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La polémica constitucional
En 1852 -lo hemos visto- Sarmiento rompió con Urquiza y regresó a Chile. Ese
año publicó Campaña en el Ejército Grande aliado de Sud América donde proclamó
su disidencia con el régimen que nacía en el interior argentino bajo la influencia del
vencedor de Caseros. El libro motivó una respuesta de Alberdi -que estaba
plenamente identificado con Urquiza- escrita también en Chile, en la localidad de
Quillota, con el título de Cartas sobre la prensa y la política militante en la
República Argentina (llamadas Cartas quillotanas). Sarmiento no fue remiso en la
respuesta y un mes después escribió Las ciento y una. Alberdi replicó
con Complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina. A la
postre, ya sancionada la Constitución Nacional de 1853, Sarmiento dio a conocer
los Comentarios de la Constitución de la Confederación Argentina, a los que
siguieron los Estudios sobre la Constitución Argentina, de Alberdi. Este es el marco
bibliográfico de una polémica ubicada en el momento en que ambos terminan de
fijar el punto de partida. Entre recriminaciones y agravios, ese virulento diálogo
invirtió de tal suerte el rol intelectual asumido por Sarmiento que este concluyó
adhiriendo con inusitado fervor a una teoría del trasplante institucional, mientras
Alberdi defendía una teoría fuertemente arraigada en la tradición colonial.
Los Comentarios... fueron el vehículo de que se valió Sarmiento para aplicar en
la Argentina la filosofía pública de los Estados Unidos según las lecciones de Story.
El título, la intención y los ejemplos, todo recuerda al gran comentador en clave
centralista de la constitución norteamericana. En ningún instante pretendió
Sarmiento disfrazar este designio: «La constitución -afirmó- vendría a ser, pues, para
nuestros males, lo que aquellas tisanas que traen, envolviendo el frasco que las
contiene, la instrucción para enseñar la manera de usarlas» 90.
Estas palabras definen el sentido del trasplante constitucional. Alberdi quería
instalar en América del Sur la sociedad industrial. Sarmiento soñaba con implantar
la constitución presidencial que dictó el Congreso de Filadelfia tal cual ella existía,
madura y consagrada, en América del Norte. En ambos casos se trataba de productos
terminados. Naturalmente, ni el antiguo régimen español, ni la tradición de las
monarquías constitucionales europeas podían servir de ejemplo para Sarmiento. Un
modelo exclusivo orientaba al legislador para discernir el alcance de los conceptos
constitucionales. Los comentarios de doctrina escritos en Estados Unidos pasaban a
ser argentinos, «la práctica norteamericana regla, y las decisiones de sus tribunales
federales antecedentes y norma de los nuestros...»91
El modelo constitucional era selectivo. Sarmiento buscó en la obra de Story
aquellas instituciones capaces de doblegar a la herencia colonial. Había por lo
menos dos tendencias malsanas para cuya terapéutica el confidente del porvenir
debía interrogar al espejo que reflejaba la democracia en el norte. A la
monarquización del mando ejecutivo, Sarmiento oponía la figura de un presidente
republicano; frente a la centralización del poder en el gobierno federal y a su
correlato, las oligarquías enquistadas en las provincias, Sarmiento recomendaba
nacionalizar al inmigrante, difundir la educación gratuita, sembrar en cada provincia
la vida municipal, distribuir la propiedad rural y promover la agricultura.
La visión del ejecutivo republicano no se inspiraba en la democracia extrema
pregonada por Franklin y Paine sino en la concepción de El federalista, según la
interpretación de Story y el juez Marshall. Aun así, esa figura presidencial, cuyo
origen monárquico era indiscutible, no atraía a Sarmiento con la fascinación que
ejercía sobre Hamilton y sus seguidores. En los Comentarios... todavía se advierte el
temor hacia el despotismo de uno solo: «...el principal infractor de las leyes puede
ser -en efecto- el Ejecutivo donde a él solo se halla reducido el gobierno y no es
necesario suprimirlo por nada más que por el justo temor de que infrinja las leyes, si
no está limitado». El ejecutivo monarquizante en una constitución republicana
acarreaba grandes riesgos entre los cuales el más acuciante era la centralización. El
dogma federal debía combatirla en su raíz, es decir atacando al corrupto ejercicio del
gobierno en las provincias:
«El hecho existente de una general tiranía, no resistida
por los gobiernos de provincia, muestra la necesidad de un
gobierno general en que cada una de las provincias tenga
parte, y por la acción moral y física del todo sobre cada
una de ellas, garantice las libertades que de otro modo no
han podido conservarse»92.
Esta era la solución para el problema del gobierno en América del Sur:
aguardar, confiar en la acción espontánea del trasplante y en la trama infinita de la
acción humana, «mejorar la sociedad, para obtener la mejora del poder, que es su
expresión y resultado directo» 99. Mientras tanto, el ejercicio de la libertad política
debía quedar encerrado dentro de los límites de un orden restrictivo, de una
«república posible», como la llamó Alberdi. Era la fórmula constitucional más
congruente con el trasplante social. Desligar al extranjero de toda responsabilidad
cívica hasta que la buena semilla creciera en la sociedad y transformase por efecto
natural al gobierno de la república. Esta, ciertamente, no era la fórmula que
Sarmiento apetecía. El trasplante institucional, que él preconizaba, se situaba en las
antípodas porque la constitución y las leyes debían convertir de inmediato al
extranjero en ciudadano e inducirlo a adoptar carta de naturalización como ocurría
en Estados Unidos:
«Su distinción entre nacionales y extranjeros debió
evitarla precisamente porque existe en América y debe
borrarse. No debe haber dos naciones sino la Nación
Argentina; no dos derechos, sino el derecho común. Los
extranjeros, dice el señor Alberdi, gozan de los derechos
civiles y pueden comprar, locar, vender, ejercer industrias y
profesiones; las mujeres argentinas se hallan en el mismo
caso, como todos los argentinos y todos los seres humanos
que no tienen voto en las elecciones ¿Para qué
distinguirlos?»100
Por otra parte, el proyecto de constitución, que Alberdi presentó como colofón
de las Bases..., negaba a los extranjeros el derecho de armarse en defensa del país
antes de que cumplieran treinta años de residencia (plazo que la constitución redujo
a diez). Segundo error que Sarmiento impugnaba cuando insistía en subrayar el
carácter nocivo de un inmigrante incapacitado de tomar parte en defensa de la
nación: «¿Para qué país se da esa Constitución? Para uno convulsionado por
haraganes, apoyados por masas estólidas; y treinta años de excepción no pedida,
otorgada y que puede ser convertida en negación por un propósito de usurpación,
puede decidir la suerte del país. ¡Treinta años fomentando el egoísmo del inmigrante
industrial, que es un elemento de orden y libertad porque es una fuerza de inercia
contra las turbulencias y un muro contra la barbarie!» 101
La barbarie, siempre el fantasma de la barbarie. Sarmiento aplaudía la sentencia
del artículo 5 (cada provincia debe asegurar la educación primaria gratuita) como
«una de las más bellas prescripciones de la Constitución». La reverenciaba como un
símbolo sagrado en el debate que ponía frente a frente la educación de las cosas y la
instrucción impartida por la escuela. Para Alberdi, la pedagogía espontánea de la
sociedad industrial desempeñaba el papel más importante, al que debían apuntalar la
escuela y la instrucción obligatoria consagrada a las ciencias aplicadas. Ambos
conceptos, sin duda complementarios, se ordenaban según prioridades. Alberdi
apostaba en el punto de partida a favor de la educación práctica y de los usos
sociales que habían madurado en la civilización industrial. Sarmiento reducía ese
matiz a esquema antagónico. Entre los agentes del cambio social, la escuela y el
maestro que enseñaba aritmética, gramática e instrucción cívica ocupaban el primer
puesto. Por eso, ante la sugerencia de Alberdi que ya comentamos -más falta hacen
hoy la barreta y el arado que el alfabeto- Sarmiento se rasgaba las vestiduras:
«No, Alberdi. Deshonradme ante mis compatriotas,
como lo habéis hecho en vuestro libro, preciándoos de
haberlo hecho con moderación, sin ruido, como el hábil
ladrón que rompe las cerraduras y el dueño de casa no
despierta; que abre las puertas y los goznes no rechinan;
que descerraja los armarios y no deja señales aparentes de
la sustracción. Deshonradme en hora buena; pero no
toquéis la educación popular, no desmoronéis la escuela,
este santuario, este refugio que nos queda contra la
inundación de la barbarie»102.
La república moderna, tal cual surge de esta visión del orden deseable, está
vaciada en la democracia pluralista de Tocqueville y difiere, pues, de la república
antigua y de las formas mixtas de inspiración doctrinaria. Para Sarmiento, la
república moderna es un ideal histórico que supera a la constitución aristocrática y
que, al mismo tiempo, no incurre en el equívoco de predicar un utópico retorno a la
república antigua. «No aproximaremos a nuestro siglo -escribió en 1841- las
turbulentas agitaciones de los griegos, ni el vivir sangriento de las luchas intestinas
de los romanos, ni tampoco recordaremos con Sismondi lo que ha pasado en las
repúblicas italianas de la edad media». Entre el contrato social de los antiguos y el
pacto doctrinario de sus contemporáneos, Sarmiento se aferró al ejemplo de la
república moderna practicada en Norteamérica. Ella rescataba la virtud y la división
de poderes sin caer en desórdenes facciosos ni lacras desigualitarias. Con esta
dogmática convicción Sarmiento creía alejarse de ambos extremos. Era una
distancia como la que separaba a Tocqueville de Rousseau y Pellegrino Rossi:
«¿Cuál sería el programa? -inquiría Sarmiento a
Avellaneda- Usted lo ha indicado admirablemente: mis
servicios pasados -treinta años de vida pública, tales como
ellos han sido. Para lo futuro: la realización de la
Constitución tal como la entienden y la practican los
Estados Unidos- y una poderosa y capital revolución en las
rentas provinciales y nacionales para educar a la nación
argentina, compuesta hoy de un millón de bárbaros
ignorantes y pobres, gobernada por diez mil ricos y
letrados no menos ignorantes en la ciencia de fundar y
establecer la República»131.
Para resolver el dilema del poder había que replantear, sin máscaras ni
eufemismos, el argumento doctrinario. Una «forma mixta, resultante de la influencia
de los dos medios en que vive -republicana, en parte por lo americana- y centralista,
por su afinidad europea», parecía ser la fórmula más adecuada. ¿Qué decir de este
viraje? La meditación acerca de las formas mixtas podía vaciarse en diferentes
moldes. Alberdi comenzó por hacerlo en la república y a medio camino sus
confidencias tropezaron con la combinación que Montesquieu había adoptado de
Inglaterra en el siglo XVIII: «el gobierno de uno, de varios y de todos; del rey, de la
aristocracia y del pueblo, por una distribución discreta de las funciones del poder
hecha entre estas tres entidades por la Ley Fundamental, que se denomina
constitución»159. Los doctrinarios -bueno es recordarlo- eran monárquicos. El
principio hereditario, la legitimidad tradicional de raíz europea, sustraía de la
contienda popular al poder ejecutivo, dotando así, a esa institución pretendidamente
indiscutida, de un poder arbitral eficaz y duradero. Por eso, interrogar en abstracto
cuál es el mejor régimen, en naciones hispánicas con la marca de su origen
monárquico, era para Alberdi una «puerilidad de escuela». Bolívar había padecido
ese mismo, hiriente castigo de las cosas concretas. Un enigma para ingenuos: «entre
la república de Estados Unidos y la monarquía española -les enseñaba Alberdi con
desprecio-, sería estúpido el ser monarquista; entre la república de Bolivia y la
monarquía inglesa sería estúpido ser republicano»160.
La abstracción en esta materia era un frívolo ejercicio que contrastaba con las
urgencias de nuestras repúblicas. Sarmiento las había imaginado, en el momento del
punto de partida, como democracias antiguas rebosantes de virtud. Alberdi no se
permitía esas excursiones por las utopías fundadoras. Porfiado en su disenso con
Sarmiento, Alberdi expuso en 1864 la misma explicación sobre la decadencia que el
ex presidente proclamará en 1875. Las repúblicas sudamericanas eran democracias
corruptas, híbridos demagógicos, «el despotismo de todos, en lugar del despotismo
de uno solo». Ese predominio de la «soberanía ilimitada» bullía en la anarquía -«el
mal de Sud-América es la falta de gobierno»- y se colaba entre los golpes militares,
recurso que desde 1810 inauguró las «revoluciones de palacio» apoyadas por
«revoluciones de cuartel», los «motines y asonadas» organizados en las «regiones
mismas del poder»161.
El liberalismo, que «busca la libertad en la depreciación o disminución del
gobierno», dejaba una «república deforme y monstruosa». Medio siglo después de la
independencia, América del Sur era una «monarquía latente» que no hallaba su
forma de gobierno. Las aristocracias de hecho, «vitalicias y privilegiadas»,
compuestas de ricos, militares, doctores y clérigos, que desprecian «en nuestro
lenguaje» a lo que hay abajo -«canalla, plebe, gentuza, populacho»-, sólo podían
engendrar «regencias templadas por revoluciones». No había sosiego. Esos
«arlequines vestidos de dos colores», uno republicano y otro monárquico, argamasa
de un gobierno sin freno, guerrero y burocrático, no podían fundar una legitimidad
estable. Eran actores que, de darse cuenta, habrían servido para representar un
cuadro muy distante de la igualdad republicana:
«¿Quién se opone a que haya legisladores a vida? -Los
militares, es decir, unos empleados vitalicios, que tienen
sueldos y honores a vida, y todavía pensiones para sus
familias después de su muerte. Esos son los que se
escandalizan de que se hable de establecer legisladores y
gobernantes y otros empleos vitalicios. ¡No son tontos!
Hacen lo que toda nobleza: rechazar la nobleza rival, cerrar
sus rangos, querer ser solos, es decir, clase privilegiada,
aristocracia, en una palabra [...] Si se quiere la república
en verdad, no debe haber militares de profesión, es decir,
vitalicios; coroneles, ni generales con sueldo del Estado
para toda su vida. El principio de igualdad en que reposa la
república, excluye esa especie de monopolio ultrajante a la
generalidad del pueblo...»162
Los efectos eran visibles. El poder de Buenos Aires confiscaba la renta pública
derivada de la aduana para respaldar el papel moneda provincial que, de hecho, tenía
«el valor real y positivo de un reconocimiento de deuda, hecho por un deudor en
cuyo bolsillo entran todos los años diez millones de pesos fuertes». La residencia
forzada del gobierno federal impregnaba de burócratas a una ciudad destinada al
comercio y a la manufactura. Era la ciudad de los cargos paralelos. En ella vivían un
«Presidente convertido en especie de mikado o poder espiritual e inmaterial, y un
gobernador provincial, convertido en especie de daimio o poder temporal. Después
de ese doble poder ejecutivo, dos Senados, dos Cámaras de Diputados, dos
Ministerios completos, formados de numerosos ministros cada uno, es decir dos
ministros del Interior, dos ministros de Hacienda, dos ministros de la Instrucción y
del Culto, etc., etc.; dos juegos completos de Tribunales y de Cortes de Justicia, dos
Tesoros, dos Créditos Públicos, dos Fiscos, dos Presupuestos, dos Ejércitos, dos
Constituciones supremas a la vez en muchos puntos y dos órdenes de Códigos y de
legislaciones privadas». Sin quererlo, por el propio peso de esa burocracia
duplicada, Buenos Aires adoptaba las costumbres de las ciudades improductivas
retratadas por Adam Smith -Roma, Versailles...- donde reside una corte
permanente, «las clases inferiores del pueblo sacan, sobre todo, su subsistencia de
gastos de renta o de entrada y el pueblo es en general perezoso, disipado y pobre» 182.
Por otra parte, la constitución real de la Argentina, escindida en dos estados,
formaba un objeto malsano sobre el cual no podía proyectarse ningún sentimiento
genuino de legitimidad. La centralización aparente del gobierno federal dictaba
leyes y códigos; la centralización porteña les negaba a esas leyes un ámbito común.
¿Qué sentido podía tener un código que unificaba en un cuerpo orgánico el derecho
civil cuando la nación carecía de constitución política? «En el Plata -exclamaba
Alberdi- no falta unidad de legislación civil: lo que falta es unidad de legislación
política, unidad de Gobierno, unidad de poder [...] de donde resulta que tenemos la
federación en el Código político y la unidad en el Código Civil» 183. Esta curiosa
inversión de prioridades podría dar lugar a una situación no menos novedosa: la
legitimidad del código civil contrapuesta a la ilegitimidad de la constitución política.
Una sociedad, quebrada por la discordia, que comete la frivolidad de unificar
aquello que debería quedar librado a la legislación provincial o municipal y deja en
suspenso la unidad vital del poder político.
Esta manera de concebir el orden político en torno a una capital tenía el tono
que otrora le habían impreso a esa misma reflexión Maquiavelo y Montesquieu
(Rossi no hizo más que prolongar las obsesiones del florentino cuando ya se
avizoraba una solución definitiva). ¿Acaso Alberdi no recordaba la sentencia de
Maquiavelo?: «Una nación que ha perdido su capital no tiene ya ni cabeza, ni
corazón, ni nombre, ni lengua, ni vida». Por cierto que esa nostalgia era compartida
por las naciones en trance de constituir un orden político. Es más -insistía- «según la
constitución y según la naturaleza de las cosas, un país que está sin capital es un país
que está sin gobierno». Todo ello era cierto. Lo que no parecía tan claro era esa
suerte de sobredeterminación histórica que llevaba necesariamente a depositar en
Buenos Aires la capital del país. Alberdi, alguna vez, sostuvo que la capital no debía
estar en aquella privilegiada sede. Fue un desliz momentáneo, porque muy pronto
llegó a la conclusión de que Argentina tenía prefigurado el destino de Italia:
conquistar su capital histórica expulsando de su recinto a los poderes particulares.
La invención de la ciudad de Washington, que en los Estados Unidos fue una
inteligente transacción, podía abortar entre nosotros dando a luz «capitales
penitenciarias, aquellos lugares lóbregos y desiertos, elegidos para residencia de un
gobierno que no se quiere dejar nacer, o que se quiere destruir o debilitar» 184.
La cuestión no residía en eliminar a Buenos Aires, sino en ordenarla en
provecho de toda la nación. Podrían haberse imaginado arreglos diversos: dejarla
como una provincia más, arrancarle sus privilegios, ubicar la capital en otro lugar.
Alberdi desechó ese temperamento y prefirió dar cima al proyecto de Rivadavia (si
Sarmiento vio en Rivadavia al fracasado legislador de una república utópica, Alberdi
lo contempló como al frustrado constructor de un orden nacional). «La verdadera
solución -confesó en 1861- es Buenos Aires capital de la república [...] No hay otra
solución definitiva de la cuestión argentina, que se reduce toda a la cuestión de
Buenos Aires, como la cuestión italiana se reduce a la cuestión de Roma. Es que las
cuestiones de capital, son, naturalmente, cuestiones capitales» 185.
No quedaba más camino que «la división de la Provincia de Buenos Aires
(como quería Rivadavia)». La ciudad federalizada para la república; la provincia,
como el resto, subordinada al gobierno general. La teoría normativa de la
centralización debía culminar proponiendo -según Alberdi- aquellas decisiones
cruciales por las que los medios materiales de la soberanía pasarían del gobierno
provincial al gobierno nacional. Era el modo argentino de marcar el límite más allá
del cual la separación de poderes de Montesquieu se transformaba en guerra social.
Mientras no se restableciera la unidad del ejecutivo, su carácter monocrático, no
habría en la república coexistencia armónica entre poderes. La historia dará razón a
Alberdi con una inesperada vuelta de tuerca, porque los realizadores más eficaces de
esta empresa fueron sus adversarios intelectuales, entre ellos Mitre y Sarmiento.
Las actitudes de Sarmiento hacia la federalización de Buenos Aires se
expresaron durante el trayecto que lo condujo de la república virtuosa y
descentralizada, expuesta en los Comentarios..., hasta la república fuerte de la
década del setenta. Cuando Sarmiento proclamó en el estado de Buenos Aires su fe
autonomista imaginó a la ciudad porteña como una Nueva York austral. Si se la
hubiese federalizado con la frustrada ley de 1853, emanada del congreso
constituyente, Buenos Aires habría caído, «como todas las capitales de las
monarquías o repúblicas unitarias del viejo mundo, bajo la presión del partido
dominante». Su destino era otro. Debía emular a «la más grande ciudad de la Unión
americana, con su medio millón de habitantes, su emporio comercial, su legislatura
de 125 diputados, su municipalidad con senado y cuerpo deliberativo; con su
acueducto de Crotón, costeado por la municipalidad, la maravilla del mundo; con su
sistema de escuelas y sus dos y medio millones de renta anual para su sostén» 186.
Esta imagen constructivista de la ciudad de Hamilton, con un gobierno que hace
cosas, educa y construye canales, contrastaba con la que sugería una capital
burocrática. Necesaria e inevitable, la sede del poder político debería ubicarse fuera
del puerto progresista, en algún lugar mediterráneo -Córdoba, quizá- que pudiese
convenir a la «civilización del interior». En todo caso -concluía- «una idea hay ya
aceptada por todos, y es que Buenos Aires no ha de ser la Capital de la República,
por no convenirle a nadie»187.
A quien menos le convenía -los hechos de veinte años habrán de probarlo- era a
la propia provincia de Buenos Aires. Sarmiento formó parte de la comisión
examinadora de la constitución federal en 1860 (junto con Mitre, Vélez Sarsfield,
Mármol y Cruz Obligado), cuya mayoría se inclinaba a «que la Capital debía estar
precisamente en un distrito del Congreso, fuera del territorio de Buenos Aires».
Luego no tuvo más que ver con el problema hasta que asumió la presidencia. En
esos ocho años la capital no se trasladó fuera de Buenos Aires, ni tampoco se
federalizó a la ciudad. Si Mitre no pudo doblegar en 1862 al autonomismo de A.
Alsina y Tejedor, el Congreso no dictó ninguna ley en la materia entre ese año y
1867 (plazo durante el cual la legislatura de la provincia le concedió a las
autoridades federales jurisdicción sobre el municipio) y cuando lo hizo, en 1868, al
término del mandato, el presidente opuso su veto. Quedaba de este modo definida la
peculiar situación de Buenos Aires que Sarmiento defenderá con igual tesón. El
congreso quería arrancar la capital de Buenos Aires; el poder ejecutivo se negaba.
Tres leyes de federalización que propiciaban ubicar la capital en Rosario y Villa
María -dictadas en 1869, 1871 y 1873- fueron vetadas por Sarmiento. En 1871,
cuando cundía la guerra en Entre Ríos, lo hizo con estas palabras:
«La Constitución ha dejado pendientes para ser
reglados por leyes orgánicas, muchos puntos de cuya
resolución depende la existencia misma de la Nación, y de
la forma republicana, y entre estos se encuentra la
designación de una capital [...] No se puede al mismo
tiempo dudar, que sería igualmente privarse de los auxilios
del crédito interno y amenguar el externo, desde que se
viera que la Capital se aleja de los centros comerciales,
creándose situaciones no previstas y que se prestarían a
suscitar desconfianza sobre la estabilidad de la República
en el porvenir [...] Durante medio siglo los amigos de la
libertad y de la civilización se parapetaron en las ciudades
para hacer frente al atraso de las campañas que minaba las
instituciones libres; y cuando apenas cesa la última
tentativa que ha producido la tradición de los caudillos
para conservar su predominio, sería tentar a la Providencia
el poner por diez años al Gobierno Nacional en los campos
sin que tenga siquiera los medios para civilizar lo que lo
rodea»188.