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Oriana Baivero

En una sombría galería de compras en North Kesington, entre una librería de segunda
mano y un lugar semiabandonado donde se alquilan disfraces había una tienda donde
Nick y Natasha iban a comprar ropa engomada y de cuero. Se encontraba detrás de
una ventana negra con barrotes. Apenas estaba iluminada y en ella no se dejaba ver
que muchos artículos rojos fuerte se hallaban mal hechos o rasgados.

Los vendedores, modelos más discretos de ropa que vendían, según los llamaba
Nick--eran agradables, ofrecían té y galletas.

Natasha y Nick se envolvían en abrigos de pieles sintéticas de tiendas de caridad y


frecuentaban lugares en donde tenían gustos similares. Ellos buscaban nuevos miedos
y transgresiones, abundaban muchos ese durante el período de sida.

Si las parejas tenían proyectos, habían encontrado el suyo. Era posible ser transgresor
mientras todavía hubiera gente inocente. Se presionaban unos a otros, jugando a ser
Virgilio unos con otros, hasta que ya no saber si eran niños o adultos, hombres o
mujeres, amos o criados. La transformación de lo banal y desagradable en placer. La
planicie poco cómoda era como la magia negra, pobre Don Juan en una rueda de
ardilla de la energía su vida para siempre.

Nick recordó cuando camino una noche en el balcón de un vasto club, en busca de
Natasha y contempló un desfile de personas con trajes extravagantes, plumas y
semidesnudos, máscaras y ropas de todas las épocas, que representaban todas las
pasiones, todas los posibles fetiches. Natasha estaba entre ellos, esperándolo al lado
de un hombre mayor disfrazado con una brida que trabajaba en una oficina de
correos.

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