a Sarmiento hasta el fin de su
presidencia. A la guerra, que abarcó el litoral hasta la selva paraguaya, se sumó la
revolución de 1874. Fueron seis años de lucha contra lo que él creía eran los restos
del feudalismo bárbaro. Ni la peste, con su séquito de millares de víctimas en
Buenos Aires, le dio respiro. ¿Cuadro de la época oscura, como los que pintó
Michelet, donde el gobernante arrastraba su infortunio? Esa fue una debilidad que
no se permitió Sarmiento. Pero las lecciones de tanto padecimiento pronto habrían
de reaparecer, entre 1875 y 1878, cuando su prosa refutó, en desordenado tropel, la
esperanza que sus opositores aún conservaban en una república más tolerante,
sustentada en la movilización cívica.
Es el Sarmiento de Macaulay, Thiers, Périer, Grévy, Lord Grey, Laboulaye y
Taine -empeñado en «desacreditar las ideas revolucionarias, anarquistas...»- que
historia las revoluciones «conservadoras» y «defensivas» en Estados Unidos e
Inglaterra y admira al parlamento británico que dictó las leyes de motines y, con los
consejos de guerra, supo crear las «instituciones protectoras de la libertad». Otro
escenario y otras metáforas. Los emblemas de la revolución francesa, ya condenada
por Sarmiento en mil sentencias, que sucumbe bajo el Terror, partera de las
«revoluciones destructoras» del XIX, extremo repudiable donde se encontraban
«todos los crímenes y las virtudes», debían reemplazarse por los más modestos y
efectivos de la Glorious Revolution de 1688: «igualdad, justicia y responsabilidad».
Para Sarmiento no hay efectividad del habeas corpus o de la Magna Carta sin una
ley de motines que los proteja hasta el punto de aplicar, llegado el caso, la ley
marcial152.
Esa continuidad, que Macaulay había trazado como eje de su interpretación
reformista de la historia británica, tenía en la Argentina una réplica en la revolución
«termidoriana» que destituyó a Rosas, y en las presidencias que, a partir de Mitre,
borraron la «palabra Revolución del diccionario legal». Tradición constitucional por
cierto frágil, subordinación militar endeble. Argentina, como el resto de América
hispana, oscilaba entre el luminoso ejemplo de Chile, criollo remedo de la Inglaterra
de Macaulay, y el insensato faccionalismo militar de Méjico. Mientras los crímenes
políticos encontraran «atenuación e indulgencia», la indisciplinada nación del Plata,
donde quien más quien menos pretendía mandar «un ejército por su propio
derecho», podía recaer en el endémico conflicto civil. Cuando esa discordia
fundamental conmovía a la sociedad, la única respuesta posible era la represión
legítima. Y al Sarmiento del setenta, luego de la comuna de París, no le faltaban
ejemplos. Su admirado Thiers -«hombre eminente por la superioridad de sus luces»-
había reprimido mediante la ejecución sumaria a los «millares de jóvenes
extraviados por el recuerdo de la revolución francesa de 1789» (lo mismo
recomendaba Lieber en Estados Unidos, concluida la guerra civil, para los
contumaces guerrilleros del sur que se habían colocado «fuera de la ley de las
naciones»)153.
Del París en llamas, arrasado por la metralla, había nacido la república
moderada de Laboulaye, Grévy, Thiers y Périer. Ahora, las alabanzas eran para
Laboulaye, republicano centrista enamorado de los Estados Unidos, y las críticas
para L. Blanc que se sentaba en la extrema izquierda. Pero con el socialista, cuya
inteligencia citaba en 1845, o con el moderado del 75, Sarmiento habrá de justificar
una misma cosa: la república con poder y recursos para reprimir la subversión y las
intentonas revolucionarias. Entre Chile y el Buenos Aires del setenta, pasando por su
presidencia, hay aquí coincidencias sugestivas. No importa que allá Sarmiento haya
abogado por la fusión de poderes y aquí, en los periódicos porteños, por una rígida
separación entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial. La consecuencia será, al
cabo, la misma tenaz defensa del principio de autoridad. «La síntesis del republicano
moderno es menos sublime; es simplemente práctica. Conviene al pulpero, lo mismo
que al noble o al estudiante, paz-tranquilidad-libertad»154.
Necesariamente, el mito del pueblo, «dogma político de nuestros demagogos»,
debía caer bajo la picota. Esa «palabra sin sentido», reducía a un concepto unívoco
una realidad donde «debe haber muchos pueblos». Más que un vocablo académico,
el pueblo era una fuerza movilizante, impulsada por la mentalidad de faubourg, por
la gente en la calle y los mítines populares que se proponían «desconocer que el
Pueblo está representado en la Legislatura». Sarmiento se sentía acosado por una
regresión histórica: «¿Vamos a principiar, como lo decíamos antes, con
los faubourgs en marcha, movidos por el Club de los Jacobinos, para atropellar la
Legislatura a causa o con pretexto de que da malas leyes?» Hasta una original
interpretación del Parliamentary Government and Reform, de Lord Grey, podía
servir para demostrar que las cámaras -jueces como indica la constitución de sus
elecciones- eliminaban la presunción de fraude «desde el día en que pronuncian su
fallo». El elogio a la república representativa terminaba con una ostensible defensa
de los gobiernos electores. Ese abuso de la influencia gubernamental, que sin
embargo no entrañaba «violación de principio alguno», protegía, pese a sus
inevitables imperfecciones, un bien más precioso que «la libertad tumultuaria y
salvaje de destruir gobiernos a nombre del pueblo». ¿Quién mejor que Taine y su
concepto de la anarquía legal para apoyar ese inapelable juicio? El «famoso libro
que acaba de aparecer en Francia, y trae abismados a todos los hombres
pensadores», le daba pie a Sarmiento para presentarse como un precursor de las
nuevas ideas acerca del orden:
«Taine ha levantado al fin el velo que ocultaba al ídolo
de bronce, la Astarté fenicia que pedía sacrificios de niños,
y encontrándola y mostrándola al mundo fea, sucia, tejida
de crímenes inútiles, explotando ideas que no eran suyas,
como nuestros pilluelos que aquí gritan "revolución" [...]
Todos nos han oído, de veinte años a esta parte; y sin
jactancia como sin humildad, diremos que hemos
precedido de años en la revolución moral contra la
revolución material, liberal y liberticida, a Thiers,
Laboulaye, Quinet y Taine, como lo mostraremos alguna
vez»155.

Tal parece ser el camino recorrido: de la república de la virtud a la república del


orden. De Franklin a Taine. Pero la última palabra de Sarmiento no estaba todavía
dicha.
Meditación sobre el imperio y la guerra
Mientras Sarmiento afrontaba la guerra en su país, Alberdi meditaba esa
tragedia en Europa. Fragmentos que nunca quiso dar a conocer se acumularon en su
gabinete. Eran ideas de diario íntimo, escritas al paso de la aventura bonapartista en
Méjico y del conflicto franco-prusiano de 1870, que recogían la confianza en la paz
universal y el desencanto con la violencia sudamericana, esos «Estados
valetudinarios sujetos a pérdidas periódicas de sangre». Alberdi se asomaba de
nuevo, secuela de una obsesión incurable, al vacío abierto por la independencia. No
era ajeno a ese desorden el fracaso del plan de Aranda, en tiempos de Carlos IV, para
ubicar a Hispanoamérica en el cauce de una monarquía constitucional de carácter
representativo y conservador. «Lo cierto es -confesaba entre 1862 y 1864- que el
problema de 1810 sobre cuál es la forma de gobierno que conviene a la América
independiente, no ha sido resuelto todavía»156.
Derrotado, sin la esperanza de un pronto regreso, Alberdi no aceptaba el hecho
de que, sobre esa vacancia de legitimidad, comenzaran a instalarse los frágiles
pilares de una república constitucional. Quedaba el diálogo solitario hecho de
afirmaciones que muy pronto serían refutadas por él mismo. Su mirada, tentada al
principio por los fastos imperiales de Maximiliano, escrutaba con más claridad el
vasto argumento del pacto doctrinario y el gobierno mixto. La monarquía en
América del Sur fue otra excusa para que Alberdi volviese a formular la pregunta
acerca del orden político. «Este libro -confesó- no es un proyecto ni un plan de
monarquía. No es ni un consejo a favor de esa forma». Ciertamente esos apuntes no
formarán un libro -él no lo quiso-, pero contendrán uno de los alegatos más
apasionados con respecto a la centralización del poder en Argentina. El orden que
antecede a la libertad: «la república centralizada y fuerte, debe reemplazar a la
república federalista y débil en interés de la revolución» 157.
Cuando Alberdi escribió las Bases... propuso una teoría del trasplante social; la
política -estorbo inevitable- debía ser resuelta, como hemos visto, merced a un pacto
histórico entre las facciones del viejo país. Las cosas cambiaron rápidamente en el
curso de una década. Impugnado el primitivo acuerdo del 53 por la guerra civil,
Alberdi concluía que a la «aclimatación» de las costumbres debía preceder una
aclimatación del poder político. («No es mi ánimo -reconocía- insinuar el dilema
que la libertad pone a Sud América en este punto delicado: o republicana y
protestante, o monarquista y católica, según la regla de Montesquieu; sino señalar
una de las muchas dificultades que la historia opone al pueblo de Sud América para
la constitución de su gobierno republicano».) Es que la sociedad hispanoamericana
había realizado un cambio incompleto. Monárquica en el fondo de sus costumbres
políticas se había organizado en diversas repúblicas. Esta discordia entre gobierno y
sociedad debía cesar gracias a una solución complementaria de la que había
recomendado en 1852:
«...si en las Bases americanas de gobierno demostré que la
América, europea de origen, raza y civilización, no
conseguirá los elementos de su vida independiente y de su
grandeza futura, sino por la vía trazada por los Estados
Unidos -es decir, llenando el suelo americano de elementos
europeos; trasplantando a la Europa en la América libre
antes que repelerla- ahora me propongo investigar si es
posible aclimatar en América independiente la civilización
de la Europa liberal, de otro modo que aclimatando en
América el sistema de gobierno que forma como un
elemento constituido de esa civilización y la garantía
protectora de su desarrollo, en cualquier parte» 158.

Para resolver el dilema del poder había que replantear, sin máscaras ni
eufemismos, el argumento doctrinario. Una «forma mixta, resultante de la influencia
de los dos medios en que vive -republicana, en parte por lo americana- y centralista,
por su afinidad europea», parecía ser la fórmula más adecuada. ¿Qué decir de este
viraje? La meditación acerca de las formas mixtas podía vaciarse en diferentes
moldes. Alberdi comenzó por hacerlo en la república y a medio camino sus
confidencias tropezaron con la combinación que Montesquieu había adoptado de
Inglaterra en el siglo XVIII: «el gobierno de uno, de varios y de todos; del rey, de la
aristocracia y del pueblo, por una distribución discreta de las funciones del poder
hecha entre estas tres entidades por la Ley Fundamental, que se denomina
constitución»159. Los doctrinarios -bueno es recordarlo- eran monárquicos. El
principio hereditario, la legitimidad tradicional de raíz europea, sustraía de la
contienda popular al poder ejecutivo, dotando así, a esa institución pretendidamente
indiscutida, de un poder arbitral eficaz y duradero. Por eso, interrogar en abstracto
cuál es el mejor régimen, en naciones hispánicas con la marca de su origen
monárquico, era para Alberdi una «puerilidad de escuela». Bolívar había padecido
ese mismo, hiriente castigo de las cosas concretas. Un enigma para ingenuos: «entre
la república de Estados Unidos y la monarquía española -les enseñaba Alberdi con
desprecio-, sería estúpido el ser monarquista; entre la república de Bolivia y la
monarquía inglesa sería estúpido ser republicano»160.
La abstracción en esta materia era un frívolo ejercicio que contrastaba con las
urgencias de nuestras repúblicas. Sarmiento las había imaginado, en el momento del
punto de partida, como democracias antiguas rebosantes de virtud. Alberdi no se
permitía esas excursiones por las utopías fundadoras. Porfiado en su disenso con
Sarmiento, Alberdi expuso en 1864 la misma explicación sobre la decadencia que el
ex presidente proclamará en 1875. Las repúblicas sudamericanas eran democracias
corruptas, híbridos demagógicos, «el despotismo de todos, en lugar del despotismo
de uno solo». Ese predominio de la «soberanía ilimitada» bullía en la anarquía -«el
mal de Sud-América es la falta de gobierno»- y se colaba entre los golpes militares,
recurso que desde 1810 inauguró las «revoluciones de palacio» apoyadas por
«revoluciones de cuartel», los «motines y asonadas» organizados en las «regiones
mismas del poder»161.
El liberalismo, que «busca la libertad en la depreciación o disminución del
gobierno», dejaba una «república deforme y monstruosa». Medio siglo después de la
independencia, América del Sur era una «monarquía latente» que no hallaba su
forma de gobierno. Las aristocracias de hecho, «vitalicias y privilegiadas»,
compuestas de ricos, militares, doctores y clérigos, que desprecian «en nuestro
lenguaje» a lo que hay abajo -«canalla, plebe, gentuza, populacho»-, sólo podían
engendrar «regencias templadas por revoluciones». No había sosiego. Esos
«arlequines vestidos de dos colores», uno republicano y otro monárquico, argamasa
de un gobierno sin freno, guerrero y burocrático, no podían fundar una legitimidad
estable. Eran actores que, de darse cuenta, habrían servido para representar un
cuadro muy distante de la igualdad republicana:
«¿Quién se opone a que haya legisladores a vida? -Los
militares, es decir, unos empleados vitalicios, que tienen
sueldos y honores a vida, y todavía pensiones para sus
familias después de su muerte. Esos son los que se
escandalizan de que se hable de establecer legisladores y
gobernantes y otros empleos vitalicios. ¡No son tontos!
Hacen lo que toda nobleza: rechazar la nobleza rival, cerrar
sus rangos, querer ser solos, es decir, clase privilegiada,
aristocracia, en una palabra [...] Si se quiere la república
en verdad, no debe haber militares de profesión, es decir,
vitalicios; coroneles, ni generales con sueldo del Estado
para toda su vida. El principio de igualdad en que reposa la
república, excluye esa especie de monopolio ultrajante a la
generalidad del pueblo...»162

En esa confusión, donde se agolpaban aristocracias que se ignoran, ocultas tras


la máscara republicana, Tocqueville podía prestar una ayuda inteligente. Pero esta
vez Alberdi no se ocupará del Tocqueville de La democracia en América, que
roturaba en la igualdad los caminos de la libertad política o del despotismo moderno,
sino que armará presuroso, con esas intuiciones básicas, una hipótesis reformista
para apaciguar en su tierra a las facciones en guerra. Entre la democracia
norteamericana y el despotismo bonapartista, poblado por aquellos habitantes
inertes, rodeados por el cerco de la centralización, Alberdi propone una tercera vía
inspirada en el imperio liberal de Napoleón III en la década del sesenta (episodio,
por cierto, que Tocqueville no conoció). La democracia -«fondo del gobierno
moderno»- podía también combinarse con una monarquía limitada dirigida «por la
necesidad de la paz». Ecos del imperio donde brillaban Chevalier y Laboulaye, que
desde la oposición leal proponía a sus electores «le règne de la loi substitué au règne
de l'administration». Alberdi creía que esa «monarquía democrática y
representativa», posibilitaría en el Río de la Plata la «democracia sin tempestades,
sin revoluciones, sin anarquía, sin tiranía, sin escándalos; digna, seria, sabia» 163.
¿Ilusión semejante a la de Benjamín Constant cuando se consagró al menester
poco envidiable de esculpir para Napoleón I una constitución limitada, capaz de
proteger la libertad de los modernos? Alberdi fue más modesto y no se dejó enredar
públicamente por la madeja que envolvió al patriarca de las dos libertades. Constant,
que condenaba a los bonapartistas de 1814 como «viles esclavos», corrió al llamado
de Napoleón para escribir el acta adicional de 1815 a las Constituciones del Imperio.
Alberdi guardó bajo llave esa tentación por la promesa del orden que traía el
Segundo Imperio. Actitud prudente: el primer proyecto se enterró en el campo de
Waterloo y, medio siglo más tarde, los uniformes de color cayeron con Maximiliano
en Queretaro. Lo vencieron los criollos y mestizos de Juárez164.
Alberdi advirtió que la resistencia mejicana expurgaba de un fenómeno
inevitable su «forma externa y superficial». Sobre esos fracasos, descartada la
monarquía, el «gobierno a la europea» cobraría estado definitivo por medio de la
«centralización y generalización del poder en que reside su fuerza y duración». No
había más que dejarse arrastrar por esa mudanza, común a los dos continentes, que
empezó en los Estados Unidos con la Confederación de 1776, se afirmó mediante la
Constitución de 1787 y se consolidó con el gobierno de la Unión durante la guerra
civil165.
La «reforma centralista en el Plata» derivaba, según Alberdi, de un proceso
inverso del que pregonaron Tocqueville y Proudhon en Europa. Lo que en Europa
era una necesidad de la libertad, porque allí «los poderes pecan por demasía de
centralización», aceleraba en América del Sur la caída de gobiernos «débiles e
impotentes por falta de centralización». Los ensayos de «aplicación plagiaria» de
esas doctrinas llevaban «al rumbo opuesto del que buscan sus autores; conducen
primero a la anarquía, y de ahí al despotismo puro, que viene a ser, lo que es peor,
un remedio santo y necesario». En el mundo al revés, la palabra federal cambiaba de
sentido. El federalismo de Hamilton y Madison significaba la asociación de
soberanías independientes: describía el tránsito hacia la centralización. En las
repúblicas de América del Sur -«unitarias de origen»- la federación había creado
soberanías independientes en provincias que, durante el período virreinal, fueron
meras divisiones administrativas166.
De la mano de una imitación federal, el colapso del gobierno central arrojaba,
como perversa consecuencia, la disolución de las naciones. Convenía, entonces,
poner las cosas en su lugar y fijar la condición política de la paz interior con los
mismos cimientos de que se valieron Rossi y Troplong: «por centralización
-concluye Alberdi- no entiendo todos los poderes en una sola mano, sino todos los
poderes y facultades de la Nación en un solo gobierno dividido en tres poderes,
naturalmente, como todo gobierno libre»167.
Ese esfuerzo por concentrar el poder en el gobierno nacional, hasta el punto de
colocar entre paréntesis el origen electivo de la autoridad ejecutiva, tenía por objeto
la paz interior y exterior. Había que extirpar la guerra. Cuando Alberdi escribió en
1870 la reflexión inconclusa sobre El crimen de la guerra se erigió en juez de
instrucción y sentencia. Condenó a la guerra y a los gobernantes empeñados en «una
contienda que se resuelve por la fuerza animal» (el dicho era de Cicerón), como
criminales de la civilización moderna. De signo monárquico y disciplina
aristocrática, la república centralista debía ser espontánea expresión de una
pedagogía para la concordia: «la paz -recordaba- es una educación como la
libertad». Alberdi despojó a esa forma europea de gobierno, que deseaba con tanto
ahínco, de su espíritu guerrero, fiel compañero de siglos; la vació de gloria y
vanidad militar; apartó de ella las pasiones del honor o de la virtud, que también se
probaban en los campos de batalla, para reemplazarlas por el interés universal del
trabajo y el comercio. Una refutación de Grocio con el fervor libertario que
provocaban en Alberdi Cobden y su escuela:
«La palabra guerra justa, envuelve un contrasentido
salvaje; es lo mismo que decir, crimen justo, crimen santo,
crimen legal [...] Para saber si los fines de una guerra
son civilizados, no hay sino que ver cuáles son los medios
de que la guerra se sirve para llegar a su fin. Lejos de ser
cierto que el finjustifica los medios, son los medios los que
justifican el fin, en la guerra todavía más que en la
política»168.

La exhortación en contra de lo que vulgarmente se entendía por maquiavelismo


buscaba eliminar al instinto de dominación. Si en América del Sur el objeto de la
guerra era «ocupar y poseer el poder», esa deshumanizante carrera teñía al resto de
las naciones con el doloroso aislamiento «respecto de toda autoridad común» del
«estado de naturaleza»: el «mundo de Hobbes, la guerra de todos contra todos».
Huérfano el «derecho penal internacional... de una autoridad universal que lo
promulgue y sancione», el planeta sucumbió al compás de una «historia de la
guerra» con sus «museos de horrores». En ella se reproducía, incansablemente, un
oficio que abarcaba a un número cada vez más grande de maestros y aprendices.
Millones de hombres morían y sobrevivían en su regazo: «la guerra -en efecto- vive
de la guerra. Ella crea al soldado, la gloria del soldado, el héroe, el candidato, el
ejército y el soberano [...] La guerra trae consigo, la ciencia y el arte de la guerra, el
soldado de profesión, el cuartel, el ejército, la disciplina; y, a la imagen de este
mundo excepcional y privilegiado, se forma y amolda poco a poco la sociedad
entera»169.
El estado de naturaleza segregaba comportamientos y justificaciones. Había una
circunstancia límite en América del Sur donde la guerra internacional se confundía
con la guerra civil. Una alimentaba a la otra, como si las discordias intestinas
castigaran el crimen de una nación que empleó a su ejército contra un país vecino.
Pero aún en el caso de que dentro de cada nación el monopolio de la fuerza
expulsase al estado de naturaleza fuera de sus fronteras, la misma, nefasta
justificación del procedimiento bélico pervertía las relaciones entre los pueblos. En
los apuntes de 1872, Alberdi confesaba su desencanto por el derecho internacional.
Tanto le fatigaba la racionalización belicosa de Bismarck como las ordenanzas que
el aplicado Lieber, «profesor alemán», redactaba para el gobierno de los Estados
Unidos. Ni hablar de la instrucción popular en Prusia, pernicioso equívoco que se
estudiaba con admiración: «lo que vale esa instrucción para la verdadera civilización
del mundo lo está probando el espectáculo de la guerra de 1870». Y menos cabría
atender al relativismo de la escuela histórica germana, ilusión de juventud ahora
definitivamente enterrada:
«Esa nación ha producido una escuela
llamada histórica, que considera a los hechos como la
aspiración de la razón natural y una revelación de las leyes
de la Providencia. Esa escuela ha producido en la política
otra escuela que parte de este razonamiento: -si
los hechos son la justicia, claro es que la justicia es la obra
del hombre, desde que el hombre puede producir los
hechos en el sentido que más le conviene [...] De ahí es que
la Alemania moderna ha hecho de la guerra una política,
una industria y una moral»170.
Todo esto era una regresión, detritos acumulados de épocas superadas que
contaminaban la sociedad mundial. Las previsiones de Bluntschli habían fracasado.
La guerra no era un conflicto limitado entre gobiernos sino que abrazaba, como en
tiempos primitivos, al pueblo entero. «Cuando Francia, el país de Voltaire, tiene un
conflicto con Alemania, el país de Kant, qué hacen, cómo proceden para decidirlo
judicialmente? -Hacen lo mismo que hacen dos indios de La Pampa: cada uno se
arma de un palo, y el que mata o destruye al adversario, ese tiene la razón. Su fuerza
física, es su derecho y su justicia». Esta suma de desajustes demostraba que la
representación que tenía Hobbes de la naturaleza humana frenaba el progreso y el
perfeccionamiento de los pueblos. Pero para el porfiado optimismo de Alberdi aquel
era un síntoma poco importante que no lograba ocultar su básica debilidad. Esa
realidad tenebrosa, sin duda resistente, daba cuenta de un fenómeno superficial
condenado a fenecer ante la promesa de la integración mundial. Más fuertes eran
otros signos profundos, corrientes históricas hasta ahora desconocidas que
conducían a las naciones hacia el nuevo estadio de la convivencia pacífica 171.
Alberdi había descubierto al «pueblo-mundo, que acabará por constituirse sobre
las mismas bases, según las mismas leyes fundamentales de la naturaleza moral del
hombre». Como ya lo había adelantado en el punto de partida, América del Sur se
instalaba definitivamente en la exterioridad: una especie de benéfico
desvanecimiento en la civilización universal de la singularidad que distingue a las
naciones. Es el traslado del horizonte del desierto hacia la perspectiva, también
dilatada, que ofrecen el mar y los océanos surcados por el comercio, «pacificador
del mundo [...] constructor incomparable de la unidad y mancomunidad del género
humanidad». Contra la guerra, Alberdi opone la resurrección de los moeurs
douces de Montesquieu ahora equipados con los emblemas de la civilización
industrial. Sobre el mar ya no hay barcos a vela sino vapores, los cables submarinos
llevan el telégrafo de nación a nación, los empréstitos ligan intereses lejanos, las
exposiciones universales son una ecuménica manifestación de invenciones que
habrán de apaciguar a las pasiones belicosas. ¿Cómo entonces no aguardar confiado
el derrumbe de las restricciones comerciales, de los privilegios industriales y las
barreras aduaneras? Hay pueblos que vegetan en el aislamiento y otros -Holanda,
Inglaterra- que son «los correos y mensajeros de todas las naciones». Es
el requiem al viejo derecho de gentes que encarnaban soberanos y embajadores:
«Después del comercio y de los comerciantes, el
derecho de gentes no tiene obreros ni apóstoles más
eficaces y activos que los ingenieros civiles y los
ingenieros militares. Los dos gobiernan y dirigen las
fuerzas naturales en servicio y satisfacción de las
necesidades del hombre; pero el ingeniero civil es la regia,
el militar es la excepción, como la guerra excepción del
estado natural de paz»172.
La república corrupta engendra la guerra; el orden político puede frenar esta
insensata tendencia con una fuerte centralización; y este mismo poder, para durar y
alcanzar su objeto, deberá requerir el auxilio del orden mundial. Esta es la visión que
tenía Alberdi de la integración política: hacia dentro, la contracción del poder,
monopolio de la violencia sobre el cual se estrella la pasión facciosa; hacia fuera, la
apertura del comercio. Por un lado la integración coactiva; por el otro, la integración
espontánea. «¿Queréis establecer la paz entre las naciones hasta hacerles de ella una
necesidad de vida o muerte? Dejad que las naciones dependan unas de otras para su
subsistencia, comodidad y grandeza. ¿Por qué medio? Por el de una libertad
completa dejada al comercio a cambio de sus productos y ventajas respectivas» 173.
A pesar de estos auspicios, la integración espontánea no se agotaba con el
comercio. Era este un brazo de rápida ejecución que requería el complemento de una
ley moral trascendente a la lucha por el poder y a la competencia entre las naciones.
Si la república centralista -expresión contemporánea de la república posible- era un
paso inevitable hasta que nuestros países hallaran en el self government («el
gobierno del país por el país»), la mejor prevención contra la guerra, el cristianismo,
por su parte, debía constituirse en el fundamento moral de la integración espontánea.
El comercio y el orden político centralizado eran paliativos materiales hasta que la
nueva moral se impusiera, o, mejor, hasta que ella le diera al comercio su
imprescindible dimensión espiritual: «la misión más bella del cristianismo -advierte
Alberdi- no ha empezado; es la de ser el código civil de las naciones, la ley práctica
de la conducta de todos los instantes»174.
Este andamiaje debía soportar una empresa mayor. Entre 1862 y 1872, el
pensamiento de Alberdi oscilaba entre dos ámbitos. Dentro de las naciones la
palabra imperio podía evocar, según la oportunidad, el orden y la paz. Fuera de ellas,
en las relaciones internacionales, el imperio era en cambio un concepto superado. El
«mundo -aseguraba- no será una Roma generalizada». A lo que se podría añadir: el
mar del comercio y la industria no podrá ser un mare nostrum sujeto a un
omnipotente poder. En el planeta del «pueblo-mundo», henchido por la libertad
comercial, no habría más que un medio jurídico para alejar a la guerra. Consistía
en «arrancar el ejercicio de sus violencias de entre las manos de sus beligerantes y
entregarlo a la humanidad convertida en Corte soberana de justicia internacional y
representada para ello por los Estados más civilizados de la tierra» 175.
La «unión de naciones» tenía su expresión aristocrática -un senado mundial de
naciones industriales- que coexistía con países neutrales en quienes Alberdi
depositaba una esperanza de universal democratización: «los neutrales que en la
antigüedad fueron nada, hoy lo son todo. Ellos forman el tercer estado del género
humano, y ejercen o tienen la soberanía moral del mundo». Suiza, Bélgica y
Holanda se presentaban como arquetipos de esa sociedad emergente de naciones. La
liga de países neutrales tendría en el mundo un efecto análogo del que tuvo el tercer
estado en los países de la vieja Europa. Era obvio que Alberdi quería incorporar la
Argentina a ese estamento que había renunciado a la guerra y a sus consecuencias.
Se trataba, por cierto, de un tercer estado sui generis, sin la ambición revolucionaria
de Sieyès, porque ese puñado de pueblos dedicados a la paz no hubiese podido
subsistir en el mundo de Hobbes sin la garantía de las naciones poderosas. Pese a
ello la dirección estaba trazada. ¿Convención diplomática? ¿Tratados universales?
Nada de eso. Como en el Sistema..., Alberdi respondía al contractualismo de
Rousseau con el cauto evolucionismo de Adam Smith:
«Y así como la sociedad civil no ha sido la obra y el
resultado de pacto celebrado por los asociados en un
momento dado, sino la obra gradual y tácita de sus
instintos de conservación, encontrándose asociados antes
de apercibirse de que lo estaban; así la sociedad
internacional, lejos de ser la obra de un Congreso
constituyente de todas las naciones, ha de ser la obra
progresiva y gradual de la necesidad instintiva que cada
una tiene de buscar la garantía y la protección de su
derecho respectivo en la autoridad y en el poder reunido de
todas ellas, bajo tribunales y legisladores que no por existir
descentralizados dejarán de ser federales en el sentido de
pertenecer a una suprema unión internacional de todo el
mundo civilizado»176.

El orden político alberdiano de disciplina estricta se disolvía a la postre en el


pacifismo universal. ¿Podrían acaso aproximarse esos extremos, cuando América del
Sur se empeñaba en demoler una a una las meditaciones de gabinete -monárquicas,
centralistas, imperiales y pacifistas- y le mostraba en cada recodo, como a
Sarmiento, la feudalidad del poder «disperso en multitud de pequeños centros»177?

La dominación de Buenos Aires


El problema consistía en saber si esa condenable fragmentación feudal era ella
misma, sin espejos deformantes, una realidad indócil que vetaba la unidad del
Estado, o bien, si aquella maraña encubría fenómenos más profundos. Sarmiento,
que desde la presidencia guerreó contra esas resistencias, no veía ningún punto de
discusión. Con Alberdi el feudalismo adoptaba en cambio como referente principal
una ciudad dominante que había capturado y conservado los privilegios del orden
colonial. La ciudad era Buenos Aires. En la imaginación feudal de Alberdi ella era
cabeza de una jerarquía de poderes regionales: una ciudad estado, de prosapia
medieval, incrustada como resabio en el proceso de formación del estado nacional.
Las ciudades fueron materia para que Sarmiento contara la fascinante historia de la
virtud y su decadencia en la barbarie; para Alberdi, la ciudad -Buenos Aires- fue el
escenario elegido para relatar una historia del poder.
Tras las apariencias, Buenos Aires guardaba el secreto del orden político y de
las disensiones civiles. Allí se alojaba el conflicto entre dos tipos de centralización,
destructiva la primera, bienhechora la segunda: la centralización porteña contra la
centralización nacional. La explicación habrá de reunir un discurso semejante al que
Tocqueville expuso en El Antiguo Régimen y la Revolución junto con los rasgos
significativos de un tipo de dominación expuesto a la manera de Montesquieu.
Alberdi usó el método de Tocqueville para dar cuenta de ese movimiento
centralizante, que venía gestándose desde los albores del antiguo régimen, y le
atribuyó, como hemos visto, un destino menos sombrío, digno, por lo menos, de las
esperanzas unitarias de Rossi. La centralización nacional era algo valioso, «ley
natural de vida» que se impondría por «la naturaleza de las cosas» y su acción
espontánea reforzada por el influjo exterior de los intereses generales:
«Necesidades de orden europeo, han creado la unidad
de Italia, que ha debido a Francia el rescate de Lombardía,
a la Prusia el de Venecia y a la Europa el reconocimiento
complementario de la monarquía italiana. La Alemania
deberá esta vez su consolidación a la acción externa de la
Prusia, sin la cual se hubiera perpetuado en daño de la
civilización general el desquicio en que vivía un pueblo de
30 millones de hombres civilizados. ¿Son por eso menos
grandes y dignas las naciones deudoras de su
centralización a ese origen general y continental?» 178

Esta tendencia tropezaba en el Plata contra un obstáculo mayor: la historia


burocrática del régimen colonial, una ciudad, los ríos que ella dominaba. Como le
había enseñado Tocqueville, Alberdi sabía que la centralización se incuba en el
antiguo régimen para reaparecer victoriosa, con su poder acrecentado, en el nuevo
orden nacido de la revolución. La Argentina no era ajena a esa ineluctable marcha.
Su revolución inconclusa también había significado, pensaba Alberdi, la victoria del
antiguo régimen, su plena realización. Pero ese logro -he aquí la singularidad de
nuestra circunstancia- era malsano porque dejaba instalada una perniciosa
centralización a hechura de los privilegios coloniales.
El punto de inflexión en el pasado colonial fue la creación del virreinato. Él
cristalizó un orden metropolitano, red imperial controlada desde España, que
vinculaba a ciudades dominantes con ciudades subordinadas. Buenos Aires tenía con
Madrid o Cádiz la misma relación que con ella mantenían Córdoba y Paraná: las
ciudades cabeceras concentraban el privilegio nacido del monopolio comercial. A
esta determinación política se sumaban los factores geográficos, el suelo y los
climas que, según Montesquieu, formaban parte de la naturaleza del gobierno: «la
geografía no es un simple hecho de orden físico; por su influencia sobre el hombre,
es también un hecho de orden histórico y moral»179.
La ley colonial, «que dio a todas las provincias argentinas por puerto exclusivo
el puerto de Buenos Aires», se aunó de tal manera con la naturaleza física que la
Argentina tuvo «una constitución política y social escrita en el suelo, y dibujada por
grandes ríos». Tal situación no era del todo azarosa porque el conquistador
«establece y fija la residencia del poder, donde la naturaleza ha colocado el interés
económico, o medio de gobierno, en que ese poder reside y consiste». De aquí
resulta, pues, la dominación de Buenos Aires en el antiguo régimen: el control de
una cuenca hidrográfica, el puerto exclusivo, el monopolio de hecho reforzado por la
legislación colonial180.
Los argumentos de Alberdi, incansablemente repetidos a lo largo de veinte años,
descansan en comprobar la supervivencia del régimen virreinal a través de los
avatares de la vida independiente. Es la crónica de dos grandes fracasos. Tanto
Rivadavia, llevado por su pretensión de construir en un instante la unidad nacional,
como el congreso constituyente de 1853, que no «hizo sino reinstalar el Gobierno
tradicional de la Nación en cuanto a centralismo», no pudieron reducir a Buenos
Aires a la unidad del Estado republicano. La provincia se negó siempre a entregar la
ciudad como capital de la república. Al primer ensayo unitario siguió el
largo interregno rosista; a la constitución de 1853, reformada en 1860, las
presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. En ambos casos (Alberdi guarda
injusto silencio con respecto al fracaso de Mitre, similar al de Rivadavia, cuando en
1862 procuró federalizar a Buenos Aires) se impuso una misma regla: «la
presidencia desde entonces es un título, no es un poder, es un nombre, no es
un gobierno [...] el gobernador de Buenos Aires ha reasumido el poder real
del gobernador virrey». La centralización nacional -obvio era constatarlo con el
auxilio de otras experiencias- colocaba a todas las provincias en un pie de igualdad
frente al gobierno nacional: crédito, aduana y papel moneda para el país entero. La
centralización porteña reproducía en clave constitucional el régimen virreinal y
rosista. Buenos Aires usurpaba la riqueza argentina porque no cedía la capital ni los
recursos provenientes de su privilegiada situación:
«Esta violencia tiene por resultado y comprobante una
guerra civil que lleva 50 años, desfigurada por su promotor
interesado con los nombres banales de federación y
unidad, civilización y barbarie, legalidad y caudillaje. No
hay nada de todo eso. Todo el pleito nace de que una
Provincia (la de Buenos Aires), prevalida de su posición
geográfica (de que el sistema colonial, más que la
naturaleza, la hizo un privilegio), mantiene a la Nación sin
gobierno, con el objeto de imponerle el suyo de Provincia,
constituido con la capital de la Nación y con el tesoro
formado por la contribución de aduana que todas las
Provincias vierten en su puerto, es decir, en la ciudad de
Buenos Aires. Ella encubre esta monstruosidad con una
máscara de ley, fabricada de este modo sardónico y cruel.
Cede a la Nación su propia capital (de esta)
para residencia de su gobierno, pero a condición de que la
Nación le garantice su integridad provincial: lo que vale
decir, a condición de que le deje la ciudad que aparenta
ceder. Entrega a la Nación su aduana (de esta), pero es a
condición de que la Nación le garantice su presupuesto
local, es decir a condición de retener la renta que aparenta
entregar (Convenio de Noviembre de 1859)»181.

Los efectos eran visibles. El poder de Buenos Aires confiscaba la renta pública
derivada de la aduana para respaldar el papel moneda provincial que, de hecho, tenía
«el valor real y positivo de un reconocimiento de deuda, hecho por un deudor en
cuyo bolsillo entran todos los años diez millones de pesos fuertes». La residencia
forzada del gobierno federal impregnaba de burócratas a una ciudad destinada al
comercio y a la manufactura. Era la ciudad de los cargos paralelos. En ella vivían un
«Presidente convertido en especie de mikado o poder espiritual e inmaterial, y un
gobernador provincial, convertido en especie de daimio o poder temporal. Después
de ese doble poder ejecutivo, dos Senados, dos Cámaras de Diputados, dos
Ministerios completos, formados de numerosos ministros cada uno, es decir dos
ministros del Interior, dos ministros de Hacienda, dos ministros de la Instrucción y
del Culto, etc., etc.; dos juegos completos de Tribunales y de Cortes de Justicia, dos
Tesoros, dos Créditos Públicos, dos Fiscos, dos Presupuestos, dos Ejércitos, dos
Constituciones supremas a la vez en muchos puntos y dos órdenes de Códigos y de
legislaciones privadas». Sin quererlo, por el propio peso de esa burocracia
duplicada, Buenos Aires adoptaba las costumbres de las ciudades improductivas
retratadas por Adam Smith -Roma, Versailles...- donde reside una corte
permanente, «las clases inferiores del pueblo sacan, sobre todo, su subsistencia de
gastos de renta o de entrada y el pueblo es en general perezoso, disipado y pobre» 182.
Por otra parte, la constitución real de la Argentina, escindida en dos estados,
formaba un objeto malsano sobre el cual no podía proyectarse ningún sentimiento
genuino de legitimidad. La centralización aparente del gobierno federal dictaba
leyes y códigos; la centralización porteña les negaba a esas leyes un ámbito común.
¿Qué sentido podía tener un código que unificaba en un cuerpo orgánico el derecho
civil cuando la nación carecía de constitución política? «En el Plata -exclamaba
Alberdi- no falta unidad de legislación civil: lo que falta es unidad de legislación
política, unidad de Gobierno, unidad de poder [...] de donde resulta que tenemos la
federación en el Código político y la unidad en el Código Civil» 183. Esta curiosa
inversión de prioridades podría dar lugar a una situación no menos novedosa: la
legitimidad del código civil contrapuesta a la ilegitimidad de la constitución política.
Una sociedad, quebrada por la discordia, que comete la frivolidad de unificar
aquello que debería quedar librado a la legislación provincial o municipal y deja en
suspenso la unidad vital del poder político.
Esta manera de concebir el orden político en torno a una capital tenía el tono
que otrora le habían impreso a esa misma reflexión Maquiavelo y Montesquieu
(Rossi no hizo más que prolongar las obsesiones del florentino cuando ya se
avizoraba una solución definitiva). ¿Acaso Alberdi no recordaba la sentencia de
Maquiavelo?: «Una nación que ha perdido su capital no tiene ya ni cabeza, ni
corazón, ni nombre, ni lengua, ni vida». Por cierto que esa nostalgia era compartida
por las naciones en trance de constituir un orden político. Es más -insistía- «según la
constitución y según la naturaleza de las cosas, un país que está sin capital es un país
que está sin gobierno». Todo ello era cierto. Lo que no parecía tan claro era esa
suerte de sobredeterminación histórica que llevaba necesariamente a depositar en
Buenos Aires la capital del país. Alberdi, alguna vez, sostuvo que la capital no debía
estar en aquella privilegiada sede. Fue un desliz momentáneo, porque muy pronto
llegó a la conclusión de que Argentina tenía prefigurado el destino de Italia:
conquistar su capital histórica expulsando de su recinto a los poderes particulares.
La invención de la ciudad de Washington, que en los Estados Unidos fue una
inteligente transacción, podía abortar entre nosotros dando a luz «capitales
penitenciarias, aquellos lugares lóbregos y desiertos, elegidos para residencia de un
gobierno que no se quiere dejar nacer, o que se quiere destruir o debilitar» 184.
La cuestión no residía en eliminar a Buenos Aires, sino en ordenarla en
provecho de toda la nación. Podrían haberse imaginado arreglos diversos: dejarla
como una provincia más, arrancarle sus privilegios, ubicar la capital en otro lugar.
Alberdi desechó ese temperamento y prefirió dar cima al proyecto de Rivadavia (si
Sarmiento vio en Rivadavia al fracasado legislador de una república utópica, Alberdi
lo contempló como al frustrado constructor de un orden nacional). «La verdadera
solución -confesó en 1861- es Buenos Aires capital de la república [...] No hay otra
solución definitiva de la cuestión argentina, que se reduce toda a la cuestión de
Buenos Aires, como la cuestión italiana se reduce a la cuestión de Roma. Es que las
cuestiones de capital, son, naturalmente, cuestiones capitales» 185.
No quedaba más camino que «la división de la Provincia de Buenos Aires
(como quería Rivadavia)». La ciudad federalizada para la república; la provincia,
como el resto, subordinada al gobierno general. La teoría normativa de la
centralización debía culminar proponiendo -según Alberdi- aquellas decisiones
cruciales por las que los medios materiales de la soberanía pasarían del gobierno
provincial al gobierno nacional. Era el modo argentino de marcar el límite más allá
del cual la separación de poderes de Montesquieu se transformaba en guerra social.
Mientras no se restableciera la unidad del ejecutivo, su carácter monocrático, no
habría en la república coexistencia armónica entre poderes. La historia dará razón a
Alberdi con una inesperada vuelta de tuerca, porque los realizadores más eficaces de
esta empresa fueron sus adversarios intelectuales, entre ellos Mitre y Sarmiento.
Las actitudes de Sarmiento hacia la federalización de Buenos Aires se
expresaron durante el trayecto que lo condujo de la república virtuosa y
descentralizada, expuesta en los Comentarios..., hasta la república fuerte de la
década del setenta. Cuando Sarmiento proclamó en el estado de Buenos Aires su fe
autonomista imaginó a la ciudad porteña como una Nueva York austral. Si se la
hubiese federalizado con la frustrada ley de 1853, emanada del congreso
constituyente, Buenos Aires habría caído, «como todas las capitales de las
monarquías o repúblicas unitarias del viejo mundo, bajo la presión del partido
dominante». Su destino era otro. Debía emular a «la más grande ciudad de la Unión
americana, con su medio millón de habitantes, su emporio comercial, su legislatura
de 125 diputados, su municipalidad con senado y cuerpo deliberativo; con su
acueducto de Crotón, costeado por la municipalidad, la maravilla del mundo; con su
sistema de escuelas y sus dos y medio millones de renta anual para su sostén» 186.
Esta imagen constructivista de la ciudad de Hamilton, con un gobierno que hace
cosas, educa y construye canales, contrastaba con la que sugería una capital
burocrática. Necesaria e inevitable, la sede del poder político debería ubicarse fuera
del puerto progresista, en algún lugar mediterráneo -Córdoba, quizá- que pudiese
convenir a la «civilización del interior». En todo caso -concluía- «una idea hay ya
aceptada por todos, y es que Buenos Aires no ha de ser la Capital de la República,
por no convenirle a nadie»187.
A quien menos le convenía -los hechos de veinte años habrán de probarlo- era a
la propia provincia de Buenos Aires. Sarmiento formó parte de la comisión
examinadora de la constitución federal en 1860 (junto con Mitre, Vélez Sarsfield,
Mármol y Cruz Obligado), cuya mayoría se inclinaba a «que la Capital debía estar
precisamente en un distrito del Congreso, fuera del territorio de Buenos Aires».
Luego no tuvo más que ver con el problema hasta que asumió la presidencia. En
esos ocho años la capital no se trasladó fuera de Buenos Aires, ni tampoco se
federalizó a la ciudad. Si Mitre no pudo doblegar en 1862 al autonomismo de A.
Alsina y Tejedor, el Congreso no dictó ninguna ley en la materia entre ese año y
1867 (plazo durante el cual la legislatura de la provincia le concedió a las
autoridades federales jurisdicción sobre el municipio) y cuando lo hizo, en 1868, al
término del mandato, el presidente opuso su veto. Quedaba de este modo definida la
peculiar situación de Buenos Aires que Sarmiento defenderá con igual tesón. El
congreso quería arrancar la capital de Buenos Aires; el poder ejecutivo se negaba.
Tres leyes de federalización que propiciaban ubicar la capital en Rosario y Villa
María -dictadas en 1869, 1871 y 1873- fueron vetadas por Sarmiento. En 1871,
cuando cundía la guerra en Entre Ríos, lo hizo con estas palabras:
«La Constitución ha dejado pendientes para ser
reglados por leyes orgánicas, muchos puntos de cuya
resolución depende la existencia misma de la Nación, y de
la forma republicana, y entre estos se encuentra la
designación de una capital [...] No se puede al mismo
tiempo dudar, que sería igualmente privarse de los auxilios
del crédito interno y amenguar el externo, desde que se
viera que la Capital se aleja de los centros comerciales,
creándose situaciones no previstas y que se prestarían a
suscitar desconfianza sobre la estabilidad de la República
en el porvenir [...] Durante medio siglo los amigos de la
libertad y de la civilización se parapetaron en las ciudades
para hacer frente al atraso de las campañas que minaba las
instituciones libres; y cuando apenas cesa la última
tentativa que ha producido la tradición de los caudillos
para conservar su predominio, sería tentar a la Providencia
el poner por diez años al Gobierno Nacional en los campos
sin que tenga siquiera los medios para civilizar lo que lo
rodea»188.

La decisión de mantener en Buenos Aires la sede del poder nacional añadía un


elemento crucial a la república fuerte. Las ambiciones del gobierno nacional,
pretendido centro del sistema federal, donde el presidente comandaba un ejército de
alrededor de 15.000 hombres, eran restringidas por una periferia formada por
Buenos Aires, Entre Ríos y Santiago del Estero. Esas provincias ejercían una
libertad negativa con respecto al gobierno nacional frenando la intervención federal,
que imperaba en todas partes, gracias a su poder militar y económico. Sarmiento
encarnó esa ambición y desmanteló el poder de Santiago del Estero y Entre Ríos. En
1874 dejó la presidencia con casi toda la tarea realizada. Una a una habían caído las
resistencias del primitivo federalismo. Solo quedaba la más poderosa: Buenos Aires.
El acertijo parecía resuelto. Mientras, según la definición de Alberdi, coexistía
en la ciudad una autoridad aparente que de general tenía apenas el nombre, con el
leviatán que capturaba la riqueza, Mitre y Sarmiento habían formado pacientemente,
entre esa agobiante escasez, el núcleo del futuro poder nacional. Eran ellos los
padres de la centralización: representaban el papel opuesto del que les atribuía
Alberdi. Esas autoridades que permanecían en la ciudad no derrotaban con el
ejército a las milicias provinciales para dar tributo a Buenos Aires, sino para crear
las condiciones que, más tarde, habrán de favorecer su conquista definitiva. El
heterogéneo sistema de 1861, compuesto por un gobierno nacional débil, sujeto a la
resistencia de provincias fuertes, se había convertido en una balanza entre dos
poderes -nación contra Buenos Aires- dotados de recursos semejantes.
Extrañamente, contra las fervorosas convicciones de Sarmiento, renacía la
centralización colonial oculta tras los poderes de la república fuerte. Porque el
federalismo argentino no se consolidaba por medios asociativos -como lo enseñaba
la teoría- sino que crecía y maduraba por incorporación. Y por ello ese proceso tenía
como mira una ciudad que, a la postre, sería cabecera indiscutible del orden político.
Desde ese sitio defendido con porfía, aun a riesgo de soportar un impredecible
conflicto con la provincia, Sarmiento derrotó a la guerra civil. Así sucumbía el
federalismo primitivo para abrir paso a un federalismo hegemónico. Entre ambos
extremos, Sarmiento no pudo legitimar una fórmula federal que conciliara en paz el
orden general con la autonomía particular, pero logró desbrozar el terreno para
erradicar esa contienda endémica.
Faltaba el último capítulo. Derrotada Buenos Aires, federalizada la ciudad, el
poder reaparecería con otro signo al servicio de la república entera. En eso estaban
de acuerdo Alberdi y Sarmiento. ¿Qué decir en cambio de esa carrera en cuyo
transcurso las resistencias locales, luego de la derrota militar, se habían incorporado
como partes subordinadas al poder nacional? ¿Acaso no era análoga esa empresa a
la construcción de un pequeño imperio en escenario republicano?: una ciudad de
antiguo régimen que en setenta años de guerra civil recupera su poder como sede
indiscutible del gobierno nacional. Preguntas de fin de siglo para los dos
legisladores a medida que el poder se consolidaba y sus vidas marchaban al ocaso.

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