Leo Panitch y Sam Gindin están, afortunadamente, lejos de ser seguidores de las modas.
En una época en la que académicos e intelectuales públicos alabaron la globalización
como equivalente a la muerte del Estado-nación, aseguraron que la mirada crítica se
fijara, en cambio, en la reorganización neoliberal del Estado. Reconocen que aunque el
Estado-nación ha sido transformado desde el final del largo boom [económico?], la idea
de que ha sido usurpado es errónea. Esa posición, sostienen, está basada en la
“equivocada noción de que, al hacerse global, los mercados capitalistas estaban
escapando de, sobrepasando o decreciendo al Estado”. Mientras otros concibieron a las
multinacionales operando “libres” de las imposiciones estatales Panitch y Gindin
señalaron que el capital “depende de muchos Estados” para “mantener los derechos de
propiedad, supervisar [el cumplimiento de] los contratos, estabilizar las divisas,
reproducir las relaciones de clase y contener las crisis”.
*[“Todas las disposiciones adoptadas por el Estado capitalista, incluso las impuestas por
las masas populares, se insertan finalmente, a la larga, en una estrategia a favor del
capital, o compatible con su reproducción ampliada” Estado, poder, socialismo pp. 225-
226]
Al avanzar hacia una mejor comprensión del Estado capitalista es mejor, argumentaré,
considerar el Estado y la producción capitalista como momentos diferenciados del
mismo conjunto de relaciones sociales. Aquí es útil seguir a autores como Simon Clarke
y Colin Barker que argumentan que debemos comenzar desde lo que el modo de
producción es, y de cuáles son el conjunto de las relaciones sociales que lo constituyen.
En su crítica de Poulantzas, igualmente aplicable a la tesis de Panitch y Gindin, Barker
dice lo siguiente: al hacer su trabajo, los trabajadores no sólo producen objetos sino
también plusvalía, reproduciendo las relaciones de control y explotación. “Todo el
orden social –las relaciones de familia, Estado, ciencia, educación, etc.– deberían ser
entendidas como elementos perpetuamente producidos y reproducidos creados por
individuos activos reales en sus interconexiones sociales”. Por lo tanto, en la sociedad
capitalista, como en otras sociedades de clase, la lucha entre clases es fundamental para
comprender cómo la sociedad se mantiene y cuáles son las condiciones para su
derrocamiento.
Para Panitch y Gindin, como para Poulantzas y Miliband, la naturaleza del Estado no se
deriva de esas actividades sociales fundamentales. Las formas de actividad de las clases
explotadas no son presentadas como un elemento central de su teoría del Estado, y
existe por tanto una distancia apreciable entre sus análisis y el de Marx. Para Marx, el
Estado no es simplemente una expresión de la voluntad o los intereses de la clase
dominante (ya sea los de una fracción o del capital en general) sino una parte integral de
las relaciones sociales capitalistas entendidas en su totalidad.
El mismo Marx prestó atención a esta conexión (entre las condiciones inmediatas de
producción en una sociedad determinada y la naturaleza de todo el conjunto de
relaciones sociales que surgen de ellas) en un pasaje del tercer volumen de El Capital:
“La forma económica específica en la que plustrabajo impago se bombea de los
productores directos, determina la relación entre gobernantes y gobernados, a medida
que crece directamente de la propia producción y, a su vez, reacciona sobre ella como
un elemento determinante”. La forma básica del Estado, así como la de otras
instituciones sociales, se basa en esas relaciones fundamentales, incluso si las
características únicas de cualquier sociedad significan que existen “variaciones y
gradaciones infinitas en apariencia, que únicamente pueden comprenderse mediante el
análisis de estas circunstancias empíricamente dadas”. Dicho de otra manera, en los
Grundrisse, Marx escribe sobre “la concentración del todo en el Estado”.
Al separar el análisis del Estado de la forma mercancía y la relación del capital, Panitch
y Gindin son incapaces de explicar por qué el Estado toma la forma que toma en el
capitalismo contemporáneo. Poner el foco en cómo cambian los autores [¿?] del aparato
estatal oscurece más que clarifica, ya que no nos dice cómo y mediante qué procesos
dichos cambios suceden. Tal enfoque sostiene que las acciones del Estado son tanto
relativamente autónomas de la acumulación como también resultado del dominio
burgués sobre él –de hecho una amalgama de aspectos de Poulantza y Miliband.
Esto deja la explicación de Panitch y Gindin acerca de lo que constituye lo político –que
es su preocupación central- relativamente aislada de la presión de la correlación de
fuerzas entre las clases fuera del Estado. Esto se hace especialmente evidente en la
conclusión del libro, donde argumentan que “las actuales revividas demandas por
justicia social y democracia real [pueden] sólo materializarse a través de… un cambio
fundamental del poder político, que implique cambios fundamentales en el Estado, así
como en las estructuras de clase. Esto tendría que comenzar con la conversión de las
instituciones financieras que son la sangre vital del capitalismo global en un servicio
público que habría de facilitar, dentro de cada Estado, la democratización de las
decisiones que rigen la inversión y el empleo”. Tal perspectiva –la de una serie de
transiciones dramáticas en las existentes políticas, funciones y responsabilidades de los
Estados como paso previo para que una genuina democratización sea posible- parece
tener escasa conexión con las estructuras más amplias de las fuerzas sociales de clase
donde el capital sigue siendo dominante sobre el trabajo. En consecuencia, la capacidad
de la agencia colectiva para transformar las sociedades desde abajo parece descansar en,
de alguna manera, convertir unos Estados que permanecen impermeables a la
transformación democrática. No está claro cómo Panitch y Gindin tienen la intención de
resolver esta paradoja.