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LOUIS-VINCENT THOMAS

ANTROPOLOGÍA
DE LA MUERTE
Traducción de
M a rc o s L ara

FONDO DE C U LT U R A ECONÓMICA
M ÉXICO
imera edición en francés, 1975
imera edición en español, 1983

Título original:
Anthropologie de la mort
© 1975, Payot, París
ISBN 2-228 -11 4 83-9

; D. R. © 1 983, F o n d o d e C u l t u r a E c o n ó m i c a
•. Av. de la Universidad, 975 ; 03100 México, D. F.

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P R E F A C IO

¿P o r q u é un l ib r o s o b r e la m u e r t e ?

más bien tres grupos de razones, abogan en favor


T r e s razo n es, o
de esta elección. En primer lugar, porque la muerte es e\acontecimien­
to universal e irrecusable por excelencia: en efecto, lo único de lo que
estamos verdaderamente seguros, aunque ignoremos el día y la hora
en que ocurrirá, su porqué y el cómo, es que debemos morir. En este
sentido la muerte parece más radical que la vida: potencialmente el
número de vivos sólo representa un ínfimo porcentaje de los que
habrían podido nacer; en cambio cada hombre sin excepción conoce
de antemano su desenlace fatal, hasta el punto de que, como lo seña­
laba Heidegger, el ser humano es un ser-para-la-muerte. De hecho,
vida y muerte, aunque antinómicas, se muestran curiosamente indi-
sociables: el niño que nace lleva en sí una promesa de muerte, es ya
un-muerto-en-potencia; pero la persona que fallece puede esperar so­
brevivir en la memoria de los que aún quedan con vida, y en todo
caso mantenerse parcialmente en el patrimonio genético que lega a
su descendencia. Pero también hay que proclamar la necesidad de la
muerte: lo que las civilizaciones arcaicas sostuvieron siempre, ¿no
acaba de descubrirlo la ciencia moderna? En efecto, la muerte, para
el biólogo, es lo que permite la supervivencia cotidiana de la especie
(si el grano no muere, dice también el poeta) al asegurarle con su
renovación cotidiana sus posibilidades de cambio. Por lo demás, el hom­
bre de hoy suele adoptar una posición eqmvoca frente a lo que San
Pablo llamó “la reina de los espantos”, cuViosa mezcla de evasión y
negatividad. Ya Bossuet señalaba, en su sermón sobre la muerte, en
1666: “Es una extraña debilidad del espíritu humano el que jamás la
muerte esté presente en él, por más que ella se nos aparece en todo,
bajo mil formas diferentes[. . . ] Los mortales se preocupan tanto de
sepultar los pensamientos de muerte como de enterrar a los muertos
mismos.” Si por un lado el hombre de hoy parece capaz de superar
los tabúes del sexo -n o sin traumatismo, es cierto, ya que la represión
sigue siendo demasiado evidente en el mundo occidental-, en cambio
permanece curiosamente prisionero de la prohibición de la muerte.
En efecto, se nos dice que hablar de la muerte revela un “estado de
espíritu morboso, próximo a lo macabro”.1 Por otro lado, la actitud
' H. Reboul, “Le discours du vieillard sur la mort", L ’information psychologique, 44, 4o. trimes­
tre, 1971, p. 75.
7

18C 52
8 PREFACIO

del hombre frente a la muerte puede definirse en muchos aspectos


como una conducta de evasión, un rechazo en estilo tragicómico.2
“En líneas generales el público, cuando se le habla de la muerte,
espera dos cosas: 1) escapar del tedio mediante una impresión
fuerte; 2) que se lo vuelva a instalar en seguida en su sillón tranqui­
lizador mediante un consuelo final. Hay un contrato tácito entre el
escritor y la sociedad: ‘Cuento contigo -le dice ésta- para que me
proporciones la manera de utilizar, olvidar, retardar, encubrir o
trascender la muerte. Para eso te he contratado. Y si no cumples tu
función, serás despedido’ (es decir, no se te leerá más).”3
La manera más torpe de negar la muerte consiste en ver en ella
sólo una potencia negadora, en reducirla a ser únicamente la des­
trucción pura y simple de la vida: merced a la muerte, la presencia se
trueca en ausencia; con ella, el ser se vuelve no ser, o sólo en frágil
recuerdo por un tiempo; en suma, como lo dijo con acierto V. Janké-
lévitch, “m orir no es devenir otro, sino devenir nada, o lo que en
definitiva es lo mismo, devenir absolutamente otro, pues si lo relati­
vamente otro es todavía una manera de ser, lo absolutamente otro,
que es su contradicción total, se comporta con respecto a él como el
no ser con relación al ser”.4 Nadie se asombre si una concepción
como esa, a pesar de la perspectiva tranquilizadora o consoladora de
las religiones monoteístas, limita la muerte a ser el acontecimiento que
pone término a la vida. Entendida de ese modo, la muerte ocupa una
situación ambigua en el pensamiento occidental: se le concede dema­
siado, puesto que, como suele decirse, ella “nadifica” al ser; pero no se
le otorga bastante, ya que se la ve como un acontecimiento reducido a
un punto; y nosotros comprobaremos más adelante que para ei
hombre moderno los muertos no están jam ás en su sitio, siguen obsesio­
nando al inconsciente de sus sobrevivientes que tratan de olvidarlos,
y el rechazo del diálogo hace a los difuntos más crueles, y sobre todo
más presentes.
Por una curiosa paradoja, cabe preguntarse si el hombre occiden­
tal no teme a la muerte porque se niega a creer en la omnipotencia

2 Es lo que vemos en el caso de P. Léautaud cuando le declara a R. Mallet que él quisiera


reposar sobre la tumba de su amada para “pensar en lo que ocurre allá abajo”; o es Baudelaire
cantándole a la descomposición del cadáver: “Entonces, oh mi bella, diles a los gusanos que han
de comerte a besos . . . ” O también J . Ensor en su cuadro célebre “Mi retrato en 1960”, que
representa a un esqueleto vestido. Es también el caso de las películas de horror donde intervie­
nen muertos horribles o vengadores, o de las bromas que organizan los internos de los hospita­
les durante las guardias.
3 A. Fabre-Luce, L a mort a changé, Gallimard, 1966, p. 12.
4 V. Jankélévitch, Philo.wphie premiere, puk, 1954, pp. 55-56.
PREFACIO 9

de la vida. Por el contrario, el negro africano -y ya sabemos de qué


manera rica y original y con qué fervor exalta éste la vida- reduce al
mínimo la magnitud de la m uerte al hacer de ella un imaginario que
interrumpe provisoriamente la existencia del ser singular. El negro
la transforma en un hecho que sólo incide sobre la apariencia indivi­
dual, pero que de hecho protege a la especie social (creencia en la
omnipresencia de los antepasados, mantenimiento del filum ciánico
gracias a la reencarnación); lo que le permite no sólo aceptar la
muerte y asumirla, y más aún, ordenarla, según la expresión de Jau-
lin, integrándola a su sistema cultural (conceptos, valores, ritos y
creencias), sino también situarla en todas partes (lo que es la mejor ma­
nera de dominarla), imitarla ritualmente en la iniciación, trascenderla
gracias a un juego apropiado y complejo de símbolos. En suma, el
negro no ignora la muerte. Por el contrario, la afirma desmesura­
damente (acabamos de decir que la coloca en todo). En él, y para él,
“la muerte es la vida, perdidosa, mal jugada. La vida es la muerte
dominada, no tanto a nivel biológico como social”.5
Si reparamos en los mitos, las creencias, las fantasías, la actividad
creadora de los hombres de ayer y de hoy, comprobamos el papel
privilegiado que desempeñó siempre la muerte, lo que delata la posi­
tividad de la que pasa por ser la eterna y despiadada destructora.
¿Acaso una obra reciente no ha descripto la diversión, lo crepuscu­
lar, lo fúnebre, lo lúgubre, lo insólito, como las categorías estéticas
por excelencia de la muerte, mientras que lo fantástico, lo maravi­
lloso, lo demoniaco, lo infernal, lo apocalíptico, lo macabro, lo diabó­
lico, serían las categorías del más allá? 6 Así, la vida moderna aporta
cierto número de elementos (creencias, técnicas, actitudes) que obli­
gan al hombre de hoy a revisar sus posiciones seculares con respecto
a la muerte. Las guerras no fueron jamás tan destructivas como-las
de hoy, ni tan dramáticas las amenazas de la contaminación ambien­
tal o de los desechos nucleares, ni tan onerosa y arriesgada la carrera
armamentista; pero además el desprecio del hombre por el hombre
se ha hecho más manifiesto (ecocidio, genocidio y etnocidio; au­
mento de la criminalidad, de los accidentes de trabajo y de tránsito;
extensión de la explotación capitalista, obsesionada por el costo de la
vida, y que no deja de mercantilizar a la muerte misma).
Además, y por razones que desbordan las exigencias económicas,
el hombre es privado de su muerte: muere solo, en el asilo o en el
hospital, sin preparación psicológica (existen manuales de compor­

5 R. Jaulin, L a mort sara, Plon, 1967, p. 64.


6 M. Guiomar, Principes d'une esthétique de la mort, J Corti, 1967.
10 PREFACIO

tamiento sexual, pero no los hay para enseñar el arte de bien morir);
los funerales y los ritos del duelo van siendo escamoteados;7 la acu­
mulación de cadáveres se vuelve molesta, mientras que los cemente­
rios plantean a los urbanistas problemas de la mayor complejidad. El
sabio, por su parte, subraya la insuficiencia del conjunto tradicional
de pruebas del deceso (paro del corazón y de la respiración) y otorga
prioridad a la ausencia total de actividad cerebral -confirmada por
un trazado llano en el electroencefalograma-, para demostrar una
falta completa de todo reflejo durante un “tiempo considerado sufi­
ciente”. ¿Y qué pensar de la definición cristiana, la muerte es la sepa­
ración del alma y el cuerpo? ¿Cómo interpretar, si no es en términos
simbólicos, la sentencia del Eclesiastés (X II, 7): “Y el polvo se torne a
la tierra, como era, y el espíritu se vuelva a Dios que lo dio”? Se
efectúan cambios, se presentan otras perspectivas, nos son prometi­
das otras esperanzas: las pompas fúnebres se transforman en servi­
cios tanatológicos; se crean complejos funerarios (athanées); una
deontología nueva se incorpora a la legislación (injertos, donaciones
de órganos, transporte de cadáveres); los tanatoprácticos limitan los
efectos degradantes de la tanatomorfosis y facilitan así el trabajo del
duelo; la Iglesia levanta sus prohibiciones con respecto a la crem a­
ción y ya aparece en la lejanía hipotética la posibilidad de la criogeni-
zación y de la reanimación.

D e f e n s a d e u n a a n t r o p o t a n a t o l o g ía

Los problemas de la muerte atañen a géneros específicos de persona­


jes muy variados: el teólogo y el filósofo, el psicólogo, el psicoanalista
y el psiquiatra; el biólogo y el bioquímico; el demógrafo y el soció­
logo; el jurista, el criminólogo y el economista; el artista y el crítico
de arte; el historiador y el geógrafo; sin olvidar al sacerdote, al mé­
dico -y a sea el técnico de la salud o el que se dedica a la medicina
legal-, el asegurador, el empleado de los servicios tanatológicos, los
enfermeros, los urbanistas. En general, cada individuo percibe a la
muerte, la del otro, eventualmente la suya, según una óptica propia
que proviene de su profesión (por lo tanto de su código deontoló-
gico), del orden de sus preocupaciones intelectuales, de su ideología
o de la del grupo al que se integra. De ese modo, sólo aporta al

7 La evolución de los calendarios resulta rica en enseñanzas a este respecto. Antes, el 2 de


noviembre figuraba en ellos como la Festividad de los Muertos; después se convirtió más pro­
saicamente en el Día de los Muertos. Hoy se conforma con un término lacónico, “Difuntos”,
cuya sequedad no deja de aludir a un orden nuevo.
PREFACIO II

enfoque del problema de la muerte una visión fragmentaria, que


puede ser interesante, incluso original, pero no suficiente para una
comprensión exhaustiva del problema.
De modo que si queremos salir, com o dice E. Morin,8 de la “in­
sistencia machacona en la muerte, del ardiente suspiro que espera la
dulce revelación religiosa, del manual de serena sabiduría, del en­
sayo patético, de la meditación metafísica que exalta los beneficios
trascendentes de la muerte, cuando no gime por sus perjuicios no
menos trascendentes; si queremos salir del mito, de la falsa eviden­
cia, de los falsos misterios, es preciso ‘copernicizar’ la muerte. Esto
significa que nuestro propósito no debe tender únicamente a una
descripción psicológica, sino a una ciencia total que nos permitirá
conocer simultáneamente la muerte p o r el hombre y el hombre por
la muerte”.
Precisamente, la antropología quiere ser la ciencia del hombre por
excelencia,9 que busca las leyes universales del pensamiento y de la
sociedad, tomando en cuenta las diferencias espacio-temporales, con
el fin de justificarlas tratando de reducirlas a modelos universales y
abstractos, a esquemas explicativos lo más generales que sea posible,
sin descuidar p or ello lo más que se pueda la referencia al mundo no
humano. Se trata, en suma, de situar al hombre no sólo en función
de los sistemas socioculturales que él se ha dado hic et nunr, sino
también en tanto que “momento” —a sus ojos privilegiado- en la
aventura universal de la vida. El hom bre, comparado con el animal,
es ante todo un manipulador ¡constructor (homo faber) y -estaríamos ten­
tados de agregar- un fabricante de arm as que matan. Con él vemos
ampliarse la función lingüística (homo loquaxf gracias a un lenguaje de
doble articulación: jamás llegó tan lejos e( dominio de la relación
significante-significado. Hasta aquí, sin embargo, no habría propia­
mente una ruptura, una solución de continuidad: las diferencias con el
animal, por importantes que parezcan, no son de naturaleza, sino del
orden de las acentuaciones. El animal, en efecto, se muestra a veces
capaz de inteligencia fabricadora y no ignora algunas técnicas de
comunicación. Pero queda otro rasgo distintivo, quizás más proce­
dente: se podría decir que el hombre es el animal que entierra a sus
muertos. ¿H abría que hablar, entonces, de “brecha bioantropoló-
gica” 10 que introduciría una verdadera especificidad del hombre? La
actitud frente a la muerte -y al cad áv er- ¿no sería en definitiva ese

8 L'homme et la morty Seuil, 1970, p. 16.


9 O más modestamente, el tronco común de todas las ciencias humanas, o el medio para su
eventual síntesis,
10 La expresión es de E. Morin.

. ...................................................................
12 PREFA CIO

rasgo natural mediante el cual el hombre escapa parcialmente de la


naturaleza y se vuelve un animal culturalizado? 11 “Lo que llamamos
la cultura de un pueblo en parte no es más que el esfuerzo que éste
realiza por reintegrar a su propia vida común la materialidad del
cadáver, los huesos liberados de lo que representa sin embargo la
vida, la carne, y conjurar sus efectos destructores: a la destrucción
nihilista de una naturaleza de la que Darwin dice que mata más que
conserva, las sociedades responden con la descomposición controlada
del soporte real de la vida, la carne. La momia, el esqueleto, el crá­
neo vaciado, metáforas primarias, representan lo que no es visible ni
palpable en la realidad humana, sus creencias, sus valores, su ‘cul-
tura’.”' 2
La antropología tanatológica debe ser necesariamente com para­
tiva, pues busca la unidad del hombre en la diversidad; o mejor to­
davía, construye la universalidad a partir de las diferencias. De ahí la
necesidad de las comparaciones. Y en este aspecto tuvimos que optar
entre tres posibilidades. O bien poner frente a frente lo rural (ar­
caico) y lo urbano; peroí se corre el riesgo de no llegar muy lejos,
dado que hoy asistimos a la urbanización acelerada de los campos. O
bien confrontar, para Occidente, un periodo históricamente supe­
rado con el de hoy; y a este respecto se cuenta con estudios preciosos
(M. Voyelle, Pieté baroque et déchristianisation en Provence au X'VIII‘ síe-
cle; F. Lebrun, Les hommes et la mort en Anjou aux XVIIe siecle et XVIII1
siecle), pero notoriamente insuficientes en número 13 y bastante poco
diversificados en cuanto a épocas y zonas geográficas. Nos quedaba
un último método, y es el que elegimos: intentar una comparación
entre una sociedad arcaica actual sobre la que estemos bien informa­
dos (el mundo tradicional 14 negro-africano) y la sociedad industrial,
mecanizada, productivista (la nuestra).

11 En cuanto a esto, se podría afirmar que entre las especies animales vivas, la humana es la
única para quien la muerte está omnipresente en el transcurso de la vida (aunque no sea más
que en la fantasía); la única especie animal que rodea a la muerte de un ritual funerario
complejo y cargado de simbolismo; la única especie animal que ha podido creer, y que a me­
nudo cree todavía, en la supervivencia y renacimiento de los difuntos; en suma, la única para la
cual la muerte biológica, hecho natural, se ve constantemente desbordada por la m uerte como
hecho de cultura.
12 J . Duvignaud, Le langage perdu, p u f , 1973, pp. 275-276.
13 M. Voyelle, Mourir autrefois, Gallimard-Julliard, 1974, distingue con razón entre la muerte
ocurrida, que corresponde a la demografía; la muerte vivida, propia de la experiencia individual;
y el discurso sobre la muerte, que constituye un documento histórico y revelador de las mentalida­
des de una época.
14 No hay que engañarse en cuanto al sentido de la palabra “tradicional”. En algún caso,
denota sólo la idea de pureza, de autenticidad, de especificidad, situada™ varietur fuera de los
PREFACIO 13

Este camino sólo tiene un valor de ejemplaridad y no permite una


generalización. Pero nos hace posible poner más en relieve nuestras
notorias divergencias en cuanto a las creencias, las actitudes y los
ritos, tanto en el plano individual como en el de las colectividades.
De todos modos, y a pesar de las diferencias espacio-temporales, no
se dejan de encontrar algunas constantes. Por ejemplo, el horror al
cadáver en descomposición (que toma en nuestros días el pretexto de
la higiene); la asociación entre la muerte y la iniciación (sobre todo
en caso de g u erra); el prestigio otorgado a la m uerte-fecunda
(arriesgar la vida, dar su sangre por la patria, por la fe, por el ideal
político); el mantenimiento de la muerte-renacimiento (el hombre se
sobrevive por la herencia cromosómica; se preocupa de legar su
nombre; esperanza del más allá para el creyente); importancia otor­
gada a la muerte maternal (am or a la Tierra Madre, donde se espera
ser inhumado: “La tierra, escribe E. Morin,15 es maternizada como
sede de las metamorfosis de la muerte-nacimiento por una parte, y
como tierra natal por otra”); el lugar de la muerte en la vida econó­
mica (oficios de la muerte) o en el arte fúnebre (la muerte en el arte
y el arte en la muerte); las relaciones entre muertos y vivos (ocul­
tismo y espiritismo, creencia en el alma inmortal, fiesta anual de los
muertos, culto de los santos, sustitutivo del culto de los antepasados)
tales son, a pesar de las modificaciones provocadas por las diferentes
condiciones de vida, las supervivencias “primitivas” en la civilización
de hoy (salvo que haya que hablar, siguiendo a C. G. Jung, de los
arquetipos universales o infraestructuras permanentes del incons­
ciente colectivo).
De ese modo, detrás de la disparidad de ciertos comportamientos,
se pueden advertir intenciones idénticas. Veamos el ejemplo de lata-
natomorfosis. Frente a los estragos de la descomposición, “todas las
condicionamientos sociohistóricos. Por “tradicional” se entiende el conjunto de prácticas que,
en el curso de una cierta época suficientemente alejada y extendida, han arraigado profunda-
mente hasta convertirse hoy en hábitos, incluso en automatismos, que por eso mismo no son en
absoluto cuestionados.
Actualmente se ha producido un deslizamiento semántico del térm ino “tradicional”: apenas
empieza a considerarse tal a partir del momento en que las prácticas hasta entonces convencio­
nales se muestran inadaptadas o no operacionales con relación a la adopción de un género de
vida relativamente nuevo, debido al contacto de otras culturas con las técnicas más avanzadas
(condiciones externas) o por transform aciones internas cualitativas, o.p or ambas a la vez. A.si,
ciertos aspectos de la primera cultura, por su inadecuación con las prácticas nuevas, se convier­
ten en sectores tradicionales, que a veces entran en decadencia en un plazo más o menos breve
y terminan en el museo del folklore. En cambio, las civilizaciones “tradicionales negro-
africanas, a pesar del efecto colonial, han conservado una asombrosa vitalidad, especialmente
en el medio rural.
15 E. Morin, L ’homme et la tnorl dans l'histoire, Seuil, 1971, p. 121.
14 PREFACIO

comunidades humanas han reaccionado tratando de invertir los tér­


minos de la despiadada ecuación: el doble enterramiento, que H.
Hertz atestigua en un gran número de sociedades humanas, le pide a
la tierra que cumpla un acto de descomposición, que permitirá de­
senterrar al esqueleto despojado de la carne y reintegrarlo a la co­
munidad como único símbolo invertido de lo que perdura, el hueso,
la parte de la tierra que hay en nosotros. Las máscaras esculpidas de
la Polinesia, las cabezas reducidas de los jíbaros, persiguen sin duda
ese mismo efecto. Las momias de Egipto, del Perú, de México, ¿no
son también una tentativa de ‘endurecer’ la muerte? La figuras de los
muertos ¿no son, como lo cree Marcel Mauss, la primera imagen
(cierto que reservada a una élite, que es siempre más rara que el nú­
mero de hombres de un grupo) de la imagen de la persona indivi­
dual? La ingestión del cadáver familiar que se practicaba entre los
pueblos del río Sepik, al igual que la antropofagia mística de los anti­
guos incas, también comprobada entre los indios tupi; la comunión
cristiana, que implica un canibalismo místico de la carne y de la san­
gre del fundador, muestran que la primera metáfora, el primer sím­
bolo, nace con este esfuerzo por integrar la muerte a la vida colec­
tiva; que el conjunto de las representaciones, los ritos, las creencias,
consiste en remplazar las partes blandas y corrompidas del cuerpo
por una cosa dura, identificable con la naturaleza, y que sería el
hueso, el cráneo vaciado, cualquiera que sea el modo de destrucción de
la carne”.16
¿No es curioso com probar que el hombre moderno recobra, muta-
tis mutandis, ciertos comportamientos arcaicos que había perdido? La
técnica del nicho funerario recuerda la elevación de cadáveres que
practican los indios de Alaska y los alakafufes de la Tierra del Fuego;
la tanatopraxis de los americanos, que “presentifican” el cadáver (es
bien conocido el ejemplo del P. D. G. difunto, sentado en su oficina,
al que se le llega a rendir homenaje), no deja de evocar las prácticas
negro-africanas en que el muerto preside sus propios funerales. La
criogenización, que interrumpe la degradación biológica del cuerpo
mediante su conservación a baja temperatura, es la forma nueva que
toma la expectativa de resurrección para el muerto americano. El
movimiento de propaganda en favor de la cremación confiere un
sentido nuevo a una de las técnicas más antiguas conocidas por la
humanidad y que el cristianismo y el Islam habían proscrito riguro­
samente. En fin, el colectivismo marxista enriquece y profundiza el

16 J . Duvignaud, op. cit., 1973, p. 275.


PREFACIO 15

principio de no individualización de la persona, sobre el que repo­


saba el optimismo de la mentalidad arcaica.17
Unidad-especificidad del hombre (en y a pesar del pluralismo cul­
tural) revelada por el estudio de la muerte; unidad de las “ciencias
de la m uerte”, tal debería ser el doble objetivo de la antropolanato-
logía. Algunos considerarán presuntuosa esta tentativa en el estado
actual de nuestros conocimientos, y tendrán razón. Sin embargo, la
empresa m erece intentarse. Cuando menos ofrece la ventaja de
promover una tentativa de reunir todo nuestro saber sobre el proble­
ma. Pero puede ir más lejos todavía. El simple hecho de que la muerte
haya sido tratada hasta aquí, en Occidente, de una manera inconexa
y como realidad reductible a un punto, permite comprobar hasta qué
punto se ha impuesto la prohibición que pesa sobre ella.18 Debemos
esperar que un procedimiento unitario desemboque en un antroposo-
fía , síntesis del arte de bien vivir y bien morir. El hombre, si conoce
mejor la muerte, no se desvelará más por huir de ella u ocultarla.
Apreciará mejor la vida; la respetará antes que nada en los otros.19

17 Nuestro punto de vista se suma también al de J . Duvignaud, para quien la antropología


“se dedica a definir la coherencia y permanencia interna y lógica de lo corruptible, de la carne
en su elasticidad viviente, cuerpo y cerebro” ; y también se esfuerza “por representar los ele­
mentos de relación, las imágenes y formas de la existencia impalpable, invisible, cuyo único
soporte es lo que se disuelve necesariamente, y la sociedad muere cuando toda carne m uere”.
La antropología prosigue, pues, un trabajo “que las sociedades salvajes emprenden y que las
sociedades industriales, para las cuales el hom bre es ¡tin elemento del mercado económico, un
producto del que nos desembarazamos científicam ente, sólo pueden cumplir a través de las
sublimaciones simbólicas y conjuratorias de los cem enterios, de los velatorios, de los entierros
higiénicos” (op. cit., 1973, p. 276).
|B ¿No es significativo que en Francia haya un Instituto de la Vida y no haya todavía un
instituto de la muerte?
Aquí es preciso recordar la advertencia d e Madame de Sévigné en su cana del 23 de febrero
do 1689:
“¡Cómo será nuestra ceguera que, aunque avanzamos sin cesar hacia nuestro fin y cada vez
somos más muertos que vivos, esperamos los últimos suspiros para sentir lo que la sola idea de
la muerte debería inspirarnos en todos los momentos de la vida!”
19 A pesar del tabú de la muerte —o quizás a causa de é l- se asiste hoy a un resurgimiento de
las investigaciones sobre la muerte. Véase a este respecto A. Godin, “La mort a-t-elle changé?”,
en Mort en Présenes, estudios de psicología presentados por A. Godin, Les Cahiers de Psych.
relig., 5, “ Lumen Vitae", Bruselas, 1971. El autor habla de un “aumento espectacular” de los
estudios sobre este tema. Entre los títulos registrados anualmente en el Psychological Abstract,
“el número de trabajos catalogados por la palabra death alcanzaban entre 1948 y 1964 alrede­
dor de un promedio de diez (los extremos fueron cinco en 1948 y 17 en 1960), pero saltaron
súbitamente a 34 en 1965, 68 en 1968, 5 4 en 1969, aunque el índice de 1970 batió todas las
marcas, con 147 registrados”, pp. 233-234.

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P r im e r a P a r t e

LA MUERTE ES EN PLURAL

Se ha dicho que la vida 1 es el conjunto de funciones que resisten a la


muerte. Definición tautológica, sin duda, pero no desprovista de
verdad. Desde el punto de vista biológico, la resistencia del ser vivo a
la agresión es sorprendente (ya, y sobre todo, al nivel de los seres
unicelulares): reacciones de huida o tactismo; educabilidad y pro­
ducción de toxinas o anticuerpos; enlentecimiento del quimismo vital
o fenómenos de “vida latente” comandada por la deshidratació»
(fenómeno de anabiosis que se encuentra entre los rotíferos, los tar­
dígrados, los anguilúlidos), con o sin fabricación de membranas pro­
tectoras, quistes o esporas, e incluso de caparazones; inmovilización
refleja ante el enemigo, etc. Tan es así que muchos autores llegan a
hablar de inmortalidad protoplasmática, o en un plano más general
pretenden que sólo habría muerte accidental.
Desde el punto de vista psicológico, el instinto de vida (también se
dice impulso de vida y, en un sentido más restrictivo, impulso ae
autoconservación) sería tan poderoso que hasta el propio suicidio, en
último análisis, aparecería como un himno a la vida. Sin embargo, no
deja de aparecer frecuentemente un cierto conflicto entre la pulsión
de conservación propia del individuo y la pulsión de conservación de
la especie, en cuyo caso siempre termina por imponerse ésta, tal
como si las manifestaciones individuales de la vida 2 debieran darle
irrecusable preminencia a la potencia universal de la especie conside­
rada como un todo (teóricamente) inmortal.3 Esto podría explicar en
parte por qué y cómo las sociedades se han construido sistemas pro­
tectores, especialmente a nivel de los ritos y las creencias (lo imagina­
rio), para darse la ilusión de la perennidad, o en todo caso para re­
mitir la perennidad.de un múñelo a otro (supervivencia más allá).
Queda planteada de todos modos la pregunta fundamental: ¿qué
es la muerte? ¿Se la puede definir? ¿Tiene un sentido el concepto de
1 La expresión es de Bichat. O tras definiciones no van tan lejos. La de Littré: “La muerte es
el fin de la vida”; la de la Enciclopedia: “La vida es lo contrario de la m uerte.”
2 Santo Tom ás declaraba que “el animal, limitado a la captación de lo concreto sensibie, sólo
puede tender a lo concreto sensible, es d ecir únicamente a la conservación de su ser hic et
nunc".
3 El animal que “vive sin conocer la m uerte”, por ello “disfruta inmediatamente de toda la
inmortalidad de la especie, y sólo tiene conciencia de sí como un ser sin fin”, escribía A. Scho-
penhauer (El mundo como voluntad y representación, p u f , t. III, p. 278).
17
18 LA M U E R T E E S EN PLURAL

m uerte? ¿Es un concepto unívoco? ¿No habría que hablar más


bien de la muerte en plural, ya se trate de la muerte en su esencia o
de las maneras de morir o de hacer morir? ¿Hay que poner en el
mismo plano al animal y al hombre? ¿Al individuo y al grupo? ¿In­
cluso a la institución? Tales son las principales preguntas sobre las
que trataremos de esbozar una respuesta.
I. M U E R T E F ÍS IC A Y M U E R T E B IO LÓ G IC A

en su Historia natural, declara en términos simples y profun­


B u ffo n ,
dos: “La muerte, este cambio de estado tan señalado, tan temido, en
la naturaleza es sólo el último matiz de un estado precedente.” 1 T o ­
camos aquí de entrada un problema capital: ¿la muerte no es más
que el precio del cambio/degradación, ya se trate del individuo vivo
(nacimiento —> desarrollo —> estancamiento —» decrepitud —» muerte)
o de la especie (en este punto las ciencias históricas: arqueología y
paleontología, prehistoria, evolucionismo biológico, nos llaman a la
mayor modestia), o incluso de los fenómenos físicos (como la entro­
pía)? La cuestión reside en saber si la inmutabilidad es el principio
por excelencia del Ser o de la Vida (como lo estiman los teólogos) o si
aparece como una terminación, la del desgaste (en el sentido en que
se habla de un astro muerto). En todo caso, tal como anotaba Berg-
son en La evolución creadora, las língulas y los foraminíferos no pasan
por ser las formas de vida más ricas.
Si nos detenemos brevemente a considerar la muerte física y la
muerte biológica, quizás aparezcan mayores precisiones sobre este
punto.

La m u e rte f ís ic a

Con demasiada frecuencia las definiciones 2que se proponen de la


muerte sólo consideran al ser vivo animal o vegetal: 2 con esa manera
de ver corremos el riesgo de ocultar, si no lo fundamental, cuando
menos un aspecto capital de la cuestión. Ante todo se nos abren dos
perspectivas: la primera se refiere al mundo físico propiamente di­
cho, la segunda nos introduce ya en la antropología social.

1 En una perspectiva más práctica, recordemos la actitud de I^’Alembert (Carta al rey de


■Prusia, del 29 de ju n io de 1778): “La muerte, hijo mío, es un bien para todos los hombres; es
como la noche de ese día inquieto que se llama la vida.”
2 Especialmente el Grand luirousse, que ve en la m uerte “el cese completo y definitivo d e !a
vida de un anima! o de un vegetal”. O el (¿uillet, que hybla de “fin de la vida, cesación definitiva
de las funciones corporales”. O también, pero desde una perspectiva mucho más satisfactoria,
Claude Bernard: “Si quisiéramos expresar -escribió en 1875- que todas las funciones vitales
son la consecuencia necesaria de una combustión orgáijica, repetiríamos lo que ya hemos
enunciado: la vida es la muerte, la destrucción de los tejidos, o bien diríamos con Buffon: la
vida es un minotauro, que devora al organismo.” Sin volver a los errores del animismo, ¿por
qué desdeñar la evolución de las radiaciones, de la energía, de las estrellas, de los átomos?
19

L
20 LA M UERTE ES EN PLURA L

La muerte física stricto sensu

Luego de un periodo de desgaste más o menos largo, que puede ir


desde una bilionésima de segundo hasta miles de años, los fenóme­
nos del mundo físico -se nos dice- tienden hacia la muerte. Fue en el
transcurso del siglo xix, con el segundo principio de la termodiná­
mica, que hizo su aparición esta idea, la cual, llevada al extrem o,
concierne al universo entero, con la condición de precisar que esa
muerte no tiene nada de definitivo (¿habría aquí un fundamento,
inesperado y puramente simbólico, de la inmortalidad?). Se ha dicho
que esa muerte sólo sería “estadística y probabilística”; que sólo se
refiere a un “devenir únicamente asintomático”. En este sentido, pre­
tender que el universo tiende hacia su muerte no significa otra cosa
que el proceso de homogeneización de la energía.
Como escribió St. Lupasco: “En la interpretación de este Segundo
Principio por la estadística d£ Gibbs-Boltzman, la degradación mortal
de la energía es el pasaje cíe una heterogeneidad, en cuanto orden
inicial, hacia un desorden molecular equivalente a una homogenei­
dad, donde la agitación desordenada neutraliza todo aconteci­
miento.” 3 Y prosigue el autor: “A decir verdad, la noción de muerte es
relativa: con referencia a la vida, la homogeneización constituye una muerte.
Pero con referencia a esta evolución, mandada por el Principio de
Clausius, y que a su vez podría llamarse la vida, la vida física, la
heterogeneización es una expectativa de muerte.” 4 De este modo, la vida
permanece en el seno de la potencialización, mientras que la muerte
camina hacia la actualización. O si se prefiere: realizar es vivir, por­
que es manifestar el poder energético, pero es ya morir puesto que la
energía se mecaniza o se cosifica en un producto necesariamente en
equilibrio. Sin embargo la ecuación materia-energía queda en pie; y
ello se sabe teóricamente desde Einstein (E = me2) y empíricamente
con los trabajos sobre la desmaterialización del par electrón-positón.
Volvamos a St. Lupasco. “Se comprende entonces, merced a las
leyes esta vez realmente ‘naturales’ de la energía, que no puede no
haber lucha contra la muerte por parte de la materia viva, en todos
los sectores de la biosfera, así sean pequeños y simples o vastos y
complicados; y que la muerte no puede no existir, a título constitu­
tivo de la energía misma. Y sin embargo, hemos visto que la muerte
no puede actualizarse rigurosamente, existir en toda su plenitud y
actividad, y esto también en virtud de las leyes mismas de la energía,

3 St. Lupasco, Du reve, de la mathématique et de la mort, Ch. Bourgois, 1971, p. 166. Las cursi­
vas son nuestras.
4 St. Lupasco, pp. 166-167.
M UERTE FÍSICA Y M U E R T E BIOLÓGICA 21

cuyo antagonismo y contradicción impiden a la vez la homogenei­


dad, considerada como fenómeno de muerte, y la heterogeneidad,
entendida como fenómeno de vida, de logro de una realización úl­
tima. El Segundo Principio de la Termodinámica y algún principio
anti-Clausius, derivado del principio de exclusión, operan para im­
pedirlo. Tal es el estatuto de la noción de muerte: es sólo un pasaje
de una cierta potencialidad a una cierta actualización, pasaje inma­
nente a la naturaleza misma de la energía, por lo tanto de toda cosa,
sin que jam ás se pueda cumplir por entero.” 5
Se nos remite, pues, a la dialéctica incesante entre la homogenei­
dad y la heterogeneidad, y por eso mismo a los procesos de contra­
dicción y antagonismo constitutivos de la energía. De ahí resulta que
en última instancia “nada puede existir si todo es homogéneo. La
heterogeneidad resulta de ese m odo indispensable, no solamente
para la vida, como se ha visto, sino para toda cosa existente, o que
pueda existir, por lo menos para nuestra representación del mundo.
A su vez, tampoco podría existir una heterogeneidad infinita, sin ho­
mogeneidad con respecto a la cual se definiría.
“Por más lejos que se lleve la diversificación, la diferencia, sí no hay
más cosa que diferenciar, desaparece también, como ocurre en el
cálculo infinitesimal donde su infinitud hace que aquella diversifica­
ción se desvanezca en la homogeneidad absoluta del continuo. He­
mos visto que esta hipótesis es sólo una sublimación, por lo demás
muy aprovechable, dictada por la lógica de identidad, pero en reali~
dad imposible en virtud de la lógica antagonista y contradictoria de
la energía.”8
Se aprecia entonces toda la distancia que separa a la lógica clásica
(sólidamente asentada sobre los principios de identidad, de no con­
tradicción, del tercero excluido), con su finalidad puramente reduc-
tora (reducción de las diferencias “aparentes” en beneficio de las
identidades profundas), por lo tanto “lógica del de la terminación
-imposible en su absolutividad- del devenir físico de homogeneiza­
ción total y absoluta”,7 o si se prefiere “lógica de m uerte”; de la lógica
moderna de dialéctica antagonista (complementariedad), nacida sobre
todo a partir de una reflexión sobre las ciencias cuánticas, particu­
larmente de las relaciones de incertidumbre de Heisenberg (com­
plementariedad de las coordenadas geométricas y dinámicas de la
partícula -en este caso, el electrón-, que incitan a superar el princi­
pio del tercero excluido: de ahí la lógica de P. Fevrier), del principio
5 St. Lupasco, op. cit., pp. 173-174.
6 íbid., p. 204.
7 Ibid., p. 168.
22 LA M U E R T E ES EN PLURAL

de los indiscernibles (complementariedad individuo/sistema, puesto


de relieve por Fermi, Dirac, L. de Broglie, que hacen poco probable
la aprehensión de la identidad puesto que no se puede seguir la par­
tícula en el tiempo), o del principio de exclusión de Pauli (en un
mismo sistema, imposible encontrar dos estados cuánticos idénticos,
lo que lleva a redefinir la doble noción de objeto y de red).
Igualmente, el carácter altamente dinámico de la “filosofía del no”
d e Bachelar (lógica no aristotélica, álgebra no arquimediana, física
no laplaciana, química no lavoisieriana, mecánica no newtoniana,
etc.) nos introduce precisamente en el seno del antagonismo y de la
lógica de vida no identificadorá.8
Tales observaciones conducen sin ninguna duda a una nueva ca­
racterización de la muerte, que se hace ahora sinónimo de reducción
homogeneizadora por ausencia de complementariedad antagonista: la
entropía, la degradación de lo biológico en lo físico son sus manifes­
taciones tópicas. Así la muerte “está presente de una manera general
en el universo físico que la ciencia percibe, bajo forma de homoge­
neización y, en nuestra materia biológica, en forma de consumo y
recurso limitado de energía de heterógeneización, que hace caer al
sistema vital en el sistema físico”.9
Esta manera de ver las cosas interesa directamente a la antropolo­
gía social: no solamente “el reposo es la muerte”, como recordaba
Pascal siguiendo a los estoicos,10 sino que también las sociedades de
hoy corren el riesgo de perecer por exceso de homogeneización,
de identidad reductora.11 Así la civilización mundial del mañana-que
8 Nada nos impide creer que la noción de azar tiene sus fuentes en nuestras diversas cien-
cías. En efecto: “Yo creo que la noción de azar sirve para explicarnos el surgimiento de todas
estas heterogeneidades, por un entendimiento que no solamente no las contiene, en su lógica
de identidad y de no contradicción, sino que, como lo muestra la experiencia, no puede volver
a ligarlos a la identidad por alguna causalidad, que por lo tanto queda así sin ningún lazo -y
entonces la sola causalidad posible es la del antagonismo, y el único determinismo el de lo
contradictorio, que este entendim iento no posee, despojado de autoridad sin crítica previa.”
“Lo manifiesta así una tendencia poderosa y general de este emcndimieiUo: se acepta fácil­
mente que toda esta extraordinaria heterogeneidad sistemática que engendra el dna, deriva de
nada, es decir de una homogeneidad fundamental de la energía, y que se disuelve en ella
naturalmente.” (St. Lupasco, pp. 177-178.)
9 St. Lupasco, op. cit., p. 169. Esta caída no sólo explica la cruel advertencia del Testamento:
“Recuerda, oh hombre, que tú eres polvo y que al polvo retornarás” que cantan los cristianos
durante la ceremonia de ceniza en la Semana Santa, sino también el proceso de descomposi­
ción de los cadáveres: jes toda la diferencia entre el cuerpo que se broncea en la playa y la
carroña que se corrompe bajo ese mismo sol!
10 Diríamos que por eslo la jubilación es ya la antecámara de la muerte, y no es sólo por
razones económicas que a menudo los jubilados buscan “algún trabajito”.
11 Véase E. Enrique, L e pouvoiret la mort, Topique, 11-12, “T em ps, affect: interrogations”, p u f ,
1973, p. 166 y ss.

- 1.1 n 1 1 nii i b i
M U ERTE FÍSICA Y M U E R T E BIOLÓGICA 23

no dejará de surgir como consecuencia de las facilidades de comuni­


cación, de la presión de los medios de comunicación de masas y de la
potencia económica de las naciones dominantes (en el sentido del
imperialismo)- sólo podrá resultar de la colaboración de culturas,
que tome en cuenta sobre todo “la distancia diferencial que presen­
tan entre sí”, para retormar la expresión de Lévi-Strauss.

La muerte de los objetos

Hablaremos aquí, más especialmente, de los objetos fabricados, ya se


trate de elementos de consumo cotidiano o de obras de arte propia­
mente dichas. En la medida en que estos objetos simbolizan una civi­
lización dada, conservarlos equivale a preservar (algo de) esta civili­
zación, poco importa que ella sea de ayer o de hoy: la salvaguardia
de Venecia o el desplazamiento de los monumentos del Alto Egipto
-hablaremos de ello más adelante- no tendría, si no, ningún sentido;
máxime que, como decía Goethe, “la obra maestra del hombre es
perdurar”. A este respecto, el destino de los objetos, dejando de lado
su vulnerabilidad (fragilidad de los materiales, desgaste natural, ca­
tástrofes telúricas, guerras y destrucciones iconoclastas) puede ser
visto en dos direcciones.
No podemos extendernos demasiado sobre la primera: la situación
de los objetos en las colecciones y museos, cuyo aspecto ambiguo, sin
embargo, m erece mencionarse. Ciertamente el museo es “la iglesia
de los coleccionistas”, y la colección es para su propietario “un ser
vivo”. Sin embargo, la colección privada de alguna manera m ata al
objeto al restringir el número de contempladores; con más razón si
su dueño, más especulador que espectador, deposita sus obras de
arte en una caja de caudales o en una cámara acondicionada p ara la
mayor seguridad. Además, la pasión del coleccionista “a menudo es
sólo un disfraz, una ostentación que oculta ciertas debilidades hum a­
nas de los que han sido colmados por la fortuna. Muchos buscan en
el acto de coleccionar un clima de clandestinidad, de ocultamiento, el
que hubieran podido crear si hubieran tenido una relación culpa­
ble”.12 Muchos otros buscan en el fetichismo del objeto una satisfac­
ción narcisista mal disfrazada, a veces próxima a la perversión se­
xual,13 mientras que su manía de atesorar se emparenta sin ninguna

n M. Rhcims, ¡j¡. vit1 /'traiigc des objHs, 10/18, 19(i3, p. 38.


1,1 “La eficacia (le este sistema posesivo eslá directamente ligada a su carácter regresivo. Y
esta regresión está ligada al modo mismo de la perversión. Si en materia de objetos la perversión
aparece de la m anera más clara en la forma cristalizada del fetichismo, nada impide v er a todo
24 LA M UERTE ES EN PLURAL

duda con la avaricia: hay numerosos coleccionistas de tipo “enterra­


dor” en quienes Freud habría denunciado la marca de conflictos
muy antiguos o la compulsión de la etapa oral.
Por otra parte, los museos cooperan sin duda en la conservación
(aunque hay excepciones) y el mejor conocimiento de los objetos;
pero con el riesgo excesivo de cosificarlos, de desrealizarlos, espe­
cialmente por separar al producto de sus funciones y sus orígenes
socioeconómicos. Esto es así muy particularmente en el caso de las
piezas africanas.' La razón es simple: la máscara, por ejemplo, apar­
tada de la danza, de la acción ritmada, no es más que cosa muerta;
privada del sentido que le confiere el verbo, se vuelve sólo cosa
inerte. “La denominación confiere al danzante y a la máscara un ca­
rácter sagrado cuya profanación puede acarrear la muerte del sacri­
lego. Por el contrario, reducida a sí misma, tal como se la puede ver
expuesta en una vitrina de museo, una máscara es co sa[.. .]: un sim­
ple pedazo de madera, objeto manufacturado hecho de hueso o de
piel o de cuero o de bronce,” 14
Pero el carácter decididamente mortífero de la sociedad actual se
revela con toda claridad en el objeto de consumo cotidiano. Para
decirlo con más exactitud, los que se consumen “no son jamás los
objetos sino la relación misma -manifiesta y ausente, incluida y ex­
cluida a la vez-; es la idea de la relación la que se consume en la serie'
de objetos que la da a conocer. La relación no se experimenta ya: se
abstrae y es abolida en un objeto-signo en el que se consume”.15 Me-

lo largo del .sistema cómo, al organizarse según los mismos fines y los mismos modos, la pose­
sión/pasión del objeto es, digamos, una form a atemperada de la perversión sexual. En efecto, así
como la posesión ju eg a sobre el discontinuo de la serie (real o virtual) y sobre la elección de un
término privilegiado, la perversión sexual consiste en el hecho de no poder captar al otro como
objeto de deseo en su totalidad singular de persona, sino solamente en el discontinuo: el otro
se transforma en el paradigma de las diversas partes eróticas de su cuerpo, con cristalización
objetal sobre una de ellas. Esta mujer no es ya una mujer, sino sexo, senos, vientre, muslos, voz
y rostro: con preferencia alguno de ellos en particular.” J . Baudrillard, Le systeme des objets. La
consommation des signes, Denoél, Gonthier, 1968, p. 120; véase también p. 106 y ss.
14 Janheinz Ja h n , Muntu, Seuil, 1961, p. 195. En el mismo orden de ideas, L. V. Thom as, P.
Fougeyrollas, L'art africain et la société sénégalaise, Dakar, Fac. Lettres, 1967, p. 195 y ss. J . Du-
vignaud nos habla igualmente del museo “imaginario o real, donde se ordena el mundo
muerto, donde lo corrompido se convierte en hueso, se hace arqueología”, Le langage perdu,
m-\ 1973, p. 277.
15 J . Baudrillard, op. cit., 1968, p. 234. El autor precisa: “El consumo no es ni una práctica
material, ni una fenomenología de la ‘abundancia’; no se define ni por el alimento que se di­
giere, ni por la vestimenta que se lleva, ni por el automóvil que se utiliza, ni por la sustancia
oral o visual de las imágenes y los mensajes, sino por la organización de todo esto en sustancia
significante. Es la totalidad virtual de todos los objetos y mensajes constituidos en un discurso más o
menos coherente. El consumo, por más que tenga un sentido, es una actividad de manipulación
sistemática de signos", p. 233.
M U ERTE FÍSIC A Y M U ERTE BIO LÓ G ICA 25

diatizados en signos, o más aún, constituyendo “un léxico idealista de


signos donde se indica el proyecto mismo de vivir en una materiali­
dad fluyente”, los objetos se convierten en presa fácil de los medios
de comunicación: consumir el signo-publicitario es ya consumir en
alguna medida el signo-producto que se recomienda por esa vía.
Aunque es verdad que en cierto sentido no existe ningún límite para
este consumo/destrucción, y que la ciudad, lugar ideal donde se ex­
presa y se realiza, se convierte a su vez en mercado y mercadería, la
producción del espacio edificado es el último refugio para luchar
contra la baja tendencial de la tasa de beneficios. Ya no es suficiente
descubrir nuevos mercados -especialmente en el T ercer Mundo- y
crear nuevas necesidades -que la publicidad promoverá. “La tenden­
cia a preferir lo accesorio a lo esencial, la mejora de la tasa de benefi­
cio antes que el valor de uso, ha conducido al Hespilfarro absoluto”,16
degradación que no deja de invocar la entropía. Y por la vía del
despilfarro, nuestra civilización se hace cada vez más destructora de
objetos (en estado de funcionamiento y de usó): “los cementerios de
autos” -la expresión está de por sí cargada de sentido—que contami­
nan los paisajes periurbanos, incluso rurales, son su testimonio más
evidente, entre muchos otros. Y sin embargo es sólo un simulacro de
abundancia el que se nos propone: porque siguen quedando insatis­
fechas las necesidades de alojamiento, de hospitales, de escuelas, de
diversos equipamientos colectivos, mientras la falta de solvencia les
impide a las categorías sociales desposeídas efectuar compras que sin
embargo son legítimas. Despilfarro de trabajo y de recursos —volve­
remos a esto cuando hablemos de la muerte de las sociedades-, des­
trucción anticipada del objeto antes de su fin normal, organización

16 A. Gorz, Reforme et Révolution, Seuil, 1969, p. 146. Véase también J . Baudrillard, Le miroir
de la consommation, Casterman/Poche, 1973. Después de los trabajos de Vanee Packard (Uart du
gaspillage, Calmann-Lévy, 1962), los ejemplos de estas destrucciones costosas e inútiles son bien
conocidos: automóviles, aparatos domésticos, vestimentas, envases. He aquí un caso muy típico
referido por A. Gorz, p. 144, donde la alternativa entre beneficio máximo y valor de uso
máximo es particularmente llamativa: “El trust Philips, por ejemplo, comenzó a producir en
1938 la iluminación por tubos fluorescentes. L a vida útil de estos tubos era entonces de 10 mil
horas. Su producción habría permitido cu brir las necesidades a buen precio y en un plazo
relativamente corto; en cambio las amortizaciones tendrían que haber sido escalonadas durante
un largo periodo; la rotación del capital habría sido lenta, la duración de trabajo necesario
para cubrir las necesidades habría ido decreciendo. Entonces el trust invirtió nuevos* capitales
para fabricar tubos que duraran mil horas, a fin de acelerar de ese modo la rotación del capital
y realizar -al precio de perjuicios económicos considerables- una tasa de acumulación y de
beneficio mucho más elevada.” Lo mismo ocurrió con las fibras sintéticas (cuya fragilidad ha
ido en aumento para las medias especialmente), o para los vehículos automotores, dotados
deliberadamente de piezas de desgaste rápido (de igual costo que si fueran piezas de desgaste
mucho más lento).
26 LA M U E R T E ES EN PLURAL

de la escasez (de tiempo, de aire y de verdor en las ciudades), carac­


terizan al mundo capitalista de hoy.17 Es fácil vaticinar que una so­
ciedad donde la acumulación de bienes prevalece sobre la acumula­
ción de hombres, donde el valor de cambio predomina sistemática­
mente sobre el valor de uso, introduce con la muerte de los objetos
las condiciones de su propia perdición: lo que se ha llamado “el sui­
cidio de Occidente”. En cambio ¿qué nos enseñan a este respecto las
sociedades tradicionales?

E l punto de vista de las sociedades “arcaicas”

Escatología y significado del mundo constituyen dos dominios privi­


legiados para el análisis de este punto.

1. Muerte, renacimiento y regeneración

La humanidad se ha planteado con frecuencia el problema del fin


del mundo, a veces ligado a la aniquilazación definitiva del universo,
o a la existencia de un juicio final, o a la victoria de una religión
universal. El cristianismo conjuga simultáneamente estas tres pers­
pectivas.18 Lo que impresiona en todo esto es la excepcionalidad de
las creencias que versan sobre la destrucción total y definitiva
de todo, ya que lo corriente es que la muerte de un mundo suponga la
existencia de otro.
En el Africa negra se encuentran dos tipos de escatología. Unas
veces se afirma que el universo actual deberá dejar su lugar a un
mundo nuevo: “Cuando el prim er fluir de agua recubrió el suelo
-afirm an los bambara (Mali)-, Faro (dios del agua) sólo permitió que
se expandiera el agua primordial; doce lluvias quedaron ocultas,
que caerían después para sumergir la tierra. Las palabras que ellas
contienen serán reveladas, y el mundo que vendrá, pensando por
Yo (Dios), será realizado.” Los hombres podrán evitar la aniquilación19
si se preocupan de muñirse de piraguas (pescadores), de cantimplo­
ras (pastores), de lanzaderas (tejedores). Otras intepretaciones se
17 Es este par derroche/rareza el que representa “el absurdo mayor del modelo de consumo,
del sistema y de ía gestión capitalistas”, A. Gorz, op. cil., p. 147.
18 Véase Le jugement des morts, Egipto, antiguo, Asur, Japón» Babilonia, Irán, Islam, India,
¿China, Israel; Seuil, 1961, Eschatologie. et cosmologie, Instituto de Sociología, Universidad Libre
de Bruselas, 1969.
19 La idea del diluvio ha obsesionado con frecuencia a los hombres. Véase L. Herrmann, “La
fin á u monde dans le Christianisme”, en Eschatologie et cosmologie, 1969, p. 38 y ss.
M U ERTE FÍSIC A Y M U ERTE BIO LÓ G IC A 27

contentan con afirmar que el mundo, en el marco de las leyes inmu­


tables previstas por Dios, es movimiento perpetuo, intercambio per­
manente de fuerzas, circulación de poderes y de palabras: Dios man­
tiene en reserva la infinidad de almas que nacerán, las que, unidas a
las almas reencarnadas, vendrán a renovar indefinidamente la su­
perficie de la tierra (Diola, del Senegal).
De ese modo, el concepto de “fin del mundo” parece a la vez au­
sente y vacío de sentido en la vida tradicional africana. El hombre
vive y revive al ritmo incesante de la naturaleza (días, meses, estacio­
nes, años): nacimiento, casamiento, procreación, muerte, entrada en
la compañía de los difuntos, eventualmente reencarnación. Por otra
parte, a ¡a mayoría de las lenguas africanas (al menos las que cono­
cemos) les falta una dimensión futura de tiempo que se extienda más
allá de algunos meses o años. “Las gentes no proyectan su espíritu
hacia el porvenir, ni se inquietan por los acontecimientos de un fu­
turo lejano. No existen calendarios matemáticos, sino solamente
‘calendarios-fenómenos’, que determinan los acontecimientos huma­
nos y los fenómenos naturales.” 20
Todo un largo trayecto intelectual separa a las cosmologías que
prolongan el apocalipsis en la promesa de una felicidad futura re­
servada a los elegidos (cristianismo), de aquellas para las cuales los
ciclos sucesivos de la creación certifican las fallas y flaquezas del
mundo actualizado y la necesidad de pruebas sucesivas para alcanzar
su perfección (civilización de la América precolombina: el mundo
perece cuando “el sol está fatigado”; si los hombres rompen los pac­
tos que los unen a los dioses, etcétera).
La creencia en el eterno retorno -bien consocida de los caldeos y de
los fenicios, repensada por las filosofías estoicas y nietzschiana—
afirma que el mundo, después de la “conflagración universal”, pe­
riódicamente renace como el fénix de sus cenizas, o que emerge no
menos periódicamente del diluvio en el que fue antes sumergido.
Después de todo, si hemos de creer al relato bíblico, ¿Noé no reinició
a Adán, como los animales del arca los del Edén? En cuanto al arcoi-
ris de la reconciliación, nos dicen que él prefigura la promesa de una
nueva era. Dos hechos parecen haber marcado profundamente a los
hombres de ayer: los ciclos lunares y los ritmos estacionales. Alain
recordaba atinadamente en su Propos sur le Christianisme, que la luna
“es un signo de muerte y de recom ienzo[. . .] La luna en su creci­
miento y decrecimiento representa a todo crecimiento y decreci­
miento”. Este tema del renacer de la luna se encuentra en tocia el

20 Véase J . Mbiti, “ La eschatologie”, en: Pourune théologie africaine, Cié, Yaoundé, p. 231 y ss.
28 LA M U ERTE E S EN PLURAL

África negra, ligada a veces a la noche, al agua maternal, a la mujer


donadora de vida y de alimento, a la vida y a la muerte. Y Frazer nos
habla, a propósito de los indios de América del norte, del mito del
mensajero de la luna: “La luna envió un mensaje a los hombres: ‘Así
como yo muero y revivo, ustedes morirán y revivirán’ Dicen tam­
bién los indios de California: “Del mismo modo que la luna muere y
retorna, nosotros resucitaremos después de la muerte,” En cuanto a
los ritmos de las estaciones y a los ciclos de la vegetación,21 a veces
asociados a las crecientes de un río,22 inspiran muchas fantasías rela­
tivas al principio de la “vida-muerte-renacimiento”: en la Antigüe­
dad, numerosas divinidades ligadas a este tema (Adonis, Atis, Osiris)
eran celebradas en relación con el desarrollo anual del ciclo vegetal.
Lo que hizo decir poéticamente a Alain: “En los tiempos de las pri­
maveras hay que celebrar la resurrección.”
Lo que se encuentra infaliblemente detrás de estas diferentes re­
presentaciones es la noción capital de regeneración por el retorno al
caos primordial: es probable que a los ojos de los creadores -cierta­
mente colectivos- de los mitos, la afirmación del fin ineluctable del
mundo, seguido de una recreación, no tuviera otro fundamento. Sin
embargo, la necesidad de la regeneración no espera al fin del mundo
para expresarse. Ella aparece primero al nivel de las conductas alta­
mente simbólicas. He aquí algunas a título ilustrativo. Los hititas
reactualizaban ritualmente los combates de la Serpiente contra el
dios Teshup, celebrando de este modo la victoria de este último y su
poder de ordenar el mundo. Los babilonios, durante las festividades
de año nuevo, salmodiaban en coro el poema de la creación. Se dice
que cada vez que un emperador ascendía al trono en China, introdu­
cía un nuevo calendario, subrayando de esta manera la desapari­
ción del antiguo orden. Los japoneses destruían periódicamente los
templos shinto, y los reedificaban en su totalidad, pero cambiando
por entero la decoración y renovando todos los muebles, a fin de ex­
presar el renacimiento: el gran templo de Ise fue reconstruido 59
veces, así como el puente que conducía hasta él y los 14 templos sub­
21 A propósito de un árbol -el balanza (acacia albida)- que invierte su ciclo vegetativo, pierde
sus hojas en la época de lluvias, las recupera en la estación seca, los bambara (Mali) han elabo­
rado un mito de la autotocnía. El árbol, dicen, recuerda la existencia de un mundo desapare­
cido: el balanza se nutría entonces del líquido seminal de las mujeres a las que él fecundaba y
sobre todo de la sangre de hombres que él rejuvenecía de ese modo. El árbol invertía así el
ciclo del tiempo, y al convertir a los humanos en niños, les otorgaba el equivalente de la inmor­
talidad.
22 Probablemente asombrados por las crecientes del Nilo, los egipcios pensaron que Osiris,
dios de la vegetación, moría cada año con las cosechas y renacía cuando germinaba el grano
“con todo el fresco vigor de una juventud resucitada indefinidamente” (S. de Beauvoir).
M UERTE F ÍS IC A Y M U ERTE BIO LÓ G IC A 29

sidiarios. Por último, en la Europa Occidental se practicaba anti­


guamente, el cuarto domingo de Cuaresma, una curiosa cerem onia-la
última conocida se remonta a 1747, en Padua-: el “aserramiento de la
vieja”; la escena era mimada no sin realismo y evocaba claramente, a los
ojos de los espectadores entre divertidos y serios, el anuncio de una
nueva vida, la invención de la Nueva criatura de Pablo.
Por cierto que también en los sacrificios encontramos la exigencia
de revitalización. Por ejemplo, en la América precolombina 23 había
que “alimentar” al sol, preocuparse de que éste fuera a diario harto
de sangre y saciado con el corazón de su víctima. Esta podía ser un
hombre, que se aseguraba así una vida especial en el más allá: se
decía que él acompañaba al sol desde el este hasta el zenit, mientras
que las mujeres muertas de parto, otras víctimas que habían dado la
vida, tomaban entre los mayas el relevo desde el zenit hasta el po­
niente. Pero el ejemplo más típico del retorno al foco regenerador es
sin duda la festividad, con sus momentos de paroxismo, sus múltiples
licencias (comidas más que abundantes, orgías sexuales), sus excesos
fecundos, sus inversiones de papeles y de estatutos, sus proyecciones
histéricas.24 En la festividad, el grupo desgastado por la rutina se
libera por fin de los impulsos largo tiempo contenidos, y experi­
menta intensamente el sentimiento de su unidad, de la que extrae un
acrecentamiento de sus fuerzas. Así, la gran fiesta anual de Diepri
entre los abidji de Costa de Marfil expresa a la vez el renacimiento
de la naturaleza (corresponde al periodo de las siembras), la fecun­
didad de las mujeres y el perdón de las faltas (purificaciones múlti­
ples, olvidos de las injurias, es decir, renacimiento espiritual). Es,
pues, la renovación por excelencia, de la naturaleza, del hombre y de
la sociedad la que se exalta en medio de cantos, danzas, ritmos en­
23 “[ . . .]lo que caracteriza especialm ente la creencia de los mayas y todavía más la de los
aztecas, es la intelectualización del desarrollo del fenómeno concebido en el marco d el cómputo
del tiempo y su vinculación con un ritm o determinado por el desarrollo de los calendarios
astronómicos. Esta sequedad matemática d e la imagen que el hom bre se hace de su porvenir
sería casi intoierabie si no fuera rescatada por el impulso apasionado y místico d el sacrificio
ritual. Único papel reservado al hombre, q u e unía íntimamente a la humanidad a la suerte de
los dioses y del mundo.” A. Dorsifang-Smets, “Fin du monde en Amérique précolombienne”,
en Eschatologie et cosmologie, op. cit., 1969, pp. 86-87. Sobre la escatología en el Antiguo T esta­
mento, véase P. Grelot, De la mort a la vie éternelle, Cerf, 1971, pp. 103-111, 112-132, 133-166,
181-186, 187-200.
24 En muchos aspectos los carnavales de hoy - y quizás también las grandes concentraciones
hippies- pueden tomarse como un retom o al caos primordial regenerador. Se encuentra en
ellos a veces el tema del “árbol de mayo” . El aniquilamiento o solamente la expulsión de la
muerte precede durante la fiesta la llegada de la primavera, simbolizada precisamente por un
árbol jov en . Volveremos después al tem a de la fiesta en sus relaciones con la pareja vida/
muerte.
30 LA M U E R T E ES EN PLURAL

diablados de tambor. O, si se prefiere, es la victoria de la vida sobre


la m uerte la que así se celebra magníficamente.

2. Naturaleza, culto y lenguaje


Si el mundo, para el occidental, es sólo un medio desprovisto de
sentido, un continente vacío a fuerza de reducirse a un tejido de
leyes abstractas; un receptáculo de vidas y de energía que se explotan
sin vergüenza alguna; un mundo al que se conduce quizás a una
muerte fatal por agotamiento de los recursos,25 eventualmente por
destrucción atómica -la que no dejará de volverse contra el aprendiz
de brujo que pretendía dominarla-, en cambio el hombre de las “so­
ciedades arcaicas”, particularmente el negro africano, nos conduce a
o tra perspectiva muy distinta.
En efecto, a fin de ajustar su comportamiento al desarrollo de los
fenómenos, el negro está atento a los menores indicios, a las más
pequeñas coincidencias que le informan, en virtud del principio de las
correspondencias, sobre lo que ocurre en lo invisible o sobre los aconte­
cimientos que no dejarán de producirse. Es como si el universo se
redujese a un tejido de significados que se leen un poco como un tema
geomántico, que sólo los iniciados pueden com prender, pues la fuerza
del Verbo depende a menudo de su carácter esotérico: los niveles de la
experiencia religiosa retoman, en efecto, los grados de la comunica­
ción; y el iniciado por excelencia es el que conoce las palabras secretas, y
el adivino el que provoca los signos para interpretarlos.
La percepción del mundo se reduce a una lectura natural (el dogon
jmira ju gar a los niños para saber si va a llover; el peu l interpreta la
distribución del pelaje de los bueyes en el campo para conocer el
futuro), o a una lectura provocada (adivinación por ciertos moluscos,
por las nueces de cola, por el chacal, etc.). El cosmos africano se
puede definir, pues, como una comunidad de potencias, casi siempre
intencionales y susceptibles de expresarse por un conjunto organi­
zado de signos o de símbolos enmarañados.26
25 Y con el riesgo a largo plazo de quedar encharcado en el montón de detritus: dos mil
toneladas de basura, a menudo no biodegradables, se producen cada día en una ciudad como
Los Angeles.
£ 26 No se trata de signos vacíos, pues en ese caso sería imposible establecer una distinción
; en tre la representación y la cosa representada, o, en otros términos, entre signo y significado.
•Y sin embargo, el negro africano no se distingue, o más bien se distingue mal, del objeto
‘•nombrado: en definitiva hay para él una unidad profunda entre el signo, el significado y el
¡►significante. Esta unidad explica el casi fervor de la mayoría de las sociedades africanas tradi­
cio n a les ante el cosmos: por la dialéctica del verbo, el hombre trata de situarse en el mundo, de
com prenderlo y de actuar en armonía con él.
M U E R T E FÍSICA Y MUERTE B IO LÓ G IC A 31

Esta concepción ha sido muy bien explicada por M. Houis: el


mundo es para el hombre una fuente im portante de su imaginería y
en este sentido “el mundo fenoménico es el ámbito de donde él ex­
trae significantes, pero también donde lee signos. La naturaleza
refleja una semántica hecha de orden, de armonía y de ritmo. El hom­
bre se integra en ella imitando este ritm o”.27 De ese modo, no sola­
mente la naturaleza -concebida de m anera antropomórfíca y homo-
céntrica- es una reserva de significantes, sino que también el hombre
se comporta en ella como hablante: “la relación mutua hombre/natu­
raleza sólo puede aclararse situándola en la perspectiva de una rela­
ción semiológica”, No se podrían concebir medios más eficaces y di­
rectos para una sociedad frágil, desposeída técnicamente, que la que
consiste en hominizar y humanizar el mundo (así se percibe más di­
rectamente su sentido y se alcanza más fácilmente la certidumbre) y
en entablar un diálogo con él (el lenguaje expresa el nivel humano
por excelencia, mientras que el manejo del verbo se convierte en la
técnica más fácilmente utilizable).
Así, la relación del hombre con el mundo, por pragmática que sea,
influye sobre sus conductas, y el hombre “se comporta con frecuen­
cia como un hablante, pero un hablante provisto de un lenguaje fun­
cional y formalmente adaptado a las correspondencias que él percibe
a través de su sensibilidad. La naturaleza no se define como un conjunto
mecánico de posibilidades, sino como un conjunto donde están significadas
intencionalidades múltiples. No se pliega a necesidades sino que obe­
dece a órdenes y prescripciones, y responde a las necesidades, ala­
banzas y preguntas de los hombres. Y este ‘diálogo es más rico a
medida que se avanza en edad y se acrecienta eí patrimonio de la expe­
riencia; es, pues, una forma de sabiduría. Esta evolución conduce a
una transición hacia el estado de antepasado: el hombre entra a su
vez en el mundo numinoso de las Potencias”.28 Se llega a entretejer
una trama ceñida de lazos, al modo de experiencia simbólica, entre la
Tierra/mujer (la mujer es tierra, la tierra es esposa) y los antepasa­
dos, especialmente entre los jara (Tuhad). Éstos, por ejemplo, se di­
27 Anlhropologie linguistique de VAfrique noire, p u f , 1971, p. 77.
28 M. Houis, opxit., 1971, pp. 86-87. Los animales entran igualmente en el campo de las
relaciones significantes-significados; nosotros volveremos sobre este punto. Los objetos lubri­
cados tampoco escapan a esta regia. Entre los azande (Sudán), el veneno minuciosamente pre­
parado “responde” por sí o por no a la pregunta qu e se le plantea sin equívocos. Sin duda, él
no tomaría la iniciativa del diálogo, pero oye, comprende las preguntas que se le dirigen y res­
ponde matando o no matando al pollo a quien se lo administra. Es auténticamente un sujeto
cautivo. Véase E. E. Evans-Pritchard, Sorcellerie, oracles el magie chez les Azande, Gallimard, 1972,
p. 307 y ss. Sobre los vínculos entre magia y encantam iento, véase pp. 511-515. Asimismo véase
L, V. Thomas, R. Luneau, Anlhropologie religieuse de VAfrique noire, Larousse, 1974.
32 LA M U E R T E ES EN PLURAL

rigen habitualmente a sus antepasados para pedirles que acepten los


granos sembrados y favorezcan las cosechas. La siembra necesita la
colaboración de los antepasados, pues la tierra es la esposa colectiva
de vivos y muertos. La tierra forma parte de la naturaleza, pero es
humana por su relación con los muertos que, inversamente, son na­
turalizados. El jefe asegura una comunicación recíproca entre los vi­
vos y los muertos, y él es el representante de los unos frente a los
otros, y viceversa. A través de él, la tierra devuelve el sustento al clan,
y a cambio los antepasados reciben la paz. Es de alguna manera el
esposo de la T ierra.29
Para el negro africano es como si el mundo estuviera regido por
un código muy estricto donde cada objeto, ligado a una cadena de
signos, encierra una significación precisa. Gracias a un sistema de ana­
logías que organiza lo visible y lo invisible según correspondencias
inmediatamente vividas o concebidas inmediatamente, la cohesión
entre los actos de la vida cotidiana y las fuerzas cósmicas se encuen­
tra asegurada (imaginariamente). No se trata aquí de emitir juicios
de valor, ni siquiera de indicar una preferencia. Simplemente que­
remos señalar la diferencia entre dos sistemas culturales. Para el Oc­
cidente, que busca la rentabilidad y el beneficio, el mundo es objeti­
vidad, es utilizado, quizás a largo plazo condenado a muerte. Para el
hombre arcaico,30 el mundo es de alguna manera un alter ego, un
foco de fuerzas vivas que es preciso respetar, con el cual se establecen
relaciones vivientes y cotidianas, humanizadas, del orden del dis­
curso, con el que se vive en simbiosis estrecha -revelada tanto por el
análisis de los elementos constitutivos del yo como por el uso rituali-
zado de las técnicas-, y que por lo tanto él no podría destruir sin
destruirse a sí mismo.

2S Véase R. Jaulin, L a mort sara, Pión, 1967. Lo simbólico, por el juego de correspondencias
que supone, por el sentido que le atribuye a las diferentes actividades sociales, resulta ser un
nivel determ inante para el análisis de una sociedad. El ejemplo sara nos muestra de manera
excelente un doble papel de mantenimiento y preservación de la sociedad (la violencia es canalizada,
incluso sublimada por lo simbólico; los antepasados saras “tragan” a los iniciados y después los
“vomitan” convertidos en adultos completos); y de superación de una contradicción (la muerte y el
renacimiento iniciático trascienden la antinomia nacimiento/muerte). El intercambio entre los
antepasados que reciben la ofrenda y los vivos que extraen su alimento de la T ierra atestigua
cómo la naturaleza culturalizada (la Tierra donde viven los difuntos) se alia a la cultura naturali­
zada (los hombres del clan que cultivan, cazan, cocinan, etc.).
30 No se trata, evidentemente, de caer en el error del irenismo. El negro, privado de técnicas
eficaces, choca a veces dramáticamente con una naturaleza hostil -es conocida la vida penosa
de los bushmen perdidos en el desierto del Kalahari-, no siempre logran evitar la pobreza,
incluso el hambre. También el negro es capaz de depredaciones irreversibles, sobre lodo des­
pués que conoció el efecto del colonialismo, que introdujo la primacía de la moneda y de las
culturas comerciales: incendios de la selva, pesca y caza excesivas.
M U E R T E F ÍS IC A Y MUERTE BIO LÓ G IC A 33

Privilegiar al hombre, situarlo en el centro del mundo, homini-


zarlo es en definitiva salvar al hom bre-en-el-m undo, salvar-al-
mundo-en-el-hombre (ya que el microcosmos humano reproduce al
macrocosmos). Tal es la verdad primera para el “hombre arcaico”: el
mundo es fuente de vida y vida él mismo.31

La m u e r te b io ló g ic a

La Sociedad de Tanatología de lengua francesa, creada en 1966,


afirmó en el comienzo de su primer manifiesto: “La muerte es la
certidumbre suprema de la biología[. . .] La muerte en sí misma
tiene un carácter intemporal y metafísico, pero deja siempre un ca­
dáver actual y real.” 32 Es este aspecto orgánico de la muerte el que
parece hacer olvidar en parte a todos los otros, quizás porque toca
más intensamente nuestra sensibilidad (todos nos sentimos aludidos) y
también debido a la existencia del cadáver, que es su expresión con­
creta por excelencia.
En definitiva, debemos remitirnos únicamente a la cor ipetencia
del hombre de ciencia, biólogo y médico,33 si queremos sobrepasar la
concepción popular de la m uerte (separación del alma y del cuerpo)
o la dimensión impresionista (rigidez cadavérica, detenimiento del
corazón y de la actividad respiratoria, descomposición), y entonces
delimitar más rigurosamente lo que es específico de la muerte.34

Los signos de la muerte y su importancia

Tradicionalmente, se han tomado en cuenta dos signos clínicos: de­


tenimiento de la respiración (señal del espejo colocado delante de la
31 Es precisamente esta concepción lo que la técnica ha destruido. En todo caso habría mu­
cho que decir sobre el muy equívoco am or a la naturaleza del hombre occidental, que recons­
truye cada week-end su residencia secundaria en un campo urbanizado en alta medida, es decir
artificialmente falseado, matado como tal. .
32 Pero el texto se preocupaba de agregar: “En la sociedad humana, la muerte es ante todo
un acontecimiento sociológico”
33 Las autoridadés religiosas com parten enteramente este punto de vista. El Papa Pío X II
declaró en 1957: “Le corresponde al m édico dar una definición clara y precisa de la muerte y
del momento de la muerte de un paciente que fallece en estado de inconciencia.” Y agregó:
“En lo referente a la comprobación del hecho, la respuesta no se puede deducir de ningún
principio religioso y moral, y por esta razón escapa a la competencia de la Iglesia.”
34 Pero una vez más encontramos la pluralidad. Así, no se debe poner en el mismo plano la
muerte a l nacer, que se emparenta con la no viabilidad; la muerte que es consecuencia de la acción del
medio (especialmente las enferm edades infecciosas) que antes golpeaba intensamente al niño y
34 LA M U ERTE E S EN PLURAL

boca o del vello debajo de la nariz) y el del corazón, revelado por


auscultación.35 Se llegó a veces a seccionar la arteria pedial para ase­
gurarse que no circulaba más la sangre.
Hoy se cuestionan estos diferentes criterios. De hecho es posible
volver a la vida (reanimación) a personas que presentan los dos sig­
nos recién indicados.36 Por otra parte, si es cierto que ciertos órganos
se descomponen rápidamente (las suprarrenales, por ejemplo), se
comprueba por el contrario numerosos fenómenos de resistencia:37
supervivencia de las células (de la sangre, de la tráquea, espermato­
zoides), pero también de ciertos órganos (peristaltismo intestinal con
expulsión de gas, peristaltismo uterino que puede provocar el parto
postmortem). En mayo de 1966, la Academia de Medicina insistió en
un nuevo criterio: el electroencefalograma llano, sin reactividad de-
tectable durante 24-48 horas, atestigua, en el estado actual de nues­
tros conocimientos, que el enferm o está muerto, aun si se mantiene
artificialmente su vida vegetativa. Después del detenimiento del co­
razón y de los pulmones se invoca, pues, la “muerte del cerebro”.38
La complejidad de la cuestión es doble. Por una parte, la muerte
no tiene nada de fenómeno redúctible a un punto. No es un mo-

al adolescente; y por último la muerte debido a l envejecimiento, cuya inexorabilidad es tanto más
evidente cuanto que los progresos de la medicina no la alcanzan, contrariamente a lo que
ocurre con las otras dos.
35 Las sociedades “arcaicas” se atienen en su mayoría a estos signos impresionistas: deteni­
miento del corazón y de la respiración; luego, la aparición de la rigidez cadavérica. El último
aliento es interpretado con frecuencia como la partida del alma o del principio vital; a veces,
para facilitar este fenómeno, se arranca algunos cabellos de la cabeza.
36 Especialmente entre los abogados, los electrocutados, traumatizados o sujetos anestesiados
durante intervenciones quirúrgicas. Los signos de mantenimiento, incluso de “retorno a la
vida”, son a veces sorprendentes. Así, el doctor J . Roger, de la Sociedad de Tanatología, cita el
caso de un intoxicado por el talio, que permaneció más de tres años en ese estado; y aún más
extraordinario es el de un hom bre que quedó süperviviendo durante 17 años. Pero el ejemplo
más célebre es el del profesor soviético Lev Landau, premio Nobel de física en 1962, que
murió tres veces, “resucitó” las tres en el transcurso del mismo coma traumático y llegó a
retomar todas sus actividades. Murió en 1968. La guerra de Vietnam multiplicó los ejemplos
de G. I. “resucitados” gracias a las nuevas técnicas de reanimación. A la inversa, mediante la
transfusión y la respiración artificial (aparato de Engstróm), se logra m antener (en apariencia)
a ciertos heridos graves con vida; pero si se detiene la máquina, el corazón y los pulmones se
bloquean inmediatamente y de manera irreversible. Véase también Concilium 94, Mame, av.
1974, pp. 31-41, 137-144.
37 .Es sabido que el cabello, las uñas, la barba, pueden seguir creciendo durante un tiempo: a
veces hay que afeitar al difunto antes de ponerlo en el ataúd.
38 Si el sistema nervioso se destruye, el organismo, a pesar de ciertos signos de vida, no
puede considerarse vivo. En este caso, prolongar la vida no es otra cosa que prolongar la
agonía.
Actualmente hay dos postulados a tener en cuenta: la m uerte del cerebro equivale a la

f
M U ERTE FÍSICA Y MUERTE B IO L Ó G IC A 35

mentó, es un proceso que se prolonga en el tiempo: 39 se apodera


primero de los “centros vitales” (muerte funcional), y se propaga
irrecusablemente a todos los órganos (muerte de los tejidos); la dura­
ción del fenómeno puede ser sensiblemente aumentada por la inter­
vención de la reanimación respiratoria.40 Resulta de ello que entre la
vida y la muerte total (que abarca a ¡os tejidos) se pueden intercalar
diferentes etapas: la muerte aparente, en la que se asiste a un deteni­
miento de la respiración con enlentecimiento considerable de los
movimientos cardiacos, clínicamente imperceptible; h muerte relativa,
con detenimiento franco de la circulación: es, como se ha dicho, “la
vida bajo las-apariencias de la muerte real”; en fin, la muerte absoluta
donde las alteraciones tienen un efecto acumulativo y son irreversi­
bles. Esta muerte definitiva produce la aceleración de la tanatomorfo-
sis, que ya puede comenzar a manifestarse en las etapas precedentes.
El segundo aspecto de la complejidad reside en el hecho de que
sólo se puede hablar de criterio de la muerte en plural: no existe
ningún signo fotognómico absolutamente decisivo, sino más bien un
conjunto de presunciones -con causas de error posibles-, las que se
podrían dividir en tres categorías: en el nivel clínico, arreflexia total,
hipotermia progresiva, apnea definitiva, midriasis bilateral, ausencia
de respuesta a los cardioestimuladores; en el plano radiológico, dete­
nimiento circular en la arteriografía carotidiana; por último, desde el
punto de vista eléctrico, trazado llano en el electroencefalograma bajo
estímulos, en .registros de varios minutos repetidos durante 24 a 48
horas.41
Más exactamente, es posible discernir signos precoces, contemporá­
neos del “deceso”; signos semitardíos (algunas horas después de la
muerte); signos tardíos en relación con la descomposición/corrup-

muerte; 1a alteración profunda del cerebro, atestiguada por dos electroencefalogramas llanos,
es irreversible. “El primer postulado parece sólido. Del ‘pienso, luego existo’ al ‘cerebro dueño
del hombre que lleva debajo’, el acuerdo es general. El segundo, en cambio, es menos seguro.
Si un día los datos que hoy se poseen para los seres inferiores pueden transponerse al hombre;
si las sustancias llamadas estimulinas son capaces de transform ar células conjuntivas indiferen-
ciadas en células cerebrales; si estas células nuevas pueden repoblar al cerebro deshabitado,
entonces el electroencefalograma se animará de nuevo, y con él las funciones del cerebro, la
vida. Entonces, las academias, las comisiones, los expertos, los legisladores y ministros, tendrán
que proponer una nueva definición de la muerte.” J . Bernard, “L’homme et sa mort”, en
Maitrisrr la vie, Desdée de Brouwer, 1972, p. 162.
:t” Veremos más adelante de qué manera los sistemas sodoc.uliuralcs han desarrollado este
lema de la “muerte en instancia” o de fa "muerte que se va produciendo".
40 Véase, por ejemplo, J . Hamburger, L a Puissance el la fragilité, Flamniarion, 1972.
41 Es lo que podría confirm ar el punto de vista de Bichat: “Se muere por el cerebro, el
corazón y el pulmón.”
36 LA M UERTE ES EN PLURAL

ción.42 Así, unos son negativos: abolición precoz de las funciones vi­
tales (corazón-pulmones-cerebro): los otros positivos: atañen a todas
las modificaciones que desembocarán en el tejido cadavérico.
Por razones de conveniencia, diremos algunas palabras sobre los
signos precoces y semitardíos. Los primeros se explican por la pér­
dida de las funciones cerebrales. De ahí la desaparición de las facul­
tades instintivas e intelectuales, de la sensibilidad en todas sus for­
mas, de la motricidad: el cuerpo queda en la situación que impone la
pesantez (“inmovilidad de la muerte”), es decir, “en decúbito dorsal,
miembros semiflexionados, la cabeza inclinada, la punta del pie
vuelta hacia fuera, el pulgar flexionado hacia el hueco de la mano, la
mandíbula inferior caída, la boca y los ojos abiertos”.43
Los signos semitardíos, en relación estrecha con los efectos físico-
químicos que provoca el detenimiento de las funciones vitales, ata­
ñen más especialmente: al enfriamiento del cuerpo (acelerado en los
niños, los viejos, los accidentados, los ahogados, los operados; lento
entre los obesos y los crónicos); la deshidratación o pérdida de agua
(disminución sensible ddl peso en los recién nacidos, aparición de
placas apergaminadas en el cuerpo entre los adultos); la rigidez ca d a -■
vérica que sigue al relajamiento muscular (especialmente del mús­
culo masticador y de los diversos esfínteres): entre algunos minutos y
algunas horas después de la muerte, la rigidez comienza por la cara,
la nuca, se extiende en seguida al tronco y a todo el cuerpo,44 luego

42 Volveremos sobre el problema del cadáver. Recordemos sin embargo que éste “se pulve­
riza, se deseca o se licúa”. Una serie de insectos - “los trabajadores de la muerte”- facilitan la
acción m icrobiana. En promedio, y según la naturaleza del suelo, hacen falta de 4 a 6 años para
alcanzar .el estado de esqueleto. Sin embargo, señalemos que en un medio arcilloso se asiste a
una verdadera saponificación del cadáver, mientras que en terrenos arenosos o muy secos hay
deshidratación y excelente conservación: es conocido el “museo-convento” de los capuchinos
en Palermo, Sicilia, donde se puede ver, en medio de un decorado no desprovisto de teatrali­
dad l idíenla, a cenieuas de esqueletos desecados. Véase R. Nicoli, Les ci metieres, sysíewe terminal de
l'anthropo.sphére, Bull. Soc. Tanate, 2, 1974, pp. 21-32.
43 Dr. S. Roger, íntroduction a une étude sur les criteres de mort somatique, Congreso f i a t - í f t a ,
íje ja , 1072. Véase igualmente J . Kd, Barhier, Thanatologie et Thanatojmixie, Tesis para el docto­
rado de Medicina, Reims, 1969; Vitani, IJgislalion de la mort, Masson, 1962.
Se recuerda la celebre descripción de Hipócrates {De Morbi.s, Lib. II, secc. 5): “ Frente arru­
gada y árida; ojo s cavernosos; nariz puntiaguda, bordeada de un color negruzco; sienes hun­
didas, huecas y arrugadas; orejas blanduzcas en alto; labios pendientes; pómulos hundidos;
mentón arrugado y endurecido; piel reseca, lívida y plomiza; vellos de las narinas y de las
pestañas sembrados de una especie de polvo de un blanco apagado; rostro fuertem ente de­
formado e irreconocible.”
44 La rigidez se extiende por todo el cuerpo y da lugar a una misma actitud corporal: man­
díbulas apretadas, músculos masticadores tiesos, miembros superiores en flexión, los inferiores
en extensión, así como hiperexcretensión de la cabeza sobre el tronco. El corazón se ha endu­
recido, la miosis deja lugar a la midriasis. Es un fenómeno constante, pero de una intensidad
M U ERTE FÍSICA Y M U E R T E BIO LÓ G ICA 37

desaparece por el mismo camino 36 a 48 horas después; las livideces


cadavéricas que se manifiestan a partir de la quinta hora: los líquidos
del organismo y el suero se separan de las partes sólidas de la carne,
acumulándose en las zonas en declive, de ahí las petequias o placas
de color oscuro; 45 por último, diversos signos tanatoftalmológicos:
córnea que se apaga, se hunde, se enturbia; globos oculares fofos y
turbios, ojos entreabiertos con globos oculares dados vuelta hacia lo
alto y caída del párpado inferior.46 La midriasis (dilatación de la pu­
pila) del joven contrasta con la inmovilidad del iris del viejo.
A todo esto se agregan diversos signos biológicos, entre los cuales
los principales son: hipoglicemia y del corazón,, acidosis generalizada y
albuminuria, aumento del nitrógeno, de los ácidos aminados y del
ácido láctico (es éste el que sustituye al medio alcalino del viviente, lo
que explica la rigidez); alargamiento rápido del tiempo de Quick e
incoagulabilidad de la sangre (entre una y ocho horas después del
deceso). Se suman, pues, “pruebas” impresionistas a los signos ocul­
tos que sólo los técnicos finos pueden poner en evidencia.47
No podemos dejar de decir algunas palabras con respecto a la no­
ción del coma. Cuando la m uerte no se produce bruscamente, ella
supone un periodo previo que expresa el daño extendido del sistema
nervioso, y el sujeto queda reducido a la vida vegetativa.48 El en­
fermo no puede beber ni com er (se deshidrata y se desnutre); es
incapaz de cambiar de posición, de modo que en todos los puntos de
contacto (carnes presionadas entre los huesos y el plano duro del
lecho), se multiplican las éscaras; sus pulmones y bronquios se llenan
de mucosidades que no puede expectorar.
Existen varios grados o niveles de este estado. En primer lugar,
digamos que hay casos de supervivencia artificial transitoria con re­
cuperación posterior: se tiene entonces un coma con sideración vegeta­
tiva transitoria. La anorexia cerebral es breve y el cerebro es capaz de
recuperarse. Sin embargo, el cuadro clínico sigue siendo grave: hipo-
tonía, areflexia, midriasis, caída de la tensión arterial, ausencia de

variable según los individuos. Signo capital: no se reproduce jam ás, si ha sido roto.. Dr. J .
Roger, op. cit., 1972.
45 Ellas van desde el rojo claro al pardo oscuro o al azul: claros mínimos luego de grandes
hemorragias, rojo carmín si hubo asfixia al CO, rosa claro en los ahogados, oscuros en el caso
de asfixia, azul pizarra en ciertas intoxicaciones, amarillo verdoso en las infecciones hepáticas.
46 La rigidez fija al cadáver en esta actitud (rostro sin mirada, con el globo ocular vuelto
hacia arriba); de ahí el hábito de cerrar los ojos del difunto.
47 En Francia, el Ministerio de Salud Pública recomendó en su circular núm. 38 del 3 de
febrero de 1948 toda una serie de tests científicos para comprobar el diagnóstico de la muerte.
48 Existen comas que se deben a afecciones duraderas del sistema nervioso.
38 LA M U E R T E ES EN PLU RA L

respiración espontánea, pero el electroencefalograma llano es inte­


rrumpido por actividades eléctricas.
E l coma sobrepasado caracteriza la supervivencia artificial sin espe­
ranza de recuperación. En él se asocia la abolición total de la vida de
las funciones de relación con las de las funciones vegetativas: incons­
ciencia, inmovilidad, hipotonía, ausencia total de reflejos y de reacti­
vidad motriz o vegetativa a los estímulos, incontinencia esfinteriana,
no más respiración espontánea, tensión arterial que cae desde que
cesan las transfusiones, trazado electroencefalográfico desesperan­
temente llano sin reactividad detectable; en fin, pulso percutiente
pero que late según un ritmo autónomo inmutable.
A menudo, después de una supervivencia artificial o de un coma
sabrepasado aparece el coma prolongado. El doctor D. Amiot lo carac­
teriza de la manera siguiente: el panorama clínico es muy diferente
al de los comas anteriores: el sujeto hipertónico conserva, aunque
inconsciente, una cierta sensibilidad. La respiración y la tensión arte­
rial permanecen estables si no sobreviene alguna agresión exterior.
El intestino y la vejiga funcionan. El sujeto es incapaz de alimentarse,
pero la alimentación se le puede introducir por sonda.
El interés de este análisis semiológico no es solamente de orden
científico (investigar la naturaleza de la muerte como proceso), sino
también jurídico (sobre todo si hay en juego un seguro o una pen­
sión que se genera) y penal (saber si la muerte es natural o sospe­
chosa). Pero también hay más: el antiguo terror de ser enterrado
vivo y de despertar en la tumba sigue obsesionando a los humanos.49
Son bien conocidos los escritos angustiados de E. A. Poe sobre este
tema, y más próximo a nosotros, la carta patética de Montherlant exi­
giendo que antes de incinerarlo se aseguraran bien de que estaba
perfectamente muerto. Este temor, que adopta a veces el carácter de
una neurosis obsesiva, no está desprovisto de fundamento, por más
que los ejemplos de accidentes de este género sean muy raros.50 En

49 La angustia de ser enterrado vivo era todavía tan intensa en el siglo s i n , que dio origen a
una legislación un tanto ridicula. En 1848, E. Bouchut debió escribir un libro resonante-que el
Instituto premió—para disipar estas fantasías.
Se lee en Crapouillot, núm 69, junio-julio de 1966, debido a la pluma de J . Delarue: “Si usted
despierta en su ataúd", el curioso dispositivo inventado por Krichbaum en 1882 permitía ob­
servar la aparición de signos de vida en el interior del cajón y dar así la alarma (pp.40-45). En
una perspectiva diferente, señalemos el *uso de esos místicos japoneses que, después de absor­
ber tanino en cantidad apreciable, se hacían enterrar vivos pero ya en estado de endureci­
miento avanzado; cuando la campanilla que estaba cerca de ellos dejaba de sonar, era la señal
de que habían muerto. Volveremos a hablar de este punto.
50 Esta desgracia le ocurrió a una joven inglesa (Le Monde del 15 de abril de 1970), y más
cerca de nosotros a dos franceses para los que se habían expedido ya el permiso de inhumarlos.
M U E R T E FÍSICA Y M UERTE B IO L Ó G IC A 39

efecto, el uso de calmantes y barbitúricos puede hacer difícil el diag­


nóstico de la m uerte, pues provoca una especie de hibernación quí­
mica con hipotermia y caída del metabolismo basal. Por lo demás, la
absorción de estas sustancias retarda el plazo fatídicd de 3-6 minutos
más allá del cual el cerebro queda dañado por falta de circulación:
de ahí la posibilidad de sobrevivir con consum o de oxígeno conside­
rablemente reducido.
Junto a estas muertes aparentes que ocultan la realidad de la vida,
encontramos las muertes aparentes que mantienen la ilusión de la
vida. Es el caso de enfermos que, luego de un trauma grave o de un
tumor, presentan un estado de apnea prolongado y sólo son mante­
nidos en vida (aparente) mediante el recurso del aparato de Engst-
tróm: el sujeto permanece inerte, incapaz de reacción motora o car­
diovascular, totalmente arefléxico (ausencia de reflejos pupilares,
cornéanos, osteotendinosos), con estado de poiquilotennia engen­
drado por Ja pérdida de la actividad muscular, fuente principal de la
termogénesis. Estamos en presencia de un muerto que puede pre­
sentar un pulso bien percutiente, o an te un caso particular de
“corazón-pulmón artificiales”. No bien se suspenda la marcha del
respirador, la muerte se hace indiscutible.
J. Hamburger cita el ejemplo trágico de una joven de 17 años que
vivió de este modo, con un sistema nervioso y un cerebro descom­
puestos y en estado de licuefación.51 Hay, pues, dos tipos de muerte

El primero se despertó en la morgue, el segundo estaba a punto de ser enterrado. He aquí el


relato que hace Le Monda del 20 de septiembre de 1 970: “Operado de la garganta el año
pasado y en un estado crítico estos últimos días, M. Jo s é Gómez* de sesenta y seis años, ex alba­
ñil, fue devuelto a su familia ei jueves 14 de septiembre p o r bsiservicios del centro hospitalario
de Nevers, donde había estado hasta entonces en tratam iento. Para atenuar sus dolores, se le
había administrado una fuerte dosis de calmantes. Al verlo en completo estado de inmovilidad,
su familia, que habita en Marzy (Nievre) llamó a un m édico, que al comprobar el estado del
enfermo y e n c o n tra rs e con una extrema atonía y falta d e pulso, expidió sin dudar, un poco
precipitadamente, un certificado de defunción. Este d eceso fue registrado en el ayuntamiento
de Marzy, pero algunas horas después, al cesar el efecto de los calmantes, M. Gómez, ante la
estupefacción de su femilia, hizo algunos movimientos. Desde ese momento, Gómez se encuen­
tra en estado crítico, pero sigue muerto para el estado civil. Se han iniciado procedimientos
para devolverle la vida oficialmente en los registros d e ayuntamiento.”
¡Sin comentarios?
51 El autor presenta a este respecto la siguiente reflexión : “La finalidad a alcanzar, preservar
la vida y oponerse a la muerte, no deja hasta el presente lugar a equívocos porque la definición
de la muerte era sim ple. Pero la muerte ya no aparece como un acontecimiento único, instan­
táneo, que afecta a todas las funciones vitales a la vez. Esos mismos medios de acción que salvan
cada día a millares de enfermos, como antes señalamos, tienen por consecuencia inesperada
cambiar la forma de la muerte: ésta se escalona en el tiem po, se desmembra, golpea separada y
sucesivamente a las diversas partes del cuerpo. ¿Debem os esperar a que la última porción de
tejido sea irrem ediablemente alcanzado para decir que el organismo ha cesado de vivir? U n
40 LA M U ERTE ES EN PLURAL

aparente. En el primero, el individuo vuelve a la vida (se dice equivo­


cadamente que “resucita”), pero en realidad no estaba muerto, sino
que sólo presentaba la apariencia de la muerte. En el segundo, está
efectivamente muerto o al menos en una situación en que la muerte
es irreversible, pero presenta una cierta apariencia de vida. El hecho
de mantener artificialmente con vida a estos muertos vivientes plan­
tea cuestiones deontológicas no desdeñables. Primero, de orden es­
tratégico: se inmovilizan así camas de hospital, un instrumental pre­
cioso, un personal con frecuencia insuficiente pero dedicado a estas
causas perdidas, a expensas de otros enfermos que en razón de ello
no reciben todos los cuidados requeridos. Pero también de orden
afectivo: aguardar la detención cardiaca de un enfermo cuyos globos
oculares sufren ya un derretimiento purulento, cuyas extremidades
toman un aspecto y un olor cadavéricos, es un “empecinamiento cul­
pable”, una crueldad para la familia, una prolongación inútil de la
agonía para el paciente.52 Por último, de orden moral: a pesar de las
disposiciones del artículo 63 del Código Penal (de Francia) sobre las
responsabilidades médicas^ el médico tratante parece tener las manos
libres para entregarse a Ib que se ha llamado “el encarnizamiento
terapéutico”, o por el contrario para interrumpirlo le basta remitirse
a su conciencia; 53 pero precisamente ¿hasta dónde puede llegar en
esta'materia? Será necesario contestar de una buena vez esta pre­
gunta.

Para una aproximación a la muerte: algunas dicotomías significativas

Recordemos la existencia de una distinción que tiende a imponerse


en nuestros días. Sin pretender profundizarla, digamos que ella se­
para: la muerte clínica, impresionista (cesación de los latidos del cora-

hombre decapitado, al que se le mantuviera artificialmente, como es posible, la supervivencia


del corazón, de los pulmones y de los riñones, ¿sería un hombre muerto? Cuestiones que eran
teóricas hace veinte años, pero que se han vuelto reales bruscamente puesto que centenares de
enfermos están hoy en supervivencia artificial, ya destruido el cerebro mientras que él corazón
sigue latiendo y miles de millones de células conservan intacta su actividad. El organismo hu­
mano, esta inmensa colonia de células especializadas y no intercambiables, ¿recién deja de ser
organismo humano cuando la totalidad de estas células mueren? ¿Por qué nos inclinamos, por
la vida celular o por una cierta aglomeración mínima de células que constituye un individuo? Y
en esta última hipótesis, ¿cómo definir ese mínimo necesario para que se tenga el derecho de
decir que el hom bre está vivo?” Op. cit., 1972, pp. 119-120.
52 Véase, por ejem plo, el conmovedor relato de R. í. Glasser, Marte, la mort d’une petite filie ,
Grasset, 1974.
53 Lo que hace decir a un abogado marsellés muy conocido: “el hombre está en estado de
supervivencia, la legislación en estado de carencia, la medicina en estado de libertad”.
M UERTE FÍSICA Y M U E R T E BIOLÓGICA 41

zón y de la respiración) pero reversible; la muerte biológica, que es en


último análisis la destrucción de la estructura de equilibrio que cons­
tituye a un ser vivo superior, es decir la ruptura de su unidad: es un
proceso irreversible, ligado a la lesión de un órgano fundamental (o
vital); por último, la muerte celular, por error de programación o mu­
tilación de origen accidental: si la detención cardiaca y respiratoria
puede a la postre superarse (masaje, respiración artificial, trata­
miento eléctrico del corazón desfalleciente o de su fíbrilación, la des­
trucción de las células nerviosas por anoxia constituye un mecanismo
de muerte residual contra el cual la ciencia de hoy no ha encontrado
todavía ningún procedimiento.54 Por lo demás, la detención cardiaca
y respiratoria determina la m uerte sólo en razón de la lesión cerebral
que produce. En definitiva, hay que reconocer la primacía de la
muerte celular, a la cual es preciso referirse para entender el meca­
nismo general del deceso.55
Es tiempo de examinar algunas dicotomías significativas:
- Homogéneolheterogéneo. A este nivel de análisis, podemos retom ar
el tema de la heterogeneidad del que hablamos a propósito de la
muerte física. De hecho, un sistema biológico se caracteriza por una
“heterogeneidad estadística y probabilística dominante”. Es justo
r’4 Una falta de oxígeno de 3-6 minutos basta para alterar definitivamente las células nervio­
sas. Por cierto que la refrigeración del organism o, al disminuir el consumo de oxígeno -y a lo
señalamos a propósito del efecto de los barbitúricos- permite ganar un tiempo apreciable. Pero
sería necesario que la hipotermia, para qu e fuera eficaz, se realizara antes de la detención
circulatoria. Ei ahorcamiento, la estrangulación, la decapitación producen igualmente la
muerte por supresión de la irrigación sanguínea del encéfalo; y lo mismo la intoxicación por los
c ^ n u ro s , que bloquea las enzimas que transportan el oxígeno.
55 “Cuando una enfermedad es lo bastante grave para provocar la m uerte, ésta no ocurre
necesariamente porque la alteración de los órganos esenciales no haya dejado bastante tejido
sano para m antener la vida. Los grandes estragos destructores son relativamente raros: mucho
más a menudo la muerte resulta inexplicable si nos atenemos sólo al inventario de lo que ha
destruido. En suma, la muerte fu n cion al es la regla, aun en las enfermedades con lesiones
visibles y extendidas. Este hecho es particularm ente evidente en los estados gravísimos, intoxica­
ciones por venenos o sustancias tóxicas, infecciones severas por gérm enes virulentos, quema­
duras extendidas, etc.: en tales casos, el exam en del cuerpo después del deceso puede no
revelar más que insignificantes alteraciones aparentes, y sin embargo el hombre está muerto.
Poco a poco se va viendo que esta muerte se explica, no por la destrucción de las estructuras de
un órgano vital, sino por la pérdida de uno o varios de los equilibrios químicos qu e la vida
celular necesita y que en el hom bre sano se materializa en un m edio.interior perfectamente
equilibrado. Es emponzoñando eí mar interior que baña nuestras células como la enfermedad
asesta sus golpes mortales: demasiado potasio, o insuficiente calcio, o una tensión insuficiente
de oxígeno, o una concentración demasiado fuerte o demasiado débil de iones de hidrógeno, o
un exceso de tal o cual cuerpo nitrogenado tóxico, o alguno de los cien otros desequilibrios
químicos que la enfermedad puede producir por medios diversos, y quedará arruinada la
hermosa estabilidad del entorno, indispensable para la vida de las células.” J . Ham burger, op.
cit.f 1972, pp. 17-18.
42 LA M U E R T E ES EN PLURAL

afirmar, pues, que se muere por homogeneización o, si se prefiere,


por caída hacia el acontecer físico. Lo que hace decir a St. Lupasco:
“Para nosotros, seres vivos, la muerte es la hom ogeneidad[. . . ] La
célula viva deja de vivir cuando la homogeneización destruye su he­
terogeneidad fundamental, cuando la entropía, bajo múltiples aspec­
tos, hace progresivam ente su o b ra.” La pareja homogeneidad-
heterogeneidad vuelve, pues, por sus fueros. “Sin el freno o el límite
inherente a su naturaleza misma que para lo homogéneo constituye
lo heterogéneo; e inversamente, sin el freno o el límite que le im­
pone a su heterogeneidad la homogeneidad, el sistema físico caería
en una identidad definitiva y el sistema biológico se pulverizaría en
una diversificación infinita. En los dos casos, habría entonces muerte
actualizada, dos muertes inversas, pero muertes absolutas.”56 Es,
pues, un problema de equilibrio dinámico, por lo tanto de manteni­
miento y de reproducción, de conservación y de origen,57 el que se
plantea ahora a nuestra reflexión, en el entendido de que la ruptura
de este equilibrio inicia el envejecimiento y la muerte, la pérdida del
poder de innovación o por lo menos de renovación, lo que llevado al
límite acarrea la imposibilidad de la conservación.58
— Interno ¡externo. A la luz de trabajos recientes es posible distinguir,
con más fineza de apreciación, la muerte específica o genética de la
muerte cuántica o estadística, 59 siempre manteniendo la noción de
56 Op. cit., pp. 167-168. Sabemos que St. Lupasco refiere este tema a las leyes de la energía:
véase pp. 173-174.
57 O simplemente poder de adaptación: es el ejemplo de la resistencia de las esporas o de
ciertos granos; es el fenómeno de hibernación; son también las enzimas de adaptación de que
habla j . Monod (Le hasard et la necesúlé. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna,
Seuil 1970).

’8 Decimos bien “llevado al límite” pues, teóricamente, el ser no debería morir sino sola­
mente tender hacia la muerte. La vida es la lucha contra el empuje de la entropía, es decir contra
el aumento del desorden infraestructura! que conduce al equilibrio termodinámico final (= la
muerte).
59 Esto muestra cómo han evolucionado en el tiempo las definiciones de la muerte y hasta
qué punto ya no resulta satisfactoria la tradicional explicación por la separación del alma y el
cuerpo (cristianismo), o del alma, del doble, del principio vital y del cuerpo (sociedades negro-
africanas). Asimismo, “la noción fisiológica de la muerte ha cambiado a través de los siglos. Es
posible que un hombre considerado m uerto en 1966 no lo sea en el año 2 0 0 ” (J. Rostand, texto
inédito). En lo que concierne a las causas actuales de la muerte, enferm edades diversas y al­
coholismo, cataclismos naturales (sismos, tifones, inundaciones), guerras y revoluciones, acci­
dentes de trabajo y de circulación (naufragios, carreteras, ferrocarriles), véanse las publicaciones
de la ous: anuarios de estadísticas sanitarias mundiales (Ginebra' 1972). Inform e epidemioló-
f gico y demográfico (9.1.1956 y 18.3.1965); y en la colección “Cahiers de santé publique”: E. M.
Backett, Les acádents domestiques, Ginebra, 1967, y L. G. Norman, Les accidents de la route, Gine­
bra, 1962. Por último, Santé du monde, Ginebra, julio/agosto de 1974.
M U ERTE FÍSICA V M U ERTE BIO LÓ G IC A 43

muerte cerebral, desde que el cerebro es el único de nuestros órganos


cuyas células, producidas una única vez, no se renuevan jamás.60
La muerte específica o genética provendría de una “desprograma­
ción programada”, que tendría su origen en los mecanismos comple­
jos que tienen su sede en el ácido desoxyribonucleico ( dna). En
efecto, todo estaría determinado -tanto se trate del genotipo como
del fenotipo-, por las cadenas de átomos distribuidos diferentemente
y dispuestas en estas macromoléculas donde, en forma de “doble hé­
lice”, se asocian bases cargadas negativamente y religadas por puen­
tes de hidrógeno de carga positiva. En esta perspectiva, el envejeci­
miento, al igual que la muerte, podrían estar predeterminados gené­
ticamente y la mortalidad de las especies vivas encontraría allí su ex­
plicación.61 Además es también la sede de las informaciones necesa­
rias para el mantenimiento y la reproducción de la célula. En electo,
existe una circulación permanente y compleja de estas informaciones
codificadas, descodificadas, recodificadas del d n a a las moléculas-
Vida a r n o ácido ribonucleico, y recíprocamente.62
Ahora bien, la contingencia cuántica puede favorecer la acumula­
ción lenta pero inexorable de errores de traducción, los cuales, du­
rante el proceso de reproducción, provocan mutaciones capitales.
Esta suma de desarreglos terminaría p o r causar la degradación de la
síntesis de las proteínas, del sistema inmunológico, de las diferencias
cualitativas y cuantitativas de su metabolismo.63 “Cada célula, y p or lo
tanto cada organismo constituido por células, está condenado a muerte tarde
o temprano p or la acumulación de errores en el programa de las moléculas
rectoras. También la muerte celular, según elta concepción, estaría
constituida únicamente por una serie de accidentes microfísicos que
se producen al azar. Pero el término estadísticamente mortal de estos
accidentes-azar tendría un carácter de fatalidad inexorable. Así, la
80 Se aprecia toda la especificidad propia de este órgano. El poder de regeneración de las
otras células es sin duda limitado: desciende sensiblemente con la vejez, a la vez que aumenta
con ésta el tiempo de cicatrización. En todo caso, el hom bre ignora la posibilidad de algunos
seres vivientes inferiores: gusano cortado en dos que completa la mitad que le falta, o pata del
tritón que se regenera después de la mutilación, etcétera.
61 Habría un límite absoluto para la vida: el deterioro genético bajo el efecto de las radiacio­
nes ionisantes. Pero ese deterioro recién se haría efectivo después de la edad de 2 mil años.
Evitar las.radiaciones cósmicas sigue siendo uno de los grandes problemas de los viajes en el
espacio.
62 J . Monod, op. cit., 1970, capítulos v a vil. Con un alfabeto de 20 letras, los ácidos nuclei­
cos componen, deshacen y recomponen hasta el infinito ese mundo de formas inextinguibles
que es la vida.
63 Véase Leslie O rgel, The maintenance o f (he accuracy o f protein and its relevance to aging, Pro-
ceedings o f the National Academy o f Science, 40, p. 517 (1963); B. J . Harrison y R. Hollidey,
Senescente and the ftdelüy of protein synthesis in Drosophila, Nature, 213, 1967, p. 990.
44 LA M U E R T E ES EN PLURAL

célula sería ciertamente amortal en el sentido de que no sufre nin­


gún desgaste de naturaleza mecánica y dispone de un sistema central
de corrección, control y regeneración que evita todo envejecimiento.
Pero es un sistema que, por su naturaleza y sus operaciones, no
puede evitar los ‘errores’ que tarde o temprano se acumularán para
llevarlo a la degradación. El mismo fenómeno se encuentra, amplifi­
cado de manera decisiva, en los organismos pluricelulares.” 64
Nos encontramos también aquí con un problema muy antiguo, que
es el de las relaciones entre lo externo = teoría de la “muerte acci­
dente” (efectos telúricos como las radiaciones, insuficiencia de agua,
de oxígeno o de alimento; choques, mutilaciones diversas) y lo in­
terno — teoría de la “muerte natural” (inscripta en la evolución gené­
tica, del que la vejez sería ya el signo precursor), sin desdeñar, por
descontado, las modalidades -condiciones, mecanismos, efectos- de
su ineluctable unión.65
También es legítimo plantearse otra cuestión: ¿es necesaria la
muerte o hay que cree^r en la amortalidad de la célula (o como se dice
a veces, pero por cierto que sin razón, en la amortalidad protoplas­
mática)? ¿Hay que admitir que, aparte de toda agresión exterior -la
que emana de la naturaleza física o la que procede de los otros seres
vivientes, desde los bacteriógrafos a los caníbales- la célula, e incluso
el animal complejo, podría perdurar ilimitadamente? A la luz de lo

fi4 E. Morin, L'homme el la mort> Seuil 1970, p. 343. El autor agrega más adelante*. “O más
precisamente, es como un pasadizo barrido por las ráfagas de ametralladora de la muerte
cuántica, es la comunicación ADX-proteínas, la comunicación genotipo-fenotipo, es decir lo que
hace que viva el genotipo, que de otro modo sería simple ácido aminado, lo que mantiene la
vida del fenotipo, que de lo contrarío se degradaría inexorablemente. Dicho de otro modo,
donde surge la muerte es en esta circulación misma que constituye lo más íntimo de la vida. No
es en el funcionamiento de la vida, sino en el funcionamiento de este funcionamiento donde
recide su talón de Aquíles” (p. 344). Véase asimismo J . Monod, op.cit., p. 126.
65 H. H am burger nos habla, en efecto, de dos muertes del hombre: la muerte natural, “mo­
mento normal de nuestro destino biológico”, tanto como lo es el crecimiento, la pubertad o la
menopausia, y la muerte accidental, “que provoca antes de tiempo un acontecimiento sobreagre-
gado”, esto es, la enfermedad. Es por cierto sobre la segunda, que la medicina puede actuar
(op. cit., 1972, pp. 115-117). Pero si la vejez, aunque esté predeterminada genéticamente, se
definiera (fenoménicamente) como enfermedad (natural) fuente de enfermedades (accidenta­
les), sería entonces posible luchar contra el envejecimiento, viejo sueño desde Metchnikoff
(Essais optimistes, Maloine, 1914), B o g o m o le t{Comment prolonger lavie, fcdit. Sociales 1950), Me-
talnikov, Voronof. Véase, especialmente dr. J . J . Maynard Smith, Tapies in the hiology oj Aging, P.
L. Krohn ed., J . Wiley and Sons, Nueva York, 1966. Después del célebre suero de Bogomoletz,
se habla hoy de necro-hormonas, de sueros cito-tóxicos, de injertos de órganos; ¡a menos que
se prefiera la criogenización en espera del remedio milagroso!
M U ERTE F ÍS IC A Y M U ERTE BIO LÓ G IC A 45

que antecede, parece claro que se debe responder negativamente, y


que la muerte accidental no es la única muerte “natural” posible.66
- Simplicidad/complejidad. A partir del hecho de que los seres vivos
inferiores presentan una mayor capacidad de reproducción (división
celular infinita, proliferación increíble de sus huevos, por ejemplo e:
la reproducción sexuada de los peces), de regeneración (un batracio
reconstituye un miembro amputado; y nada de eso es posible en el
hombre, donde sólo los tejidos epiteliales conservan este poder); por
último, mayor capacidad de resistencia a las condiciones desfavorables
del medio (fenómenos de “vida latente” o anabiosis ya citados), se ha
llegado a preguntar si la m uerte no sería el precio de la especializa-
ción funcional, que conduce a la complejidad de la organización bio­
lógica. En efecto, cada célula es un elemento del individuo y su su­
pervivencia depende del equilibrio global del sistema compuesto por
ellas. Si se altera una función vital del organismo, o si ciertas células
importantes suspenden su actividad aún antes de morir (las de los
centros respiratorios, las fibras musculares cardiacas, las células cere­
brales), se desencadena en form a inexorable el proceso de la muerte.
La muerte del organismo precede, pues, por un tiempo, a la de la
totalidad de las células 67 e implica la destrucción final del indivi­
duo68 en tanto que entidad biológica y unidad consciente, si se trata
de los escalones más altos de la escala viviente. “Así la humanidad
deberá afrontar una muerte de múltiples rostros, mil muertes de un
rostro único. Además de la muerte sistemática (resultado del deterioro
de un sistema extremadamente complejo, constituido por treinta mil
millones de unidades-células, cada una compuesta a su vez de millo­
nes de unidades, donde la perturbación accidental de un órgano par­
ticular afecta al sistema total y viceversa), hay sin duda sobrede-
terminación recíproca de una muerte genética (desprogramación

La expresión “muerte na'turat’’ sigue siendo equívoca. Ya sea accidental o procedente de


causas internas, la muerte es de todos modos un hecho de la naturaleza- La fuente de las
confusiones reside en que “natural” tanto se opone a accidental com o equivale a necesario,
pero juega siempre sobre la ambigüedad interno/externo.
67 En el ser vivo “superior”, las células sexuales son las únicas que pueden sobrevivir con la
condición de unirse con sus homologas del otro sexo, de modo que cada viviente interviene así por
mitades en la construcción del huevo.
6B Para el ser complejo, la muerte equivale a la destrucción del individuo, mientras que para
el ser unicelular puede haber desaparición del individuo sin m uerte, como ocurre en la divi­
sión celular o en la renovación de la conjugación. Para el viviente complejo, la m uerte natural
“es, pites, una ley de la colectividad individual, dependiente de la diferenciación celular y de la
limitación de la multiplicación de estas células después de un periodo de crecimiento cuya
duración, así acomo el plazo de la m uerte naLural, dependen de ]a especie considerada (P.
Chauchard, op. cit., 1972, p. 120).
46 LA M UERTE ES EN PLURAL

programada) y de una muerte cuándca o mutacional”,69 sin olvidar,


por descontado, la m uerte del cerebro.
De hecho, la oposición simple ¡complejo nos parece menos pertinente
que las anteriores, puesto que la simplicidad no es sinónimo de
amortalidad (existencia de un envejecimeinto de la célula) y el ser
complejo posee sistemas de regulación de una eficacia asombrosa.
Digamos, sin embargo, que la complejidad se convierte en una razón
más para admitir la inevitabilidad de la muerte, que se agrega a las
causas precedentes (desprogramación program ada, contingencias
cuánticas y acumulación de errores de traducción). En un sentido, es
bueno que sea así; y ello por dos razones. La primera se resume en
todas las formas de la escasez. Por ejemplo, se nos dice que una sola
bacteria en condiciones favorables, en tan sólo ocho días y según una
progresión geométrica, podría sintetizar una masa de materia viva
superior a la de la tierra. Pero “es por cierto verdad que una bacteria
no fabrica una tierra cada ocho días”; es bueno por lo tanto, que
choque “contra sus propios límites”.
Cabe preguntarse si la materia prima no acabará por ser insufi­
ciente “ para la edificación y m antenimiento de nuestro proto-
plasma”.70 Es por esta razón que la vida vive de la vida, por lo tanto de
la muerte. Esto es verdad no solamente para el bacteriófago, el herví-
boro o el carnívoro que destruyen el alimento ingerido para recons­
truir su sustancia específica, sino también para todos los átomos y
moléculas que constituyen un ser viviente. Unos y otros han formado
parte de miles de millones de otros organismos anteriores, y él
mismo proceso se reproducirá en un futuro teóricamente infinito.71
Ya sea a favor del quimismo vital, ya gracias a las leyes de desapari­
ción de los cadáveres, estos componentes entran en los ciclos bien
conocidos del carbono, del nitrógeno, del fósforo.72
Así resulta que, desde este punto de vista, “la muerte encuentra su
lugar en la economía de la vida, se convierte en la servidora de la
vida al darle nuevas posibilidades para nuevos ensayos, para nuevas
expresiones del protoplasma”. 73 Si la semilla no muere -p ara reto­
69 E. Morin, op. cit., 1972, pp. 345-346.
70 La expresión es del dr. M. Marois (presidente de la Sociedad de Tanatología), Meditation
sur la mort, en: Bull. Liaison f í a t - u t a 7, París, 1972.
71 Es interesante com probar que los elementos constitutivos de la persona entre los negros’
africanos son pasibles de una nueva redistribución. Después de la muerte, ellos entran en el
circuito de las fuerzas y participan de un nuevo destino oncológico o existencia!. Véase L. V.
Thomas, Cinq essais sur la m»rt africaine, Dakar, Fac. Lettres, 1968.
72 Dr. P. Chauchard, op. cit., 1972, pp. 50-51.
73 Dr. M. Marois, op. cit. Desde una perspectiva un tanto diferente, M. Oraison subraya
juiciosamente: “Para que el mundo sin muerte sea vivible, sería necesario que nadie naciese
M U ERTE FÍSICA Y M UERTE B IO LÓ G IC A 47

mar la fórmula evangélica-, no queda lugar para las aventuras crea­


doras de la vida, ni más juventud ni mutaciones posibles.
No sorprende observar que muchas culturas han tomado este tema
biológico: 74 por ejemplo, los ancianos africanos piden a veces morir
para revitalizarse junto a sus antepasados y renacer -en parte o to­
talmente- en el vientre de una mujer del clan (es lo que prefigura un
poco nuestras leyes de la herencia, donde cada uno de nosotros sub­
siste parcialmente en sus descendientes).
M. Carrouges 75 imagina lo que sería una sociedad capaz de reju­
venecer indefinidamente a los ancianos (decimos bien “rejuvenecer”
pues no se trata, como decía Séneca, de agregarle años a la vida sino
vida a los años). Uno de sus personajes nos habla de “la actualización
catastrófica de la mortalidad [ . . .] Los hombres estarán tan apreta­
dos unos contra otros, que se morirán de aburrimiento. No podrán
verse ni en pintura.” Lo mismo ocurriría sí se volviera sistemática la
práctica de la criogenización y llevara a los hombres a “resucitar”
cincuenta o cíen años después de ser depositados en cámaras frigorí­
ficas; pensemos en esos millones de (seudo) cadáveres congelados:
¿quién se encargaría de ellos? ¿quién los vestiría? ¿quién los volvería
a poner en actividad? O simplemente, ¿quién los reconocería?
En suma, la vida enfrentada al doble dram a de su penuria y de sus
límites individualizadores va a hacer que su fracaso absoluto, la muerte,
sirva a sus propios fines. Pero ese fracaso sólo podrá superarse si la
especie, para retomar la hermosa expresión, de Bataillon, “prosigue
su marcha sobre un camino tapizado con los cadáveres de los indivi­
duos”. Lo que nos introduce en una nueva dicotomía.76
i
más y que, al menos en un momento, cada uno quedara detenido en la edad en que se encuen­
tra. Y esto de manera universal[.. . ] Es decir que habría que resolver y despejar la contradic­
ción del tiempo. Lo que conduciría a matar el deseo (es decir, la v id a[...]), y a quedar en
permanente insatisfacción, sin la menor apertura hacia una esperanza posible.
“De cualquier manera que se considere, la muerte aparece como el factor natural más impor­
tante del fenómeno viviente, el que lo hace posible, el que le permite perpetuarse en el tiempo,
y el que, al nivel deí Hombre, le permite a éste, precisamente, vivir en el dinamismo de su
deseo y en la esperanza de una solución. No es para nada improcedente decir que es porque se
muere que se vive’.” L a mort et pids apres, Fayard, 1967, pp, 23-24.
74 Resultará menos sorprendente si se admite que las culturas son respuestas colectivas, re­
guladas por la fantasía del grupo, a. una situación nada. Aunque incorporadas a la naturaleza,
las culturas no están menos en ia naturaleza, exactam ente como lo biológico. Lo biológico y lo
cultural podrían responder muy bien, cada uno con materiales diferentes, a una misma lógica
subyacente, expresar un mismo modelo (en el sentido estructuralista del término).
7r> Les grands-peres prodige.s, Pión, 1967.
7fi .No sirve de nada decir con St. Lupasco que la muerte no es natural con el pretexto de
que, para que lo fuera, sería necesario que e! ser vivo “la acepte y se toniorm e con ella, si no
con delicia, al menos con la indiferencia más total, tal como se resuelve una ecuación” (op, rit.,
48 LA M U ERTE ES EN PLURAL

- Individuo especie. Aun cuando las especies sean mortales - r e ­


cordemos las numerosas encrucijadas de la evolución (desapari­
ción de los dinosaurios, estegocéfalos, vencidos por el erro r de su
gigantismo) o las destrucciones operadas por el hom bre-77 todo ocu­
rre com o si las especies lograran luchar eficazmente contra la
m uerte,78 subordinando sin cesar a los individuos que la constituyen.
Tal es ya el destino de la célula, que sólo dura a condición de divi­
dirse. Bergson 79 hacía notar que las sociedades cerradas (el hormi­
guero, la colmena, la termitera), fijados en sus mecanismos instinti­
vos, sacrifican sistemáticamente a la generación presente en aras de
la que le sigue. Y esto vale para todas las especies animales, de las
que podemos decir -m ás adelante veremos cómo y por qué- que
frente a la muerte, o mejor al morir, la clarividencia es de la especie
y la ceguera del individuo: se ha dicho que sólo con la conciencia de
sí mismo aparece la afirmación individual que contradice la jerarquía
de la especie y su unicidad. Sin embargo, se puede señalar una ex­
cepción en beneficio del animal doméstico, separado de su grupo
especifico, individualizado y privado de sus instintos originales y que
sabe que va a morir. En especial son los fenómenos de regulación
demográfica los que se muestran ricos en enseñanzas a este respecto:
el ruiseñor, por ejemplo, pone un huevo de más cada diez grados de
latitud aproximadamente; es que su mortalidad también aumenta
con la latitud, porque resiste mal las largas noches de invierno. Asi­
mismo se ha podido aumentar sensiblemente el número de naci­
mientos de los caracoles, encerrándolos en un recinto y suministrán­
doles una cantidad suficiente de espinacas secas, pero enseguida
aparece un fenómeno compensatorio, el aumento de la tasa de mor­
talidad. Se han hecho experiencias parecidas con ratones.80 En suma,

1971, p. 170). En efecto, más allá de las actitudes del individuo, es preciso buscar las intencio­
nes ocultas <lc la especie.
77 1\ de La Grange, Les animaux en-péril, Nathan, 1973. Se nos muestra cómo el instinto
mortífero -Júdico o com ercial- del hombre, destruye las especies animales. Uno de los casos
más dolorosos de hoy es el de la ballena exterm inada por los pescadores soviéticos y japoneses.
Véase también Le Sauvage, núm. 9, 1974: “Les animaux malades de Phomme”, pp. 36-51, y
sobre todo P. Gasear, L ’homme et ¡'animal, A. Michel, 1974.
78 De hecho todo ocurre quizás como si hubiera subordinación de la especie “al gran desig­
nio misterioso de la Vida”, así como hay subordinación del individuo a la especie. Véase Conci-
lium 94, op. cit., pp. 43-47.
79 !,.es dcuy s o n r e í de la inórale et de la religión, Pl'i-', 1932.
í‘° Véase el a i pimío sobre la muerte y el animal. También en éste la muerte está programada
consecutivamente a la reproducción: de ahí la m uerte del macho después del acto sexual en la
abeja, <> la mantis religiosa . .. •
No cabe menos que admirarse ante la prodigalidad asombrosa de la naturaleza. La vida gasta
M U ERTE F ÍS IC A Y M U ERTE BIOLÓGICA 49

la especie conserva a los individuos sometiéndolos al juego de


mecanismos reflejos e instintivos que ha creado con esa intención,
mientras que ella se mantiene m erced a la muerte de los individuos que
la constituyen (mecanismos de renovación). Pero si ocasionalmente
algunas unidades llegan a amenazarla (fallas del instinto, prolifera­
ción, diversas desviaciones), la especie no vacila en crear mecanismos
de destrucción.
¿Cómo procede a este respecto el hombre? En cuanto especie ani­
mal, tiene que someterse evidentemente a las exigencias de la natura­
leza; por lo tanto, también se subordina a la especie, que de ese
modo se mantiene y renueva.81 Pero la especie humana presenta dos
características: su continuidad en el tiempo, puesto que apareció
desde fines de la era terciaría, más seguramente a comienzos de la
cuaternaria; 82 y luego la existencia de la conciencia, o más exacta-

sin tasa ni medida para sobrevivir: una sola emisión de líquido seminal de un hombre contiene
300 millones de espermatozoides (equivale a la población de Europa occidental). Diez emisio­
nes iy es toda la población del globo! Cuatrocientos mil óvulos en el ovario de una niña al
nacer, de lo.s cuales sólo 4 0 0 serán em itidos, a razón de uno todos los 2 8 días durante treinta
años de la vida genital de la mujer. Así, se invierten miles de millones de espermatozoides,
centenas de millares de óvulos, para que de una sola pareja haya algunas posibilidades de que
nazca uno, dos o tres niños (Dr. Marois).
81 Subordinación que aparece a dos niveles: sucesión de las generaciones, por cierto, pero
también regulación demográfica. Durante la hambruna de 1877 en Madras se asistió a una
reducción brutal de la población, fruto a la vez de una mortalidad aplastante y una baja de la
natalidad (de 29 a 4 por mil habitantes). L a guerra también podría analizarse desde este punto
de vista. “Se sabe que para el biólogo, la guerra es un fenómeno natural que oculta, tras mil
pretextos diferentes y episódicos, un estado permanente de agresividad entre los grupos hu­
manos. La agresividad personal, otro fenóm en o seguramente innato e irracional, com o lo de­
muestran su misma futilidad e inadecuación, es quizás también un instinto destinado a favore­
cer la muerte, reguladora de las densidades humanas excesivas. En su Política, Aristóteles es­
cribía ya que' la reproducción anárquica d e la especie humana favorecía la revolución y el
crim en” (J. Ilnmburger, op. cil., 1972, p. 133). Sin embargo, hay que admitir que esta regula­
ción no tiene la eficacia que nos muestran los equilibrios bióticos naturales. Desde el año 0 de
nuestra era hasta el año 2000, la especie hum ana habrá pasado de 250 millones de personas a 8
mil millones.
82 **[ ••-]no olvidemos que un ser vivo, uno solo, pero él solo, ha logrado sobrevivir desde
hace dos mil millones de años, probando de ese modo que era capaz de escaparle a todos los
deterioros cuánticos. Y este ser viviente, el prim ero, está presente en cada uno de nosotros, en
todo ser viviente en el mundo. Hay que decir que esta amortalidad en nosotros de la primera célula se
debe a su evolución, al cambio a través de la multiplicación y la proliferación. Pero esto nos indica que
entre la miríada de mutaciones mortales, hay otras que, por el contrario, han salvado de la
muerte al ser originario, y asegurado, a través de su diáspora, sus desarrollos, sus metamorfosis
y sus progresos; su continuidad” (E. M orin, op. cit., 1970, p. 345). Por lo demás, se nos dice que
la tierra será habitable todavía durante 6 mil millones de años, de modo que la humanidad no
habría recorrido hasta ahora más que u n a pequeña parcela de su camino.
50 LA M U ERTE ES EN PLURA L

mente de una conciencia de segundo grado, es decir de la reflexión;


de allí surge una diferencia fundamental, que separa al hombre de
los demás seres vivos, a saber, su aptitud para la crítica (cuestionar la
naturaleza). El ser humano, que es el animal más socioculturalizado
de todos los seres vivos (familia, escuela, lenguíye, profesión), es el
que más se ha liberado merced al poder de su inteligencia. Más exac­
tamente, habría que oponer una vez más al hombre de las sociedades
“arcaicas” al de Occidente.83 En el África negra, por ejemplo, donde
la persona84 se halla cerca del personaje {persona = máscara) y se
define en parte por la herencia social (cada sujeto procede del linaje
paterno y materno, reencarna eventualmente a un antepasado) y por
el contorno de sus allegados (parentesco clasificatorio; diada madre-hijo
consagrada por el diálogo del cuerpo: la madre lleva al niño a su
espalda durante el día, se acuesta con él durante la noche, le ofrece
su seno permanentemente; papel de las sociedades iniciáticas), se
considera que la m uerte afecta sólo al individuo, apariencia singular
e inesencial, mientras que el grupo se considera inmortal y pone en
juego todo lo que está a su alcance para luchar contra los efectos
disolventes que provoca la desaparición de uno de sus miembros,
sobre todo si es eminente.
Así, todo sistema cultural que reposa sobre el capital humano no
tiene otra salida, para preservar a los hombres, que socializarlos,
asumiendo la muerte en el plano del grupo para negarla mejor a
nivel del rito.85 Por el contrario, la sociedad occidental de hoy, que se
preocupa por sobre todo de la acumulación de bienes, acelera el pro­
ceso de individualización, y abandona al hombre a sus fantasías mor­
tíferas y mortífobas. Por eso mismo enfrenta más dolorosamente la
muerte, la del prójimo y la propia: al no poder escapar de ella, la
rechaza; y al no poder evitarla, se convierte en su instrumento. Por

83 Así M. Mauss, al destacar la “tiranía” que ejerce el grupo sobre el individuo, nos habia de
muertes “causadas brutal, elementalm ente a numerosos individuos[. . . ] simplemente porque
ellos saben o creen (lo que viene a ser lo mismo) que van a m orir” (Sociologie et anlhropologie,
PUF, 1950, cuarta parte, pp. 313-330). J . G. Frazer {The f e a r o f the dead in primitive religión, 3
volúmenes, 1933-36) ha subrayado también cómo el temor a la muerte era poco pronunciado
en el “primitivo”. Es que “la participación del individuo en el cuerpo social es un dato inme­
diato contenido en el sentim iento que él tiene de su propia existencia”. Véase también Levy-
Bruhl, Carnets, puf, 1949, pp. 106-107, y P. L. Landsberg, Es sai sur l’experience de la mort, Seuil,
1951, cap. ni.
84 L. V. Thomas, “Le pluralisme cohérente de la notion de personne en Afrique noire tradi-
tionnelle” en L a notion de personne en Afrique noire, cn rs, 1973, pp. 387-420.
85 Véase más adelante: De la corrupción a lo imaginario (cuarta parte).
M U ERTE FÍSICA Y M UERTE B IO LÓ G IC A 51

una curiosa y sin embargo muy comprensible paradoja, una sociedad


así no puede sino despreciar la vida (a despecho de que proclame lo
contrario) y provocar a la vez su propia m uerte.86

Traspuesta de lo biológico a lo cultural, la dicotomía individuo/especie (o colectividad) se


resuelve en beneficio del primer término en el hom bre m oderno y del segundo en el hombre
de las sociedades tradicionales. Véase E. N’Goran Blanc, Mort etéternité dans la pensée africaine et
occidenlale, Tesis del 3er. ciclo, París, Sorbona, 1971. Véase también E. Enríquez, op. cit., 1973,
pp. 146-173.
II. M U E R T E SO C IA L, M U E R T E DE LO S H E C H O S
S O C IA L E S Y S O C IA L IZ A C IÓ N D E L A M U E R T E

Si b i e n cada individuo, aun el que muere junto a otros, se enfrenta


solo a su trance; si bien la experiencia de la muerte en cuanto reali­
dad vivida es el patrimonio de los seres singularizados -p o r escapar a
la individuación, el animal no conoce su anulación o la de su congé­
nere, con excepción del animal doméstico que está apartado de la
especie, por lo tanto individualizado, según veremos más adelante-,
la muerte puede definirse en cierta medida como un hecho social.
No solamente en razón de que, por la vía de la historia, de la tradi­
ción, del recuerdo, la sociedad está constituida por más muertos que
vivientes, según la observación célebre de A. Comte, sino también
porque el acto de morir -con todo lo que él implica- se convierte
antes que nada en una realidad sociocultural. Es que la muerte des­
pierta en el plano deHa conciencia individual y grupal conjuntos
complejos de representaciones (suma de imágenes-reflejo o de fanta­
sías colectivas, juegos de imaginación: sistemas de creencias o valores,
enjambre de símbolos) y provoca comportamientos de las masas o los
individuos (actitudes, conductas, ritos), codificados más o menos ri­
gurosamente según los casos, los lugares y los momentos.1 La tipolo­
gía de las formas del morir o de los difuntos, la significación del
deceso y de los ritos funerarios, el tratamiento de los cadáveres y
luego de las osamentas, las conductas de la aflicción y del duelo, las
“profesiones de la muerte” (fabricantes de ataúdes, sepultureros,
empleados de funerarias, plañideras, hoy los servicios tanatológi­
cos),2 la sublimación de ciertos difuntos y el nacimiento del espíritu

1 “Hay civilizaciones de la muerte, de other-worldliness, como dice Christopher Dawson, que


tienden hacia la muerte y sobre todo hacia el más allá de la muerte; civilizaciones donde los
muertos comandan, donde la idea de la m uerte domina, donde la vida se orienta sin cesar
hacia la muerte, que le confiere su sentido. Así, Egipto, con su pueblo de muertos embalsama­
dos en las necrópolis, y las momias de sus faraones en los hipogeos de las Pirámides. Existen,
inversamente, civilizaciones de este mundo, que le temen a la muerte y tratan de encubrirla, a
fin de pensar en ella lo menos posible. Cuando la China de Mao T se-Tung hace pasar el
arado por sobre la tumba de los antepasados, secrilegio inaudito en tierra china, está opo­
niendo una civilización de este mundo a una civilización del otro mundo. En las culturas terre­
nales, la muerte se aparece como un accidente inexplicable, trágico para unos, trivial para
otros, del que vale más no hablar.” J . Folliet, “Phenomenologie du deuil”, en La mort et VHomme
du XX siecle, Spes, 1965, p. 172.
2 Jamás la m uerte fue tan medicalizada y profesionalizada como hoy (véase Illich y su Némésis
medícale, Seuil).
52
M U E R T E SOCIAL 53

religioso (o solamente del culto de los antepasados), constituyen he­


chos socioculturales cuya lectura a la vez comprensiva y crítica enri­
quece el saber antropológico.
En particular, dos órdenes de temas merecen una atención espe­
cial: la dimensión social de la muerte individual (lo que llamamos
muerte social, eventualmente escatológica) y la muerte de los hechos
sociales, ya se trate de instituciones, de culturas o de sociedades pro­
piamente dichas.

L A M U E R T E SOCIAL

Se puede considerar que hay muerte social (con o sin muerte bioló­
gica efectiva) toda vez que una persona deja de pertenecer a un
grupo dado, ya sea por límite de edad y pérdida de funciones (de-
functus ydifunto se em parentan), ya que se asista a actos de degrada­
ción, proscripción, destierro, o bien que estemos en presencia de un
proceso de abolición del recuerdo (desaparición sin dejar huellas, al
menos a nivel de la conciencia).
Habría seguramente que referirse a la resonancia política o social
de algunas muertes, directamente o por sus consecuencias: asesinatos
políticos (Luis XVI, duque de Enghien, drama de Sarajevo, muerte
del presidente Kennedy o de Vassilos Vassikilos-wase la película Z de
Costa Gavras); suicidios por impugnación o protesta: el de Yan Palach
contra las tropas soviéticas en Praga; el de los bonzos contra la gue­
rra de Vietnam; muertes políticamente recuperadas: negros emigrados
intoxicados en Aubervilliers, asesinato de Overney ante las fábricas
Renault, diversos accidentes d e trabajo, etc.; sus exequias provienen
a veces del mitin político. En este sentido, la muerte de Cristo, por
sus consecuencias socioculturales, es el prototipo de m uerte social
entendida de esta manera.3

Muerte y pérdida del recuerdo


Según los negros africanos, p o r ejemplo, la etapa final de la muerte
se produce cuando el esqueleto ha desaparecido por completo, o
cuando la familia del difunto se extingue, o cuando por haber per­
dido el recuerdo del muerto 4 ya no hace sacrificio para él (éste no

3 Véase N. N,L a Mort du Christ, L um iére et Vie, T . XX , 101, enero-m arzo de 1971.
4 Hay, por lo tanto, dos niveles a to m a r en consideración: pérdida individual y sobre todo
grupal del recuerdo; extinción del soporte físico-social del recuerdo; el individuo, el linaje, a la
postre el clan. Por lo demás, es conocido el anatema judío: "Malditos sean tu nombre y tu
memoria.”
54 LA M U ERTE ES EN PLURA L

tiene entonces los recursos requeridos para mantener su vida en el


más allá). Esta muerte definitiva o escatológica es, pues, a la vez so­
cial (alteración de la memoria individual y sobre todo colectiva) y
metafísica (pérdida del influjo vital de los difuntos, quienes, descui­
dados por los vivientes, 110 poseen más la fuerza para entrar en rela­
ción con ellos). Igualmente se distinguen en el África tradicional los
antepasados inmediatos, conocidos, nombrados, y los antepasados le­
janos, anónimos, una especie de conjunto sincrético que no deja de
recordar a la Comunión de los Santos de los cristianos, pero que en
este caso es como la propiedad colectiva del linaje, del clan y de la ,
“tribu”: por cierto, su evocación en los ritos deja de ser nominal.
De ese modo, a la muerte escatológica puede corresponder una
supervivencia colectiva, pero impersonal (no hay aquí, pues, proceso
de “nadificación”), un poco a la manera de un osario donde se asiste a
una curiosa mezcla de piezas de esqueleto.
Algunos muertos ilustres, fundadores de una etnia o un linaje, si­
guen siendo nombrados; hasta llegan a transformarse en genios (los
pangol serer en el Senegal, o divinidades secundarias, no son más que
difuntos privilegiados, y sus altares corresponden a sus antiguas
tumbas), incluso en divinidades (el célebre Unkulunkulu de los zu­
lúes en el Transval). Más todavía, el Ala Tangana, divinidad suprema
de los kono de Guinea, ser pluriforme, termina por confundirse con
la totalidad de los difuntos tribales divinizados a partir del momento
en que su recuerdo desaparece de la memoria de los vivientes. En
cierta medida, los santos cristianos se definen como difuntos que,
gracias a sus méritos, escapan a la muerte escatológica, aun si algu­
nos de entre ellos, olvidados hoy, recaen en el anonimato de los de­
saparecidos.5
De ese modo hay relaciones estrechas entre la situación “arcaica” y
la del mundo occidental actual. Entre nosotros, las penas eternas no
son más que votos piadosos, como los “No te olvidaremos jam ás”.
Basta interrogar a la gente o visitar los cementerios para comprobar
hasta qué punto, a pesar del peregrinaje anual (los primero y dos de
noviembre) la mayoría de los difuntos han dejado de ocupar la con­
ciencia de sus supervivientes.6 La disminución después de una de-

5 En un sentido, es como si estas creencias tuviesen por finalidad luchar contra la inevitabili-
dad de la muerte escatológica, cuyo carácter culpabilizador para los sobrevivientes (si hay so­
brevivientes) no requiere demostración, y que tiende a la permanencia, o mejor todavía, a la
reproducción del grupo considerado (clan, tribu, sociedad cristiana).
6 Esta imprensión de aniquilación definitiva, de vacío total, obsesiona a veces a los vivos.
“Nunca le había parecido la vida tan tonta y tan vana. ¿Qué quedaría de él, de los frutos de su
trabajo, de su obra, cuando hubiera dejado de vivir? ¿Quién pensaría en él, quién citaría su
M U ERTE SOCIAL 55

cena de años de los pedidos de misas por el descanso del alma del
“querido desaparecido” (una encuesta reciente 7 en la región pari­
siense evalúa esa disminución en cerca del 70%) abona en el mismo
sentido. Inversamente, el amnésico (recuérdese la excelente pieza de
Anouilh, El viajero sin equipaje), más todavía que el que ha perdido
sus “papeles" (¡o el apatrida a quien se los niegan!), se convierte tam­
bién en un muerto social: no tiene ni papel que desempeñar, ni esta­
tuto, ni función. A veces hasta se ve obligado a andar a la búsqueda
-dolorosa- de su identidad.
Y si pasamos del individuo al grupo, sólo los muertos célebres
-desde los héroes políticos a los artistas de cine- logran escapar du­
rante un tiempo -sobre todo si un monumento o el nombre de una
calle recuerda que existíerDn- a esta fuerza devastadora del olvido. Y
sin embargo, los medios de conservar las huellas de una vida son hoy
más numerosos y eficaces que nunca (fotografía, sonido, etc.), a tal
punto que la posibilidad de una “mnemoteca para el año 2000” no
debe desecharse.
En nuestros días, el progreso en el tratamiento de la información y
de la sistemática hace técnicamente posible y utilizable la memoriza­
ción de todos los datos útiles concernientes a la antropología y la
tipología de cada difunto. La miniaturización de los documentos vi­
suales o sonoros, mediante filmes, micro fichas, bandas magnéticas y
“memorias”, nos ofrece todos los medios para una conservación co­
rrecta en volumen reducido. “El verdadero problema es el de la elec­
ción de los datos y su normalización en vistas al tratamiento de estas
informaciones, por una parte en lo que se refiere a la investigación
analítica de las correlaciones dentro de una bi9 grafía personal y por
otra en lo relativo a la investigación estadísticá[. ..] Dado que es po­
sible lograrlo, se debería prever y estudiar la constitución de mnemo-
tecas en las necrópolis del futuro, en función de la experiencia del
pasado, datos del presente y posibilidades del mañana. Más que las
estelas recordatorias corrientes, las mnemotecas serán verdaderos
monumentos psíquicos que compensarán ampliamente la necesaria
reducción de los mausoleos, reutilizándose lo que se economice en
éstos en una conservación del recuerdo más conforme con las ten­
dencias de nuestra época y de nuestra civilización. Se advierte que
esta prospectiva se sitúa perfectamente en la línea tradicional puesto

nombre, quién recordaría su rostro, el sonido de su voz, el color de sus ojos? {Qué absurda ía
lucha que libró por los suyos, olvidándose de vivir él mismo!” T . Owen, Ceremonial noctume et
autres contes imolites, Marabout, 242, 1966, p. 30.
7 Entrevistas realizadas con sacerdotes por uno de nuestros estudiantes, a iniciativa nuestra.
La investigación prosigue todavía.
56 LA M U E R T E E S EN PLURAL

que reaviva el recuerdo del muerto al actualizar sin cesar las infor­
maciones legadas por él; que perfecciona el diagnóstico de la muerte,
y por lo tanto el respeto por los restos corporales, en ciertos casos
con prolongación del don de la vida; y que, en fin, el hombre más
humilde figuraría en esa estela común junto al más notable, partici­
pando los dos de la misma estructura, símbolo del cuerpo místico de
la humanidad.” 8

Muerte exclusión
La muerte exclusión aparece bajo una luz diferente según que vaya
acompañada de muerte biológica o no. Los condenados a muerte
parecen doblemente excluidos; primero por el hecho de su ejecu­
ción, por cierto, pero también en cuanto se hace difícil rendirles
“cuito” porque, o bien su tumba permanece anónima (el sector de los
supliciados en el cementerio de Ivry), o simplemente porque se ha
tomado buen cuidado de dispersar las cenizas (caso de los jefes nazis
ahorcados después del proceso de Nuremberg). La práctica de la
tumba secreta es muy; conocida. El negro africano entierra clandesti­
namente al que ha tenido una mala muerte (leproso, brujo, mujer
muerta de parto, iniciado que muere en el bosque sagrado); y más
recientem ente las autoridades checas han hecho desaparecer la
tumba de Yan Pallach, objeto de peregrinaje por parte de los que no
habían aceptado el fin de la primavera de Praga. A menos que, más
sencillamente, se prefiera enterrar al proscripto en un lugar inacce­
sible (fue el caso de Pétain en el fuerte de la isla de Ré).
La prohibición en la Edad Media de sepultar al muerto en el ce­
menterio de los “elegidos” (personas muertas a causa del cólera, de la
peste, o heréticos, cismáticos, brujos, bailarines v diversos artistas del
espectáculo), tanto como la negativa de conducir a Pétain a Douau-
mont, proceden de la misma mentalidad. Un caso curioso a señalar
es el decreto emitido por las autoridades de Gabón: el condenado a
muerte no es ejecutado, sino privado de todos sus papeles oficiales y
excluido de la comunidad; en este caso, la muerte social sustituye a la
muerte efectiva.9

H H. Larcher, “Communícatíon au Colloque de Montpellier de la Socíeté de Thanatalogie”,


junio de 1971.
La película de C. Lanzmann, Pourquoi Israel nos muestra ya una mnemoteca “clásica”, donde
están consignados los nombres de los mártires judíos de los nazis. Algunos m onumentos a los
muertos cumplen esta función.
9 En Gabón, una ley reciente le permite al je fe de Estado conmutar la pena capital, y tro­
carla por trabajos forzados a perpetuidad, o bien declarar al culpable “m uerto social”. En este
M U E R T E SOCIAL 57

Esto nos conduce al segundo tipo de muerte destierro. El sujeto


condenado sólo se ve privado de sus derechos y funciones: pérdida
de sus derechos civiles, degradación pública (recuérdese el caso
Dreyíus), transformación o desaparición de funciones sociales y acti­
vidades profesionales. Así, a propósito de la exclusión de R. Garaudy
de las funciones que tenía en el p c f , R. Escarpit escribió en Le Monde
con el título “Un bello entierro”: “Ahora que los cirios se han apa­
gado, cabe decir: Roger Garaudy ha tenido un hermoso entierro.
Hasta se le ha permitido pronunciar su propia oración fúnebre.”10
Junto al exilio (voluntario o no) fuera del país natal (“partir es morir
un poco”, dice una canción célebre; morir alejado es también dolo­
roso para el negro africano), puede existir un exilio más cruel toda­
vía en medio de los suyos (prisión, asilo, hospicio, exclusión). A la
destrucción que provoca la m uerte biológica, la muerte social res­
ponde con la cosificación (X es un criminal, un proscrito), el anoni­
mato impersonal (los “difuntos”, los “sin tumba”, los “perdidos en el
osario”), la supresión del papel social por degradación, como vamos
a ver ahora.”

Muerte social del viejo: de la jubilación a l hospicio

“Es posible que el problema del envejecimiento vaya a ser uno de los
más difíciles de resolver en la sociedad del mañana. Es posible que la
longevidad aumente considerablemente, que el periodo de madurez
del hombre se prolongue y que esta madurez no encuentre aplica­
ción útil.” 12 Más que cualquier otro entre los humanos, los viejos, al

caso, el condenado será suprimido de Ja sociedad, aislado en un lugar que se mantiene en


secreto y privado de todos sus derechos familiares, civiles y cívicos. Figurará com o muerto en
los registros ciei estado civil y su sucesión se abrirá el día que se emite el decreto infligiéndole
esta pena.
10 Le Monde, IL ele febrero de 1970. Le Monde, 10 de febrero titulaba ya, a propósito de la
exclusión de Garaudy: “Las razones de un suicidio”.
Existe un cierto parentesco entre ser excluido de un partido político, de una sociedad se­
creta, de una religión (excomunión). L a pena suele preceder a la muerte real: suicidio, ejecu­
ción. Es así que se ha hablado con justicia de las “tres muertes” del general de Gaulle: su retiro
definitivo a Colombey, su fallecimiento, el fracaso de la i'OR en las elecciones presidenciales de
1974.
11 Es en cierto sentido el caso, en algunas sociedades, del alienado internado (es decir, dos
veces alienado); el del prisionero, privado al mismo tiempo de sus derechos civiles y políticos, y
“olvidado” en el fondo de su celda; el del difunto arrojado a la fo s a común, o al que se le ha
privado de sepultura; el del africano sin progenitura ni funerales, a quien no se le rinde nin­
gún cuito (es lo que hemos llamado “m uerte escatológica”).
12 R. Mehl, Le vieillissement et la mort, p u f , 1956, p. 133.
58 LA M U ERTE ES EN PLURAL

igual que los condenados que esperan su ejecución o los enfermos en


peligro de muerte, son difuntos en potencia, biológicamente termi­
nados, desgastados, socialmente inútiles (no productivos, consumido­
res modestos), privados de sus funciones (reposan antes del reposo
eterno), que viven frecuentemente en condiciones económicas preca­
rias (sobre todo si pertenecen a las clases menos favorecidas de la
sociedad) y en una cruel soledad. Sólo les queda refugiarse .en el
sueño, o pasar la mayor parte de su tiempo en cama, o sentados
junto a la ventana contemplando a un mundo que ya no los mira.

1. La jubilación

En varios aspectos, a pesar de que se amplía la esperanza de vida y se


adelanta la edad en que se puede dejar de trabajar, suele haber una
relación directa entre jubilación y vejez en el sentido social del tér­
mino. “Cuando uno se jubila, percibe su pensión a la vejez; cuando
está jubilado, a uno lo perciben como un viejo.” 13 Muchos viven so­
ñando con la época en que se jubilarán 14 pero el sueño se trans­
forma rápidamente en pesadilla,15 porque ellos pierden al mismo
13 H. Reboul, "Vieillir” . Proyecto para vivir, Le Chalet s n p p , 1973, Lyon, 1973, p. 94. A. M.
Guillemard titula su tesis: L a retraite, une mort sociale (Mouton, París-La Haya, 1972). “Yo no
pensaba más que en la jubilación. Pero usted cierra la puerta de su oficina y entra en su casa. Y
entonces todo ha terminado. Uno se pone a esperar la carroza que lo llevará al cementerio”, le
declara al autor, y no sin am argura, uno de los interrogados. La comisión de estudios de los
problemas de la vejez y num erosos geriatras (R. j . Van Zonneveld, L. Binet, J . 1’. Vignat)
asimilan vejez y jubilación, al igual que la seguridad social.
14 En Francia, los obreros de la construcción y de los trabajos públicos se jubilan por los
siguientes motivos: el 11.6% porque quieren dejar de trabajar; el 34.6% porque alcanzan el
límite de edad; y el 63.3% por razones de salud. Hacer valer los derechos al retiro puede ser a
veces una “sanción disciplinaria” recuérdese el ejemplo reciente del general de la Bollardiére o
del general Stehlin.
15 He aquí dos testimonios igualmente elocuentes.
- La jubilación es fuente ambivalente de esperanzas, de gratificaciones, pero sobre todo de
angustias, de agresiones, de frustraciones. “Al implicar la noción de límite, de no retorno, la
jubilación es el signo irrevocable y evidente de la vejez. Implica también la idea de ataque, de
pérdida de la integridad: ¿no se es ‘golpeado’ por el límite de edad, por la jubilación, como se
es golpeado por la enferm edad, por un achaque? En suma, la jubilación aparece como una
suerte de alegoría que participa del tiempo y de la m uerte” (J. P. Vignat, op. cit., 1973, p. 57).
- “Pero lo que es impresionante es que las condiciones en las cuales, en situación de retiro, la
vida social no se reproduce, no son situaciones marginales. No se trata de ‘fracasados’ del
sistema, sino de un proceso general de una gran regularidad. No es la marginalidad, la falta de
cooperación en el seno de la producción colectiva, Jas que llevan a la negación de toda existen­
cia social. Por el contrario, son un lugar definido en el proceso de producción, una cierta
posición en el sistema cultural, los que conducen ineluctablemente a la muerte social. Para las
clases' sociales menos favorecidas, la jubilación equivale a la muerte social según un proceso
M UERTE SO CIA L 59

tiempo: su papel social, sobre todo si ocupaban un puesto agradable


o importante; sus compañeros de trabajo; una gran parte de sus re­
cursos; 16 a veces su vivienda, sobre todo si no tienen cómo pagarla; y
a cambio de esto encuentran: aislamiento, abandono,17 desasosiego.
De hecho, el pase a retiro “es generalmente vivido por el hombre, de
una manera más o menos consciente, com o una encrucijada existen-
cial; el personaje social de ese hombre le es retirado por una institu­
ción que le parece tan ineluctable e injusta como la muerte -y él lo
vive por lo demás como una m uerte-, fuente de angustias y de sen­
timientos de intensa frustración”. Pero el personaje social es funda­
mental para el hombre (especialmente la profesión), “tan esencial
como su nombre para individualizarlo e identificarlo, y permitirle
existir para el otro, así como para satisfacer su voluntad de poderío”.
Hay más todavía, pues a la pérdida de los intereses vitales “se
agrega el abandono de las costumbres, el cambio de estructura y de
medio, la ruptura afectiva con sus compañeros y con la atmósfera
particular de su trabajo, el alejamiento del grupo del que se siente
rechazado por ser demasiado viejo. Este rechazo se vive como la pér-

general del que hemos tratado de definir sus etapas principales. Sin embargo, se nos podría
objetar que el vacío social que hemos llamado muerte, puesto que el sociólogo no puede captar
la muerte más que en hueco, por ‘ausencia’ (ausencia d e actividades sociales, etc.), no es de
hecho sino el reverso de la sabiduua, de una vida interior intensa que las herram ientas del
sociólogo no permiten aprehender. Sin embargo nos ha parecido a través de este estudio, que la
jubilación-jubilación no es una práctica que se vive con serenidad, sino que los interesados la
experimentan de una manera coniliaual, incluso dramát ica a veces. Para los que atraviesan por
ella, la jubilación-jubilación es un periodo d e crisis, enm arcado ¿*»tre la vida de trabajo y el
horizonte fijo de la m uerte” (A. M, Guiílermard.op. cit., 1 972, p. 23¿.) Véase Gerontologie 74,núrn.
14, abril de 1974.
16 No solamente disminuyen muy sensiblemente los recursos habituales (a los 65 años el
trabajador en Francia se jubila con una tasa de retiro del 40% por el régimen de base y de 20%
por los retiros complementarios), sino que muchos tienen apenas con qué subsistir: 2 300 000
jubilados tenían todavía, en 1972, menos de diez francos por día para vivir, lo que, como se
adivina fácilmente, incide sobre la alimentación (“se vengan en el pan” es una fórmula que se
escucha con frecuencia) y el vestido (se nota una disminución de ios gastos en este rubro que
van del 11 al 19%). A título indicativo, señalemos que en 1962, las jubilaciones representaban el
8.40% del pnb de Alemania, contra 4.96 en Francia; en 1967, las cifras eran, respectivamente,
9.2% y 6.52. A esto se le agrega el hecho de que las jubilaciones se perciben trimestralmente, lo
que nó aeja de tom ar desprevenidos a ios que eran pagados por hora, por semana, por quin­
cena o por mes: “Esto requiere una adaptación sin precedentes, que obliga a una gimnástica
del espíritu para equilibrar de manera acrobática un presupuesto exiguo”, subraya H-. Reboul,
op. cit., 1973, pp. 96-97 (de ahí la costumbre de com prar el carbón en verano porque cuesta
más barato.
17 Según A. M. Guillemard (investigación sobre los subsidios de la caja de jubilaciones
inter-empresas), el 15% están aislados de toda relación; el 50% de los obreros rio tienen más
que tres contactos por semana. Según algunos investigadores del c n r s , el 8% de los adultos
ignoran si sus padres viven o están muertos.
60 LA M U E R T E ES EN PLURAL

dida de su virilidad, que produce un sentimiento de impotencia y


culpabilidad. ‘No se le quiere más’; ‘no se es más capaz’. El sujeto que
envejece debe hacer frente a todos los aspectos que se acaban de ver
a este cuestionamiento general, y además reorganizar su personali­
dad en el ocio y la inacción más o menos total. La falta de un pasa­
tiempo y de un aprendizaje del tiempo libre compromete a menudo
esta reorganización”. 18
A veces, la única salida de esta situación es para el viejo el refugio
en la psicosis, la somatización -eventualmente el suicidio-19 o el nau­
fragio existencial que representa entrar en el asilo.

2. E l asilo
Desde la perspectiva que nos interesa, el asilo es a la vez la conse­
cuencia de la muerte social y su instrumento más perfeccionado.
Opera sobre un doble registro, puesto que al institucionalizar la alie­
nación del viejo, libela de culpa a las familias que se desembarazan
así de padres que se» han vuelto molestos, dándoles buena concien­
cia,20 y también a la sociedad que ha creado la institución de asisten­
cia: de tal manera que se puede decir que el asilo absorbe con los
viejos la angustia y la culpabilidad del grupo.
Las motivaciones para entrar en el asilo de viejos,21 responden a
tres situaciones bien conocidas por los geriatras: la reducción de la
autonomía (corresponde a la disminución de los medios físicos e inte­
lectuales, que la debilidad de las posibilidades económicas no permite
compensar con la adquisición de servicios); el aislamiento, donde con­
18 J . P. Vignat, Le vieillard, l ’hospice et la mort, Masson, 1970, p. 58. El autor tiene razón
cuando agrega: “La jubilación representa literalmente que el sujeto retira su afectividad de
diferentes objetos en los que la había proyectado al construir su mundo social y profesional.
Tod a la economía psíquica va a tener que reorganizarse, movilizarse, y el sujeto tendrá que
constituir un nuevo equilibrio gracias a nuevas inversiones de su afectividad (en sentido f'reu-
diano). Una angustia muy importante se pondrá entonces en movimiento, y se puede manifes­
tar toda una serie de perturbaciones más o menos graves ”
19 Los suicidios son más numerosos en los sectores extremos de la sociedad: las clases inuy
pobres (sobre todo por razones económicas) y entre los que ocupaban un puesto de comando o
de responsabilidad (éstos por razones psicosociológicas: sentimiento d e vacío, impotencia e inu­
tilidad).
20 No hay más que analizar los argumentos invocados a menudo: “allí estará seguro”; “se
ocuparán de él”; “no tendrá Frío”, “se hará de amigos", “los niños no lo molestarán”, “iremos a
verlo una vez por mes”.
21 De hecho, nadie entra en el asilo: se lo mete en él. Véase: R. Fesneau, Le vieillard et sa morís a
l'hospice, Bu|l. Soc. Thanoto., 2, 1074, pp. 10-20; M. L. Llouquet, Les trois mort du vieillard en
hospice, ibid., 3, 1974, pp. 75-96: se trata sucesivamente del ingreso en el asilo o muerte cercana,
de la vida en el asilo o muerte sociopsicológica y por último de la muerte propiamente dicha.
M U E R T E SOCIAL 61

vergen numerosos elementos (pérdida del empleo y del decoro fami­


liar, desaparición del cónyuge, dispersión y alejamiento de los hijos o
de los amigos, disminución del sentido de familia y baja de la tole­
rancia que una sociedad orientada antes que nada hacia los jóvenes,
es capaz de tener ante las perturbaciones de comportamiento del
viejo); en fin la pérdida del interés existencial. Según P. Vignat,22 tres
elementos contribuyen a este cuadro: “la pérdida del personaje so­
cial” (jubilarse es a la vez perder el empleo y ver reducido el poder
económico), que constituye sobre todo la experiencia del hombre y
de algunas mujeres socialmente inasculinizadas; la dificultad, incluso
la imposibilidad “de reorganizar su personalidad en el ocio, agravada
por la falta de una educación para el tiempo libre”; “el estrecha­
miento vital” que lo reduce al aislamiento, a la limitación del campo
de acción, tanto por razones económicas como médicas.
Estas condiciones dramáticas en sí mismas se ven todavía reforza­
das por las condiciones de permanencia en el asilo: separación de las
parejas, incomprensión y dureza del personal no calificado, vigilan­
cia más que cuidados (la falta de medicamentos a veces es dramática)
que se le acuerdan a los pensionistas, sentimiento acrecentado de
inutilidad, incluso de desamparo, contactos frecuentes con la muerte
(suele haber supermortalidad en los asilos, sobre todo en los meses
siguientes al ingreso). Es que el asilo no es una institución con miras
terapéuticas o de readaptación: es un “desaguadero”,un desván
donde se arroja lo irrecuperable, aquello de lo que no se puede espe­
rar nada más, supervivencia de una concepción fatalista y pasiva del
disminuido y del inadaptado”; 23 o simplemente un “moritorio”, una
antecámara de la muerte, el intermediario privilegiado que trans­
forma a la muerte social en muerte biológica.

L a muerte socialmente reconocida


Hay muerte verdadera recién cuando socialmente se le reconoce.24
Esto atañe no sólo al problema de los signos o pruebas de la muerte
22 Op. cit., 1970, pp. 60-61.
13 J . P. Vignat, p. 126. En la admisión en el asilo, aparece una relación dialéctica entre dos
elementos. Primero, la alieneación del viejo reducido al estado (que no estatuto) de no produc­
ción, víctima de una sacada de circulación económica y socioafectiva (aislamiento, retiro, preca­
riedad de recursos, falta de preparación para el tiempo libre, enfermedad). Luego, la ambiva­
lencia de la relación con el viejo, “hecha de angustia, de agresividad, de culpabilidad, de piedad.
L a agresividad para con el viejo es muy mal tolerada; el grupo y el individuo la viven como un
parricidio. Esta relación conduce finalm ente al rechazo del viejo: se le escapa al problema-
disminuyendo y cosificando al viejo” ( J. P. Vignat, pp. 123-124). Véase también R. Lenoir, Les
exchis, Seuil, 1974, y Alzon, L a mort de Pygmalion, Maspero, 1974.
24 En Francia, citamos los artículos 7 7 a 80 del Código Civil.
62 LA M U ERTE ES EN PLURAL

de que ya hemos hablado, sino también y sobre todo a la autoridad


que está habilitada para autentificarlos en el triple plano de la reali­
dad de la muerte, de la naturaleza exacta de sus causas, y de las
circunstancias de lugar, de los medios y maneras como ocurrió (sobre
todo en caso de muerte sospechosa, de muerte violenta, de crimen o
de suicidio).
La certificación del deceso interesa a personajes tan variados como
los demógrafos (índices de mortalidad, de morbilidad, evolución de la
población); a los aseguradores (la naturaleza de la muerte influye en
la obtención y la tasa de la prima); a los policías y oficiales de justicia (¿la
muerte fue natural, o se trató de un crimen, de un suicidio, de un
accidente?; 25 pues siempre importa que se haga justicia); a los médi­
cos y responsables diversos de la salud pública; a los empleados de los
servicios municipales y de las pompas fúnebres.
Los médicos oficiales (médicos del estado civil, médicos de certifi­
caciones), delegados por las autoridades para redactar el acta de de­
función, sólo existen en Francia en algunas grandes ciudades y no
registran más que el 10% de las muertes, aproximadamente.28 El acta
de defunción, debidamente registrada por la autoridad competente a
la vista del certificado médico, permite expedir el permiso para in­
humar al cuerpo, necesario para poner en movimiento el proceso de
los funerales; o eventualmente prohibirlo, si hay dudas o signos
de muerte violenta: en tal caso puede alertarse al procurador de la Re­
pública y requerirse autopsia judicial.27 También es posible que se

25 Hay un doble aspecto civil y penal a tomar en consideración. Si se trata de un falleci­


miento por accidente de trabajo o de tránsito, de una muerte que sigue a una incapacidad
pensionada o a una enferm edad profesional que da derecho a una pensión para la familia, el
papel del certificado de defunción resulta primordial. Volveremos sobre la importancia del
médico forense y sus funciones entre civiles y penales (investigación de las causas y condiciones
del fallecimiento).
26 Muy a menudo, en Francia, el médico se conform a con certificar el fallecimiento o la
muerte; todavía no existe reglamentación, y mucho menos legislación, sobre el certificado de
defunción, ni personaje oficial a semejanza de! Coroner británico. Asimismo, la estadística fran­
cesa incluye también un porcentaje elevado de causas no especificadas de muerte: 10.6% en
1969 (contra 5.1% en Alemania y 0.8 en Inglaterra); la distribución es la siguiente: 1.4% con
ninguna mención de diagnóstico; el 6.8% alude a síntomas y estados mórbidos mal definidos; el
2.4% invoca la “senilidad”.
27 El artículo 77 del Código Civil se refiere al oficial del Estado Civil. Éste sólo puede otor­
gar el permiso de inhumar si tiene a la vista el certificado expedido por el médico encargado
de comprobar el deceso. Este texto precisa, pues, claramente las obligaciones del oficial del
Estado Civil: es él solo quien debe designar a un médico. En base a este artículo 77, el médico
no tiene espontáneamente ninguna obligación.
O tro artículo del Código Civil se preocupa de la muerte sospechosa. Se trata del artículo 81.
En este caso, un oficial de policía se hace asistir por un médico para verificar el estado del
MUERTE SO CIAL 63

decrete la sepultura inmediata en caso de enfermedad contagiosa,


epidemias, descomposición rápida, sin perjuicio del derecho a dispo­
ner la sepultura antes de la expiración del plazo de 24 horas (fijado
en Francia por el artículo 77 del Código Civil),
En suma, certificado de defunción y permiso de inhumar consa­
gran oficialmente la “muerte socialmente reconocida”,28 así como el
cementerio y la tumba ratifican después de los funerales la muerte
biológica.

L a m u e r t e d e l o s h e c h o s s o c ia l e s

Como todo lo que existe, los hechos sociales están sometidos a la ley
del tiempo: nacen, se desarrollan, alcanzan su apogeo, se estancan,
periclitan y desaparecen, a veces sin dejar huella.

Lo que dicen los medios de comunicación de masas


A este respecto, el estudio de los medios de comunicación de masas
suele ser rico en enseñanzas.29 Así, sin caer necesariamente (pero sin
evitarla siempre) en la trampa fácil del organicismo (que asimila lo
social a un ser viviente auténtico, con sus células, sus tejidos, sus ór­
ganos, sus funciones), o en el uso excesivo de la metáfora, es posible
hablar de la muerte de las instituciones.
Con frecuencia la prensa nos habla de la muerte del senado (in-

cadáver y establecer su identidad. En este artículo 81 del Códigci Civil no se habla tampoco de
la actitud del médico tratante, el que no ha sido designado especialmente para comprobar el
Fallecimiento.
El Código de Procedimiento Penal y su circular de aplicación se preocupan también de esta
comprobación del fallecimiento, o en todo caso deí descubrimiento de un cadáver. Se trata del
artículo 74, que establece que cuando se descubre un cadáver, si )a causa de la muerte es
desconocida o sospechosa, el procurador de la República puede trasladarse al lugar con una
persona capaz de asistirlo.
28 Véase Ch. Vitani, Législation de la Mort, Masson, 1962, cap. U. El autor recuerda la comple­
jidad de los casos particulares: personas no identificadas; no establecimiento de la fecha del
deceso; fallecimiento a consecuencia de actos de violencia; condenados a muerte; fallecimientos
en viajes; personas muertas en el campo de batalla; m uertes producidas por un cataclismo;
presunción de fallecimiento y desaparición; tutores de incapaces; extranjeros; fetos y nacidos
muertos; pensionados; desaparecidos en caso de guerra; oficiales superiores y miembros de la
legión de honor, etc. Consúltese también Mort naturelle et mort violente. Suicide et sacrifke, informe
al 4o. Congreso de la Sociedad Francesa de Tanatología, Masson, 1972, primera parte: La
certificación del fallecimiento; y en la segunda parte, M. Margea y Dr. Ch. Gignoux: Suicidio y
seguro.
29 Véase J . Potel, Mort á voir, inort a vendre, Desclée, 1970.
64 LA M U ERTE ES EN PLURAL

cluso del parlamento), de la Iglesia, del pequeño comercio,30 del ar­


tesanado o de la explotación agrícola, o incluso de una ciudad.31 La
literatura procede de modo parecido: ¿no hay acaso un libro muy
conocido que se llama El suicidio de las democracias, 32 y otro Muerte de
la fam ilia? 33 En igual sentido se habla de la muerte de ciertos proyectos
políticos: muerte del sistema parlamentario (dentro del régimen pre­
sidencial); “muerte del socialismo de rostro humano” (a propósito
del asesinato de la primavera de Praga) o del “socialismo legalista” (a
propósito de la caída de Allende en Chile); 34 muerte de la revolu­
ción (son bien conocidas las obras de F. Gigon sobre China; Vida y
muerte de In revolución cultural; o de Ferniot sobre los acontecimientos
de mayo de 1968: Muerte de una Revolución)', muerte de la participa­
ción, muerte del regionalismo, muerte de un periódico,35 e incluso
muerte de la libertad de expresión.
Así, para protestar contra determinadas medidas anunciadas por
el ministro de Cultura, varias compañías teatrales (Théátre du So-
leil, de l’Aquarium, Compagnie Vincent-Jourdheuil, conjunto teatral
de Gennevilliers) realizaron el domingo 13 de mayo de 1973 un cu­
rioso cortejo fúnebre con carroza, sepultureros, ataúd, tambores y
música m ortuoria, discursos, simulacro de sepultura (el de la libertad
de expresión) y lanzamiento final de globos (himno a la libertad de la
creación artística). Un aviso mortuorio ribeteado de negro fue pe­
gado en las paredes de la capital. Entre las pancartas que portaban

30 Por ejemplo, “Muerte lenta de una religión”, titula Monde al tema del confucionismo
japonés (3 de ju lio de 1969); “La muerte de la Iglesia” se titula un reportaje át\Nouvel Observateur
(30 de ju n io y 6 de julio de 1969). “El suicidio de los pequeños comerciantes” es la expresión
elegida por e lN ouvel Observateur, núm. 471 (noviembre de 1973), para su carátula. Véase también
R. Hostie, “V ie et mort des ordres réligieux”, Concilium 97, Mame, 1974, pp. 21-30.
31 “¿Un destino ineluctable? La muerte de Venecia” es un artículo sensacionalista de Le
Monde (26 de julio de 1969). Véase J . Jacobs, The death and Ufe o f great cities, Random House,
Nueva York, 1961; E. A. Gutkind, Le crépuscule des villes, Stock, 1962; S. Salkoff, L'ltalie des
villes du silence. Mort d'une ville commune> 3er. ciclo, París-Sorbona, 1974; G. Beau, Vie ou mort du
Larzac, Solar, 1974.
32 C. Ju lien , Grasset 1972. Véase también R. Giraudon, Démence et mort du théátre, Casterman,
1971. H. Lésiré-Ogrel, en su libro Le syndicat dans l'entreprise, habla extensamente de la vida y la
muerte de los sindicatos.
53 D. Cooper, Seuil, 1972. Toda una colección de Calmann-Lévy está dedicada a “Naci­
miento y M uerte”.
34 Véase A. T ouraine, Vie ou mort du Chili populaire, Seuil, 1973.
35 La desaparición de un semanario italiano fue anunciada de este modo: “La muerte de la
Fiera Letteraria”.
Por último, no olvidemos algunas expresiones corrientes como ''enterrar sus locuras de ju ­
ventud” o “en terrar sus ilusiones". Las actitudes en los dos casos son diferentes: fiestas y orgías
en la primera, tristeza o resignación en la segunda.
M U E R T E SOCIAL 65

los manifestantes -algunos de ellos llevaban el rostro cubierto por


una máscara blanca muy dramática, además de ir vestidos de luto-,
retuvimos esta leyenda, muy sugestiva: “Despierte. Esta nación cae
en un sueño dulce. Pero es un sueño de muerte.”
Para protestar contra la m uerte de las libertades universitarias, los
estudiantes de Lovanium, en Kinshasa (Zaire) procedieron de la
misma manera en 1971,
En cuanto al cine, particularmente el cine barroco, no ha dejado
de ilustrar el tema de la muerte, sea de una ciudad, de una época, de
una cultura.36 Citemos por ejemplo El ciudadano Kane, de Orson We-
lles, donde se asiste a la muerte de un personaje y de una cultura: el
museo baratillo del palacio de Xanadú no representa “el simbolismo
de una incapacidad creadora. Es el pillaje de una Europa que ella sí
fue creadora, la ilusión de una cultura donde no se ha hecho más
que recolectar desperdicios”, escribe M. Bessy en su Orson W elles.37 O
bien las obras maestras de Joseph Losey: El sirviente, Boom, Ceremonia
secreta y sobre todo E va, donde asistimos a la doble decadencia de un
hombre y de una ciudad: una Venecia invernal, gris, sin vida, “pu­
driéndose en su limo y enterrándose en sus aguas”, simboliza una
cultura muerta. En Losey, la descomposición de una sociedad se ex­
presa siempre por la decadencia de su héroe.
O también Luchino Visconti, que definía así el sentido de su céle­
bre Gatopardo: “Mi filme está dom'inado por el sentido de la muerte,
de la muerte de una clase, de uri individuo, de un mundo, de una
cierta mentalidad, de ciertos privilegios. Nada ha cambiado, pero
todo es diferente.” En la obra que dedicó a Visconti (Edit. Universitai-
res), Y. Guillaume subraya, también a propósito del Gatopardo: “El
Príncipe no es solamente un aristócrata, ni el símbolo de la aristocra­
cia entera o de la vieja Sicilia. Con él muere el hombre definitiva­
mente. Éste sigue siendo desde la época helénica, Roma y el Renaci­
miento, el horizonte de O ccidente[. . . ] Sin embargo la desesperación
hace al mundo insignificante, el universo antropomórfico se des­
compone, los objetos proliferan, y poco a poco toman el lugar del
hombre.”
Recordemos también, aunque desde una óptica totalmente dife­
rente, el destacable corto metraje de Alain Resnais y Chris Marquer,
Les statues meurent aussi, que muestra el doble final del arte negro
(destrucción iconoclasta o ligada a los agravios del tiempo; pero tam­
bién comercialización degradante) y culmina con una reflexión sobre

116 Por más precisiones en estos temas, véase P. Pitot, Cinema de Mort, Edit. du Signe, París,
1972.
37 Seghers, p. 43.
66 LA M U ERTE ES EN PLU RA L

la muerte: “Cuando los hombres m ueren, entran en la historia;


cuando las estatuas mueren, entran en el arte. A esta bioquímica de
la muerte le llamamos cu ltu ra[. . .] Un objeto deja de estar vivo
cuando la mirada viviente que le dirigíamos, deja de estar viva.”38
Sin embargo, el proceso de muerte no es necesariamente irrem e­
diable o simplemente total. Subsisten las preguntas -el libro del decano
Zamansky tuvo gran resonancia cuando apareció, ¿Muerte o resurrec­
ción de la Universidad?-; se proponen alternativas: Cambiar o desapare­
cer,'™ La utopía o la muerte; 40 la salvación sigue siendo posible. Insistamos
en este último punto. En efecto, los medios de comunicación de ma­
sas proponen con frecuencia soluciones más o menos eficaces, más o
menos drásticas, para salvaguardar valores, principios, instituciones
u obras de arte, según técnicas que no es del caso mencionar aquí.
Ha habido logros espectaculares, notoriamente en cuanto a los pa­
trimonios artísticos, supervivencias de civilizaciones desaparecidas.
Por ejemplo, los monumentos del Alto Egipto: por primera vez en la
historia de la humanidad, se pusieron al servicio de las efigies “me­
dios inmensos que hasta ahora sólo se habían puesto al servicio de los
vivos. Quizás porque la supervivencia de las efigies se ha vuelto para
nosotros una form a de vida”, declara A. Malraux,41 quien agrega: “el
más humilde de los obreros que salve las efigies de Isis y de Ramsés te
dirá lo que tú sabes desde siempre, y que escucharás por primera
vez: ‘No es un acto sobre el que prevalezca ni la negligencia de las
constelaciones ni el murmullo eterno de los ríos: es el acto por el cual
el hombre le arrebata algo a la muerte’ ”.42

38 ¿No hablamos en el mismo sentido de la m uerte del cine, del teatro, de la música o al
menos de un determinado cine, de un determinado teatro, de una determinada música? Re­
cuérdese también la declaración de J.L . Barrault en plena exaltación de mayo 1968: “ijean
Louis Barrault ha m uerto!”
39 Changer ou disparaitre. P lan pou rlasu n ñ e”, obra colectiva: Ed. Goldsmith, R. Alien, M. Allaby,
J . Davull, S. Lawrence, Fayard, Collection Ecologie, 1972.
40 R. Dumont, Seuil, 1973.
41 Oraisonsfuiiebres, Gallimard, 1960, pp. 57*58.
42 En ia página 60, Malraux concluye: “Resurrección gigante, ante la cual el Renacimiento
nos parecerá pronto un tímido esbozo. Por prim era vez, la humanidad ha descubierto un
lenguaje universal del arte. Nosotros experimentamos claramente su fuerza, aunque conozca­
mos mal su naturaleza. Sin duda esta fuerza logra que este Tesoro del Arte, del que la huma­
nidad toma conciencia por primera vez, nos conceda la más brillante victoria de las obras
humanas sobre la muerte. Al invencible ‘nunca más* que reina sobre la historia de las civiliza­
ciones, este Tesoro sobreviviente opone su solemne enigma. Nada queda del poder que hizo
surgir a Egipto de la noche prehistórica; pero el poder que hizo surgir a los colosos hoy ame­
nazados, las obras maestras del museo de El Cairo, nos habla con una voz tan alta com o la de
los maestros de Chartres, como la de Rembrandt. Con los autores de estas estatuas de granito,
no tenemos en común ni el sentimiento del amor, ni el de la muerte -n i siquiera quizás una
M U ERTE SO C IA L 67

Puede afirm arse igualmente que el nacim iento-m uerte-rena-


cimiento de las realidades sociales se encuentran estrechamente aso­
ciados, especialmente en el África negra. Entre los aburo de la
Costa de Marfil, por ejemplo, “un poblado nace y muere como un
ser humano; y éste debe acompañar su generación en el más allá
para que sus miembros puedan habitarlo”.43 Los aburos practican
una ceremonia llamada Epwé-atwé, que consiste en demoler radi­
calmente todas las casas sin excepción, viejas o nuevas, habitadas por
la generación anterior. Esta operación se efectúa recién en el mo­
mento en que la generación precedente sólo cuenta con alrededor de
diez o veinte miembros en la unidad residencial que es el poblado.
Entonces la nueva generación reconstruye en los mismos lugares un
nuevo poblado, expresando así, simbólicamente, ia permanencia en
el cambio, la victoria de la vida sobre la muerte.44

Cómo y por qué mueren las sociedades y las culturas

Desde Montesquieu, con su meditación sobre las causas de la gran­


deza y decadencia de los romanos, hasta los polemólogos de hoy,
sociólogos y antropólogos han reflexionado a menudo sobre la
muerte de las sociedades y las civilizaciones: “Civilizaciones, ahora
sabemos que ustedes son mortalés”, proclamaba Paul Valéry en Re­
garás sur le monde arhicl. En efecto: “Si el problema de la muerte
caracteriza a la filosofía occidental moderna desde Hegel, es porque
precisamente se trata de una época de remociones y revoluciones,
donde las civilizaciones se marchitan, donde Ja inminencia de civili­
zaciones nuevas y desconocidas, inquietantes ]i>or sus estructuras ma­
sivas, nos hacen temer que esté llegando la época de la nada. Senti­
mos desplomarse nuestras civilizaciones y la idea de la evolución no

manera de contemplar sus obras-; pero delante de ellas, el acento de las esculturas anónimas y
olvidadas durante dos milenios, nos parece tan invulnerable ante la sucesión de los imperios
como el acento del amor materno” (pp. 55-56).
43 G. Niangoran-Bouah, Le viilage aboure, Ch. Et. Afric., 2 de mayo de 1960, p. 86.
Toda sociedad conoce, en todo caso, “tiempos de muerte”, que se viven como “en cámara
lenta”: cuando fallece una persona importante en el África negra, el poblado puede “dejar de
vivir” durante una semana. Entre nosotros, durante las vacaciones, las ciudades se vacían y se
convierten en ciudades muertas. Sobre el tema vida-muerte-renacimiento, citemos una cos­
tumbre cada vez más frecuente, propia de las sociedades comerciales que, para escaparle al
fisco, depositan su balance o dan quiebra para renacer después con otro nombre.
44 “ Las casas mueren al mismo tiempo que los que las construyeron y renacen -nuevas y en
el mismo lu g ar- para que vivan.quienes han de sucederlos. No solamente las casas, sino tam­
bién los cementerios mueren en los Cárpatos”, escribe V. Gheorghiu en su destacada novela L a
maison de Petrodava, Plon, 1961.
68 LA M U ERTE ES EN PLU RA L

nos seduce: ¿habrá un mañana, un porvenir, o más bien esta acelera­


ción del tiempo nos conducirá a la abolición de toda historia (como
anunciaba Cournot), o a esa estabilidad y ese sosiego tedioso que
tenía Proudhon y que él llamaba la ‘siesta eterna’ del género humano
y a la vez hacemos de la muerte que adviene una experiencia más
dramática.” 45
Ls un juego complejo de causas internas (naturaleza del grupo en
vías de extinción) y de causas externas (modalidades del contacto con
otra cultura fuertemente destructora) el que explica el estado de de­
generación que presentan ciertas sociedades de hoy. Los grupos, su­
braya pertinentemente R. K. Merton, se descomponen a menudo
“porque no tienen objetivos o función auténtica, o porque no están
considerados por sus miembros como medios válidos para lograr los
lines que ellos se proponen, o también porque sólo suscitan una
identificación afectiva insuficiente”.
De hecho, las sociedades demográficamente reducidas, divididas
profundamente entre/co/itra ellas mismas, incapaces de mutación
propia o de apertura haéia alguna otra, o que tienen en escasa me­
dida el sentido de sus valores socioculturales o, lo que viene a ser lo
mismo, experimentan dolorosamente su precariedad, incluso su ina­
nidad, si además están diezmadas por el alcohol, la tuberculosis, la
sífilis, que con frecuencia le han sido traídas por el extranjero, o que
queden a merced de vecinos emprendedores y poderosos, tienen
grandes posibilidades de extinguirse a corto plazo, si no las salva al­
gún milagro.
No vacilamos en afirm ar que los fueguinos y varios indígenas de la
Tierra de Fuego, los veddah de Ceilán, los ainús de las islas Yeso,
Sakhalin y Kuriles, los indios de Baja California y del Brasil, ciertos
microgrupos de la Polinesia, corren el riesgo de ser borrados del
mapa próximamente, como lo fueron ayer los tasmanios.46

45 R. Mehl, Le vieillissement et la mort, p u f , 1956, pp. 61-62 “¿Es razonable pensar -se pre­
gunta G. Steiner (La culture contre Vhornme, Seuil, 1973)- que cada civilización avanzada segrega
sus tensiones, sus impulsos suicidas? La unidad precaria de una cultura altamente diversifi­
cada, turbulenta y timorata a la vez, ¿está condenada por definición a la inestabilidad y luego al
estallido”, como una estrella que, al alcanzar su masa crítica, se destruye proyectando “esa
llamarada que asociamos con las grandes culturas en su fase term inal”? véase cap. 11.
46 “Varias culturas primitivas desaparecen hoy a una velocidad acelerada en el mundo en ­
tero. Los tasmanios vieron llegar su fin. Los yahgans de la T ie rra de Fuego, que estudió Dar-
win, están virtualmente extinguidos, y hay cada año menos aruntas en Australia, y negritos en
las Filipinas, menos aleutianos en Alaska y ainús en el Jap ón , menos bosquimanos en África del
Sur y polinesios en Hawai. Aun cuando la paz se hiciera inmediatamente en Vietnam, la cultura
vietnamita está ya destruida p o r los mismos medios que em plearon los americanos para des­
truir a las culturas indígenas: la violencia militar, el hambre, la enfermedad y la pacificación.”
M U E R T E SO C IA L 69

Pero importa señalar que en la mayoría de los casos, las causas


internas están en dependencia estrecha con procesos exógenos de
destrucción, voluntarios o no. Si los esquimales estudiados p o r Ges-
sain han llegado a sobrevivir asimilados a la cultura occidental (¿pero
por cuánto tiempo?), otros numerosos grupos desaparecen, fisiológi­
camente minados por el alcohol y las enfermedades, o son entera­
mente absorbidos en la masa de los invasores. Fue así como los ainús
estudiados por Leroi-Gourhan, después de haber conocido con los
japoneses un periodo de imitación (con o sin supresión de sus rasgos
tecnológicos), y luego de un periodo de simbiosis técnico-económica a base
de complementariedad, parecen estar hoy en plena fase de simbiosis
de colonización. Los que sobrevivieron no tienen más que dos salidas:
o subsistir en la degradación y la miseria, o convertirse en japoneses.
Sin duda que las condiciones climáticas difíciles (el sertón brasi­
leño, el Kalahari, la Tierra de Fuego) pueden acelerar el proceso de
aniquilación; pero no olvidemos que estas poblaciones habían alcan­
zado una indiscutible adaptación (o acomodación) ecológica y una
real armonía (social) interna. Precisamente, ese doble equilibrio es el
que se rom pe ante el contacto brutal con el grupo dominante, multi­
plicándose así los riesgos de m uerte, o al menos de decrepitud.
Existen varias técnicas de destrucción de las sociedades y las cultu­
ras: masacrar o asimilar, recluir o acorralar en las reservas, utilizar o
suprimir, a veces, esterilizar.47 Los indios de las selvas del Brasil eran
millones, y ahora no queda más que una centena de miles: el profe­
sor Da rey Ribeiro estima que al ritmo actual de desaparición, ¡no
quedará ninguno en 1980! Es que estamos frente a un verdadero
etnocidio 48 al que se asiste desde hace veinte años, perpetrado con la

P. Farb,Lesindiens. Essaisur l’évolutiondessocietéshumaines. Publicado por Seuil, París, 1 9 7 2 , p. 355.


Véase también J . E m perairey A. Laming,Ladispartiondesdem iersFuégiens, Diogéne 8 ,1 9 5 4 , pp.
48-82.
Un caso trágico de sociedad que m uere es el de los iks de Uganda: caída de la natalidad,
condiciones precarias de vida (se trata de nómadas-cazadores privados de sus arm as, sedentari-
zados a la fuerza, obligados a vivir sobre un suelo rocoso y árido), abandono d e los rasgos
culturales específicos y originales. Véase C . T urnbull, U npeuple defauves, Stock, 1 9 7 3 . Hay que
deplorar el título ridículo y grosero de la obra, así como el preconcepto literario impresionista
que traiciona la causa defendida.
47 En efecto, se puede llegar hasta la esterilización, 126 mil mujeres entre 1 5 y 49 años
fueron esterilizadas en Puerto Rico gracias a un plan financiado por los Estados U nidos. Otras
200 mil m ujeres están en peligro de serlo también. Es legítimo hablar, en cuanto a las socieda­
des, de suicidio y homicidio, de muerte natural y m uerte accidental, de muerte len ta y muerte
brusca. Recuérdese el trágico filme Le Soleil du Condor.
4H Sobre el etnocidio, véase P. Farb, op. ciL> 1972, especialmente pp. 296 y ss. 3 0 1 y ss.; Pfere
Carón, Curé d’Indiens, 10/18, 1971; J . M onod, Un riche cannibale 10/18, 1972, y el informe
colectivo recopilado por R. Jaulin,d¿ l'ethnocide, 10/18, 1972.
70 LA M U ERTE ES EN PLU RA L

complicidad del Servicio de Protección de los Indios. Norman Le-


vis 49 hizo el relato casi increíble de la política de exterminación que
se llevó a cabo, por ejemplo, contra la tribu de los Cintas Largas,
cerca de las fuentes del río Aripuaña: bombardeo del centro del po­
blado el día de Quarup (gran festividad de los vivos y de los muertos,
con representación de los mitos) y utilización de asesinos profesiona­
les cuyo jefe era un trastornado sádico y obseso sexual.
La otra modalidad de destrucción no es menos eficaz, aun si se
realiza con una “perspectiva generosa”. La política de encerramiento
de los indios de la Baja California, a veces llamada “reducción”, ten­
día según los misioneros a salvar sus almas y a enseñarle a su grey la
agricultura, la cría de animales, las artes, los valores “sanos” de la civi­
lización judeo-cristiana. La primera consecuencia fue la generaliza­
ción de las infecciones importadas (viruela, sarampión, tifoidea),
mientras que la presencia de aguas contaminadas desarrolló diarreas
y disenterías. Pero quizás más grave para los indios fue tener que
abandonar a sus antepasados, a sus dioses, a sus creencias y a todos
los valores de sus tradiciones, mientras que con el pretexto de velar
por “la pureza de las costumbres” las mujeres fueron separadas de
los hombres en la medida de lo posible. Incluso se llegó a encerrar
por la noche a las viudas y las solteras en recintos infectos.50
Del mismo modo, el mayor mal que padecen actualmente los bo-
roro deportados en la reserva Teresa Cristina (sur del Mato Grosso),
no es tanto quizás la exigüidad del dominio que se les ha asignado,
la escasez de la caza y de la pesca (bosques y ríos habían sido antes
saqueados ilegalmente por sociedades comerciales), la preocupación
del gobierno por “transformarlos en criadores” (cazadores, pescado­
res, cultivadores notables desde siempre, no conocían para nada el
ganado), como la prohibición rigurosa de danzar, cantar, fumar, que
les impusieron los misioneros, o la imposibilidad de practicar sus ri-

Ocurre a veces que el pueblo oprimido conserva su energía y lucha obstinadamente contra su
destrucción. Véase por ejem plo R. Mauries, Le Kurdistan ou la mort, R, Laffont, 1967.
Véase también Vilma Chiara, “Le processus d’exterm ination des Indies du Brésü”,¿¿5 Temps
Modemes, 270, diciembre de 1968, pp. 1072-1079.
50 Homer Aschman, The Central Desert o f B aja California: Denography and Ecology (Ibero-
Americana: 42), Berkeley, Univ. o f California Press y Cambridge Univ. Press, 1959. Véase
también Cl. Vanhecke, “La politíqueindigénisteau Brés\V\Le Monde, 28-29 de octubre de 1973; y
por último la obra colectiva Le peuple esquimau aujourd’hui et demain (Mouton, 1974) y el destacado
libro de P. Clastres, Chronique des Indiens Gmyaki (Plon, 1972).
Se cita el caso de un grupo de indios famélicos que recorrió 300 kilómetros a pie para llegar
a suplicarle en vano al “comisario” que se les permitiera cumplir sus ritos. La expoliación
reciente por el gobierno del Mato Grosso de tierras no delimitadas que no figuran en catastro
precipita a los bororo hacia una destrucción ineluctable.
M U ERTE SO CIA L 71

tos mortuorios.51 Hay derecho a preguntarse si existe muerte más


horrible que la que consiste en privar a un pueblo de su identidad.52
Al estudiar el proceso de negación cultural de los indios motilones
que viven en la frontera de Venezuela y Colombia, R. Jaulin declara
con mucho acierto: “El etnocidio no es el simple hecho de la agresi­
vidad humana; y es a una reflexión sobre la persona individual, ‘psí­
quica’, que se le debe la asimilación, por una parte, de la referencia
al buen salvaje (y complementariamente al mal blanco), y por la otra
la explicitación del etnocidio. La negación del otro se refiere aquí a
un sistema social, y ella puede hacerse con toda gentileza, como mil
misioneros lo han demostrado, cuyas artimañas han sido comple­
mentarias de las diversas formas de esta negación, y las contradiccio­
nes entre estas formas apenas si alimentaron la crónica menuda.” '3
Negar al otro (ya se trate de un individuo o de un grupo) no es
simplemente negarse a ver en él a un prójimo, ni siquiera a un seme­
jante; es también y sobre todo: o bien ignorarlo, tachándolo como si
no existiera (lo que se podría denominar “conducta de transparencia
o de abandono”); o bien reducirlo a la condición de objeto -cosa o ani­
mal- que se utiliza (esclavo, proletario explotado, objeto de disfrute
sexual); o bien destruirlo (de ahí la persecución agresiva del otro en el
erotismo sádico, la supresión fría del otro porque “molesta”); o bien

51 Inhumación provisoria en el centro del poblado. Cuando !a descomposición está avan­


zada, se separan los huesos de la carne, se los pinta y decora con amor; entonces se efectúa en
el bosque la inhumación definitiva y secreta.
52 Véase sobre este punto los destacados estudios d e J . Berque, Dépossession du monde, Seuil.
1964 [Hay versión castellana del KCE, Descolonización del mundo, 1968] y L'Onent second, Galli-
mard, 1970. Sería interesante, desde este punto de vista, estudiar el poder destructor del colo­
nialismo sobre las civilizaciones africanas: desacralización del'poder, introducción de nuevos
conocimientos (medios de difusión, escuelas), efectos de la industrialización, de la urbaniza­
ción, de la introducción de ¡a moneda y de las culturas industriales, sin olvidar el efecto del
cristianismo. Algunos movimientos de contra-aculturación (milenarismo, profetismo, mesia-
nismo, sincretismo, ideología de la negritud) han sido protestas más o menos violentas, más o
menos exitosas, contra la alienación y el asesinato cultural. Consúltese a este respecto G. Baían-
dier, Sens el Puissance, i*uf, 1971; V. Lanternari, Les mouvements religieux des peuples uppnmés,
Maspero, 1962; L. V. Thomas, R. L u n eau , Anlhropologie religieuse d’AJrique noire, Larousse, 1974.
5:1 R. Jau lin , La Paix hlanche, Seuil, París 1970, p. 408. En un sentido bastante próximo al de
D. Cooper, op.cit., 1972, Jaulin ha escrito: “En el prim er mundo, todas las muertes son asesina­
tos disfrazados de suicidios, disfrazados de ley de la Naturaleza. En el tercer mundo, todas las
muertes son simplemente asesinatos. El disfraz no es necesario. ¿Cómo dar muerte con compa­
sión a los asesinos, o mejor, cómo dar m uerte a lo qu e en ellos asesina? ¿Tal vez mostrándoles,
con la contraviolencia requerida, la naturaleza de su propio suicidio? Esto supone un desabri­
miento de sí mismos en el cual el yo que se descubre es un yo que muestra su propia muerte.
No se descubren ante los otros, principalmente porque este gesto significaría descubrirse a sí
mismos delante de sí” (p. 140).
72 LA M U ERTE ES EN PLURAL

asimilarlo, es decir permitir que se eleve a nuestro nivel, “convertirlo”


para darnos buena conciencia. Cualquiera que sea la táctica, o la es­
trategia, estamos en presencia de un número limitado de procedi­
mientos. Con el fin de explotar mejor al otro (arrebatarle sus tierras,
utilizar a bajo costo su fuerza de trabajo, si es posible gozar de sus
mujeres), basta negarle el título de hombre y rehusarle el derecho a
parecerse a nosotros: porque permitirle a un indio que sobreviva y
que viva libremente, sería reconocerle implícitamente a alguien como
nosotros el derecho a ser como nosotros y admitir por ello que noso­
tros no somos el prototipo de lo humano.
Y si se comienza a perseguir a un Otro, o tan sólo a alienarlo, el
proceso se vuelve irreversible; ese Otro se convierte en un reproche
viviente de nuestra conducta sado-destructora, y entonces masacrarlo
equivale a dejar de ver un destructor en su verdugo que somos noso­
tros, para ver en nosotros, única e hipócritamente, al heraldo de la
(pretendida) Civilización.
Es curioso notar el paralelismo riguroso entre la muerte del indi­
viduo y la del grupo. Y así como la mala conciencia de la clase diri­
gente proviene del he£ho de que ella unlversaliza (e intemporaliza)
su propio sistema de valores, igualmente la sociedad dominante re­
pite el esquema sociocéntrico, considerando que ella es la única por­
tadora de la humanidad.
Volvamos a R. Jaulin, que ha comprendido muy bien la dialéctica
de esta falsa coincidencia: “No solamente no hay simetría, sino que el
Otro se ve en alguna medida impedido de poseer una relación con­
sigo mismo, de inventar su existencia, y cuando lo disfrazamos con
nuestras costumbres (nuestra relación con nosotros mismos), no es
para autorizarlo por eso a actuar así con nosotros y en función de
nuestras maneras, como actúa con respecto a sí mismo, sino simple­
mente a fin de incluirlo en nuestro mundo, como un objeto que se
manipula. Sólo entonces, cuando este Otro contribuye a la extensión
de este mundo, será autorizado a usar de nuestras maneras, pero
esta vez con respecto del más allá. Será un sujeto siempre que se
niegue a sí mismo; y entonces, de objeto conquistado, pasará a ser
‘persona’ conquistadora.” Quizás lo más difícil para el hombre occi­
dental es dejar de creer en el carácter absoluto y en la unicidad de
sus valores. “Una civilización universal sólo tendrá que ser una civili­
zación del diálogo, sin la cual el universo humano estallará. Y el diá­
logo sólo es posible si todo partido, toda civilización renuncia a pre­
tender la totalidad.” 54

54 Op.ciL, p. 424. Por lo tanto, a nuestro juicio deja de haber mala conciencia.
M U ERTE SO CIA L 73

Así, el antropólogo y el sociólogo no se conforman ya con analizar


las sociedades y las culturas, también se preguntan sobre la finalidad
consciente o no de sus disciplinas.55 Ellos saben indignarse y protes­
tar con vigor contra la destrucción de sus semejantes, ya se trate de
grupos lejanos —sociedades “arcaicas” del T ercer M undo-o de cultu­
ras regionales despreciadas por los gobiernos abusivamente centrali-
zadores: minorías kurdas, gitanos, negros animistas del Sudán, etc.56
Jam ás las ciencias sociales habían estado tan lejos del academismo
estéril y pedante; jamás habían estado tan cerca del humanismo revo­
lucionario: desmitificar los estereotipos, rehabilitar a las culturas
consideradas (indebidamente) inferiores; defender las etnias o las
poblaciones oprimidas, alienadas y explotadas; contribuir a la génesis
de una civilización universal donde todas las culturas estén represen­
tadas y sean respetadas. “La diversidad de. las culturas humanas está
detrás, a nuestro alrededor y delante de nosotros. La única exigencia
que podemos hacer valer a su respecto (y que le creará a cada indivi­
duo los deberes correspondientes) es que ella se realice según formas
donde cada una sea una contribución a la más grande generosidad
de las otras.” 57

L a obsesión del Apocalipsis 58

Sesenta mil testigos de Jehová se reunieron en agosto de 1973 en


París, en el estadio de Colombes, para proclamar la inminencia del
fin del mundo (que anunciaron para 1975): guerras, hambres, epi­
demias, vandalismo y crímenes violentos, contaminación no dom i­
nada, anunciaban la batalla de Harmaguedon; Dios aniquilaría a este
mundo corrompido y a todos los sistemas únicos (Estados). “Sólo se
salvarán los puros y resucitarán los que han sabido testimoniar. Los
tiempos están próximos.” 59 El hecho no es nuevo, también en otras
55 Véase Les Temps Modernes, núms. 293-294 de diciembre-enero de 1970/1971, dedicado p a r­
cialmente a “Anthropologie et Impérialisme”, pp. 1121 a 1201.
56 Sobre la revalorización en Francia d e las civilizaciones vasca, bretona, provenzal, etc., cf.
R. Lafont, La Révolution régionaliste, Gallimard, 1961; Décoloniser la France, ibid., 1971.
57 Cf. Lévi-Straus, Race et Histoire, Unesco, 1952, p. 49.
58 Véase N. Cohn, Les fanatiques de l’apocalypse, ju lio de 1962.
59 Creada en 1874 en los Estados Unidos bajo el nom bre de Zion’s watch Tower Society, la
secta cuenta con 1 7 00 000 adherentes o “Testigos”, especie de “vigías” que advierten a sus
hermanos de los peligros próximos, pues toman literalmente la visión del Apocalipsis qu e
anunciaba el fin del mundo y el advenimiento de la parusía: “El Angel apresó al dragón, la
antigua serpiente que es el diablo y Satán, y lo encadenó por mil años. Y habiéndolo arrojado
al abismo, lo cerró sobre él y lo clausuró [ . . . ] hasta que se cumplan mil años; transcurrido ese
plazo, el dragón será liberado por algún tiempo.
74 LA M U ERTE ES EN PLU RAL

épocas se esperó el juicio final: después del incendio de Roma, de las


persecuciones de Nerón, de la caída de Roma; el gran miedo del año
mil (pasados mil años, decía San Juan, Satanás será liberado de su
prisión); el gran miedo de 1789, cuando la Revolución francesa; el
de 1832, como consecuencia de una terrible epidemia de cólera;
el de 1871, que levantó a la provincia contra los comuneros de París; el
de 1914 y también el de mayo de 1968. Toda calamidad grave, epi­
demia, hambre, guerra, disturbios cósmicos (volcanismo, terrem o­
tos), provocan psicosis colectivas. Entonces las poblaciones oscilan en­
tre la angustia y la agresión descontrolada, y suele tener lugar una
evasión hacia una dimensión imaginaria: el establecimiento en la tie­
rra del reino de Dios: “ La destrucción de Babilonia, se ha dicho, es
Jerusalem reencontrada.” No tienen otro origen los diversos movi­
mientos milenaristas (adventistas, Testigos de Jehová, mormones,
Santos de los Últimos Días), el “Reino de la Nueva Jeru salem ”
(creado por T. Münzer en Westfalia en el siglo xvi); la secta revolu­
cionaria de los Niveladores (en la Inglaterra del siglo xvm); el culto
de los cargamentos, en Oceanía (en el siglo xx).
A pesar de los fracasos sucesivos de sus predicciones, los Testigos
de Jehová no se dan por vencidos; más aún, encuentran un apoyo
cierto en un gran número de discursos políticos, tecnocráticos, incluso
científicos de hoy. Penuria alimenticia,60 posible escasez de agua y de
oxígeno, limitación de las materias primas necesarias para la indus­
tria (hasta se han fijado fechas para ciertos productos), contamina­
ción ambiental creciente, ecocidios, zoocidios y terricidios, demogra-
! fía galopante,61 urbanización frenética y anárquica, con recrudeci­
miento de la criminalidad (droga, granujas de la N aranja mecánica,
etc.), y más todavía, la desenfrenada carrera armamentista con riesgo

“Sobre el tema del fin del mundo, de la parusía apocalíptica, véase R. Kaufmann, Milléna-
risme et acculturaiion, Instituto de Sociología de la Universidad Libre de Bruselas, 1964; H.
Desroche, Sociología de la Vespérance, Calmann-Lévy, 1973; M. Gallo, “La fin du monde”, Express
del 13-19 de agosto de 1973; y la película E l planeta de los simios.
50 Tem a desarrollado a menudo por R. Dumont, especialmente en Nous aüons a la Famine,
Seuil, 1966; Paysanneries aux abois, Seuil, 1972. El hambre que azotó recientemente a la Sahel
africana hizo numerosas víctimas. En Etiopía sola, cerca de cien mil.
61 Abunda la literatura sobre este tema. A título indicativo citemos la colección Ecologíe,
publicada por Fayard, especialmente P. y A. Ehrlich, Population, ressources, environnement, 1972;
F. Fraser Daiing, Uabondance dévastatríce, 1971; “T h e ecologist”, changer ou disparaitre, 1972; y la
obra colectiva Halte a la croissance, que comprende un estudio de J . Delaunay, “Enquéte sur le
Club de Rome” y un estudio de D. H. y D. L. Meadows, J . Randers, W. W. Behresn, “ Rapport
sur les limites de la croissance”, 1972. Por otra parte es sabido que los trabajos del m i t (Massa-
chusetts) y del Club de Roma contienen algunos errores de programación y de cálculo que
invalidan algunas de sus conclusiones.
M U ERTE SO CIA L 75

cierto de conflagración universal y peligro atómico: 02 tales son los


temas más corrientes y “sabiamente” defendidos de nuestros días.
A todo esto se agrega la “desgradación de las costumbres”, la de­
clinación de los valores (burgueses) tradicionales, la caída vertiginosa
de la práctica religiosa, y las crisis económicas repetidas, signos de un
malestar creciente.63 “Puede ocurrir cualquier cosa”, proclama el
economista francés Roux. “Estamos organizando el caos”, le replica
su homólogo inglés G. Tather. De hecho, los motivos de temor pare­
cen más terroríficos que en el año mil, por cuanto esta vez la técnica
misma, atrapada en su propia trampa, no solamente se muestra in­
capaz de poner límite a sus perjuicios, sino que está sentada en el
banquillo de los acusados.
Sin embargo, mucho importa no jugar a los profetas de la catás­
trofe.64 La crisis es, por cierto, más que evidente, y mucho nubarro­
nes se acumalan en el horizonte. Pero nada, absolutamente nada,
impide repetir lo que decía R. Glaber en 1033, después de los sinies­
tros presagios apocalípticos: “El cielo se echó a reír, empezó a aclarar
y a animarse súbitamente de vientos favorables.” 65
Se ha hablado de cuatro advertencias para la humanidad de hoy: la de Freud (Malaise dans la
civilisation, p u f , 1971), que insiste sobre el hecho de que las fuerzas libidinales rechazadas por
nuestra civilización represiva se acumulan de m anera explosiva; la de la amenaza atómica des­
pués de Hiroshima: los Estados Unidos solos están en condiciones de hacer perecer 11 veces
a la humanidad entera; la de la demografía galopante, qu e favorece dos clases de males: el
hambre y la agresividad; por último, el desarrollo anárquico de la industria, fuente de conta­
minación grave y de derroche de materias primas.
62 Véase más especialmente R. Clarke, L a course aux armements ou la technocratie de la guerre,
Seuil, 1971; A. Legault y G. Lindsey, L efe u nucléaire, Seuil, 1973. Es curioso y a la vez significa­
tivo comprobar que aparte de la obsesión del peligro nuclear, lo qu); más sensibiliza al hombre
de hoy no es ya el riesgo de un conflicto Este-Oeste (la coexistencia pacífica parece asegurada),
sino más bien la eventualidad de una guerra entre el N orte y el Sur: temor de ver rebelarse
contra los países poderosos a los países actualmente dominados y explotados sin escrúpulos y
enfrentados a la inflación demográfica; después del “peligro amarillo”, el peligro “tercermun-
dista”.
83 El sacrosanto dólar se encuentra también en gran peligro: sin embargo era el símbolo del
éxito de la economía capitalista.
64 Mientras que la periodicidad de las fantasías apocalípticas y el fracaso de las previsiones
relativas al fin del mundo incitan a la esperanza. Las estructuras mentales concebidas por
Occidente en la lejana Edad Media se pulverizaron, ciertam ente; pero nada nos impide creer
en la posibilidad de crear un hombre nuevo dotado de una nueva sensibilidad y que piensa sus
problemas a escala planetaria. Véase, por ejemplo, H. Kahn y A. J . Wiener, L'an 2000, Maraboul
Université, pp. 486-498.
65 “Pero después de todo, esta experiencia no tiene nad a de decisiva. Otras épocas la han hecho
ya. Este hundimiento de civilizaciones seculares, a las que le vemos porvenir, significa simple­
mente que el tiempo de los hombres está sometido a la ley de morir y de vivir (StirbundWerde). Sin
duda el espectáculo de la historia contemporánea destruye la idea ingenua de una civilización en
progreso perm anente y que evoluciona sin ruptura d e una forma a otra, que no cesa de
76 LA MUERTE ES EN PLU RA L

Sin los hombres de hoy y de mañana son suficientemente lúcidos


como para creer en la utopía 06 y bastante generosos como para en­
carnarla, hay que esperar que el miedo del año 2000 será tan vano
como los precedentes. No basta esperar el hipotético retorno a la
tierra prometida, donde, según el Éxodo (III, 8), “corren la miel o la
leche”; o seguir a los hippies fascinados por sus nuevas Jerusalem
(Bangkok, Katmandou, Estambul); o reencontrar la presunta felici­
dad primitiva a la manera del héroe del filme de Feraldo, Themroc,
que transforma su vivienda en caverna, se vuelve caníbal y se entrega
sin descanso a las alegrías del sexo. Ni tampoco impedir el creci­
miento (crecimiento cero del que habla Sauvy), lo que tendría por
eíecto comprometer las posibilidades de despegue de los países do­
minados. Por el contrario, se trata más bien de concebir utopías
creadoras, audaces: rechazo total del imperialismo, redistribución
mundial de las riquezas, ayuda desinteresada (justicia) para el T ercer
Mundo, supresión de los armamentos, freno vigoroso a la contami­
nación y al derroche (regpeto a la naturaleza, primacía de la calidad
de la vida); etcétera. %

S o c ia l iz a c ió n d e l a m u e r t e : l a i n s t i t u c i ó n y e l c ó d ig o

Se sabe, desde Durkheim, que el derecho es el hecho social por exce­


lencia: expresión directa de la conciencia colectiva, él la cristaliza en
fórmulas (leyes, reglas). Sin embargo, la reglamentación puede estar
adelantada con respecto a esta conciencia colectiva (es el caso del de­
creto que autoriza la cremación en Francia), o atrasada (ley sobre el
aborto), o sólo representar la voluntad de la clase dominante (hecho fun­
damental, que Durkheim descuidó). La institucionalización de la
muerte reviste una pluralidad de formas, de entre las cuales las más
corrientes serán rápidamente inventariadas a continuación.

incorporar elementos positivos y para la cual cada conquista representa una victoria sobre la
muerte. Simplemente nos bastaría reconsiderar la filosofía de la historia que nos lia legado el siglo
s is y remplazar la idea de evolución progresiva por la de revolución, de ruptura, de m uerte
aparente. Entonces la historia retomaría para los hombres su virtud tonificante, entonces nuestra
conciencia de la muerte perdería su acuidad. Si puede encararse esta hipótesis, si la conciencia de
la muerte que hemos tenido hasta aquí permite todavía esta escapatoria, es porque todavía no
hemos encontrado una experiencia específica que nos muestre a la muerte ligada a todo proyecto
humano”. R. MehI. op. cit., 1956, pp.62-63.
,ui Véase Protection des droits de l’h&tnme, 8a mesa redonda del CIOMS, Ginebra, 1974.
M U E R T E SO C IA L 77

Muerte y transformaciones sociojurídicas

La influencia de la sociedad sobre el fenómeno “muerte” es de tal


índole, que llega a su codificación jurídica. Si nos atenemos a las
sociedades occidentales, particularmente a Francia, es fácil apreciar
en qué sentido evolucionó o evoluciona la legislación funeraria.
Antes que nada, la racionalización: la muerte se explica científica­
mente. “Los esfuerzos de racionalización que han realizado las socie­
dades para subordinar la fatalidad de la muerte a las necesidades de
la vida en común, han informado numerosos aspectos de la legisla­
ción. La declaración del deceso en el Estado Civil es obligatoria y la
medicina contribuye por su parte a la elaboración de este acto de
deceso, al mismo tiempo que p a rticip a en la estadística de
mortalidad-morbilidad realizada p o r el servició de salud.” 67
Luego, la laicización: se trata de una preocupación por desacralizar
los ritos y las creencias mortuorias. En una primera época, el decreto
del 23 prairial del año XII prohibió toda inhumación en las iglesias,
templos, sinagogas. Las sepulturas “debían alinearse sobre un te­
rreno neutral, donde todas las familias cohabiten sin discriminación
alguna”. En una segunda época, la de la ley del 28 de diciembre de
1904, la Iglesia pierde todo monopolio en lo concerniente al servicio
exterior 68 de las pompas fúnebres, que vuelven al común a título de
servicios públicos.

67 M. Colin, “L'antropologue et la mort”, en Mort et Folie, perspectiva psiquiátrica, 28, 2, 1970,


p. 8.
Existen, por cierto, textos jurídicos relativos a la definición de la muerte. En Francia citemos:
resolución del 24 de abril de 1954 y del 15 d e noviembre de 1961; decreto del 20 de abril de
1967; circular del Ministerio de Salud y de la Población del 3 de febrero de 1948, d el 27 de
enero de 1955, del 24 de abril de 1968. Pero donde la literatura jurídica se m uestra más rica es
sobre todo en lo referente al cadáver (derechos sobre el cuerpo y derechos sobre el cadáver;
autopsias, transporte, inhumaciones, exhum aciones; extracciones, disecciones, injertos, etc).
Véase como ejemplos: R. Dierkens, Les droits sur ie corps et le cadavre de l’homme, Masson, 1966;
Ch. Vitani, Legislation de la mort, Masson, 1962; Societé de Thanatologie, Mort naturelle et mort
violente, suicide et sacrifi.ce, Masson, 1973. La im portancia alcanzada por las migraciones interna­
cionales (turismo, trabajadores) plantea eí delicado problema del transporte de los cadáveres
(retorno al país de origen), invocado a m enudo en los coloquios internacionales (Societé de
Thanatopraxie: n.vr, ii;t a , Lisboa, 1973; Societé de Thanatologie, Lieja, 1973), Por último, en
lo referente a la legislación de los cementerios y a su evolución véase, R. Auzeíle, D emieres
demcures, R. Au/.elle, 1965.
68 Se entiende por servicios exteriores todo lo que es indispensable para las exequias: trans­
porte del cuerpo, ornam entos de la carroza fúnebre, ataúdes, vehículos del cortejo. Ju n to al
sevicio exterior, puede contratarse un senñcio interior, no sujeto a monopolio, y que comprende
entre otros aspectos los adornos de los ataúdes, el personal de dirección del cortejo, el trans­
porte fuera del territorio municipal, los avisos notorios, los diversos procedimientos d e conse-
vación del cuerpo, etcétera.
78 LA M UERTE ES EN PLURAL

En nombre de la higiene se dictan reglas precisas relativas al trans­


porte de los cadáveres (sobre todo si el sujeto ha muerto de una
enfermedad infecciosa), prohibición de construir viviendas o abrir
pozos a menos de cien metros del nuevo cementerio. El artículo del
5 de enero de 1921 llega incluso a exigir que las necrópolis sean
rodeadas de una tapia que debe tener por lo menos un metro y me­
dio de altura, y estar reforzada por una valla vegetal espinosa o de árbo­
les de hojas persistentes. Este miedo al cadáver, a veces patológico,
prueba terminantemente que el hombre m oderno, cartesiano o posi­
tivista, no ha exorcizado del todo sus temores ancestrales, aunque los
disfrace bajo la fachada de la ciencia y de la higiene. M, Colin tenía
razón cuando señalaba que algunas disposiciones aparentemente
muy objetivas, no hacen más que traicionar “las escapatorias incons­
cientes, las coartadas neuróticas destinadas a escapar de la angustia
de la muerte”.69

L a muerte y el código
Numerosas disposiciones jurídicas reglamentan los derechos de los
difuntos, así como los derechos y deberes de los sobrevivientes, ex­
presando así la continuidad de la sociedad. Veamos algunos ejem­
plos.
La protección de los derechos del individuo está garantizada en
Francia por la ley del 15 de noviembre de 1887, que estipula que
todo hombre en estado de testar puede reglamentar en vida las mo­
dalidades de sus funerales y disponer de su cuerpo después de la
muerte, precisando su destino.70 La libertad de los funerales aparece
especialmente en los dos artículos que se trancriben:
A rtículo 2.-N o p od rán estab lecerse jam ás p rescrip cio n es p articu lares aplicables a
los funerales en razón d e su c a rá cte r civil o religioso ni siquiera por vía d e d e­
creto .
A rtículo 3 .-T o d a p erso n a m ay o r, o m en o r em an cip ad a, en estado de testar, p u ed e
d isp oner las con dicion es d e sus fu n erales, esp ecialm en te en lo que atañe al c a r á c ­
ter civil o religioso a asig n arle, y al m odo de sep u ltu ra.

La ley castiga conjuntamente el atentado contra la tumba (artículo


360 del código penal,71 que reprime el delito de violación de la se­
69 Op. cit., p. 7.
70 A condición de obedecer las prescripciones del Código Civil (Libro III, artículo II, cap.
V), que reconocen tres tipos de estos testamentos: públivo, ológrago, místico.
71 Recientemente se ha hablado mucho de ello a propósito del “robo" de los despojos del
mariscal Petain.
MUERTE SO CIA L 79

pultura) y la irrespetuosidad a la memoria del difunto (artículo 3 de


la ley del 29 de julio de 1888 sobre la prensa, que sanciona la difa­
mación o injuria contra la memoria de los muertos). Sin embargo, los
textos contemplan siempre casos particulares. Así, el decreto del 20
de octubre de 1947 dispone:
[ . . ,]en los esta b le cim ie n to s hospitalarios q u e fig u ra n en una lista establecid a p o r
el M inistro d e S a lu d P ú blica y de la P o b lació n , si e ! m éd ico j e f e de servicio co n si­
d era que un in terés cien tífico o terapéutico lo re q u ie re , la au top sia y las e x tra cc io n e s
podrán p ra c tica rse sin tard an za, au n sin a u to riz a ció n d e l a fam ilia. En este c a so , el
d eceso d e b e rá s e r c o m p ro b a d o por dos m éd ico s d e l estab lecim ien to, q u ien es d e ­
berán e m p le a r tod os los p ro ced im ientos co n o c id o s y válidos p ara el M in istro de
Salud P ública y d e la P oblación , para ase g u ra rse d e la realid ad d e la m u erte.
E llos d e b e rá n fir m a r el acta de ce rtifica c ió n d el d eceso , estab lecien d o h o r a y
fecha en q u e tuvo lu g a r .72
E l m éd ico j e f e lev a n ta rá un acta d o n d e co n sta rá n los m otivos y circu n stan cias
de la o p e ra c ió n .

Los deudos también son objeto de una relativa solicitud, como lo


atestigua la ley del 5 de marzo de 1948, que reglaméntala actividad
de las empresas privadas que participan en el servicio exterior de las
pompas fúnebres:
A rtículo 3 .-Q u e d a n p ro h ib id o s los o fre c im ie n to s d e servicios qu e se h a g a n en
ocasión d e u n fa lle cim ie n to , con vistas a o b te n e r, d ir e c ta m e n te o valiéndose d e un
in te rm ed ia rio , la co n tra ta ció n de los serv icio s fu n e r a r io s o de los co rtejo s. Q u e d a
p ro h ib id o ig u a lm e n te cu a lq u ier trá m ite e n la v ía pública o en lugar o ed ificio
público o a b ie r to al pú blico.
A rtícu lo 4 .-L o s p recio s de los servicios fú n e b r e s m onopolizarlos a qu e se re fie re
el artíu clo 2 d e la ley d e l 2 8 de d iciem b re d e 1 9 0 4 , así co m o las co n cesio n es e n los
cem e n te rio s, tasas m u n icip ales, p rim as d e se g u ro s , papel sellado, e tc., q u e fig u ­
ran en las ta rifa s o ficia le s, no po d rán s e r re b a ja d o s p o r los inte m e d ia n o s, bajo
pena, en ca so d e in fra cció n , d e una m u lta igual a p o r lo m eno s diez v eces, y co m o
m áxim o c in c u e n ta veces las sum as in d e b id a m e n te reclam adas.

Esta ley tuvo por efecto hacer que im perara en Francia una mayor
decencia en ías actividades de las empresas funerarias.73

72 Las prescripciones religiosas son frecuentes en este dominio. El Islam, por ejem plo, exige
el respeto al cuerpo y al cadáver (Corán, S. X X X , versículo 30); por las mismas razones prohíbe
la mutilación o ablación y la incineración. Sólo muy recientem ente (Papa Juan X X III en 1964)
el cristianismo levantó la prohibición de la cremación, hasta ese momento “práctica pagana”.
73 Véase L ’organisation des funerailles en Frunce, folleto editado en Francia por iniciativa de la
Asociación europea de Empresas de Pompas Fúnebres, 1970. Los principales textos legislativos
o reglamentarios referentes a las pompas fúnebres en Francia, son los siguientes: ley del 15 ele
noviembre de 1887 sobre la libertad de los funerales; decreto del 27 de abril de 1889 que
80 LA M U E R T E ES EN PLURAL

De la institución-norma a la institución-edificio
La sociedad no previo sólo una normativa, a menudo compleja, a
veces minuciosa; también concibió instituciones-edificios: obituarios,
morgues (médicas o de enseñanza, hospitalarias, judiciales), cámaras
fun erarias, institutos médico-legales (destinados a recibir a las personas
tallecidas de muerte violenta,74 y que deben mantener relaciones es­
trechas con las cátedras de medicina legal en las ciudades universita­
rias), los athanees o formas modernas de “Casas de los Muertos”, que
facilitan una “transición indispensable entre el lugar del deceso y el
cementerio”; 75 los crematorios (Francia posee sólo once, pero están
proyectados dos más; mientras que el Reino Unido posee 204, Ale­
mania Federal 65, Suecia 63); en fin los osunos y por último los cemen­
terios, algunos de los cuales cuentan con fosa común y un sector
prestigioso reservado a los “muertos en la guerra”.
En fin, recordemos el lugar importante que se le concede a ciertos
monumentos, cuyo valor simbólico y poder evocador resultan induda­
bles: monumentos a los muertos, arcos de triunfo, museos y catedra­
les, recuerdos consagradas a los difuntos.76

contiene el reglamento de administración pública sobre las condiciones aplicables a los diferen­
tes modos de sepultura; ley del 28 de diciembre de 1907, sobre abrogación de las leyes que
conferían a las fábricas de las Iglesias y a los consistorios, el monopolio de las inhumaciones; el
decreto núm. 5050 del 31 de diciembre de 1941, que codificó los textos relativos a las opera­
ciones de inhumación, de incineración y de transporte del cuerpo (inhumación y transporte);
el decreto 68-28 del 2 de enero de 1968 (transporte hacia una cámara funeraria); por último,
el artículo 469 del Código de administración comunal y la competencia.
74 A título ilustrativo, se señalan a continuación las actividades del Instituto Médico legal de
Lyon:
1962 1963 1964 1965 1966 1967

Cuerpos depositados 466 5 30 526 583 585 609


Autopsias practicadas 203 199 194 170 294 413

75 El athanée no solamente resuleve las dificultades provenientes de la vivienda moderna


(piezas pequeñas, techos bajos, escaleras estrechas, gran promiscuidad), lo que hace difícil e
incómodo el transporte y la exposición del cadáver, sino que facilita el trabajo del duelo: “En
efecto, la interpretación de la palabra athanée nos evoca el lugar donde se ignoran los sufri­
mientos y los horrores de la muerte, donde la muerte misma se borra. E star en esa casa nos
permite sobrellevar mejor la muerte, conjugar los efectos de la tanatomorfosis y desdibujar su
penosa aflicción. Incluso para el creyente es como abrirse hacia una noción de inmortalidad.
La muerte no existe en el athanée, es la inmortalidad la que aguarda a la criatura.” J . E. Bar-
bier, Thanatologie et Thanatopraxie, Fac. Méd. de Reims, 1969, p. 54.
76 Si el aspecto estético deja a veces m ucho que desear (caso de num erosos monumentos a
los muertos), existen sin embargo hermosos logros en este campo. Por ejemplo, el museo de
Hiroshima, dedicado a los que perecieron a causa de la bomba atómica, impresiona por su
sobriedad, su fuerza evocativa, su sobrecarga emocional, su resonancia trágica.
M U E R T E SOCIAL 81

L a protección civil

También en la perspectiva institucional se sitúa la protección civil,


particularmente en Francia, a través del organismo permanente de­
partamental de seguro colectivo, más conocido con el nombre de
Plan o r s e o . 77
Curiosamente, fue necesario que ocurrieran grandes catástrofes
nacionales -la del mes de mayo de 1897 del Bazar de la Charité (que
provocó la muerte de 130 quemados vivos); las inundaciones de la
región parisiense en 1910 y las .del sudoeste en 1930, etc.; las catás­
trofes de la segunda G uerra Mundial (en Francia, cerca de cien mil
víctimas civiles)- para que se tomara conciencia por fin de la necesi­
dad de reforzar los medios de protección colectiva. Sin embargo, fue
el incendio de las Nuevas Galerías de Marsella en 1938, el que im­
pulsó al Parlamento a votar una ley que Hizo obligatorios para las
comunas los gastos destinados a la lucha contra incendio, por ejem­
plo; hasta que en 1959 se creó el Servicio Nacional de Protección
Civil (después de la catástrofe de Rueil y la de las Landas).
En una palabra, ya se trate de representación, depatterns, de defi­
niciones de funciones o de reglamentaciones, la sociedad ha marcado
profundamente con su impronta todo lo referente a la muerte, al
punto de hacer de ella un hecho social por excelencia.

71 Recordemos aquí la excelente síntesis que nos dio F. Gabriel de esta institución. Cada
departamento se dividió en sectores de intervención que corresponden al principio de los dis­
tritos. En cada sector, en provincia, se constituyó un grupo de intervención, cuyo je fe es el
subprefecto del distrito (salvo en París, donde ha entrado en funciones un servicio muy organi­
zado). En cada g r u p o , cinco secciones corresponden a lo s cinco servicios o r s e c , El prefecto,
que dirige en su departamento este plan de defensa, está asistido por un estado mayor, y el
director departamental de la protección civil es el je fe de este estado mayor. Cada uno de los
servicios está dirigido p o r un responsable: el representante departamental de las transmisiones,
el comandante del grupo de gendarmería, el inspector departamental de los Servicios de I n ­
cendio, el inspector en je fe de Puentes y Calzadas. Luego del examen suscinto de estos medios,
veamos cuáles son sus fines. Se han inventariado los peligros. Son en prim er lugar los peligros
naturales: temblores de tierra, avalanchas, incendios de bosques, tempestades y tornados, m a­
remotos, sequías, hambres, grandes epidemias, etc. Luego están los peligros engendrados p o r
el progreso: utilización del vapor y de la fuerza hidráulica, los desarrollos de la explotación
m inera, las usinas de gas, los ferrocarriles, las grandes industrias químicas, la electricidad, el
automovilismo, la aviación, los accidentes de montaña, los accidentes en las playas, en el m ar,
etc., y por último el peligro nuclear. Véase: Probl'emes de protection civile, Bul!. Soc. de Thanatolo­
gie I, enero de 1970, F1-F9.
III. LA MUERTE, EL ANIMAL Y EL HOMBRE

Se h a dicho que si el hombre no hubiera sido su propio clasificador,


jamás se habría hablado del “género homo”. Nada más verdadero.
Pero el hombre, dotado de inteligencia y de lenguaje, no ha dejado
de reinvindicar una supremacía que no se 'traduce solamente en sus
creencias (¡sólo él cree en Dios, posee un alma!), en sus maneras de
ser y de existir (¡sólo él es capaz de arte, de moral, de religión,
de ciencia!); sino también en el acto de morir, destino ineluctable de
todo lo que vive; ¿no decía Bergson que el hombre es el. único ser en
el mundo que sabe que debe morir?
¿Qué puede enseñarnos sobre este punto el análisis de la situación
animal? Se presentan en este plano dos procedimientos: el del etó-
logo, que estudia al animal en sí mismo; el del antropólogo, cuya
orientación es necesariamente homocéntrica (incluso a veces homo-
mórfica).

Los D A TO S DE LA E TO L O G Í A

Consideremos antes que nada el saber etológico. Seis temas principa­


les merecen considerarse.1

Mortalidad o am ortalidad?

Nos volvemos a encontrar aquí con un viejo problema: la muerte ¿es


un hecho natural o el resultado de un accidente?

1. Duración media de la vida

Es muy difícil apreciar la duración media de vida de los animales.


Sobre este particular circulan leyendas difíciles de creer, carentes de
1 Agradecemos profundam ente a nuestro colega R. Chauvin, eminente etólogo, profesor de
la Universidad Descartes, habernos proporcionado valiosos documentos que utilizamos desde
la página 70 a la 80.
El lector se informará con el mayor provecho leyendo las notables obras de K. Lorenz, II
parlait avec les mammiferes, les oiseaux et les poissons (Flammarion, 1968); L ’agression, une histoire
naturelk du mal" {ibid., 1969); Essais sur le comportement anim al et humain (Seuil, 1970). Igual­
m ente en el libro de J . y H . Van Lawick Goodall, Tueurs innocents, Stock, 1971; y en el núm ero
de Sauvage (9, 1974) ya citado. Consúltese, por último, P. Gasear, L'homme et l'animal, A. Michel,
1974.
82

f
LA M UERTE, EL ANIMAL Y EL H O M BR E 83

pruebas valederas.2 Entre los mamíferos y las especies salvajes, que


son las más vulnerables ante los peligros que las amenazan, el elefante
alcanzaría 57 años (sería sobrepasado sólo por una especie domés­
tica, el caballo, 62 años); viene en seguida el chimpancé (37 años), el
oso grizzly (31 años), el león (29 años). Entre las especies domésticas,
el perro llegaría hasta los 34 años, el buey hasta los 30, el gato hasta
los 21. Pero en realidad se trata de cifras record, y no de promedios
de vida. Entre los pájaros, mientras el canario puede vivir 24 años y
la paloma 35, las cotorras “ara" tienen el privilegio de sobrepasar los
60 años (64 años). Por último, entre los reptiles, el caimán sólo vive
56 años; en cambio, las tortugas parecen poseer el record de longevi­
dad: 123 años para el género Terrapene y 177 años para la tortuga
gigante. Lo que llama la atención es la diversidad de la esperanza de
vida: desde algunos días (la efímera, la mariposa en estado adulto) o
algunos meses (27 a 30 para la rata blanca), hasta más de cien años.
La misma variedad se encuentra en el mundo vegetal, desde plan­
tas anuales o bienales hasta los baobabs y las secoyas que alcanzarían
a vivir varios siglos.
Parecería que la duración de la vida estaría en parte ligada al ta­
maño (el hombre, por ejemplo, vive más que los mamíferos de la
misma estatura), y más todavía al sexo: en Francia, en 1901, había 99
hombres y 21 4 mujeres centenarias, y se sabe que en ciertas especies
de insectos los machos, una vez que han cumplido su misión, son
atrapados y muertos.3

2 El elefante viviría 200 años, algunas tortugas 300 años.


EJ problema de la duración de la vida nos rem ite necesariamente a! de la vejez. Ésta existe
indiscutiblemente en el animal superior, perro, caballo, mono. Steinach describe a la rata vieja,
de entre 18 y 23 meses, como un ser sucio, apático, débil, casi sin pelo. Y en cuanto a los
organismos inferiores, el problema se complica, y sólo p o r analogía se podrá hablar de vejez: la
mariposa se consume al cabo de algunos días, el árbol d eja de florecer y de dar frutos, pierden
vitalidad los cultivos de infusorios (se trata más bien de oscilación que de pérdida propiamente
dicha), envejecimiento de la especie que se comprueba por la rareza de sus representantes, por
signos de degeneración o por aparición de casos francam ente teratológicos. Es difícil decir más
sobre este tema. Véase también el artículo de M. J . Durieux, “L’animal vieillit-il mieux que
l’homine?”, L e Monde, 3-4 d e noviembre d e 1974.
3 En numerosas especies vivientes se asiste a una muerte programada en relación con la
sexualidad. “Son innumerables las plantas y animales que mueren en seguida de form ar su
simiente, como las anguilas después de su viaje de reproducción al Mar de los Sargazos o la
abeja macho después del vuelo nupcial.” Nada de eáto encontramos en el hombre, donde la
muerte se definiría más bien como una “desprograrnación al término de una programación, o
dicho de otro modo una desprogramación program ada”, más bien que como proceso determi­
nado; es la acumulación de errores en el programa d e moléculas rectoras (suma estadística de
errores cuánticos) lo que determina fatalmente (necesariamente, dijimos) el desenlace fatal.
Véase E. M orin, L ’homme et la mort, Seuil, 1970, pp. 3 1 3 , 341.
¡

84 LA M U E R T E ES EN PLURAL

2. Hechos inquietantes

A la pregunta: ¿la muerte es un hecho ineluctable?, la respuesta


tiene que ser sin ninguna duda afirmativa. Sin embargo, merecen
tenerse en cuenta algunos hechos inquietantes, que nos cita R. Chau-
vin.
Las bacterias o los protozoarios experimentan una división indefi­
nida de su organismo en dos partes (si las condiciones de nutrición y
las circunstancias exteriores lo permiten); lo que le quita a la muerte
todo sentido, así como a la noción de individuo. Es legítimo pensar
sin metáfora “que las bacterias que cultivamos hoy en nuestros tubos
de ensayo, son una sola y misma bacteria que vive desde la época
paleozoica”.4 Es así que se han podido obtener más de setenta gene­
raciones de bacterias en 24 horas. Ya Woodruff había cultivado 13
mil generaciones de infusorios, y Metalnikov 9 mil en 22 años.5
Esta resistencia a la m uerte no es patrimonio de los seres de orga­
nización simple. Algunos seres vivos de estructura compleja presen­
tan un proceso de crecimiento teóricamente indefinido: no enveje­
cen, o al menos aumentan sólo su vulnerabilidad ante las agresiones
telúricas: es bien conocido el caso de los lucios y las carpas. También
se ha mencionado el ejemplo de los pogonóforos, animales abisales
muy degenerados, adaptados a la oscuridad y al frío, cuyo creci­
miento es extremadamente lento; viven al abrigo de un tubo cuya
velocidad de sedimentación apenas sería de un milímetro cada 250
4 La fórmula es de R. Chauvin.
5 Se podrían mencionar aquí casos de multiplicación asexuada. Los fenómenos de reproduc­
ción de las plantas por esquejes o de acodadura, consisten fundamentalmente en una multipli­
cación indefinida de las células que reproducen, no en realidad un nuevo individuo, sino un
fragm ento del anterior. Lo mismo en la reproducción asexuada de los animales inferiores:
división o reproducción por brote, form ación de colonias y fenómenos de regeneración. P.
Chauchard, La Mort, ih.t, 1972, p. 57. Trasplantes y metástasis cancerosas podrían ser vistos de
esta manera.
En rigor, no se puede hablar de amortalidad en los organismos unicelulares: “Es menos
inexacto decir que mueren dos veces” (A. Fabre-Luce, L a mort a changé, Gallitnard, 1966, p.
254). La reproducción constituye en efecto una primera muerte, o más bien, según el decir de
un biólogo, un “crecimiento por disolución”. Comprobar que una célula se divide en dos, no
autoriza a decir como E. Morin que es la misma vida que continúa. “Nosotros no consideraría­
mos com o inmortal, escribe K. R. Eissler, a un viejo que se dividiera de pronto en dos bebés."
Las nuevas células así obtenidas corren el riesgo de perecer a su vez por accidente o desgaste.
Hablar de amortalidad no es un simple abuso de lenguaje (pasaje ilegítimo del plural al singu­
lar), sino un error manifiesto. “En los laboratorios modernos, los cultivos de tejidos y la conge­
lación interrumpen a la vez el crecimiento y la muerte, sin romper el lazo fundamental que los
une. El crecimiento, una vez que recom ienza, conduce a la muerte” (A, Fabre-Luce, p. 255). En
fin, nada autoriza a extraer la conclusión de que es posible una amortalidad propiamente
humana a partir del ejemplo de los seres unicelulares.

(
LA M U ERTE, EL A N IM A L Y E L HOMBRE 85

años, lo que daría, para un tubo de 75 centímetros (algunos alcanzan


lm 50), 250 mil años; y es poco probable que un mismo receptáculo
pueda utilizarse para varios animales sucesivamente. Llevado al ex­
tremo, habría que hablar de amortalidad (teórica).
A su vez, los fenómenos de anabiosis no dejan de ser sorprenden­
tes: se trata de una especie de “ resurrección”, que sucede a la desa­
parición aparente de todo metabolismo. El caso más famoso es el de
los tardígrados, pequeños animales negruzcos que viven en el musgo
de encima de los techos, que a prim era vista no tienen nada de parti­
cular, salvo su emplazamiento incierto en la clasificación, puesto que
tienen algo de insectos y de arácnidos a la vez, sin ser ni lo uno ni lo
otro. En cambio, desde el punto de vista fisiológico, presentan una
particularidad asombrosa: cuando se los deja desecar en una atmós­
fera rigurosamente privada de humedad, se transforman en poco
tiempo en una minúscula laminita negruzca donde ni siquiera el mi­
croscopio descubriría ninguna textura celular. Se les puede conser­
var en este estado durante un año o más. Si entonces se les coloca
sobre una hoja de papel húmeda, en pocos minutos el tardígrado
absorbe el agua y escapa.
Pero Rahm ha ido más lejos: ha colocado a estos animales deseca­
dos en tubos herméticamente cerrados y llenos de un gas inerte, o
también en el vacío. Después de varios años, los tardígrados, vueltos
a poner en presencia del agua, se “inflan” y retornan a la vida. Rahm
colocó durante tres horas a sus sujetos de observación en aire líquido
a —190 grados durante 25 horas, y por último a —272 grados, es
decir a un grado del cero absoluto, y tampoco así murieron. Otros
sujetos fueron conservados a —180 grados durante más de veinte
meses sin ningún daño para ellos en lo que concierne a su reviviscen­
cia posterior.
Se advierte, pues, la delicada cuestión que se plantea a propósito
de estas experiencias: ¿los sujetos estaban muertos o estaban vivos?
Es muy improbable que el funcionamiento -o como se dice, “el me­
tabolismo”- pueda subsistir, por poco que sea, a tan pocos grados del
cero absoluto. Sin embargo, algunos autores han hecho notar a
Rahm que la reviviscencia no es posible indefinidamente: si se pro­
longa en exceso el periodo de vida latente, el retorno a la vida no se
produce. Rahm objeta entonces que una reacción metabólica no
puede producirse a una temperatura tan baja: es físicamente imposi­
ble. Pero pueden producirse accidentes físicos (muerte telúrica), que
dañen el soporte de estas reacciones, en concreto el citoplasma, de tal
manera que una vez rehumidificado no pueda volver a funcionar.
P. Becquerel ha retomado más recientemente estos experimentos,
86 LA M U E R T E E S EN PLURAL

sometiendo a los sujetos a un vacío extremado (del nivel de la vida


interplanetaria), de manera que el agua no pudiera subsistir en ese
medio. Y sin embargo, después de seis años, diversos organismos (no
solamente los tardígrados), sometidos a estas condiciones extremas,
pudieron revivir cuando se los rehumidificó. Lo interesante de las
experiencias de Becquerel es el plazo extremadamente largo durante
el cual parecen mantenerse las posibilidades de reviviscencia. Según
este autor, si se suma al vacío completo la acción de una temperatura
muy baja (del orden de —190 grados), el citoplasma queda integral­
mente estabilizado, y las posibilidades de reviviscencia no tendrían lí­
mite. Evidentemente, se com prende que en estas condiciones no
queda excluida en absoluto la posibilidad de que organismos de este
tipo puedan existir en el planeta Marte, donde las condiciones pare­
cen menos duras que en las experiencias de Becquerel. Se podría
admitir también que la vieja teoría de la panspermia, que supone la
siembra de la tierra primitiva por gérmenes venidos del cosmos, no
parece tan inverosímil después de los experimentos de Becquerel. Es
posible imaginar organismos bogando durante años o siglos en las
partículas intersiderales o microaerolitos, y cayendo poco a poco so­
bre la tierra.
Más curioso todavía nos parece el estado de inactividad completa
de una parte del organismo, mientras todo el resto funciona. Cara-
yon lo ha observado en un insecto hemíptero, que permanece activo
en invierno pero sin alimentarse; y por ello casi todos sus órganos
abdominales se desecan, sin estructuras celulares reconocibles, y se
reducen a un cordón negruzco. Por el contrario, los músculos de las
patas siguen siendo normales y le permiten al insecto desplazarse. Si
las condiciones mejoran, los órganos abdominales reencuentran su
estructura y funcionamiento normales.

De la muerte accidental a la muerte regulada

La potencia de la vida se muestra asombrosa, G. Bataille habla in­


cluso de “prodigalidad”.6 En las experiencias de Metalnikov antes
citadas, sólo algunos sujetos eran conservados en transplantes de cul­
tivos, pues de lo contrario en siete años se habrían obtenido (teóri­
camente) diez mil veces el volumen de la tierra. Es conocido por lo
6 “Es un movimiento tumultuoso que evoca incesantemente la explosión. Pero ta explosión
incesante que no cesa de agotarse, sólo prosigue con una condición: que los seres que engen­
dra, y cuya fuerza de explosión se agota, cedan lugar a los nuevos seres que entran en ju eg o
con una fuerza nueva” (L ’érotísme, 10/18, 1965, p. 66).
LA M U ER TE, E L ANIM AL Y E L HOMBRE 87

demás el carácter prolífico de algunos animales: la rata, cuya gesta­


ción dura 21 días, genera de dos a cinco veces por año camadas de
cinco a diez pequeños; los conejos de Australia, si no hubiera depre­
dadores, se multiplicarían por millones y arruinarían la mayoría de
los cultivos y pasturas. Si algo no detuviera esta misma progresión, le
bastarían algunos años a uná sola pareja de bacalaos para poblar la
totalidad de los océanos.
Sin embargo, todo ocurre como si la naturaleza (o la especie) hu­
biera concebido frenos a esta demografía galopante. Algunos ejem­
plos bastan para convencernos de ello. Entre las caballas, el 99.9% de
los jóvenes (o de los huevos) desaparecen en el curso de los 70 pri­
meros días de vida; igualmente el 99% de los huevos o de las larvas
de salmón mueren entre el nacimiento y la migración hacia el
océano, mientras que el 79% de los sobrevivientes son destruidos an­
tes de volver a poner en los ríos. El 77% de las liebres no sobrevivirán
más allá de la primavera siguiente a su nacimiento. Entre la mayor
parte de los pajaritos nidícolas estudiados por Lack, apenas el 45% de
los huevos dan nacimiento a pichones que alcanzan la edad de aban­
donar el nido. La tasa cae todavía más bajo entre los nidífugos que se
desplazan desde su nacimiento: el 15% llegará a adulto, el 70% pere­
cerá antes de reproducirse, y del 80 al 85% de los huevos puesto no
alcanzarán a convertirse en pájaros adultos.
La insuficiencia de alimentación, la intervención de los depreda­
dores, los múltiples “cataclismos telúricos”, no son los únicos casos de
este fenómeno de equilibrio biótico. Recordemos el ejemplo de los
lemmings, pequeños roedores escandinavos, generalmente en nú­
mero reducido, pero que a veces experimentáis como una avidez de
reproducirse: entonces, sin que se conozca la razón exacta del pro­
ceso, se los ve arrojarse al agua por centenas de miles y en perfecto
concierto.
Los trabajos del doctor J . Calhoun sobre los ratones parecen tam­
bién significativos respecto al papel preponderante de la especie so­
bre el individuo. Calhoun colocó a 8 ratones (4 machos y 4 hembras)
en un recinto de 9 metros cuadrados, suceptible de acoger a 4 mil
individuos semejantes. Las condiciones de tem peratura fueron idea­
les, la alimentación y el agua abundante, los nidos separados y con­
fortables. Dos años más tarde había 2 mil ratones. Después, súbita­
mente, los machos dejaron de procrear. Hoy (la experiencia co­
menzó en 1968) no quedan más que 15 hem bras.7 Hubo en este caso,
7 E n e! mismo orden de ideas, señalemos el caso de esos monos insulares que al hacerse
demasiado numerosos, son diezmados por epidemias de disentería con lo que se regula así su
demografía. Gracias a estas fluctuaciones cíclicas (crecimiento <—* enfermedad), su población se
88 LA M U E R T E ES EN PLURAL

nuevamente, un proceso de autorregulación que hizo decir a Cal-


lioun que la amenaza de superpoblación había “programado” el si-
tema nervioso central de los machos contra el instinto de reproduc­
ción. Estamos así en presencia de fenómenos perturbadores cuyos
mecanismos siguen siendo misteriosos, pero que los partidarios de la
planificación de los nacimientos en el ámbito humano bien quisieran
conocer.

¿Se suicida el animal?


El caso citado con frecuencia del escorpión (o de la cobra), que se
pica a sí misma mortalmente cuando está rodeada de un círculo de
fuego,8 o si se concentran sobre su dorso los rayos solares con ayuda
de una lupa, no es más que un mito, o en todo caso el resultado de
observaciones apresuradas o de interpretaciones románticas. Hoy se
sabe que el dardo relativamente blando de este arácnido, curvado en
dirección contraria a su dorso, no podría perforar la caparazón, ni
siquiera la membrana qu£ recubre a los anillos de quitina. Además,
el veneno así segregado no tiene acción grave sobre el propio animal;
a lo sumo provoca en él un ligero entumecimiento (trabajos de
Bourne).
Circulan múltiples anécdotas, entre curiosas y conmovedoras, pero
siempre sospechosas, a propósito del suicidio de los animales domésti­
cos, que se ahogarían deliberadamente o se precipitarían al vacío.
Ante la gratuidad de los testimonios recogidos y la imposibilidad de
comprobarlos, hay que pensar que la mayoría de estos hechos,
cuando existen, deben ser imputables a torpezas o errores de inter­
pretación, cuando no a perturbaciones mentales.9 En cambio, se sabe
mantiene estable. Entre numerosas especies de pájaros, el rechazo a acoplarse, la limitación del
número de nidos, la destrucción voluntaria de los huevos -los mecanismos que inspiran tales
comportamientos nos siguen resultando desconocidos-, luego la acción de los depredadores, se
aúnan para un mismo fin auto y heterorregulador. Asombrosa capacidad de la especie o de la
naturaleza.
A este respecto es sabido que el hom bre es muy pobre planificador. Sin embargo, E. Le
Roy-1/ailurie precisa de (pié manera, conscientemente o 1 1 0 , las sociedades campesinas del An­
tiguo Régimen evitaron la explosión demográfica por la vía de un juego de regulaciones espon­
táneas o voluntarias: mnrlnlitlarl (las disenterías periódicas explican por qué la población ange-
vina estuvo bloqueada hasta el siglo xvm ); casamientos tainos (limitación de los nacimientos, ya
que no se producen acoplamientos durante el periodo de gran fecundidad femenina); el nú­
mero de casas (desde la Edad Media hasta el siglo xvm se contruyó poco; pero la costumbre
quería que una pareja no se casara si no tenía casa).
8 E n realidad el animal se debate, trata de huir y muere sofocado por el calor. Los movi­
mientos desordenados que ejecuta dieron crédito a la leyenda de su suicidio.
11 Véase G. Deshaies, Psychologie de suicide, p u f , 1947, p. 275. Se habla del caso de un perro
víctima de un accidente de auto viajando con sus amos, pero sin herida aparente. Inquieto,
LA M U ER TE, EL ANIMAL Y E L H O M BRE 89

de casos de animales domésticos que se dejan morir por inanición,


especialmente los perros después de la desaparición de su dueño, o
de su compañero perro o gato. Se trata en ese caso de una depresión
reaccional (“patología del duelo a escala canina”, para retomar la ex­
presión de G. Deshaies), aun cuando los relatos que se hacen al res­
pecto carecen con frecuencia de objetividad, y los errores de inter­
pretación que siguen son posibles.10 “No se trata evidentemente de
un suicidio en el sentido que generalmente le da a este término el
hombre; el animal no se deja morir sabiéndolo o queriéndolo. Pero
esta ‘depresión reaccional’ puede ser suficientemente profunda como
para ocasionar la muerte del animal, es decir como para inhibir el
instinto de conservación.”” El hecho de que se trate de animales
domésticos, por lo tanto “humanizados”, “individualizados”, también
debe ser tomado en consideración; volveremos más adelante sobre
este punto.

¿El anim al mata f 12


Los zoológicos donde los animales viven en condiciones represivas
particularmente artificiales,13 no constituyen un terreno de observa­
ción válido para responder a esta pregunta. K. Lorenz lo ha com­
prendido muy bien, máxime que las conductas de huida resultan
imposibles para el atacado.
Ciertamente, la naturaleza impone a los carniceros la masacre de la
presa, pero basta haber frecuentado, como nosotros lo hicimos, las
agresivo, se arrojó poco después desde un segundo piso y se mató. Deshaies lo explica por una
psicosis traumática conniociorial y emocional.
,0 Tal es el caso del gato de un diplomático francés que vivía en los Estados Unidos y que
regresó a Francia. Desde su partida, el animal se negó sistemáticamente a comer. Pero cuando
se le volvieron a dar las conservas a las que estaba habituado, se arrojó literalmente sobre ellas
para devorarlas, reencontrando así su sistema de reflejos condicionados, ligados a un tipo de
alimentación.
11 A. Brion, P. Citrone, “ Suicide et autonmtilations chez les animaux”, en A. Brion, H. Ey,
PsychuUrie anímale, Desclée de Brouwcr, 1964, p. 310.
v¿ Ya sea que se suicide o que mate a otro, el animal nos plantea una única pregunta: ¿es
consciente de lo que produce la muerte?
13 Se ha trazado un paralelo en líe el jardín zoológico y el establecimiento psiquiátrico:
Jardín zoológico Establecimiento psiquiátrico

Autoridades Zoólogos Autoridades Psiquiatras


Guardianes Enfermeros
(Internados) Animales (Internados) Enfermos .
Véase H. Eílenberger, “Ja rd in zoologique ethópital psychiatrique”, e n Psychzatne anímale, bajo
la dirección de H. Brion y H. Ey, Desclée de Brouwer, 1963, pp. 559-578.
90 LA M U ERTE ES EN PLU RA L

grandes reservas africanas, para convencerse de que el león, por


ejemplo, no ataca si no está acosado por el hambre, y lo hace sin odio
ni cólera. Una vez saciado, se entrega al descanso cerca de algún
lugar con agua, mientras las cebras y los antílopes pacen tranquila­
mente en su cercanía.

1. Los combates rituales y la agresividad dominada


No hay que dejar de mencionar los inevitables combates entre anima­
les. Unos tienden a proteger a la especie (véase K. Lorenz) contra el
animal depredador; otros, a provocar el miedo y la huida en el ani­
mal de la misma especie que no respeta los límites del territorio (de
descanso, o de caza, o de apareamiento). En las dos eventualidades,
las “armas” empleadas pueden ser diferentes: se cita a menudo el
caso del ciervo que, atacado por un carnicero, se defiende con sus
patas de adelante, pero que en las riñas contra otro ciervo sólo utiliza
sus cuernos. 1
Importa insistir en este tipo de combate que ha sido calificado a
menudo de ritual, pues parece obedecer a reglas extremadamente
precisas, a las que se someten los protagonistas, reglas que evitan que
la lucha degenere en carnicería (cosa que ocurre frecuentemente en
el hombre). Evoquemos brevemente la escena habitual. Hemos su­
brayado ya que durante un conflicto con un congénere, el animal
emplea a menudo un arma específica, diferente a la que utiliza con­
tra un individuo de otra especie. Además, antes de llegar a la violen­
cia física, tiene lugar una fase de intimidación: los dos “enemigos” se
miran fijamente, Tos ojos en los ojos (perros, gatos, gallos, chimpan­
cés, etc.). A menudo no pasan de aquí. Habría que abrir un parénte­
sis para recordar los hechos de simulación de muerte para derrotar
al eventual enemigo. Los casos de homomorfia y homocromia son
bien conocidos, y constituyen actos perm anentes de defensa (el
ejemplo de los fasmos parece evidente). Pero existen casos de inmovi­
lización refleja que a la menor percepción de peligro, evitan la muerte
mimándola. El animal .depredador olfatea el (falso) cadáver y prosi­
gue su camino. Esto no debe interpretarse siempre en términos de
finalismo. Ya Fabre citaba el ejemplo del escaro gigante que, sin ser
amenazado, tomaba la actitud de inmovilidad, mientras que el escaro
liso, mucho más débil y que tendría necesidad de este mecanismo
protector, está totalmente desprovisto de él.
Por su parte, Rabaud ha mostrado que la inmovilización refleja,
útil a ciertos artrópodos (especialmente las glomeris), a otros les re­
sulta perjudicial (nehria, psamodas, braquinus crepitans). Durante
LA M UERTE, E L AN IM A L Y E L HOMBRE 91

el combate propiamente dicho, aparecen mecanismos de apacigua­


miento. “Un primer ‘sistema de control’ le permite al animal que va
en desventaja en el combate, ‘co rtar’ sus señales de agresión; el gallo
baja su cresta roja y sus carúnculos; el dorso arqueado del gato re­
toma su forma normal. El animal reconoce así la derrota inminente,
pero estos signos pueden ser insuficientes para interrumpir a tiempo
al vencedor. Entonces entra en juego un segundo mecanismo: el
animal vencido presenta al vencedor la parte más vulnerable de su
cuerpo. Esta postura de sumisión puede ser adoptada al mismo
tiempo que el animal ‘corta’ sus señales de agresión, o intervenir re­
cién más tarde. Así, el lobo, en este tipo de situación, vuelve la cabeza
y ofrece su vena yugular a los colmillos de su adversario. La corneja
presenta la bóveda no protegida de la parte de atrás de su cabeza al
pico de un rival. Y el perro, com o todos lo habrán podido observar,
se echa de espaldas, ofreciendo así su vientre y su garganta al vence­
dor. Este ceremonial de apaciguamiento desencadena en el adversa­
rio una reacción tan positiva com o antes las señales de agresión. Su
efecto es el de inhibir la agresión y millones de animales le deben a
ello haber salvado la vida frente a un adversario de la misma especie:
el agresor abandona el combate -después, quizás, de un último gesto
de triunfo como una dentellada o una patada. Esta actitud le deja al
animal vencido una posibilidad de batirse en retirada hasta su propio
territorio, o de admitir que ha descendido un punto en la jerarquía
del grupo. Tanto en un caso com o en el otro, la supervivencia de la
especie y del individuo quedan aseguradas.”1,1 El animal que huye
después del ritual de sumisión no es perseguido jamás, o la persecu­
ción se reduce a un simulacro. Cuando la huida es imposible, ya sea
por estar en una jaula o dentro del recinto de un parque zoológico,
puede ocurrir que el atacado “muera de miedo”. R. Chauvin nos
señala que en los combates de ratas observados por Barnett, el ven­
cido no muere a causa de las heridas infligidas (que no son casi
n unca graves al comienzo), sino del shock emocional causado por el

14 R. Clarke, L a course a la mort ou la technocratie de la guerre, Seuil, 1972, pp. 242-243. R.


Chauvin nos recuerda que los negociantes en pieles prestan gran atención a las cicatrices que
deterioran la pelambre; y subrayan que, por ejemplo, en una piel de león, las cicatrices, vesti­
gios de antiguos zarpazos o mordeduras, se encuentran siempre en ciertos lugares (paletillas,
por ejemplo) y jam ás en otros (abdomen); y que en resumidas cuentas se hallan localizadas en
zonas muy poco vulnerables por estar protegidas por la grasa y una piel espesa, además de una
gruesa capa de músculos (paletillas). E n cambio no hay nada que le impidiera al león abrir el
vientre de su rival de un zarpazo, y sin embargo no lo hace. Ocurre lo mismo entre los elefan­
tes marinos, cuyos machos se enfrentan en terribles combates a dentelladas. Pero sólo se muer­
den en el cuello, muy bien defendido, y donde las heridas cicatrizan rápido. Y se podrían multi­
plicar los ejemplos.
92 LA M U E R T E ES EN PLURAL

hecho de no poder huir. Por lo demás, los ataques de su agresor se


hacen rápidamente furiosos y sobrepasan el código de los golpes
permitidos: ello se debe justamente a que el atacado no “da la res­
puesta debida”, a saber la huida. Entonces el atacante redobla su
furor, debido quizás a un cierto pavor ante un comportamiento
anormal: él no reconoce ese comportamiento inesperado, su agresivi­
dad súbita prolonga su desconcierto.

2. Los animales mortíferos


No siempre las cosas son así y la “sabiduría animal” puede a menudo
fracasar.
-A este respecto, debe tomarse en consideración el factor demográ­
fico, más especialmente la densidad de población: el amontona­
miento vuelve agresivo al animal; como al hombre, por lo demás. ¿Se
trata de un medio “concebido” por la naturaleza para regular el cre­
cimiento demográfico? Na?da más difícil que pronunciarse sobre este
punto. Verheyen ha señalado la existencia de combates mortales en­
tre los hipopótamos del río Semliki, donde se contaron 2 087 paqui­
dermos en 32 kilómetros de recorrido, o sea un animal cada 15
metros. Pero evidentemente los ríos africanos no albergan habitual­
mente semejante contingente de hipopótamos y entonces éstos se
muestran pacíficos.
-O tro ejemplo nos lo proporcionan los renos de Laponia. Debilita­
dos por el hambre -carecen de pasturas-, no tienen fuerza para de­
fenderse de las gigantescas bandas de cuervos: se cuenta que en tres
poblados del norte de Suecia, más de 30 mil animales fueron muer­
tos y devorados de ese modo en estos últimos años.
Pero es probablemente el comportamiento bien conocido de los
insectos sociales el que nos recuerda más la situación humana. Así,
las hormigas esclavistas atacan a otras especies para robarles sus nin­
fas que, una vez salidas a luz, constituirán una mano de obra muy
útil. Los combates terminan entonces en verdaderas carnicerías den­
tro de la misma especie: toda abeja que penetra en una colmena
extraña es inmediatamente inmovilizada por las guardianas especia­
lizadas y muerta en el sitio. Señalemos también las terribles masacres
de abejas machos al final del verano -que nos describen los especia­
listas B. Grassé, R. Chauvin-, o bien éstos son privados de alimento
(que no pueden obtener por sí mismos) y expulsados fuera de la
colmena (donde morirán de frío en la noche); o bien son muertos
con un golpe de aguijón. Asimismo, cuando las nuevas reinas salen a la
luz, poco antes de la enjambrazón, se baten a muerte entre sí -hasta
LA M U ERTE, EL A N IM A L'Y E L HOMBRE 93

que no queda más que una- delante de las obreras que no intervie­
nen; es por lo demás la única ocasión en que las reinas hacen uso de
su aguijón (para ultimar a las otras reinas), pues no se sirven de él ni
contra las obreras ni contra el hombre (las reinas pueden ser mani­
puladas sin peligro).
Las hormigas parecen más crueles todavía, existen especies donde
la reina no puede fundar un nuevo hormiguero, pues necesita la
ayuda de otra especie, a veces totalmente diferente; entonces la joven
reina parásita se introduce en el hormiguero extranjero con el único
objetivo de buscar a la reina legítima: se desliza hasta donde se e n ­
cuentra ésta y la decapita. Luego de lo cual las obreras criarán las lar­
vas de la usurpadora. Y cuando ellas mueran de vejez (puesto que ne
hay más reina para fabricar jóvenes) entonces la reina parásita que­
dará libre para recomenzar en otra parte sü agresión siempre im ­
pune, dado que las obreras de la reina que ella va a matar no inter­
vienen.
“Una vez más, concluye B. Chauvin, sería peligroso querer com pa­
rar demasiado minuciosamente el comportamiento del hombre y el
de las hormigas, aunque la tentación suele parecer irresistible. Uno
se llega a preguntar si la vida en sociedades complejas no es insepa­
rable de la crueldad y de la agresión contra su semejante. En todo
caso, tanto entre las hormigas como entre los hombres, para quien
ha faltado a las leyes de la colectividad (tan rígidas entre los insectos),
la huida no es excusa absolutoria.” 15 En esté aspecto, sería curioso
interrogarse sobre el sentido equívoco que la moral (humana) del
honor no deja de adoptar en ciertas circunstancias.

3. E l canibalismo animal
EÍ canibalismo animal, aunque poco frecuente (los lobos no se com en
entre ellos, dice la sabiduría popular), no deja de aparecer. Algunos
pájaros devoran sus huevos, especialmente las gallinas “comedoras
de huevos y arrancadoras de plumas”. El lucio, la anguila, la carpa,
se nutren de sus propios alevines; las truchas son golosas de sus pro­
pios desoves; el pez acara del Brasil (que sin embargo cuida con
atención celosa de su descendencia, y favorece su eclosión agitando
sus aletas para aportarles una corriente de oxígeno necesaria para la
incubación) se traga ávidamente a sus pequeños cuando é sto s dejan el
nido.16
15 R. Chauvin, Le comportement social chez les animaux, Pin-, 1963. Sobre el animal que agrede
a! hombre, véase P. Gasear, op. cit., pp. 68-76.
16 Encontramos aquí el problema del infanticidio animal, que parece ser siempre d e esencia
caníbal. Ya Buffon citaba el caso de los paros, que perforan el cráneo de sus pequeños para
94 LA M U E R T E ES EN PLURAL

, Citemos también los hechos de canibalismo puerperal observados


en la gata, la perra, la vaca, el asno hembra, la coneja, la liebre, la
hámster, la cerda, la osa parda, y las hembras del erizo, el conejillo
de Indias, el hurón, el tejón: la placentofagia no se detiene en estos
casos al nivel de la placenta y del cordón umbilical, sino que abarca a
todo el recién nacido.
A esto habría que agregar los hechos de canibalismo practicado
por los adultos: el tema de la sexualidad conjugada con el alimento
queda ilustrado por el caso sorprendente de la mantis religiosa, que
decapita al macho durante el acoplamiento -la ablación de los cen­
tros inhibitorios favorece una mejor y más prolongada ejecución de
los movimientos espasmódicos del coito (es la ilustración del “princi­
pio del placer” de los psicoanalistas)- y lo devora después del or­
gasmo. Jamás Eros y Tánatos han estado tan íntimamente asociados;
y tendremos ocasión de volver sobre este tema.17
Com o han señalado P. C. Blin y J . M. Favreau,18 se han intentado
numerosas explicaciones de estos hechos. Falta de carne en el puerco
o el jabalí, a pesar de todo carniceros por naturaleza, o insuficiencia
de calcio o potasio. Diversas perturbaciones digestivas entre ellas la
constipación. Patología puerperal y más particularmente mamitis,
erosiones mamarias, grietas de los pezones (a veces una determinada
cerda devora únicamente a los cochinillos que maman de sus ubres
posteriores agrietadas). Fracaso o falla en los primeros contactos
m adre-hijo, cuando aquélla, por ejemplo, extrae la placenta y
arranca el cordón umbilical: “Y a sea que el recién nacido esté dema­
siado débil como para criarse y alejarse, o que la medre demasiado
ansiosa lastime el muñón umbilical por una atención excesiva, favo­
reciendo la irrupción de un asa intestinal, o que el joven presente
una hernia congénita. Entonces la madre no tiene medios para dis­
tinguir entre las asas del intestino y el cordón umbilical, y puede
mutilar a su pequeño sin darse cuenta de las consecuencias”; o bien,
si no se establece “comunión fonológica auditiva recíproca” entre la
madre y el recién nacido (otitis parasitaria de los conejos; voz dema­
siado débil del pequeño): la m adre placentófaga no es informada a
tiempo y no distingue la carne de su pequeño de la placenta y el
cordón umbilical.
Algunas situaciones anormales, ya en cuanto a las condiciones de

nutrirse con su cerebro (pueden existir casos de infanticidios caníbales en el hombre, como
veremos en btra parte). Véase L. Bertin, L a vie des animaux, Larousse, 2 vols., 1950.
17 Volveremos sobre el tema muerte/alimentación, ilustrado aquí por el relato poético del
pelícano.
18 “Infanticide et cannibalisme puerpéral”, en Psychiatrie anímale, op. cit., 1964, pp. 257-263.
LA M U ER TE, EL ANIMAL Y EL H O M BR E 95

vida (domesticación y permanencia en encierro que desajustan los


comportamientos naturales), ya a nivel psicológico: madre ansiosa
que deja de tener leche, madre melancólica o celosa (esto ocurre por
ejemplo cuando los hombres se interesan demasiado en los pequeños
y descuidan a la madre, que hasta entonces había sido mimada, espe­
cialmente entre los gatos y perros demésticos). Sin olvidar los hechos
de regulación demográfica, como el equilibrio biológico de las aguas
(gran proliferación de los peces “que estarían condenados a morir de
hambre si tuvieran que conformarse con el alimento que la natura­
leza pone a su disposición”. Si la especie está amenazada de extermi­
nación, la agresividad canibalesca desaparece).
La pluralidad, y sobre todo la diversidad, de los argumentos que se
han dado, comprueba dos cosas: o la heterogeneidad de los fenóme­
nos descriptos (perturbaciones de comportamiento, errores en el
proceso de reconocimiento del hijo por parte de su madre, hechos
de regulación demográfica); o la imposibilidad de dominar el pro­
blema; o las dos cosas a la vez. “Cualquiera que sea el interés de las
informaciones aportadas por la etología, ellas no nos permiten ir más
lejos en la interpretación del canibalismo humano. Quizás el fondo
animal del hombre debe algo al canibalismo de las bestias, ¿pero
cómo saberlo? Se oponen aquí dos órdenes de reflexiones. Por una
parte, el canibalismo animal sería, a primera vista, ‘natural’; ninguna
defensa parecería limitarlo. Por otra, parecería provocado por ciertas
condiciones artificiales o patológicas, que hacen caníbales a ciertos
grupos o individuos, mientras que en estado ordinario no se observa
este comportamiento. Por último, el canibalismo,,puede cumplir una
función que trasciende a toda individualidad paira obedecer a impe­
rativos de la especie (mantenimiento de una tasa de población en
límites determinados). ¿Se trata de un comportamiento en relación
con una exacerbación indiferenciada de la agresividad, o de una
orientación más particular de ésta? ¿Hay que llegar a la conclusión
de que se suprimen las inhibiciones activas en el estado habitual?
Muchas oscuridades subsisten en este terreno donde los parámetros
son sin embargo menos numerosos que en el hombre, desalentando
así toda posible aproximación.”19

E l comportamiento con los cadáveres


Es muy poco lo que se sabe en cuanto al comportamiento del animal
con respecto al cadáver de sus congéneres. Presentamos algunos
19 R. Green, R éalité ou fantasm e ágé, e n Destins du cannibalisme, Nouvelle Revue de Psychana-
lyse, 6, otoño de 1972, pp. 28-29.
96 LA M U E R T E ES EN PLURAL

ejemplos que evidentemente no permiten extraer ninguna conclu­


sión válida de carácter general.
Entre los insectos sociales, abejas y hormigas, los muertos son ge­
neralmente arrojados fuera de la vivienda colectiva. Sin embargo, las
hormigas utilizan “depósitos” donde abandonan detritus y cadáveres.
Parece incluso que es una cierta sustancia, producida sin duda por
un comienzo de descomposición, la que incita a estos insectos a tras­
ladar a sus congéneres difuntos al “cementerio”. En cambio las ter­
mitas, más prácticas, devoran a los cadáveres: así, la ciudad no des­
perdicia nada.
-C on los animales superiores, la cuestión parece más delicada. De
hecho, se ignora casi todo lo referente al “com portam iento de
muerte” entre los mamíferos (si es que hay algún comportamiento de
ese tipo). Parece que los viejos se aíslan para morir (¿por qué razón?)
en la selva, o fuera de ella. Las bestias salvajes (que casi atacan úni­
camente a las presas jóvenes, o de demasiada edad o enfermas) las
descuartizan rápidamente. Parece también que se producen algunas
tentativas, vagas y rudimentarias, de ayudar al congénere herido a
levantarse (entre los monos o los elefantes, por ejemplo). Pero una
vez más, no sabemos nada preciso al respecto.20
-U n cierto número de pájaros que viven en grupos importantes, no
solamente no le otorgan ningún cuidado al herido, sino que más bien
lo ultiman y devoran. Los pájaros bobos no se ocupan de él: los cuer­
vos y las urracas se dirigen hacia el herido lanzando un grito especial
que hace acudir a toda la bandada. En cambio las cornejas “volarán
en socorro” aún del enemigo de la víspera, mientras que los cuervos se
aprovecharán de su desgracia para ultimarlo. Si el herido se debate,
los arrendajos mostrarán una gran agitación; si yace sin moverse,
ellos girarán alrededor con mucha circunspección. En cuanto a las
golondrinas de mar (que viven en bandadas muy numerosas), ellas gi­
ran gritando alrededor de un herido que se agita; pero se dispersan
si no se mueve más; y si tiene una gran mancha de sangre, no dejan
de ultimarlo. Entre las gaviotas, una muerte súbita provoca la disper­
sión silenciosa del grupo entero. Ya se ve cuánta diferencia entre los
comportamientos animales.
-E n suma, no parece que el animal conozca la práctica del cemente­
rio, a pesar del ejemplo del repositorio de las hormigas y aunque se
haya hablado del “cementerio de los elefantes”, donde se han encon­
trado efectivamente varios esqueletos; pero en este caso se trata más
20 El animal en el matadero parece más sensible al olor fuerte y rancio de la sangre regada
(ele ahí el reflejo de huida), que a la vista del cadáver propiamente dicho (G. Deshaies, o¡>. cit.,
i 974, p, 182).
LA M U E R T E , EL AN IM A L Y E L H O M BRE 97

bien de un lugar donde el animal va a morir, más que una sepultura


propiamente dicha. En todo caso, la técnica de la sepultura o de la
inhumación no pertenece al mundo animal y parece que es una acti­
tud específicamente humana, tanto quizás como el lenguaje articu­
lado y la fabricación de armas.

¿Sabe el animal que va a m orir ?

1. Un problema difícil

La conciencia de la muerte en el animal es uno de los problemas más


arduos. Puede decirse que presenta un doble aspecto. ¿Sabe el ani­
mal q u e debe morir, o si se prefiere, tiene conciencia de lo ineluctable
de la muerte? Sería muy imprudente pronunciarse sobre este punto,
aun cuando espontáneamente se tiene tendencia a contestar por la
negativa. ¿Tiene el animal conciencia de la muerte próxima? En lo refe­
rente a la muerte de un congénere, las respuestas difieren según los
casos. Ambigua para los monos, como luego veremos, parece más
clara en las ratas, que se llevan el cadáver de sus compañeros de
banda y evitan com er un alimento que ha provocado en otros las
convulsiones de la agonía (de ahí la necesidad de utilizar anticoagu­
lantes en la desratización, a fin de provocar hemorragias internas sin
sufrimientos espectaculares).
Más delicado todavía es responder a la pregunta: ¿sabe el animal
que va a morir? En cierta medida sí, si pensamos en la actitud del
perro, del gato, del caballo,21 que enfermos o gravemente heridos, se
acuestan para no levantarse más, en un aparente estado de “resigna­
ción” (recordemos el poema de Vigny dedicado a la muerte del
lobo), a la vez que rechazan todo alimento. Pero en esta materia no
hay ninguna observación sistemática o conducida rigurosamente.

2. Una hipótesis audaz pero fructuosa


¿Es posible agregar más sobre el tema? Sin duda, pero sólo a título
de hipótesis. Así, E. Morin discrimina un doble sector: uno de clari-
21 “No hay animal, por humilde que sea que no le huya a la muerte y no sucumba en el
estremecimiento y el terror. Siempre me quedó grabado en la memoria de mis quince años
aquella codorniz que yo herí cazando sus ojos, desde el fondo del trigal, me miraban
fijamente, y yo adiviné a través de su pecho que temblaba, los latidos acelerados de su corazón.
Y no menos conservo el recuerdo de aquel ratón arrinconado entre mi mesa de noche y la
pared, inmovilizado por la luz de mi linterna: él también me lanzaba las mismas miradas espan­
tadas, y el corazón tenía los mismos ritmos precipitados.*’ St. Lupasco, Du reve, de la- mathémati-
qu eelde la mort, Ch. Bourgois, 1971, p. 171.
98 LA M U ERTE ES EN PLURAL

videncia ante la muerte, el otro de ceguera, los dos tendientes por


igual a la adaptación de la individualidad a la especie. En muchos
aspectos, la reacción del individuo en peligro de muerte se convierte
en reacción de defensa de la especie, a la cual, como ya señalamos, se
subordina siempre el individuo, desde la fecundación hasta su desa­
parición.22
“El instinto, que es un sistema de desarrollo y de vida, es también
un formidable sistema de protección contra el peligro de muerte. Di­
cho de otro modo, es la especie la que conoce la muerte, y no el indivi­
duo; y ella lo conoce a fondo. Tanto más cuanto que la especie sólo
existe m erced a la muerte de sus individuos. Esta muerte ‘natural’ es
manipulada en el seno mismo de los organismos individuales: de to­
das maneras los individuos mueren de vejez [ . . . ] Y esto porque la
especie es clarividente para defenderse contra la muerte, mientras
que el individuo animal es ciego ante ella. Si el animal es ciego a la
idea de su muerte, es claro que por tanto no tiene conciencia, y por
consiguiente tampoco ideas. Pero la falta de conciencia es, dicho más
brevemente, la adaptación del individuo a la especie. La conciencia
es únicamente individual, y supone una ruptura entre la inteligencia
de la especie, es decir el instinto, y el individuo.”23
Puesto que la muerte equivale a la pérdida de la individualidad,
nada asombroso tiene que el animal sea ciego a su propia muerte,
como lo es también a la del otro, tal como lo ha demostrado Zucker-
mann a propósito de los babuinos.24 La clarividencia sería, pues, de
la especie y la ceguera del individuo. La relación individuo-especie
constituye así la referencia más importante si se quiere com prender
el problema de la muerte animal: “En efecto, es la afirmación de la
especie con relación al individuo lo que caracteriza al animal. Por
esto, en la vida animal la inteligencia de la especie es ‘lúcida’ frente al
peligro de muerte, mientras que el individuo es ‘ciego’ a su muerte o
a la muerte de otro”, nos dice también E.Morin.
Sería, pues, en último análisis la individualización lo que caracte­
riza al hombre, especialmente al hombre de la sociedad moderna, y
lo que explica la multitud de fantasías que él imagina al contacto con
22 E. M orin, L ’komme ét la mort, Seuil, 1970, pp. !>3-58. Véase P. Landsberg,»/). cit., 1951, cap. i.
33 E. Morin, op. cit., pp. 54-55. El autor precisa: “Cuando los individuos de una misma
especie se atacan mutuamente, lo hacen sólo en caso de lucha sexual, es decir de selección en
beneficio de la especie,- o en el rigor de una lucha por un alimento insuficiente, lo que es
también selección; o también puede ser cuando ciertos elementos se han vuelto inútiles para la
procreación (abejas machos).”
24 S. Zuckermann comprueba que “los monos y los antropoides no reconocen la muerte,
pues reaccionan ante sus compañeros muertos como si estuviesen vivos pero pasivos” (La vie
sociale et sexuelle des singes, Gailimard, 1937).
LA M U ERTE, E L ANIMAL Y EL HOMBRE 99

la muerte. Y es precisamente en la medida en que ha sido domesti­


cado —y por consiguiente humanizado— que el animal se representa
su muerte y la del otro. “Se podría entonces inferir que la muerte-
pérdida-de-individualidad afecta al animal cuando el orden de su
especie ha sido alterado, por la domesticación por ejemplo. La do­
mesticación libera al animal de la tiranía vital; el apartarse de sus
antiguas actividades específicas lo ‘individualiza’ en un sentido y lo
deja disponible frente al ser supremamente individualizado: el hom­
bre. Hay pues, si no todavía conciencia, al menos sentimiento y
traumatismo provocados por la muerte-pérdida-de-individualidad,
sólo cuando la ley de la especie es perturbada por la afirmación de
una individualidad. Estos casos excepcionales nos aportan la prueba
‘en contrario’ de que la muerte sólo aparece cuando hay promoción
del individuo con relación a la especie.”25 Es así que el animal domés­
tico termina dejándose morir y no haciendo lo necesario para man­
tenerse con vida; y se cita a este respecto el comportamiento conmo­
vedor del perro que muere de hambre sobre la tumba de su amo.
Pero de todas maneras, “esta promoción perturbadora, si se mani­
fiesta en el animal, por faltarle a éste ‘conciencia de sí’, no puede
llegar a la conciencia de la muerte, y a fortiori a la creencia en la
inmortalidad. Ningún uah . . . uah .. . fúnebre ha significado jamás
tú vivirás en el otro mundo’ ”.26
Plantear de este modo el problema es ya abandonar los límites ne-

25 E. Morin, op. cit., 1970, p. 57.


26 E. Morin, ibid., p. 57. St. Lupasco defiende a este respecto una tesis origina!: “A decir
verdad, si el animal, así como el vegetal, no quiere m orir es porque no puede morir.”
“Los potenciales biológicos que se actualizan en él, sufren pechazos, repotencializaciones, en
las agresiones externas e internas de las actualizaciones antagónicas antivitales. Conoce enton­
ces, no la muerte sino la vida, puesto que [ . . , ] conocer significa ser la sede de procesos poten-
cializados, al mismo tiempo que conoce la muerte, a la que trata de repotenciaiizar simultá­
neamente.”
“Durante toda su existencia, el ser viviente está impregnado por la muerte, que lo rodea por
todas partes y lo penetra por doquier. Es así que obtiene la conciencia de la muerte y su
conocimiento en la medida en que la potencializa y la rechaza, por eso mismo, en la exteriori­
dad objetiva sin saberlo. Él la oye, la ve, la siente, pero sin oír que la oye, sin ver que la ve [ . ..]
sin la conciencia de la conciencia y el conocimiento del conocimiento. Lo que él conoce, ante
todo y por todas partes -to d o el mundo físico exterior- es la m uerte. Sólo que no sabe que la
conoce”, op. cit., 1971, p. 181.
El autor agrega más adelante: “En este terror a la m u erte que experimenta todo animal, que
es una conciencia de la vida, como sabemos [ . . . ] lo biológico potencializado y exteriorizado un
poco por la amenaza de la muerte, por su tentativa de actualización y por lo tanto de penetra­
ción en la subjetividad que representa toda actualización, el esfuerzo de reactualización de la
vida, al repotenciaiizar la muerte, de una manera o de otra, ¿le permite captar mediante el
sistema biológico, estas dos potencialidades antagónicas, suceptibles por la naturaleza misma de
los dinamismos de nuevas actualizaciones?” (p. 188).
100 LA M U ERTE ES EN PLURAL

cesariamente estrechos de la etología para alcanzar los límites fasci­


nantes, aunque quizás utópicos, de la antropología: ¿cómo asom­
brarse de que la especie sea ciega para la muerte de los individuos,
desde que la especie vive de ésta, “precisamente para defenderse de
la muerte”?

E l ANIMAL Y LA M U ERTE EN LOS SISTEM AS CU LTU RA LES:


LO QUE NOS ENSEÑA LA ANTROPOLOGÍA

Puede ser interesante saber cómo un sistema cultural dado concibe


las relaciones del animal con la muerte.
Un primer ejemplo nos lo aportará el pensamiento africano tradicio­
nal, donde se encuentran los temas siguientes: el destino del animal
puede ser similar al del hombre (doble, tótem); la metempsícosis ex­
plica el culto (o solamente el respeto) profesado a los animales que
reencarnan (o simbolizan) a los antepasados; la muerte fecunda y
ritual del animal en el rito cfei sacrificio revitaliza al grupo; por úl­
timo, el animal interviene en la explicación (o justificación) mítica del
origen de la muerte.
¿Qué nos enseña, sobre estos diferentes puntos, la civilización oc­
cidental de hoy? Tal será nuestra segunda pregunta.

E l ejemplo negro-africano

1. Parentesco y simbiosis hombre-animal

El universo negro-africano está a la vez humanizado y hominizado,


hecho para el hombre y a imagen del hombre. Nadie se asombre si el
animal mantiene con él relaciones privilegiadas.
¿El dogon (Mali) no dice del animal que es “gemelo del hom­
bre”?27 A cada uno de los ocho antepasados místicos primordiales de

27 Desde el punto de vista mítico, en efecto, hay múltiples superposiciones entre los mundos
vegetal, animal y humano. Así, se ha escrito a propósito de los fali, del Camerún Norte: “En
el centro de la tierra destinada a los hombres, se plantó un papayo que engendró una primera
pareja de seres humanos de sexo opuesto, la cual trajo aJ mundo dos veces dos gemelos. Por su
lado, la tortuga y el sapo se unieron; la primera tuvo un cocodrilo, símbolo de las aguas que
corren, el segundo un varano, símbolo de la tierra inculta y ambos dieron nacimiento a dos
parejas de gemelos machos. Éstos, con las cuatro mujeres nacidas de los hijos del papayo,
constituyeron cuatro parejas que están en el origen del pueblo fali.” Véase Lebeuf, Le systeme
classificatoire des Fali, en African systerns o f thougkt, ¡Al, Londres, 1965, pp. 238-340.
Siempre a nivel mítico, recordemos que la mantis religiosa, a veces divinidad, a veces de-
LA M U ERTE, EL ANIM AL Y E L HOM BRE 101

la etnia corresponde un animal mídco fundamental. El primer ante- í|


pasado, representado por la gran máscara del Sigi, murió bajo la
apariencia de una serpiente, mientras que el Lebe, el más antiguo,
“muerto como hombre”, resucitó de la tierra bajo forma de ser- >,f
piente. El animal totémico es aquél en el cual “el clan reconoce a un
antepasado, un protector y un signo de unión”, manifestación de la
conciencia de especie. De ahí la asombrosa paridad de destino entre
el hombre y su doble totémico; de ahí la prohibición de matar, y con
mayor razón de com er (salvo en ciertos ritos precisos) a su propio
tótem. En cuanto a los pueblos pastores 28 -n u er, shilluk, pedi, masai
del Africa del este y peul del África del oeste-, no sólo viven en
estrecha promiscuidad con sus rebaños, símbolos de sus riquezas,
sino que también rehúsan matar al animal para alimentarse con él. A
lo sumo, pero con un sentido casi ceremonial, beben su leche o su
sangre a partir de una ligera herida practicada en el cuello del ani­
mal mediante una flecha a resorte (masai).
En el mismo orden de ideas, recordemos que el animal puede ser
criado en lugares sagrados (los célebres pithons de Widah entre los
fon de Dahomey), tratado con respeto (la marsopa entre los diola del
Senegal), o enterrado según un ritual preciso, no desprovisto de so­
lemnidad.
He aquí, a título ilustrativo, un texto referente a los funerales de
una ballena, “rey del m ar”. El jefe habla en estos términos: “La tradi­
ción nos liga al mar y la ballena es su rey. Mi pueblo y yo te rendimos
homenjye y lloramos tu muerte. Ignoramos cómo ocurrieron las co­
sas. Quizás encontraste la muerte en un combate con los nuestros; tal
vez por culpa de los que gustan atormentarte, acaso la muerte fue

miurgo, ocupa un lugar importante en los relatos sagrados de los bantúes del África d el Sur:
Kaggen o Kagu de los bushmen, Nava de los khun, Gamab de los heíkom y los bergdama, Hise
de los naron. Véase R. Caillois, Le mythe et l’homme, Gallimard, 1972, pp. 35-83. T em a que
recuerda ia analogía entre amamantamiento y copulación (Havelock Ellis) y que reaparece en
la obsesión de la vagina dentada. A propósito de la araña que devora a su macho, véase la
descripción lírica hecha por Michelet (L ’lnsecte).
28 Son bien conocidos los vigilantes cuidados -lo que no quiere decir racionales- de que
rodea el pastor africano a sus animales vacunos, especialmente entre los peul, los pedi y los
nuer. A propósito de éstos, por ejemplo, D. Paulme escribió [Les civilisations africaines, PUF,
1959, p. 73): “El propietario conoce a cada animal de su rebaño; se pasará horas dando masa­
je s a la giba de uno de ellos, acariciándole los cuernos a otro, trenzándole un collar a un tercero
o celebrando sus méritos en un cántico de alabanzas [ . . .] Sí llega a morir un animal favorito, la
tristeza de su amo es extrem ada y hasta se ha sabido de casos de suicidios por esta causa.” E n el
mismo orden de ideas, Richard-Molard habla de la “bovomanía” de los peul. Pero en ningún
caso se debe confundir esta actitud con la adoración en el sentido religioso del término. Véase
también P. Quin, Foods and feedings habits o f the Pedi, Witwatersrand University, Johannesburg,
1959.
102 LA M UERTE ES EN PLURAL

natural. Nuestra pena es la misma y sentimos profundamente tu


muerte como un duelo personal. Reafirmamos nuestros lazos con tus
descendientes y les imploramos en los días de angustia; y a ti, que
ahora perteneces a la eternidad, te pedimos que liberes a este país
del hambre y la enfermedad, y que le otorgues salud y abundancia.
Descansa en paz.” Sigue la descripción de los funerales. Esto ocurre en
Missibi, antigua ciudad de Ghana.29
Puede suceder que el animal, simbólicamente, sea parte constitu­
tiva de la persona. Los mosi del Alto Volta, para citar un único
ejemplo, creen que el alma humana (siiga) es un animal, invisible por
supuesto, una serpiente, un cocodrilo, una cierva, una liebre. El alma
está unida a este animal, es de su familia, de modo que matar a una
serpiente equivale a matar a un habitante de este poblado, pues todo
individuo emparentado con la serpiente tiene una serpiente que lo
representa y morirá cuando su animal-alma m uera.30 Es posible en­
contrar en el África tradicional lo que W undt llamó “animales-
almas”. Este poder del animal (derivación hacia lo imaginario) apa­
rece más claramente si vemos cómo es considerada la serpiente 31
-m ás corrientemente el pitón-: nacida de la tierra sobre la que repta,
se estima que mantiene relaciones con los misterios de la muerte; su
semejanza con el falo, que le vale su Calidad de símbolo sexual, la
pone en relación con los misterios de la generación. Por ello, sin
constituir una divinidad de primer orden -el animal es sólo el repre­
sentante de los antepasados— no se deja de rendirle culto, por ejem­
plo entre los ewe (Togo, Ghana), los yoruba y los ibo (Nigeria).

2. Animal y inda religiosa: el sacrificio

a) Sacrificio y muerte fecu nda. Este lazo estrecho hombre/animal ex­


plica por qué éste -sustituto probable del holocausto humano- se
convierte en la víctima designada durante el sacrificio para dialogar
con los dioses. Aquí nos encontramos con el tema por excelencia de
la muerte fecunda, sobre el cual volveremos. Particularmente en el
momento de la invocación y de la consagración, la víctima aparece
como el mediador entre el sacrificante y el sacrificador, la colectivi­
dad participante. La identificación se hace total, a tal punto que el
rito es designado a menudo por un término que equivale a bovino.
29 Citado en Anthropologie africaine et malgache. Relatos, ensayos, testimonios, poemas. Seg-
hers, 1962, pp. 42-45.
30 R. P. E. Mangin, Les Mosi, Challamel, 1921, p. 85.
31 Ch. Merlo, P. Vidaud, “Le serpent negre que ouvrit les yeux aux bommes”, Diogene, 55,
1966, pp. 67-93.
LA M UERTE, EL ANIMAL Y E L HOMBRE 103

El alma (o el principio vital del animal), conducida por la sangre


derramada sobre el altar, sacralizada por las palabras del sacerdote,
se convierte en el vector necesario entre los fíeles (sacrificantes) y el
sacerdote (sacrificador) de un lado, y los antepasados, los genios y
Dios del otro. La comunión que sigue -se come la carne de la víc­
tima- “refuerza” la cohesión del grupo, que aguarda desde ese mo­
mento el perdón y las bendiciones de los poderes sagrados.
Se presenta aquí una paradoja curiosa pero muy comprensible. La
muerte del animal, ya sea ritual (sacrificio) o no, implica un cierto
número de precauciones. Antes que nada hay una excusación ante la
víctima por tener que inmolarla; se le pide perdón por darle muerte.
En seguida, hay que asegurarse la partida de su alma (imploraciones,
ritos que consisten en aplicarle al cadáver muy ligeramente, sobre el
hocico, por ejemplo, y la cola, fricciones o unciones diversas). Por
último, si se trata de una pieza voluminosa, no se dejará de desollarla
aún después de la muerte, con el fin de purificarla y hacer comesti­
ble su carne. Todo esto se acompaña con letanías o recitados religiosos
que elogian los méritos del animal.32
Y sin embargo, la inmolación de la víctima no deja de hacerse sin
violencia y teatralidad, como lo prueba el ejemplo de los dinka (Su­
dán). “Los asistentes se entregan a simulacros de combate. Hasta al­
gunos individuos aislados golpean a otros, pero sin auténtica hostili­
dad. En el transcurso de los estadios preparatorios, pues, la violencia
ya está presente bajo una forma ritual, es cierto, pero también recí­
proca. La imitación ritual versa primero sobre la crisis sacrificial
misma, sobre los antecedentes caóticos de la resolución unánime. De
vez en cuando, alguno se separa del grupo para ir a insultar o gol­
pear al animal, una vaca o un ternero, atádo a un poste. El rito no
tiene nada de estático o fijo: se caracteriza por un dinamismo colec­
tivo que triunfa gradualmente de las fuerzas de dispersión y de desa­
gregación, y que hace converger la violencia sobre la víctima ritual.
La metamorfosis de la violencia recíproca en violencia unilateral es
explícitamente figurada y revivida en el rito. Creo que se comproba­
ría lo mismo en un número infinito de ritos, si los observadores estu­
vieran siempre atentos a los indicios, a veces poco visibles, que de­
notan la m etam orfosis de la violencia recíproca en violencia

:i'¿ Véase a este respecto el muy hermoso filme de J . Rouch, La ckasse au lion a l’arc, que aporta
una ilustración muy sugestiva de esta costumbre. E n tre los dogon (Mali), en el año que sigue a
la entronización de un sacerdote hogon, se degüella a un asno ante el altar del antepasado
mítico Lebe. Es la única ocasión en que se sacrifica un asno, pues según se dice él está “pró­
ximo al hombre”. Dyanlulu, fundador y primer hogon (sacerdote) de los ogol, significa “asno”
en lenguaje corriente.
104 LA M U ERTE ES EN PLURAL

unánime.”33 Es como si el rito tuviera una función de catarsis. El sacri­


ficio polariza sobre la víctima animal los conflictos y tensiones del
grupo, que se libera así de sus impulsos destructores mediante una
violencia ritualizada, reglamentada. El animal, tocado cruelmente 34
en sus partes más sensibles (ojos, órganos genitales, por ejemplo) se
convierte de ese modo en el vehículo de las pasiones humanas. In­
mediatamente después de la inmolación, el tono cambia y se mani­
fiestan testimonios de un respeto específicamente religioso. Esto
coincide con la distensión catártica. “Si la víctima se lleva consigo al
m orir la violencia recíproca, ha desempeñado el papel que se espe­
raba de ella: pasa a encarnar desde ese momento la Violencia tanto
en su forma benévola como perniciosa, es decir la Todopoderosa
que domina a los hombres desde lo alto. Después de haber maltra­
tado al animal, es razonable rendirle honores extraordinarios; tal
cómo fue razonable apresar a Edipo cuando pareció llevar la maldi­
ción, y razonable honrarlo después, cuando su partida trajo la bendi­
ción consigo. Las dos actitudes sucesivas son tanto más racionales, a
pesar de su contradicción, que es suficiente adoptar la primera para
beneficiarse en seguida con la segunda.”35

b) E l caso del pangolín. Sin duda existen muertes rituales que no


suponen tales desencadenamientos colectivos. Un ejemplo particu­
larmente interesante o conmovedor nos lo aporta M. Douglas36 a
propósito del sacrificio del pangolín entre los lele de ¡vasai (Zaire).
Para comprender mejor el sentido de esta mediación realizada por
el pangolín recordemos que éste se aparece como un monstruo ¡inofen­
sivo. Esta unión insólita de dos atributos generalmente incompatibles
explica por qué este mamífero se convierte en objeto de culto. Por lo
demás, el pangolín contradice en cierta medida las categorías anima­
les corrientes: provisto de escamas, como el pez, se trepa a los árbo­
les; su hembra se parece más a una lagarta ponedora de huevos que
a un mamífero amamantando a su pequeño. Además, en lugar de
huir cuando está en peligro, el pangolín se enrosca sobre sí mismo,
se hace muy pequeño, se deja atrapar sin responder con ningún acto
de agresividad, y de ese modo produce la impresión de que con­
siente en el sacrificio de su “persona”.
33 R. Girard, La violence et le sacre, Grasset, 1972, p. 141.
34 La muerte del animal no deja por cierto de lastimar la sensibilidad occidental (í) por su
crueldad. Esto representa seguramente una función catártica que habría que profundizar. El
filme de J . L. Magneron (Vaudou) nos brinda ejemplos sugestivos. Véase también L. V. Thomas,
Les Diola, Ifan, Dakar 1958, 2o tomo,
35 R. Girard, op. cit., pp. 142-143.
38 M. Douglas, De la Souillure, Maspero, 1971, p. 180.
LA M U ERTE, E L ANIMAL Y EL H O M BRE 105

“En sus descripciones del comportamiento del pangolín y en su


actitud hacia el culto que le tributan, los lele dicen cosas que recuer­
dan de una manera impresionante algunos pasajes del Antiguo T es­
tamento, tal como la tradición cristiana los ha interpretado. Como el
carnero de Abraham en el monte, o como Cristo, el pangolín es una
víctima voluntaria al decir de los lele. No se le busca para apresarlo:
él mismo viene al poblado. Además, es una víctima ‘con jerarquía’:
los pobladores consideran a su cadáver como un jefe viviente, que
debe ser objeto del respeto debido a un jefe, pues de lo contrario se
expondrían a una catástrofe futura. Pero si se cumplen fielmente los
ritos que le están consagrados, las mujeres concebirán, los animales
caerán en las trampas de los cazadores y serán abatidos por sus fle­
chas. Los misterios del pangolín son misterios tristes: cuando los ini­
ciados llevan el cadáver del animal a través del poblado, los asistentes
cantan: ‘voy a entrar ahora en la casa de la aflicción’. Es evidente que
este culto tiene toda clase de significaciones. Sólo mencionaré dos:
por un lado, el culto reúne los contrarios y de esta unión se des­
prende un poder benéfico; por el otro, el animal se presta aparen­
temente a una muerte voluntaria.”37

3. El animal y la muerte

a) La muerte del animal. La muerte no es ciertamente un privilegio


humano. Sin embargo, interrogados sobre este punto, los negro-
africanos estiman que la desaparición del animal difiere general­
mente de la del hombre: no hay transformación en antepasado,
fuera de los casos de metempsicosis donde es el antepasado el que se
convierte en animal; 38 tampoco hay distinción entre buena y mala
muerte, al menos si dejamos de lado la intervención del hombre que
mata (violación de las prohibiciones, no respeto a las precauciones
habituales), pero en este caso la responsabilidad del animal no inter­
viene.
De todos modos, no importa poner en el mismo plano la muerte
del animal totémico (la animalidad es entonces reintroducida en la
cultura; el animalicidio se convierte parcialmente en homicidio) y la
37 M. Douglas, op. cit., p. 180.
38 Cangrejos, serpientes cumplen a menudo esta misión. Entre los tutsi de Burundia se colo­
caba el cadáver del rey dentro de la piel de un toro despedazado vivo, y luego se lo depositaba
sobre una valla de bambú. Los sacerdotes vigilaban atentamente la descomposición y recogían
con respeto el primer gusano {pues según dicen, contiene el alma del difunto). Este gusano era
engordado con leche, y luego, en el momento considerado oportuno, inhumado con gran
pompa. Se suponía que el alma, entonces, se metamorfoseaba en león.
106 LA M U E R T E E S EN PLURAL

dei animal ordinario (hecho de la naturaleza). Precisamente, el de­


ceso del animal totémico que provoca la de su doble humano como
consecuencia de una extraña paridad de destinos, es sentida como
un desorden particularmente grave. De ahí proviene también la cos­
tumbre de los funerales animales, de la que hemos hablado, que se
dedican a los animales relativamente sagrados.
Así, la muerte de un animal estrechamente ligado al hombre (por
la vía del totemismo, por contrato sinalagmático) reintroduce una vez
más la cultura en la naturaleza. El ejemplo de los tallensi (Ghana),
tan bien descripto por Meyer-Fortes, constituye su ilustración más
preciosa.39 Con respecto a este caso, Lévi-'Strauss nos proporciona
una reseña admirable: “Hay anímales individuales, o aun a veces es­
pecies geográficamente localizadas, que son objeto de tabú porque se
les encuentra en la vecindad de altares dedicados al culto de determi­
nados antepasados. Allí no se trata de totemismo en el sentido habi­
tual de este término. Los ‘tabúes de la tierra’ forman una categoría
intermedia entre estos animales o especies sagradas y los totems: tal
es el caso de los grandes reptiles -cocodrilo, pitón, lagarto arborícola
o acuático-, que no pueden ser muertos dentro del recinto de un
altar de la tierra. Son ‘gentes de la tierra’ en el mismo sentido en que
los hombres son llamados gentes de tal o cual poblado, y simbolizan
la potencia de la Tierra, que puede ser benéfica o maléfica. Aquí se
nos plantea la cuestión de saber por qué se han elegido ciertos anima­
les terrestres y no otros. El pitón es particularmente sagrado en el
territorio custodiado por un determinado clan; y el cocodrilo lo es en
el territorio de otro clan. Además, el animal es más que un simple
objeto de prohibición: es un antepasado, cuya destrucción equival­
dría a un asesinato. No porque los telensi crean en la metempsicosis,
sino porque los antepasados, sus descendientes humanos y los anima­
les sedentarios, están todos unidos por un lazo territorial: ‘Los ante­
pasados [ . . .] están presentes espiritualmente en la vida social de sus
descendientes, de la misma m anera que los animales sagrados están
presentes en los charcos sagrados, o en el sitio en el que el grupo se
identifica. De modo que la sociedad talensi es comparable a un te­
jido, cuya urdimbre y trama corresponderían respectivamente a los
lugares y a las descendencias. Aunque estén íntimamente mezclados,
estos elementos no dejan de constituir realidades diferentes, acom­
pañadas de sanción y de símbolos rituales particulares, dentro del
marco general ofrecido por el culto de los antepasados.”

39 Le tolémisme aujourd’hui, pu f 1962, pp. 106-107.


LA M U ERTE, EL ANIMAL Y E L HOMBRE 107

b) E l animal responsable de la muerte. Merece también mencionarse


rápidamente un último rasgo: la responsabilidad del animal por la
introducción de la muerte en el seno de la humanidad, parece abso­
lutamente indiscutible a los ojos del africano, al menos si debemos
creer a numerosos mitos originales.
El animal rápido -nos dicen- lleva en sí el mensaje de la muerte,
mientras que el más lento es anunciador de vida. Los dos son envia­
dos simultáneamente a los hombres por Dios o el Demiurgo. “Sin
embargo, según la ‘lógica humana’, recibir la ‘rapidez’ es obtener la
vida, mientras que acoger la ‘lentitud’ es admitir la muerte. Así, el
mensajero rápido llega primero en el mundo terrestre, no sólo por­
que es el más diligente, sino también porque, según los hombres, él
significa la ‘vida’. En suma, la muerte se introduce entre los vivos
bajo la cubierta de la noción de rapidez que significa ‘vida’ en la
óptica humana y ‘muerte’ según la ‘lógica’ del cielo. La ‘caja negra’ y
los mensajeros juegan el papel de mediadores entre el mundo celeste
y el mundo terrestre; permiten el pasaje de una significación a otra
de las nociones que denotan la vida y la muerte.”

Mundo celeste Mundo terrestre


C a ja n egra

rapidez = m u erte--------- > espacio que se p a ra a ^___ ^ m u erte = lentitud


Dios d e los h o m b r e s --" '
L u g a r de perturbación-,
lentitud = vida dei m ensaje ^ " ''^ v id a = rapidez

Sin este espacio mediador que es la caja negra, “el ser huma­
no pasaría sin transición de su vida-rapidez a la muerte-rapidez del cie­
lo, y la noción de rapidez cubriría la confusión de la vida y de la
muerte”.40
40 D. Zahan, Religión, spiritualité et pensée afrkaines, Payot, 1971, p. 66. Véase también H.
Abrahamsson, The Origin o f Death, Studies in African Mythology, Studia Ethnographica Upsa-
liensia III, Upsala, 1951; L. V. Thom as y R. Luneau, Textes sacres d’Afrique noire, Dendel-
F'ayard, 1969.
C. Tastevin (Eludes missionnaires, 2, p. 85) nos recuerda que en el origen, según los serere
(Senegal), los hombres ignoraban la muerte. El primero en conocer este desenlace fue un
perro a quien se le hicieron solemnes exequias. Las mujeres danzaron, los hombres dispararon
numerosos tipos de fusil. El animal, envuelto en un paño, fue depositado en una termitera al
pie de un baobad. Lo cual fue visto por Dios (Koh), y éste sé irritó por todo lo que se hacía por
un perro, y entonces decidió que, de ahí en adelante, todos los hombres debían morir también.
Asimismo S. F. Madel (The Muba, Londres, 1947, p. 168) menciona un relato korongo, según el
108 LA M U ERTE ES EN PLURAL

4. P ara una breve síntesis

En suma, según el negro africano “tradicional”, el animal muere


como el ser humano; lo más corriente es que su muerte sea incons­
ciente y equivale a una destrucción total, si exceptuamos a algunos
animales privilegiados que representan al clan (animal totémico), o
que constituyen la figuración de una divinidad cualquiera, o de un
personaje mítico; el hombre puede matar al animal para alimentarse,
con la condición de que no sea un animal totémico o un animal privi­
legiado, y que tome las precauciones habituales establecidas por la
costumbre; ciertos animales sagrados son objeto de entierros rituales,
así como también se puede inhumar al hombre con su animal favo­
rito (el caballo 41 para el emperador de los mosi del Alto Volta), o en
la piel de este animal (el toro entre los reyes bantú), el animal sacrifi­
cado (muerte fecunda) durante los funerales o ritos aniversarios, es
considerado, por su principio vital, como “portador” o “alimentador”
del alma del difunto;42 algunos muertos se reencarnan fácilmente en

cual, en el comiíMi/.o de las cosas, los hombros se multiplicaban sin morir. Un clía los hombres
efectuaron entierros caricaturescos: transportaron en procesión troncos de árboles al poblado y
después los enterraron con gran pompa. Esta parodia encolerizó a Dios; entonces, para casti­
garlos, les envió a los hombres la enfermedad y la muerte. “En la condición humana actual, por
estar ligada a la distinción entre hombres y animales (mito serere): hombres enterrados, anima­
les no enterrados, o entre hombres y árboles (mito korongo): hombres enterrados, árboles no
enterrados, la muerte está asociada a un aspecto que corrobora esta distinción, mientras que la
inmortalidad (‘imposible’ de alcanzar) corre pareja con la confusión de los hombres y los ani­
males, los hombres y los árboles.” D. Zahan, op. cit., 1970, p. 74.
41 A la muerte del je fe de la magia (entre los namchi del Camerún Norte), la tribu efectúa
una caza ritual del león. Éste es muerto según las reglas. Se trasladan sus despojos a lugar
sagrado. El nuevo mago copula con su hija mayor delante de los iniciados, a la manera de los
monos. El señor de la fecundidad retira el esperma de la vagina de ia hija y lo recoge en una
pequeña calabaza. El je fe de la tierra (al mismo tiempo señor de la caza) implora al león que le
perdone, y después le corta la cabeza, la deposita sobre una piedra y procede a desollar al
animal con el cuchillo de los sacrificios. El cadáver del je fe de la magia, que ha sido decapitado,
es cosido dentro de la piel del león, en posición fetal. Se aplasta el cerebro del difunto gol­
peándolo con piedras, y la pasta así obtenida se vierte en la calabaza que contiene el esperma.
Esta calabaza se oculta en un agujero que se tapará con vasijas, hierbas y ramas, y por último
con tierra. La cabeza del león es entonces desollada y secada al sol. El cráneo (previamente
blanqueado), donde se considera que está retenida el “alma” del dios de la tribu y la del je fe de
la magia, irá a remplazar en la cabaña ritual a la del predecesor, que a su vez será transferido
al cementerio de los jefes. Véase J . Lantier, L a cité magique et magie en Afrique noire, Fayard, 1972,
p. 91.
42 Esto reposa en la creencia de que el animal puede desempeñar un papel en el más allá. Se
dice que los francos inmolaban un caballo en la fosa de sus caballeros muertos o lo enterraban
vivo para que le sirviera al difunto en sus cabalgatas de ultratumba. Del mismo modo, algunos
pueblos pastores del África negra depositan en la tumba un léto de bovino, que le permitirá
alimentarse al alma del muerto durante su gran viaje.
LA M U ERTE, E L ANIMAL Y EL H O M BRE 109

un animal con fines diversos que no podemos examinar aquí, o so­


lamente adoptan una forma animal para manifestarse a los vivos: lo
que nos remite al viejo problema de la metempsicosis;43 el animal
puede poner fin a la existencia de las almas malvadas que devora
(hienas casi siempre); en el juego de símbolos relacionados con el par
vida-muerte, le corresponde un lugar importante al animal: así la
serpiente, por sus mudas sucesivas, alude al poder de renovación
indefinida, mientras que la imagen de la serpiente que se muerde la
cola sugiere la idea de la eternidad (el círculo infinito de la vida); por
último, si debemos aceptar los mitos etiológicos delperverted message,
el animal estaría en el origen de la aparición de la muerte en la hu­
manidad, casi siempre de manera involuntaria.

E l mundo occidental de hoy

1. Especificidad del mundo occidental: desacralidad y rentabilidad

Lo que parece caracterizar al mundo occidental de hoy, unánime­


mente orientado hacia la técnica, la acumulación de bienes y la preo­
cupación por la racionalidad económica (la organización, la previ­
sión, la rentabilidad) es sin duda la desacralización del universo. De
ahí la inevitable ruptura entre el hombre y el animal, criatura considerada
inferior, incapaz de vida espiritual, que vive única y totalmente de
la naturaleza. Si dejamos de lado los animales de entretenimiento (el
término ya es de por sí significativo y revelador) con los que pueden
entablarse vínculos muy estrechos (perros, gatos, pájaros), el animal
es encerrado en los zoológicos, o dedicado al espectáculo -circo, peleas
de gallos, tauromaquia o a la caza,44 la policía, la guardia, la guerra

43 Rocordemos la explicación original que aporta St. Lupasco, op. cit., 1971, pp. 188-189. El
autor ve el origen de la metemsicosis “en este alcanzar el conocimiento confuso de las fuerzas
potenciales de la heterogeneidad biológica. Como si el ser vivo se sorprendiese, oscuramente y
a la manera simbólica del sueño, de las contradicciones oníricas metamorfoseantes, no sola­
mente de la imposibilidad de morir rigurosamente, conform e a la naturaleza profunda de la
energía donde todo puede únicamente potencializarse, sino también de las innumerables po­
tencialidades biológicas reunidas en las moléculas germinales, en el a d n mismo, q u e pueden
dar nacimiento, por sus actualizaciones en diversas condiciones propicias, tanto a determinado
virus o animal como a tal hombre”. En rigor, se puede hablar de metempsicosis cuando el
bacteriófago, “introduciendo su cola en una bacteria, hace penetrar en ella su a d n que, apode­
rándose del a d n del h u é s p e d , se d e s a r r o lla en su l u g a r y t r a n s f o r m a a toda la población en
bactereófagos. Lo mismo en lo referente al anticuerpo, cuando triunfa sobre el microbio.
44 Véase por ejemplo “I-a chasse ou le droit de tuer”, en /> monde, 29-30 de octubre de 1972,
p. 18. Recordemos también la obra citada de P. Gasear, op. cit., pp. 9-15, 77-85, 166-171,
225-231.
110 LA M U ERTE F.S EN PLURAL

(es conocido el uso reciente del delfín en este campo), incluso el con­
trabando; o es perseguido inexorablemente, y en lo posible destruido
(caza lúdica o deportiva y safari; necesidad de alimentación, por su­
puesto, pero también de piel, de grasa, de marfil, etc.); o aun es
criado racionalmente (!!!) con o sin hormonas, para fines puramente
económicos: no se hace cuestión de venderlo o abatirlo como hacen
los peul (a pesar del “amor” del campesino por su ganado: “Yo tengo
dos hermosos bueyes en mi establo”, dice una vieja canción francesa).
En el mejor de los casos se los debe matar según ciertas reglas en los
mataderos industrializados, el papel de la s p a no es desdeñable en
este aspecto. De todos modos, los dos términos de la paradoja antes
citada: violencia/respeto, han desaparecido totalmente, mientras que
la idea de animal/víctima, intermediario privilegiado del rito, no con­
serva ya la menor vigencia.45
' /

2. De las supervivencias a las representaciones


a) Creencias y símbolos. Sin duda existen hoy superviviencias que re-
cuerdan las conductas arcaicas. Citemos algunas al azar, pues nada
de esto es sistemático.
Así, el animal puede seguir ligado a la muerte, mítica o realmente, el
Habría mucho que decir sobre la actitud del cazador/Junto a los que matan por matar
(nosotros vimos en Senegal a militares persiguiendo en un je e p a rebaños de facoqueros y
matarlos con metralleta), hay verdaderos cazadores que pretenden amar al animal, y sólo lo
destruyen por “amor al arte", sin hacerlo sufrir. De hecho, su comporlamieiuo supone un
perfecto conocimiento de las costumbres del animal, una búsqueda paciente de los indicios,
una comunión estrecha con la naturaleza. Sin embargo, matan. Aun cuando a veces dialoguen
con el animal (“Si no mueres tú, muero yo”, lo dice el pescador al tiburón en la novela El viejo y
;• el mar, de Hemingway), no hay ningún punto de contacto con la connivencia del hombre
negro-africano con el animal que él va a matar para alimentarse, o con el pacto que lo liga al
león que va a abatir para él la presa, la caza, o con las divinidades octonianas que facilitarán su
tarea.
La tauromaquia especialmente es sin duda un “trágico” que se supone que muestra la supe­
rioridad del hombre. G. Becaud habla del “matador victorioso de la muerte”. La tauromaquia
no es más que la “frontera del deporte verdadero”, nos dice B. Jeu {Le sport, la morí et la
violence, Edit. Universitaires, París, 1972, p. 108 y ss.) “En primer lugar, el interesado se juega
realmente la vida, falta la transposición estética al nivel del símbolo. Pero además, prueba
fortuna frente a la bestia en lugar de medirse con un hombre. El juego asume así el carácter de
un desafío ante el destino más que un desafío a otro. Y también hay que convenir en que el
animal -el pobre- no eligió combatir y que no hay enfrentamiento de dos libertades.” Véase P.
L. Landsberg, op. cit., cap. vm.
45 “Yo estoy sorprendido de que el hombre no tenga admiración y respeto más que a sí
mismo; me asombra que, dentro de su especie, encuentre la manera de hacer diferencias entre
las razas geográficas; me apena que aprisione en jard in es zoológicos a los chimpancés y a los
i gorilas para instruir a los niños humanos; y me subleva que M. Dupont de Nemours, como
(: . vimos hace dos o tres años en Match, se haya hecho fotografiar junto a un gorila que había
LA MUERTE, EL ANIMAL Y E L HOMBRE 111

relato bíblico de la tentación por la serpiente es demasiado conocido


(y para muchos siempre actual) para que valga la pena insistir en él.
Los seres simples creen todavía en los presagios anunciadores de la
muerte próxima: chillidos de la lechuza, gritos de las rapaces noc­
turnas.46 Varios animales presentan una valencia negativa cargada
de fantasías letíferas: el vampiro succionador de sangre sigue inspi­
rando a poetas, novelistas y cineastas,47 las hienas necrófagas des­
piertan siempre horror y desagrado. Sin embargo, algunas actitudes
se basan en un fundamento más realista, por ejemplo en lo referente
a las ratas 48 y otros roedores, escorpiones, serpientes, incluso insec­
tos necrófagos (llamados pomposamente “los trabajadores de la
muerte”). ¿Y no se afirma que algunos animales “sienten rondar la
muerte”?49 ¿No suele decirse que el perro “le aúlla a la muerte”?50
-H ay poco que decir con respecto a íasprohibiciones alimenticias que
cada vez van perdiendo más vigencia (nada en ellas recuerda a los
tabúes totémicos), o sobre ciertos gustos y repugnancias cuyos oríge­
nes se han perdido: ¿por qué a los franceses les gustan las ranas, los
caracoles y el caballo, que otros europeos no consumen jamás?
-E n cuanto al simbolismo macabro o funerario, es frecuente que
recurra también al animal: la serpiente que se muerde la cola, vista a
menudo desde una perspectiva resueltamente anticlerical -francm a­
sonería-, nos remite a la idea de la continuidad del ciclo vital (naci­
miento — > muerte — » renacimiento), mientras que la serpiente en
muda de piel acaso exprese más la idea de inmortalidad que la de

asesinado, pues para m í ei matador de un gorila n o es un cazador sino un asesino. En deírni-


tiva, como se puede ver, me siento muy cerca del m ono.” jH. Gastaut, “Le vivant et l'humain”,
en Mcniriser la xiiet, Desclée de Brouwer, 1972, p. 6 9.
46 £1 mismo presagio entre los negro-africanos. Para Jos mosi, ver dos camaleones apareados
anuncia una muerte próxima.
47 Véase R. Vadim, Histories de Vampires y Nouvelles hisloires de vcimpires, R. Laffont, 1971, 1972.
Volveremos a hablar de esto en nuestra cuarta parte.
48 Recuérdese el hermoso libro de A. Camus, L a Peste.
49 Conocimos a un perro que experimentaba verdadero malestar cada vez que acompañaba
a su amo al cem enterio. ¿Percibe por su olfato algo sospechoso que felizmente se le escapa al
hombre? En cambio los gatos frecuentan los cem enterios: habría entre 300 y 400 en el Pére-
Lachaise de París.
50 He aquí un ejemplo sorprendente de supervivencia descripto por M. Dansel (/he Pere
Lachaise, Fayard, 1973, p. 37). Se trata de una herm osa mujer que llega al cementerio en DS
negro con chofer, vestida con una larga falda blanca y provista de un canasto. Se dirige al
sector reservado a los músicos. Allí desangra con un gran cuchillo de cocina a un pollo vivo.
Con una pequeña pala, excava un pozo al borde de un sendero, entierra al animal y lo recubre
de tierra. “No me gusta la gente curiosa”, le dice al aulor, que la observaba; “pero quiero
explicarle: mi marido me dejó por otra, y yo he consumado este sacrificio para que vuelva a mí.
Medite sobre esto, mi querido señor”. Y se precipitó hacia su automóvil.
112 LA M U E R T E ES EN PLURAL

resurrección. Y hasta hemos visto perros, símbolos de la fidelidad y


del recuerdo, esculpidos en las tumbas reservadas a los hombres.

b) Los cementerios de los animales. La costumbre de enterrar no sin


solemnidad al animal amado o respetado, es vieja como el mundo.
Ya hemos citado ejemplos africanos. Se cuenta que Verus hizo erigir
una tumba a su caballo Volucris en el Vaticano. En Francia, la Pre­
fectura de Policía hizo inhumar en una cueva especial a Leo y a Ma­
riposa, dos perros nnicrtos por bandoleros, que habían salvado vidas
humanas; mientras que los soldados de la guerra de 1914-1918 do­
naron una sepultura a Pax el perro y a X el gato, quienes por su
actitud les advirtieron que llegaban gases asfixiantes a las trincheras.
De ahí también la práctica de las necrópolis reservadas a animales.
La visita al cementerio parisiense de Asniéres y la lectura de los epita­
fios en las tumbas, prueban hasta qué punto para algunos el animal
forma parte de la propia familia y se halla así humanizado.51 En el
mismo orden de ideas, recordemos que el animal puede acompañar
al hombre a su última moradsj (“Entierro en Ornans”, célebre cuadro
de Courbet) o a los sobrevivientes cuando van al cementerio de visita
(Freckles, el cocker favorito de R. Kennedy, fue visto varias veces, por
toda la nación conmovida, en el cementerio de Arlington, en el 48
aniversario del nacimiento del ministro asesinado, en medio de la
familia de la cual el animal era “miembro de pleno derecho”.

c) Los medios de comunicación de masas. Por último, la expresión lite­


raria y cinematográfica le acuerda al animal un lugar nada despre­
ciable. A veces exalta su nobleza: el pelícano que se da muerte para
alimentar a sus hijos; el lobo cantado por A. de Vigny; el cisne cuyo
canto antes de morir fue evocado por Lamartine; Barry, el San Ber­
nardo de mil proezas, que salvó a 41 personas y fue muerto por la
número 42, que lo confundió con un oso, temas que recogió el cine
de preguerra. Otras veces se subraya la metamorfosis a mitad de ca­
mino entre la vida y la muerte, con Kafka {La metamorfosis, el hombre
convertido en insecto), Vercors ( Silva, el zorro transformado en mu­
51 Los epitafios que se encuentran en las tumbas de los animales, aunque muy pobres, no
dejan de ser significativos, conmovedores o ridículos:
- Aquí yace Pipi, mi pobre perrito, mi único amigo, 1929-1945.
- Bobby Vixit Amavit, 1911- 1926.
- A nuestro pequeño Pif querido, 26-5-1953.
- Aquí v;ht mi dulce Rouquinct. ¡T;in pequeño, y oaqmba in) lu^ar tan grande en mi
corazón!
- A mi pequeña paloma Katia, fallecida el 20 de abril de 1938, recuerdo, etcétera.
Vrast' R. Sabatier, Dictionnaire de la Morí, A. Miehel, 1967, pp. 101-104.
LA M U ERTE, E L ANIMAL Y E L HO M BRE 113

jer) y más próximo a nosotros T . Owen (tranformación de la mujer


en cerda y recíprocamente). O también' la evocación del animal puede
dirigirse hacia el horror y la agresión: ayer las películas de King-Kong,
hoy la historia de Willard, un joven que educa ratas para lanzarlas
contra sus enemigos; Frogs, donde se ve a Ray Millan comido, por
sapos;52 La noche del conejo, donde 1 500 conejos gigantes codician
a Janet Leigh; o también se nos promete un thnller con arañas morta­
les, otro con gatos asesinos, o también con ratas, cuyo título es pro-
nietcdor: ¡Ratas, ratas, ratas! Manera hábil de explotar los impulsos
morbosos o ansiógenos del público, que hace entrar al animal, sin
duda indirectamente, en el circuito de la rentabilidad capitalista.

3. Valorización o desvalorización del animal

Puede ser interesante ver qué imagen proporcionan los manuales


escolares sobre la muerte de los animales. Una investigación reali­
zada por S. Mollo versó sobre una serie de textos que relatan la muer­
te accidental de animales - 1 2 solamente- y otros referentes a la
muerte que se les infligió deliberadamente en escenas de pesca o de
caza, 41 relatos. La muerte de los animales familiares “aparece como
un desgarramiento en la felicidad-de la infancia, como una adverten­
cia sobre el aspecto trágico de la existencia [ . . . ] Es la revelación pro­
gresiva de lasduras leyes de la vida, que le confiere sus fines educa­
tivos a los múltiples aspectos de la muerte en la literatura escolar. L a
muerte se incorpora al aprendizaje de la vida social y moral.”53 Sobre
los 41 relatos de caza o de pesca, tres insisten sobre la necesidad de la
muerte de los animales para mantener la vida de los hombres; las
otras exaltan las cualidades del hombre: rapidez, habilidad, astucia,
poderío, valentía, inteligencia. Ya sea que la descripción de la muerte
del animal aparezca de un modo complaciente o conmovedor, siem­
pre el tema es “la victoria del hombre”; 54 muy rara vez muestra “el
aspecto cruel de la naturaleza humana”. En suma, ya sea “una nece­
sidad o una diversión, la muerte de los animales' puede considerarse
como una aproximación indirecta de los problemas que plantea la
muerte, una cierta manera de domesticarla, de liberarse de la angustia

52 En el curioso filme de Me Cowan, caimanes, iguanas, sapos y lagartos se salían para masa­
crar a los hombres. Se ve a una araña gigante momificar a su víctima, a un lagarto despedazar
¿i la suya.
5:$ Le tkem e de la morí dans la littérature scolaire fran ^ aise contem poraine, en “ E th no-
Psychologie”, 1, marzo de 1972, pp. 45-58. %
r>4 S. Molfo, p. 5 1.
114 LA M U ERTE ES EN PLURAL

de la muerte propia”.55 Es lo que explica que la muerte del animal


pueda ser tratada “con un tono desenvuelto, incluso irónico”.56
Esta función catártica desaparece en los relatos que tratan de la
muerte del hombre; el aspecto épico (grandeza del soldado que
vierte su sangre en el altar de la Patria) o dramático (inseguridad
afectiva, finitud del hombre, tristeza y miseria) parecen adueñarse de
esas narraciones, y el cambio de to n o se muestra de manera mani­
fiesta: el humor y la burla ya no tienen lugar. No obstante, si la
muerte del malvado, aunque sea horrible, no aflige a nadie, el temor
a la m uerte del héroe simpático “sirve de soporte a la educación de la
sensibilidad infantil”.57
Sin embargo, en la vida corriente, particularmente en los medios
urbanos, y muy especialmente entre los jóvenes, los viejos, las perso­
nas solas (por ejemplo, solteronas), se asiste a menudo a una sobreva-
loración del animal preferido (el pet de los anglosajones), cuya
muerte puede ser padecida de modo muy dramático. Esta actitud
afectiva que contrasta con el cinismo de los comportamientos del
mundo rural (ver cómo se mata a un cerdo; la película Escenas de caza
en B aviera nos parece particularmente reveladora a este respecto)
denota por parte de personas de estatuto social indeciso o franca­
mente dejados de lado, un desasosiego cierto, para las cuales el
apego al animal es como una traducción compensadora: la muerte
de éste equivale a una muerte parcial de sí mismo.58

4. E l sentido del hombre

La reflexión antropológica de hoy no se ocupa casi de los problemas


del sacrificio o de la metempsicosis, por razones fáciles de compren­
der. Y si se llega a interesarse en el totemismo, es desde la perspec-
55 S. Mollo, p. 52.
56 “.Se burlan de la estupidez de la rana, que se precipita sobre el pedazo de trapo rojo. Se
divierten con la huida zigzagueante de una liebre que parece haberse vuelto loca porque tiene
los dos ojos reventados por un joven cazador todavía demasiado torpe. Pero no se encuentra
nada de esto cuando la muerte hace su aparición entre los hombres” (S. Mollo, p. 52).
57 S. Mollo, p. 55.
58 Muchas veces los animales forman parte de una manera íntima de la existencia de los
viejos; se asiste incluso a una verdadera simbiosis de presencias. A. Philipe {Les rendez-vous de la
cólline, Livre de Poche, 1966) nos habla de la vieja “Lulú” llevando con ella un revólver para,
matar a su perro “Tahiti”, a fin de evitarle las angustias de la soledad cuando ella sintió su
muerte próxima. Recordemos el caso de Dox, perro de policía italiano, muerto en 1965: 171
casos peligrosos, 7 heridas, 38 condecoraciones. Después de un proceso célebre que duró 7
años, su dueño, G. Maimone, obtuvo una pensión a título postumo. En este caso, el sentimiento
no había matado el sentido del interés.
LA M UERTE, EL ANIMAL Y EL HOMBRE 115

tiva del “pensamiento salvaje” que construye sistemas cl.e clasifica­


ción. Por el contrario, la reflexión antropológica se esfuerza siempre
por caracterizar lo que constituye la especificidad de la experiencia hu­
mana. Según E. Morin, tres rasgos podrían ser significativos a este
respecto.59
Antes que nada, la toma de conciencia del acontecimiento que per­
turba profundamente el estatuto de la persona, de ahí los ritos fune­
rarios conocidos desde el paleolítico; de ahí las creencias en la super­
vivencia. ¿Es éste un privilegio humano? En cierto sentido, no. Es
verdad que los animales, al menos los animales domésticos, “sienten
venir la muerte”; ellos van a morir de preferencia allí donde han
vivido (perro) o se esconderán (gato) o demostrarán resignación (ca­
ballo).
Sin embargo, y aparte de que los hechos citados resultan demasia­
do subjetivos, cargados de ejemplaridad (intencionadamente o no), se
estima -y sólo se trata de estimaciones- que el, animal no percibe la
muerte o más bien que ésta no es “nocionada” por falta de lenguaje.
Se la vive, pero no se reconoce el carácter transformador del aconte­
cimiento. Y ya hemos subrayado que el animal no tiene auténticos
cementerios y que ignora todo ritual de sepultura propiamente di­
chos.
Existe también el traumatismo, el del dolor provocado por la desa­
parición del ser amado, el ausente, (puesto que ha desaparecido)/ pre-
sente (ya que ocupa la conciencia de los sobrevivientes) por excelen­
cia, y sobre todo cuando se está produciendo el horror de la des­
composición.60
V
59 E. Morin, Anthropologie de la mort, Bull. Soc. de Thanaqologie, año 5, 2 de mayo de 1970, E
I-E 6. Véase también R. Fox, L. Tiger, Vanimal imperial, R. Laffoní, 1973.
En este campo hay que dar prueba de mucha prudencia. Así, S. Moscovici (La societé contre
natura, 10/18, 1972), ha subrayado apropiadamente cómo la transición de la naturaleza animal
a la sociedad humana es una ficción. Sólo parece aceptable la creencia en la transición de una
sociedad a otra, a partir de ciertas características de la “sociedad de afiliación" elaborada pol­
los primates, a través de una transformación de esta sociedad gracias al poder de inventiva de
uno de sus grupos, que practicó una técnica absolutamente nueva: la caza colectiva. Fueron
necesarios varios millones de años para que estos primates se transformasen “genética, social y
tecnológicamente” a través de una doble dinámica: relaciones sociales, relaciones con el medio.
Desde una perspectiva un poco diferente, véase E. Morin, Le paradigme perdu: la nature kumnine,
Seuil, 1973.
60 “Hay un traumatismo, un choque que sienten los vivos. ¿Cómo se puede discernir que se
produce este traumatismo? No simplemente por la tristeza y el dolor de las personas sobrevi­
vientes, parientes del muerto; también porque en todos los ritos funerarios, por diferentes que
sean -pues hay muertos que se entierran, muertos que se queman, y están los que se abando­
nan en alguna parte durante nueve meses oséis meses, y se los reencuentra después, los hay
que quedan expuestos en las torres del silencio, y los que son sumergidos-, en esta extraordi-
116 LA M U E R T E ES EN PLURAL

¿Qué ocurre en el animal? Sin duda, durante los combates, las ra­
tas no le abandonan jamás al enemigo los despojos de sus congéneres
(lo mismo sucede con las hormigas). Pero nada permite aseverar que
el animal discierne siempre entre el vivo y el muerto; y con más
razón, que se horrorice, o por lo menos se disguste, ante la visión del
cadáver en vías de putrefacción.
“Los monos no diferencian al muerto del vivo. El grupo se opone a
la eliminación del cadáver como si se tratara de un sujeto vivo. El
macho cuya hembra ha sido muerta en una lucha, conserva celosa­
mente el cuerpo y la trata com o a un individuo vivo, pero completa­
mente pasivo; hasta procura copular con ella, y sólo renuncia a ha­
cerlo cuando advierte la falta de reacciones en su compañera. Enton­
ces la abandona poco a poco, pero su interés por ella despierta ins­
tantáneamente si otros machos se aproximan al cuerpo. Asimismo, el
lactante sigue aferrado a la piel de su madre muerta. Se resiste de­
sesperadamente cuando se le separa de ella y gime hasta que se lo
vuelve a poner sobre la madre o sobre otro cadáver de babuino. Re­
cíprocamente, la madre guardé contra ella a su pequeño muerto, lo
protege furiosamente, lo cuida como si estuviera vivo. Luego su
comportamiento se modifica ante la falta de reacciones del pequeño;
pero lo conserva siempre celosamente, a menudo lo lleva consigo o
bien lo ‘manipula’ con las manos y la boca. Cuando el cuerpo se des­
compone, la madre arranca y a veces come algunos pedazos, y el
padre se comporta de igual manera. Este manejo puede durar unas
cinco semanas, hasta que el cuerpo queda reducido a unos pequeños
restos de sanie infecta al que se adhieren algunos pelos. Esta con­
ducta se explica por la atracción que un pequeño objeto de piel
ejerce sobre los monos de los dos sexos. Y en efecto, éstos proceden
de la misma manera con el cuerpo de un pequeño mamífero o de un
pájaro, que acaso ellos mismos mataron, pero que luego manipulan y
conservan celosamente.”61
De hecho, se conoce poca cosa sobre la tristeza de los animales.
Seguramente sucede que ellos se sienten “bruscamente dañados en la
simbiosis que tenían con otros vivientes y de ese modo sienten la

naria multiplicidad de ritos, aparece sin embargo un punto común, que es el horror a la des­
composición del cadáver. Todavía hoy entre nosotros, el espanto se liga cotí esa etapa en que el
cadáver no está todavía enteramente descompuesto, en que los huesos no se han liberado aún
de la carne en putrefacción; es !a fase del vampirismo, la fase del peligro, la fase del duelo,
donde el muerto es peligroso porque ni es todavía espectro ni está ya vivo”, op. cit.
61 R. Delaveleye, “Les conceptions de Zuckermann sur la vie sociale et sexuelle des singes”,
en A . Brion, H. F.y, Psychiatrie anímale, Declée de Brouwer, 1964, pp. 105-106. S. Zuckermann,
I ji vie sexuelle el sacíale des singes, Gallimard, 1937.
LA M U E R T E , EL ANIMAL Y E L HO M BRE 117

muerte como una herida personal”, escribe E. Morin; a este respecto


se ha hablado mucho, con acierto o error, de las parejas de palo­
mas.62 Pero en realidad, la tristeza, cuando existe es de corta dura­
ción. Se sabe también que el animal defiende a su descendencia con­
tra el agresor, a veces con abnegación (pájaros, mamíferos) y que
sería capaz en ciertos casos de comportamientos específicos con res­
pecto al cadáver, sin que se pueda decir mucho más.
En cuanto al tercer carácter antropológico, él se refiere a la cues­
tión del más allá y a la creencia de que algo continúa después de la
muerte: los ritos ligados a los funerales “suponen de alguna manera
una supervivencia, una nueva vida”, aun si hoy la esperanza de una
existencia después de la muerte va perdiendo su fuerza. La contra­
dicción entre el reconocimiento de la muerte y su negación (supervi­
vencia, resurrección) que se basa “en la dualidad biológica entre ge­
notipo y fenotipo”, ¿se encuentra también en el animal? Si éste es
capaz de sentir la angustia inmediata de la muerte ¿basta decir que no
puede superarla? Si el hombre, por llevar hoy tan lejos el senti­
miento de su individualidad, siente más que ninguno la angustia y el
horror de la muerte porque “siente que se vuelve el fin de todo el
sistema, el tema central”, ¿alcanza co n decir que estz angustia prolon­
g ada en/por el más allá de la muerte, puede trascenderse fácil­
mente?63 Toda respuesta a esta doble pregunta sólo puede ser filosó­
fica o ideológica. La diversidad indiscutible de las especies vivientes
en el mundo, sobre las cuales sabemos tan poco, la necesidad que el
hombre experimenta de hablar de sí mismo y en lugar del animal (al
mismo tiempo que por él), amenazan con falsear por mucho tiempo
todavía -quizás para siempre- las tomas de posición en este dominio
donde decididamente el preconcepto humano es la única constante
detectable objetivamente.

62 Se dice por ejemplo que el caballo del rey Nicomedes se dejó morir de hambre después de
que fuera muerto su amo. La tumba ele un perro en Edimburgo tiene la siguiente leyenda: “Este
es un tributo ofrecido a la afectuosa fidelidad de Greyfriars Bobby. En 1858, este perro fiel
acompañó a los restos de su amo hasta el cementerio de Greyfriars y permaneció cerca de su
tumba hasta su muerte en 1872.”
63 “Yo no creo que el animal, con su psiquismo de cortos alcances y variable, se pueda
plantear este problema (el de la resurrección), Su conocimiento ( . . .] es el de una alternativa
entre ia conciencia de la muerte y la conciencia de Ja vida, es d ecir del estado potencial tanto de
ésta como de aquélla, puesto que la conciencia es e l dato energético mismo, tísico o biológico,
en tanto que potencial. El animal no tiene la conciencia de la conciencia, la doble conciencia
[ . ] Dicho de otro modo, el animal no conoce m ejor la potenciación que la actualización, de la
que es sin embargo la sede y la operación sistematizadora”, St. Lupasco, op. cit., 1971, pp.
190-191.
118 LA M U ERTE ES EN PLURAL

¿Qué pensar de todo esto?


Nos dice K. Lorenz: “Un marciano que conociera bien a los hom­
bres y a los animales, concluiría inevitablemente que la organización
social de los hombres recuerda mucho a la de las ratas, seres socia­
bles y apacibles en el interior de la tribu cerrada, pero que se com­
portan como verdaderos demonios con respecto a sus congéneres
que no pertenecen a su propia comunidad. Si nuestro observador
marciano conociera además el aumento explosivo de la población, el
terror creciente de las armas y la división de los seres humanos en
muy pocos campos políticos, seguramente que no le vaticinaría a la
humanidad un porvenir mucho más sonrosado que el de algunos
clanes de ratas sobre un barco con sus bodegas casi vacías. E incluso
este pronóstico sería optimista, pues entre las ratas la procreación se
detiene automáticamente cuando se alcanza un cierto grado de su­
perpoblación, mientras que el hombre no ha encontrado todavía un
sistema eficaz para impedir lo que se llama explosiones demográfi­
cas. Por otra parte, es probable que quedaran entre las ratas, después
de la masacre, suficientes individuos para perpetuar la especie. Pero
no se tiene la misma certidumbre en cuanto al hombre, una vez, que
utilice la bomba H.”
Hoy más que nunca la sociedad de estos humanos-ratas (volvere­
mos a ello) es una sociedad mortífera. Por una curiosa paradoja, el
hombre, este animal que ha sublimado y trascendido magnífica­
mente la muerte, es el que masacra con el más perfecto refinamiento
y la más cruel despreocupación a las especies vivientes y a la suya
propia.64
Lo que ha hecho decir a un eminente filósofo de nuestros días: el
■problema “ya no es morir, sino ser matado”.65

Hacer una antropología de la muerte -o intentar apenas una apro­


ximación a ella- implica un planteo total de situación en un sistema
sociocultural, donde cada grupo concibe a la muerte de una cierta
manera. De ahí que no haya sido posible extender indebidamente el
debate, enfocar en el marco de la sociedad tradicional (la negro-
africana) y de la sociedad técnica (el mundo occidental) tanto la
muerte individual como la colectiva, tanto la muerte del hombre
como la de los objetos de la naturaleza. Es que el universo, al menos
el universo terrestre, es ante todo un mundo histórico-social. En cuanto

64 Por esto definimos antes ai hombre como el animal que fabrica armas mortíferas. Véase
también F. Hacker, Agression et violence dans le monde moderm, Calmann-Lévy, 1972»
65 Se trata de F. Chatelet.
LA MUERTE, EL ANIMAL Y E L HOMBRE 119

al animal, él pertenece conjuntamente al mundo natural donde ha­


bita, y a nuestro sistema cultural, en virtud de la idea que nos hace­
mos de él o del papel que desempeña.
De todos modos, no es indiferente com probar que si bien todos los
grupos humanos crean fantasías sobre la muerte, le dan “un rostro a
lo perecible” o transmutan “la realidad en metáfora”, no lo hace to­
dos de la misma manera, tal co m o lo hemos subrayado, y volveremos
a menudo sobre esto. Pero lo que hacen es absolutamente coherente,
y liga así la suerte del hombre, del grupo, del animal y del mundo
por la doble mediación del uso técnico y de la fabulación imaginaria.
Es así que una sociedad calificada de “tradicional” o de “arcaica” —los
dos términos son tan malos uno como el otro-, a pesar de ciertos
errores y desviaciones (especialmente en periodos de crisis, de psico­
sis colectivas en relación con catástrofes naturales) respeta la vida del
hombre y del mundo (animal y cósmico), del hombre-que-es-uno-
con-el-mundo. Pero para esto necesita apoyarse en lo simbólico.
Por el contrario, una sociedad de ideología productivista objetiviza
al hombre y destruye la naturaleza en un mismo movimiento de ex­
pansionismo tecnológico con la meta de la rentabilidad:66 el hombre
se convierte entonces en el “super-objeto de la sociedad de intercam­
bio” -la expresión es de H. Marcuse—, mientras que la naturaleza
padece la violencia de la explotación y de la contaminación. Lo sim­
bólico se reduce a lo imaginario de la ideología-máscara o del dis­
curso publicitario engañoso. La sociedad negro-africana busca ante
todo los medios de sobrevivir —sus ritos y su mitología están allí para
demostrarlo-; mientras que la nuestra, pos el contrario, a pesar de
sus proclamas, prepara quizás su muerte sPno sabe cuidarse de ella.

66 Es d ecir, a la vez explotación desenfrenada del hombre y del mundo» consum o-


destrucción o derroche forzado, búsqueda de la acumulación extendida del capital y de la
plusvalía. Aquí el principio del placer está sometido por completo al principio de realidad. En
una sociedad tal, el valor de cambio termina por im ponerse al valor de uso; éste no es más que
un pretexto para acelerar aquéi. Es que eí sistema de producción capitalista, ‘‘mucho más que
cualquier otro sistema de producción [ . . .] es un d errochador de hombres, de trabajo viviente,
un dilapidador de carne y de sangre; pero también de nervios y de cerebro”. C. Marx» E l capital,
Edit. Soc., t. 6, pp. 105-106.
Seg u n d a Pa r t e

LA MUERTE DADA, LA MUERTE


VIVIDA

La antropología de la muerte,, si quiere ir más allá de la mera des­


cripción objetiva de los comportamientos, actitudes o ritos, debe en­
frentarse simultáneamente a una abstracción, la reflexión teórica pura
realizada por el hombre viviente, aun cuando éste crea “haber ro­
zado alguna vez las alas de la muerte”, para hablar como el poeta; 1 y a
la xrivencia-imposible,2 la experimentación total de la muerte propia,
que se ignora si es posible (el que muere ¿vive su muerte o muere su
vida?), pero de la que estamos seguros d e no saber nada, puesto que
si se vuelve, es que se estuvo muerto, y si se muere verdaderamente,
¡no se vuelve! 3 Hay por supuesto un cierto número de sustitutivos;
la muerte que se da, a veces con alegría (el hacer morir); la muerte
del otro, que se experimenta con un sentimiento de consuelo o en un
clima de infinita tristeza si se trata de un ser querido; la' angustia de
la muerte propia; la idea que nos hacemos de ella: ausencia/presen­
cia, ruptura/continuidad, promoción/destrucción (el morir). Lo que
nos remite necesariamente a la noción de persona, a las relaciones de
Eros y Tanatos, al mundo de las representaciones y de las fantasías.

1 Véase po.r ejemplo M. Genevoix, La mort de pres, Plon, 1972: “Ella [la muerte] ha sido
nuestra espantable compañera. Pero también uno se habitúa al espanto. Cuanto más golpeaba
a nuestro lado, más nos equivocábamos: se nos presentaba com o un espectáculo dramático y
perturbador ante el que reaccionábamos- violentamente con todas las fuerzas de nuestro cuerpo
vivo, y no podía ser de otra manera: nos imaginábamos a nosotros mismos en el lugar del
hombre caído, como si esto fuese posible. Pero no lo es: sólo lo podemos imaginar. Pero la
muerte venía a estrecharnos de cerca, a nosotros, más vivos qu e nunca, a engañarnos con una
trampa terrible, y esto era peor [ . ..] Es que esta vez, la m uerte me había obligado a verme
verdaderamente 'en su lugar’ pp. 151-152.
2 Lo que recuerda la expresión de Epicuro: “Si yo estoy allá, [la muerte] no es; y si ella es, yo no
soy más.”
3 Uno queda decepcionado con los relatos que se hacen sobre el más allá de la muerte. El
hijo muerto de Belline, que entró en comunicación con su padre, nos habla de “sonidos ,
“ondas”, “vibraciones”, “visitantes de luz”. Belline,La troisieme oreille. A l’ecoute de l’Au-dela, Laffont,
1972, pp. 133-137.
121
IV. HACER MORIR

C o m o si t e n e r q u e m o r ir n o f u e r a b a sta n te , h a y q u e to m a r e n c u e n ta
ta m b ié n el dejar morir y el hacer morir.
Primero, el dejar morir. De los 400 mil hombres, aproximadamente,
que se instalan cada noche en las aceras de Calcuta para echarse a
dormir por no tener siquiera un tugurio donde reposar, unos 30 mil
de ellos, achacosos, febriles, agonizantes, serán transportados por la
policía en la madrugada a algún “moridero” donde pasarán (¿decen­
temente?) sus últimas horas. Nosotros tenemos en Occidente muchas
otras maneras de dejar morir, incluso de incitar a dejarse morir. Por
cierto, entre nosotros no hay peligro de hambruna, pero el tabaco, el
alcohol. El alcoholismo, por ejemplo, sigue siendo en Francia, de una
manera directa (cirrosis) o indirecta (traumatismos biológicos que
disminuyen la esperanza de vida, accidentes diversos ligados a la in­
gestión abusiva de alcohol, incitaciones al asesinato, demencia), la
tercera causa de mortalidad después de los accidentes cardiovascula­
res y el cáncer: 30 mil muertos anuales; 5 a 6 millones de personas
afectadas.
Ya el estadístico J. Bertillon 1 anunciaba a comienzos de siglo que
Francia podía desaparecer deshonrosamente: “la historia tendrá el
derecho a decir que Francia ha muerto de dos vicios innobles: ¡el
crimen de Onan y la embriaguez!” En cuanto a los riesgos mortales
del tabaco, no son menos graves, aunque no estén consignados esta­
dísticamente: cánceres, enfermedades cardiacas, recuelas nerviosas.
Pero la publicidad favorece tanto el.consumo de alcohol como el de
tabaco. Y esto porque el alcohol y el tabaco son fuentes de ingresos.
¡Siempre la sacrosanta rentabilidad! ¿Pero se trata de un cálculo
acertado? Es legítimo dudarlo.2
Pero es quizás sobre el hacer morir que debemos insistir aquí. Las
víctimas del hombre mortífero son de naturaleza muy diferente;
tratemos de hacer un breve inventario.
1 L ’alcoolisme eí les moyens de le combatiré, Lecoffre, 1904, p. 229. En Francia, en 1963, ya se
registraban 20 722 personas muertas por alcoholismo; 1964; 19 976 (5 021 por alcoholismo
agudo, 14 955 por cirrosis). De cada 100 mil habitantes, 40 m ueren por alcoholismo agudo y 65
por cirrosis en Morbihan; 35 y 53 respectivamente en las costas del Norte; 30 y 40 en el
Finisterre.
2 En Francia, sólo en 1972, el alcoholismo le costó al país ¿30 mil millones de francos (25% de
gastos médicos). Las cargas directas o indirectas que resultan de ello se sitúan en 10 mil millo­
nes. Pero los ingresos por el alcohol no alcanzan más que a mil 300 millones. El Estado pierde,
pero los comerciantes de vino ganan. ¿Quién podría negar que aquél está al servicio de éstos?
123
124 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE VIVID A

L a NATURALEZA A G REDID A : EL ECOCID IO

La destrucción del ecosistema por el hombre es a la vez la de nuestro


planeta tierra (terricidio) y la de algunos animales que lo pueblan
(animalicidio).
El terricidio aparece bajo un ángulo diferente según que sea un
resultado o un medio.
Ya hemos hablado del primero a propósito de la contaminación,3
del derroche, del agotamiento de los recursos vitales (agua, aire, es­
pacio) o técnicos (materias primas). Tal el fruto de una lógica impla­
cable, una y la misma bajo sus múltiples aspectos, la lógica tanatocrá-
tica. Sólo se ve la búsqueda del beneficio como motor del desarrollo,
la acumulación del capital como modo de crecimiento, el mito de la
felicidad (o de la opulencia) como exigencia de la producción/con­
sumo, la carrera armamentista como factor de disuasión.4
El terricidio se convierte en un medio cuando se efectúa con fines
militares: es la guerra ecológica,5 de la cual Vietnam fue recientemente
terreno y víctima. Los bombardeos sistemáticos de los diques, que
destruyen los arrozales y amenazan con provocar inundaciones du­
rante crecientes particularmente violentas; la expansión masiva de
herbicidas y defoliantes, que no sólo suprimen la vegetación,6 sino
que también, remontando las cadenas alimentarias (hierbas — » her­
bívoros — > carnes y leche — > hombres), aumentan los riesgos de
cánceres primarios de hígado;7 la craterización de los suelos (cerca
:i La contaminación puede ser directam ente mortal. E! reciente filme japonés Mmamata
constituye una terrible requisitoria a este respecto.
4 De hecho, el capitalismo monopolista “se ha embarcado en una guerra contra la natura­
leza, tanto la naturaleza del hombre como la naturaleza exterior. Pues las exigencias de una
explotación cada vez más intensa se oponen a la naturaleza misma, en cuanto es la fuente y el
lugar de los instintos de vida que luchan contra los instintos de agresión y destrucción. Y las
exigencias de la explotación reducen y dilapidan progresivamente los recursos: cuanto más
aumenta la productividad capitalista, más se vuelve destructora. Es una de las manifestaciones
de las contradicciones internas del capitalismo”. H. Marcase, Tribuna del “Club de l’Observa-
teur", 13-6-972. En Nouvel Obsex>ate.ur, 397, jun io de 1972.
5 R. Clarke, La course a la mort, op. cit., 1972, p. 179 y ss.
fi Vietnam sufrió numerosos bombardeos con Napalm, que incendia; con bombas que gene­
ran una onda de choque -especialmente la Daisy Cutte.r (Bi.u 82/B) de 7 toneladas que arranca
los árboles en un radio de 400 metros; el arrasamiento mecánico con ayuda de buldozers
gigantes (operación Rome jloxo). Más de 'if>0 mil hectáreas de selvas fueron aniquiladas; !a del­
gada capa de humus, privada fie su cobertura habitual, resiste mal el lavado de las aguas de
lluvia, los vientos violentos, mientras que los rayos solares esterilizan ios microorganismos. De
ahí los fenómenos de formación de tierra arcillosa y estéril.
7 Especialmente “el agente naranja”, que contiene dioxina, sustancia químicamente estable y
que opera en dosis infinitesimales, .Se estima en más de 500 kg el peso de dioxina arrojado
sobre el país. En las zonas desfoliadas, los cánceres hepáticos se multiplicaron por cinco.
HACER M O RIR 125

de 50 millones de agujeros, algunos de los cuales alcanzan de 8 a 9


metros de profundidad, que modifican sensiblemente las condiciones
hidráulicas, entierran la capa de humus en profundidad y multipli­
can los focos de malaria al convertirse en moradas de mosquitos)
tales son las principales técnicas de destrucción. También allí es el
mismo sistema el que debe ser acusado: despilfarro de las riquezas
naturales y de las fuerzas productivas; y no es muy ancho el espacio
que nos separa del “consumo” de las “mercancías mortales”: las de
armas en tiempos de guerra, las de alimentos en tiempos de paz (un
libro reciente nos habla, en efecto, de L a alimentación suicida. 8
Esta situación genera tres tipos de reacciones: el naturalismo conser­
vador, que protege nuestra naturaleza contra toda nueva agresión; el
naturalismo revolucionario, hostil a toda represión dirigida hacia eí
hombre y la naturaleza (así, Marcuse ve en el capitalismo una “catás­
trofe de la esencia humana”; es necesario por lo tanto, nos dice, pul­
verizar el sistema de signos que hace la vida cuantificable bajo la
forma de salarios y mercancías, inventar un espacio y un tiempo sin
modo de empleo ni pleno empleo); el naturalismo perverso que, para
reencontrar una existencia auténticamente natural, quebranta todo
lo que existe.9
No vamos a volver sobre la oposición entre el darle muerte al ani­
mal en las sociedades negro-africanas y en el mundo occidental;10
pero importa subrayar que el animalicidio o zoocidio en Occidente
forma parte integrante del ecocidio. Según O. Koenig 11 es una ver­
dadera guerra que, desde hace cerca de veinticinco años, el hombre
libra sin piedad contra el mundo animal por puro juego (safaris, es­
pectáculos) o con fines considerados “útiles” (animales “peligrosos”
que es preciso eliminar, necesidades de alimentación, vestidos y
adornos) y muy seguramente “rentables”.
* G. Messadié, Fayard, 1973 (ácido sórbico en el vino, 20 mil millones de gérmenes porcm 3 de
leche, Din cancerígeno, embutidos con nítricos, igualmente cancerígenos; agua edulcorada que
provoca males cardiacos). Sin dejar de lado el consumo excesivo de medicamentos en países
capitalistas. Véase Ch. Levinson, Les trusts du médicament, Senil, 1974; J . P. Dupuy, S. Karsenty,
¿'invasión pharmaceutique, ibid.; H. Pradal, Gnide. des médicaments tes plus c&urants, ibid.
9 Cl. Rosset, L ’Anti-nature, p u f , 1 9 7 3 .
K.I problema de la basura m erece un largo desarrollo. En el centro mismo de la oposición
producción/destrucción consum idora-ilustración sensible de la muerte de las cosas—, !os desper­
dicios son los cadáveres que la Sociedad de la opulencia multiplica, símbolos particularmente
expresivos del despilfarro (en materias primas, en tuerza de trabajo, en espacio) y de la desigual­
dad social (el peso y el volumen de los desechos aumentan según la jerarquía ascendente de las
clases sociales; los desperdicios se acumulan en las periferias: no es raro ver viviendas marginales
levantándose en medio de montones de inmundicias).
10 Véase nuestra primera parte.
11 Un paradis á notre porte, Flammarion, 1973.
126 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

De ello ha resultado la desaparición de ciertas especies, de 100 mil


ballenas azules que había hace treinta años, hoy quedan mil.12 Un tal
estado de cosas resulta tanto más peligroso cuanto que se destruyen
así los equilibrios bióticos. Cada especie que constituye una “reserva
vital” y que desaparece, es otra especie que prolifera o que desapa­
rece a su vez, y esto indefinidamente. Esta consecuencia resulta tanto
más lamentable cuanto que hoy estamos lejos de conocer el papel
biológico exacto de cada grupo animal.13 Sin olvidar quizás la posibi­
lidad futura de una escasez aguda de alimentos para el hombre, se­
ñalemos también que las especies artificialmente criadas con hormo­
nas se han vuelto muy frágiles, no pueden soportar el frío, ni el ra­
cionamiento, y corren el riesgo de constituir un peligro alimenticio
para el hombre que las consume.14

E l h o m ic id io c o l e c t iv o

E l hombre es el único ser de la naturaleza capaz de destruir conscientemente a


su propia especie. Debemos mencionar dos aspectos de este poder mor­
tífero: la guerra y el genocidio.15

L a muerte y la guerra

Más adelante nos preguntaremos acerca del sentido de los impulsos


de muerte y la unión de Eros y Tanatos; a veces estamos tentados de
creer que la alegría sádica de matar se emparenta en varios sentidos
con el placer sexual: “Entonces, en una orgía furiosa, ¡el hombre
verdadero se resarce de su continencia! Los instintos largamente re­

12 Véase también F. de La Grange,L esan im au x enpéril”, Nathan, 1972. P. G a s e a r , cit., 1974.


ia Nosotros fuimos testigos en el Senegal de una experiencia muy elocuente al respecto.
Para salvaguardar ciertos cultivos en el valle del río Senegal, se inventó un dispositivo eficaz
que debía matar a millones de pequeños pájaros que los dañaban: bombas que explotaban en
lo alto. Ese año no hubo más pájaros de ésos, pero tampoco cosechas, que fueron devoradas
por los insectos habituaimente devorados por los pájaros a los que se exterminó con ese proce­
dimiento.
14 Véanse los distintos números de la revista Sauvage, publicada bajo los auspicios del “Nouvel
Observateur”. No olvidemos, además, qué la contaminación destruye también a las especies
animales (peces en los ríos envenenados), y que éstos se vuelven a su vez vectores de enferme­
dades graves (peces que contienen mercurio) para los humanos que se alimentan de ellos.
15 “Considero irrisoria, subraya G. Steiner, toda teoría de la cultura, todo análisis de las
condiciones presentes, que no sitúe en su centro los mecanismos de terror que llevaron a la
muerte, desde el comienzo de la primera Guerra Mundial al final de la segunda, por hambre o
matanzas sistemáticas, a 70 millones de seres humanos” (La culture contre Vhomme, Seuil, 1973).
HACER MORIR 127

primidos por la sociedad y sus leyes se convierten en lo esencial, en la


cosa santa y la razón suprema.” 16 No es, pues, sin razón que R. Cai-
llois 17 lia podido vincular la ebriedad de la guerra con la exaltación
de la fiesta. A semejanza de los insectos sociales, e l hombre revela
singulares propensiones a la agresividad mortal (con frecuencia
gratuita). Fabricante de armas por excelencia, él es, de todos los
animales, el que mata más y mejor. 18
Lo cierto es que el poder destructor de la guerra en materia de
vidas humanas parece particularmente eficaz. Consideremos sola­
mente el ejemplo del último conflicto mundial: la segunda guerra le
costó a la humanidad más de 16 millones de muertos y desapareci­
dos, únicamente entre los militares (exactamente 16 687 000, de los
cuales 5 318 000 para las potencias del Eje y 11 369 000 para los
Aliados). Y es sabido que el número de víctimas civiles fue particu­
larmente elevado (bombardeos, campos de concentración, represalias
diversas). Se obtiene entonces un total de 2 4 290 000 víctimas.
Según L. A. G etting,19 hubo sucesivamente en los intervalos
1820-1859, 800 mil muertos en 92 guerras, o sea el 0.1% de la pobla­
ción mundial sacrificada; entre 1860-1899, 4.6 millones de muertos
en 106 guerras, o sea el 0.4%; entre 1900-1949, 42 millones en 117
guerras, esto es el 2.1%; 1950-1999 -entram os en el universo de las
proyecciones- si se mantiene el mismo ritm o habrá 406 millones de
muertos en el transcurso de 120 guerras, o sea el 10.1%; y por úl­
timo, en el periodo 2000-2050, 4050 millones de víctimas 20 en 120
conflictos, o sea el 40.5%.
La explosión demográfica, el hambre y la cantaminación; la bre-
*
16 E. Jün ger, La guerre notre mere, París, 1934, p. 30.
17 L’homme et le sacré, Gallimard, 1950, pp. 218-234.
18 La’guerra, Anthinea, 4-5, abril-junio de 1973; artículos de G. Bouthoul, J. P. Charnay, B.
Mondar, J . Monnerot, U. Nguyen, J . Tulard. El tema de la guerra ha sido ampliamente utilizado
por el cine y la literatura. Véase J . Siclier, A. S. Labarthe, Images déla Sciencefiction, Cerf, 1958, cap.
vin. Sobre la explotación de la guerra y del genocidio p o r la prensa, las canciones, la radio, la
televisión, véase J . Potel, Mort a voir, morte a vendre, Declée, 1 9 7 0 , pp. 64-74. Ylaobra ya citada de
R. Clarke, La course a la mort ou la technocratie de la guerre, Seuil, 1972.
19 Getting I., Halting the inflationary spiral o j death, en Airf orceISpace digest, abril de 1963. Véase
también M. Klare, War without end, A. Knopf, Nueva Y o rk , 1972. Es el más hermoso análisis
que se haya hecho nunca sobre la burocratización de la guerra. El autor presenta una lista
increíblemente larga (y apasionante) de las técnicas puestas en práctica para mantener bajo tutela a
las sociedades subdesarrolladas. Esas técnicas van desde la guerra electrónica a la formación de escenarios,
desde el entrenamiento de soldados en el desierto o en las más altas montañas hasta la búsqueda casi irreal
del “campo de batalla au to m a tiz a d o en medio de un fantástico complejo de controles electróni­
cos, Washington podría saber inmediatamente y con detalle cada movimiento sospechoso en
cualquier parte del mundo, y disponer represalias de diverso orden.
20 En la guerra no hay víctimas inocentes, declaraba n o sin razón J. P. Sartre.
128 LA MUERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

cha entre los países ricos y los países pobres; el peligro del holocausto
atómico y de la carrera armamentista que se extiende hoy peligrosa­
mente al T ercer Mundo, a pesar de los efectos favorables de la “dis­
tensión”, podrían dar visos de verdad a estas siniestras previsiones. So­
bre todo si se considera el accidente posible: una bomba atómica que
explota por error, un jefe de Estado paranoico que aprieta el botón
rojo. Desde comienzos de siglo, 90 personas de cada mil murieron en
la guerra o como consecuencia de la guerra, contra 15 en el siglo
pasado. Se estima en más de 3 mil millones y medio las pérdidas
humanas infligidas por los diferentes conflictos desde el nacimiento
de la humanidad. En fin, P. Sorokin, interesado en el volumen de la
guerra, es decir en el número de hombres que afecta, calculó un
índice del que aquí mostramos la significativa evolución solamente
para Europa: siglos x i i y xm, 0.2; siglo xiv, 0.68; siglo xv , 104; siglo
xvi, 1.86; siglo xvn, 2.1; siglo xvm, 1.8; siglo xix, 1.1; siglo xx, 8.12 (y
esta última cifra fue establecida antes de la guerra de 1939).
Es forzoso afirmar, pues, que la guerra es una institución social al­
tamente mortífera, ejercida por órganos sociales diferenciados y que
persigue una finalidad plurivalente, cuyo aspecto primordial podría
ser la destrucción del patrimonio demográfico: crecimiento súbito de
la mortalidad; disminución de la natalidad; eliminación polarizada
de los hombres en pleno vigor, y de ahí la modificación de la pirá­
mide de edades en favor de las personas mayores y de las mujeres.
Sin embargo, la guerra aérea -y con más razón la atómica-, así como
la movilización de las mujeres, atenúa en los conflictos modernos este
último rasgo; y es sabido que hoy, el vencedor puede tener más pér­
didas que el vencido (la URSS tuvo 7 millones y medio, Alemania 3
millones).
En suma, la guerra juega, mutatis mutandi, “un papel próximo al de las
crisis económicas”; cuando éstas estallan, baja el valor de los productos,
los capitales merman. Como lo vio Carlos Marx, la crisis produce, entre
otros efectos, el de una contracción del capital circulante. De igual
modo, cuando la guerra estalla, el valor de la vida humana (que es
también un elemento constitutivo de la vida económica) disminuye;
el capital humano tiende a contraerse. Según la expresión popular, en
tiempos de guerra “la vida no vale nada”.21 Es como si una nación no
temiera reducir periódicamente y de manera sensible sus efectivos
demográficos, con tal de que las pérdidas del enemigo sean impor­
tantes y siempre será posible masacrar a las fuerzas vencidas después
21 G. Bouthoul, Le phénoméne-gnerre, Payot, 1962, p. 116.
Sobre la “humanización de la guerra”, véanse las convenciones de La Haya (1899; 1907) y las
cuatro Convenciones de Ginebra de 1949.
HACER M O RIR 129

del armisticio y la paz u obtener de ellas esclavos y prisioneros) y que


triunfen la ideología y el poder hegemónico del vencedor.
¿Habría que hablar, entonces, de una “función” de la guerra? ¿Se­
ría ésta la liquidación periódica de un excedente demográfico según
el módulo concentración/descarga (estructura explosiva), como lo
cree Bouthoul?22 ¿Se dirá, esta vez con Caillois,23 que la guerra cons­
tituye el fenómeno total que las solivianta (a las sociedades moder­
nas) y las transforma por completo, en terrible contraste con el
transcurrir calmo de los tiempos de paz?” Lo cierto es que esta insti-
tucionalización de la muerte va siempre acompañada de un sistema
de valores particularmente compulsivos (honor, gloria, sacrificio,
amor a la patria, grandeza humana, culto a los muertos en él campo
de batalla), capaces de remover a las masas, de galvanizarlas y con­
ducirlas al suicidio-sacrificio en un clima de la mayor euforia. Sin
olvidar las colosales reservas financieras que se invierten para la pre­
paración y el desarrollo de los conflictos.
Derroche de hombres, derroche de energías y tiempo, derroche de
inteligencias y de ideas, derroche financiero, derroche de las fuerzas
naturales, tal es la economía de guerra.24

E l etnocidio y el genocidio

Un caso particular de exterminio criminal que puede muy bien coin­


cidir con una guerra auténtica (ayer Vietnam y Biafra, hoy masacres
perpetradas por los portugueses en Mozambique), ya sea que se in­
serte en el marco de una guerra (Hitler y losjudíos entre 1940-1944), o

22 G. Bouthoul, Le phénom'ene guerre, op. c i t p. 122.


23 Op. cit., p. 218.
24 La importación de armas pesadas se ha elevado en el mundo -cifras en millones de dóla­
res a precios constantes ( 196S)—de 220 en 1950 a 880 en 1960, a 1 320 en 1966, a 1 720 en
1967. Entre 1950 y 1970, el valor total de estas exportaciones aumentó en 700%. Esto repre­
senta una tasa de, progresión anual del 9%, o sea cerca de 2 veces el crecim iento medio anual
del PNB de los países subdesarrollados.
El cuadro que sigue muestra el costo en vidas humanas y en dinero, para los americanos, de
las guerras en las que participaron. Cifras que deben compararse con el núm ero total de sol­
dados muertos para el conjunto de ios beligerantes: 8 538 315 en el transcurso de la primera
Guerra Mundial; 24 290 000 en la segunda Guerra; 1*867 697 en la guerra de Corea. Alrede­
dor de 1 0 5 0 000 militares perecieron en el transcurso de la guerra de Vietnam, de los cuales
150 mil sudvietnamitas y 850 mil norvietnamitas e insurgentes sudvietnamitas. La guerra de
Corea costó 810 mil muertos,civiles y militares (2.8% de la población total), la guerra de España uh
millón de muertos (4% de la población total). El conflicto vietnamita mató a 510 mil civiles, 4,6% de
la población. Con subtotal de 1 560 000 muertos, es la guerra civil más asesina de la historia.
I

130 LA MUERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

que no tenga ninguna relación con ella (y es el caso más frecuente), nos
lo aporta el par etnocidio/genocidio.
“Señalemos de manera inequívoca y definitiva: 1ro., que los dos
términos, genocidio y etnocidio, fueron forjados sobre el modelo de
homicidio, palabra en la cual se identifican dos sustantivos latinos:
homicida (concreto), el asesino, y homicidium (abstracto), el asesinato; y
podrían por lo tanto designar al mismo tiempo a los asesinatos colec­
tivos perpetrados contra razas o etnias y sus culturas, y calificar a los
pueblos conquistadores que se han hecho culpables de tales actos;
2do., que si hay culpabilidad (y nosotros pensamos que sí, sin lo cual
no nos sentiríamos tocados por una preocupación humana al tiempo
que científica), puede tratarse sin embargo de genocidios o etnocidios
por itnprudencia, o por ignorancia; y por consiguiente es útil forjar los
adjetivos genocidas o etnocidas (a imitación del latín homicidas), para
calificar a ciertos actos o comportamientos que conducen de hecho al
genocidio o al etnocidio sin que los pueblos dominadores lo hayan
querido.
Y en la medida en que nosotros podamos sustituir la ignorancia
por el conocimiento estaremos contribuyendo a buscar los remedios
para estos males que podrían no ser, como el homicidio una vez
perpetrado, hechos consumados e irreparables.”2'’
En efecto, los odios múltiples entre etnias, razas, clases sociales,

Guerra de
Vietnam
Guerra de I Guerra II Guerra Guerra (desde
Secesión M undial Mundial de Corea 1961)

4 años 1 8 meses 3 años 2/3 3 años 11 años

Soldados participantes 1 700 00.0.... 2 4 00 0 00 1 1 8 00 000 327 000 5 4 3 400

Soldados m uertos 234 000 5 3 402 291557 33 629 4 5 890

Heridos en com bate 382 000 20 4 0 02 6 70 846 103 284 3 0 3 450

Costo (en miles Ayuda


de millones) 88 144 1 875 93 militar
748
Ayuda
económ ica
27

25 M. Bataillon, “Genocicle et ethnocide initial”, en De l’ethnocide, 10/18, 1972, p. 292 y ss.


Véase también “Ethnologie et Marxisme”, L a pernee, 171, octubre de 1973, G. Ravis-Giordani,
“Ethnologie et politique. Le probleme de Vethnocide” , pp. 108-117. J . Suret-Canale, “De la
colonisation au génocide”, pp. 149-157.

*
HACER M O RIR 131

partidarios convencidos de tal o cual ideología política, o sectarios de


esta o aquella religión; los conflictos de intereses económicos; la
creencia en la superioridad absoluta de una civilización, incitan
desde siempre a los hombres de un grupo a destruir a los de otro
grupo definidos como enemigos. Es, pues, de hecho, “el grupicio” el
que está en el fondo de lodos estos casos.
Fueron ayer las guerras de religión, las cruzadas, los djihad mu­
sulmanes, la lucha contra los cataros, después contra los albigenses,
los pogroms antijudíos; más cerca de nosotros el Ku-Klux-Klan, que
persigue conjuntamente la aniquilación en los Estados Unidos de los
judíos, los cristianos y sobre todo los negros. El mundo de hoy co­
noce, ¡y cómo!, tales genocidios: la “solución final” imaginada por
Hitler, consistente en borrar del mapa a 6 millones de judíos;26 las
300 mil personas asesinadas (los hutu por los tuutsi en Burundi, los
tuutsi por los hutu en Rwanda) en nombre de un viejo antagonismo
tribal, atizado solapadamente por ciertas potencias extranjeras; los
500 mil negros animistas y cristianos aniquilados en una acción sal­
vaje llevada a cabo por ¡os líderes blancos islamizados del norte, due­
ños del país de Sudán; el alrededor de un millón de ibos desapareci­
dos en la guerra estúpida exacerbada por los intereses petroleros
occidentales y que opuso a biafranos y nigerianos; los 20 mil indios
masacrados en el Brasil desde 1.958, simplemente porque poseían
tierras fértiles codiciadas por el amo blanco o porque ocupaban terri­
torios ricos en petróleo, uranio o metales raros.27 Sería muy fácil
extender esta lista siniestra.
Existen de hecho dos tipos de “genocidio”. v
El primero persigue la destrucción física del “¿nemigo”. Los proce­
dimientos empleados varían en eficacia: concentración en ghettos
donde las condiciones de vida aseguran una supermortalidad asom­
brosa; técnica de los hornos crem atorios perfeccionada por R.
Hess;28 expulsiones sistemáticas con privación de tierras y de los re­
cursos vitales acostumbrados, condenando a un género de vida to­

26 Sin olvidar el exterminio de la élite polaca, la fosa común llena de oficiales asesinados en
Katyn. Véase S. Friedlaender, L’antisemitisme nazi, Seuil, 1971.
27 De los tres millones de indios que vivían en Brasil cuando su descubrimiento, no quedan
más que 70 u 80 mil hoy. La Guayana francesa cuenta con 1 500 indios milagrosamente sobre­
vivientes, de los 15 mil que había en la época de la conquista.
28 Recordemos la novela de R. Meríe, La mort est mon méíier, donde se describen las técnicas
de R. Hess; el filme original de A. Resnais, Nuil el brouiüard, y la recopilación de testimonios de
L. Saurel, Les campa de la Mort, Rouff, 1967. Comidiese también a Y. Ternon, S. Helman, Le
massacre des alienes. Des Ihéoriciens nazis aux pracliciens, Casterman, 1971; Amnesty International,
Rapport sur la torture, Gallimard, 1974; A. Solyenitzin, El Archipiélago Gulag, Seuil, 1974; sin
olvidar la interesante novela de Amos Oz,Jusqu'a lu mort, Calmann-Lévy, 1974.
132 LA M UERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

talmente nuevo, fuente de psicosis colectivas; auténticas cazas del


hombre,29 a menudo con el concurso de la aviación -bombardeos
con napalm en 1971, en los confines occidentales del Perú y de Co­
lombia-; utilización de armas nuevas particularmente mortíferas
contra los civiles;30 distribución de alimentos envenenados (bombo­
nes para los niños, con preferencia) o de ropas contaminadas con la
viruela; esterilización obligatoria/"
Por cierto que habría que distinguir la actitud del verdugo sado-
masoquista que se complace en la agonía de su víctima32 y el tecnó-
crata que obedece órdenes o los mandatos de un ideal, pero que
decide fríamente la exterminación: R. Hess, Eichmann, eran hom­
bres irreprochables en su vida privada.33 El resultado no es por eso
menos abrumador. De los genocidios de esta especie se podrían ex­
traer mutatis mutandi, los siguientes rasgos comunes, descritos por E.
A. Shils con respecto a los nazis y a los estalinistas:34
a) “Exclusividad y hostilidad del grupo con respecto a práctica­
mente todos los otros grupos, fétidamente diferenciados.
b) "Exigencia de una sumisión absoluta al grupo considerado como
única y verdadera fuente del cambio benéfico.
29 Entre los testimonios de exterminio, citemos los de Lars Person, Der Spiegel (46, 1969), V.
Chiara-Schultz, Les Temps modernes (diciembre de 1968). Véase Meunier, Le chant de Silbaco (De-
nóel, 1969). También E. Bailby, “ Génocide au Brésil?”, Le Monde Diplomatique, abril de 1972,
p. 28; y sobre todo: Colectivo, Le livre blanc de l'ethnocide en Amériqtie, Fayard, 1972 (Antropolo­
gía crítica).
Los norteamericanos, en su empresa genocida de Vietnam, llegaron a fabricar agentes
destructivos de una rara potencia sádica: la bomba conmut, un proyectil de fragmentación» ro­
deado de una capa de plástico que imposibilitaba que se lo detectara por rayos X; las bombas
“ananás”, con millares de balas mortíferas alojadas en el casco de metal ligero; la bomba
“araña”, dotada de resortes que lanzan hilos invisibles hasta a ocho metros (la bomba estalla si
se toca algunos de esos hilos); el obús “antitanque” que podía horadar 15 mm de blindaje o 60
cm de cemento, y que se hundía a 1.50 m bajo tierra, donde generaba un calor de 3 mil grados
después de su acción. Véase ('rimes de guerre amrricams au Viet-Nam, Inst. se. jm id., Hanoi, 19(>8.
:n Recordemos que las Naciones Unidas adoptaron ei 9 de diciembre de 1948 una conven­
ción sobre el genocidio. Véase también el acuerdo de Londres de 1945 y la resolución del 13 de
febrero de 1946 de la Naciones Unidas sobre los “Crímenes contra la humanidad”, de una rara
y perturbadora inutilidad.
M Este ya era el caso del doctor Petiot. ¡En los hornos crematorios nazis existían tales pues­
tos de observación!
33 Se cita el caso, durante la Revolución francesa de 1789, de un fanático que lloraba a
lágrima viva la muerte de su gato, mientras enviaba al cadalso carretones repletos de “enemi­
gos”.
;i4 E. A. Shils, "Auhthoritarianism: Right and L eft”, en Studies in the scope and method o f the
Authoritarian Personality, Glencoe, 111., The Free Press, 1954.
Sobre el tema más bien gastado de la guerra que exalta, que enriquece y desarrolla la amis­
tad, “reunión de seres limpios, que se muestran tal cual son y se unen en la simplicidad de sus
corazones”, véase la novela (estúpida) de R. Barberot, A bras le coeur, Laffont, 1972.
HACER M O R IR 133

r) "Tendencia a clasificar a las personas según características selecti­


vas y a formular juicios ‘de todo o nada’ con respecto a la fe que
profesan. (Aquí intervienen las fórmulas conocidas: ‘hiena capita­
lista’, ‘ogro bolchevique’, ‘espía imperialista’, ‘los medios terroristas’,
etcétera).
d) ”La representación del mundo com o escenario de un conflicto
permanente (por ejemplo, ‘la guerra de clases’, ‘la supervivencia de
los más aptos’, ‘la vigilancia constante’, etcétera).
<?) "Desprecio por los sentimientos de ternura, los lazos familiares, la
tolerancia hacia los ‘enemigos’, considerada como una debilidad en el
marco de la lucha del grupo, que exige un compromiso y un endure­
cimiento completos (‘un buen bolchevique’, ‘un verdadero soldado’).
f ) ”La creencia en la existencia de intrigantes conspiradores hostiles,
omnipresentes, y en que ejercen un control oculto hasta en las esfe­
ra' de la vida más recónditas. De ahí la creencia complementaria en
la necesidad de desenmascararlos y penetrarlos para obtener un con­
trol total, puesto que el propio grupo es objeto de estas intrigas y no
podrá sobrevivir si no es manipulando para hacerlos fracasar, por la
violencia si es necesario, violencia justificada por la lógica.
g) ”E1 ideal de una sociedad sin conflictos y plenamente armoniosa,
que sólo es realizable mediante el triunfo final del grupo propio, el
único que posee la llave para alcanzarlo.”
Tales serían los rasgos típicos de la “ortodoxia” totalitaria: sólo
cambian “la elección de los símbolos perseguidores de los enemigos” ,
es decir los chivos emisarios.
El segundo tipo de genocidio, aunque sea más pacifista, no es por
ello menos aniquilador, aun cuando se oculte tras la máscara (hipó­
crita) de las buenas palabras. Casi diríamos, sobre todo si se oculta
así.
La occidentalización impuesta, la conversión obligada al cristia­
nismo, que exige la desaparición de los antiguos dioses y la erradica­
ción de las festividades y ritos; el trabajo forzado -tanto por moral
como por rentabilidad-; la política de afrancesamiento, han terminado
con los indígenas silvícolas de la Guayana.35
Ya hemos hablado de los perjuicios que ocasiona toda técnica de

1,5 Véase H. H. Jackson, Un .siecle de déshonneur, 10/18, 1972; P. Clastres, Chroniqne des Indiem
Guayaki, Plon, 1972; B. Lelong, “Situation historíque des Indies de la forét péruvienne”, Temps
Modernes 316, noviembre de 1972, pp. 770-787; Darcy Ribeiro, L'enfantement des peuples, C erf,
1970.
El general Bandeira de Meló, presidente de la Fundación Nacional del Indio (FL'NAi) declaró
recientemente: “No sería tolerable que la ayuda a los indios obstruyera el desarrollo nacional’ .
¡Entonces todo está permitido!
134 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE V IV ID A

asimilación -es decir,, de alíeneación-, de modo que es inútil volver


sobre ello. Recordemos solamente que en todas partes el indio “debía
vestirse como el blanco, sustituir nuestros oropeles ridículos e inadap­
tados por el calor de la tela; comer a la manera blanca; sustituir a la
tierra fresca, fácil de limpiar, por el cemento frío, que pronto se
ensucia, y por la chapa ondulada bajo la que uno se asfixia; producir
como los blancos, olvidar la caza y la recolección, para arraigarse entre
las vacas y las plantaciones [ . . .] La civilización indígena no tenía que
existir más. No importa si moría: Dios, sin duda, nos resarciría de todo
esto”.36
La reducción del Otro al estado de objeto, incluso de mercancía, es
tal, que todavía ocurre, “como en los buenos tiempos de la esclavi­
tud”, que se compra y se vende al indio.37 En el mismo sentido, cite­
mos también los efectos provocados por el turismo, este agente de-
sestructurador por excelencia de las culturas originales, ya artificiali-
zadas y vueltas objeto en el folklore, sin ningún beneficio económico,
por supuesto, para quien es su pretexto fútil.38
Bajo su doble forma, destrucción física o pacífica, el etnocidio es el
crimen cometido por las ideologías “dominantes” (europeas y ameri­
canas), incapaces de interpretar la diferencia de otro modo que no
sea en términos de desigualdad, y que no ven al “dominado” más
que según dos actitudes posibles: el aniquilamiento o la asimilación.
Se trata de un comportamiento suicida para la humanidad, ya que la
mirada simpática sobre el “Otro-diferente” es el único medio de
comprender a nuestra propia sociedad. Aceptar que un pueblo o un
grupo social puede ser poseído, explotado, y con más razón si es
aniquilado, equivale a provocar desde ya la muerte propia: por un
justo reflujo de las cosas, es morir de la muerte del otro.
¿Es nuestra época la era de los holocaustos? Guerras, genocidios,
muertes de diversas clases ¿son la contracara necesaria de la civiliza­
ción judeo-cristiana, que hacía decir a Gauthier: “Antes la barbarie
que el tedio?” Tal es la hipótesis que propone un gran ensayista de

36 Véase Colectivo, “Le livre blanc”, op. cit. La política de desgitanización realizada en Francia
procede igualmente de este tipo de etnocidio. Véase F. Botey, Le peuplegitan, Frivat, 1971; y la tesis
de E. Falque sobre Les Manoaches, Payot, 1971.
37 Según monseñor Valancia, arzobispo colombiano, 75 indios fueron vendidos por nego­
ciantes de caucho en la región fronteriza entre Colombia y.Brasil, por una suma de 140 mil
francos, L e Monde, 6-7 de julio de 1969.
38 El turismo es “una de las empresas más nefastas y devastadoras de que puedan ser vícti­
mas las poblaciones tribales. Sólo puede conducir a la destrucción, la mendicidad, la prostitu­
ción. La explotación de un grupo primitivo, inconsciente del papel que se le hace jugar por
empresarios que los someten a la curiosidad de ricos ociosos, constituye una de las formas más
viles de explotación del hombre por el hombre”. J . Hurault,¿>faitp u blic, 16 de marzo de 1970.
HACER MORIR 135

hoy, G. Steiner: “Los reflejos de genocidio del siglo XX, la dimensión


implacable de la masacre, provienen quizás de una reacción violenta
del alma asfixiada, que trata de recuperar ‘el aire libre’, abatiendo los
muros vivientes de la multitud que la oprime. Incluso al precio de la
aniquilación. La tranquilidad de la ciudad después de la tempestad
de fuego, el vacío de los campos después de la ejecución en masa,
satisfacen sin duda una necesidad oscura p ero fundamental, de es­
pacio, de silencio, donde el yo pueda pregonar su poderío,"30'
Oue la tendencia mortífera proceda de una venganza de la animali­
dad amordazada por el chantaje del ideal burgués, que sea “una ree­
dición de la Caída”, “el abandono voluntario del Jardín del Edén”,
“la política de tierra arrasada habitual en los que huyen”,40 todo esto
es posible, o al menos verosímil; pero evidentemente no basta. Hay
en la actitud de Steiner una pretensión culturalista cuestionable, in­
cluso y sobre todo si es cuestión de autocultura. Pues el impulso re­
presivo -y además destructor- de nuestro sistema sociocultural, no se
reduce a su “dimensión monoteísta” , sino que reside en la búsqueda
desenfrenada de la producción/consumo, y por lo tanto de la reduc­
ción del hombre al estado de instrumento/objeto. Entonces desapa­
rece el único obstáculo que podía poner freno a los impulsos de
muerte presentes en cada uno de nosotros, como lo ha mostrado
Freud: el respeto a la igual dignidad de todos en todos.

El hombre mortífero

Si dejamos de lado la psicología y la situación'1 social o familiar del


hombre que m ata,41 uno puede -y debe— preguntarse cómo es posible
llegar hasta allí. Se cita a menudo la experiencia realizada en los Esta­

38 La culture contra l’homme, Seuil, 1973, p. 62.


40 Ibid., pp. 55-56.
41 Véase por ejemplo: L. Radzinowicz, Ideoiogy and criin#, Educational books, Londres, 1966;
J . Pinatel, Criminologie, t. 3 del Tratado de Derecho Penal y de Criminología, Dalioz, 1963; H.
Mannheim, Comparative criminolog), Routíedge and fvegan Paul, Londres, 1965; E. H. Suther-
iand, D. R. Gressey, Principes de criminologie, Cujas, 3966; D. M. Downes, Tke delinquent sohilion.
A siudy in subcultural theo-ry, Routíedge and Ivegan Paul, Londres, 1966 y por último, la sor­
prendente pieza de E. Ionesco, Tueur sans gages, Gallimard, 1958,
Sobre la alegría de matar, véase los escritos de Sade: “Q uiero presentarle algunos hechos, le
dice el papa Braschi a Ju lieta [ . . . } para probarle (jue en todos los tiempos el hombre sintió el
placer de destruir a la naturaleza y a los suyos, si se le permitía.” En Julieite ou la prospérilé du
rñee, IX -X , pp. 187-203. El pretexto para la matanza pu ed e ser trivial, se dice <juc Nerón hizo
degollar a 12 mil hombres en el circo, porque alguien se había burlado de uno de sus cocheros.
Véase N. Chatelet, Sade-Systéme de Vagression, Aubier, 1972.
136 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

dos Unidos por el profesor Milgrom. Se le encargó a cierto número


de estudiantes que les aplicaran choques de electricidad a un gru­
po de camaradas suyos. En realidad, no había corriente eléctrica;
pero las víctimas, que habían sido advertidas secretamente, debían
lanzar gritos cada vez más horribles a medida que la intensidad de la
corriente se iba haciendo crecer hasta llegar a un paroxismo insoste­
nible. Obedeciendo incondicionalmente a su maestro admirado, y
convencidos de obrar en bien de la ciencia, los (ficticios) verdugos
llegaron hasta el final de la última orden que se les dio. ¿Qué ha­
brían hecho, si hubiera estado previamente condicionados por una
ideología, si hubieran sido presa de una psicosis colectiva, o si hubie­
ran estado dominados por el miedo?42
Tal es la lección de la experiencia: cualquiera puede convertirse en
verdugo. Ya Resnais nos lo advirtió al final de su filme Nuit et broui-
llard. Por su parte, H. B. Dichs,43 analizando especialmente los crí­
menes nazis, probó que estos criminales no tenían nada de excepcio­
nal: eran ciudadanos excelentes, buenos esposos y padres de familia
ejemplares, activos burócratas, pequeños burgueses mediocres y con­
formistas.4,1 Durante el proce[so de Nuremberg,45 todos invocaron su
buena fe y se dijeron víctimas “de la tragedia de la obediencia”.46

El d ra m a del “ a u to ritarism o ” n o consiste en que el p o d e r se ejerza de una m an era


“ patriarcal”. Es m ás bien la m an era según la cual se percibe la distribución desi­
gual del poder, tam o p o r los dirigentes com o por los dirigidos. Esa distribución
obliga a los hom bres a vivir según un esquem a co lusorio que consiste en asum ir
m odelos de funciones derivad as de los niveles arcaicos m ás cargados del odio y la
angustia de la relación d e objeto [ . . . ] E n cu anto individuos, ni siquiera los re p re ­
sentantes extrem os del sistem a podrían ser calificados clínicam ente de locos. AI
igual que la en ferm ed ad a la que alude este objetivo, este sistema reposa sobre la

42 Sobre este punto resulta revelador el libro de R. Conquest, La grande terreur, Stock, 1970.
43 Op. cit., 1973.
44 R. W. Cooper, Leprocés de Nuremberg. L ’kistoire d’un critne Hachette, 1948; P. Papadatos, The
Eichman Trial, Stevens and Sons. Londres, 1964.
45 Véase E. Muller-Rappard, L’ordre supérieur militaire et la responsabililé pénale du subordonné,
Pedone, 1965.
46 H. V. Dickes, Le meurtres collectifs, Calmann-Lévy, 1973, p. 330. El autor agrega en pp.
335-336: "No es dudoso que las perturbaciones crecientes originadas en la complejidad y la
inseguridad económica, el desmembramiento de familias debido a la guerra y a las conmocio­
nes sociales, pueden intensificar desmesuradamente la presión regresiva. Cuando los esfuerzos
personales racionales y la capacidad de controlar los acontecimientos parecen impotentes, vol­
vemos a los remedios mágicos de una imaginación todopoderosa. Es entonces que los más
resueltos, los que han ido más lejos en los caminos fuera de la ley, pueden tomar el poder. Es
precisamente lo que quieren los ansiosos, losoprimidosy los que protestan en vano, para combatir
a sus opresores. El yugo del Padre odiado es la recompensa.” Véase también E. Enríquez, op. cit.,
1973.
HACER M O R IR 137

prontitud, colusoria p a ra polarizar los p ap e les de p o d e r según el esquem a o m n i-


potencia<—» sum isión abyecta, siem pre p ro y e cta d o s donde esto resulta p osible
[ . . Los hom bres a quienes yo en trevisté ilustran to d a la tragedia de la obediencia,
com o u n o de ios asp ectos del papel p olarizad o que exp re sa la relación d e o b jeto
sado-m asoquísta. Si los brutos son co b ard es, en to n ces los asesinos son v e rd a d e ­
ram ente a te rro riz ad o s p or sus víctimas, e s d e cir p o r las partes proyectadas d e sí
mismos. Q uizás en esto consiste la lo c u ra , y es a este nivel que el cazador y la
presa son intercam biab les en la im ag in ació n .47

Nada más fácil entonces que encontrar un chivo expiatorio d es­


humanizado, demonizado de alguna manera -el judío o el árabe, el
negro, el débil, como antes la bruja— y procurar su destrucción ine­
luctable. Allí se encuentra lo esencial de la relación paranoide perse­
guidor/perseguido. “La búsqueda del amor, de la imagen paterna y
de su aprobación por una conducta viril” acaba “en una devoción y
una sobordinación apasionadas” hacia los dirigentes que “preconizan
lo que su imagen-nación sólo había soñado de manera culpable” . A
veces bastan condiciones de vida mediocres para producir una tal
transferencia de la imagen del padre: así, su constelación de muerte
laleme se sublima en “ofrenda masoquista de obediencia”.

L a MUERTE P A R T IC U L A R

El hacer morir puede ser directo si se suprime al otro, o indirecto si


se hace todo lo necesario para que el otro se suprima a sí mismo
(suicidio por desesperación o coacción física). Es así como existen
tipos de suicidio48 que se parecen extrañam ente a homicidios, son los
crímenes por sustitución del verdugo.
El tema del homicidio individual nos abre un abanico de perspec­
tivas, de las que sólo podemos esbozar aquí las principales.

E l derecho a matar o la pena de muerte

Dejemos de lado por el momento ese tipo de muerte particularmente


sacrilega y sin embargo fecunda: el deicidio o sacrificio de Dios, que
Frazer describió luminosamente en su Ramean d’Or, y refirámonos
únicamente a la costumbre “jurídico-moral”.
Sin querer en trar en el detalle de las discusiones y polémicas que

47 Hablaremos posteriormente del suicidio o la acción de'darse muerte. El aborto y la eutana­


sia constituyen a su vez expresiones del poder de matar.
48 “La mort et les lois humaínes”, pp. 135-136, en L a mort et Vhomme du XX siecle, Spes, 1965.
138 LA MUERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

ha provocado esta delicada cuestión, pues ello desbordaría nuestro


propósito, al menos introduzcamos dos observaciones capitales.
En prim er lugar, pongamos de relieve el carácter arcaico y mágico
de esta práctica. Tal como lo subraya acertadamente M. Colin: "La
condena a muerte se dirige menos a una cierta categoría de individuos que a
una cierta categoría de situaciones. En efecto, se podría pensar que el
veredicto mortal desempeña el papel de un cierto analizador selec­
tivo y que se va a encontrar en la configuración personal de los con­
denados una cierta fisonomía monolítica: por ejemplo el perverso
de escasa afectividad, amoral, irrecuperable; pero no es así, porque
no es un cierto tipo de individuo el que es afectado por la condena,
sino un cierto tipo de situación, y fundamentalmente las situaciones
de contenido afectivo, pasional, de alta significación mágica, aquellas
donde han sido transgredidos los tabúes ancestrales”.49
Citemos más particularmente, desde esta perspectiva: los crímenes
de significación edipiana (parricidio, infanticidio) y las perversiones
sexuales (violación e incesto); la muerte del jefe (rey, presidente) o
del sacerdote; los crímenes de resonancia mágica (incendio, envene­
namiento, etc.). Es probable que las ejecuciones-espectáculo (véase los
ejemplos recientes de Nigeria, Guinea, Irak) se relacionen con este
contexto mágico-sádico.
Recordemos en segundo lugar que las motivaciones que a lo largo
de la historia presidieron la aplicación de la pena de muerte, han
evolucionado. En la antigüedad, prevalecían dos razones: la ley del
talión (ojo por ojo, diente por diente) y la necesidad de apaciguar a
los dioses agraviados. La ejecución era pública y tomaba la forma de
un espectáculo del que no estaba ausente el sado-masoqúismo. Con
el cristianismo, la pena capital se convirtió ante todo en un medio de
expiación para el supliciado y en una intimidación para las multitu- ’

46 Ella exim e, pues, a los niños ciertamente, pero también a los objetos, que antes también
eran considerados culpables (se los destruía) y a los animales. La pena de muerte para los
animales cayó en desuso en el transcurso del siglo w u i. Pero el último caso del que se tiene
memoria es el de un perro juzgado y ejecutado por haber participado en un robo y un asesi­
nato en Délémont, Suiza, en 1906.
En favor de la pena de muerte, se invocan tres tipos de motivos:
Argumentos prácticos:
-E s un castigo expeditivo: el criminal es eliminado definitivamente; no hay evasión posible ni
problemas carcelarios.
-E s un castigo espectacular, ejemplar.
Argumento lógico: castigar el crimen mediante el crim en (“ojo por ojo”).
Argumento moral: una sociedad bajo control policial, jerarquizada, tiene necesidad de sanciones
para mantener el orden que protege a los individuos. La pena de muerte es quizás necesaria para
asegurar un cierto equilibrio.

r tr --- - ---------- ■— ■II


HACER MORIR 139

des que asistían, por supuesto, a la ejecución “litúrgicamente codifi­


cada”. Por último, en la época moderna, la ejecución -salvo excep­
ciones- ha perdido su carácter público, se aplica sólo a los sujetos
considerados responsables50 y busca (por cierto que teóricamente) es­
timular (regenerar) al condenado, lo que es una supervivencia de
la expiación, e intimidar a los que estuvieran tentados de infringir la
ley (criminales de derecho común o político en potencia), así como
dar satisfacción a la justicia. Cabe plantearse la cuestión prejudicial
de saber si se trata de una pena propiamente hablando, para con­
vencerse de que lo es “habría que dedicarle un estudio profundo a
las condiciones en las que tienen lugar las ejecuciones [. ..} Seme­
jante estudio no se ha realizado”.51
A lo largo de la historia, la vieja controversia entre “abolicionistas”
y “mantenedores” no ha dejado de manifestarse, a veces de manera
violenta. Periódicamente se produce un rebrote del tema en relación
con la actualidad: los crímenes nazis, las purgas estalinistas, la ejecu­
ción de C. Chessman en 1960, la de Bontems y Buffet recientemente
en Francia, bastan para replantear la cuestión52 y numerosos países si­
guen teniendo incertidumbres sobre este punto.53 Para considerar
sólo el caso de Francia, las investigaciones del i f o p indican una
cierta evolución en el sentido de abrogar esta forma de pena:

50 E. H. Sutherland, D. A. Cressey,op , cit,, 1966, p. 2 7 7 , nota 12. Fue Bernard Shaw quien
dijo: “El asesinato en el cadalso es la forma más execrable de asesinato porque está invertida de
la aprobación de la sociedad.”
51 Tam bién allí los medios de difusión han desempeñado un papel de primer orden. Eí libro de
A. Ivoestler, adaptado por A. Camus y aparecido en 1957 bajojel título Réjkxions sur la peine
capitale, tuvo gran resonancia. También algunos filmes: Nous sommes tous des assassins de A.
Cayatte; L a vie, l’arnour, la mort de C. Lelouch; y sobre todo La horca, de Nagisa Oshima, que
repudia a los tabúes religiosos y sociales de una manera dramática y caricaturesca a la vez.
52 Basta un solo ejemplo, el de la URSS. Abolida bajo el gobierno de K.erensky durante la
Revolución, la pena capital fue restaurada en 1919, abrogada en 1920, restablecida en 1922,
suprimida en 1947, readmitida eti 1950. Entre los países que practican todavía la pena de
muerte citemos: todos los Estados africanos, Afganistán, Australia, Birmania, Canadá, Cam-
boya, Ceylán, Chile, China, Cuba, España, Francia, Líbano, Polonia, U RSS. El mismo día en
que Francia condenaba a muerte a B u ffet y Bontems, la Suprema Corte de Washington decía- i.
raba inconstitucional e ilegal a la pena de muerte, y la rechazaba como “castigo cruel e insó­
lito”.
5,1 En cambio, una encuesta más reciente, realizada, es cierto, en circunstancias particulares a
(caso Bontem s-Buffet), dio los resultados siguientes a propósito de una pregunta enunciada
así: '
De las dos opiniones siguientes, ¿cuál se aproxima más a la suya?
1) La ley que mantiene en Francia la pena de muerte y que le otorga al presidente de la
República el derecho de gracia es satisfactoria. (Obtuvo un 63%). j¡í
2) Es preciso abolir la pena de muerte en Francia (27%).
Señalemos que la propia manera de plantear la cuestión ya era sinuosa. Primero, no dejaba .y
'4 0 LA MUERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

¿Está usted en contra o a fa v o r de la pena de muerte?

1-8 octubre 1969 julio 1962


% %

A favor 33 34
E n co n tra 58 46
N o se pronuncian 9 20

100 10 0

Los hombres se muestran más favorables al mantenimiento de la


pena de muerte (37%) que las mujeres (28%). Los jóvenes de menos
de 35 años son los más hostiles (64%). En el seno de las diferentes
categorías socioprofesionales, los agricultores se distinguen por la
elevada proporción que desea la conservación de la pena de muerte
(41%). La pertenencia a los diversos sectores políticos no refleja va­
riaciones sensibles de actitud.5,4
La cuestión fundamental es"saber si la pena capital tiene realmente
una función de intimidación, si su supresión produce fatalmente un
recrudecimiento del crimen. Parece que habría que responder por la
negativa. Sobre 167 condenados a muerte asistidos en Inglaterra por
el pastor Roberts, 161 habían visto ejecuciones capitales.54 En los Es­
tados Unidos, si se comparan las tasas de homicidio entre estados aná­
logos en cuanto a sus principales características (geográficas, étnicas,
culturales, económicas), en los cuales unos admiten la pena de
muerte y otros no, las diferencias no son significativas. Lo mismo si
se establecen las comparaciones dentro de un mismo estado.55
También debe observarse que la Criminalidad no es más débil en
Francia, donde existe la pena capital, que en los países del Mercado
Común que la han abolido. Así como no “purifica” al criminal, la
ejecución no intimida a las masas, más bien tiene algo de irremedia-

lugar a los indecisos (no era posible la "no respuesta”). Pero también la formulación de las
preguntas dejaba mucho que desear. La prim era es sibilina: invoca al presidente de la Repú­
blica, term ina en “satisfactoria”. La segunda en cambio es seca, lacónica. Quizás si hubiera
dicho. “Abolir la pena de muerte como en los otros países del Mercado Común sería satisfacto­
rio”, las respuestas habrían sido diferentes y probablemente más justas.
54 Las autoridades penales francesas solicitaron un verdugo, se presentaron 53 0 candidatos.
Uno de los postulantes señaló como mérito en su curriculim vitae “su aptitud para degollar
perros y gatos”(!) P. Joffroy 20 tetes á couper, Fayard, 1973, p. 314.
55 Sin embargo, no basta comparar la criminalidad en un solo país antes y después de la
supresión de la pena de muerte, pues toda evolución depende casi siempre de una multitud de
factores, y la abolición no es más que uno en tre muchos. Véase E. W. Sutherland, op. cit., 1966
pp. 308-361.
H ACER M O R IR 141

ble; es, como se ha dicho, “el muro, el muro liso”. “Detesto el crimen,
esta expresión humana e imbécil de la desgracia. Una sociedad que
no fuera aberrante tendría que preocuparse sin descanso, tanto del
crimen como del cáncer o la tuberculosis. Pero se confunde el crimen
con los criminales. Se aprisiona a los criminales y hasta se los mata.
Pero el crimen no desaparece por ello; ni siquiera disminuye. En la
Edad Media se confinaba a los leprosos fuera de las ciudades, y se Ies
obligaba a llevar campanillas como si fueran ganado, para que se los
oyera venir y fuera posible apartarse de ellos a tiempo. Así, no había
leprosos visibles; pero la lepra seguía estando allí, muy viva, en la
sombra. En lo referente al crimen, esta lepra de nuestra sociedad,
seguimos en la Edad Media.” Así hablaba R. Badinter, el abogado de
Bontems.56
Además, hay derecho a inquietarse por la atmósfera en que se de­
sarrollan los procesos criminales. Es un punto sobre el que el mismo
Badinter nos aporta un testimonio angustiado: “Lo que más pesaba
sobre mí en las semanas que duró el proceso, era la obsesión de ese
odio puesto al desnudo, y del que yo no me podía librar. El proceso
mismo, a medida que avanzaba en el tiempo, iba tomando en mi
espíritu un aspecto singular, caricaturesco, rechinante. Las audien­
cias me parecían una especie de teatro donde se entrechocaban ma­
rionetas de gestos descompuestos. Ante los ojos de un público a la
vez burlón y hostil, jueces, abogados, testigos, gendarmes, todos bai­
loteaban allí, agitados, absurdos, hasta el momento en que la muerte
irrumpiera en escena e hiciera desaparecer a todo ese mundo como
tragado por una trampa del piso. Esta irrisión me ayudó, sin duda.
Pero nada podía cambiar el hecho de que habíamos afrontado el
odio, y que el odio nos había arrastrado.”57
Hay que decirlo claramente: la pen a de muerte es un crimen, el peor
de todos, porque adopta la vestidura hipócrita de la justicia. ¡Curiosa
manera de querer matar el crimen con el crimen!58

56 L ’execution, Grasset, 1973, p. 115.


57 Op. cit., 1973» p. 168. El mismo autor insiste también en la arbitrariedad del derecho de
gracia, que expresa más la voluntad del príncipe que la precaución por la justicia, pp. 182-184.
La misma actitud en A. Naud, L ’agonie de la peine de mort, La Table Ronde, 1972: “¿De qué
depende la pena de muerte? De un presidente represivo más que indiferente o benévolo, de
un mal testigo, ¡del azar! [ . . . ] Les digo, sí, que del azar: los juicios son una lotería [ . . . ) Esta
experiencia' conduce a una conclusión: es el azar quien inflige la pena de muerte, de modo que
ésta no tiene ninguna relación con la justicia'*, pp. 113, 121, 84. Ciertas novelas abundan en
este mismo argumento: A. Garve, Le mort contre la montre (Presses*Pocket, 1955; G. Simenon,
Les témoins (ibid., 1958), etcétera.
5S En suma, nosotros sostenemos los argumentos siguientes contra la pena de muerte -d e ­
jando de lado el argumento teológico: Dios da la vida, solamente él nos la puede arrebatar. La
1

142 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

Sin embargo, para el antropólogo este crimen tiene un sentido:


tiende a compensar la angustia de la muerte, pues traduce un poder, el de
d ar la muerte, el de disponer de ella de alguna manera, y quitarle así
todo carácter misterioso y trascendental. Es la posición inversa a la
que adopta el médico, puesto que éste tiene el poder (limitado, como
veremos) de conservar la vida; pero ambos tienen un punto común:
la muerte puede ser dominada, “domesticada” por el hombre, ya sea
que él la dé o que la impida. Una actitud tal parece altamente tran­
quilizadora, ¡pero a qué precio! A este respecto, la pena de muerte se
aproxima también a la guerra, ya que ésta permite igualmente supe­
rar la angustia de la muerte al hacer posible “la familiaridad con
respecto a los despojos de los muertos: se empujan con el pie estos
restos miserables, con una soltura sin miramientos”, decía R. Caillois.
Es por esto que la ejecución capital tiene un parecido sorprendente
con un campo de batalla: “Este ‘paroxismo social’ que se refleja en las
audiencias se identifica con una guerra en pequeño y a la vez con
una pequeña fiesta, hay ataque y defensa, reglas de juego, ceremo­
nial de combate, espíritu de solemnidad, gravedad y odio, un código
de injurias que intensifican el aborrecimiento humano hasta hacer
posible el gesto mortal.”59 De alguna manera, una conducta arcaica,
pero siempre actual.

pena de muerte es inútil: la criminalidad no aumenta cuando se lo suprime (lo prueban las esta­
dísticas). La pena de muerte constituye una carnicería brutal: castiga el crimen con el crimen, lo
que es ilógico; la pena, de muerte es un crimen más. La pena de muerte, por su carácter
definitivo, niega la dignidad humana; el criminal más infame lleva en sí la posibilidad de regene­
rarse; y si se cree que el hombre es a la vez ángel y bestia, es en principio recuperable. La pena
de muerte la decide una organización judicial donde son posibles las fallas humanas, losjurados
son influibles, no tienen la lucidez absoluta y el conocimiento total de los hechos que haría falta
para juzgar. Nuestros criterios en materia de crímenes sonfluctuantes: un criminal político, un espía,
pueden ser considerados héroes; el crimen pasional es conmovedor;-ciertos actos graves como
el proxenetismo son menos castigados que el crimen. Reclamar la pena de muerte para un
criminal parece irrisorio en un mundo donde se mata cada día a millares de personas, por
bombardeos, hambre, etc. El mecanismo del crimen es complejo: alguien se convierte en criminal en
un cierto contexto familiar y social, y no en razón de determinados cromosomas. Entonces
¿cómo hablar de responsabilidad de un criminal? ¿Tenemos el derecho de castigarlo? En una palabra,
la pena de muerte es la conducta desesperada de una sociedad incapaz de educar a los individuos
que la componen. Pues es la sociedad quien fabrica a los criminales. Ella los suprime porque es
incapaz de asumirlos, de recuperarlos. ¡Es absurdo y odioso a la vez! “Un criminal puede
enmendarse. Es posible hacer de él un hombre honesto. En cambio yo siempre me pregunto
qué se puede hacer con un hombre sin cabeza.” E. Polliet, obrero. Véase: J . Egen, L ’ubattoir
, solennel, G. Authier, 1973.
59 Dr. M. Colin, op. cit., 1965, p. 151.

nminrifinnWwwwW
HACER MORIR 143

E l homicidio

Se ha dicho que es el primero de todos los crímenes, tan viejo como el


mundo; recordemos a Caín matando a Abel. Voluntario crimen o
premeditado (asesinato), el homicidio, que debe diferenciarse del sa­
crificio, es decir de la muerte ritual (véase m ás adelante el tema de la
muerte fecunda), se encuentra tanto en las sociedades arcaicas -au n ­
que en proporción claramente más baja-60 como en las sociedades
occidentales. En todo caso parece que éstas favorecen particular­
mente la criminalidad; de ahí la inseguridad notoria de las ciudades
americanas.61
Se distinguen, según R P. Vernet, seis categorías principales ele
homicidio.62 Por disfrute, hay asesinos que matan por placer. Por con­
tagio, pues la sangre llama a la sangre; se trata de sujetos que, des­
pués de un primer crimen, sufren una degradación ineluctable, ma­
tan “sin pensar”, no saben “dónde están”. P o r impulso, una especie de
actitud descontrolada, violenta, irreflexiva; se da el caso de que des­
pués del impulso morboso, una vez extinguido éste literalmente, el
criminal se duerme junto a su víctima. P or prejuicios, aquí hay que
mencionar el duelo, la vendetta, el crimen de honor, es decir todo lo
que responde a un código muy particular. P or cobardía, esta categoría
incluye lo que vulgarmente se llaman crímenes infames, de los que
son víctimas seres vulnerables, sin defensa (niños, rentistas, choferes
de taxi, mujeres). Por último, crímenes p o r desequilibrio, son los come­
tidos por personas impulsivas pero psicológicamente frágiles, epilép-
*
60 En el África negra hay tres tipos de homicidios que n o originan culpabilidad: la muerte de
un ladrón, la de un brujo, o la de un hombre o mujer adúlteros. Sin embargo, en los estados
hausa (Nigeria, Níger), lodo crimen reclama su sanción, pero sólo el jefe puede decidir una
ejecución capital. Véase P. Bohannan (ed.), African fiomicide and suicide, Princeton Univ. Press,
Í960. Evidentemente, dejamos de lado los "crímenes rituales”, que no son considerados críme­
nes, y los ‘‘crímenes imaginarios” (brujería) que, aunque imaginarios, son castigados severa­
mente.
61 En los Estados Unidos, en los últimos siete años el núm ero de crímenes violentos aumentó
en un .57%. En Londres, los robos a mano armada son diez veces más numerosos que hace diez
años.
A título ilustrativo recordemos algunas cifras, únicamente'para
Francia: Suicidios Homicidios
1965 7 352 378
1966 7 668 346
1967 7 485 470
1968 7 407 465
1969 7 411 475
62 “La préventión des crimes de sang", en La prévenlion, infractions coníre ¿a vie humani* et
Vintégiité de la personne. Colectivo, Cujas; 1956, II, pp. 177-204.
144 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

ticos o epileptoides, perversos, paranoicos; la exaltación patológica,


la idea fija, Ja falsedad del juicio (racionalismo morboso) caracterizan
a menudo el clima mental de tales criminales.63
Habría que distinguir también los móviles que animan a los críme­
nes pasionales (amorosos o políticos); los que tienen por finalidad
facilitar el robo o neutralizar un obstáculo (un rival, un marido, una
esposa, un testigo molesto); o solamente la venganza84 y sobre todo la
posesión (Otelo), se ha dicho que matar es una “suprema manera de
poseer a su víctima”.
Pero hay un cierto número de homicidios que merecen ser men­
cionados especialmente: infanticidios, parricidios, regicidios.65 Seña­
lemos también que el crimen “se vende bien” o “es bien visto”; no
nos cansaríamos de citar películas de éxito en cuyo transcurso se
asiste a muertes violentas, tanto realizadas de manera canallesca
como simpática. Aun cuando en definitiva es la moral la que sale
gananciosa, parece manifiesto el placer morboso que experimenta el
espectador. ¿Evasión? ¿Reafirrpación? ¿Catarsis? Es muy difícil pro­
nunciarse. Citemos, entre los inevitables filmes policiales o de guerra,
Bonny and Clyde, Le Boucker, para hablar sólo de filmes recién proyec­
tados en Francia.66

6;{ Matar y ser muerto .se aproxima. Matar al otro es destruir la mala imagen de sí en él.
Matarse, destruir t'ti parte a! otro cu nosotros. Véase B. Ciasteis, l/i morí <(r ('nutre, Privat, 1971,
pp. 56, 62 y 166.
64 Se encontrará un curioso ejem plo de crímenes por venganza en una atmósfera altamente
mágica en H. de R etainora,¿^ ^ i¿x blens de la mort, Gailiera, 1972. Se relata allí la historia de la
vieja Mamuska, horrible pero de ojos extraordinarios, que persigue implacablemente y no sin
sadismo a los nazis que violaron y mataron a sus hijas. J . Moreau también encarnó el papel de
una mujer que no vive más que para exterminar a los que, involuntariamente, mataron a su
marido (La mariée était en noir).
65 Habría que recordar también el organised crime, es decir la red criminal particularmente
bien organizada que en los Estados Unidos es la heredera de los gangsters de comienzos de
siglo. Véase J . Susini, “La bureaucratisation du crime”, Rev. de Se. crim. et de droit pénal comparé,
1966, pp. 116-128, y el muy buen film de Rosi, L. Luciano. Véase también E. Jamarellos y C.
Kellens, Le crime et la criminologie, Marabout, y 0 . Guttmacher, La psychologie du meurtrier, plt,
1965, 2 tomos, 1970.
A falta de documentos válidos, no diremos nada del fratricidio. Si omitimos la muerte de un
hermano por accidente (durante juegos, por ejemplo), el fratricidio propiamente dicho parece
muy raro, por más que míticamente haya sido considerado como uno de los primeros crímenes
por celos en la humanidad (Caín matando a Abel).
66 Existe un verdadero “resurgimiento mítico y cultural de la m uerte”, para retomar la ex­
presión de E. Le Roy-Ladurie a propósito de filmes de ultraviolencia: Contacto en Francia, Dirty
Harry, Naranja mecánica.
HACER M O R IR 145

E l infanticidio

El infanticidio en sentido amplio ha tomado a menudo una forma


ritual67 en la historia de la humanidad, sea de una manera sistemá­
tica (ofrenda del primer hijo, como se encuentra en África negra,
especialmente en Liberia) o episódica (como antes entre los mayas); y
ya se trate de una prueba (inmolación de Isaac por Abraham), ya de
una compensación para apaciguar a los dioses (sacrificio de Ifigenia),
ya de una simple venganza o de una maquinación política (la masa­
cre de los Santos Inocentes, pero en este caso no se puede hablar de
crimen ritual).
Debe hacerse aquí una precisión terminológica.68 Se tiende a re­
servar el nombre de filicidio (adoptado por la u n e s c o durante un
reciente congreso sobre el niño mártir) para definir la muerte dada a
los niños por sus padres (el 5% de los crímenes cometidos en los
Estados Unidos en 1966) y el de libericidio para calificar el homicidio
de un niño menor, también por sus padres; mientras que el infantici­
dio queda reservado solamente a los recién nacidos;69 tanto humanos
como animales; recordemos lo que decíamos antes a propósito del
canibalismo puerperal. Si el infanticidio obedece a causas que se c o ­
nocen muy bien -antes prescripciones religiosas y crímenes rituales,
eventualmente canibalismo;70 supresión de niños anormales, ven­
ganza, celos,71 necesidad de ocultar una falta,72 incluso imperativo

*7 El culto del Dios Anou en Sumer incluía la m uerte de niños. Los fenicios, los cartagineses,
los canancos, los sefarditas, los mabitas, quemaban a sus primogénitos. Es conocido el texto
bíblico donde el Eterno le dice a Moisés: “Tú me consagrarás todos los primogénitos enere los
niños de Israel, tanto de los hombres como de los animales, pues ellos me pertenecen [ . . . ] T ú
conservarás para el Eterno tu primogénito.”
68 Por falta de espacio, no podemos hablar aquí del espinoso problema del aborto, donde se
mata antes del nacimiento.
’*9 Tanto la muerte de las niñas, como en la Arabia antiislámica, como la de los niños varo­
nes, Es conocido el lugar que ocupaban los niños abandonados en los relatos antiguos (Moisés,
RómuJo, Ciro, Edipo). En numerosas regiones del África negra -y por razones religiosas, m á­
gicas, económicas o biológicas que no es del caso m encionar aquí—se mataba con frecuencia a
uno de los dos mellizos; la niña, si eran niña y varón, o el que nacía en segundo lugar, o el m ás
débil de los dos. Cf. L . V. Thomas, Les Diola, Dakar, 1968.
ro Véase “Ogres d’archíves”, en Destins du cannibalisme, Nelle. Revue de Psychanalyse, 6, 1 97 2,
p. 249 y ss. Glaber nos dice, a propósito del pánico desafio mil, que no era raro, para paliar el
hambre, que se llamara a un niño, se lo atrajera co n el pretexto de ofrecerle una manzana, ¡y
entonces se lo matara para devorárselo!
71 Las mujeres abiponas (Paraguay) mataban a veces a sus hijos porque, al no poder ten er
relaciones sexuales con su esposo durante la lactancia, no querían ser engañadas.
72 Jovencitas burguesas que quedan encinta y que no se atreven a abortar ni a abandonar al
recién nacido a los organismos públicos de asistencia.
146 LA MUERTE DADA, LA M U E R T E VIVIDA

económico, y esto es de todos los tiem pos-,73 el libericidio implica una


situación más compleja, puesto que el niño llegó a vivir un cierto tiem­
po y fue objeto de atentos cuidados. Si en el caso del infanticidio es
casi siempre la madre la que da muerte, aunque haya también parejas
criminales, y a menudo son los parientes los que hacen desaparecer el
cadáver, en el libericidio es casi exclusivamente la madre la que
opera, y es frecuente que se suicide en seguida. Una situación pato­
lógica (demencia precoz o solamente psicosis confusional o psicosis
maniaco-depresiva en la madre, explosiones de furia en el padre en
el momento del acto), celos morbosos (es el caso de Medea, que para
vengarse del infiel Jasón, su esposo, elimina a los hijos que ha tenido
de él), condiciones de existencia particularmente lamentables, bastan
para provocar tales acciones.
La interpretación de la psicología de la madre -ciado que ella es a
menudo la causa—está lejos de m erecer unanimidad. Algunos74 han
visto en estos crímenes la prueba de un amor maternal excesivo y
exclusivista (convicción de que sólo la muerte puede evitarle a la víc­
tima un destino necesariamente desgraciado). Otros75 se preguntan
si este altruismo no oculta simplemente la incapacidad de la madre
para establecer relaciones con el hijo (bloqueo efectivo). En todo
caso, se ha podido observar que tales madres “mantis religiosas” ha­
bían tenido una infancia particularmente desdichada,76 y de ahí la
ambivalencia de su comportamiento.
Existen por último obsesiones infanticidas entre mujeres de 25 a
35 años, pasivas con respecto a sus hijos y al grupo (jamás efectúan
reivindicaciones) y que padecieron una educación rígida. Las ideas
de infanticidio y el miedo de caer en la locura expresan a la vez su
hostilidad con respecto a sus padres y el castigo por tales sentimien­

73 Se distingue el infanticidio directo (matar al niño); el indirecto o por omisión (dejarlo m orir
por falta de alimentos o de cuidados, o por abandono); y por último el deferido (se trata de la
guerra: aquí habría que hablar entonces de libericidio). Véase E. de Greeff, Introduction á la
criminologie, Vandenplas, Bruselas, 1946. P. Aubry, Les libéúcides, Archives de l’anthropologie
criminelle et des sciences pénales, 1891.
Los delitos contra la infancia siguen siendo todavía importantes. Así, en Inglaterra, en 1972,
la Sociedad de Prevención de la Crueldad contra los Niños (su existencia data de largo tiempo)
examinó l i4 614 casos y pasó a la justicia a 39 223 jefes de familia.
74 G. Pemissel, L'homicide allruiste des inélancoiiques et des persécutés, Fac. Med., París, 1923.
75 T . Harder, “T h e psychopathology o f infanticide”, Acta psychiatrica Scandinavici. Publica­
ción de 1967, p. 43.
76 M. C. Dernaid, E. G. Winkler, Psychopathology o f infanticide, J . Clin, exp. psicopat. 1955, 16.
Sobre el infanticidio perpetrado por el niño, remítase al estudio de G. Sereny,Meurtri¿re áonze ans.
Le cas Mary Bell, Denoéi-Gonihier, 1974.
HACER M O RIR 147

tos. Si el paso hacia el acto concreto sólo ocurre rara vez, en cambio
la obsesión es frecuente y duradera.77

El parricidio y el matricidio

No se puede poner en el mismo plano al parricidio (o matricidio)


fantasioso, tal como se presenta en los mitos78 o en los sueños, in­
cluso el impulso mortal dirigido contra el padre (o la madre) que
probablemente habita en todo ser humano en algún momento de su
existencia, y la actualización del crimen propiamente dicho. Lo que
el psicoanalista admite como norm al,79 e incluso benéfico (dominio
de lo imaginario, pero en esto nada hay más real que lo imaginario),
el moralista y el penalista lo reprueban si hay ejecución de hecho.
A este respecto, es bien conocida la importancia que S. Frcud le
acuerda al crimen (imaginario) contra el padre.80 Incluso este tema
ha sido representado (ritualmente) en ciertas ceremonias negro-
africanas: entre los bwa del Alto Volta, por ejemplo, en el transcurso
de la iniciación (la del Do), los jóvenes impetrantes combaten con
palos contra un adulto enmascarado -símbolo del padre o más bien

77 J. Ajuriaguerra, Manuel de psychiatrie de l’enfant, Masson, 1970, p. 991.


78 La referencia al parricidio original se encuentra en numerosos mitos negro-africanos.
Este crimen imaginario está en la mayoría de los casos en relación estrecha con el origen de la
filiación (materna o paterna). Presentamos dos ejemplos asociados a ia patriltnealidad:
Tshipimpi Nkongolo
- padre m uerto por su hijo - tío m aterno mataco por su sobrino uterino
- cabeza asociada al fuego del rayo (estación de las - cabeza asociada fuego del arco iris (estación
lluvias) seca)
- cuerpo quemado - cuerpo sumergido debajo del agua

Véase L. de Heusch» Le roi ivre ou l’orifine de l’Etar, Gallirnard, 1972,p g . 9 9 , 108, I i I, i 9 9 .


™ El lema de la madre absórbeme, así como las fantasías homosexuales y de muerte que
provoca, inspiran toda la obra de Arrabal (teatro y cine: Vivo la muerte, J'irai comme un cheval
fon). El drama de Arrabal fue haber tenido una madre q u e no le deja ningún lugar al padre, y
aún más: que es responsable de su muerte (pero nada más estructurado!' para la formación del
niño que ver a su padre ver el falo de su hijo); también una madre sumamente castradora que
da/o quita el falo a su hijo, a voluntad. De ahí las múltiples fantasías de Arrabal: impulsos de
muerte, madre que encierra al hijo en el toro muerto que ella ha amasculado, identificación del
hijo con su madre que lo engendra muerto, fecundidad oral y gestación anal, asesinato de la
madre, canibalismo redentor y procesos de incorporación, deseo de retorno a! vientre ma­
terno, etc. Aunque en un grado menor, también la obra ele Hervé Bazin podría leerse un puco
en este sentido (Vip'ere au poing, Grasset, 1948; Le matrimoine, Seuil, 1967).
80 El hecho de que el asesinato sea real o imaginario n o cambia nada para el inconsciente. El
tema del padre odioso y autoritario que se desea m atar o al que se mata, fue ampliamente
utilizado; citemos por ejemplo la novela d e j. Chessex, L ’ogre (Grasset, 1973, premio Goncourt)
y el filme de J . Chabriol, Que la béle meure.
148 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

del hermano mayor, pues con frecuencia existe en el África negra el


desplazamiento del padre, inatacable por representar al antepasado,
hacia el hermano mayor-,81 y lo abaten brutalmente.
Y sin embargo el parricidio de hecho es visto como uno de los
crímenes más monstruosos y perturbadores que pueda perpetrar el
hombre.82 “En el acto de un hombre que mata a su padre o a su
madre, hay algo que a la vez nos fascina y nos plantea un enigma:
¿cómo es posible que un individuo rompa los lazos considerados por
todos intangibles y sagrados y destruya la vida de los seres que le son
más próximos?”83 La idea del parricidio era tan inconcebible para el
ilustre Solón que no había previsto pena para castigarlo: “No pensé
que una persona pudiera ser tan desnaturalizada que cometiera
semejante crimen.” Aunque hay que creer en la universalidad del
asesinato (imaginario) del padre,84 el parricidio de hecho, si hemos
de creerles a las estadísticas, sigue siendo un crimen raro -con más
razón si se trata de matricidio-, perpetrado por sujetos relativamente
jóvenes,85 de 18-20 años y aún mayores, en cordiciones particular­
mente dramáticas o crueles. Ya sea que el parricidio quede incon­
cluso, o trunco, porque las inhibiciones presionan en el último mo­
mento; o ya que se lleve a cabo con salvajismo y encarnizamiento, el
hecho es que para llegar a su ejecución el asesino debe hacerse vio­

81 “En las fantasías, la rivalidad edípica puede plantearse en relación con el padre -con una
imagen de padre más o menos reabsorbida en la de la autoridad colectiva-, pero todo ocurre
como si el enfrentam iento directo con la imagen del padre hubiera sido imposible, o sin salida,
y entonces ella debió ser desplazada hacia otras imágenes para que se le encuentre una salida
viable. Querem os decir, una salida que permita al sujeto tomar un lugar de hombre en la
sociedad [ . . . ] y como la imagen paterna es inaccesible a la rivalidad, son los ‘hermanos’ los que
se constituyen en rivales.” M. C. Ortigues, Edipe africain, Plon, 1966, p. 126.
82 Sin em bargo, evitemos todo juicio sistemático. En páginas muy lúcidas, Foucault nos des­
cribe cómo fue subyugado por el parricidio de ojos rojos (“Yo, Pierre Riviére, habiendo dego­
llado a mi m adre, mi hermana y mi hermano. Un caso de parricidio en el siglo xi\, Gallimard,
1972). Este libro permite apreciar todo lo que separa los diferentes discursos: la memoria de P.
Riviére y el contenido de sus interrogarios, los testimonios recogidos por la autoridad judicial,
los diversos inform es médicos, las piezas jurídicas redactadas antes del fin del proceso. Fou­
cault señala la existencia de “desplazamientos de sentido” y de contradicciones (p. 295 y ss).
83 Mme. Ochonisky, Contribution a l'étude des parricides, a propos de 12 observations cliniques.
Resumido en Dr. Bardonnel, "Considérations sur le parricide. Chronique de criminologie cli-
nique”, en Rev. Penitentiaire et de droit penal, 1963. En Francia, fueron juzgados 36 parricidas
entre 1952 y 1969, o sea 29 por cada mil criminales.
84 “¿Quién de nosotros no ha deseado la muerte de su padre?”, escribe Dostoievsky en Los
hermanos Karamazov.
85 Véase D. Bardonnel, op. cit., 1963, p. 254. El parricida del filme de C. Chabrol, Que la bete
meure, tenía 17 años.
HACER M O R IR 149

lencia a sí mismo y cae con frecuencia en la brutalidad;86 salvo que


utilice el veneno, arma preferida por las mujeres en estos casos.87
La significación del asesinato ael padre (o de la madre) es com­
pleja. “La mayor parte de los parricidas”, escribe J . de Ajuriaguerra,
retomando un análisis de J . A. Ochonisky, “relatan que en el trans­
curso de su acto existe un sentimiento de desrealización, que suele
darse junto con una verdadera despersonalización. El pasaje al acto
mismo, cualquiera que sea su duración efectiva, no se sitúa en el tiem­
po sino fuera del tiempo. La muerte del otro pierde su carácter de rea­
lidad carnal espantable, pues no es más que la realización mágica de
los deseos de muerte. En general, el parricida recuerda mal el acto
asesino; le resulta dificultoso relatarlo. Para ellos [los parricidas]
f . ..] matar al otro no es solamente matarlo, sino destruirlo, hacerlo
desaparecer, aniquilarlo, borrarlo mágicamente del mundo de los ob­
jetos. Desde ese momento, matarlo es darse el derecho a existir, pero
al mismo tiempo la existencia del otro es indispensable para la propia
existencia, la muerte del otro pone enjuego la propia vida. Destruir
al otro es al mismo tiempo destruirse. A. Ochonisky considera que el
parricidio aparece como el asesinato del otro, imagen en el espejo de
la conciencia de sí. Es tal como lo define su etimología primitiva, la
‘muerte del semejante’ por excelencia, la del igual a sí mismo, y en
este sentido es el modelo de todos los asesinatos. Esto explica la con­
junción entre el parricidio y el suicidio [. ..] El doble movimiento de
la destrucción del otro y de sí mismo tiene lugar con frecuencia en el
parricida, para quien el asesinato del otro es también un suicidio.” 88

E l uxoricidio

Se trata del asesinato del cónyuge; pero la palabra uxoricida lo tra ­


duce bastante mal, ya que se refiere únicamente al esposo. De Greeff
distingue muy apropiadamente los homicidios utilitarios, que permiten
a uno de los esposos suprimir al otro a fin de “rehacer su vida”; y los
crímenes pasionales, que son los provocados por celos, por ejemplo.89
En el primer caso, el asesinato vale más que el divorcio -siempre que
no sea descubierto-, porque al ocultar la situación conflictual, le
permite al sobreviviente conservar los bienes gracias a las leyes de

86 Mme. Ochonisky, en Bardonnel, p. 254.


87 A la manera de Violette Noziéres, que fue la comidilla alrededor de los añosl934 y que
“inmortalizó" una canción totalmente estúpida y pretenciosa sobre el tema.
1,8 Op. cit., 1970, pp. 467-468.
89 Op. cit., 1947, pp. 341-344.
1

150 LA M U ERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

herencia, y por lo tanto mantener el mismo nivel de vida o poco


menos.90
Lo más frecuente es el uso del veneno, con la complicidad del
amante (o de la amante), que es el medio preferido porque salva las
apariencias, no despierta la desconfianza de la víctima y asegura la
obtención del fin perseguido; pero no deben dejar de tomarse en
consideración aunque sean más raros, el accidente de auto, el de caza
o pesca, la contratación de alguien a quien se le paga.
En cuanto a los crímenes pasionales, son más difíciles de apreciar,
porque a veces se tiene interés en disfrazar cualquier asesinato de
crimen pasional, dado que la ley, como se sabe, se muestra más com­
prensiva con éstos.91 Estudiando casos de mujeres asesinadas por su
marido, P. Cannat no cree haber encontrado más de un 10% de crí­
menes que respondan realmente a motivos pasionales.92 Mientras,
¿no es significativo comprobar que la opinión pública se muestra
'mucho más severa con la mujer que asesina al marido, que a la in­
versa? Hay que ver en esto una supervivencia de la situación ésen-
cialmente desigual de los sexos.

E l regicidio
Hay que distinguir la muerte ritual del príncipe o del jefe, del regi­
cidio propiamente dicho.93
En la región africana de los Grandes Lagos se reconoce la exis­
tencia de la realeza mágica por el hecho de que el rey debe quedar
aparte del circuito de las alianzas matrimoniales, de la sociedad co­
mún: el ritual de investidura lunda (Zaire) implica, por ejemplo, un
acoplamiento del jefe con su hermana, antes de que aquél reciba el
anillo que simboliza su poder. Pasa a pertenecer así, aun siendo un
hombre parcialmente divinizado, a la categoría de las cosas impuras,
de los excrementos; el soberano “asume la doble función de mante­
ner el orden jurídico, a la vez que aparece como una peligrosa re­
serva de fuerza dionisiaca.”94 Es por esto que hablamos de ambiva-
90 Con más razón si un seguro de vida ha sido contratado recientemente. Estos homicidios
utilitarios se encuntran a menudo en el campo, donde se trata de quedarse con la propiedad.
81 A condición de que no sea premeditado.
92 “Les meurtriéres de leur mari”, Rev. pénitentiaire et de droit penal”, 1953, pp. 64-81. Véase
también R. Herren, “Contribution a l’étude du meurtre de l’époux”, Rev. Int. de pólice criminelle,
1959, p. 244 yss.
93 ¡En cinco años, en los Estados Unidos fueron asesinados tres políticos de primer plano, de
; los cuales un presidente!
84 L. de Heusch, “Aspects de la sacralité du pouvoir en Afrique”, en L. de Heusch y otros,
L e pouvoir et le sacre, Inst. de sociol. Solvay, Bruselas, 1962, p. 157.
HACER MORIR 151

lencia mágica. Así como el soberano no puede llegar al cargo real si


no cumple con un mandato sucesorio heroico-mágico -el incesto, por
ejemplo-, una vez que llega a viejo debe morir, ya que la pérdida de
sus fuerzas produce (mágicamente) -según se dice- la de su reinado.
Este acto de dar la muerte al soberano, lejos de ser un crimen, tiene
por el contrario un carácter salvador.”5
El regicidio (a veces se le llama tiranicidio) en el sentido restrin­
gido del término, consiste en el asesinato de un rey (y por extensión
el de un jefe importante). También en este caso G. de Greeff señala
una diferencia entre el criminal político (que desea conocer el
mundo después de su acto y desea no sólo escapar a la muerte sino
beneficiarse directa o indirectamente del nuevo orden de cosas así
creado”, y que comete un crimen utilitario (tipo Bruto); y el criminal
pasional puro, que se sacrifica a una causa “que considera superior, al
punto de que la vida le resulta imposible si la víctima sigue exis­
tiendo, y que en la mayoría de los casos se sacrifica en verdad a su
inconsciente” (Ravaillac).96 En los dos casos hay casi siempre, al menos
de manera implícita, referencia al plano m oral. El que este crimen
sea obra de uno solo (Ravaillac), de una persona que expresa a un
movimiento colectivo (Carlota Corday) o a un grupo (muerte de Luis
XVI en el cadalso), la víctima no es vista tanto como persona particu­
lar, sino como símbolo de una causa o de un poder (la tiranía, el
fascismo).
Si en el regicidio utilitario, el interés general esconde mal las aspi­
raciones individuales del matador (es significativ© el caso de Raspu-
tin), en el homicidio político desinteresado es el rechazo a la tiranía
el que parece importar realmente.
Sin embargo, conviene distinguir, como lo hace el doctor Regis,07
entre los regicidas falsos y verdaderos. Los primeros quieren destruir a
un hombre en razón de lo que él hace o quiere hacer (Ravaillac, C. Cor­
day); los segu n d os se dan por entero a una idea generosa, incluso
delirante, o en el caso extremo no les importa quién sirva de víctima,
con tal de que esté en primer plano (Gorguloff, el asesino del presi­
dente Doumer; Lee Harvey Oswald, el asesino del presidente Ken­
nedy, al menos si le creemos al informe W arren). Para los primeros,
el regicidio es un fin en sí mismo; para los segundos no es más que
un medio.
95 Existe castigo (simbólico) del incesto cometido. Este tem a remite al mito edípico. Volve­
remos sobre este punto a propósito de la muerte del viejo (tercera parte).
Op. cit., p. 345 y.ví. Véase también la excelente obra de J . Chabannes, t e Krgicúles, lYrriii,
1969.
97 “Les regicides dans l’histoire et dans le presení',Arch. d e VAnthr. criminelle etdes Se. pétuües",
1890, p. 5 y ss.
152 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

Las otras maneras de matar

L a eutanasia (homicidio com etido por piedad) y la ortotanasia


(“abstención-homicidio” por la misma razón), no podrían conside­
rarse propiamente crímenes, por más que plantean problemas jurí­
dicos y eventualmente morales de gran complejidad, como tendre­
mos ocasión de volver a ver.98
Señalemos sin embargo que la eutanasia estatal o generalizada, (el
gran programa de eutanasia de Hitler), que se inspira en razones
eugenésicas (depuración de la raza) y económicas (los disminuidos y
los locos cuesta" caro) y procede por “muerte científica”, es por el
contrario una nducta criminal auténtica, por lo demás difícil de
diferenciar del i.inocidio o del genocidio. Tendríamos que hablar en
ese caso de distanasia.
O tro punto que merece atención es el de la muerte causada por
accidente. Si los progresos sorprendentes de la técnica no han servido
para suprimir las catástrofes naturales particularmente mortales
(temblores de tierra en Turquía, deslizamientos de tierras en Perú,
ciclones en Pakistán, para hablar sólo de acontecimientos recientes),
y sin dejar de lado las grandes endemias o las hambrunas mortales
que provocan la sequía, la inundación y el descuido de los hombres
(el sertón brasileño), vemos que en cambio se han multiplicado los
riesgos de muertes accidentales. Con mayor razón si tomamos en
cuenta la eventualidad -n ad a imposible- de una explosión nuclear
por error. El presidente Kennedy declaró el 25 de septiembre de
1961 en la tribuna de las Naciones Unidas: “Hoy, cada habitante

98 Véase por ejemplo J . Graven, “Le procés de l’euthanasie”, Rev. Pénale Suisse, 1964, p. 121 y
ss. M. Rateau, “L’euthanasie et sa réglementation pénale”, Rev. de droit pénal et de criminologie”,
1964-1965, p. 38 y ss. Por último, el núm. 643 del 27 de marzo de 1964 de Médecine et hygiene.
El problema importante es éste: “Todos se dan cuenta que por buscar una solución humana,
una solución razonable, es extremadamente peligroso, para decir lo menos, entreabrir esta
puerta” (p. 491). Léase también 1. B arrére, E t. Lalou, Le dossier conjídentiel de Veuthanasie (Stock,
1962) y la publicación colectiva ya citada del ciom s (Ginebra, 1974).
Una encuesta americana (1970) realizada entre 418 médicos del estado de Washington,
muestra que el 59% practicaría una “eutanasia pasiva” (por ausencia terapéutica) a pedido de
sus pacientes condenados o de sus familiares, si la ley reconociese la validez de tal pedido; el
40% espera una modificación de la actitud sociomédica a este respecto; el 31% desea también
una modificación legislativa que autorice la eutanasia activa con pacientes condenados; el 72%
declara que si ellos tuvieran la responsabilidad, “ejercerían una eutanasia pasiva absteniéndose
de utilizar los métodos de diálisis renal permanente (riñón artificial) entre los enfermos que
padecen uremia crónica”. El 51% desean la creación de Consejos Superiores de Salud, a los
cuales podrían someter sus casos de conciencia. El 90% de los médicos aprueban el aborto por
causas médicas (incluidas las causas genéticas). El 73% lo aprueban también por causas econó­
micas o sociales {véase Le Monde, 2 abril de 1970).
HACER M O RIR 153

de este planeta debe pensar en el día en que acaso la tierra ya no sea


habitable. Cada hombre, cada mujer, cada niño, vive hoy con la es­
pada de Damocles de un holocausto nuclear suspendida sobre su ca­
beza, que en cualquier momento puede ser desencadenada por un
accidente, ux\3lapreciación equivocada o un acto de locura.”99 No hagamos
ningún cálculo; limitémonos a considerar lo que ocurre hic et nunc.
Veamos antes que nada los accidentes de trabajo. 100 En Francia, los
accidentes profesionales son notoriamente numerosos (1 cada 7 se­
gundos), mortales (más de 2 mil fallecimientos al año; 1 muerto cada
40 minutos) y costosos (28 millones de jornadas de trabajo perdi­
das 101 más los gastos de hospitalización: 1 millón de heridos anuales,
y llegado el caso, el monto de las pensiones a otorgar). En el 90% de
los casos, la falta es imputable al empleador, no acatamiento de las
condiciones de seguridad, ritmo de trabajo infernal, falta de precau­
ciones y vigilancia. Pero también hay que considerar la práctica de las
horas suplementarias que aumentan la fatiga, es bien conocido el
caso de los conductores de camiones pesados.
Si la frecuencia de estos accidentes parece estabilizada como conse­
cuencia del sensible crecimiento de los empleos terciarios no peligro­
sos, su número absoluto sigue siendo muy grande, mientras que no
deja de aumentar la gravedad de sus consecuencias. Así, en 1966, se
registraron: 2 182 accidentes mortales (de los cuales 854 en los b a t p ,
Construcciones y Trabajos Públicos, o sea el 39%); en 1967: 2 114
(876, 41%); en 1968: 2 038 (822,40% ); en 1969: 2 227 (893, 40%); en
1970: 2 247 (899, 40%); en 1971: 2 383 (921, 41%).
En 1969, el número total de accidentes profesionales alcanzó la
cifra de 1 085 483 (8.81% de los salarios); en 1971, 1 115 245 (8.7%).
Por otra parte aumentó la tasa de gravedad de las incapacidades
temporarias ( i t ) y el índice de gravedad de las incapacidades perma­
nentes (ip ) lentamente la primera, en forma rápida la segunda. A d­
viértase la situación alarmante que se da en el b a t p : 921 fallecimien­
tos en 1971; tres obreros que mueren cada día de trabajo y que
corren dos veces más riesgo de morir por accidente que en cualquier
otro sector de la producción. No olvidemos tampoco que se trata de
una capa social particularmente poco favorecida: salarios bajos, se-

93 Es lo que subrayamos aquí. Sobre este punto, es casi milagroso que todavía no haya ocu­
rrido lo peor. Véanse los ejemplos citados por R. Clarke.Lo course a la mort, Seuil, 1972, p. 36 y ss.
100 Se deberían contabilizar también los accidentes domésticos. Véase M. Backett, “Les acci­
dentes domestiques”, Cahier de Santé publique, o m s , Ginebra, 1967.
101 Si se toma en cuenta la totalidad de las consecuencias y trastornos, se alcanza a 80 millo­
nes de jornadas perdidas por año, o sea la actividad de 250 establecimientos que empleara cada
uno a mil asalariados.
154 LA MUERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

dianas de 49 horas, alcoholismo, alto porcentaje de trabajadores in­


migrados y superexplotados.102
La metalurgia viene cu segundo lugar (351 fallecimientos anuales),
aero es proporcionalmente monos peligrosa que el pequeño sector
je "las piedras y las tierras que se trabajan con luego" es decir las
canteras, el vidrio, la cerámica (segundo en cuanto a la gravedad de
os ip ) .
Debemos insistir en la mortalidad en los medios de transporte, que
;s, para decir lo menos, alarmante. Es quizás en este campo donde el
lombre se encuentra más desasistido en su lucha contra la muerte,
in 1953, los fallecimientos como consecuencia de accidentes auto­
movilísticos representaron el 27% de los muertos por accidente, y 13
fallecimientos por cada mil. En 1959 esas proporciones fueron el
31% y el 17% respectivamente, para alcanzar en 1965 el 36% y el 25%.
Agregamos algunas cifras elocuentes. En 1972, a pesar de las adver­
a d a s , las estadísticas, la publicidad y los planes de protección, hubo
en Francia 104 muertos en el fin de semana de Ramos, 132 en Pas­
cua, 208 el primero de Mayo. “Los muertos de domingo son el tri­
buto pagado a la festividad. La Pascua, con sus accidentes carreteros
evidenciados por la estadística, parece más bien la moderna época de
las parcas”, nos dice E. Morin.103 ¡Pero si esto se refiriera única­
mente a las vacaciones de Pascua! El cuadro que insertamos a conti­
nuación indica, siempre para Francia, la cifra de heridos (de los cua­
les algunos quedan cruelmente incapacitados hasta el fin de sus días)

102 Existe sobre todo el riesgo de caída. A greguem os también los pneumoconiosis (inhala-
don de polvo) y las dermatosis: el 80% de las enfermedades profesionales; el 60% se deben a
eczemas del cem ento (50% de las enfermedades profesionales reconocidas por la Seguridad
Social). Se estima en el 50% el número de “trabajadores del cemento” afectados por irritaciones
de la piel. Entre ellos, el 25% tiene una sensibilización de la piel después de cinco años de su
ingreso en el oficio, es decir una alergia instalada, y por último el 10% de éstos ven complicarse
su alergia con dermitis (infecciosa) residual, en la mayoría de los casos irreversible. En Francia,
el artículo 496 del Código de Seguridad Social ha trazado un cuadro de las manifestaciones
mórbidas de intoxicaciones agudas o crónicas (44 rubros) presentados por los trabajadores que
están expuestos de manera habitual a la acción de agentes nocivos de origen profesional; un
cuadro de las infecciones microbianas de origen profesional (11 rubros); y por último un cua­
dro de las afecciones resultantes de un ambiente o de actitudes particulares que se requieren
para la ejecución de trabajos (7 rubros: cemento, aire comprimido, martillos neumáticos, rui­
dos, a lt a tem peratura). Según la o m s , habría más de 100 mil muertes por año en el mundo,
como consecuencia de tales accidentes. Véase el número de julio-agosto de Santé du Monde
Ginebra, 1974.
103 VEsprit du temps, Grasset, 1962, p. 155. La o m s prevé una hecatombe anual para el
mundo entero de 250 mil muertos y 10 millones de heridos.
Es absolutamente ineludible leer la*excelente obra de J . Fabre y M. Machael, Stop! ou Vautomobile
enquestion, M ercure de France, 1973.
HACER MORIR 155

y el de muertos, comparados con los fallecimientos ocasionados por


el ferrocarril (accidentes de paso a nivel solamente). Se advertirá fá­
cilmente el crecimiento constante de los dos primeros y su despro­
porción con relación a los últimos.

Carretera Ferrocarriles
H erid os M uertos M uertos

1964 284 000 11 105 1


1965 290 000 12 150 12.
1966 290 000 12 158 13
1967 301 000 1 3 58 5 0
1968 312 000 14 2 7 4 5
1 9 69 311 000 14 6 6 4 0
1970 338 000 15 0 5 0 0
1971 350 000 16212 0
197 2 388 067 16617 ?

En 1969, fue borrado del mapa el equivalente de una ciudad como


Beaune; en 1972, una ciudad como Mazamet. Esto exime de todo
comentario.104 Y las encuestas de opinión efectuadas sobre estos te-

11,4 Si se calculan mil millones de unidades de tráfico (se entiende por unidad/kilómetro de
tráfico el transporte de un viajero o de una tonelada de m ercaderías en un kilómetro), se
obtiene el balance europeo comparado de los accidentes carreteros y ferroviarios.
Carreteras Ferrocarriles

Muertos Heridas Muertai Heridos


84 872 0.17 1,3

He aquí otro indicador: años de vida perdidos por las 5 principales causas de fallecimiento
para personas de 20 a 29 años en los Estados Unidos, en 1955.
Causas de fallecimiento Número de decesos Años de vida perdidos

Todo tipo de accidentes 12 646 63 4 498


Accidentes debidos a vehículos
a motor 8 401 421 460
Tumores malignos 2 765 136 629
Cardiopatías 1 993 98 067
Homicidios 1 883 93 452
Suicidios 1485 73 361
Otras causas 8 761 434 489

Total 2 9 533 1 4 7 0 496

FUENTE: Estados Unidos, Department o f H ealth, Education and W elfare (1958), Accidental Injury Statis-
tics, Washington, Government Printíng O ffice.
156 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

mas no dejan de ser decepcionantes. Un número de Notas y estudios


documentales105 señala que el 45% de los conductores interrogados
subestima estos porcentajes y el 37% los reducen a la mitad (54% de
los conductores jóvenes y el 39% de los mayores). Solamente el 16%
tiene una idea exacta de los mismos, y otro 16% los sobrestima. A la
pregunta: “todo el mundo puede tener un accidente en la carretera;
¿usted qué piensa?: ¿que sólo raramente? ¿alguna vez? ¿con frecuen­
cia?”, el 47% de los conductores respondió “con frecuencia”, el 37%
“a veces”, el 15% “raramente”. El texto informa también de las acti­
tudes fatalistas y mágicas con respecto a los riesgos: el 61% piensa
que es “más bien exacta” la afirmación: “Es muy cierto que hay gen­
tes que están marcadas por el destino y que verdaderamente son
desafortunadas en automóvil”; el 37% la consideró “más bien falsa”;
y 2% no abrió opinión. La actitud fatalista es más frecuente entre los
conductores mayores (70%) que entre los jóvenes (51%). Además, el
48% de los automovilistas llevan un San Cristóbal en su vehículo,
el 20% posee un fetiche o un talismán. El 19% desearía encontrar en el
horóscopo de su diario la indicación de que ese día puede viajar se­
guro en automóvil.
La importancia numérica de los muertos, el descuido de los even­
tuales verdugos/víctimas, resumen bastante bien una situación ané­
mica más que crítica. Además, el costo de esta realidad es por cierto
gravoso: en 1972, siempre hablando de Francia, los gastos de inver­
sión, de mantenimiento, de la policía caminera, etc., llegó a 18 rriil
millones y medio de francos. Los muertos y heridos le cuestan al país
una suma superior (20 mil millones de francos exactamente), y esta
suma es todavía mayor si se contabilizan los gastos anexos (contami­
naciones, horas de trabajo perdido). Unicamente las lágrimas no se
pueden cuantificar. Es cierto que el automóvil, en cambio, le ha re-

1()S “Una de las dificultades que se encuentran en el estudio de los accidentes carreteros
obedece a que, por numerosos que sean, resultan relativamente raros con relación al volumen
considerable de la circulación; lo que, desgraciadamente, tiende a justificar la actitud dema­
siado extendida, y que poco favorece la seguridad, que se expresa a menudo en esta fórmula:
‘Es imposible que me toque a mí.’ El número de kilómetros que recorre en promedio un
conductor antes de sufrir algún daño por accidente es impresionante. Si se examina el compor­
tamiento de los seres humanos en la carretera desde un punto de vista abstracto -p o r ejemplo,
para tratar de determinar qué mecanismo podría reemplazar ventajosamente al conductor-,
uno queda literalmente asombrado. Es así que en los Estados Unidos, en 1959, un conductor
recorría de promedio 600 mil kilómetros, aproximadamente, antes de tener un accidente lo
bastante grave como para acarrearle la muerte o una invalidez duradera. A. razón de cincuenta
kilómetros por hora, esto corresponde a doce mil horas conduciendo. Dado que el tiempo que
pone un accidente en ‘generarse’ es en promedio probablemente inferior a diez segundos, los
conductores aparentemente poseen un destacable poder de concentración.” L. G. Norman, Les
HACER M O R IR 157

portado al Estado, en este año, la suma de 21 290 millones, de los


cuales 17 050 en impuestos percibidos sobre el carburante.
Rendimiento capitalista de un lado, despilfarro sin límite del otro,
bien se puede hablar de la paradoja de la civilización mortífera. Una
sociedad que prefiere los bienes materiales al hombre que los pro­
duce: tal es el mundo occidental de hoy. Pero es también “una socie­
dad partida en pedazos producidos rígidamente”, reflejo “de las
quebraduras de una multitud de individuos en su persona profunda.
El fraccionamiento de la vida que disuelve la identidad, no es otra
cosa que la estructura de la esquizofrenia.”106 Sin necesidad de llegar
tan lejos, por lo menos debemos admitir que esta noción de ruptura
o de quiebra parece esencial. Se ha dicho que todo nacimiento es
separación, desgarramiento: pérdida de la placenta y del cordón,
corte con la madre. Toda la vida inconsciente del hombre está obse­
sionada por la búsqueda de esa falta que el otro, quizás, posee. “¿No
estará subyaciendo en cada encuentro interhumano la ‘pregunta’ re­
cíproca: ‘¿Tienes tú lo que me falta?’ ‘¿Quieres tomar algo de lo más
secreto de mi sustancia?’ ”107 Esta angustia fundamental de frustra­
ción, por lo tanto también de odio vuelto contra sí mismo (culpabili­
dad), instaura miedo y agresividad que no pueden dejar de estallar
periódicamente; de ahí los impulsos destructores contra uno mismo,
pero también contra el otro. La sociedad tradicional por sus deriva­
ciones hacia lo imaginario, por su respeto hacia el hombre (explo­
tado a veces, pero jamás convertido en objeto), por sus mecanismos
de liberación de los impulsos (fiestas, ritmos), mantiene un cierto
equilibrio y los crímenes son allí relativamente poco numerosos, pre­
cisamente porque esta sociedad está centrada en el hombre. Por el
contrario, las civilizaciones occidentales no persiguen tanto lo que
falta del hombre (el corte) como lo que, abstractamente -es decir arti­
ficialmente- le falta a l hombre (objetos, productos). Por eso hay que
explotar al otro, hacerlo producir ¡consumir, reducirlo a condición de mer­
cancía,108 N o hay válvulas de seguridad para los impulsos (la salida

accidents de la route, o m s , Ginebra, 1 9 6 2 , p . 1 1. Por cierto q u e los medios de difusión ( p r e n s a ,


cine, televisión) no han dejado de arrojarse sobre este material privilegiado. Véase J . Potel, op.
cit., 1970, p . 5 5 y ss,
106 M. Meslin, L'homme inverse, Ensayo, La porte ouverte, 1973, p. 15. El autor denuncia a la
vez el fascismo del dinero investido de un valor simbólico virtual, y el fascismo de los que se
consideran señores dotados de una naturaleza'superior. Resulta de ello que para este “hombre
al revés”, la fascinación de la muerte procura más alegría que la vida, más sadismo que amor.
Es así cómo se le encamina “a la muerte del Creador” (p. 170), es decir del hombre.
107 M. Oraison.JLa mort et puis aprés, Fayard, 1967, p. 117.
108 D. Deleuíe, F. Guery han subrayado que el “cuerpo productivo” se ha convertido en un
órgano hipertrofiado, mediador entre el cuerpo biológico y el cuerpo social, de cuyos poderes
158 LA M U ERTE DADA, LA M UERTE VIVID A

del week-end no sustituye a la festividad, el carnaval no crea más que


una falsa agitación). Nadie se asombre si entonces el instinto mortí­
fero toma la delantera: “hacer morir” es por cierto el correlato de
“hacer producir”. “La metafísica dice: muerte. La estadística, que no
es más que su cálculo, dice: mortalidad.” La pregunta que se plantea
“contra la especulación es ésta, ¿qué significa matado (aquí y ahora)?
¿cómo? ¿por qué?”109

El hacer morir resume todos los impulsos mortíferos del hombre:


homicidio, etnocidio, genocidio, guerra. El poder-matar se convierte
pronto en un derecho, y aun en un deber-matar. Como dice el viejo
proverbio, “¡el cadáver del enemigo siempre huele bien!” Poco im­
porta que se explique la guerra por el simbolismo sexual de las ar­
mas, por la bipartición de la imagen del padre, ya sea odiado (el
enemigo), ya amado y venerado (el jefe); o también por la identifica­
ción precoz con el objeto del mal interiorizado -proceso paranoico
defensivo, llamado a veces proceso m aniaco- que crea un senti­
miento particular de omnipotencia.110 Ya sea que la guerra exprese
el instinto de agresión innato o que corresponda a una “modalidad
psicótica originaria en la constitución de la realidad”,111 ello no cam­
bia en nada la realidad de los resultados. “Imaginada individual­
mente, pero consumada colectivamente”, la guerra prueba quizás
una cosa: que el hombre no se gusta, pero que le gusta matar. Y para
justificarse, hace héroes a aquellos que demasiado a menudo mueren
por nada, y enemigos a los que quiere masacrar. Fácil dicotomía,
¡pero quién paga los platos rotos!
¿Qué es el Otro muerto? ¿El diferente, el no semejante, el lejano
(en la realidad o imaginariamente por las necesidades de la causa)?
¿La parte negativa de nosotros mismos, a la que perseguimos des­
piadadamente? (la muerte que se da al otro se une entonces a la
muerte que se da a uno mismo o.suicidio). Es muy difícil pronun­
ciarse sobre esto. Pensamos que el acto de matar es un proceso de
defensa del sujeto que mata, una tentativa de “salvar su propio ob-
y propiedades se apropia. La penetración de las fuerzas productivas por las fuerzas parasitarias
mercantiles, destruye al hombre y a la sociedad (ver: “Le corps productif’, Repéres, 1973, Ia
parte: La individualización del cuerpo productivo). Véase también L. Wolf, fdéologie et produc-
tion, Anthropos 1972.
109 F. Chatelet, La mort. Avantages et inconvenients, texto inédito. “Estar sometido a la agresi­
vidad del otro, es decir sentirse amenazado de ser matado, equivale de alguna manera a ser
eliminado dos veces; por el momento ineluctable de !a muerte y por el otro.” 1S. Gastéis, op. cit.,
1974, pp, 22-34.
110 Teoría bien conocida de Money-Kyrle.
111 R. Menahem, La mort apprivoisée, Edit. Universitaires, 1973, p. 104.

v ....... .... • - - *
HACER MORIR 159

jeto de amor a través de una modalidad paranoica”. Retomando la


argumentación de Fornari, para quien la pérdida de la madre signi­
fica que se alcanza los límites de la nada, R. Menahem escribe con
mucha fineza: “La muerte, la guerra, es para el enemigo que carga
con el recuerdo de todas las pérdidas,112 de todas las angustias. Pero
no se trata solamente de destruirlo porque es el mal, sino de triunfar
sobre la muerte al matarlo.”113 Matar al otro es hacerle morir en
nuestro lugar. Tal es la dura (y absurda) ley de la guerra:114 “¡Es él o
soy yo!” Entonces, más vale que sea él.

112 Particularmente la pérdida de la madre. El otro, que merced al proceso paranoico carga
imaginariamente con la culpa de esta pérdida, se convierte en el objeto a destruir.
1.3 Op. cit., 1973, p. 105.
1.4 Absurda de por sí, la guerra lo es también en otro sentido. De hecho, ella no tiende
únicamente a la destrucción de hombres (infanticidio diferido), sino que también se emparenta
con el derroche, con el sacrificio que G. Bataille definió como “nudo de muerte”, expresión
“del acuerdo íntimo de la muerte y de la vida”. En muchos aspectos, la carrera armamentista
recuerda alpotlatch, en el sentido de que obliga a cada una de las partes participantes a llegar lo
más lejos que pueda (ciclo de prodigalidad) con el fin d e intimidar al otro. Se ha dicho que se
trata “de un juego de muerte por agotamiento económico mutuo” o también de un ‘juego
donde no hay nada que ganar”: para que la partida prosiga, el ganador paga los gastos del
vencido, a riesgo de ser derrotado él, en caso contrario; e l vencedor de una guerra se preocupa
de socorrer al vencido, y a veces lo ayuda a levantarse tan bien, que puede darse el caso de que
el perdedor pase a hacerle la competencia (ejemplo: Estados Unidos y Japón).
V. E L M O RIR : DE LO R E P R E S E N T A D O
A LA R E P R E S E N T A C IÓ N

L o q u e hay quizás de más doloroso en la muerte es el morir, que


reúne al muriente con sus allegados en un drama casi siempre com­
partido, que provoca ciertos comportamientos, fantasías y a veces
construcciones mentales altamente elaborados. Si bien todo el
mundo está destinado a morir, no se muere siempre de la misma
manera; ni se concibe la muerte en todas partes de la misma manera.
Ya sea uno testigo o actor, el drama no se concibe, se representa y se
vive según los mismos modelos.

L a MUERTE DESPLAZADA (LOS DATOS DEMOGRÁFICOS)


f
Todo ocurre hoy como si fa muerte estuviera desplazada en el
tiempo (se muere más viejo, sobre todo las mujeres) y en el espacio
(situación privilegiada de los países ricos).

Los tipos de mortalidad


No es cosa de trazar aquí los cuadros comparativos de la mortalidad
en el mundo según las edades, los sexos, los medios socioprofesiona-
les o las causas de fallecimiento, porque eso nos llevaría demasiado
lejos. De hecho, hay tres tipos principales de mortalidad. Una morta­
lidad endógena, “que corresponde a la manera como se extinguiría un
grupo de seres humanos sustraídos a los azares de la existencia y
librados a sus solas fuerzas biológicas”; una mortalidad de civilización, 1

1 “Cuando se piensa en las enfermedades del hombre de nuestras civilizaciones, creo que sería
deelem ental corrección aceptardistincionesy no m eter en la misma bolsa lasque son consecuencia
de los mecanismos del progreso; por ejemplo el hecho de que, en razón del alargamiento de la vida
humana, surgen los problemas de los sujetos de edad y las afecciones cuya incubación es lenta o
cuya etiología es más lentamente acumulativa.
"Habría que aislar las enfermedades que el mundo moderno no ha creado, pero que sí revela:
por ejem plo, la adaptación difícil de ciertas constituciones genéticas o de ciertas disminuciones
frente a los modos de vida modernas, y separar estos hechos de las consecuencias estrictas de
nuestro modo de vida (las enfermedades profesionales o los accidentes {le auto) o de las conse­
cuencias de hábitos que se encuentran asociados fortuitamente al desarrollo de nuestra civiliza­
ción, pero que no son quizás estructuras constitutivas y podrían ser disociadas perfectamente,
como por ejemplo el consumo de tabaco.” H. Péquignot, “La science change-t-elle la vie?”, en
M aitm er la vie}, Desclée de Brouwer, 1972, p. 31.
160
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 161

debida al hecho de que las diferentes formas de sociedades tienen


mayores o menores medios para luchar contra la muerte, según el
estado de desarrollo de sus ciencias médicas y la importancia de los
recursos que pueden destinar a la salud pública, sin olvidar la exis­
tencia de ciertas costumbres culturales (cuidados del cuerpo, dieté­
tica, consumo de tabaco y alcohol); y por último, una muerte accidental
en el sentido más amplio del término, que “resulta del encuentro del
organismo con un agente deletéreo imprevisto”.2
Los modos de resistencia a la muerte son, por igual razón, diferen­
tes según los casos; evitar el encuentro con el factor deletéreo (hi­
giene, supresión de los vectores portadores de agentes patógenos,
como el mosquito o la rata en el caso de la malaria o de la peste);
hacerlo inofensivo (vacunas que generan la producción de anticuer­
pos); o suprimir los efectos mortíferos (empleo de medicamentos).
Esto supone, por supuesto, que las sociedades consideradas, y tam­
bién la totalidad de sus sectores (o clases) sociales, conocen esos me­
dios, los manejan correctamente y pueden utilizarlos.
Además, particularmente si se trata de la mortalidad de civiliza­
ción, una información sanitaria bien concebida se vuelve un medio
eficaz de lucha contra la muerte, que puede en ciertos casos llegar
hasta exigir una reforma total de los géneros de vida (en el plano
alimentario especialmente, o para evitar accidentes).
No olvidemos tampoco el papel importante que le cabe a la ciru­
gía, ya se trate de remediar desórdenes internos (tumores, cánceres)
o externos (accidentes). Señalemos, además, que existen momentos
de la existencia en que el individuo presenta una fragilidad mayor:
adaptación del feto al medio materno durante la gestación (mortina­
talidad); traumatismos durante el nacimiento (mortalidad infantil en­
dógena); los primeros meses de vida (mortalidad infantil exógena
reforzada en los países “subdesarrollados” por los incidentes a me­
nudo desastrosos del destete, y en todas partes del mundo por el
riesgo de accidentes).
Con el adulto, la mortalidad endógena se conjuga frecuentemente
con la mortalidad de civilización (hábitos de vida, sociedades mortífe­
ras). Por último, entre los viejos, el olvido por parte del organismo
de las posibilidades inscritas en el patrimonio genético y la carencia
de mecanismo que puedan paliarlo, hacen que la mortalidad endó­
gena se convierta en el factor más importante (senescencia), pero no
el único (fragilidad acrecentada ante los agentes deletéreos, inciden-

1 Véase J . Bourgeois-Pichat, “Essai sur la mortalité biologique de I horarae", en Population, 3,


julio-septiembre de 1952; “Pour une éthique de l’an 2000”, en La Frunce contemporaine, Les
doctrines, Les idees, l.es faits, 4 tomos, Monaco, 1967.
62 LA M U ERTE DADA, LA M UERTE VIVID A

:ias con frecuencia graves de la muerte social). Es así que en la lla­


nada cuarta edad (70-75 años) se encuentra una tasa de mortalidad
que se asemeja a la que sigue a la concepción.3
La dificultad para el demógrafo reside a menudo en la detección
orecisa de la mortalidad endógena y de la mortalidad exógena, pues
imbas se entrelazan mutuamente. Si un niño muere de una malfor­
mación congénita, se piensa en la muerte endógena; pero si la mal­
formación se debe a que la madre tuvo rubéola durante el emba­
razo, entonces la causa ha sido un agente patógeno. Una gripe es
suficiente para ocasionarle la muerte a un anciano (agente exógeno);
[pero no se debe en realidad a que el organismo desgastado ha perdido
toda capacidad de reacción, aumentando así su vulnerabilidad (agente
endógeno)?
A nivel profesional, los efectos de la selección y los efectos ligados
el ejercicio de la profesión llegan a oponerse: tal actividad es más
mortífera que tal otra, es cierto; pero no es un sujeto cualquiera (ap­
titudes físicas, intelectuales, presiones sociales) quien ha elegido esa
actividad en vez de otra cualquiera.
Del mismo modo, la separación entre lo económico y lo cultural no
parece siempre muy fácil, pues las costumbres pueden ligarse muy
estrechamente al nivel de vida. La esperanza de vida es sensible­
mente la misma en la URSS y en los Estados Unidos, a pesar de que
el poder adquisitivo está en la relación de 1 a 4 para los dos países.
¿Por qué la mortalidad infantil es más elevada en Nueva York que en
Hong Kong? ¿Por qué, comparativamente, la mortalidad en los Es­
tados Unidos es del 80% para los profesores, la de los hombres de
letras es del 78%, la de los jueces y hombres de leyes el 71%, la de los
cirujanos el 65%, mientras que cae a 37% entre los ingenieros y a
32% en los hombres de ciencia? La multiplicidad de factores que in­
tervienen, hace muy aleatoria la percepción de las causas exactas y
no permite aventurar ninguna hipótesis.

E l mundo demográfico de hoy

Son varios los rasgos demográficos que distinguen al mundo de hoy.


Con una óptica simplificadora, se los podría reducir a cinco rubros
-principales: 1) la baja de la tasa de mortalidad; 2) su desplazamiento
3 La mortalidad de los primeros hombres, en la medida en que la prehistoria y la arqueología
puedan conocerla, habría tenido tTes momentos de máxima: el nacimiento, hacia los 8-9 años y
alrededor de los 20-25 años (lo que se reconoce por la no sutura de los huesos craneanos; ¡pero a
los' 25 ya se era viejo!).
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESEN TACIÓN 163

cualitativo; 3) el aumento de la esperanza de vida; 4) el manteni­


miento de la desigualdad ante la muerte; 5) por último, el envejeci­
miento de la población, notoriamente en los países calificados de de­
sarrollados.4
Sin duda, y a pesar de las esperanzas que algunos ponen en la
criogenización, el hombre sigue siendo mortal. Pero el pasaje de los
hombres por la tierra tiende a ser cada vez más parecido para todos
en cuanto a su duración desde que nacen, al tiempo que las formas
de organización social se rigen (o son afectadas) particularmente por
la nueva marcha del cortejo de vivientes.
La baja de la tasa de mortalidad, particularmente en los países en vías
de desarrollo, fue espectacular en el transcurso de las últimas déca­
das: pasó en promedio de 28 por mil en 1921 a 8.9 por mil en 1961. En
Costa Rica, por ejemplo, del 23 por mil en 1920, cayó al 7 por mil en
1962, y a México la bastaron tan sólo 50 años para que bajara de 40 a 10
por mil. La desaparición —relativa- de las “tres Parcas” de las que habla
A. Sauvy es incontestablemente el hecho mayor. Merece que nos de­
tengamos un poco en él.
Las grandes hambrunas desaparecieron desde finales del siglo
xvm en Europa; pero a pesar de la rapidez de los socorros, tienen
todavía paroxismos en algunos países: India, África.5 Las epidemias,
en cambio,6 parecen haber sido dominadas gracias a la generaliza­
ción de las vacunas: los empujes anuales de gripe, por ejemplo, ace­
leran la mortalidad sólo en una o dos décimas de punto. Recorde­
mos sin embargo los rebrotes recientes de fiebre amarilla y de cólera,
que pusieron en alerta al mundo entero (contaminación por los
transportes aéreos). Los conflictos armados, aunque sean más raros
(digamos más bien que se han desplazado en el espacio), y sobre todo
más cortos (es mucha la distancia que va de la guerra de los 100 años
a la de los 6 días), son sin embargo más exterminadores. De todos
modos, tengamos en cuenta que la capacidad de recuperación ha

4 Trabajos de A. Girard y R. Pressat, que seguiremos d e cerca.


s En ía actualidad, 450 millones de hombres (sobre todo en Europa y América del Norte) se
alimentan bien; 650 millones (especialmente la URSS) com en satisfactoriamente; 2 400 millones
están subalimentados y entre ellos 1 000 millones no están nunca muy lejos del hambre. Desde
1945, mientras los habitantes de los países ricos aumentaron su ración de proteínas de 36 a 44 g,
ésta bajó de 11 a 8 g para la mayor parte del mundo.
6 La peste negra de 1348 fue una hecatombe mucho más cruel todavía -manteniendo las
debidas proporciones- que las masacres de 1939-1945 (guerra y genocidio de los judíos). La
población francesa osciló siempre, entre 1300 y 1720, alrededor de un niveí máximo que se puede
estimaren 17*19 millones de habitantes,con crecimiento nulo. El bandolerismo y la criminalidad
desempeñaban un papel no desdeñable. De ahí que a veces se produjeran caídas de la población
impresionantes: en la época de Juana de Arco, Francia no tenía más de 10 millones de habitantes.
164 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

aumentado considerablemente: el (tifirit ocasionado por la última


guerra en Europa quedó prácticamente cubierto cinco años después.
En cuanto a la mortalidad provocada por ciertos hábitos de vida,
evidentemente ha aumentado: el alcoholismo, los excesos en el co­
mer (se ha dicho que los franceses cavan su tumba con los dientes,
mientras que millones de otros seres están amenazados por el ham­
bre); las enfermedades de la civilización (¿cáncer?, trombosis corona­
ria); los accidentes de trabajo o de circulación; la criminalidad;7 la
contaminación (sobre todo en el Japón), son causas principales de esa
mortalidad, pero no alcanzan para frenar de manera sensible el cre­
cimiento global de la población mundial. Si en los países desarrolla­
dos la baja de la tasa de mortalidad va acompañada de una disminu­
ción program ada8 de la natalidad, no ocurre lo mismo en los países
menos ricos: México, por ejemplo, presenta una natalidad que se si­
túa alrededor del 50 por mil. Las naciones del Tercer Mundo experi­
mentan actualmente un crecimiento de 2' a 3%, que implica una du­
plicación de su población en 20-30.® De ello resulta una demografía
galopante para la humanidad^: los 3 mil millones y medio de hoy, se
convertirán en 6 a 7 en el ano 2000 si se mantiene el ritmo actual.
Quizás la angustia ante la muerte será sustituida por la angustia ante
la vida (agotamiento de recursos, amenazas de una guerra Este-Oeste
de la que antes hablamos). Se adivina qué mutación profunda habrá

7 Se Vía dicho que la población corsa en el siglo xvn estaba estabilizada por el asesinato, con una
tasa de muertes por homicidio de 0.7% anual. Pero algunos barrios de Nueva York alcanzan en
nuestros días el 0.27%.
8 El control de los nacimientos, las prácticas abortivas, son medios bien conocidos paraasegurar
la estabilidad demográfica. Citemos también, para la China actual, la acción gubernamental:
casamientos tardíos, imposibilidad para los estudiantes de casarse mientras estén en la universi­
dad, y prohibición a los miembros del partido de tener más de dos niños (al tercero reciben
condolencias, y al cuarto se los excluye).
La superpoblación amenaza con volver irrisorios todos los demás problemas en el transcurso de
una generación. En efecto, “los biólogos saben, por haberlo comprobado mediante el estudio de
innumerables especies animales, en condiciones naturales o experimentales, que la proliferación
excesiva provoca siempre la ruina de una población, debido al juego de factores estrictamente
biológicos. En esto el hombre no se diferencia fundamentalmente de los animales. Los factores
sociológicos y económicos llegarán a provocar una regresión brutal y cruel de nuestras poblacio­
nes. Pero ellos tendrán un innegable aspecto biológico, como todos los frenos a la expansión
geométrica de una población animal.” J . Dorat, “La science change-t-elle la vie?”, enM aitriser la
viet, Desciée de Brouwer, 1972, p. 12.
u Se puede hablar también de un primer desplazamiento demográfico. A pesar de su crecimiento,
el Viejo Mundo ha dejado de ser el más poblado. Son Asia, luego América Latina y por último
África los que se benefician, si se puede decir así, de la carga de los humanos: de cada 100 niños
que nacen en el planeta, 85 lo hacen en el T ercer Mundo. Al final del siglo, si el ritmo actual se
mantiene, el T ercer Mundo concentrará al 75% de los seres humanos. De entre 120 países del
inundo, 00 deben repartirse un décimo de los recursos mundiales.
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 165

que efectuar en las mentalidades para ajustar las estructuras socio­


económicas a este nuevo estado de cosas demográfico, que en ciertos
países del Tercer Mundo corre el riesgo de hacerse explosivo si no se
detienen los mecanismos internacionales generadores del desarrollo
(países dominantes) y del subdesarrollo (países dominados), a saber
la dominación y la explotación (imperialismo, capitalismo periférico).
Por lo demás, ¿podrá la humanidad alimentar a todos sus hijos
(sobre todo si los países ricos siguen con su política de derroche)?
¿Podrá enterrar dignamente a todos sus muertos? ¿No se corre el
riesgo, si hay inflación de vivientes, de desvalorizar lo que ha sido el
precio de la vida? El peligro no es sólo cuantitativo, sino también
cualitativo.10 África, por ejemplo, sigue subpoblado (densidad 10,
densidad mundial 24), mal poblado (polarización excesiva en las cos­
tas, en las ciudades, en los oasis y en los valles fluviales), y tiende a la
inflación demográfica (crece 2.6%; duplicación prevista en 30 años,
cuadruplicación en 50 años); mientras el “costo demográfico” hace
difícil la política de inversiones y ensancha peligrosamente la fosa
entre los países ricos -que consumen ellos solos los 2/3 de las riquezas
mundiales, aunque sólo constituyen 1/4 de la humanidad- y los paí­
ses pobres.
Segunda característica del mundo de hoy: la muerte se ha desplazado,

10 “La persistencia de la tasa de crecimiento actual —que es delorden del 2% anual- nos llevaría a
partir del año 2050 -es decir que falta menos de un siglo- a una población mundial de 30 mil
millones, diez veces superior a la de 1960. Si se mantiene este mismo impulso, faltarían menos de
cuatro siglos para que el conjunto de las tierras del planeta estuvieran pobladas con una densidad
doble de la que se puede observar hoy en Manhattan, el barrio más poblado de Nueva York.. ¿Pero
por qué detener esta progresión en el 2400? T re s siglos más, y la población, mundial, si sigue
creciendo al ritmo actual, habrá tenido que utilizar y consumir toda la materia de nuestro globo
para poder subsistir: en el sentido estricto del término, el fin del mundo -de nuestro m undo-
ocurriría entonces hacia el ano 2700. Pero si seguimos sacando las consecuencias lógicas del actual
crecimiento, bastarían ocho siglos más para obtener —hacia el 3500—una población mundial cuya
masa sería igual a la de todo nuestro planeta (por más que éste ya estaría consumido); debemos
suponer que durante ese intervalo, el ingenio de nuestra especie le habrá permitido colonizar
muchos otros planetas y ejercitar su apetito sobre ellos. Y así sucesivamente el ineluctable creci­
miento imaginario de la población podría seguir comiéndose un sistema solar tras otro y abar­
cando barrios enteros de la galaxia. Y luego . . . Las tasas de crecimiento actuales de población
mundial constituyen un momento, una particularidad de nuestra historia. No pueden perdurar
por mucho tiempo sin conducirnos a alguna imposibilidad, a alguna catástrofe. Pero, contraria­
mente a M althus, nos queda todavía el derecho a pensar que la catástrofe en sí misma no tiene nada
de inexorable y que una sorda sabiduría opera en la población humana y la lleva a adecuar grosso
modo su crecimiento a los recursos disponibles. Al menos hay políticas posibles que, conducidas
atinadamente, permiten favorecer este ajuste, y realizar sin demasiado retraso el necesario cambio
de régimen demográfico. Y sin duda este cambio es uno de los más grandiososque los hombres se
hayan asignado nunca: iniciar la evolución que en algunas décadas nos permita estabilizar la
población mundial.” J. M. Potirsin, Isi population mondiale, Seuil, 1971, pp. 126, 127.
166 LA MUERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

pues la dispersión de la edad de los que mueren se ha hecho menor.


Como lo señala A. Girard,11 “hace cien años en Francia, el 20% de los
muertos eran sujetos que no alcanzaban a un año de edad, el 12%
correspondía al periodo de 1-15 años. En nuestros días, estas propor­
ciones son respectivamente 1 a 1/2%. De igual modo, si tomamos en
consideración el otro extremo de la vida, hace un siglo el 25% de los
fallecidos habían vivido sólo 65 años; hoy, 6 sobre 10 han sobrepa­
sado los 70 años y el tercio tienen más de 80, mientras que en el
mismo tiempo la edad promedio de muertes pasó de 36 a 68 años”.
En el siglo xvm , el 25% de los niños nacidos no llegaban al año de
edad, el 40% a los 5 años, el 50% no conocían su año vigésimo. “Ac­
tualmente, más de la mitad de los hombres sobreviven hasta los 70
años y un cuarto hasta los 80; más de la mitad de las mujeres hasta
75 años y un cuarto hasta los 80 años.” A todas las edades, la proba­
bilidad de morir entre determinada edad y la siguiente, es más ele­
vada para los hombres que para las mujeres: cuanto más se asciende
en la pirámide de las edades, el número de viudas sobrepasa en ma­
yor medida el de viudos, a pesar de que nacen cada vez más varones
que niñas.
- L a esperanza de vida también ha aumentado globalmente, y pasó,
por ejemplo en Francia,12 de 34 años hacia 1800 a 68 en 1860, si bien la
11 A. Girard, L a baisse de la mortalité et ses coméquences, inédito.
12 En Francia, entre 1958 y 1968, la esperanza de vida al nacer creció ocho meses para los
hombres (de 67 años 6 meses a 68 años 2 meses) y un año siete meses para las mujeres (de 74 años a
75 años 7 meses), según A. Girard.
En la medida en que pueda prestársele algún crédito a cálculos que abarcan periodos muy
alejados en el tiempo, los datos que nos aportan Dublin, Lotka y Spiegelman (Length o f Life)
muestran los progresos cumplidos por la hum anidad a través de los siglos:
Periodo Lugar Autor del Promedio
cálculo (años)
Comienzo de la edad
de hierro y de la
edad de bronce Grecia Ángel 18
Comienzo d e la era
cristiana Roma Pearson 22
Edad Media Inglaterra Russell 33
1687-1691 Breslau Haíley 33.5
Antes 1789 Massachusetts
y New H am pshire Wigglesworth 35.5
1838-1854 Inglaterra y
Gales Farr 40.9
1900-1902 Estados Unidos Glover 49.2
1946 Estados Unidos Grevilie 66.7
Agreguemos uno de los
últimos y m ejores resultados
registrados:
1961-1965 Suecia 73,6
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 167

vida máxima tropieza con un límite no franqueable (110 años): esto


es, aunque los hombres viven más en promedio, la longevidad hu­
mana no ha aumentado por eso. Así, la elevación de la esperanza de
vida depende ante todo dei retroceso muy nítido de la mortalidad en
las edades jóvenes: a los 50 años y desde el siglo xix, la ganancia es
de 5 años para los hombres y 10 para las mujeres; a los 60, es sólo de
3 a 6 años respectivamente; a los 70, alcanza apenas a ser de 1 a 3
años; y a los 80 es nulo; de alguna manera nos topamos con los
límites extremos de la vida:

E sp eran za d e vida en F ra n cia , a d iferen te s ed ad es, d esd e el Im p erio

Hombres Mujeres
años años
50 60 70 80 50 60 70 80

1 8 0 5 -1 8 0 7 18.1 13.0 9 .0 6.7 18.9 1 3 .3 9 .2 6.8

1 8 6 0 -1 8 6 2 2 0 .0 13.8 8 .7 5.2 2 0 .8 ' 1 4 .4 9 .5 6 .6

1 9 3 5 -1 9 3 7 20.1 13.8 8 .7 5.7 2 3 .3 16 .2 10.1 6 .3

1 9 6 0 -1 9 6 4 23 .1 15.8 9 .9 5.4 2 8 .3 1 9 .8 1 2 .3 6.5

F u en te: A Girard, op. cit.

Este cuadro muestra claramente que la esperanza de vida, aunque


superior hoy a la de ayer, no deja sin embargo de disminuir a me­
dida que se avanza en edad. Las diferencias correspondientes a las
edades y a los sexos se manifiestan también en el siguiente cuadro

So brevivien tes a las ed ad es in d icad as, en F ran cia,


po r c a d a 10 0 0 0 nacid os vivos

Siglo
XVIII
sexos 1898-1903 1960-1964
reunidos Hombres Mujeres Hombres Mujeres

N acim ientos 10 000 10 000 10 000 10 00 0 10 0 0 0


1 año 7 67 5 8 367 8 635 9 757 9815
5 años 5 831 7 799 8 050 9 71 0 9 775
10 años 5 510 7 594 7 862 9 688 9 760
2 0 añ os 5 02 2 7 249 7 525 9 620 9 723
168 LA M U ERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

:(continuación)
30 años 4 382 6 765 7 007 9 469 9 652
40 años 3 694 6 164 6 458 9 234 9 525
50 años 2 971 5 382 5 839 8 738 9 251
60 años 2 136 4 320 4 944 7 579 8 676
70 años 1 177 2 747 3 40 5 5 462 7 39 4
80 años 347 877 1 27 9 2 502 4 523
85 años I 19 304 503 1 165 2 579

Fi f.n t k : A. Girard, op. cit.

No hay que dejar de anotar -y volveremos sobre el tem a- un


cuarto punto: la desigualdad ante la muerte.™ Si nos situamos única­
mente en el plano de la morbilidad y de la mortalidad, podemos
señalar diferentes aspectos sobre el particular. Antes que nada deben
tomarse en cuenta las causas del fallecimiento: sabemos, por ejem­
plo, que los accidentes de trabajo afectan sobre todo a los obreros
poco calificados y peones, especialmente a los de la construcción; que
las escaseces y carencias debirfas a la subnutrición y la mal nutrición
afectan sobre todo a los países del Tercer Mundo. En todo caso, pa­
rece que la influencia social es más marcada para la mortalidad exó-
gena, cualquiera que sea la edad, que para la mortalidad endógena (mal­
formación, debilidad congénita, senescencia). Nadie ignora que la
mortalidad infantil es mayor en el campo que en la ciudad -la dife­
rencia aumenta si pasamos de las ciudades occidentales a las de
A frica-,14 así como en las capas sociales menos favorecidas que en las
clases privilegiadas. Pero también allí los factores sociales desempe­
ñan un papel mayor para la mortalidad exógena que para la endó­
gena, como nos lo indica el cuadro que sigue:

M ortalidad infantil en F ran cia (1 9 5 9 -1 9 6 0 ) y m ortalidad adulta

Mortalidad infantil Mortalidad adulta

Categoría Valor
socioprofesional (%) Clasificación Clasificación

C u adros superiores 16.1


Profesiones liberales 16.6 1 2

13 Al parecer, la expresión fue utilizada por primera vez, por L. Hersch, L ’inégalitédevant la mort
d'ajrr'es les slalutiques de la ville ile París, París, 1920. Véase CREDOC, l¿s inégalüés en France, París,
1974.
14 En el Senegal, un niño de cada dos no alcanza la edad de 5 años. En Dakar, la esperanza de
vida es de 60 años, contra 38 en la selva.
DE LO REPRESENTA DO A LA REPRESEN TA CIÓ N 169

(continuación)

C uadros m edios 18.1 2 3


M aestros 1 8 .5 3 1
O breros calificados
y capataces 2 5 .4 4 5
Agricultores independientes 2 7 .5 5 4
O breros especializados 2 9 .4 6 6
Asalariados agrícolas 3 1 .7 7 7
O breros no calificados 4 0 .5 8 8

F ije n t e : R. Pressat, Demografía Social, p u f, p. 5 4 .

Ya habíamos comprobado la desigualdad según las edades y los


sexos15 que parece ser ante todo, mutatis mutandis, propiedades espe­
cíficas de la especie humana (sin descuidar tampoco la influencia de
los factores culturales y sociales). Señalemos ahora la desigualdad, en
este caso casi únicamente sociocultural y socioeconómica, que separa
a los países subdesarrollados -m ayor mortalidad, sobre todo infantil,
esperanza de vida limitada- de los países industrializados16 aunque
estos últimos no están situados todos al mismo nivel, por más que su
evolución sea en el mismo sentido:
Esperanza de vida al nacer, en tres países desde 1800, ambos sexos.

Suecia Reino Unido Francia

Hacia 1800 35.0 34.0 34.0


1840 40.0 39.0 39.0
1860 40.5 40.0 42.0
1880 47.0 42.0 42.8
1900 52.7 46.3 46.7
1920 60.0 55.6 52.5
1940 65.7 62.0 59.0
1950 70.0 66.5 63.6
1960 71.6 69.0 68.0

F uente: Sauvy, Les limites de la vie kumaine, París, 1961.

15 En ios Estados Unidos, la diferencia es de 8 años, puesto que la esperanza de vida es de 66


años 6 meses para los hombres y de 74 años 1 mes para las mujeres. En el Canadá, los hombres
pueden esperar a vivir 69 años y 1 mes y las mujeres 75,7; en el Jap ó n , 63,8 y 66,1 respectivamente;
en Bélgica67,6 y 73,9; en Alemania Federal, 67,7y 7 3 ,9 ;en Italia, 6 8 ,4 y 74; en Luxemburgo, 68,7
y 74,9; en Suiza; 70,3 y 7 5 ,9; en Grecia, 70,7 y 74,4.
16 La mayor parte de los países de África y de Asia presentan todavía una esperanza de vida
inferior a los 40 años. En la India es de 41 años 9 meses para los hombres y de 40 año.s 6 meses para
las mujeres (condiciones difíciles de la maternidad). En camÜio, las suecas pueden esperar a vivir
71 años 8 meses y las noruegas 76 años 9 meses. De cada mil niños que nacen al sur del Ecuador,
mueren entre 50 y 150 antes de un año, según los lugares.
I

170 LA M U ERTE DADA, LA M U E R T E VIVIDA

Otra forma de desigualdad - a la que ya hicimos alusión- se refiere


a las categorías socioprofesionales, y por lo tanto, como consecuen­
cia, a las clases sociales. Los hechos que ponen de manifiesto el si­
guiente cuadro son suficientemente reveladores.

M ortalidad en F ra n cia en tre 1955 y 1 9 6 9 . Sobrevivientes a los 7 0 años


p o r ca d a 1 0 0 0 hom bres a los 3 5 años

I. M aestros d e en señ an za pública 732


Profesiones liberales y cu ad ro s su periores 719
II. C lero católico 692
T écn ico s (s e c to r privado) 700
C u ad ros m ed ios (secto r público) 664
III. C u ad ros m ed ios (secto r privado) 661
C apataces y o b re ro s calificados (público) 653
Cultivadores ind epen dientes 653
E m pleados d e oficina (sector público) 633
Patrones de in d u stria y com ercio 631
Em pleados d e oficin a (sector privado) 623
IV . O b reros especializados (sector público) 590
C apataces y o b re ro s calificados (privado) 58 5
O b reros especializados (privado) 576
A salariados ag ríco las 565
V . O b rero s no especializados 498
C onju nto: 586

iv F u e n t e : G. Calot y M. Febvey, La mortalité différeniielle suivant le milieu social, Études et con-


J. jonctures, 11, 1965.

}; A los 60 años, se advierten cuatro grupos en la distribución de esta


í “jerarquía” de las mortalidades:

El p rim ero, d e m a y o r longevidad, co m p ren d e a los m aestros, el clero católico, tan


cu riosam en te p ró xim o s, las profesiones liberales y cu ad ro s superiores, así co m o
i los técnicos, todos los cuales tienen de 1 8 ,6 años a 17,4 de esperanza de vida. En
■ el segundo g ru p o , se en cu en tran a los cu a d ro s m edios de los sectores público y
privado, los o b re ro s calificados (público), los em p lead o s de oficina (privad o), los
; com erciantes y artesa n o s, que tienen en tre 17,2 y 1 6 ,9 años de esperanza de vida.
i El te rce r g ru p o fig u ra n los em pleados de o ficina (público), los capataces, los agri-
^ cultores y los o b re ro s especializados (público), c u y a esperanza de vida a los 6 0
j¡ años está co m p ren d id a e n tre 16,4 años y 1 5 ,9 . E l últim o g ru p o , n etam ente sep á­
is rad o de los d em ás, p uesto que su esp eran za d e vid a desciende p or debajo de 15
¡. años, incluye a los o b rero s calificados y especializados (privado), a los asalariados
agrícolas y a los o b rero s no especializados. Se ad v ertirá que la diferencia de espe-
í ran za d e vida a los 6 0 años en tre los más y los m en o s favorecidos es de 3 ,9 añ o s; a
V'
1;
i
Í-
r
t _.
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 171

título co m p arativ o, record em o s que era d e 3 ,8 añ o s para el periodo 5 5 -6 5 e n tre


franceses de los d os se x o s.1’

Así, un maestro de 35 años tiene 73 posibilidades sobre 100 de


alcanzar 70 años, mientras que un obrero común no tiene más que
50.0 también: un obrero común de 35 años tiene la misma mortali­
dad que un maestro de 47 años, mientras que un maestro de 70 años
tiene ia misma mortalidad que un obrero común de 62. Se puede
presentar la cuestión de otro modo, insistiendo esta vez sobre la es­
peranza de vida a los 35 años, después a los 60, y volviendo a tomar
el número de supervivientes a los 75 años para 1 000 sujetos de 35.
Lo vemos en el siguiente cuadro:

Esperanza ¡fe vida Supervivientes


cl los 75 años
Categorías a los 35 a los 60 por mil vivientes
socioprofesionales años años a los 35 años

M aestros (público) 4 0 .8 1 8 .6 57 2
Profesiones liberales
Cuadros su p erio res . 4 0 .3 18.1 555
Clero católico 3 9 .2 17.4 518
C uadros m edios (público) 38 .9 17.0 507
Técnicos (privad o) 3 9 .2 17.8 517
Cuadros m edios (privad o) 3 8 .4 17.2 490
O breros calificados (público) 3 8 .2 17.0 481
C apataces (p riv ad o ) 3 7 .6 16.3 459
A gricultores 3 7 .2 16.0 443
Em pleados d e o ficin a (privado) 3 7 .7 > 17.0 ' 465
C om erciantes, artesan os 3 7 .6 * 16.9 464
Em pleados d e o ficin a (público) 3 7 .3 16.4 450
O breros especializados (público) 3 6 .3 15.9 417
O breros calificados (privado) 3 5 .2 14.9 374
O breros especializados (privado) 34 .9 15.0 368
Asalariados ag ríco las 34 .9 14.9 366
O breros no especializados 33 .5 14.7 3 31
Conjunto d e la población masculina 3 6 .0 15.9 407

F u e n t e : G . D espian ques, A 35 ans ¿es institutuerurs onl encore 41 am avivre, íes manaeuvres 3 4 ans
seulemeni, Éco. et Statist., 49, 1973.

La variable socioeconómica aparece por lo tanto con nitidez como


factor de mortalidad diferencial: el cociente de mortalidad a los 35 años,
por ejemplo, varía de 1/1 000 a 3,5/1 0 0 0 si pasamos de los cuadros
superiores y profesiones liberales a los obreros no especializados. El
17 P. Logone, “L ’Inegalité devant la m ort”, Popvlation et sociéle's, 64, diciembre de 1973.
172 LA M U E R T E DADA, LA MUERTE V IV ID A

factor “causas de muerte” merece igualmente tomarse en considera­


ción. De hecho, entre 45 y 54 años, más de un fallecimiento de cada
siete proviene del alcoholismo entre los obreros no especializados
(quienes, junto con los obreros agrícolas, poseen el record en las tasas
de suicidio), por uno sobre dieciséis entre los maestros (cuya morta­
lidad es tres veces menor). En cambio, la lesión vascular cerebral
provoca un fallecimiento sobre trece entre los maestros, contra uno
sobre veintiuno entre los obreros no especializados. En cuanto a la
cirrosis de hígado, se la encuentra siete veces más entre los obreros
no especializados que entre los especializados.18 De igual modo, si
tomamos en consideración la ciudad de París, los muertos por tubercu­
losis y por alcoholismo fueron, en 1960 y 1964, de 0.1 por mil en el xvi
distrito, burgués, contra 0.3 y 0.5 por mil en el xvm, respectivamente,
calificado de proletario.19
Merece subrayarse que la morbilidad y la mortalidad afectan más a
los que pertenecen al sector privado que a los que operan en el sec­
tor público (condiciones difíciles de reclutamiento, mejores diagnós­
ticos en el transcurso de la carrera). El cuadro que sigue resulta tam­
bién muy significativo: '

18 Se ha señalado que “el conjunto de las causas de fallecimiento en relación con el alcoholismo,
representa entre un tercio y un cuarto de las muertes para los cadros medios, técnicos, empleados
de oficina, pero que alcanzan o sobrepasan la mitad entre los asalariados agrícolas y los obreros no
especializados”. G. Caloty M. Febvay,“J_a mortalité differentielle suivant le milieu social”,Eludes et
Conjoncture, núm. 11, noviembre de 1965. En cuanto a las enfermedades de la “civilización” (tumores
malignos, sobre todo lesiones vasculares cerebrales, afecciones coronarias, trombosis), ignorados a
raros en África, golpean sin gran diferencia a todas las categorías profesionales, con un aumento
no desdeñable en los cuadros superiores (enfermedades de los PDG).
19 Esta desigualdad según los distritos parisienses ricos y pobres no datan de hoy:

Tasas de mortalidad
corregidas
t m l 0 0 0 hab. Porcentaje
-------------------------------- 1 de
1817 1850 descenso

Distritos
Acomodados (1ro., 2do.
3ro. y 4o.) 24.9 18.2 27%
Medios (5to., 6to., 7mo.,
10 y 11) 27.3 25.1 8
Pobres (8vo., 9no., y 12) 36,5 33.7 8

F l i-.\ l K: E. Vedrenne-Villeneuve, “L ’inégalité sociale devant la mort dans la p rem íete m oitiédu XIX siecle”,
"Population”, 1961-64.
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Cocientes de mortalidad

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z
174 LA M UERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

Sin embargo, la diferencia de ingresos no es el único factor res­


ponsable de esta mortalidad diferencial: “ni los maestros, ni los inte­
grantes del clero son privilegiados de la fortuna; los agricultores in­
dependientes, los comerciantes y artesanos tienen a los 60 años una
esperanza de vida (16 años y 16,9 respectivamente) inferior a la de
los obreros calificados, mientras que su nivel medio de ingresos es
superior. Los factores más ‘culturales’ pesan fuertemente sobre el
diferencial: el grado de información, la aptitud para la prevención,
variables según los medios (en los Estados Unidos se ha hecho notar
el papel importante del nivel de estudios). Los estragos del alcoho­
lismo, no sólo directos, sino por la mortalidad inducida que provocan
el alcoholismo y la alcoholización exagerada, desempeñan en esto un
papel importante. Pero es preciso indicar también que el alcoholismo
es frecuentemente una escapatoria para una vida sin horizontes y sin
esperanzas”.20
Además, señalar que las diferencias tienden a disminuir, lo que és
exacto, que el abanico de su dispersión se contrae, no impide que las
desigualdades sigan siendo muy sensibles y escandalosas. El cuadro
que sigue se refiere a la mortalidad infantil (hijos legítimos) en Fran­
cia, para las generaciones 1950-1951 y 1959-1960, según la categoría
socioprofesional del padre (tasa por mil no depurada de los nacidos
muertos).
Disminu-
1950-1951 1959-1960 ción en %

In d ustriales, cu ad ro s superiores,
p rofesionales intelectuales 23.1 13.0 44
P rofesiones liberales 19.1 13.3 30
C u ad ros m ed ios y técnicos 2 5 .7 14.3 44
M aestros 2 6 .3 14.5 45
C u adros m ed ios administrativos,
em p leados 3 0 .0 17.9 40
A rtesanos y com erciantes 3 5 .2 19.0 46
C u ltivad ores (independientes
y asalariados) 4 4 .9 25 .5 43
O breros 4 8 .7 2 4 .9 49
no especializados 6 1 .7 3 5 .2 43
m ineros 8 0 .4 3 4 .7 57
C onjunto 43.1 2 2 .4 48

Fuen i e. M. C rose, La mortalité infantil en Frailee selon lemilieu social, Congreso internacional de la
población, Ottawa, 21-26 de agosto de 1963, Lieja, 1964, pp. 263-286.

20 P. Longone, op. cit., 1973, p. 3.

■W 'W" . .
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 175

Incontestablemente, el ritmo de disminución en el intervalo de es­


tos diez años es sensiblemente el mismo para todos los grupos, entre
40 y 49%, salvo para las profesiones liberales, 30%, que tenían en el
comienzo las tasas más bajas, y para los mineros, 57%, que tenían las
tasas más elevadas. La tendencia general a la disminución va acom­
pañada de un acortamiento de las diferencias entre los extremos, que
pasan de 1 a 4 a menos de 1 a 3. Pero, ¿quién se atrevería a afirmar
que hay igualdad?
Por cierto que no hay que poner en el mismo plano las desigual­
dades “naturales” -las de las edades y el sexo, aunque a este nivel el
papel de las condiciones de vida no sea desdeñable—21 y las que sur­
gen de las diferencias socioeconómicas (países ricos dominantes/paí­
ses pobres dominados; clases ricas dominantes/clases pobres domi­
nadas). A este respecto, el caso de los trabajadores extranjeros pro­
voca indignación: ellos constituyen enclaves de pobreza moral física y
material, motivo de vergüenza para las sociedades ricas que los ex­
plotan. Es lícito entonces sacar esta conclusión: “estamos muy lejos
de que haya desaparecido la mortalidad social, fenómeno que surgió
en los albores de la industrialización”.22
El último rasgo de la sociedad de hoy es su envejecimiento demográ­
fico, que sería el precio del progreso, según decíamos. De hecho, ha
cambiado la proporción de las generaciones sucesivas que viven en el
mismo momento: “la de los jóvenes ha disminuido, la de los viejos ha
aumentado, en un movimiento de báscula alrededor de la propor­
ción de adultos, que ha quedado mucho rpás estable”.23 Hay que
21 La sobremortalidad de los hombres es un rasgo propio de las sociedades industriales: la
m ujer vive en ellas de 6 a 7 años más que el hombre, aun cuando se admite, como componente
biológico, sólo una ventaja femenina de 2 años. En Francia, la relación hombre/mujer es práctica­
mente de 1/1 a ios 65 años.
1 055 160 hombres
de 65 a 69 años
1311 360 mujeres
Pasa a ser de 1/3 después de los 85 años:
128 340 hombres
de 84 a 94 años
336 800 mujeres
Y sobrepasa la relación de 1/3 a los 95 años y más:
4 260 hombres
14 880 mujeres
22 R. Pressat, op. cit., p. 55.
A. Girard. En Francia, hacia 1789, había un 6% de sexagenarios; hoy hay un 18%, y pronto se
llegará al 20%. En 1975, nuestro país contará con 25 personas de edad por cada 100 adultos, si la
edad que se toma como marca es de 65 años, y 38 si es de 60 años. En 1980, habrá 7 500 000
personas que tendrá más de 75 años, de las cuales 3 0 0 0 000 sobrepasarán los 95 años.
176 LA M U E R T E DADA, LA M UERTE V IV ID A

atribuir la causa de este fenómeno, no a la prolonganción de la vida


media, ni tampoco a la caída de la tasa de mortalidad,24 sino más
bien al descenso de la fecundidad. A este respecto es significativo el
ejemplo del Japón, es como si los jóvenes hubiesen sido remplaza­
dos por los viejos.
Los efectos de esta nueva situación —si se dejan de lado las cuestio­
nes relativas a la productividad, el costo de la vejez (jubilaciones,
cuidados, asilos) y las posibilidades de creatividad (menos desarrolla­
das en la vejez)- han sido claramente señaladas por J. Fourastié: “A
fines del siglo xvn, la vida de un padre de familia medio, casado por
primera vez a los 27 años, podía ser esquematizada así: nacido en
una familia de 5 hijos, sólo vio a la mitad de ellos alcanzar la edad de
15 años; tuvo él mismo 5 hijos [ . . . ] de los cuales 2 o 3 estaban vivos
a la hora de su muerte.
"Este hombre, que vivió en promedio hasta los 52 años [ . . . ] vio así
morir en su familia directa (sin hablar de tíos, sobrinos y primos
hermanos) un promedio de 9 personas, de las cuales uno solo de sus
abuelos (los otros tres habían muerto antes de su nacimiento), sus
dos padres y tres de sus hijos.
”Hoy la situación del hombre medio que tiene 50 años es la si­
guiente: nacido en una familia de tres hijos, se casó a los 26 años con
una joven de 24. Sus únicos duelos fueron los de sus cuatro abuelos.
Y este hombre 50 años tiene además una posibilidad entre dos de
vivir más de 26 años todavía.
"Antes, en un caso sobre dos, la muerte de los niños de baja edad
los hacía desaparecer antes que su padre, y la mitad de los otros
niños veía morir a su padre antes de haber alcanzado su mayoría de
edad. La edad promedio de los niños en el momento del primer
fallecimiento de sus padres era de 14 años. Mañana el hijo ‘prome­
dio’ tendrá 55 o 56 años cuando muera su padre; el caudal heredita­
rio del patrimonio familiar será casi constantemente propiedad de
hombres y mujeres que sobrepasan los 60 años; cerca de la mitad
de la fortuna privada de una nación estará en manos de ancianos de más
de 70 años.”25
24 De hecho, la baja de la mortalidad sólo ha tenido una influencia limitada en las estructuras de
la población. Ella se traduce más bien en ganancias de vidas humanas a todas las edades, y la
importancia relativa de éstas es más o menos constante.
*■' “De la vie tradilionnelle a la vie icrtiaire", en Pofmlation, julio-septiembre de 1959.
“Es posible imaginar, si se prolonga esta evolución, un futuro donde todos los hombres serán
víctimas de una enfermedad única: el desgaste, entre límites de edad bastante restringidos [ . . . ]
Nuestros antepasados morían [ . . .] frustrados en la mitad de sus posibilidades. Nosotros estamos
en vías de explotarlas hasta el fin. Funcionarios de la vida, estimamos tener derecho a nuestros
enanos de siglos. Pero nuestros colegas piensan vagamente que abusamos si nos demoramos hasta
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 177

El autor subraya también que antes, los hombres de 25-50 años


“contraían uniones que sólo eran quebrantadas por la muerte, pero
que duraba en promedio menos de veinte años. Hoy, los muchachos
[ . . . ] se comprometen en principio para toda la vida; pero ahora esto
significa que es por cerca de cincuenta años”. El aumento de las tasas
de divorcio podría encontrar aquí una de sus razones. También pa­
rece inevitable la dispersión de la descendencia familiar, que ame­
naza con producir el abandono o el apartamiento de los viejos, como
veremos después. En cuanto a las consecuencias sobre la fecundidad,
son por demás conocidas. En Europa, en los siglos xi y xn -com o
hoy en A frica- el 50% apenas de los recién nacidos llegaban a la
adolescencia. Hoy nada de eso; al reducirse la mortalidad, ya no hay
necesidad de traer al mundo numerosos hijos para tener la posibili­
dad de quedarse con 2 o 3 vivos. Por lo demás, la carestía de la vida,
la extensión de los estudios, incitan por razones económicas a limitar
los nacimientos. La pérdida de vitalidad de las creencias religiosas
opera en este mismo sentido. Llevado al extrem o, hay que temer -y
es quizás lo que amenaza al Jap ó n - que una población demasiado
vieja vea descender peligrosamente su natalidad.26 Un pueblo dem a­
siado viejo ¿no es un pueblo que muere?
En suma, “el abuelo ya no es una excepción, un ser milagrosa­
mente olvidado por la muerte y al que se venera”, nos dice A. Gi-
rard. “Tres generaciones sucesivas están presentes al mismo tiempo
en el seno de la familia.
En el plano económico, los jubilados tienden a hacerse tan nume­
rosos como los activos y el poder permanece por largo tiempo en
manos de los ancianos. “Estos distintos rasgos permiten apreciar el
cambio considerable que ha sobrevenido en muchos aspectos de la
vida social en el término de dos siglos, como consecuencia de la baja
ese término. El Estado llegará quizás a instituir un sistema de compensaciones: indemnizaciones
para los muertos prematuros, sanciones para los que se demoran. Esta sería una manera de
extender y codificar las prácticas actuales: por una parte la jurisprudencia de los accidentes, p o r la
otra la suerte que se le depara a los viejos” (A, Fabre-Luce, La mortachangé, Gallimard, 1966, p. 97).
26 D. Smith y D. Heer (Contributed Papers, Sydney Conference, Australia, 21-25 de agosto de
1967, pp. 26-36) se han preguntado, mediante técnicas de simulaciones, cuál debía s e r la
fecundidad necesaria para que un hombre casado esté seguro (en un 95%) de que uno de sus hijos
sobrevivirá más allá de su 65 aniversario. “Con una esperanza de vida al nacer de 20 años, sería
necesario que la pareja tuviera 10,4 nacimientos vivos; pero ya hacen falta sólo 5,5 con una
esperanza de vida de 50 años, y con 74 años, es necesario solamente 1,9 nacimiento vivo. Así, la
simple búsqueda de la supervivencia de un descendiente varón, cuando el padre llegue a los 65
años, y con la débil mortalidad de los países industriales avanzados, ya no alcanza para asegurar el
remplazo integral de las generaciones. Los mismos cálculos de Heer y Smith demuestran qu e la
tasa neta de reproducción, con el objetivo de supervivencia del hijo que hemos considerado, se
sitúa entre 2,1 y 0,9 según el nivel de mortalidad” (R. Pressat, p. 60).
178 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

de la mortalidad. Cada niño que nace hoy, o casi, tiene delante de él


una vida biológicamente completa, que comprende una infancia, una
adolescencia, una edad madura y una vejez, mientras que antes, esta
suerte sólo le estaba reservada a una escasa minoría.
T od o esto implica probablemente una deontología necesaria, que A.
Girard ha puesto en evidencia muy bien: “La supervivencia y el de­
sarrollo de la trayectoria vital completa 110 son el fruto de algún a/.ar
favorable, sino que constituye una especie de derecho. Los medios de
lucha contra la muerte que el hombre ha conquistado, le imponen
deberes, y el primero es el de hacer todo lo posible para asegurar la
supervivencia de todos. A la inversa, el individuo ve que se le confie­
ren derechos, a la adolescencia y la instrucción, al trabajo y al ocio, a
la jubilación, a todos los bienes que la sociedad pone a su disposición.
En consecuencia, la dificultad reside quizás en una especie de susti­
tución de responsabilidades, en que el individuo se remite a la colec­
tividad para su salvaguardia.”27
Se ha operado, pues, un cambio profundo en el plano demográ­
fico, que prosigue todavía. Los países subdesarrollados emprenden el
camino ya recorrido por las naciones industrializadas, pero con dos
diferencias. Su revolución demográfica (caída de la mortalidad), ini­
ciada más tarde, se realiza bruscamente y no con lentitud, como ocu­
rrió en Occidente; además no se acompaña (o no todavía) de una
regulación concomitante de los nacimientos, lo que provoca dos con­
secuencias que también la opone a los países industrializados: por
una parte, las dificultades del despegue económico (take ofj); por la
otra, el no envejecimiento de su población (mantenimiento de las
tasas de fecundidad). Los efectos de esa situación sobre el equilibrio
mundo desarrollado/Tercer Mundo, comienzan ya a hacerse sentir.

M u erte r epresen ta d a , m u e r t e e n r e p r e s e n t a c ió n

El examen del factor demográfico nos demuestra que hay que acor­
darle un lugar preponderante al sistema sociocultural. De hecho, las
muertes de sí mismo y del otro, o las dos a un tiempo, a veces “fanta-
siadas”, a veces “representadas”, permanecen inseparables del con­
texto sociocultural en que se expresan.
DE LO REPRESENTA DO A LA REPRESENTACIÓN 179

Los preconceptos culturales

Aparecen ya en los funerales. En efecto, “sería demasiado fácil -es­


cribe M. Colin-28 caracterizar el despliegue histérico de las exequias
napolitanas, donde todo dolor es mostrado espectacularmente con el
refuerzo de plañideras mercenarias, del catafalco monumental y de
las carrozas empenachadas. Allí, la angustia mediterránea se agola
en el juego mismo, mientras que en cambio se la observará superada,
exorcizada, entre los nórdicos, gracias al expresionismo que supera
con ‘éxito’ el horror mismo de la realidad. Cada civilización, de
Oriente a Occidente, desarrolla una manera particular de ‘honrar a
los muertos’. El extranjero podrá quedar desconcertado ante los ritos
africanos o asiáticos; pero no menos ante la frialdad sonriente de un
funeralparty en Nueva Inglaterra. Aquéllos siguen a veces prisioneros
de cosmogonías primarias; éstos, de una manera de vivir que pre­
tende negar la muerte.”
Asimismo es legítimo para R. Jauiin oponer dos sistemas: el sara
(Tchad), en el cual los vivos les imponen a los muertos sus módulos
de existencia (los difuntos se siguen organizando en linajes, terruños,
unidades exogámicas residenciales y de consumo, que son los ba­
rrios); y el sistema bari (Amazonia), donde los desaparecidos no son
ni tesaurizados, ni clasificados según linajes o casas.
Si seguimos ateniéndonos al panorama de las sociedades “arcai­
cas”, se distinguirán con R. Bastide 29 dos tipos de sociedad. Las socie­
dades de e7iriquecimiento progresivo de la perso n a lid a d , en ellas, se pasa
del estatuto inferior de adolescente al estatuto de adulto, después al
de viejo, y por último al grado más elevadoj el estatuto de Antepa­
sado (la muerte en este caso es sólo una etapa obligatoria en la ascen­
sión del hombre). Luego están las sociedades g u errera s, donde, por el
contrario, la muerte ideal es la que llega en plena adolescencia du­
rante un combate. En efecto, sólo el guerrero puede elevarse al esta­
tuto de inmortal consagrado; pero si escapa a esa forma de muerte,
su estatuto irá decreciendo a medida que envejece. Y allí, en socie­
dades militares como la de los zulúes en África, los que mueren por
accidente, los que son asesinados o se suicidan, quedarán como almas
errantes sobre la tierra para perseguir a los vivientes con su odio.
La comparación puede hacerse también en otro plano, que opone
ahora a las civilizaciones sin maquirúsmo y las civilizaciones técnicas de
tipo occidental. Aquellos a quienes se acostumbra llamar -errónea-

28 “La mort et les lois humaines”, en La moflet l'homme du XX siecle, Spes, 1965, p. 131.
29 “A travers laciviiisatioa”, Qni^essensdeíamorl, Echanges98, París, noviembre de 1970, p. 12.
180 LA M U E R T E DADA, LA MUERTE VIVID A

mente por supuesto- “primitivos”, no viven por lo general con miedo


a la muerte porque no le acuerdan, como el hombre de hoy, un
papel importante a la individualización de la persona. Como lo seña­
laba con acierto P. L. Landsberg, su mentalidad participativa les im­
pide “consumar la muerte bajo la categoría de la separación y el de­
samparo”.30
Esto podría explicar su sólido equilibrio psicológico, la rareza de
las neurosis y los suicidios entre ellos,31 contrariamente a lo que ocu­
rre en Occidente. Además, en las sociedades “arcaicas”, la muerte no
suscita el sentimiento de ausencia, y sobre todo de irremplazamiento,
pues hay previstos mecanismos de sustitución o de compensación:
adopción frecuente del criminal, que ocupa el lugar de su víctima;
levirato y sosorato, es decir, el hermano se hace cargo de la viuda de
su hermano, y el que queda viudo, de la hermana de su mujer; reen­
carnación parcial o total, real o simbólica, que presentifíca al difunto;
papel de la familia ampliada y sobre todo del parentesco clasificato-
rio, donde socialmente los tíos son padres, las tías madres; “casa­
miento fantasma”, del cual hablaremos después, para darle una pro­
genitura al difunto.32 '
Por el contrario, las sociedades industriales viven dentro de un
cuadro estrecho (familia nuclear) y el principio de individualización
hace imposible o impensable el remplazo automático del fallecido,
lo que no deja de provocar graves traumatismos. Otra diferencia ca­
pital: en Africa, por ejemplo, si bien los muertos ocupan un lugar
muy grande en la vida social, no dejan de estar por eso “en su lugar”,
como dice R. Bastide,33 es decir que el culto que se les debe es “exte-
30 Essai sur l’experience de la mort, Seuil, 1951, cap. m.
31 Antropólogos, criminalistas, psiquiatras y moralistas no dejan de insistir sobre los prejuicios
de la sociedad técnico-industrial (o de consumo) para el equilibrio del hombre de hoy, particular­
mente del individuo urbanizado. Es así que en los Estados Unidos se registra hoy un promedio de
500 mil tentativas anuales de suicidios. En este país, que algunos consideran privilegiado, la
criminalidad aumentó en un 19% durante los primeros meses de 1968 con relación al mismo
periodo del año anterior (crece un 21% en las ciudades de más de 250 mil habitantes contra el 13%
en las zonas rurales). Durante el primer trimestre de 1969, el número de robos aumentó un 17%
mientras que se notó un ascenso paralelo de los asesinatos (15%) y de las agresiones (13%). El “mai
de vivir”, o dificultad para asegurarse la vida de cada día (fuentedecónductas suicidasen algunos,
aunque podrían ser en verdad dramáticos pedidos de auxilio) y la inseguridad casi cotidiana de la
existencia (recrudecimiento de robos, criminalidad, miedo al mañana, terror a ía guerra atómica),
¿serán el precio ineluctable del progreso técnico y de la urbanización?
En el extremo contrario, las sociedades africanas tradicionales han sabido multiplicar desde
siempre, los medios para asegurar la salud mental de los individuos y el equilibrio psíquico de la
colectividad.
32 Véase, cuarta parte del presente libro.
33 “Religions africaines et estructure de civilisation”, Présence africaine, núm. 66, 1968, pp.
102-105.
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 181

rior” y está “institucionalizado”. En el hombre occidental, en cambio,


los difuntos inútilmente exorcizados se convierten en actividades
interiores del hombre, o para hablar con el lenguaje de psiquiatras y
psicoanalistas, en fantasías, en “formas obsesivas del inconsciente”.
Allá, el diálogo, del que el hombre extrae gran beneficio; aquí, el
monólogo sin fin, estéril, debilitador.
Por último, en las sociedades tradicionales, el duelo está rigurosa­
mente codificado y funcionalizado. Los ifaluk de la Micronesia cesan
súbitamente todo llanto, toda desolación, una vez que han terminado
los funerales. Nada de eso ocurre entre nosotros, nadie está prepa­
rado para su papel de doliente, “en el que no se debe pensar por antici­
pado”. De ahí la ansiedad (fuente de culpabilidad), la obsesión de
cumplir mal con este papel. “Hay que hacer resaltar la contradicción
que existe entre el fomento de la dependencia exclusiva y la ausencia
de técnica de remplazo de las personas en el duelo; entre un sis­
tema que favorece la ambivalencia, la hostilidad y la culpabilidad, y la
falta de todo medio de expresión para estos movimientos afectivos
en los ritos y funciones que se deben cumplir. A este respecto, m u­
chas sociedades están mejor organizadas que la nuestra. “Las perso­
nas de duelo, dicen Volkart y Michael, son las víctimas involuntarias
de nuestro sistema social imprevisor.”34

La muerte en la historia humana

La humanidad no ha dejado de reflexionar jamás sobre la muerte;


en su origen (desde los mitos negro-africanos hasta la teología cris­
tiana lo más frecuente es que se invoque la falta del hombre), en sus
causas inmediatas, su significación, sus modalidades y consecuencias.
Fue gran mérito de E. Morin35 haber sabido trazar un vasto fresco
diacrónico, articulado en tres tiempos.
Los hombres de las sociedades arcaicas fueron impresionados antes
que nada, en el plano imaginario, p o r la contagiosidad de la muerte.
Concibieron entonces una multiplicidad de ritos que frenan este con­
tagio sugerido por la descomposición del cadáver, y también para
favorecer el pasaje del difunto al mundo de los espíritus. Repug-

■t4 J . Stoetzel, La psychologie sociale, Flammarion, I'963, p. 95. El autor subraya muy acerta­
damente que las emociones experimentadas durante el duelo en nuestra sociedad no se expli­
can ni por una simple prescripción social, ni simplemente por un comportamiento humano
universal. Resultan de nuestra estructura social y cultural, actuando sobre nuestros sentimien-
182 LA M UERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

nante, como en efecto les resultaba la idea de una muerte definitiva y


total, la muerte sólo podía ser para ellos una muerte-renacimiento;
incluso en ciertos casos una m uerte maternal. De ahí que surge la idea
de que los desaparecidos viven en otra parte su vida propia como vi­
vientes.
Resumiendo a Frazer, escribía Valéry: “De la Melanesia a Mada-
gascar, de Nigeria a Colombia, cada pueblo teme, evoca, alimenta,
utiliza a sus difuntos; mantiene trato con ellos; les atribuyen un pa­
pel positivo en la vida, los soportan como parásitos, los acogen como
huéspedes más o menos deseables, les confieren necesidades, inten­
ciones, poderes” (Valéry, “Préface á la crainte des morts”).
Los muertos, para ellos, no tienen nada de humanos desencarna­
dos, de espíritus, como erróneamente se ha pretendido a menudo.
Se tr-ata más bien de dobles, o si se prefiere, de espectros que toman
formas de fantasmas, que acostumbran a acompañar al vivo durante
toda su existencia, poblando sus sueños, prolongándose en su som­
bra o en su aliento, hasta pudiendo convertirse en una parte 'de su
cuerpo (el sexo, por ejemplo).
El K a egipcio, el genius romano, el Bephaim hebreo, el Frevoli o
Fravashi de las personas, son de hecho vivientes invisibles que aman y
odian, protegen o se vengan; son siempre muy exigentes y hay que
contar con ellos en forma permanente.
Vienen en seguida los hombres de las sociedades metafísicas. En este
caso asistimos a una separación radical de vivos y muertos, mientras
que en el interior del mundo de los muertos se establecerá una distin­
ción entre los muertos anónimos y los grandes muertos (o muertos
ancestrales), entre los cuales algunos alcanzarán el título de dioses. Es
así como el hombre llega a concebir la existencia de “muertos no
nacidos jam ás” y de “vivientes jamás muertos”. Los antepasados su­
periores se convierten de ese modo en dioses creadores, en inmor­
tales. “Así se llega del doble al dios, pasando por el muerto-an­
tepasado-dios, la divinidad potencial del muerto, pero a través de
selecciones severas donde los muertos-antepasados y los muertos-
jefes se separan de los otros muertos, los grandes antepasados se
distinguen de los pequeños antepasados, y los dioses se destacan en­
tre los grandes antepasados. En su desarrollo, la historia del Panteón
divino será el reflejo de la historia humana. De la sociedad basada en
las cosechas a las ciudades marítimas, de los clanes a los imperios, los
dioses triunfantes, antiguos totems de los clanes vencedores, se con­
vertirán en dueños del mundo. Seleccionado por la guerra y la victo­
ria, producto de múltiples sincretismos sucesivos, el panteón unifi­
cado de los dioses, que agrupa a dioses-clientes y a dioses-feudales

« in p ü p iif
DE 1.0 REPRESENTADO A LA REPRESEN TACIÓN 183

alrededor de los grandes dioses, reflejarán la unificación social, así


como sus conflictos reflejarán los conflictos humanos.”
Desde ese momento, los dobles desaparecerán, mientras que la no­
ción de espíritu alcanzará todo su sentido, así como la del alma. La
verdadera inmortalidad (espíritu) remplaza entonces la amortalidad
(doble). Nacen las religiones de la salvación. Al morir, el alma aban­
dona el cuerpo, evita a los demonios y llega al Paraíso. El ideal plató­
nico, la búsqueda de salvación de los cristianos, la aspiración ascética
al Nirvana o al Uno-Todo en los sistemas de pensamiento orientales,
ilustran cabalmente esta tendencia, aunque sin agotarla.
Por último, la época moderna aporta una nueva visión. El hombre
no se deja invadir por los espíritus (menos aún por los dobles) y deja
de acordarle el menor crédito a los mitos o a los ritos. En nombre de
la ciencia (como en Marx) o más simplemente quizás para desbordar
su propia angustia (a la manera de Nietzsche), proclama solemne­
mente la muerte de Dios. Los progresos de las ciencias y de las técni­
cas, el desarrollo del espíritu crítico, la expansión del espíritu indivi­
dualista y competitivo impuesto por un mundo donde la rentabilidad
y el beneficio remplazan a los antiguos valores, dejan solo al indivi­
duo. La salvación, si existe, no puede estar sino en él, así como la
muerte es su muerte, que deberá afrontar sin la ayuda de Dios.
“A partir de la segunda mitad del siglo xix, comienza una crisis de
la muerte [ . . . ] Si después de Kant y Hegel todo está ‘dicho’ con
respecto a la muerte, todo lo que pueda decirse va a aparecerse a la
conciencia en crisis como sin ninguna relación con la muerte misma.
El concepto de muerte no es la muerte, y estofes lo terrible [ . . .] La
muerte, que carcome su propio concepto, va entonces a corcomer a
los otros conceptos, a socavar los puntos de apoyo del intelecto,
a subvertir las verdades, a condenar a la conciencia al nihilismo. Va a
corcom er a la vida misma, a liberar y exasperar angustias a menudo
privadas de protección. En este desastre del pensamiento, en esta
impotencia de la razón frente a la muerte, la individualidad va a
jugar sus últimas cartas: tratará de conocer la muerte, no ya por la
vía intelectual, sino olfateándola como un animal a fin de penetrar
en su guarida; tratará de rechazarla recurriendo a las fuerzas inás
brutales de la vida. Este enfrentamiento pánico, en un clima de an­
gustia, de neurosis, de nihilismo, aparecerá como una verdadera cri­
sis de la individualidad ante la muerte. Pero esta crisis de la indivi­
dualidad no puede ser abstraída de la crisis general del mundo
contemporáneo. Si ella supera esta crisis, por sus implicaciones antro­
pológicas, en cambio no puede superarse asimisma (suponiendo que
hubiera “superación” posible del problema si no es en la superación
184 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVID A

de la crisis.” O bien la muerte será ignorada, rechazada, por estar


fuera de la acción “de la energía práctica del hombre” y no tener la
praxis revolucionaria nada que hacer con ella (Marx); o bien se
la reconocerá como sin sentido, no como mi posibilidad, sino como la
negación de mis posibilidades “la anulación siempre posible de mis
posibilidades, que está fuera de mis posibilidades”. Por otra parte, si
debemos morir, “nuestra vida no tiene sentido porque sus problemas
no reciben ninguna solución y porque la significación misma de los
problemas queda indeterminada” (J. P. Sartre); o bien es en el acto
de asumir nuestro ser-para-Ia-rnuerte donde encontraremos la au­
tenticidad, porque la muerte expresa la estructura misma de la vida
humana: “El Ser auténtico para la muerte, es decir la finitud de la
temporalidad, es el fundamento oculto de la historicidad del hom­
bre” (M. Heidegger). A menos que, detrás de los impulsos de muerte
o del encuentro de Eros y Tanatos, acordemos una intención simbó­
lica a todas nuestras fantasías que inspiran tanto nuestras obsesiones
como nuestros comportamientos: el miedo a la muerte es en el fondo el
de nuestra propia irreversil^ilidad en el tiempo (S. Freud).
Así, progresivamente, la muerte inteligida fue la que elaboró el
sabio, luego el teólogo, hoy el filósofo. ¿Qué nos enseña este último?

La muerte inteligida

Filosofar ¿es aprender a bien vivir o a bien morir? ¿El hombre no es


nada más que el ser-para-la-muerte o el ser-para-la-supervivencia?
¿La muerte se presenta como una privación ligada a nuestra imper­
fección (materialización, composición)? ¿Como el castigo que sigue a
la falta (o el pecado condición de redención)? ¿Como la liberación
que conduce a la Nada primordial (el Uno-Todo bramánico) o que
revela por la vía de la angustia la esencia del Ser? ¿hay que ver en ella
la Verdad primera o el Misterio insondable por excelencia? ¿hay que
hablar de fracaso (se ha dicho que en ella “se identifica lo absoluto
del fracaso subjetivo y lo absoluto del fracaso objetivo”) o de renova­
ción ontológica? ¿la muerte puede convertirse en objeto de especula­
ción pura o sólo debe ser la experiencia inevitable y única del “mo­
rir”? Tales son quizás las principales preguntas que el hombre se ha
planteado en el transcurso del tiempo.
De hecho, “el tema de la muerte se inserta a lo largo de la historia
según una curva que va de fuera hacia dentro, de la filosofía a la
fenomenología, de un problema analizado objetivamente a un drama
vivido interiormente. Sin embargo, una convergencia de las dos vías
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 185

de aproximación no sería inútil para esclarecer un acontecimiento


que escapará finalmente a todo esclarecimiento, puesto que se entra
siempre solo en la muerte de uno, con todos los fuegos de la con­
ciencia extinguidos. Las filosofías tradicionales, por habérseles hecho
insoportable la angustia de lo desconocido, trataron de exorcizar su
intensidad afectiva mediante una red de explicaciones míticas o ra­
cionales. En cambio, las filosofías modernas, de dominante fenome-
nológica, al encerrarse en la conciencia se identifican de tal modo con
la angustia, que invalidan todo reparo objetivo válido frente a la ra­
zón. Es por esto que una aproximación filosófica abarcadora podría
no perder nada de las experiencias d e la historia, aun si con este propósi­
to debe situarse dentro de una metafísica del ser. Esta metafísica, por
otra parte, parece ser la única capaz de explicar la angustia de la
muerte desafiando el riesgo trágico que aviva su fuego, y por esa vía
descubrir una superación de la m uerte”.36
En algún sentido se puede afirm ar que la filosofía de hoy inter­
preta los problemas de la muerte como el lugar de un conflicto de
ideas:37 en efecto, se pueden presentar dos pensamientos antitéticos
de la muerte, que tienen por resultado una modificación de la pro­
blemática romántica. La primera corriente se nos aparece fácilmente
como una renovación de lo trágico que tiende al ateísmo: Hegel (pe­
queña y verdadera muerte), F reu d (impulso de muerte), Lacan
(muerte del padre y castración), Bataille (muerte y erotismo), Sartre
(“se m u ere’ siempre por añadidura”), representan admirablemente
esta posición. En cambio, la segunda tendencia procede más bien a
una desinversión filosófica del problema de la muerte, ya por la re­
flexión ética (“El haber sido” tal com o lo concibe el atitor de Traite des
vertus, VI. Jankelevitch), ya por el rodeo de una etnología militante (la
muerte del lenguaje, el etnocidio en Lévi-Strauss o Jaulin). Sin duda
las formas tradicionales de pensamiento subsisten, algo modificadas
por el aporte fenomenológico (Husserl), personalista (Mounier, Ma-
ritain, Lacroix), existencial (el problema de mi muerte: Marcel, Jas-
pers, Kierkegaard); el problema de la muerte del otro: Landsberg) o
por los datos de la ciencia (Rostand, Teilhard de Chardin). Pero no
es cierto que ellas expresen la especificidad de nuestra época. Esto es
tanto más verdad cuanto que las dos corrientes designadas antes son
aproximadamente contemporáneas del periodo durante el cual la
medicina de vanguardia,.la que innova en transplantes de órganos y

30 R. H. “Les interrogations pbilosophiques”, Encyclopaedia Universalis, artículo “M uerte , p.


363.
:*7 Sugestión de C. B. Clément.
i

186 LA M U E R T E DADA, LA M U ERTE VIVIDA

en la utilización de procedimientos de reanimación, se halla confron­


tada a una nueva “definición” de la muerte: la figura de la muerte,
por un lado, desaparece bajo su forma terrorífica, y por el otro, dis­
persada en una relativización creciente, se hace más acuciante.
Por otra parte, nos podríamos preguntar si la cuestión principal no
será la siguiente: ¿cuál es la función de la noción de muerte en la
construcción del pensamiento especulativo? O más exactamente,
¿por qué la muerte está constantemente presente en el discurso es­
peculativo y por qué en este plano no es objeto de represión? F.
Chatelet aventura una hipótesis, confirmada brillantemente por el
análisis profundizado de Platón: si la filosofía sobredetermina a la
muerte y subdetermina otras cuestiones empíricas de la misma im­
portancia (como el trabajo o el sexo) “es porque tiene cuentas pen­
dientes con la religión”. Los pares o puestos muerte/inmortalidad,
devenir/eternidad, finitud/infinitud, le permiten a la filosofía “utili­
zar lo empírico en su beneficio”, confiscar la realidad del morir para
conceptualizarla y erigirla en noción privilegiada. La ventaja que ex­
trae de ello la especulación es evidente: el hecho de la muerte inter­
pretado de ese modo “propone una imagen de ruptura ontológica,
intelectual y efectiva que facilita la puesta en práctica de la operación
de corte sin el cual el acceso al orden filosófico es indispensable”, y
entonces la muerte se convierte de algún modo en la imagen, o me­
jor aún en “el simulacro del corte ontológico”. Pero en esto reside la
gran debilidad del procedimiento, su “inconveniente” principal. Al
operar de ese modo, la filosofía de estilo tradicional, “la del saber
encerrado en un libro, presentada como institución incontestable y
todopoderosa, se desenmascara”. Ella muestra “únicamente su empi­
rismo llano”, fracasa cada vez que se trata de definir “lo que es empí­
ricamente el después de la muerte biológica”.
¿Hay que distinguir entonces entre los Filósofos lúcidos para quie­
nes no hay problemática de la muerte y los otros que se enredan en
preguntas dudosas, por ejemplo sobre el par muerte-inmortalidad?
La tradicional referencia a la muerte “¿no es la ‘trampa exhibida’, así
como la no referencia al trabajo y al deseo sería la ‘trampa oculta’
que permitiría al orden especulativo constituirse como discurso del
Estado?”38
Representarse la muerte no es sólo vivirla en imagen, en nuestros
sueños, obsesiones, impulsos, para desearla o temerla (muerte fanta-
siada), o para integrarla en un sistema filosófico (muerte-inteligida); es
también materializarla en frases, en formas, en colores, en sonidos.

38 R Chatelet, La mort, Avantages, Inconvénients. T exto inédito.


!)!■: IX) RKI'KKSI N I A I X ) A l,A R K P R K SK N T A C IÓ N 187

La muerte en imágenes

Sin ninguna duda, el tema de la muerte, del que ya vimos qué lugar
tiene reservado en los medios de comunicación de masas se presta
muy especialmente para una historia de los “síntomas culturales”,
para retomar la expresión de Panofsky.39
De modos diferentes según los lugares y las épocas, la muerte ha
inspirado siempre a los artistas: muy especialmente a poetas, esculto­
res, pintores40 y músicos, mientras que el cine o el teatro de hoy le
deben varias de sus obras maestras. Ya se trate de idealización (se ha
dicho que la obra de arte es un equilibrio fuera del tiempo), de puri­
ficación (se trata de exorcizar sus pulsiones de muerte o de liberarse
de sus angustias), de presentificación (se busca hacer presentes en el
pensamiento de los hombres las catástrofes o la muerte de los hom­
bres ilustres), o solamente del arte por el arte (bella muerte, bella
representación de la muerte), poco importa con tal de que la muerte
pueda expresarse bajo todas las formas de la armonía: poseída (bella,
solemne), buscada (sublime, dramática, trágica), perdida (cómica),
incluso negada (falsedad).
Hablando de la estética de la muerte en una tesis destacable, M.
Guiomar distinguió41 las categorías inmediatas o naturales que son “tri­
butarias o traductoras de una simple conciencia más o menos pro­
funda de una Muerte inevitable, reconocida como hecho biológico, o
a lo sumo como abstracción invisible, sin compromiso metafísico" (lo
Crepuscular, lo Fúnebre, lo Lúgubre, lo Insólito); las categorías fan tás­
ticas del Más Allá donde “esta conciencia que» nos ha sido dada se
enriquece con imágenes de la Muerte o de sü dominio, cuando el
autor se proyecta hacia ese Otro Mundo o transforma en hecho artís­
tico las fantasías, figurativas o no, de su visión de la Muerte y de su
dominio” (lo Macabro, lo Diabólico, Fantástico generalizado); en fin,
las catetorías metafísicas (u ontológicas) por las cuales “el autor traiciona
en su comportamiento de viviente una visión del mundo presionada

:!íl Essais d’iconologie, Gallimarcl, 1967.


40 \\. Raeck, joven pintor alemán, expuso en París, en septiembre de 1973 (Bienal de los
jóvenes, Museo de Arte Moderno), un rincón de un cem enterio con cadáveres en putrefacción,
piedras de tumbas destruidas y ruinosas entre hiedras y hongos venenosos.
41 Prmcipes d’une esthétique de la mort. Les modes de présence, les présences imaginaires, l? seuil de
lAu-delri, Corti, 1967, p. 11 y ss. Del mismo autor: Les données innu:diates d’une esthétique de l’An­
dela, Bull. Societé Than ato, 1-1971, C1-C2. Véase tam bién G. y M. Vovelle, “La mort et
2'Au-deÜá d’aprés les autels des ames du Purgatoire, \ v e-\ v ie siécles", Anuales 6, noviembre-
diciembre de 1969, pp. 1602-1634; J . Lambert, “Quelques réprésentations plastiques de théme
de la mort”, Cah.du Luxembourg, 25, pp, 29-36. Sobre la muerte barroca, véase M. Vovelle, Mourir
autrefois, Gallimard-Julliard, 1974.
188 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

por lo que éste será, o al menos por su concepción del Más Allá o de
las relaciones entre la Vida y la Muerte” (lo Demoniaco, lo Infernal ,
lo Apocalíptico).
Insistamos sobre lo fúnebre y lo macabro. Lo Fúnebre traduce
probablemente .nuestra obsesión inconsciente de la muerte. “En lo
Fúnebre, la Muerte no es lo que rechaza la Diversión, ni la tentación
morbosa de lo Lúgubre, ni el misterio que inflama a lo Insólito, ni lo
horrible de la descomposición Macabra, ni aun una promesa apoca­
líptica de eternidad. Es el retorno aceptado a la tierra-madre que, al
reintegrarnos al único dominio común a todo lo que vive, nos identi­
fica con nuestra esencia.” El Momento pulvis es fúnebre, y no maca­
bro, porque es testimonio de la obligación natural, lógica del retorno.
Lo Macabro difiere en este sentido porque “se considera no el reco­
nocimiento de un ciclo continuo, sino por el contrario la expresión
de una hiato entre la perfección viviente y el cadáver o el esqueleto.
No recorre el ciclo; lo quiebra. La tumba Balbiani, en el Louvre,
mezcla en una misma obra “la ruptura de este ciclo en sus dos planos
donde se oponen lo viviente y el cadáver descarnado. No explica;
somete a nuestra razón ante "un inexorable absurdo”.42
En cuanto a lo Macabro, él aparece como personificación de la
Muerte. Sus modos de presencia son el crimen o acción macabra,
la disolución o descomposición del cadáver, la danza de los muertos, la
situación macabra o antagonismo de la Vida y la Muerte. Sin em ­
bargo, lo Macabro, en estrecha conexión con lo Maléfico, se percibe
en una doble dirección que expresa la afinidad femenina de la Pie­
dra y de la Mujer. En suma, se trata de reunir y de seguir “algunos
sueños contemporáneos entre la imagen todavía consciente, despierta,
de una Muerte macabra, o las figuraciones repulsivas, venidas de las
edades y del Miedo colectivo hasta el enclaustramiento onírico en el
inconsciente personal de las transmutaciones y transferencias poéticas,
a través de una feminización que llamaríamos hipnagónica, para pre­
cisar así que para definir una Muerte deseada, o una Muerte deseosa
del objeto mismo creado como Muerte que participa a la vez del
sepultamiento psicológico nocturno y del sueño despierto”.4'’
Así, la estética de la muerte nos introduce en pleno corazón de este
ámbito imaginario que, en una perspectiva diferente, el antropólogo
encontrará necesariamente; y al igual que la antropología, la estética
encuentra la dialéctica eterna de Tos intercambios Vicia-Muerte, ani-

12 0¡i. cit.. I % 7 . ||||. 157-158.


4:1 I’. Guioniar, un reve de Fierre: algunas máscaras vivas y materiales de la presencia de la
muerte en nuestras obsesiones contemporáneas. T exto inédito.
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 189

mados por “el flujo y reflujo de la materia omnipresente de la que


no se libera más”, según la bella expresión de J. M. Le Clézio.44

La muerte en representación
La obra de arte, particularmente las artes plásticas, ofrecen la muerte
en espectáculo, ya sea con fines edificantes o de protesta,45 ya con
una finalidad lúdica. Pero son más especialmente los medios de co­
municación de masas los que deben considerarse, teniendo en cuenta
la extensión de su poder.
La muerte espectáculo no es un hecho nuevo: desde las arenas
antiguas donde los cristianos padecían el martirio hasta los carreto­
nes de la Revolución francesa o las ejecuciones capitales de hoy hechas
en público (Sudán, Irak), sin olvidar los actos de tauromaquia, los
hombres han gustado siempre de asomarse a la muerte de los otros.
La televisión permitió a millones de espectadores asistir al asesinato
de Kennedy. “Nosotros fuimos telepresentes. Hemos teleasistido a la
tragedia [ . ..] Hemos teleparticipado en ella. Este espectáculo no fue
solamente participación estética. El mundo político, o el mundo a
secas estuvo presente también, implicado y perturbado por el asesi­
nato. Pero hubo otra cosa más, y el elemento que cronológicamente
apareció primero fue esta otra cosa: la muerte brutal de un pró­
jimo.”46
44 Vextase matérielle, Gallimard, 1971, pp. 28-2 9 .
45 Se recuerdan los yacentes, cerca de 2 m i!, que aparecieron en el suelo, en París, una
mañana de mayo de 1971, so b re los escalones del Sacre-Coeur, a lo largo del Pére-Lachaíse, del
boulevard Blpnqui, o en la Butte aux Cailles; esas presencias debían evocar los fusilamientos,
los encierros, las masacres del pueblo francés durante la Comuna. “Se me había pedido que
compusiera una pintura sobre la Comuna para una exposición en Bruselas. Fue entonces que,
al estudiar el acontecimiento, descubrí su amplitud (la amplitud de posibilidades que revelaba y
la magnitud de la masacre), y entonces com prendí que una pintura-pintura, puesta en su
marco y en un lugar especializado, no podría expresar, por su naturaleza misma, esta explo­
sión de vida, de muertes, sus ecos, su perm anencia hoy mismo. Necesitaba la calle. Así como
hubiera utilizado colores, utilicé la carga dramática de los lugares marcados por estos episodios
trágicos de la lucha de clases; la sensibilización de la conciencia pública en esta semana del
centenario de las masacres; en fin, la imagen de] cadáver es la imagen multiplicada de los
cadáveres (con su efecto realista, la gente andando por encima de ellos) reinserta en una reali­
dad (el m etro Charonne o el boulevard Blanqui, el día del aniversario de la Comuna), que
gracias a una interacción entre todos los elem entos elegidos, daría la percepción, la visión
exacerbada de la inmensidad de la regresión”, declaró el autor E. Pignon-Ernest (Le Monde, 21
de diciembre de 1973).
El mismo pintor dedicó una exposición en el Grand-Palais, en 1972, durante 12 días, a la
memoria de ios muerios por accidentes de trabajo.
111 E. Morin, “Une lelé-lragédie américaine: I'assassinat du Présidcnt Kennedy”, Communica­
tions, 3, p.77.
190 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE V IV ID A

Junto a esta muerte real transmitida en/por imágenes (diremos


que ella fue imaginizada), se sitúa la muerte imaginada: no termina­
ríamos nunca si tuviéramos que recordar todos'los filmes47 que, de
cerca o de lejos, directa o indirectamente, han tomado a la muerte
como tema. Su poder de sugestión no reside solamente en el senti­
miento de presencia (imágenes de muertos, asesinatos, ritos), sino
también en el hecho de que la muerte es mostrada a través de imá­
genes que son signos. Puede ser, en un marco suntuoso y fantástico,
la irrupción extraña de un onirismo que no permite separar la reali­
dad de la ficción (Sleeping beauty de Harris); o bien se expresa en un
mundo desgarrado por múltiples escenas de canibalismo,48 perpe­
tradas por muertos-vivientes de rostros espantables (La nuit des morts
vivants de G. Romero). O puede también “una ciudad que hormi­
guea de vida y que la muerte enmascara con su signo: máscaras ne­
gras, disfrazadas de estudiantes, establecimientos de pompas fúne­
bres, caras simiescas de viejos, cortejo negro detrás de un ataúd49 en
Cléo de cinco a siete (A. Varda). O puede ser también la rebelión en el
umbral del horror o de la irrisión evocada por Buñuel: cadáver de
un niño asesinado que es arrojado en el basural público (Los olxiida-
dos); caracoles que trepan por los muslos sangrantes de la niña vio­
lada (Lejournal d ’una fem m e de chambre)-, un chico que llora arrastrando
un inmenso sudario sobre la ciudad pestífera (Nazarín). O es también
un mundo de nieve, de lluvia, de borrasca o de fango, o un decorado
donde triunfan ciertas formas (espiral, óvalo), donde siempre apare­
cen escalerás, relojes, espejos, donde se insiste en mostrar techos y
fachadas, donde reinan la fiesta y la locura, la máscara y la mentira, y
allí se asiste50 a la triple decadencia, física (muerte de la carne), men­
tal (declinación del espíritu) y social (descomposición del medio) en
el cine barroco (Losey, Visconti, Ophuls). Es, por último, la explota­
ción de la sangre, del sexo, de los impulsos agresivos (en Arrabal); o
por el contrario, en esa tragedia de la lencería que es la extraordina­
ria Gritos y susurros de Bergman, la imagen de una piedad sublime y
desgarradora: Ana la generosa acuna en sus brazos y le ofrece su
47 Filmes de guerra, de violencia, de espanto o películas de tesis. Sabemos que el cine ba­
rroco (Losey, Visconti) le ha dado a la muerte un lugar preferente. Citemos también Gritos y
susurros de Bergman, Cléo de cinco a siete de A. Varda, para hablar sólo de auténticas obras de
arte. Existen, por supuesto, películas de intención científica o al menos que'tratan de informar:
Cimetieres dans la Falaise (J. Rouch, sobre la muerte dogon) La muerte vista por el artista (Estados
Unidos), Funerales del Arzobispo Sergel Ochotenko, Primado de la Iglesia Ortodoxa de Australia (Austra­
lia), Las costumbres funerarias a través del mundo (Estados Unidos).
48 Especialmente en Pasolini (Porcherie) o en Arrabal (Iré como un caballo loco).
49 J . Bourdin, Téléciné, ficha núm. 405.
50 P. Pitiot, Cinema de mort, Esquisse d'un baroque cinématographiqué, op. cit., 1972.
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESEN TACIÓN 191

seno desnudo y pleno a Agnes, la joven m uerte. Y se podrían multi­


plicar los ejemplos.51
Habría, pues, toda una semiología de la muerte que se podría in­
tentar y que nos permitiría comprender bajo qué formas se ofrece al
consumo la muerte-espectáculo. Habría que agregar todavía, junto a
las imágenes plásticas o fílmicas ya evocadas, las historietas (habría
mucho que decir sobre Tarzán el inmortal o sobre las producciones
erótico-necróillas del tipo de Ultratumba, 52 cuyo último número al­
canzó un tiraje de 60 mil ejemplares), y por supuesto el teatro, la
literatura novelística, la poesía.
Deben plantearse aquí diferentes preguntas. ¿En qué medida el
espectador se identifica con tal o cual héroe? Es difícil pronunciarse,
dado que no se ha intentado hasta ahora ninguna investigación sobre
este punto. Lo cierto es que no se puede negar el poder de convic­
ción de algunas imágenes. J . Rochereau, a propósito del filme de Cl.
Lelouch, La vie, l ’amour, la mort, subraya que al anunciarse el vere­
dicto, “Se le cortará ia cabeza”, no se puede evitar el escalofrío: “Hay
que convenir en que el efecto es prodigioso, sofocante, se siente la
cuchilla sobre nuestra nuca [ . . . ] y nos decimos a nosotros mismos
[ . ..] ‘esto puede ocurrirme mañana’.”53
¿O también, cuál es el efecto, especialmente entre los jóvenes, de
las películas de guerra, de violencia, de asesinatos? ¿Hay que ver en
ellas una incitación al crimen o un medio de expulsar una agresivi­
dad latente mediante ese exhibicionismo sadomasoquista? ¿Se busca
la evasión fuera de la trivialidad cotidiana, la insistencia que acaba
dándole un sentido a nuestros propios pulsiones de muerte, la catar­
sis que nos libera de nuestras obsesiones, oí una satisfacción pura­
mente estética (es hermoso un hermoso crimen)? Habrá tantas res­
puestas como sujetos-espectadores, y esas respuestas estarán ligadas
también a la naturaleza del espectáculo y al momento en que se con­
sume. J . Potel ha caracterizado muy bien las ideas-fuerzas de la
muerte-espectáculo. Es antes que nada un espectáculo permitiente: cada
día aporta su cuota de catástrofes, de crímenes y de guerras, de vidas
en peligro, de anuncios de fallecimientos, sin contar los filmes que
hablan de la muerte. No son elecciones las que faltan. A nosotros nos
corresponde optar por el tema que más nos conviene: “estamos ante
una abundante diversidad de mensajes mortuorios difundidos por
todos los medios de comunicación de masa, donde uno elige el que
51 Véase por ejem plo, Ch. Zimmer, Au cinéma. “T o i qui meurs”; Lumiere et Vie, La mort,
X III, 1968, mayo-junio de 1964, pp. 17-28.
52 Editado por Elvifrance, París, XV.
53 La Croix, 7 de febrero de 1969.

f »TiWiri>¥il f f t i i m . > 1
192 LA M UERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

quiere. Se nos ofrece toda clase de muertes violentas individuales y


colectivas; se nos describen todas las actitudes ante la muerte; se es­
tablecen lazos entre la muerte y el amor-pasión, el dinero, la política,
la sexualidad, la risa, la felicidad, el miedo, la fiesta”.54
Además, este autoespectáculo que uno se monta según las circun-
tancias, sus gustos, su íormación, se consume tranquilamente, de ma­
nera inofensiva, en condiciones, si no excelentes de confort, al menos
de reposo, de no trabajo, en la casa de uno o en una sala oscura o
durante un viaje aéreo. Curiosa y paradójica situación la de la familia
cuyos miembros departen alegremente alrededor de una mesa bien
provista, mientras que la pequeña pantalla muestra escenas atroces
de la guerra de Vietnam o las imágenes desgarradoras de niños ham­
brientos en Biafra o en Calcuta.55 Es que, después de todo, la muerte
de los otros no nos atañe sino indirectamente;56 el otro que muere
(en lugar de nosotros, pero no necesariamente por nosotros) no es el
“tú”, sino el “él”: “La muerte en tercera persona es la muerte en
general, la muerte abstracta y anónima [ . . . ] , un objeto como otro
cualquiera, un objeto que pufde describirse y analizarse [. ..] y que
representa el colmo de la objetividad no trágica.”57
Hay que admitir que, sumergida en la totalidad de los otros mensajes de
orígenes tan diferentes, la imagen de la muerte pierde considerablemente su
poder. “La sobresaturación de informaciones e imágenes que amenaza
al consumidor, de alguna manera lo anestesia. El consumo de mensajes
de muerte lo afecta escasamente, y rara vez produce consecuencias
prácticas.”58 Y si se da el caso de que quien mira la televisión se indigna
ante las muertes trágicas que se le presentan, lo más probable es que las
olvide no bien la imagen desaparezca.59 En fin, un último rasgo que

54 J. Pote?, Mort a voir, mort a vendre, Desclééé 1970, p. 151.


Esio nos remite a la noción de muerlc-juego o de juego (irrisorio) »on la muerte. En su filme
México-México, F. Reichenbach nos recuerda que los indios “no tienen otro recurso contra su
exterminación que ju g a r con la muerte. Si hay que reventar, al menos reventemos bromeando,
diría Bernanos. El coqueteo con la muerte es siempre conmovedor, sobre todo si sonríe”.
55 “[ . . . ] El hecho cotidiano es consumido, no según e! rito ceremonial de la tragedia, sino
en la mesa, en el metro, con el café con leche. Los muertos cotidianos, por más que sean bien
reales, al revés de los muertos de teatro que son simulados, están en definitiva más lejos del
lector que los muertos shakespearianos del espectador” (E. Morin, L’esprit du temps, op. cit., p.
154).
56 Sólo nos interesamos en la muerte de otro si lo amamos, así como nadie se se interesa en
su propia muerte si no se ama a sí mismo.
57 V. Jankelevitch, La mort, Flaminarion, 1966, pp. 22 y 55.
58 J. Potel, p. 153.
59 “Es que la calidad del espectáculo evita y emascula todas ías consecuencias prácticas de la
participación: no hay riesgo ni compromiso para el público, que está fuera de peligro, fuera
del alcance.” E. Morin, Le cinema ou Vhomme imaginaire, Gonthier, 1958, p. 79.
DE LO REPRESENTADO A LA REPRESENTACIÓN 193

pone de manifiesto J. Potel: las muertes que se ven, se consumen casi siempre
colectivamente. “Las experiencias ricas y miserables de los hombres ante
la muerte, toda la gama de sentimientos y creencias humanas, se trans­
forman en un espectáculo permanente y colectivo muy variado, pero
inofensivo.”60 Es natural que una civilización que teme a la muerte y la
dispensa con tanta facilidad, se alimente de ella de manera sadomaso-
quista (insistencia o catarsis), o la reduzca a una información que
produce en cada espectador una curiosa mezcla de indignación, de
satisfacción (se trata siempre de una muerte vivida o dada por po­
der) y de blanda indiferencia.
Esta importancia atribuida al papel nada desdeñable que en ellos
juega la muerte, sirven por cierto para caracterizar a la civilización
occidental. No solamente las muertes espectáculo que se dan en el
Africa negra tradicional no son imaginadas, ni siquiera imaginizadas,
sino reales y por lo tanto de otro orden (muerte por sacrificio; teatrali­
dad imitada; experiencia de los.funerales y ritos iniciáticos), sino que
provienen de otra intención o finalidad (retorno simbólico a la violencia
fundamental, técnicas para conjurar la tristeza o para negar la muerte
de las que hablaremos más adelante).

En esta prim era aproximación al m orir, se nos presentan diferentes


ideas-fuerzas. Por lo tanto, si todo el mundo muere, no todo el mundo
muere a la misma edad ni a la misma manera, y al respecto se perfila
una evolución que introduce profundos cambios en la humanidad de
nuestros días.
Asimismo, en el transcurso de las edades, el morir ha suscitado
numerosas representaciones, condiciones y actitudes diferentes; pero
por debajo de esta diversidad aparece un rasgo común: aunque con
una capacidad de abstracción desigual, la muerte siempre ha sido
objeto de pensamiento, incluso de sistematización. Pero esta muerte
“inteligida” no impide la muerte “imaginizada”, que se proyecta bajo
forma de productos artísticos, condicionados también ellos por el me­
dio y el momento; y más particularmente en nuestros días, en que la
muerte imaginada es el espectáculo de los espectáculos, el mensaje
entre los mensajes.
Si hasta aquí hemos hablado de las variedades del morir, sólo lo
hemos hecho en el plano de las variaciones de su condicionamiento en
el espacio y en el tiempo.61 Pero existe otra pluralidad en el seno mismo
del morir y de las maneras de vivirlo.
60 Op. cit., p. 154. Véase J . Truchet, Note sur la mort spectacle dans la littérature franc.aise ¿u XVII
siecle, Topique 11-12, 1973.
61 Según P. Aries existe una periodicidad en la muerte occidental. Desde el siglo vi al x ii,
194 LA M U E R T E DADA, LA M U ERTE V IV ID A

la muerte está domesticada, los difuntos son familiares, el hombre sigue siendo dueño de su
m uerte y ésta no interrumpe la continuidad del ser. Entre el siglo xu y el final del siglo xv
predomina el amor visceral por las cosas, la voluntad de más y más ser, el sentido de la biogra­
fía, es la época de la muerte del sí. A partir del siglo xvi el difunto fascina, pero el cementerio
abandona el centro de tas ciudades, la muerte es a la vez próxima y lejana, ruptura y continuidad. La
muerte del otro, que se rechaza patéticamente (duelo aparatoso, cutio del cementerio), caracteriza
a l siglo XIX Hoy la muerte está invertida, negación clel duelo, rechazo de los diluntos, el hombre
ya no es dueño de su muerte y recurre a los profesionales (pompas fúnebres, servicios tanato-
lógicos) para organizar los diversos ritos (texto inédito).
VI. LOS ROSTROS DEL MORIR: MUERTE CONCEBIDA
Y MUERTE VIVIDA

No soi-AMKNTE la liiucrtc, sino también el m o r ir es en plural, según


cómo lo concibamos, según el tipo de experiencia que suscita siem­
pre con referencia al medio sociocultural,1 el m o rir presenta diferen­
tes modalidades, donde participan criterios empíricos, jurídicos,
morales o religiosos. Antes de examinar algunos aspectos de esa plura­
lidad que nos parecen esenciales, importa dar una mirada a los pro­
blemas de la muerte de los hombres y de los objetos.

Los HOMBRES, LOS OBJETOS Y LA MUERTE

Las relaciones de los hombres y de los objetos confrontados con el


morir pueden aprehenderse de diferentes maneras.
Antes que nada, la pérdida de un ser querido cambia frecuente­
mente la significación primaria de los objetos. Éstos se hacen más
visibles, más palpables, a la vez irrisorios e incogruentes. “Es la re­
vancha de los objetos, declara A.. Philipe.2 Carecen de vida propia,
pero perduran.” En cuanto a S. de Beauvoir 3 cuando volvía en taxi
1 De ahí las variaciones en el espacio, y también en el tiempo: “En la época tradicional, la
muerte estaba en el cen tro de la vida, como el cem enterio lo estaba en medio de la ciudad”,
dice Fourastié. Nada de eso ocurre hoy, se ha rechazado a loS cementerios y a los difuntos
fuera de las ciudades y de las preocupaciones cotidianas. Y sin embargo, los muertos obsesio­
nan nuestro inconsciente más que nunca.
2 L e temps d’im soupir, Julliard 1963, p. 114 y ss.
Transcribimos tres pasajes particularmente significativos.
- “Por no estar tú, ya no soporto el cielo gris, las lluvias de noviembre, las últimas hojas
cloradas, los árboles negros y desnudos donde antes veía un anuncio de la primavera. Huyo de
los árboles y de los crepúsculos, tengo que esforzarme por mirar el sol y el claro de huta. Antes
yo era ligero y grave, pero ahora me siento torpe; me arrastro en lugar de elevarme. Iodo me
cuesta”, p. 60.
- “ Fuera, el mundo continúa. Levanto las cortinas y recono/co la vida habitual de nuestra
calle y de nuestro patio, pero no me llegan ya de la misma manera. Todo ha cambiado y
tomado una significación nueva; las voces me molestan como si no las hubiese oído nunca, las
risas me parecen provenir de otro mundo, y cada mañana el largo rechinar de los cubos de
basura arrastrados sobre la acera resuena como la señal de una ejecución”, pp. 113-114.
- <Qué hacer con todos los objetos ahora inútiles? “¿Quemarlos, guardarlos, darlos, arrojar­
los al Sena? Quemarlos satisfaría el sentido de lo absoluto; guardarlos respondería a la tenta­
ción del momento. ¿Pero voy a convertirme en una mujer replegada sobre su pasado, consa­
grada a un culto estéril?”, p. 146.
3 Une morí tres douce, Gallimard, 1964, p. 111; véase también p. 103.
195
196 LA M U ERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

de la clínica donde su madre moría, quedó de pronto sorprendida


ante “la lujosa arrogancia de un mundo donde la muerte no tiene
lugar pero que está encerrada detrás de esa fachada, en el secreto
grisáceo de las clínicas, de los hospitales y de los cuartos cerrados. Y
yo no conocí otra verdad”.
Entre los objetos, algunos llegan a tener un estatuto particular: los
que han tocado de cerca al difunto. A veces se busca desembarazarse
de ellos lo más rápido posible, ya sea para confirmar la desaparición
del muerto y liberar la agresividad del sobreviviente a su respecto, ya
porque la presencia del objeto subraya la ausencia dolorosa del ser
amado. En las sociedades “arcaicas” es frecuente que esta desapari­
ción/destrucción de las vestimentas y utensilios, incluso de la casa del
difunto,4 sean el signo y la consecuencia de su carga excesiva de im­
pureza, que se corresponde con la anomia de la muerte. Pero otras
veces se conservan esos objetos celosamente (incluso piadosamente),
y con una infinita ternura se puede llegar hasta el culto de las reli­
quias.5
“Es conocido, dice también £>. de Beauvoir, el poder de los objetos.
La vida se petrifica en ellos,'»más presente que en ninguno de sus
instantes”; y más adelante concluye: “inútil pretender integrar la
muerte a la vida y conducirse de manera racional frente a una cosa
que no lo es: que cada uno se las arregle como pueda con la confu­
sión de sus sentimientos.”6
Puede existir, por lo tanto, un fetichismo de los objetos, los cuales
en el caso extremo se convierten en signos, en potencias que sustitu­
yen su utilidad inicial. Lo que el hombre encuentra en los objetos “no
es la seguridad de sobrevivir, sino vivir desde ahora continuamente el
proceso de su existencia según un modo cíclico y controlado, y superar de esa
manera, simbólicamente, esta existencia real cuyo acontecimiento irreversible
se le escapa".7 Es por esto que el depresivo reacciona mal frente al
objeto perdido que lo abandona, y lo vive un poco como si fuera una
manera de anulación de sí mismo.8 Pues el “objeto es lo que nos permite

A El hecho es sistemático si se trata de una mala muerte. Así, todo lo que tocó el leproso es
entregado a las llamas.
*’ Véase I>. Fedida, La relique et le travail du deuil, Nllc. Rev. de Psyehanalyse, 2, Gallimarcl,
1970.
6 Op. cit., 1964, pp. 140-141. E s t a m b i é n G. B r a s s e n s , c u a n d o c a n t a la n o s t a l g i a d e l h o m b r e
que se imagina cómo, después de muerto, su sucesor se pone sus pantuflas* fuma su pipa, se
desliza entre sus sábanas e n el lecho de su amada.
7 J . Baudrillard, Le systeme des objets, Denoél-Gonthier» 1968, pp. 116-117.
8 Entre los depresivos y ios melancólicos, la pérdida del objeto, que se siente frecuentemente
como una anulación del yo, equivale a una muerte. Véase por ejemplo el trabajo de S. Nacht y P.
C. Racamier, “ Les états depressifs, étude psychanalytique”, informe al 21 Congreso Int. de
LO S ROSTROS DEL M O R IR 197

vivir el duelo por nosotros mismos, en el sentido de que él figura nuestra


propia muerte, pero superada (simbólicamente) por el hecho de que
lo poseemos, por el hecho de que, al introyectarlo en un trabajo de
duelo, es decir al integrarlo en una serie donde el objeto ‘trabaja’
continuamente para representar en un ciclo esta ausencia y su resur­
gimiento fuera de esta ausencia, resolvemos el acontecimiento angus­
tioso de la ausencia y de la muerte real. Desde ese momento y gracias
a los objetos, efectuamos en la vida cotidiana este trabajo de duelo
sobre nosotros mismos, y esto nos permite vivir regresivamente, es
verdad, pero vivir”.9
También en esto una ancha fosa separa al hombre de las sociedades
arcaicas del hombre occidental. Los dos, es cierto, captan en el objeto
una “virtud”; el primero bajo la forma de ancestralidad, el segundo
de modernidad técnica. En el primer caso, es la imagen del Padre
como fuerza la que está cuestionada; en el segundo, es más bien la
imagen del Padre como poder y valor. Recurrir a un talismán protec­
tor más poderoso y eficaz, equivale a buscar un libro raro o un objeto
único. Cada uno lucha contra su muerte a su manera. En todo caso,
el límite que rige en el África negra para la propiedad individual
(que es más bien, con frecuencia, usufructo), acrecienta quizás el po­
der mágico del objeto “fetiche”, pero disminuye ciertamente el nú­
mero de los que lo poseen. De hecho, sólo el Occidente conoce este
tipo de hombre particular que es el coleccionista, este hombre-
muerto “que se sobrevive literalmente en una colección que desde
esta vida lo proyecta indefinidamente más allá de la muerte, inte-
,grando a la muerte misma en la serie y el ciclo [ . . . ] : si cada objeto es por
su función (práctica, cultural, social) la mediación de un deseo, es
también, como un término más del juego sistemático que acabamos
de describir, el exponente de un deseo. Y es éste el que hace moverse,
sobre la cadena indefinida de los significantes, la repetición o susti­
tución indefinida de sí mismo a través de la muerte y más allá de
ella. Y es en parte a través del mismo compromiso que, así como los
sueños tienen por función asegurar la continuidad del dormir, los
objetos aseguran la continuidad de la vida”.10

Psychanalyse, C o p en h ag u e (1959), retom ado (aumentado) por S. Nacht, L a présence du psycha-


nalyste, París, n i , 1963, cap. 9. "Estoy muerto”, grita el Arpagón de Moliere cuando com­
prueba que le han robado su cofre.
9 J . Baudrillard, op. cit., p. 117.
10 Ibidem, pp. 117-118. Para mostrar en qué sentido la colección puede ser un juego con la
muerte (una pasión), por lo tanto (simbólicamente) más fuerte que la muerte, el autor recuerda
esta historia de Tristan Bernard. Un hombre coleccionaba niños: legítimos, ilegítimos, adopti­
vos, recogidos, bastardos. Un día los reunió en una fiesta. Alguien le dijo: “Pero le falta uno en
i

198 LA M U E R T E DADA, LA M UERTE V IV ID A

Sin insistir en el problema de la muerte de los objetos (destruc­


ción/desgaste), hay que decir algunas palabras sobre las pulsiones sú­
bitas que acometen por ejemplo a ciertos coleccionistas a menudo
iconoclastas.11 Si les falta una pieza a su colección, imposible de en­
contrar o de pagar; si otro posee objetos más bellos y sobre todo más
raros que desvalorizan por lo tanto sus propias posesiones; si una
decepción particularmente traumática los golpea, entonces estos
hombres buscan en la destrucción de su colección el sustitutivo de su
propia aniquilación. Hay en ello una especie de autólisis “ante la im­
posibilidad de circunscribir la m uerte”, según la expresión de J.
Baudrillard.12 Y cabe preguntarse si el furor de los destructores de
ídolos (nosotros conocimos en el África negra a misioneros que que­
maban los objetos del culto animista para implantar el cristianismo y
“dar muerte al hombre viejo” -algunos más avisados, pero no menos
vándalos, los vendían a los museos de Europa), no se emparenta en
algo con el desequilibrio del duque de la Meilleraye cuando destruía
a hachazos las estatuas que había heredado de la sobrina de Maza-
rino, porque estaban desnudas.
¿Y qué pensar del gusto por los objetos que tocaron de cerca al
muerto?; cráneos,13 cuerdas de ahorcado,14 armas que sirvieron para
el crimen. ¿Fascinación? ¿Exorcismo? También es difícil pronun­
ciarse sobre esto. De lo que no hay duda es de que en tales compor­
tamientos la pulsión de m uerte aparece sistemáticamente. A la
inversa, el respeto excesivo por el objeto al que se le priva de su
función (difunto él también en sentido etimológico) quizá está em­
parentado con un regusto por la muerte, que obsesiona al esquizo­
frénico.15

su colección.” “¿Cuál?” “El niño postumo”. Entonces el coleccionista impenitente embaraza a su


mujer y se suicida.
M Véase M. Rheims, up. cit., 1963.
12 J . Bagdrillard, op. cit., 1968, p. 119.
13 Cierto epileptólogo célebre poseía en su despacho de Marsella una extraordinaria colec­
ción de cráneos naturales, pintados, grabados, modelados, así como también de cabezas redu­
cidas.
14 “Hay quien colecciona, como sir Thomas de Tyrwhitt, cuerdas de ahorcados. Tenía en su
colección la que sirvió para colgar a sir Thomas Blunt que, bajo el reinado del monarca de
Inglaterra Enrique IV , fue condenado al suplicio de los traidores, es decir a ser colgado sin
llegar a la muerte, y entonces, aún vivo, se le arrancaban las entrañas y se las quemaba. Una
noticia biográfica acompañaba a cada cuerda de esta colección.” M. Rheims, op. cit., p. 49.
15 El objeto conservado, que no sirve para nada más que para existir, puede considerarse
como un objeto muerto. Por ejemplo, para ciertas amas de casa, es la mesa del comedor en la
que no se come jamás, y que a lo sumo se la deja ver entornando la puerta. Esa mesa no es más
que el pretexto estúpido para quitarle el polvo o lustrarla de vez en cuando.
LOS ROSTROS DEL M O RIR 199

L as fo r m a s d e l m o r ir

La pluralidad de ias formas concebidas del morir hace intervenir de


distinta manera a la pura reflexión teórica, al contenido de ciertas
experiencias, incluso a las creencias populares. Lo que se impone con
más frecuencia es la referencia a la duración, al valor, a la legalidad,
a lo imaginario o a lo simbólico. Dos ejes temáticos reclamarán nues­
tra atención: el acto de morir y su sentido. Por ahora sólo examina­
remos el prim ero.16
No agregaremos nada a propósito de las relaciones individuo/es­
pecie -o más bien individuo mortal/especie inmortal-, que ya exami­
namos al hablar de la muerte biológica o de la muerte en el animal.
La individuación excesiva -a pesar de los hechos de socialización ine­
vitable, sólo tendría lugar a nivel del lenguaje- explica, según dijimos,
la obsesión y el rechazo dramático de la muerte en el hombre occi­
dental mientras que lo contrario se produce en el negro africano.
Sin embargo, la distinción público privado merecería algunas re­
flexiones. ¿Dónde se muere? ¿Solo o delante de quién? No hay
muertes públicas (Pucheu exclamó frente al pelotón de ejecución:
“Imbéciles, muero por ustedes”). Se ha dicho que en el siglo xvn era
más fácil morir noblemente por cuanto se moría en público. “Yo he
visto, escribía Montaigne, a varios que iban a morir y eran asediados
por todo ese tumulto. El gentío los ahoga.” Y él tenía una opinión
diferente:17 “Vivamos y riamos entre los nuestros, ya que vamos a
morir y padecer entre desconocidos”; pues para él, morir es “un acto
de un solo personjye”.
Es este drama de la presencia/ausencia que fue expresado en imá­
genes de rara intensidad en la película de Bergman Gritos y susurros, y
en la de M. Pialat, La gueule ouverte. Es verdad que se puede morir
solo aunque se esté delante de otros; como también es posible mo­
rir rico de presencias/recuerdos en la soledad.

Verdadera muerte o seudomuerte

Esta dicotomía se plantea en términos reales en el mundo occidental


únicamente con referencia a los distintos tipos de coma; inútil insistir
s

16 El problema del sentido del morir será tratado en la tercera pane. Véase 1. Lepp, La mort
el ses mysútres, Grasset, 1966, cap. v.
17 Kn una perspectiva algo diferente, es el caso ele J . 1\ Sari re: “Con mi muerte, la mirada
del otro me tija en el pasado, me transforma en objeto, me cosiílca de alguna manera. Por lo
tanto, vale más m orir solo.”
200 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

en ello.18 Por otra parte, a pesar de ciertas expresiones tranquiliza­


doras (“duerme”, “reposa”), sabemos muy bien distinguir la muerte
del sueño. Ciertamente, el sueño comparte con la muerte el hecho
de ser una especie de anulación de la conciencia; y el durmiente puede
también soñar que muere, o que está muerto a la manera del “soñar
despierto” de ciertos enfermos mentales.19 Pero científicamente, el
electroencefalograma capta la diferencia entre los dos estados. Subje­
tivamente, sabemos que nos quedan otros despertares y otros sueños
por vivir.
En cuanto al orgasmo, llamado a menudo “la muerte pequeña”,
para ser muerte verdadera le falta “la vivencia escatológica”. “El su­
jeto lo sabe, y esta convicción hace que la anulación sea aceptable o
deseable, con su retorno próximo a la vida de vigilia y al dinamismo
personal. Sólo la conwcción de lo irreversible proporciona la dimensión
auténtica de la m uerte.”20 Queda, por supuesto, el juego de la
muerte que se simula, fuente de procedimientos teatrales bien cono­
cidos (véase Volpone, la pieza de Ben Jonson que hizo ilustre Düllin),
de los que ha usado y abusado el teatro de boulevard con fines lúdicos
o cómicos. <!
En cambio, en el caso del África negra, por ejemplo, la distinción
puede parecer más sutil. Aquí la muerte se aproxima a la enferme­
dad mental, a ciertas formas de la posesión, del desvanecimiento y
del sueño. Entre los ndembu (Zambia), la muerte se define a la vez
como cambio de estatuto social y del modo de existencia: “Jamás se
aparece como una aniquilación -el término ku-fva designa también
‘el desvanecimiento’, y muchas veces, cuando volvían en sí, los
ndembu me declaraban que habían estado ‘muertos’ y que el trata­

18 Es sólo de una manera metafórica como podemos hablar de muerte tratándose de los
viejos del asilo, de los recluidos de por vida en las prisiones u hospicios, y con más razón de los
condenados a muerte que esperan su ejecución. Más bien habría que hablar aquí de muerte
por etapas o de muerte social.
19 El estudio del sueño en sus relaciones con la muerte (soñar con la muerte, sentido otor­
gado por el grupo al soñar con muertos, sueño y premonición de la muerte) no se ha empren­
dido jam ás de manera sistemática. D. Cooper (Mort de lafamille, Seuil, 1972) nos da un ejem ­
plo curioso: “Un hombre, médico de profesión, soñó que le explicaba la anatomía de la cabeza
a estudiantes de medicina. En el sueño, se cortó su propia cabeza, la colocó en el suelo, la cortó
en dos -las mucosidades caían de sus narinas. Entonces explicó minuciosamente la configura­
ción de su cerebro (su espíritu), con una fascinación y una impresión de comprensión total.
Luego, con toda calma y como jugando, le pegó un puntapié a su cabeza y se sumergió más en
su muerte, volviendo a ver la totalidad de su vida ya consumada” (p. 131). Véase R. Caillois, G.
E. von Grunebaum, Le reve et les sociétés humaines, Gallimard 1967. Véase también B. Kilborne,
Symboles oniriques et modeles culturéis. Le reve et son interprétation au Maroc, 3er. ciclo, París, 1974.
20 J . Guillaumin “Origine et développement du sentiment de la mort”, en La mort et l’homme
du XX siecle, Spes, 1965, p. 76.
LOS ROSTRO S DEL M O R IR 201

miento de curandero (chimbuki) los había devuelto a la vida. Quizás la


expresión que más se aproxima a este sentido ndembu es ‘tener un
síncope’. La muerte es un ‘síncope’, un periodo de impotencia y pasi­
vidad entre dos estados de vida.” 21
Por otra parte, mientras que el principio vital (el nyamá de los do-
gon y de los bambara en Mali) está ligado de manera muy estrecha al
cuerpo durante la existencia normal del sujeto viviente, las almas,
particularmente las almas ligeras (almas-pájaros de los antropólogos,
sombras, dobles), pueden escaparse -p o r la boca, las narinas, las ore­
jas, los cabellos-, ya sea durante el adormecimiento o el dormir (de
ahí la actividad de los sueños, incluso del ensueño), ya bajo influencia
de un shock, de un traumatismo psíquico o de la acción maléfica del
brujo (de ahí el desvanecimiento, la enfermedad mental, la sustitu­
ción de almas extrañas a las almas personales; por ejemplo los tonga
de Africa del sur viven temiendo ser poseídos por las almas de sus
vecinos y enemigos, especialmente.los zulúes).
El desvanecimiento, el dormir, la catalepsia pueden simular ciertos
caracteres de la muerte; como ésta, proceden de una huida del alma
o de varias almas (sólo el principio vital, que permanece, explica por
qué el cuerpo sigue respirando y estando cálido); como la m uerte,
ellos son estados anómicos (separación del grupo), al igual que la
esfermedad mental, que singularizan y afectan al.individuo, y por lo
tanto a su apariencia; como la muerte, suscitan por parte de los alle­
gados -excepción hecha esta vez del sueño- actitudes de defensa y de
reintegración del individuo al seno del grupo (conducta de m a te ria­
lidad, de aseguramiento, sentimiento de urgencia).
Un caso particular nos lo ofrece la pesadilla. Tomemos el ejemplo
de los hausa (Níger), descrito por J . Rouch. “La pesadilla significa
que el biya (alma) ha encontrado algo terrorífico: el riesgo es muy
grande, porque el biya, espantado, puede no regresar. En la pesadi­
lla, ciertas fuerzas del mal, los tyarkaw, comedores de biya, las almas
de mujeres muertas en el parto, los fantasmas de hombres muertos
por accidente o asesinato, pueden apoderarse de los biya que encuen­
tre: el durmiente, aterrorizado, se despertará sin alma, y al cabo de
algunos días m orirá.”22 También aquí encontramos este poder
de evasión hacia lo imaginario, imputable menos al sincretismo de las
nociones que a la preocupación por asegurar al yo y al grupo: la
21 Véase V. W. Turner, “La classification des couleurs dans le rituel ndembu”, en E. Bradbu-
rey, C. Geertz, Essais d ’anthropologie religieitse, Gallimard, 1972, p. 83. Sobre las relaciones
muerf.e-sueño-catalepsia en el pensamiento oriental, véase pbr ejemplo Larre, “La.vie et la mort
dans Tchouang Tseu", Ethnopsychologie, I., m arzo de 1972, p. 59 y íí .
22 L a relig ió n et l a m agie d es S on g h ay , PUF, 1 9 6 0 , p. 26 .
202 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE V IV ID A

pluralidad de los elementos constitutivos de la persona (almas, fuerza


vital o soplo vital, principios reencarnados) facilita esa participación.
Esto no significa que el negro africano ignore la muerte verda­
dera. Los buma del Zaire distinguen el ogpa nsila (morir de verdad)
del ogka-ibu (morir para la suerte = tener mala suerte), y también,
contrariamente a los. ndembu, del ogpa nki (síncope). El signo de la
muerte verdadera, según ellos, es el muziern mumatina (el soplo está
cortado), que precede al okwak muziern (sacar el aliento = respirar con
dificultad).

L a muerte dada y la muerte que se da

Hemos hablado largamente del hacer morir (muerte/dada/recibida),


a propósito de las pulsiones de muerte. Pero claro que también el
hombre se da la muerte (u ordena que se le dé). Suicidio y homicidio
¿están ligados? ¿Hay que admitir con Stekel que “no hay suicida que
no haya deseado la muerte de alguien”?23 ¿O que hay allí, como
piensan Morselli y Ferri, “dos efectos de una misma causa, que se
^expresa tanto bajo una forma como bajo la otra, sin que se puedan
asumir una y otra a la vez”, de modo que el suicidio sería de alguna
manera “un homicidio transformado y atenuado”?24 ¿Pero hay que
situar en el mismo plano el suicidio propiamente dicho (egoísta o
anómico al decir de Durkheim) y el suicidio altruista o sacrificio?25
Parecería que no. Muchos son los problemas antropológicos impor­

23 Véase también S. F reud, “ Deuil et mélancolie” , en Métapsychologie, N. R. F., 1968. Sin


em bargo, recordem os con M enninger que el suicidio está incluido en el instinto de autodes-
trucción. El acto dei suicidio contiene, desde el punto d e vista psicológico: el deseo de matar,
un deseo de ser matado y un deseo de m orir, estableciéndose lazos profundos entre la autoa-
gresividad y la heteroagresividad, que no son más, que dos aspectos de un mismo problema.
24 Véase M. Halbwachs, Leí causes du suicide, Alean, 1930, pp. 295-318. Hasta el final del siglo
xvm n o se hablaba d e suicidio sino de hom icidio de sí m ism o, lo que quería significar que
había habido allí un crim en. H oy, el suicidio no es un delito penal, y la tentativa de suicidio no
está castigada por la ley. Sin em bargo, la mutilación voluntaria es castigada por el C ódigo de
Justicia Militar de 1965 (artículos 398 a 400), el aborto es todavía reprim ido por el código
penal, aún si es com etido p o r la m ujer sobre sí misma. La provocación y la ayuda al suicida no
m erecen ninguna sanción; p ero se puede ser acusado (delito de om isión, artículo 63) por pres-
cindencia culpable si se tenía conocimiento de un proyecto de suicidio, y con m ayor razón en
presencia de una tentativa.
25 E. Durkheim, Le suicide, élude de sociologie, Alean, 1977. Véase también M. Gorceix y M.
Zimbacca, Étude sur le suicide, Masson, 1968. N. N., Suicide et mass media, Masson, 1972.
Hay muchas maneras de darse m uerte: matarse, hacerse matar voluntariamente, dejarse
matar, dejarse morir (rechazar cuidados o alimentos), sin hablar d e los instrumentos utilizados:
armas d e fu ego, armas blancas (hara-kiri), ahorcam iento, ahogam iento, asfixia, veneno,
abrirse las venas, precipitarse en el vacío, provocar un accidente de automóvil.
LOS R O ST R O S DEL M O R IR 203

tantes que se plantean: la existencia de suicidios colectivos, donde la


imitación y la presión social desempeñan un papel capital; el au­
mento del índice consumado de tentativas de suicidios (histéricos) y
de suicidios (melancólicos) en las sociedades industriales;28 el hecho
deque entre las tentativas 27 haya sobre todo adolescentes y mujeres,
y que los suicidios logrados sean especialmente de hombres y adultos
maduros; o también que el máximo de suicidios se manifieste du­
rante los meses en que los días son más largos (fiesta de la vida,
insoportable para gentes deprimidas o durante crisis económicas (el
peligro que afecta al grupo es entonces introyectado), mientras que
en invierno o durante las guerras los suicidios son raros (el peligro es
exógeno, extraño al grupo; y hay que defender a éste); el hecho de
que el suicidio de los adolescentes quiera ser antes que nada una
protesta contra el grupo y sus valores; en fin, que la gente no se
suicida de la misma manera según a qué clase social pertenezca y qué
profesión ejerza (los artistas sólo rara vez se hacen saltar la tapa de
los sesos; cierto efebo inglés bien conocido prefirió dispararse un
balazo en el ano), incluso según las edades 28 o el sexo.29
Esto significa que estamos en presencia de un problema de rara
complejidad, de múltiples facetas. De hecho no puede colocarse ,en el
mismo plano al suicidio prepuberal, ligado a la depresión, a la hipere-
motividad (sin dejar de lado la herencia o la conducta parental), el
suicidio del adolescente, que es menos desaparición del yo físico que del

26 He aquí [as cifras referentes a Francia: 1900-1914, 8 a 9 000 suicidios/año; 1914-1918,


4 600 a 5 000; 1919-1939, 8 a 9 000; 1940-1945, 4 200 a 4 50Cfc 1946-1959, 8 a 8 500; 1960-
1966, 6 a 7 000. i
27 Dr. J. Furtos, L a scene soáaie de la mort. Pour une introduction a Vapproche pragmatique des
tentatives de suicide, Tesis, Lyon, 1974.
2i1 Los porcentajes de suicidios crecen con la edad (las tentativas y los suicidios propiam ente
dichos son excepcionales antes de los 15 años) y alcanzan un máximo en las edades superiores
(y no a los 40-50 años com o las cifras absolutas inducirían a creer).
aü S iem pre en Francia, entre 1960 y 1970 h u b o 2 373-2 813 suicidadas/año contra
5 880/6 377 suicidas. (Es verdad que las mujeres fallan e n su intento con más frecuencia). Las
convicciones religiosas más profundas, ei m ayor apego a la familia, un p od er de resignación y
de resistencia ante el sufrimiento también mayores, tales son los argumentos invocados con
frecuencia para explicar un nivel de suicidios más ba jo en la mujer. Se habla también del
pudor, que le haría resistirse a Ja idea de ser expuesta en la morgue. Se recuerda que una
epidemia d e suicidios entre las mujeres de M ilcio fue detenida mediante una ordenanza que
estipulaba que c ada m ujer que se diera muerte, sería expuesta desnuda en la plaza pública. IVro
más convincente parece el argumento de que las mujeres “ se cuidan más que los hom bres del
prestigio que tendrán después de muertas frente a la sociedad: a) más que los hom bres, ellas
buscan procedim ientos que no d eform en ni afeen su físico: ingieren veneno, se ahogan, se
asfixian con gas, se cortan las venas, etc.: b) más que los frombres, las mujeres dejan cartas y
papeles explicando las buenas razones qu e tuvieron para atentarcom rasí mismas” . C. R. Fuentes,
Rev. Inter. de Pólice criminelle, 1961, pp. 144-149,
204 LA M U ERTE DADA, LA M UERTE V IV ID A

personaje social, menos agresión contra sí mismo que reacción de


negación con respecto al grupo; el suicidio de la edad madura, que
proviene de causas biológicas (alcoholismo, enfermedades) o de cau­
sas sociales (fracaso afectivo o económico); por último, el suicidio del
viejo, ligado con frecuencia a la sensación de vacío, al sentimiento de
inutilidad y abandono, a la desesperación de la mediocridad orgánica
o social.
Todavía habría que hacer otras distinciones: los suicidas que le di­
cen “no” a la vida de los que le dicen “sí”, quizás frecuentes; o los
suicidas que aparecen como tales y los que disfrazan su acto bajo
formas de accidentes (es el caso de aquel americano que, después de
haber contratado un seguro de vida, tomó el avión donde había colo­
cado una bomba); aquellos que se suprimen a sí mismos y los que se
matan por interpósita persona (un hombre demasiado cobarde para
matarse, asesina a alguien para ser juzgado y ejecutado por su cri­
men; o el desesperado que se las arregla para que lo mate un desco­
nocido que ha encontrado en un banco cualquiera, como en la Histo­
ria del zoológico de E. Albee). incluso están los suicidios-mensajes (el de
Y. Pallach, los de los bonzos durante la g u erra de Vietnam),
los suicidios-acción (los kamikazes :i0 en la última guerra), los suicidios-
huida o evasión de motivaciones bien diferentes (el desdichado que se
siente aniquilado por la existencia, el que quiere evitar verse en la
picota pública: P. Laval; el que desea terminar con la degradación
biológica y el “horror insuperable” que le inspira el mundo: H. de
Montherlant); los suicidios-estrategias (el luchador que quiere escapar
a la tortura por temor a confesar, como en la pieza de J. P. Sartre
Muertos sin sepultura); los (sendo)-suicidios publicitarios (la starlett desco­
nocida que quiere llamar la atención sobre ella, etcétera.
A. Fabre-Luce ha mostrado acabadamente las diferencias entre la
m uerte de Sócrates -evasión, heroísmo, publicidad, autosatisfac-
ción-31 y la muerte de Cristo. Como Sócrates, Jesús va consciente­
mente al encuentro de su destino; podría evitarlo, pero lo acepta.
Pero no hay en él ninguna actitud de provocación; por el contrario,
Jesús declara que su reino no es de este mundo, que es preciso pa­
garle el tributo a los romanos y darle al César lo que le pertenece. A
diferencia de Sócrates, Jesús no se ve a sí mismo como cómplice de
sus verdugos, sino como víctima de su maquinación. “Sacrifiquemos
un gallo a Esculapio”, dice Sócrates, que quiere morir. “Padre, aparta

30 Suicidio sacrificio, d on d e la teatralidad se une al coraje, antes de partir, se reunían en un


banquete. Vestidos de blanco, color de d.uelo, se despojan de sus bienes terrestres. Y en el
m om en to de subir al avión, se les entregaba una urna blanca destinada a recoger sus cenizas.
31 Op. d t., 1966, p. 149.
LOS ROSTRO S DEL M O R IR 205

de mí este cáliz”, exclama Cristo precisamente porque sabe que debe


morir. “Estamos muy lejos del orgullo socrático, en el dominio d e la
pura transparencia: el Agente se inmola a su Misión.”
Se podrían señalar también otras distinciones, especialmente entre
el suicidio fallid o auténtico (Drieu La Rochelle lo intentó tres veces, por
lo tanto quería morir) y el que no es más que un pedido de auxilio
(no hay reincidencia en el suicida que no llega a suicidarse). Quizás,
después de todo, el suicidio es también un remedio para el suicidio,
R. Crevel declaró que “la obsesión del suicidio es el mejor remedio
contra el suicidio”; y Cioran apuntó “sin la idea del suicidio, ¡hace
rato que me habría matado!”.
El Africa negra nos propone también una pluralidad de intencio­
nes o de expresiones suicidas, pero en una perspectiva cultural dife­
rente. Se puede hablar acá de suicidio activo, activo/pasivo y pasivo.
El suicidio activo supone una participación directa inmediatamente
eficaz del sujeto que se da la muerte. Pueden verse aquí dos aspectos.
Antes que nada el suicidio egoísta:32 es la consecuencia de una
situación donde el yo, equivocadamente o con razón, se siente de­
sasosegado, desdichado, maltrecho, socialmente desvalorizado; humi­
llaciones, acusaciones graves -de brujería especialmente-, deudas,
impotencia o esterilidad, querellas im portantes, no adaptación
a un género de vida nuevo (especialmente en el medio urbano), perse­
cución ligado a una conversión al cristianismo o al islam (casi única­
mente en el medio rural tradicional), resumen las principales líneas de
conducta suicidógena que hemos encontrado.
Luego está el suicidio-venganza o suicidio ofensivo -el samsonic-
suicide de los anglosajones-, que M. D. Jeffreys 33 encontró en
Uganda y que tam bién nosotros encontram os entre los ashanti
(Gana, Costa de Marfil) y los diola (Senegal). Él sujeto se da la
muerte no sólo para molestar y crearles problemas a los sobrevivien­
tes (pena causada por la desaparición del ser querido; eventual acu­

32 Recordemos que para E. Durkheim (Le suicide, étude de sociologte, Alean, 1897), el suici­
dio califica al acto por el cual un individuo se da muerte voluntariamente. El suicidio es lla­
m ado altruista cuando el sujeto renuncia-a la vida por espíritu de entrega a la.colectividad; el
suicidio anómico resulta d e una desorganización parcial o un debilitamiento de las reglas colec­
tivas; y en cuanto al suicidio egoísta, es aquel q u e implica el culto exagerado del yo. R ecordem os
que para Durkheim, la frecuen cia de los suicidios varía en razón inversa al grado de integra­
ción de la sociedad religiosa, dom éstica y política. Es así qu e los protestantes se dan m uerte más
a m enudo que los católicos, los solteros que los casados, los m atrim onios sin niños que los qu e
los tienen.
33 M. D. Jeffreys, Samsonic-suicide, or suicide o f revenge am ong Africans”, Afñcan studks,
Londres, septiembre de 1967. En P. Bohannan (ed.), African homicide and suicide, Princeton
Univer. Press, 1960.
206 LA M U ERTE DADA, LA M U E R T E VIVIDA

sación de brujería a los allegados, seguida de sanciones a veces peno­


sas), sino también para perjudicarlos con más fuerza: manes qué
rondan por el poblado y persiguen a sus habitantes (conocimos una
“reina” animista diola en Casamance —Senegal- que amenazó con
darse muerte a fin de “venir todas las noches a hacerles cosquillas
en los pies a sus súbditos” que no se mostraban bastante generosos en
sus dones), o difuntos que se reencarnan varias veces para morir
en seguida, lo que constituye un hecho infamante a la vez que dolo­
roso para su familia, y ello va a veces acompañado de vivas amenazas
por parte de sus allegados (la anoniia libera siempre corrientes de
impurezas temibles para el espíritu de los negro-africanos).
El suicidio activo/pasivo implica a la vez una decisión voluntaria del
sujeto-que quiere morir (eventualmente se deja morir de hambre) y
la cooperación de sus allegados, que acceden tanto más voluntaria­
mente a sus deseos cuanto que comprueban que son conformes a las
costumbres. Este suicidio mitad egoísta mitad altruista que, contra­
riamente al suicidio egoísta, no implica muerte violenta, caracteriza
ante todo el comportamiento de los viejos (entre los diola, por ejem­
plo), quienes hartos de vivir, y habiendo cumplido ya su misión acá
abajo se sienten inútiles y desean ardientemente ir a encontrarse con
sus antepasados y eventualmente reencarnarse.
Una forma hoy desaparecida de este suicidio activo/pasivo, pero
esta vez con muerte violenta, se aplicaba al guerrero que durante el
combate quedaba inutilizado por una herida. Por temor a caer vivo
en manos de los enemigos, se exponía voluntariamente a sus golpes,
o les pedía a sus compañeros que lo ultimaran. Así evitaba, no sola­
mente la vergüenza de ser apresado, sino que se aseguraba que sus
antepasados lo acogerían favorablemente, al tiempo que los sobrevi­
vientes celebrarían su memoria. En este aspecto, la oblación se fun­
daba en un interés bien entendido.
Por último, el suicidio pasivo, que podría corresponder cultural­
mente a un suicidio/homicidio, nos remite a lo imaginario, a igual
título que el suicidio místico de regeneración. El sujeto declina (tanto
por inhibición o bloqueo como por decisión voluntaria) porque con­
sidera que está ya en vías de m orir:34 es “víctima” de un agente

31 Es lo que nosotros hemos llamado a falta de un término mejor, la muerte por instancias
(muerte-que-se-va-haciendo). Aparentemente, el h om bre afectado parece normal. Y sin em­
bargo, quizás ya ha perdido una de sus almas, o un fragm ento de principio vital. A m enudo
lo sabe y es allí d on d e se sitúa el suicidio pasivo d e l que hem os hablado. Pero lo más corriente
es que no lo sepa. Entre los seres del Senegal, el konopaf (un vivo ya muerto) y h om bre con
plazo, pero que lo sabe, trata a m enudo de arrastra!- consigo a otras personas p o r celos, por
am or o p or venganza. Si fracasa, tiene que anticipar la hora del desenlace fatal, se suicida.

*
LOS R O ST R O S DEL M ORIR 207

extraño, casi siempre invisible, que por maleficio, mala suerte o bruje­
ría (se dice que el brujo “devora” al doble, o principio vital, o alma:
es la fantasía de devoración de los psicoanalistas), o también por po­
sesión (el espíritu que posee “m onta” a su víctima; en el Níger se dice
de las mujeres poseídas que son las “yeguas de Dios”), lo impulsa
inexorablemente a dejarse morir.
Dos motivos opuestos pueden señalarse para explicar la actitud del
agente destructor. Por una parte el odio, la venganza; así los gisu de
Uganda piensan que el suicidio es siempre provocado por los malos
espíritus que obligan a su víctima a darse muerte, mientras que en
casi toda c! África negra este comportamiento suicida está bajo la
dependencia de los brujos devoradores del a l m a . Pero Lambién
puede ser por amor; entre los wolof y los lebu del Senegal, se da el
caso de que el Rab (genio ancestral), cjue ama a tal o cual de sus
sucesores, “viene a habitarlo” y lo incita así a reunirse con él en el
más allá (que es a menudo otro acá-abajo). La persona poseída se
vuelve anoréxica, se niega a participar en la vida cotidiana y termina
aceptando dejar el mundo de los vivos.35
Pero aquí cabe preguntarse si esta actitud (patológica a los ojos de
los occidentales) debe incluirse en el rubro de los suicidios, de
acuerdo con la óptica específicamente negro-africana. Según que le
formulemos la pregunta a sujetos “tradicionales” o ya incorporadas a
la modernidad (aculturación de las ciudades), la respuesta puede ser
francamente negativa (primer caso) o positiva (segundo caso).
Lo que impresiona también al antropólogo africanista, si dejamos
de lado los suicidios sacrificios, es la debilidad de los índices de au-
toeliminación con respecto a las cifras europeas (desde 2,3 para el
Eire hasta 24/100.000 en Dinamarca, con un promedio de 17). Para
35 Encontram os aquí los fen óm en os de tanatomanía, de los que ya hem os hablado. M. Mauss
(Sociologie et Anthropologie, i’i.’K, 1950, p. 313 y ss. La tanatomanía recuerda, según dijimos, los
“ casos d e muerte provocada brutalmente, d e una manera elemental, en num erosos individuos,
muy sencillamente porque saben o creen (lo que es la misma cosa) que van a m o r i r [ ...] Sin
em bargo, es claro que si el individuo está enferm o y cree que va a m orir, aún si la enfermedad
es causada, según él, por brujería de otro o por un pecado p rop io (p or com isión o por omi­
sión), se puede sostener qu e es la idea de la enferm edad la que constituye el medio-causa del
razonam iento consciente o subconsciente. Consideram os por lo tanto solam ente los casos en que
el sujeto que muere no se cree o no se sabe enferm o, y piensa sólo que está p róxim o a la muerte
por causas colectivas precisas. Este estado coincide generalmente con una ruptura de la comu­
nión c o n las potencias y cosas sagradas, sea por magia, sea por pecado, cuya presencia nor­
malmente lo sostiene. Entonces la conciencia es invadida enteramente p o r ¡deas y sentimientos
de orig e n colectivo, y que no traducen ninguna perturbación física. Ei análisis no llega a
aprehender ningún elemento de voluntad, de op ción , o aún de idealización voluntaria por
parte del paciente, ni siquiera de perturbación mental individual, fuera de la sugestión colec­
tiva misma. Este individuo se cree encantado o se cree en falta, y m uere p o r esta razón.”
208 LA M U ERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

el periodo 1960-1965, tenemos: Zambia, 0,93; Uganda y Kenia, 0,91;


Nigeria, 0,90; Costa de Marfil, Dahomey, Gana, 0,84; Tanzania y
Gabón, 0,80; Senegal y Mali, 0,78. Las dificultades de investigación
y la repugnancia relativa a “hablar de estas cosas” no bastan para ex­
plicar cifras tan bajas. Lo que distingue al mundo negro-africano es
una sociedad que integra al individuo, que vela por él en los momen­
tos críticos de su existencia (ritos de pasaje); que toma a su cargo su
enfermedad, particularmente sus perturbaciones psíquicas; que mul­
tiplica los medios de fomentar la salud valiéndose de conductas tran­
quilizadoras o de instituciones que aseguran el equilibrio (parentesco
en broma, fiestas numerosas); que ve en la persona un ser que debe
estar en participación con los otros hombres, los animales y la natura­
leza, rasgos y hechos que el Occidente desconoce.
Las consecuencias de esta situación se imponen claramente. Los
analistas y psiquiatras- subrayan unánimamente y sin reticencias que
en el Africa negra, ya se trate de psicosis o de neurosis, son raros, si
es que no faltan por completo,, los temas de la indignidad, de la inca­
pacidad, de la autoacusación, de la culpabilidad. Es probablemente la
casi inexistencia de síndromes melancólicos (lo que no impide que
aparezcan estados depresivos verdaderos,36 interpretados casi siem­
pre en términos de agresividades invertidas, o de delirios persecuto­
rios) lo que explicaría el número poco elevado de suicidios. Sin que
se lo pueda afirmar con rigor (se trata de hipótesis muy plausibles,
probablemente en vías de confirmación), la excepcionaíidad de los
síndromes melancólicos puede ser atribuida a un cierto número de
rasgos específicos de los sistemas socioculturales negro-africanos. La
rigurosa inserción del individuo en una red estrecha de grupos (fa­
milia amplia, linaje, clan, etnia, asociaciones diversas, clases por
edad) restringe las inclinaciones a la individuación, al aislamiento y
por lo tanto la tendencia a la melancolía.
Desde un punto de vista no ya sociológico o psicosociológico, sino
más bien psicoanalítico, la escasa frecuencia de regresiones pregeni-
tales de tipo oral (tan numerosas por el contrario en la melancolía)
ligada probablemente a la intensidad, duración y especificidad de las

36 Esta adhesión al grupo explica p o r qué la mayoría de los suicidios tienen por causa el
hon or: deudas, impotencia sexual denunciada públicamente, ser injuriado delante de testigos,
ser encon trado en flagrante delito de m entira ante sus suegros. He aquí d os historias revelado­
ras: una jo v e n casada se baña en el río. Se pone a conversar con un manatí, el príncipe de las
aguas, y no se da cuenta de que su suegra atraviesa el río en.piragua y la ve desnuda. Cuando
lo advierte, se suicida ahogándose. Un toucouleur que no tiene cóm o pagar al poeta-músico-
bru jo que públicamente canta sus alabanzas, se cuelga al instante; según otra versión, se corta
una oreja y se la ofrece a su acreedor, etcétera.
LOS ROSTROS D EL M O R IR 209

relaciones madre-hijo, así como la ausencia de un super-yo interiori­


zado (la moral africana proviene más de la heteronomía que de la au­
tonomía, de la regla que del deseo o la aspiración, de la presión que
del impulso, de la vergüenza que de la culpabilidad), justifican sin
eluda la posibilidad de la depresión/persecución, pero constituyen
una barrera eficaz contra la tendencia a la melancolía.37
En fin, en el plano fenomenológico y cultural aparecen dos hechos
que obran en el mismo sentido y de manera muy eficaz. Antes que
nada, la noción de un marco espacial hecho de correspondencias y
participaciones, en el seno del cual el hombre está perfectamente
situado, que sólo raramente le es extraño gracias a los mensajes que
de él recibe y que sabe interpretar: el universo negro-africano es un
tejido de significados, no lo olvidemos.38 Y más todavía la concepción
particular de la organización del tiempo, donde el presente ampliado
, está henchido del pasado y grávido de futuro, donde la duración
lineal, explosiva, bordea al tiempo circular tejido de repeticiones y
justifica el recurso al mito eterno. Tiempo necesariamente en plural;
tiempo de los hombres, de las mujeres, de los dioses; tiempo mítico y
tiempos históricos, tiempos cósmicos y tiempos sociales; y al que fá­
cilmente se lo puede poner entre paréntesis (el filme de J . Rouch
sobre el emperador de los Mosi,3!> donde los ritos invertidos que ca­
racterizan a las fiestas del interregno lo demuestran expresamente).
En una palabra, la falta de individuación,40 los límites de un super-yo
perfectamente diferenciado e interiorizado, una solidaridad, me­
diante el linaje o el poblado, aseguradora y atenta, hacen que el ne­
gro africano viva mucho menos sus propios dramas y que esté bien

:i7 Véase sobre este punto M. Diop, P. Martino, H. C ollom b, SigniJ'icatíon et valmr de la persécu-
tioti dans les cultures africabies, Congreso de Psiquiatría y de Neurología en Lengua Francesa»
Marsella, 1964; H. Collomb y Xwingelstein, Psychiatrica in Africa, Clinical and social psychiatry
an d the problema o f mental health in Africa, Vancouver, 1964; Depressive states in an Afiican commu-
nity, First Pan African C on feren ce, Abeokuta (N igeria), 1964; M. C. y £d. Ortigues, Oedipe
afñcain, Plon, 1966.
38 L V. Thom as, R. L uneau.Les religions d'Afrique noire, Denoél, .Fayard, 1968; Anthropologie
des religions négro-africaines, Larousse, 1974.
39 La llegada del gobern a dor interrumpe la cerem onia ritual del viernes. Cuando e l gober­
nador se marcha, el e m p era d o r vuelve a vestir sus ropas oficiales y reínicia la cerem onia en el
punto exacto donde la había dejado.
40 Esta falta de individuación no nos autoriza en absoluto a reducir la persona al personaje,
y con mayor razón a la máscara. El poseer un nombre secreto, que preserva la intimidad del yo
y protege una parte de su libertad, el carácter relativamente único de cada sujeto en la con­
fluencia de un ju eg o co m p le jo de elementos (almas, dobles, principios vitales, nom bres), la
prom ición social codificada p o r la iniciación, la determ inación de las funciones y de los estatu­
tos, la importancia del origen (étnico, de casta) hacen im pensable una reducción semejante.
210 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

resguardado socialmente para resistir a la depresión de tipo melan­


cólico, y por lo tanto para escapar a la fascinación del suicidio.41

Muerte real' o muerte imaginaria 42

Este “o” es sobre todo inclusivo en las sociedades tradicionales del


tipo negro-africano. Junto a la muerte biológica o real se encuentra
la muerte representada ritualmente. Esta muerte simulada -habría
que hablar aquí de engaño más bien que de simulación, por más que
ésta pueda existir- reviste a menudo un carácter teatral.
En Dahomey, por ejemplo, durante ciertos ritos vaudu,43 asistimos
a un juego sagrado, más o menos consciente y rigurosamente codifi­
cado, que culmina en un estado de embotamiento y de trance o en un
sueño profundo y una rigidez cadavérica, que producen la ilusión de
una muerte auténtica. Y en ciertos casos es seguido por ritos que recuer­
dan realmente a funerales.
La muerte, en la medida en que implica prueba y viaje, purifica­
ción y sublimación, puede considerarse como una iniciación. Inver­
samente, la iniciación comporta siempre un morir seguido de una
resurrección, ritualmente jugados y representados colectivamente.
Tal como lo subraya G. Balandier, la iniciación se aparece como una
institución que permite morir simbólicamente para renacer luego, o
mejor para nacer a una especie de plenitud. “La iniciación es la de­
saparición, no del viejo, sino de un ser que tenía poca existencia y
poca consistencia, a fin de dejarle lugar a un ser realizado en toda su
plenitud. Plenitud física, pues la iniciación da acceso en general a la
vida sexual y a la posibilidad de casarse; plenitud social, pues la ini-

41 En O ccidente, p o r el contrario, el suicidio aném ico se debe a la dislocación anárquica de la


sociedad (el individuo está angustiado, inseguro, no puede aferrarse a nada); e! suicidio egoísta
resulta de los excesos de la individualización, o si se quiere de la falta de solidaridad del indivi­
duo insuficientem ente integrado al grupo.
42 N osotros introducim os la siguiente distinción:

{
Imaginario stricto-sensu: apariencia, imagen sensible, fantasía individual;
Simbólico en sentido lacaniano: m u n d o del lenguaje y dei deseo ligado a la ley
del Padre;

Im aginal: ritual simbólico y op era torio, prop io del grupo con referencia a las
fantasías colectivas (mitos).
Volverem os in extenso sobre este punto en la cuarta parte.
43 A pesar d e ciertas reservas, véase el film e d e J. L. M agneron, Vandou. El “ cadáver” trans­
portado en un sudario blanco no presenta en realidad ninguna rigidez cadavérica, c o m o lo
muestra el film e, está más bien desarticulado, lo qu e es norm al puesto que “ la m uerte” acaba
de producirse.

i" 11» " .........


LOS R O STRO S DEL M ORIR 211

ciación con frecuencia supone el ingreso a la ciudadanía y constituye


una especie de aprendizaje de la sociedad y de sus leyes; acceso tam­
bién a la plenitud ritual, pues sin la iniciación no se dispone de los
conocimientos que permiten integrarse a la vida religiosa.” 44
Es lo que llamamos, precisamente, muerte simbólica. Así, la ini­
ciación serer (Senegal), reproduce claramente el esquema muerte-resu­
rrección. La muerte es simbolizada por el entierro de los iniciados en
el-Mam, símbolo de la tribu, de su pasado, de sus tradiciones y de su
incesante movimiento de vida y muerte. El rito ancestral se desarro­
lla en general desde la noche del domingo hasta el lunes, momento
sagrado para los serer. Los futuros iniciados ignoran lo que les es­
pera. Detrás de la cerca del ndut, lugar donde residen los iniciados,
los selbe, sus vigilantes, preparan una tienda móvil de dos a tres me­
tros de alto, enteramente recubierta para ocultar al que va a moverla.
Es el Mam. Un segundo selbe se colocará junto al Mam y hará vibrar
un látigo que emitirá un silbido terrorífico. Los iniciados cantan
hasta medianoche para prepararse a revivir. De pronto, se hace oír
un silbido estridente. En el poblado cunde el terror. Nadie se atreve
a salir. Los muchachos se alinean a una cierta distancia del Mam,
junto a los poetas-músicos-brujos y los ancianos, que les dan valor. El
Mam es espantable visto de noche con su movimiento de balanceo y
el grito que emite. El primer iniciado es conducido por su selbe junto
al Mam, y allí desaparece. Transcurre un cierto tiempo. Después esta­
lla la noticia: Mam adudán (“Mam se lo devoró”). Los tambores cam­
bian de ritmo. Los neófitos suplican: vor; alguno grita: vusi, Mam
(“protégelo Mam”). Todos comprenden que el iniciado está en ma­
nos de Mam, que representa a la divinidad en l¡a tierra, el absoluto, el
influjo social. Uno después de otro, los iniciacTos son llamados junto
al Mam, y sepultados y ocultos un poco más lejos. Por último todos se
vuelven a encontrar detrás de un árbol, pero su pavor es tal que
creen estar realmente aniquilados. Es entonces que estalla, después
del mensaje de muerte, el mensaje de alegría: Mam a vusa den (“Mam
los ha protegido”). Los iniciados vuelven a la vida. Se les felicita, se
les canta. El ndut ha terminado.
44 “ V ie, mort et civilisation” , en Maitriser la vie?, Desclée de B T O U w er, 1972, p. 81.
Véase también L. V. Thom as, “ L’étre et le paraítre", en Fantasme etfon nation, 3, Dunod, 1973,
pp. 103-139. El hecho iniciático debió tener un alcance universal. Ya A puleyo (Las Metamorfosis,
X I, 21) decía en el siglo ii, a propósito de la iniciación en los misterios de Isis: ' ‘El acto mismo
de la iniciación figura una muerte voluntaria y una salvación obtenida p o r la gracia. Los morta­
les que, llegados al térm ino de la existencia, trasponen el umbral d on d e termina la luz, y
siem pre que se le pueda confinar sin tem or los augustos secretos de la religión, son atraídos
hacia la diosa, quien de alguna manera los hace renacer p or efecto de su providencia, y les abre
un cam ino nuevo al darles, la vida.”
212 LA M U E R T E DADA, LA MUERTE VIVIDA

El segundo rito va a simbolizar lo que el primero ha realizado: es


el abogdah, el baño ritual, en las primeras horas del lunes, sobre un
hormiguero. El abogdah es la purificación de las máculas morales de
su vida pasada. Toda la ceniza que se ha puesto en sus caras en señal
de duelo, todas las impurezas de sus cuerpos, son cuidadosamente
limpiadas. El retorno al poblado, donde los parientes y amigos
aguardan a los iniciados, es triunfal. Llevan a menudo nuevos nom­
bres y vestidos nuevos, casi siempre blancos, símbolos de su pureza.
A veces simulan no reconocer a los miembros de su familia. ¿Acaso
no acaban de nacer desde el punto de vista social? 45 Así, por inter­
medio de la acción simbólica y de la repetición ritual, vamos de lo
dado a lo actuado, de lo biológico a lo social. La muerte real es pade­
cida, individual e individualizadora (imaginaria, pues ella versa sobre
la apariencia); por el contrario, la muerte simbólica es colectiva, comu-
nizadora (por ello hablaremos acá, no de lo imaginario, sino de lo
“imaginal”). Con aquélla quedamos del lado de la naturaleza; con
ésta nos introducimos en pleno corazón de lo cultural.
Además, el nacimiento biológico, que no alcanzará su sentido social
verdadero hasta que se presente el niño a todo el poblado, se le dé
nombre y sobre todo se lo inicie, conduce tarde o temprano, y nece­
sariamente, a la muerte física, mientras que la muerte iniciática, más
bien masculina que uterina, siempre colectiva y colectivizadora, per­
mite al grupo, ritual y por tanto simbólicamente, regenerarse por el
renacimiento socialmente representado: esta vez los hombres pueden
‘dar a luz”; 46 la ambivalencia de la mujer se expresa por traer al
munclo niños no acabados, hijos no circuncisos, hijas no excisadas.

48 Véase H. Gravradn, “ Rites et vie en societe chez les Serer” , A frique Documents, Dakar 52,
1960. C on respecto a dar m uerte (ritual y simbólica) a los hijos en el K.uba del Zaire, consúltese
L. de Heusch. Le roí ivre <>u 1’origine de l'Etat, Gallimard, 1972, pp. 138-140.
También nosotros hemos descrito el caso de los diola del Senegal: L. V, Thom as, Cinq estáis
sur (a mort négro-africaine, Dakar, 1968. Entre los bedik (Senegal), el día de la iniciación, los
jóv en es se aprestan a m orir para renacer: cuando sean sepultados sim bólicamente, el cuello
que es una parte del cuerpo que contiene elementos importantes constitutivos de la persona,
será cortado y remplazado. La participación del cuerpo es extraordinaria a juzgar p or las
m odificaciones vegetativas. La iniciación se vive frecuenctemente c o m o una muerte, incluso
p o r el g ru p o, que llora al que no está más. En la escuela de la selva, el jo v e n iniciado volverá a
aprender los actos elementales de la existencia, puesto que acaba de nacer.
La enferm edad y la terapéutica son también muertes simbólicas y renacim ientos. El enferm o,
y particularmente el enferm o mental, es aquel que ha tenido el privilegio de conocer una
nueva existencia v que por esta experien cia se ha enriquecido hasta el punto de poseer un
nuevo saber v el poder terapéutico. M uchas técnicas terapéuticas tradicionales incluyen una
“ m uerte” del enferm o que es sepultado realmente (es el caso del n d o e p de los vvoloí y de los
lebu en Setiegal). Véase L. V. T hom as, Antliropologie religiease négro-africaine, Lamusse, 1974.
46 Véase L. V. Thomas. L ’etre et le paraítre , op. cit., 1973.
LO S ROSTROS DEL M ORIR 213

Entonces es el hombre quien confiere la completud y se hace autén­


ticamente procreador. Esto se podría resumir en el cuadro que sigue,
y es un rasgo pertenciente a la casi totalidad de las sociedades
negro-africanas: 47
Individuo Comunidad

N acim iento biológico (u te rin o ) ------------> M u erte iniciática (ritual)


M u e rte b io ló g ica ( r e t o r n o a la tie rra « -R e n a c im ie n to iniciático (ritual)
m adre)
- rito in stitu id o
- h e ch o pad ecido - d o m in io d e lo “im agina!” (los ju e g o s
- dom inio d e lo im aginario (la m uerte s im b ó lic o s p e r m ite n al g ru p o o p o -
o p era sobre la aparien cia individual) n e r s e a l a s p e c t o d is o lv e n te d e la
m u erte) ........
Naturaleza Cultura

Se aprecia de este modo la importancia de los medios concebidos y


puestos en práctica por la sociedad negro-africana, a fin de mante­
ner su unidad y su permanencia. Si en el caso de la muerte real
(física), el individuo (apariencia) es pasivo, se declara vencido, en la
muerte simbólica el grupo (realidad auténtica) experimenta su poder
de autoengendramiento. Es por la virtud del símbolo o del compor­
tamiento utópico (lo ideal, lo “imaginal”) y por la conducta comunal
(unión comunitaria) que el negro escapa parcialmente a la naturali­
dad de su condición, es decir a la inevitabilidad de la muerte bioló­
gica.
Ritos semejantes se aplican a las jóvenes. Así, durante la iniciación
en el culto de la posesión (bori de las mujeres hausa en el Níger), dos
veces por día la aspirante toma fumigaciones hechas de cortezas di­
versas y de excrementos de elefante: allí encontramos el tema de la
muerte del cuerpo (comido por lo gusanos) y del nacimiento de un
cuerpo nuevo después de las últimas pruebas, digno por fin de reci­
bir a los dioses. Después de siete días de retiro, de penitencia, de
aprendizaje, se dará a la iniciada sus iskoki, divinidades que presiden
los destinos humanos y las actividades fundamentales. El último día,

47 Recordem os en e fecto algunos rasgos de las civilizaciones negro-africanas: e n ellos,


la acumulación de hom bres (hom ocentrism o y h om om orfism o cosm ológicos) prevalece sobre la
acumulación de bienes (econom ía de escasez); son más ricos en signos y en símbolos que en
objetos, y los objetos son a su vez -a l igual que la naturaleza to d a - tejidos de signos y de
símbolos; por último, parecen más preocupados, para em plear la expresión de G. Balandier,
“ p o r el sentido de la em presa colectiva que p o r la potencia de la colectividad”. Un clima sem e­
jante tenía que ser p rop icio a la eclosión y desarrollo d e la m uerte simbólica, de fa que el
hom bre es el epicentro y que constituye la em presa colectiva p or excelencia.
I*

214 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

el músico degüella a un pollo sobre un termitero, la sangre corre por


los orificios, mientras que las entrañas se atan a los tobillos de la
armrya (iniciada). Ésta salta con los pies juntos por encima del ani­
mal sacrificado, símbolo de su cuerpo anterior, del que la joven ha
aprendido a desprenderse durante los siete días de iniciación.48
Otro aspecto de la muerte simbólica, menos espectacular, se re­
fiere a las técnicas del duelo. Los. que asisten a los funerales de un
miembro de la comunidad deben morir con el difunto. Así, entre los
buma del Zaire, las mujeres lavan sus vestiduras y ruedan en el polvo
para adoptar el color de los muertos (arcilla). El anciano del poblado
proclama el duelo: “¡Nadie debe comer, nadie debe trabajar!” Los
pobladores imitan de ese modo al muerto, que no trabajará y no
comerá más. Además, todos deben dormir fuera, como el muerto,
que yace delante de la casa mortuoria. Estas prácticas, así como la
reclusión del duelo, ayudan a los individuos y a los grupos a luchar
contra los efectos disolventes de la muerte, y a obtener los buenos
oficios del difunto. Esta concepción colectiva no le impide al ser indi­
vidual expresarse o desarrollarse. En efecto, el individuo, inserto en
una cultura donde lo primero es la estructura del sistema simbólico
encuentra secundariamente una autonomía conceptual en la fluctua­
ción del vínculo entre lo simbolizador y lo simbolizado, impregnado
de lo imaginario, que J . Lacan definió como una relación con la ima­
gen del otro, determinada fundamentalmente por las relaciones nar-
cisistas 49 que mantiene el individuo consigo mismo: el otro es estruc­
turado en términos de semejanza, de homeomorfismo y toda imagen
mental de la realidad se convierte en un “espejismo”.
¿Qué acontece, mientras, en la civilización occidental? En ella no
encontramos nada que recuerde a los ritos de muerte simbólica, se­
guida de resurrección. Ni siquiera la muerte de Cristo renovada en
el sacrificio de la misa; tampoco el rito de la primera comunión, que
sabemos cómo va perdiendo vitalidad y que ya no corresponde a nada que
pudiera recordar una iniciación verdadera.50

48 J. M onfuga-N icolás , Ambivalence et cuite de possession, Anthropos, 1972.


49 “ A m or erigid o en imagen de sí mismo” , que estructura io que Lacan designó con el nom ­
bre de estadio del espejo: nosotros sólo p odríam os alcanzar nuestra unidad a través de la
imagen de otro, que sería precisamente uno mismo.
R ecordem os que el tema del espejo en relación con la muerte aparece nítidamente en el cine
barroco (Losey, Visconti, M. Ophüls). Señalemos también el caso de Ovfeo de J. Cocteau: ‘‘ Los
espejos son las puertas a través de las cuales la m uerte va y viene. Mírese en un espejo y verá
cóm o trabaja la m uerte”, dice Cegeste. V atravesando espejos (o puertas-espejos) es com o Ce-
geste, O rfeo, Berenice y la Muerte encuentran el m u n d o del más allá.
50 La fnuerte histórica de Cristo fue real y no figurada, querida por la víctima y no padecida
por ella; la resurrección no fue para Jesús una p rom oción , un cambio de personalidad, sino
LOS R O ST R O S DEL M O RIR 215

No debemos situarnos, pues, en el plano del rito orquestado por el


grupo y concebido como una negación de la muerte si no más bien
en el de las profundidades del psiquismo. Lo que el Occidente había
perdido, el psicoanálisis lo restituyó, aunque esquematizado, empo­
brecido, individualizado. La muerte imaginaria y la muerte simbólica
no tienen ya el mismo sentido: “Si la primera desempeña la función
de una máscara, de una palabra vacía alrededor de la muerte que
guarda su secreto, la segunda está ligada a una Palabra, la del Padre
muerto que funda 1a ley y el Deseo. Ella le da un sentido a la vida, a
esta vida de la que nos dijo Freud: ‘Si quieres soportar la vida, debes
estar dispuesto a aceptar la muerte’.” 51
La muerte imaginaria es la muerte imaginada, la del otro, por su­
puesto, ya que la nuestra escapa a nuestra mirada: “La idea de nues­
tra propia muerte es impensable. El pensamiento de que no seremos
más, no puede ser pensado. Lo que se imagina o fantasea lo es alre­
dedor de este impensable.” 52 Ignoramos todo lo referente a nuestra
muerte -com o a nuestro nacimiento-, el lugar, la hora, el cómo y el
porqué. Todavía el nacimiento nos remite al deseo de los padres, ¿pero la
muerte?
“El sujeto entra en el ju eg o en tanto que muere. No hay sujeto del
origen, así como no lo hay de la muerte. Como lo formula un joven
paranoico: ‘La muerte es terrible porque no se sabe’, y porque no se
sabe que se está muerto. El escenario primitivo es el lugar o el
tiempo no reconocible, desconocible de la Nada donde se origina
el Sujeto; de esta Nada que no puede decirse, de este ‘antes’ sordo a
todo secreto, del que lo propio es no ser poseído por nadie.” 53
La muerte imaginaria es por lo tanto el mádelo de todas las muer­
tes actuales, pasadas o posibles, pero un modelo que es la negación
de todo verdadero modelo, porque esta nada no dice nada, se con­
tenta con ser la nada, o si se prefiere, la falta. Por el contrario, la
muerte simbólica le da un sentido a la vida a través de la Palabra del
padre muerto “que funda la filiación mediante la ley que su muerte
introduce. A partir de esta muerte, simbólica ‘muerte del padre’, se

una reintegración más profundizada al g ru p o. En cuanto a ]a misa, ella nos conduce, con la
com u n ión , a )a fantasía de la incorporación canibálica, com o verem os más adelante.
51 0 . Guérin, G. Raimbault, “ M ort imaginaire et M ort sym bolique,‘ , en Psychologie medicóle et
Sciences humaines ajyplujuées a la sanie, 1970, T. 2, núm . 3, p. 64. S. Freud, “ Considérations
actuclles sur la guerre et sur la mort” , en Essais de Psychanalyse., Payot, 1948, p. 250.
52 G. Guérin, R. Raimbault, p. 61. J. Lacan, Ecrits, Seuil, 1966, p. 552.
53 G. Guérin, G. Raimbault, op. cit.r p. 63.
La muerte es terrible porque no se sabe, y porque no se sabe que se está muerto. J. Lacan,
op. cit., p. 552.
216 LA M UERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

hace posible el acceso a lo simbólico, a la palabra”.54 El Padre muerto


funda la coherencia, tanto del sujeto como de su discurso. Es sobre
este fondo de negatividad activa, la ausencia/presencia del Padre
muerto, que se funda el deseo del hijo o de la hija, pues la ausencia
esta vez es nombrada, la ignorancia es reconocida desde ahora como
tal.
“El acceso a la palabra y al deseo sólo se hace posible cuando ya no
hay que dominar o seducir a la muerte, cuando ésta se ha convertido
en la Ley. Asesinar, suicidarse, ser asesinado, son tentativas de do­
minarla, el ardid de darle un rostro, una finalidad, un fundamento,
de preguntarle por su función o su servicio. No se muere ni para, ni
contra, ni siquiera por ‘nada’. Simbólica, la muerte es la Ley, el único
amo. Llegar a lo simbólico es rcconoccr lo imaginario como tal, deve­
larla como mistificación.” 55 Esta interpretación lacaniana nos permite
así encontrar el lugar destinado a lo imaginario (stricto sensu) y más
aún a lo simbólico, a los cuales la muerte remite necesariamente. Ella
aspira a pertenecer al orden de lo verdadero, pero sólo llega a la con­
ciencia de escasos especialistas del psicoanálisis; para los demás es
vivencia-confusa, no necesariamente operante.
El negro africano también ve en el Padre al genitor, al rival edi-
piano y al legislador (el representante de los antepasados = la Ley),
pero esta vez es el grupo quien toma a su cargo la organización de
sus fantasías mediante el mito y el rito. La palabra, la de los antepa­
sados, organiza los deseos individuales e imagina comportamientos
sociales de los que el hombre de Occidente está desprovisto por
completo.
También se trata de saber de qué muerte se habla, “si la que lleva
la vida, o la que se la lleva”, se pregunta Lacan.56 La muerte simbó­
lica que confiere un sentido a la vida es la “que se la lleva”; pero sería
falso agregar “pues nada existe si no es sobre un supuesto fondo de
ausencia”.57 Por el contrario, en África es la omnipresencia simbó­
lica de la totalidad de los antepasados la que desempeña un papel
preponderante; y el rito vivido, es decir inscrito en las actitudes, los
ritmos, los cantos, las pruebas por las que se atraviesa, tiene efectos
psicosociales particularmente eficaces.
Podría mencionarse otro aspecto de la muerte imaginaria (strictu
sensu), diferente a la muerte simbólica (imaginaria a segundo grado),

84 G. Guérin, G. Raimbauli, p. 63.


55 íbid.
J . Lacan, licrits, Seuil, 1966, p. 810.
r,T Ibid., p. 392.
LOS R O STRO S D EL M ORIR 2 17

a propósito del sueño del que ya hemos hablado,58 y más todavía del
uso de la droga. “ Un hombre que tomó l s d , pasó en el transcurso de
este ‘viaje’ por una experiencia completa de crucifixión. En un mo­
mento, cayó atravesado sobre una silla con los brazos extendidos,
formando así la cruz sobre la que estaba clavado, como todos noso­
tros. Su cara se fue volviendo azul, después negra, y él mismo ya no
estaba seguro de que su corazón siguiera latiendo. Pero volvió gra­
dualmente a la vida en los brazos de la persona que lo acompañaba.
En el transcurso de esta experiencia de muerte, tuvo una visión total
de su vida: esterilidad radical, tanto en el futuro como en el pasado.
Dos años más tarde, hizo una exposición de pinturas que tuvo un
éxito enorme y que me pareció en contradicción perfecta con su
modo de vida anterior. Esta transformación sólo pudo ocurrir por­
que tuvo un buen ‘compañero’ y porque ‘viajó’ demasiado lejos a
través del territorio asombrosamente presente de la muerte.” 59 Sin
negar el valor experimental de tales evasiones -provocadas- hacia lo
imaginario (stricto sensu), pero sin engañarnos sobre su importancia
científica, debemos admitir que hay allí una tentativa individual para
jugar con la muerte y extraer de ella una alegría autística que no
tiene nada que ver con las técnicas negro-africanas, donde la droga
se convierte en el medio de crear un estado con fines litúrgicos (deli­
rio alucinatorio, rigidez cadavérica, cataplexia).
Así se puede estimar que toda civilización es, para retomar la e x ­
presión de G. Balandier, un “engaña-muerte” que persigue su pro­
pia amortalidad (persistencia en el tiempo). Y esto lo puede hacer de
dos maneras: ya sea que organice las fuerzas colectivas que se opo­
nen a la muerte (rito iniciático), o que oculte a la muerte (diversión),
o que juegue con ella (droga, juegos violentos), o que la proyecte
hacia las profundidades del inconsciente (muerte y palabra vacía). En
el primer caso (sociedad negro-africana), la muerte real es trascen­
dida por el ritual simbólico; en el segundo (sociedad occidental), se
pasa de lo colectivo a lo individual, de lo simbólico a lo imaginario

58 No olvidem os el caso de la evasión alucmatoria. “ En el transcurso de la segunda G uerra


Mundial, unos náufragos refugiados en una balsa en el Pacífico tuvieron en sus últimos m o ­
mentos (lo relató un sobreviviente) alucinaciones eufóricas. Uno de ellos creyó ver un navio
hospital que no existía. O tro se metió en el agua d icien do que iba a tomar un baño. U nos
mineros del Ruhr, que quedaron encerrados p or una explosión de grisú, fueron favorecidos
con ‘gracias’ análogas.” A . Fabre-Luce, La mort a changé, Gallimard, 1966, p. 118. Véase también
el filme de Cayatte, Ojo p o r ojo (alucinaciones de un hom bre condenado a morir en el desierto,
que percíbela ciudad tan ansiada),
En la excelente novela de S. Groussard, Crépusculc des vivants, Pión, 1974, el con d en ad o ve a
su mujer y le habla antes de la ejecución (p. 380 y s s .).
58 D. C oop er ,o p . c i t 1972, p . 132.
18 LA MUERTE DADA, LA M U E R T E VIVIDA

stricto sensu), del rito “litúrgicamente codificado” a la anarquía de


as fantasías individuales.60 Es, pues, un profundo foso cultural el
|ue separa a estos dos universos.

Muerte en un punto y muerte progresiva

La muerte es un acontecimiento instantáneo, súbito, sin espesor ni


areaviso, que pone término a la existencia súbitamente, como ocurre
Dor ejemplo en los accidentes graves o en un infarto particularmente
/iolento? La pregunta no es clara, pues no nos dice de qué muerte se
:rata: ¿m uerte aparente? ¿relativa? ¿absoluta? ¿muerte clínica o
muerte de los tejidos? ¿Se quiere hacer referencia únicamente a la
representación? En este caso encontraríamos toda una serie de gra­
dos en la pérdida de la conciencia, com o ocurre en el coma. Por otra
parte, se ha dicho ajusto título: “La m uerte concebida como un sur­
gimiento súbito hace imposible todo testimonio, puesto que suspende
el poder de testimoniar.”
No decimos que sea imposible vivir su propia muerte, sino única­
mente que no podemos comunicar a otro los datos de esta experien­
cia en su totalidad, ya que la conciencia sucumbe mucho antes que el
“punto muerto biológico” y nada permite fijar a éste con precisión.
Desde el punto de vista de la conciencia, “la muerte no solamente
coincide con el morir, sino que ella es el morir, esencialmente: es de­
cir, esta parte de la experiencia humana a la que nos referimos u
ordenamos en la muerte. Es claro que no puede invocarse la inter­
pretación puntualista de la muerte en oposición a la posibilidad de
una experiencia auténtica de la m uerte, si no es por una confusión
entre la explicación física que ignora a la conciencia y la comprensión
psicológica verdaderas”.ei Sin embargo, insistimos en que esta expe­
riencia posible sólo se refiere a un cierto trayecto de la muerte, no al
^proceso total; máxime que ignoramos todo a su respecto, puesto que
J ningún difunto lo ha comunicado, ni siquiera Lázaro o Cristo,62 y es
! más que probable que no sirviera para nada.
60 A nuestro entender, la posición lacaniana co n respecto a lo simbólico (Ley y m uerte del
•Padre, Palabra del Padre y acceso al Deseo) se sitúa a mitad de camino entre lo im aginario y lo
> que nosotros llamamos lo imaginal, cuyo valor efectivo opera en el plano del g ru p o,
í 61 J. G uillaum in, “ O rigine et d évelop p em en t d u sentiment de la m ort” , en La mort et
I Vhommme du X X Siecle, Spes, 1965, p. 72.
| ' 62 Se dice que en ciertos accidentes la víctima ha llegado a verse m orir y sobrevivir luego.
[P e r o esa es la experiencia de una muerte n o ocu rrid a, cuyo contenido se basa en la fe en
f* apariencias m erced a la sola imaginación del sujeto. Se trata más bien del m iedo a m orir, que
| del m orir propiam ente dicho. C f. por ejem p lo V . E gger, “ Le moi des m ourants” , R ev. Phü.

\
«(-
LOS R O STR O S DEL MORIR 219

Así, puesto que la conciencia no enseña gran cosa sobre este


punto, quedan dos alternativas. La primera se confunde con la acti­
tud del biólogo, ya la hemos visto; y sabemos por ella que la muerte,
desde el punto de vista científico, no es un acto, sino un proceso que
en cierta medida comienza con el nacimiento. Bichat había subra­
yado ya (1802) que el hombre “muere de a poco” ,63 que en el trans­
curso de la vejez, sus “sentidos se cierran sucesivamente”, sus funcio­
nes se reducen, sus fuerzas disminuyen, “su imaginación se embota y
pronto se hace nula”, al punto de hacer precaria toda esperanza de
creatividad.64 Igualmente el climaterio (menopausia, andropausia), o
“muerte de la fecundidad”, puede vivirse en ciertos lugares o en cier­
tas épocas como una muerte dolorosa 65 e irreversible.
Y esto nos conduce a la segunda perspectiva, la que toma en con­
sideración a los sistemas culturales. Encontramos entonces un doble
problema: la naturaleza de la muerte y la muerte como aconteci­
miento. Este no es el momento de estudiar el primero, digamos sim­
plemente que si la muerte se define como un final y una destrucción
integral, si no de los elementos del yo, que pueden recombinarse
posteriormente de una manera nueva, al menos del yo mismo en
tanto que todalidad consciente, hay alguna posibilidad de que se
pueda hablar de muerte puntual. Si por el contrario la muerte es
sólo un pasaje, una mutación, una transformación de la persona, ella
se convierte entonces en el momento de un proceso indefinido, suma

(1896), t. I, p p. 26-38, y t. II, pp. 337-369; Dr. Solíier y coi. “O bservations sur l’état mental des
m ourants” , Rev. Phtl. (1896), t. I, pp. 303-313; “ Une revue de la question” , p o r A. Binet, en
VAnnée Psychol. (1896), 3, p p. 629-635; Ch. Fere, “ L’ état mental des mourants” , Rev. Phil
(1898), t, I, p p. 296-302; y para una tentativa planteo general*del tema, M. Pradines, “ Traité
d e psychologie” , París, p u f , 1948, t. 3, sección 2.
63 En el seno del organism o se establece una renovación perm anente, con excepción de las
células cerebrales. Así, perdem os y recuperam os dos millones y m edio de glóbulos rojos por
segundo; bastan 8 días para que “ cam biem os de piel”; d os días para que el epitelio intestinal se
transform e integralmente.
64 Hay que ver una relación sim bólica entre esta m uerte en detalle y la desagregación que
hace e! perverso de la persona amada o solamente deseada, cuan do la reduce a una serie de
objetos fetiches: sexo, senos, muslos, vientre, cabello. “ A partir de aquí, ella se ha convertido en
un ‘objeto’ constituido por una serie, de la que el deseo registra los diferentes términos, y cuyo
significado real no es ya ei total de la persona amada, sino el p rop io sujeto en su subjetividad
narcisista coleccionándose-erotizándose él mismo, y haciendo de la relación amorosa un dis­
curso sobre sí mismo” (J. Baudrillard, op. cit, 1968, p p. 120-121). Véase sobre este aspecto la
secuencia inicial de E l desprecio, filme de J . L. Godard, donde encontram os una vez más la
obsesión fragmetarizadora ya referida. {Véase M. Merlin, L'homme inversé, op. cit., 1973.)
65 En ei Á frica negra, una m ujer estéril es segregada dei grupo, está muerta socialm nk. El
casamiento d e prueba ba tenido con frecuencia la finalida'd de atestiguar la fecundidad de la
futura esposa, mientras que la esterilidad en las etnias que no practican este tipo de alianza
previa, se convierte en uno de los principales motivos de divorcio.
220 LA MUERTE DADA, LA M UERTE VIVIDA

a su vez ele una multitud de procesos; poco importa por el momento


que sea cíclico (eterno retorno) o lineal.
Insistamos más bien en la concepción de la muerte como aconte­
cimiento. En el marco de las sociedades negro-africanas tradiciona­
les, la muerte se sitúa en todas las etapas de la existencia. El naci­
miento es una muerte con respecto a la vida de los antepasados; la
aparición de los dientes, una muerte a la vida cósmica; el casamiento
es para la mujer una muerte de sus costumbres y de sus dioses en el
sistema patrilineal (a la inversa, eso ocurre con el hombre en el linaje
materno); la iniciación “mata” a la criatura inacabada gracias a los
ritos simbólicos; por último, la vejez es una muerte de la potencia
fecundante. Pero por un juego dialéctico, la vida se recupera, más
rica, más viva a cada nueva etapa: 8B el nacimiento es una bendición,
puesto que le permite al antepasado reencarnarse (ontológica o sim­
bólicamente), y a la familia recibir los beneficios de los dioses; la apa­
rición de los dientes, junto con el otorgamiento del nombre,07 signi­
fica el nacimiento a la vida social (el bebe agua, corno dicen los
venda, o el bebe cósmico, pertenecen desde entonces al espacio social
del poblado); la iniciación implica un renacimiento simbólico (el ac­
ceso a la plenitud), que tiene mucho más sentido y peso que el naci­
miento uterino; el casamiento, condición de la procreación, asegura
la vida del grupo, su prestigio y su renovación por la alianza entre los
clanes; el viejo, aunque biológicamente disminuido, se convierte en el
Sabio por excelencia y en el Iniciador, el “conductor de la tribu”
(gerontocracia); y en cuanto a la muerte, sigue siendo el acto por el
cual se nace -e l cadáver se coloca con frecuencia en la posición fe­
tal- a la vida del antepasado, suprema recompensa.68
Es precisamente la existencia o inexistecia de esta relación dialéc­
tica la que separa al mundo occidental de la sociedad negro-africana.
Entre nosotros, en efecto, el nacimiento,69 el bautismo, la iniciación
(o más bien lo que queda de ésta: “primera comunión”, “noviciado”),
incluso el casamiento, están vacíos de la idea de m uerte.70 Por otra
66 L. V. T hom as, R. Luneau, Anthropologie religieu.se négro-afñcaine , Larousse, 1974.
67 Es en el m om en to en que aparecen los dientes cuando desciende sensiblemente la m orta­
lidad infantil. Por esto se espera esta época para integrar al niño-cosa a la vida social.
68 El antepasado, que entra en una existencia sin término, es una concentración de vida
espiritual. Si bien es el padre el que engendra al recién nacido, el antepasado participa de esta
cofecim dación y su parte es la más im portante. El antepasado puede aportarle a num erosos
recién nacidos, la energía vital necesaria para su aparición. Es por lo tanto fuente de vida por sí
mismo.
8,> Salvo si hay mitertenafalidad o muerte de la m ujer en el parto.
70 La m adre “ mantis religiosa” vive el casam iento d e hijo com o una m uerte; al m enos, revela
un deseo inconsciente de matar a su nuera, que la priva de su “ falo p referid o” , por supuesto
qu e esto se vive en el plano de la fantasía.
LOS R O STR O S DEL MORIR 221

parte, la vejez y la muerte no guardan ninguna relación con el naci­


miento: 71 aquí se asiste, pues, a un proceso irreversible tanto a nivel
de sus momentos-claves (tiempo culminante de la existencia) como
de su evolución general (nacimiento — » adolescencia — » edad
adulta — » vejez — > muerte).
Además, si consideramos a la muerte en sí misma, los negro-
africanos nos hablan de muerte-que-se-va-haciendo (muerte en ins­
tancia), en la cual el “cadáver potencial” posee todavía todo el as­
pecto del hombre viviente. Este puede ser el estado normal del ser
(¡ue va a morir efectivamente; en los dogon (Mali), por ejemplo, el
alma abandona al cuerpo del futuro difunto, va a residir en la ca­
baña de las mujeres que están con la menstruación, camina por el
bosque situado al sur del poblado y vuelve al hogar familiar, a veces
un año después, a fin de que se consume la muerte física.
Es también el estado peligroso del individuo al que “el brujo” le
“devoró” el alma o el doble, y que tarde o temprano terminará por
morir, como lo creen los ba-ila de Rodesia, los agni de la Costa de
Marfil, los diola y los serer del Senegal. En el primer caso, el alma
abandona al cuerpo del “difunto” porque el hombre está virtual­
mente muerto; en el segundo, el hombre va a morir porque su alnia
lo ha abandonado o se ha “desustancializado”. En fin, el estadio final
de la muerte se produce, ya sea cuando el esqueleto ha desaparecido
por completo, ya cuando la familia del difunto se ha extinguido, o
cuando, por haber perdido el recuerdo del muerto, ya no sacrifica
para él: esta muerte escatológica, ya lo hemos señalado, no corres­
ponde necesariamente a una anulación total y definitiva, por lo cual
la calificamos de social.72
Existen, pues, grados en la muerte. Así, entre los ba-kongo (Zaire)
sobreviene primero la muerte terrestre; las almas se pierden en la
selva y en las marismas. Después, más o menos rápidamente según la
importancia de las funciones sociales, las almas mueren de nuevo; las
de las mujeres, los niños, los perros favoritos de los cazadores, al
cabo de algunos meses; las de los hombres comunes, al cabo de algu­
nos años; las de los notables resisten durante cinco o diez años, y las
de los jefes varias décadas, mientras que las de los grandes jefes y los
grandes bandidos sobreviven todavía más tiempo. Sólo los hijos de

71 Por más que se diga del anciano que “ retorna a la infancia” .


72 Esto se dice igualmente en O ccidente, especialmente si se trata de un difunto injusta­
mente olvidado, o si no se le ha hecho justicia. Así, a propósito de un joven liceal misteriosa­
mente asesinado, Le Monde (28-29 de enero de 1973) estampó el siguiente título: ‘ La segunda
m uerte de Jean-Pierre T h ev en in ” (p. 16).
222 LA MUERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

M’Bangala, la mujer de nueve senos, antepasado de todos los yombe,


permanecen inmortales.
Señalemos que esta muerte definitiva es la de la persona, no la del
ser, pues las almas así “destruidas” se funden en la sustancia de los
genios.73 Entre los serer (Senegal), el alma deja al cuerpo, es el kon o
p a f (muerte latente o en instancia). Después, ella se retira definitiva­
mente; entonces el soplo vital se extingue, el cuerpo se corrompe, el
difunto se une a sus antepasados en Sangomar, al sur de la Punta de
Palmarin (muerte física, muerte social). Por último sobreviene el ngel
bagtan, cuando ni siquiera queda el esqueleto y el recuerdo del di­
funto es abolido. La muerte habita entonces en Honolu, en el centro
de la tierra (muerte escatológica). Los antepasados importantes, a ve­
ces divinizados (Pangol), escapan a este estadio último. En la muerte
definitiva, o bien no hay más vivientes para hacer sacrificios en ho­
nor del muerto (serer), o el difunto ya no tiene fuerza para entrar en
relación con los vivos (ba-luba).
Incuestionablemente, tales creencias tienden a una función de ase­
guramiento; tanto es así que esta “transposición lógica de un aconte­
cimiento que desbarata a la lógica” se convierte en un medio tera­
péutico de lucha contra la angustia. Sólo quedan jirones de estas
creencias en las sociedades occidentales, dejando de lado, por su­
puesto, la esperanza en la inmortalidad del alma.
Esta noción de muerte progresiva que se articula alrededor del
“punto muerte” -deceso comprobado por el médico-, o también de
los funerales, incluso de los ritos de duelo, que consagran la separa­
ción de los vivientes y del difunto a la vez río arriba (muerte en
instancia) y río abajo (muerte como transición, transformación, lla­
mado a un nuevo destino, ya sea en el más allá, o aquí abajo por
reencarnación, quizás por criogenización), también puede vivirse cu­
riosamente, en el plano de las fantasías y bajo forma de fases, por
parte de ciertos enfermos mentales. He aquí un caso muy típico, re­
latado por J. Susini.74 En una primera elapa, el enfermo f ue objeto
de una indescriptible sensación de desboblamiento, que él asimiló a
una primera muerte. Más precisamente a “la muerte espiritual”. Esto
duró un año. Después sintió una modificación profunda de su es­
tado, que calificó de segunda muerte, ésta más corporal. Pero de­
claró que cuando llegara la tercera muerte, ella sería la última. Di-

73 Los bum a del Zaire hablan de la “ m uerte absoluta” (magpa ngpa ipe) o de la “segunda
muerte” , que soprende al que ha tom ado la form a de un animal salvaje y es abatido por un
cazador. Es “ la m uerte después de la cual n o queda más nada de él” .
74 “ L’etre humain devant la mort. Le chagrín et le deuir»£u¿¿. Soc. Thanatologie, I., abril de
1967.

— » ii HW l l WWf U f f 1111......
LOS R O STRO S DEL M O R IR 223

versos síndromes patológicos incluyen fenómenos de este género,


cuya estructura vivida lleva al paciente a hablar de una sucesión de
muertes. Puede ocurrir, así, que primero experimente con un sor­
prendente sentimiento de certeza la sensación de que sus órganos se
transforman. Es la primera muerte. Después los órganos se deterio­
ran y mueren. El sujeto se declara entonces un muerto-viviente. Im­
pregnado hasta el fondo de sí por este terrible sentimiento, uno de
ellos razonaba así: “Desde que ya estoy muerto, no puedo morir más,
así que soy inmortal,” En su conciencia patológica él vivía con es­
panto un estado que se podría calificar de “viviente-muerte”. Por
último, hay que citar a los catatónicos, con su “apariencia de muer­
tos”. Durante su estado de estupor, estos enfermos experimentan el
sentimiento de ser muertos-vivientes. Algunos de ellos se envuelven
en su sábana como en un sudario y permanecen inmóviles durante días
enteros.
La oposición muerte puntuallmuerte progresiva reaparece en la distin­
ción muerte gradual/muerte súbita. La agonía se escalona desde algunas
horas hasta algunos meses, incluso años en el com a sobrepasado. Así,
el hombre pone un cierto tiempo en morir (es sabido que comienza a
morir desde que nace), de igual modo que pone un cierto tiempo en
nacer.
Sin embargo, la irrecusabilidad de la muerte progresiva no impide
la existencia de la muerte súbita: “Lo que ha recibido el nombre de
muerte súbita es una muerte que no es precedida de fenómenos pa­
tológicos inquietantes, o que sólo lo es durante un lapso muy corto”,
señalaba Brouardel en 1895; y agregaba para definir este tipo de
fallecimiento: “Accidente imprevisto en upa enfermedad descono­
cida que ha evolucionado sin llamar la atención.”
Habría tres tipos de muerte súbita; la provocada por un accidente
(por ejemplo, una persona aplastada por un automóvil o muerta por
un obús en la guerra), y que es por lo tanto exógena; la que depende de
una causa interna que opera de pronto, a la manera de un disparo: desfa­
llecimiento del aparato circulatorio (enfermedades coronarias, embo­
lia pulmonar, cardiopatía reumática, endocarditis bacteriana, peri-
canditis aguda), del sistema nervioso central (hemorragia meníngea o
cerebral, meningitis purulenta aguda, ruptura de aneurisma), de las
vías respiratorias (neum onía lumbar, tuberculosis), del sistema
gastro-intestinal (hemorragia gastro-intestinal masiva, pancreatitis
aguda hem orrágica, peritonitis aguda), o del aparato urinario
(pielo-nefritis aguda); por último, la ejecución capital.
De ese modo, algunas muertes súbitas pueden ser absolutamente
imprevisibles (accidentes), parcialmente previsibles pero se ignora
224 LA M U ERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

por completo el momento exacto del desenlace (ciertas enfermeda­


des), o perfectamente previsibles (condenado en el cadalso). El de­
nominador común es la inmediatez del fallecimiento y la conciencia
limitada del que muere. Sin embargo, desde el punto de vista médico
y legal -en este caso coincidentes- se tiende a restringir la noción de
muerte súbita a toda muerte natural que le sobreviene a un sujeto en
buen estado aparente de salud (o al menos cuyo estado físico defi­
ciente está en nítida desproporción con la muerte); que sólo genera
una agonía muy breve -alred edor de 15 minutos-, y que por lo tanto
sol prende a sus allegados y se efédúa contra ¡as expectativas del pa­
ciente.
Así, se la puede definir como “toda muerte resultante de un causa
no traumática en una persona que no estuvo retenida por enferme­
dad en su casa ni en el hospital, o que no fue incapaz de funcionar
normalmente en la comunidad durante las 24 horas anteriores a
la muerte, y donde el intervalo entre el acontecimiento fatal y la
muerte fue inferior a las 24 horas” (L. Kuller y colaboradores). To­
mando en consideración el laf>so entre la aparición de las perturba­
ciones y la muerte, y la presencia o ausencia de testigos, se distinguen
tres posibilidades: menos de 2 horas con testigo; de 2 a 24 horas con
testigo; menos de 24 horas sin testigo. Si no puede definirse la causa
del deceso se trata entonces de una muerte sospechosa. El doctor J.
Loriot 75 describe de la siguiente manera la muerte súbita que, en la
mayoría de los casos se superpone al síncope: “El sujeto tiene una
obnubilación psíquica si la interrupción de la circulación cerebral
dura de 3 a 10 segundos; a los 20 segundos aparecen los vértigos; a
los 30 segundos es el fogonazo del síncope: el sujeto pierde brutal­
mente la conciencia, palidece, su cuerpo se afloja, su pulso desa­
parece. En menos de un minuto, entra en el cuadro del síncope
durable con limitación respiratoria; más allá, se trata de un síncope
prolongado con estado de muerte aparente. Algunos estremecimientos
musculares, algunos sobresaltos aislados, incluso una convulsión ge­
neralizada, acompañan a la distensión de las yugulares, se acentúa la
cianosis, los movimientos respiratorios se vuelven cada vez más espa­
ciados y el drama termina. Este cuadro patológico es idéntico en to­
das las muertes, pero escalonado en el tiempo. En la muerte súbita es
muy rápido, pero sobreviene sobre todo de modo inesperado en el
sujeto de buena salud aparente o portador de afecciones desconocí-

75 Approche statistique en metiere d ’autopsies médico-légales. (Consideraciones sobre el suicidio y la


m uerte súbita,) Tesis de d octorad o en medicina, París, 1970, p. 89.
LOS R O ST R O S DEL M O R IR 225

das, cuya muerte brutal es la manera de tomar conocimiento d e su


enfermedad.”
La muerte súbita representa el 10% de las causas de muertes natu­
rales, y sería debida (investigación de Burch en 1967, sobre 8 000
casos) en un 51% a una aifección cardiaca (trombosis, infarto, aneu­
risma), en un 18% a afecciones pulmonares, en un 14% a afecciones
del sistema nervioso central, en el 8% a afecciones del tubo digestivo.

Muerte suave y muerte violenta


Hay una dicotomía frecuente que opone la muerte suave a la muerte
violenta (al menos si le creem os al que asiste a la persona que
muere). La primera caracterizaría a la muerte sin agonía perceptible,
en la que después de los últimos momentos de lucidez, el difunto
parece sumirse en un estado de somnolencia, luego de lo cual reposa
definitivamente, sin que su rostro presente, ningún rictus, ningún
gesto que sea signo de dolor.
Á propósito de la muerte de su padre, escribió el pintor G.
Rouault: “Este buen hombre sin educación, tuvo tal humildad, tal
dulzura, tal bondad en sus últimos momentos, que no encuentro pa­
labras para expresar lo que experimenté. .Tuve la impresión de des­
cubrir una admirable obra de arte desconocida e incomprendida.
Este hombre que fue toda su vida silencioso y simple, incluso ence­
rrado en sí mismo, pareció alcanzar su plenitud en el momento de
morir.” Evidentemente, se trata de una descripción muy subjetiva,76
y de juicios de valor que limitan quizás su alcance. Sin embargo, ve­
remos más adelante que para el cristiano convencido, que ha llevado
una vida de caridad y que cree en la Resurrección de Cristo, la
muerte es una donación de sí que se expresa en ia serenidad.
Es muy especialmente una muerte sin sufrimiento la que S. de
Boauvoir deseó para su madre y para sí misma que la asistía, pues no
hay nada peor que sufrir con la muerte del agonizante. “¿Para qué
atormentarla, le dice a los médicos, si está perdida? Que se la deje
morir tranquila.” Y más adelante precisa: “En esta carrera entre el
sufrimiento y la muerte, deseamos con ardor que ésta llegue pri­
mero. Sin embargo, cuando mamá dormía, con su rostro inanimado,
espiábamos ansiosamente sobre la bata blanca el débil movimiento de
la cinta negra (le su reloj; el miedo a un espasmo final nos retorcía el
estómago.” 77
7íi La m uerte m uy suave de Ja que nos habla S. d e B eauvoir es en realidad una m uerte atroz.
Véase Une mort tres douce, Gallimard, 1964, p p . 127 y 135.
77 Op. cit., 1964, pp. 38 y 106.
226 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

Pero queda en pie una cuestión, tan dramática como insidiosa:


¿nos podemos fiar de las apariencias? ¿Un rostro calmo y reposado
expresa necesariamente una m uerte dulce? ¿Sólo cuando el muerto
presenta un rostro atormentado es señal de que padece un sufri­
miento insoportable? Las modificaciones del tono muscular bastan
para darle a la expresión de la cara pertubaciones que demasiado
fácilmente tendemos a interpretar proyectando nuestras propias fan­
tasías. ¿No se ha visto aparecer sonrisas inesperadas en rostros de
torturados? (nosotros las vimos en hombres de Biafra caídos en ma­
nos del enemigo).
“Hay beatitudes, señala A. Fabre-Luce,78 que son manifestación de
regresiones intelectuales y terrores que traducen debilidades nervio­
sas. Todo esto no está verdaderamente ‘signado’. Hombres afectados
del mismo mal se parecen en sus últimos instantes.” Después de
todo, no es aventurado afirmar que cada muerte tiene sus momentos
de dulzura -euforia final de los que han conocido sufrimientos atro­
ces— y de dolor. Y se producen a veces fenómenos de alivio preagó-
nico, conmovedores y misteriosos a la vez, especialmente entre algu­
nos delirantes crónicos (¿levantamiento de las barreras psíquicas? ¿o
regresión a un estadio infantil?). El doctor J. Dehu nos comunicó las
dos observaciones siguientes:
- Z, afectado de psicosis alucinatoria crónica, insulta todos los
días a la joven interna, se muestra agresivo con ella, le tira piedras y
llegaría a las vías de hecho si no interviniese el personal. Pero du­
rante una bronconeumonía que padece a los 65 años, le habla amis­
tosamente a su “enemiga”. El contacto se estableció fácilmente, como
un padre anciano con su hija. Murió algunas horas más tarde.
- El joven B, de 19 años, tuberculoso, padece un acceso delirante
con ansiedad pantofóbica. Muere de infección intercurrente, calmo y
distendido, entonando una canción de moda.
En cuanto al grito del que va a morir, parecido al del recién nacido
(asfixia ligada a la ruptura del cordón umbilical) ¿no es a la vez un
grito de sufrimiento y de alivio? Lo que lleva a decir a M. Basquín:
“comprometerse con lo trágico de la muerte, sería para mí compro­
meterse mucho más con lo trágico de las conductas repetitivas, pero
es algo más particular todavía”. 79
Así como la muerte suave no es muerte sin dolor, la muerte vio­
lenta no implica necesariamente sufrimiento. De hecho, “violenta” se
opone sobre todo a “natural”. Según el Larousse, la muerte violenta

78 Op. cit., 1966, p. 120.


79 “ L e vivant et 1’liumain. Débat” , en MaUriser ¡a rúe?, Desclée de B rouw er, 1972, p. 70.

W W W ' .........
LOS ROSTROS D EL M O RIR 227

resulta “del empleo de la fuerza o de algún accidente brusco”: gol­


pes, heridas, traumatismo de origen criminal (asesinato) o delictuoso
(homicidios, golpes y heridas involuntarias), o que pueden proceder
también de un acto suicida, incluso de un accidente, ya sea fortuito,
ya causado por culpa de la propia víctima.
“En suma, la muerte violenta es la que no procede de una evolu­
ción normal de las leyes de la naturaleza relativas a la enfermedad o
a la degeneración, sino que, por el contrario, proviene de la inter­
vención de un elemento exterior y brutal.”80 Según el artículo 81 del
Código Civil: “Cuando aparezcan señales o indicios de muerte vio­
lenta, u otras circunstancias que den lugar a sospecharlo, no se podrá
hacer la inhumación hasta que un oficial de policía, asistido por un
doctor en medicina o en cirugía, haya efectuado un informe del es­
tado del cadáver y de las circunstancias que se relacionen con el he­
cho.” En el plano jurídico, se presentarán modalidades diferentes
según que se trate de muerte violenta de naturaleza criminal, de
muerte violenta de carácter sospechoso, de muerte violenta exclusiva
de toda repercusión judicial (suicidio o accidente que proceda de la
sola culpa de la propia víctima).
Habría que evocar también las muertes violentas en relación con la
actividad lúdica: juegos de circo durante el imperio de Nerón, hoy
corridas de toros.81 Más genéricamente, se puede decir que el de­
porte tiene relaciones simbólicas con ¡a violencia y con la muerte.
“Primero encontramos en él la violencia. Es una violencia reglamen­
tada. Luego encontramos la muerte. Pero es' una muerte repre­
sentada. Por Jo tanto no es verdaderamente muerte. Dicho de otro
modo, descubrimos en el deporte un ejercicio de omnipotencia en el
marco de una contra-sociedad y una experiencia de inmortalidad en
el marco de una contra-religión. Se puede hablar legítimamente de
contra-sociedad. Hay una regla que impone un orden, como en toda
sociedad, pero esta regla -Anacharsis ya se asombraba de ello- se
opone a las leyes de la ciudad puesto que autoriza la violencia y la
erige en valor. Se puede hablar también de contra-religión. Se quiere
preservar el alma, como en toda religión, pero- para salvar el alma
propia hay que obligar al otro a perder la suya.” 82
Es posible preguntarse si los juegos con la muerte propios de al-

80 J. Montreuil, M. .Servoz, “ Les interventions d e pólice en matiére de décés” , en Mort nature-


lle el mort violente. Suicide et sacrijice, Masson, 1972, p. 58.
81 El riesgo de muerte violenta es entonce» total para el animal, tal como se lo ve en las |*leas
<le gallos. Ks la concurrencia culera la <|tie (¡ene necesidad de violencia y la reclam;i.
11. leu, “ Tout-puissance et immurtalité ou Íes arriere-pensées <lu sport", litlmobsycholome 1,
marzo (h 1972, p. 15.
228 LA M U ERTE DADA, LA M U ERTE VIVIDA

gunos deportes (alpinismo, carreras de motos o de automóviles) no


suponen a la vez la búsqueda de la exaltación del yo y un deseo
inconsciente de destrucción; aun si se proclama, como lo hacía el
glorioso campeón que fue F. Cevert, que “el único héroe es el que
gana y sobrevive. No hay héroes muertos”. Pero agregaba: “hay
que estar dispuesto a morir en cada carrera”.
Muerte y violencia en la guerra, muerte y violencia en el genoci­
dio, pero también muerte y violencia en lo sagrado. De hecho no hay
sacrificio —animal o hum ano-83 que no se consume en la violencia o
no suponga una atmósfera colectiva de violencia: ya lo dijimos a
propósito de la muerte del animal inmolado a los dioses o a los ante­
pasados; y volveremos a ello a propósito del deicidio,84 de la muerte
fecunda, o de los rituales de rejuvenecimiento de los reyes bantú.
La muerte en sí misma es siempre violencia (es lo que podrían
traducir los estremecimientos del agonizante) y en razón de ello, con el
fin de preservar de esta violencia contagiosa, la sociedad aísla al di­
funto, hace el vacío a su alrededor, multiplica las precauciones por el
doble juego de los ritos funerarios y de las conductas de duelo. Pa­
rece que hubiera allí una ley fundamental y universal, explicada con
profundidad por R. Girard: “Cualesquiera que sean las causas y las ,
circunstancias de su muerte, el que muere se encontrará siempre,
con respecto a la comunidad entera, en una relación análoga a la de
la víctima propiciatoria. A la tristeza de los sobrevivientes se suma
una curiosa mezcla de pavor y de confortación, propicia a las resolu­
ciones juiciosas. La muerte del aislado se aparece vagamente como
un tributo que hay que pagar para que la vida colectiva pueda conti­
nuar. Muere un solo ser, y la solidaridad de todos los vivientes se
siente reforzad a[. . . ] Parecería que la víctima propiciatoria muere
para que toda la comunidad amenazada de morir con ella, renazca a
la fecundidad de un orden cultural nuevo o renovado. Después de
haber sembrado por todas partes los gérmenes de la muerte, el dios,
el antepasado o el héroe mítico, al morir ellos mismos o al hacer
morir a la víctima que han elegido, les aportan a los hombres una

83 La muerte violenta del forjador, del brujo, del m ago y en general de todo personaje que
pasa por disfrutar de una afinidad particular con lo sagrado, se puede situar a mitad de ca­
mino entre la violencia colectiva espontánea y el sacrificio ritual. De éste a aquél no hay solu­
ción de continuidad en ninguna parte. Comprender, esta am bigüedad es penetrar en la inteli­
gencia de la violencia fundacional, del sacrificio ritual y de la relación que une a estos dos
fenóm enos. Véase L. V .T hom as, R. Luneau, op. cit., 1974.
84 La muerte ritual de los dioses era conocida entre los antiguos: crucifixión (O rfeo, Baal,
Indra); descuartizamiento (Osiris); ahorcamiento (Attis). C on Astarté, el ritual evoluciona:
ahorcamiento, después crucifixión, p or último descuartizam iento. La muerte ritual del Cristo
se vincula de alguna manera co n este mismo ju e g o de creencias y actitudes simbólicas.
LOS R O ST R O S D EL MORIR 229

nueva vida. ¿Cómo asombrarse, entonces, de que la muerte sea vista


en último análisis como hermana mayor, si no como la fuente y la
madre de toda vida?” 85

Buena y mala muerte

La muerte concebida no es sólo una realidad inteligida; poco a poco


se rodea de legalidad, de normatividad, y se convierte en el centro de
juicios de valor consagrados de modo expreso.
Esto ya se advierte en la distinción muerte normal/muerte sospechosa.
Si toda muerte violenta es vista como sospechosa, al menos por un
tiempo -hasta que sus causas quedan claramente definidas o recono­
cidas-, ella no agota todos los casos posibles de muerte sospechosa: 86
un fallecimiento natural en apariencia (crisis cardiaca, por ejemplo)
puede hacerse sospechoso si las informaciones que se obtienen llevan
a pensar en un envenenamiento. El carácter de sospecha puede atri­
buirse incluso a difuntos ya enterrados, que habrá entonces que ex­
humar (las “víctimas” de Marie Besnard corrieron esa suerte).
Varias situaciones pueden hacer pensar en la existencia, de una
muerte sospechosa, huellas de violencia que presente el cadáver,87
circunstancias del deceso,88 informaciones obtenidas por la autoridad
pública: testimonios, cartas anónimas. En una palabra, “la sospecha
procederá con frecuencia de un conjunto de indicios (entendiendo
esta expresión en sentido amplio), constituidos por las primeras ob­
servaciones del investigador (com probaciones hechas sobre el

85 R. Girard, La violence et le sacre, Grasset, 1972, pp. 353-354.


86 Según el artículo 74 del C ód igo de Procedim iento Criminal, se trata d e una muerte que
no parece natural, que no tiene necesariamente la evidencia de ser de naturaleza criminal, p ero
qu e parece contener elementos de un crim en o de un delito.
87 A parece un cadáver en la vía férrea despu és del pasaje d e un tren, p ero los puños y los
tobillos conservan huellas de ligaduras, y se encuentran restos de éstas cerca del cadáver. U
otro cu e rp o aparece desarticulado en la calle, debajo de una ventana abierta de u n aparta­
m ento del 5to piso pero el examen del cu e r p o revela la presencia de una herida sospechosa en
el abdom en. O un cadáver de m ujer se rescata del mar y parece tratarse de un caso d e ahoga-
m iento puram ente accidental, lo qu e es c o rr o b o r a d o por las declaraciones d el m arido, pero el
exam en del cuerpo demuestra la existencia d e huellas que inducen a creer qu e la m ujer debió
sostener una lucha (ejemplos suministrados p o r J. Montreuil y M. Servoz).
88 Así, es “ sospechoso” que un cadáver d e ahorcado tenga los pies a unos 50 cm d e altura,
pero q u e en las cercanías del cuerpo no se encuentre ninguna silla, ningún taburete, ningún
m ueble u objeto que le hubiera p odid o servir al desesperado (se puede aventurar la hipótesis
de q u e el elem ento que utilizó para subirse, fue desplazado por los prim eros testigos). Del
m ism o m odo es “ sospechoso” que una p erson a se suicide disparándose una bala en la nuca.
Pero también debe desconfiarse d e los suicidios disfrazados de crímenes.
H

230 LA M U E R T E DADA, LA M U ERTE V IV ID A

cuerpo: distintas huellas de violencia, posición del cuerpo, estado de


las vestimentas, etc.; comprobaciones referentes al ‘contorno’: estado
del lugar, signos de lucha, etc.), por las primeras comprobaciones
médicas (ya sea del médico forense, o del que es requerido por la
autoridad pública en virtud del artículo 81 del Código Civil) y por
informaciones diversas recogidas en fuentes variadas (denuncias,
rumor público, etcétera)”.89
Muy diferente se nos presenta la situación en el caso del África
negra. Ciertamente, toda muerte se ve como natural en el sentido de
que ha sido querida o permitida por Dios: 90 “El que modeló el crá­
neo es el único que puede triturarlo”, nos dice un proverbio bantú.
Sin embargo, el hecho de que alguien muera, y con mayor razón si
no es un viejo, siempre tiene algo de altamente sospechoso, ¿fue víc­
tima de un brujo que le devoró el alma o su doble? ¿fue alguno de
sus allegados quien le dio muerte por maleficio o envenenamiento?
¿el difunto ha sido castigado por los dioses por haber quebrantado
' alguna prohibición, o simplemente debía morir? Este carácter de
sospecha se acentúa aún más en los casos de lo que más adelante
llamaremos la mala muerte. Por consiguiente, importa intentarlo
todo para conocer la causa exacta del fallecimiento: adivinación, in­
terpretación de los sueños, confesión obligatoria y sobre todo inte­
rrogatorio al cadáver.91 Entonces los culpables podrán ser castigados,
' los genios o los antepasados aplacados, mientras que se pondrá tér­
mino al terrible poder de desorden y de impureza que engendra una
muerte cuyas causas o modalidades quedan sin explicar.
La distinción buena ¡mala muerte propiamente dicha culmina en toda la
deontología negro-africana. La buena muerte es la que se cumple
según las normas previstas por la tradición: condiciones de lugar
(morir en el poblado); de tiempo (morir cuando se está colmado de
años, se ha cumplido su misión y los hijos son numerosos para llo­
rarnos y sacrificar para nosotros); de manera de morir (morir sin
sufrimiento, sin accidente ni enfermedad infamante, en paz,92 sin re­
sentimiento ni rencor). La buena muerte no provoca la interven­

89 J. Montreuil, M. Servoz, “ Les interventíons d e pólice en matiere de décés” , en Mort nalurelle


et mort v iolen te... op. cit., Masson, 1972, pp. 68-69.
90 Ya sea com o consecuencia d e una falla humana, o a causa de una falsa m aniobra (perverted
message). Véase L. V. Thom as, Cinq essais, op. cit., 1968.
91 Véase la cuarta parte de esta obra: “ De la descom posición a lo imaginario:”
92 Es decir, m orir en arm onía con los dioses, los antepasados y los hom bres, en la paz qu e da
el sentimiento de pertenecer a la com unidad. “ Es un buen hijo, n o .m e ha dado trabajo, jam ás
se lo ha dado a los demás, ha h ech o los sacrificios debidos al nacer sus hijos” : tal es el adiós de
un viejo a su hijo, viejo a su vez, al que la vida había colm ado de logros.
LOS ROSTROS DEL M O R IR 231

ción peligrosa de lo numinoso, terriblemente contagiosa; puede ser


“natural” o “ritual” (muerte simbólica, por lo tanto representada du­
rante la iniciación; muerte sacrificial, por lo tanto real, con sangre); y
es necesariamente una hermosa muerte. Se ha dicho que la buena
muerte es bella y dulce por cuanto conduce hacia el “padre” y los an­
tepasados. “ Morir es decirle a su padre: aquí estoy”, cantan los
pigmeos. “Y que yo muera repentinamente para renacer en la reve­
lación de la belleza”, le hace decir Senghor al iniciado.93 En cambio la
mala muerte, esencialmente anémica, dispensadora de impureza y
de desorden,94 se aparece como reveladora de la ira de los dioses.
Ella golpea a los individuos que han cometido una falta grave y se
manifiesta entonces en circunstancias especiales: brutales (se muere
fulminado, ahogado), horribles (ahorcados, leprosos) o insólitas, en
todo caso anormales (mujer encinta o en el parto, o durante la inicia­
ción en el periodo de retiro).
También afecta a los individuos socialmente peligrosos o mal inte­
grados, o demasiado singularizados (algunos locos, brujos antropó­
fagos, a veces los reyes demasiado cargados de numinosidad). Por
último, morir de mala muerte es desaparecer sin descendencia; ya
nadie podrá hacer sacrificios en honor del desaparecido; privado del
viático necesario para el gran pasaje hacia él más allá, el difunto no
se co n v ertirá jam ás en antepasado; es realm ente la ruptura-
aniquilación. De ese modo, para apreciar el valor del morir, deben
tomarse en cuenta las maneras de vivir, la situación en el grupo y las
circunstancias coyunturales imprevistas. Los nawdeba del Togo del
Norte hablan de tres clases de difuntos. El qu¡e en el transcurso de su
existencia ha sido bueno, piadoso y que muére en ese estado, asesi­
nado por un malhechor, incluso por un mago o un brujo, o sola­
mente llamado por los antepasados, entonces vivirá feliz en compa­
ñía de éstos. Luego está el que no ha llevado una vida irreprochable
y no ha honrado suficientemente a sus antepasados, pero cuyas faltas
son reparables, éste será expulsado al “campo próximo a los demo­
nios” donde conocerá los peores tormentos y no podrá participar en
los sacrificios y ofrendas en favor de los antepasados. Pero cuando

93 “ .. .Es el largo cam ino de Güinea/La m uerte te con d u cirá hasta él/Tus padres te aguardan
sin im paciencia” , escribe el poeta J. Roumain.
94 En las culturas antiguas, el cadáver ha sido m u y a menudo sinónimo de mancha. El latín
funestos significa “ m anchado” p or la presencia de la m uerte. La idea de una m ancha material
(sobre todo durante la tanatomorfosis) y más todavía moral, parece haber origin ado costum­
bres tales c o m o el acicalamiento del cadáver (que a veces era quemado, expuesto al sol, aho­
gado: de ahí el papel del fuego, del agua purificadora) y de diversos tabúes (objetos que hubie­
ran pertenecido al difunto).
232 LA M U ERTE DADA, LA M U E R T E VIVIDA

haya hecho su expiación, podrá reunirse con éstos. Por último, el ser
fundam entalm ente malo, víctim a de una mala m u erte, como el
brujo, conocerá en el Kpam Lonum una vida definitivamente errante
en la que padecerá los peores sufrimientos.
Estas dos caras de la m uerte, una común, habitual (m uerte dulce y
buena), la otra anómica, excepcional, por lo tanto angustiante, con­
cebida y vivida como una aniquilación, un ser-nada (mala muerte),
nos rem ite a la esencia misma de lo negro-africano, que sólo existe
en/por los otros, y participa en/del universo. Fuera del grupo, arran­
cando de los demás, del universo cósmico, encerrado en su propia
soledad, el negro no es nada. De ahí la necesidad de m orir cerca de
los suyos, en el poblado, en arm onía con los antepasados. Por esto la
muerte súbita es con frecuencia temida, porque toma de improviso
no im porta a quién, ni cuándo ni dónde, privando de alguna manera
al h om b re de su m u e rte ;95 verem os más adelante que el viejo
negro-africano se esfuerza por conocer el día y la hora de su desapa­
rición.
El m undo occidental cofioce también la oposición buena/mala
nuerte: P or ejemplo, según’ la tradición cristiana, la buena m uerte es
ante todo la muerte serena y acep tad a.96 Ella supone tres cosas. Antes
]iie nada, la creencia en el misterio pascual, misterio de m uerte y de
esurrección por excelencia, cimiento primero de la adhesión: “Si
Cristo no ha resucitado -p roclam ab a San Pablo- vana es nuestra fe.
Entonces comamos y bebamos!” Después, la total coherencia de la
/ida individual con las exigencias de la caridad,97 entonces se tiene
a certeza de morir en testimonio del Evangelio y en la firme esperanza
ie ver a Dios. Por último, el socorro de este último; en el Diálogo de
as carmelitas, G. Bernanos nos describe el drama de una joven reli­
giosa que encuentra en la gracia divina la fuerza p ara superar el
niedo a la muerte que le desgarra las entrañas, nos dice que tiene
ugar “una transferencia mística de valor” entre ella y su com pañera.
£s que la buena m uerte supone también dignidad y desprendi­

95 T . E . Law rence, en Los siete pilares de la sabiduría nos describe muy bien la preferencia de
ds árabes por la m uerte lenta, que le perm ite al hom bre habituar su espíritu y encontrar valor
’ resignación.
96 A. Cam us nos habla de La mort heurense (Gallimard, 1971): paz del corazón, independen-
ia financiera, dominio del tiempo, son sus condiciones mayores. Sobre la m uerte cristiana,
Jase Notre vie et notre mort, de R. Mehl, SCE, París, 1968.
97 “M uerte, yo seré tu m uerte, Muerte yo seré ¡tu victoria! Pero si en el térm ino de nuestra
ida lo damos todo, si no nos guardamos nada ante tu presencia, si todo lo qu e tenem os y todo
> que somos lo entregam os al circuito del intercam bio, de la participación, de la comunión,
ambién por nosotros la m uerte será derrotada. J . Cardonnel, Dieu est mort en Jésus-Christ, Du­
ros, B urdeos, 1967.
LOS R O STR O S D E L M O R IR 233

miento,98 cuando la agonía llega con su cortejo inevitable de males y


angustias, el moribundo deberá ofrecerlo en la humildad y el am or,
a título de expiación. La aceptación del final en la serenidad y la
resignación no le impiden al cristiano esperar m orir de vejez, en m e­
dio de los suyos, de una muerte consciente y dulce, que corone una
vida ejemplar, o p o r lo menos que implique una ruptura total con
sus acciones pasadas, si se ha vivido una existencia impura (es la lec­
ción del ladrón bueno en el Gólgota).
Lo que teme siem pre el cristiano es antes que nada una m uerte
súbita, que pueda sorprenderlo en estado de pecado mortal y hacer
imposible su arrep en tim iento." Por ello la invocación A subitáneo, et
improvisa morte, libera nos Domine figura en lugar preferencial en la
letanía de los Santos.
¿Qué queda hoy de este ideal? La pérdida de vitalidad de las
creencias y de las prácticas, las metamorfosis de lo sagrado, el paso
de una inmortalidad en el más allá a una mortalidad acá abajo, hacen
precaria e incluso insólita (salvo generosas excepciones) tal m anera
de ver.100 Casi no se cree en ello, y tam poco se le atribuye im portan­
cia al horrible cu ad ro del hombre que m uere en estado de pecado, a
quien el demonio viene a buscar envuelto en azufres y arrastrando
cadenas (véase el célebre Sermón sobre la m uerte del pecador).
También resultan sorprendentes otros cambios cualitativos. P o r
ejemplo, parece que se disocia la bella muerte de la buena muerte: la
primera (que recu erd a ciertos rasgos de la mala muerte de antes)
tiende a rem plazar hoy a la segunda. Ésta implica siempre lucidez y
preparación, resignación y amor (“T u eres mi Padre y Salvador, yo
pongo mi alma en tus manos”), esperanza en el más allá. Aquélla, én
cambio, supone una cierta inconsciencia (una m uerte “que no se p ro ­
longue”, que sobrevenga de improviso, que nos lleve de sorpresa y
sin sufrimiento y lo más tarde posible). Adem ás, ella apunta al p re ­
sente inmediato, se concentra sobre el acto mismo del m orir, even­
tualmente hasta perm ite realizar un breve balance de recapitulación
de la existencia en lo que ésta tiene de positivo. Se espera m orir ce rca
de los suyos, es lo que canta Aznavour en Mamma.

98 El desprecio a la m uerte adopta formas imprevisibles: es conocida la actitud estoica de


B u ffet o el ejem plo de esos condenados a m uerte que se pintaron el cuello y le d ijero n a su
verdugo: “Siga la línea de puntos” (A. Cayatte, Todos somos asesinos). En una historia china,
el segundo condenado a m u erte ve a una horm iga salpicada p o r la sangre del p rim er co n d e ­
nado al que se acaba de ejecu tar. “La hormiga cree haberse salvado, dice sonriendo, pero no,
ahora se ahogará en mi san g re.”
99 “Velad y orad, pues vosotros no sabéis ni el día ni la hora”, dicen los textos sagrados.
100 Véase la tercera parte de este mismo libro.
>34 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

E llo s h an v en id o, están tod os a c á


co n . los b razo s llenos d e reg a lo s.
H a y ta n to a m o r,
ta n to r e c u e r d o
a tu a lre d e d o r,
tú , la M a m m a .101

Tam poco falta la coquetería: el ejemplo de M. Carol es famoso: “Si


/o pudiera prever mi m uerte a tiempo, diría: ‘Pónganme este vestido
Dorque me gusta especialmente. Péinenme. Maquíllenme. ¡Quiero
es]tar bella!’ No sé en qué me convertiré después de un tiempo[ .. .]
de algunas semanas en la tierra, pero de todas maneras, para mí
misma, para mi última imagen, quiero que todo el público, que todos
los que me han conocido, conserven la imagen de esta Martin.” 102
Algunos considerarán esta actitud superficial y mezquina. No tienen
razón; y los tanatopracticantes de hoy, volveremos sobre esto, traba­
jan tanto para la restauración del cadáver como para su conservación
(rechazo de la tanatom orfosis); tanto por estética como por higiene.
El respeto al difunto, el cuidado de no traum atizar a sus supervivien­
tes y de facilitar el trabajo de duelo, son empresas generosas; no
maneras de negar la m uerte, como falsamente se ha pretendido, sino
más bien de trascenderla, de domesticarla, para hablar en términos
más familiares.
Un aspecto nuevo de la inversión de las perspectivas podría consti­
tuirlo el problema de la muerte escamoteada. No se trata tanto de la
muerte que no se soporta (la del que súbitamente pierde pie y cae en
un desasosiego profundo, en una derrota a la vez física y mental;
después de todo ¿quién está absolutamente seguro de poder afrontar
su m uerte?), como de la muerte-que-se-nos-toma. “Me han robado mi
agonía”, declaraba un enferm o a quien los médicos habían hecho
durar demasiado tiempo, por voluntad de ellos y sin el consenti­
miento del paciente; lo que nos recuerda la célebre fórmula de R. M.
Rilke: “Yo quiero m orir de mi propia m uerte; ¡no de la muerte de los
médicos!”

101 “Me gustaría m orir en mi cam a, rodeada de todos los m íos llorando”, declaraba L. de
Vilmorin (Journal du Dimanche, 28-12-1969).
Para algunos, la buena o la bella muerte no es más que una ilusión: “[ . . .]no hay m uertes
lindas. Son todas espantables, aun cuando tengan una apariencia que consuela a los sobrevi­
vientes. Ya sea que la vida se detenga en un inm undo gorgoteo o como una bujía que se
extingue después de una últim a sonrisa o una última mueca, la m uerte es en cualquier caso
una injusticia y todas las injusticias son fe a s [. . . ] Q ue mueran los que tengan ganas. Los otros
no debieran m orir”, J . Jean -C h arles, L a mort madame, Flam m arion, 1974, pp. 153-154.
102 France-Soir, 8 de febrero de 1967. El diario publicó una fotografía de la actriz “vestida de
rosa y de visón blanco”.
LOS R O S T R O S D E L M O R IR 235

Antes la gente preparaba su m uerte, su sudario, su tumba, a veces


con varios años de anticipación. Se dice que Carlos V, revestido con
ropas de luto delante de un catafalco que se suponía que contenía
sus despojos, rogó un día por el reposo de su alma y depositó en
manos del sacerdote el cirio iluminado que la simbolizaba. Murió,
esta vez de verdad, tres semanas más tarde (¿pero qué importancia
tenía ya?). Así, antes el hombre “sabía que iba a morir, ya fuera que
lo advirtiera espontáneamente, ya que fuera necesario advertírselo”.
Hoy lo contrario es lo más corriente: “el ‘no sentirse m orir’ ha rem ­
plazado en nuestro lenguaje com ún el ‘sintiendo su muerte próxim a’
del siglo X V I I ” . 103 La muerte escam oteada, ayer mala muerte, tiende
hoy a convertirse, a pesar de num erosas excepciones,104 en el mo­
delo, si no de la buena m uerte en sentido estricto, cuando menos de
la muerte conveniente.
Otro cambio típico nos lleva a reto m ar la oposición público ¡privado.
Antes la buena era necesariamente pública. “Así como se nacía en
público, se moría en público; y no solamente el Rey, como es bien
sabido gracias a las célebres páginas de Saint-Simon sobre la muerte
de Luis X IV , sino cualquiera[ . . . ] Desde que alguien yacía en cama,
‘enferm o’, su cámara se llenaba de gente: parientes, niños, amigos,
vecinos, miembros de las corporaciones. Se cerraban las ventanas, los
postigos. Se encendían los cirios. C uando en la calle los que pasaban
se encontraban con el cura llevando el viático, el uso y la devoción
querían que lo siguiesen hasta la cám ara del moribundo aunque éste
le fuera desconocido. La proxim idad de la muerte transformaba a la
cám ara del agonizante en una especie de lugár público.” 105
Se conjugaban allí curiosidad, solidaridad, familiaridad con la
muerte, sin que sea posible saber cuál predominaba. Hoy se prefiere
la clandestinidad: “Se muere [ . . .] casi enclaustrado, más solo de lo
que Pascal pudo haber imaginado nunca. Esta clandestinidad es el
efecto de un rechazo a admitir la m uerte de los que se ama y también
del qu erer no ver la muerte tras la enferm edad que no se deja curar.
Ello tiene también otro aspecto que los sociólogos americanos han
logrado descifrar: donde nosotros creem os ver un escamoteo, ellos
nos presentan la creación em pírica de un estilo de m uerte donde la

10,1 Ph. A ries, L a mort inversée. Ijt cliangemenl des altitudes devant la mort dans les socielís occidenta­
les, C erf, La Maison Dieu 101, 1er. trim ., pp. 6 0 y 63.
104 M uchos viejos están preparados para m orir: sus negocios están en orden, han pagado sus
exequias, el sudario espera en el arm ario, el nom bre ya eftá grabado en la tum ba con las dos
prim eras cifras d el año: 19 .
105 Ph. A ries, op. cit., 1970, pp, 61 y 6 5 .
36 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

[iscreción aparece com o la form a moderna de la dignidad”.106 Pú-


'lica ayer, privada, incluso clandestina hoy, decididamente la muerte
deal cambia de rostro.

Muerte fecu n d a y muerte estéril

.a oposición buena/mala m uerte nos lleva a la dicotomía muerte fe -


undahnuerte estéril, que le está estrechamente ligada. En realidad, los
os pares 110 se superponen enteram ente: algunas muertes fecundas
:m profundamente ambivalentes (el deicidio, por ejemplo), mientras
ue diversas muertes consideradas buenas (m uerte clandestina de un
ujeto modesto) se sitúan a menudo, a los ojos del grupo, en las fron-
'ías de la esterilidad.107
Que hay una muerte estéril, socialmente inútil, irresoria, privada
e sentido (esto caracteriza a toda muerte, según J . P. Sartre), no hay
inguna duda. Según el negro africano, es el caso de la muerte del
iño pequeño todavía no es tasi nada, su desaparición no afecta ver-
aderarnente al grupo; es “un tiro fallido”, dé alguna manera); o el
aso, pero por razones inversas, de la del adulto (en quien la socie-
ad ha invertido m ucho, por lo tanto le ha significado un costo para
ada, puesto que no puede en trar en el circuito de la producción).
Para el occidental, la m uerte gratuita e inútil es la del obrero que
2 mata como consecuencia de una caída, la del soldado que ha per-
ido la g u e rra ;108 o también lo es el absurdo de las catástrofes,
lorir de manera estéril es m orir (fútilmente) de nada, y más todavía
ara nada, o bien no m orir para lo que se cree: la idea de Patria,
uya nobleza no negamos, es a menudo una m áscara que encubre a

106 Ibid.
107 Sobre las muertes fecundas: profetas, mártires revolucionarios, véase A. Lanson, Mourir
m r le peuple, Cerf, 1970.
108 Cabe recordar la carátula de un sem anario de izquierda que presentaba dibujados cadá-
:res israelitas y egipcios, los zapatones de unos contra los de otros -sólo se veía a éstos, que
ir lo demás eran semejantes (la misma situación irrisoria e in ú til)-, rodeados de moscas, y se
ía en grandes letras: “Prim er balance. ¡Los muertos han perdido la guerra!” Charlie hebdo,
>2, 15 de octubre de 1973.
Sobre el tema de las revoluciones perdidas, de las mascaradas políticas, de los muertos para
ada, véase el canto de rebeldía y de am or de F. X en ak is,£í alors les morts, pleureront, Gallimard,
)74: “[Ella] les gritó que si no se lograba el cese del fuego pronto caerían lluvias de sangre y
Honces, señores, yo lo sé: los m uertos llorarán a los muertos” (p. 43). Véase también pp. 84,
8. “Él pensó tam bién[. . .] [que] iba a m orir antes de ver ese cese del fuego que también
irmaría parte de las cosas frustradas y que entonces no tenía verdaderam ente ninguna impor-
meia agregar una barrabasada más al rosario de barrabasadas que habían sido su vida”, pp.
13-1 15.
LOS R O ST R O S D E L M O R IR 237

los intereses financieros internacionales. En todo caso, el heroísmo


(buena m uerte) y la esterilidad pueden ser sinónimos. ¿A qué hay que
ser más sensible?, ¿a la fecundidad individual de una muerte y a su
eventual esterilidad para el grupo? ¿O bien a la situación inversa? En
ciertos momentos de la existencia, no dejan de plantearse algunas
preguntas, ¿el más vale morir, no tiene a veces más sentido que el vivir
a pesar de todo} ¿Cuáles deben predom inar, las razones de (mal) vivir
o las razones de (bien) morir? A condición de agregar, ¿para quién se
muere? ¿Para quién se vive? ¿Y p o r qué?
Ante todo, es de una manera negativa que se acostumbra a definir
la muerte estéril por oposición a la m uerte fecunda, la que exalta,
engrandece, trasciende la condición hum ana.109 Prácticam ente, toda
muerte exitosa se vive como muerte fecunda, al menos por los alle­
gados; tanto para el difunto: él irá al paraíso, rencontrará a sus
antepasados com o para el sobreviviente, a la vez tranquilizado y alec­
cionado. De ahí la muerte tranquila del viejo negro-africano, de la
que hablaremos después; de ahí la m uerte serena del cristiano con­
vencido del que hablábamos poco antes. Pero la m uerte fecunda
tiende más bien a inclinarse hacia el lado de la muerte violenta; la del
m ártir budista que elige para desaparecer el fuego purificador,110 la
de los prim eros cristianos en la aren a o la de los huríes durante las
conquistas musulmanas; muerte violenta, también, la del héroe en el
campo de batalla (al menos a los ojos de los patriotas convencidos,
aquí, encontram os una vez más el relativismo de los valores en el
espacio, en el tiempo y en las clases sociales), o en el juego violento.
La muerte fecunda es, por lo tanto, la que reconoce el precio de la
vida en la medida en qtie se está dispuesto a arriesgarla. Pero se
arriesga la vida por razones muy variables. Por am or, por éxtasis,

109 Ya hemos hablado de la fecundidad de la m uerte desde el punto de vista de su finalidad


en nuestra prim era parte. Es también E. Minkowski quien escribió (“ Le Tem ps vécu” , L 'E vol
Psychiatrique, 1933, pp. 12^-123): “¿Qué es lo qu e puede conferirle toda su dignidad a la vida,
si no la muerte? Más aun, la muerte hace su rgir la noción de vida; y lo hace poniendo Tin a esta
vida, y sólo ella puede hacerlo.”
11,1 Véase A. Landes, Contes et Légendes annamites, 1885, pp. 402-403. “En la provincia de
Nghé An se encuentra la montaña Hong L i n h [ ...] En esta pagoda vivía un bonzo llamado
Nguyen Pan Q uang, que hacía penitencia desde, hacía más de ciencuenta años. Bajo e l reinado
de Minh Mang, llegó a los 99 años. Desde hacía varios años ya, encontrándose a punto de
llegar a la perfección (thanh Phat), no comía m ás que arroz y se conform aba con frutas y t é [ . . .]
Cuando cumplió sus 99 años, los fieles constru yeron una hoguera de diez thuoc d e altura
[ . . .] Antes de encend erla, se hicieron sacrificios d uran te siete días y siete noches a los Budas de
los diez puntos del espacio. Al séptimo día se en cend ió la hoguera y en m edio de las llamas se oía
todavía la salmodia del viejo bonzo, hasta que fu e devorado por el fuego.”
Véase también Ch. B ourrat y otros, “Le suicide par le feu ”, en Mort naturelle et mort violente,
op. cit.y 1972, pp. 147-153.
2 38 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

p or vanidad, p or masoquismo, por locura, por felicidad. “Por am or


al riesgo mismo, com o en el caso del alpinista, es decir, al fin de
cuentas, por am or a la vida, para gozarla más intensamente y para
embriagarse con ella al precio de la vida m ism a[. . .] Por otra parte,
la muerte se arriesga por los ‘valores’. No solamente los valores cívi­
cos consagrados para el heroísmo oficial, sino también los valores
nuevos, revolucionarios, que es preciso instaurar en la comunidad,
valores escarnecidos, ignorados, desconocidos. Vanini irá al suplicio
sonriente, sim plem ente para afirm ar que Dios no existe. En fin,
el hombre se arriesga a enfrentar la m uerte por su propio valor de
hombre, por su honor y su ‘dignidad’. Se arriesga a la muerte para
no renegar de sus ideas, y para no renegar de sí mismo, lo que a
menudo es la misma cosa. Estos valores que funda el individuo y
que lo fundan, son reconocidos como superiores a la vida: dominan
por sobre el tiempo y el mundo, son inmortales. Por ellos, el indivi­
duo descuida o desprecia su m uerte, este ‘mtero polvo’ de que ha­
blaba Saint-Just. El hombre se afirm a, y . al afirmarse se supera, se
olvida de sí, entrega su vida por ‘su’ verdad, por ‘su’ justicia, por ‘su’
honor, por ‘su’ derecho, por ‘su’ libertad.” 111
La muerte fecunda, por tener ante todo valor de ejemplaridad
-p o co importa que sea la que abre la puerta del paraíso, la que p er­
mite reencontrar a los antepasados o la que desemboca en la gloria-,
le otorga un privilegio a la muerte violenta. Tal es la lección que nos
propone Plitarco en L a vida de los hombres ilustres'. Demóstenes bebe
de su recipiente que contiene veneno, Otón se arroja desde lo alto
sobre su espada, después de haber alejado a su liberado para que no
se sospeche que éste lo mató. Es cierto que Pericles muere en su
lecho. El carácter a veces teatral, o al menos espectacular, de este fin
(hara-kírí, bonzo inmolado por el fuego) prueba que esa m uerte es
portadora de un mensaje para los demás.
En el Africa N egra es ía m uerte exigida al Viejo Dueño de la
Lanza entre los dinka del Sudán, que constituye -lo veremos más
adelante a propósito de la muerte de los viejos- una victoria de la
comunidad: al afrontar la muerte y estrecharla con firmeza, el viejo
le enseña a su pueblo algo sobre la vida. Es, en Oriente, el ejemplo
del bonzo que se inmola en las llamas: “ Inmolarse por el fuego es
una manera de probar que lo que se va a expresar es de la más
elevada im portancia. No hay nada más doloroso que el suicidio por
el fuego. Decir algo cuando se está experim entando semejante dolor,

111 E. Morin, L'homme et la mort dans l’histoire, C orrea, 1951, pp. 62-63. Véase también J . CI.
Hallé, F. Cevert, L a mort dans mon control, Flam m arion, 1974, pp. 221-223, 241-247.
LO S R O S T R O S D E L M ORIR 239

es dedrlo con un coraje, una franqueza, una determinación y una


sinceridad extrem as.”112
La m uerte fecunda implica en la mayoría de los casos la idea de
sacrificio voluntario o por lo menos consentido, incluso la idea de cri­
men ritual.113 Así se le da m uerte al animal en la casi totalidad de los
sacrificios, refiriéndolo a la violencia fundadora,114 tal como ya lo
señalamos.
Del mismo modo, se inmola periódicamente a seres humanos: sa­
crificios de Isaac y de Ifigenia; ofrendas de corazones de hombres o
de mujeres a los dioses entre los mayas, con el fin de alimentar al
Sol; holocaustos durante la construcción de una ciudad, de un pala­
cio, de una muralla, para asegu rar su perennidad, en el antiguo
Dahomey; o sobre las tumbas d e los antepasados reales a modo de
ju ram ento de fidelidad y para revitalizarlos, en el antiguo imperio
del M onomotapa; o cada vez que un grave peligro amenaza al grupo
(el bambara de Mali sacrifica a un albino porque lo considera ligado
a la potencia de lás aguas; las diferentes partes de su cuerpo son
abandonadas o consumidas según reglas precisas); muertes rituales
de los reyes cuando sus fuerzas declinan, o de los brujos, o de los
herreros demasiado cargados d e numinosidad. No se terminaría
nunca de citar ejemplos o de invocar sus razones.115
Por último, sacrificio del Dios mismo. Poco importa que este úl­
timo crimen tenga como consecuencia un “sobrante de naturaleza”
(introducción de la agricultura, por ejemplo, según Eliade) o un
“complemento de cultura” (participación en un mundo imaginario,
sin contradicción ni conflicto, donde llegaíel iniciado por la vía del
éxtasis, según L: de Heusch); que sea solamente explicativo (sacrifi­
cio de un mellizo Nommo en el mito dogon del Zorro pálido); que
sirva de arquetipo a los ritos iniciáticos (como nos lo recuerdan los

112 Vietnam Magaúne, 5 ,9 , 1972, p. 32.


Véase por ejemplo J . Franklyn, Crimes rituels et magie noire, Payot, 1972.
' 14 Véase el capítulo sobre la m uerte del anim al. Véase M. Douglas, De la Souillure. Essai sur les
notions de pollution et de Tabou, Maspero, 1 9 7 1 , p. 188; R. G. Lienhardt, Divinity and Expnience,
O xford, 1961.
En efecto: “El rito es violento, ciertam ente, pero es siempre una violencia menor qu e protege
contra una violencia peor. El rito busca siem pre volver a instaurar la mayor paz que conoce la
comunidad y que proviene, después del asesinato, de la unanimidad alrededor de la víctima
propiciatoria. Disipar las mismas maléficas q u e se acumulan siempre en la comunidad y volver
a en con trar la frescura de los orígenes son una y la misma cosa. Ya sea que reine todavía el
orden o que ya esté perturbado, es siempre el mismo modelo el que conviene restituir, siempre
el mismo esquem a el que importa repetir: e l de toda crisis victoriosamente superada, la violen­
cia unánim e contra la víctima propiciatoria” , J . Girard, L a violente et le sncré, Grasset, 1972, p.
149.
115 Hablarem os en otro momento del sentido del canibalismo (cuarta parte de esta obra).
240 LA M U E R T E DA D A, LA M U ERTE V IV ID A

trabajos de Frazer), o se convierte en la condición de la salvación del


hombre en la Redención: en cualquier caso estamos en presencia de
una idea-fuerza del pensamiento religioso. Y hay que admitir que la
m uerte brutal de un Kennedy o de un pastor Ring, a los ojos de
muchos hombres tomó la form a de un sacrificio religioso de fuerte
implicación mística.116
Hay, pues, muertes fecundas que benefician más todavía a los so­
brevivientes que al difunto propiam ente dicho. Si la m uerte, a los
ojos de muchos, es sólo destrucción parcial, es que se desea conservar
algo. Del mismo modo, en los sacrificios se da para recibir, o al me­
nos p ara no perder. Por el sacrificio, el hombre se apoya imagina­
riam ente en la ley de m uerte-nacim iento para lo g rar su propia
inmortalidad. Utiliza para sus propios fines vitales, mágica o ritual­
mente según los casos, la “fuerza creadora de vida” que es la muerte.
Muy acertadam ente, E. Morin ve en ello un nudo de muerte. 117 Se lo
puede definir esquemáticamente como un desplazamiento de fuer­
zas místicas, realizado por la potencia sagrada suprema, gracias a
la intercesión del genio (eventualmente de los antepasados) por in-
teim edio del sacerdote (saérificador) y para la satisfacción del fiel
(sacrificante) y sus próximos. La sangre de la víctima, previamente
purificada y luego esparcida por el altar, libera la fuerza vital que
contiene y alimenta a las potencias numinosas directam ente alertadas
por las palabras del sacerdote.
De ese modo se asiste simultáneamente a un circuito ontológico (se
alimenta a las fuerzas numinosas, que a su vez revitalizan a los fieles
por la vía de la comida en com unión) y a un circuito verbal (palabras
del sacerdote al genio, quien intercede ante Dios; la respuesta de éste
sigue el misino camino, pero en orden inverso, y llega al fiel pasando
por el genio (el antepasado) y el sacerdote. Así, el sacrificio resuelve

116 Véase más adelante lo que decimos del deicidio (Cuarta Parte).
117 “De ese triodo, él (el sacrificio) se vuelve muy a menudo una transferencia purificadora
t¡ue desplaza sobre otro (esclavo o animal) la necesidad de m orir. Puede tradu cir también la
preocupación obsesiva por escapar al talión, es decir al castigo que convocan de rechazo los
crímenes y las malas inclinaciones. En e fecto , la estructura íntima del talión exige que pague­
mos con nuestra muerte, no sólo nuestros asesinatos reales, sino también nuestros deseos de
muerte. El sacrificio, que debe expiar la víctima en nuestro lugar, aporta el alivio de la expia­
ción m isma. I.os chivos emisarios sacrificados en Israel o en Atenas durante las Thargelias, así
como las masacres, tenían por finalidad p u rifica r a la ciudad, atraer sobre la víctima la mácula
mortal. Verem os en otro momento que cu anto más angustia de m uerte op rim e al hombre, más
tendrá éste tendencia a descargarse de su m uerte sobre otro, a través de un crim en que será un
verdadero sacrificio inconsciente. Es fácil d escubrir la significación neurótica de estos asesina­
tos sacrificiales, que tienden a liberar al asesino-sacrificador del influjo de la m uerte” (E. Mo­
rin, op. cit., 1951, p. 107).
LOS R O ST R O S D EL M O R IR 241

a su manera el problem a de la violencia. ¿N o tiene por función “apa­


ciguar las violencias internas, impedir que estallen los conflictos”?118
¿No se le pide excusas al animal antes de tener que inmolarlo? ¿No
se dice que sólo Dios está autorizado a reclam ar víctimas? ¿Qué sólo
él “se deleita con el humo de los holocaustos”? Para protegerse de su
propia violencia, la comunidad entera debe volverse hacia víctimas
exteriores. Lo que supone de hecho una doble sustitución: “\&p r i­
mera es suministrada por la violencia fundacional, que sustituye a
todos los miembros de la comunidad por una sola víctima; la segunda,
la única propiamente actual, sustituye a la víctima propiciatoria p o r
una víctima sacrificable”. " 9
Último punto im portante: los muertos pueden asegurar la fecun­
didad de los vivos. Tal es el caso de los antepasados en el Á frica
negra, ya sea que se reencarnen o no, ellos están siempre en el ori­
gen de los nuevos nacimientos y a ellos van a invocar las m ujeres
estériles para suplicarles que les pertm itan traer niños al mundo. Los
antepasados son los responsables de la vida y de la muerte. De igual
modo, se puede ver hoy a mujeres, sobre todo pobres, que visitan el
museo de El Cairo, y pasan de sala en sala acariciando con la punta
de los dedos a los sarcófagos y las estatuas, porque se dice que las
antigüedades egipcias tienen el poder de vencer la esterilidad.
Es con este mismo espíritu que.se va en peregrinaje hasta las anti­
guas necrópolis faraónicas, la estatua está en el suelo, la m ujer pasa
sobre ella siet^ veces avanzando y retrocediendo, baña a la estatua en
el agua, bebe de esta agua y la conserva para lavarse con ella.120 Esto
nos lleva a decir algunas palabras sobre una última oposición.

Muerte física y muerte espiritual

A propósito hemos sustituido en este subtítulo el “o” por “y”, pues en


lo que concierne el origen de la m uerte, es la m uerte espiritual la que
engendra la m uerte física; según nos enseña el Génesis, la falta de
Adán le reveló simultáneamente al hom bre que-estaba desnudo121 y
que era mortal.
La muerte física atañe al cuerpo. H em os dicho que ella alcanza su

118 J . Girard, op. cií., 1972, p. 30.


1,9 Ibidem, p. 21. »
• 120 Véase: Ceres Wissa W asserf, Pratiques rituelles et alim entaires des Copies, París, c:\ rs-E1
Cairo, 1971, pp. 147-148.
121 “Estar desnudo, dice el sabio dogon Ogotem m eli, es estar sin habla.” Pero el ser sin habla
es parcialmente un ser m uerto. Véase L. V. T hom as, C inq essais, op. cit,, 1968 , cap. n i.
242 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

apogeo con la descomposición, y su término con la reducción del


esqueleto a cenizas. No está demás subrayar que abarca dos m om en­
tos: el detenimiento de la vida (m uerte del cerebro) y una lenta
transformación que se traduce en términos de “digestión”, la acción
de los bacteriófagos prim ero, después la de los insectos necrófagos,
los oscuros pero eficaces “trabajadores de la m uerte” (únicamente los
cadáveres sometidos a la crem ación escapan a estas últimas mutacio­
nes; fuera de esta excepción, lo que vulgarmente se llama el polvo o
las cenizas son en definitiva el producto de procesos digestivos). Con
m ayor razón si consideram os a los cadáveres devorados por bestias
rapaces, por las hienas y (especialmente si se trata de muertos aban­
donados al aire libre), incluso por caníbales necrófilos; y por su­
puesto, a los vivientes m uertos por razones específicamente alimen­
tarias.
La muerte espiritual (no hemos encontrado otro término mejor) es
inseparable de la ruptura de lo prohibido, aun si a veces la humanidad
debe su existencia a tales rupturas: robo del fuego o del agua a los
demiurgos, deicidio inicial, com o nos lo enseñan numerosos mitos
negro-africanos. O también es inseparable efe la fa lta , como el reh u ­
sarse a sacrificar122 o a o ra r; o, por último, del pecado (aún si el p e­
cado se convierte en condición de la Redención; “Hermosa falta, dice
un salmo, que nos valió tal Redentor”; “El pecado, el pecado también
sirve”, le hará d ecir Claudel a Prouheze, la heroína del Soulier de
Satin).
Los mitos negro-africanos nos enseñan siempre que son las faltas
de los hombres las responsables del alejamiento de las potencias nu­
minosas creadoras -an tes el cielo y la tierra se tocaban-, lo que consti­
tuye una prim era m uerte (espiritual); y son las faltas las que después
provocaron la aparición de la muerte (física) en la hum anidad.123
Desde entonces toda falta grave provoca la venganza de los dioses; y
más aún de los antepasados y de los genios, pues los dioses, con fre­
cuencia demasiado lejanos, casi no se ocupan de los hombres.
La m u erte no tien e o tr a exp licació n , especialm ente la m ala
m uerte. De ahí las dos consecuencias que ya conocemos, no hay ver­

122 En el África n egra, el que no sacrifica y no participa en la comida de com unión se


des-fuerza y perece. El cristiano que no participa en la Eucaristía no muere físicamente, p ero no
conocerá la vida eterna (“El que beba mi sangre y coma de mi carne tendrá lavida eterna", dice
Cristo); por lo tanto, m orirá para el más allá (será condenado).
123 Véase L. V. T hom as, Cinq essa is. . . , op. cit., 1968, cap. m ; H. Abrahamson,.77ie origin o f
Death, Studia Ethnographica Upsallensia I I I , Upsala, 1951. La m uerte no es tanto el castigo de
la falta como el resultado inevitable de ésta. De ahí que se haya podido hablar de la cu alidad
edipica del origen de la m uerte.
LOS R O S T R O S D E L M O R IR 243

daderam ente muerte natural (salvo quizás, y con reservas, la de los


viejos); es necesario saber quién es el culpable (el genio, el antepa­
sado, el brujo, el enemigo, el difunto mismo), a fin de restablecer el
orden.
La m uerte espiritual provoca así, míticamente, la muerte necesaria
del hombre, y empíricamente la m uerte de X o de Y. Pero esta falta
puede ser involuntaria, o puede ser desconocida por largo tiempo
por el sujeto que ha sido su víctima. Muy a menudo, en África negra,
no se m uere porque se ha com etido una falta, sino que socialmente
se ha com etido una falta porque se muere. Y puesto que la muerte
hace pensar en la falta, ésta debe ser absolutamente aclarada (inte­
rrogatorio al cadáver, adivinación, confesión forzada). Por eso es que
hay, no tanto culpabilidad, sino m ás bien referencia a un mecanismo
proyectivo de persecución, que acusa al otro que haya sido causante
de la m u erte.124
Se ha dicho que estamos en u n a civilización de la vergüenza más
bien que en una civilización de la culpabilidad. En la medida en que
se elude la fantasía del asesinato del padre, el proceso de identifica­
ción con el legislador no llegará hasta el final: la instancia crítica de
la conciencia, el superyó, tendrá más necesidad de apoyarse sobre
representaciones exteriores. “En las sociedades ‘animistas’ tradiciona­
les, el estatuto del individuo está determ inado inmediatamente por la
referencia a la totalidad social, a lo que nos hemos referido con los
tem as'del Antepasado inigualable, del Árbol del poblado, de la soli­
daridad/rivalidad entre los herm anos.”
Se aprecian entonces todas las alteraciones aportadas por las reli­
giones nuevas. El islam en prim er lugar, qtíe introduce un principio
de individualización a través de la mediación del jefe de familia: “es
subordinándose a él que se salvarán sus esposas; y se salvarán como
esposas. Se las convertía al Islam no individual sino colectiva­
mente”. ’25
Más aún el cristianismo, puesto que hace intervenir la idea del pe­
cado, de la falta individualizada, o mejor interiorizada, y que le da
todo su peso a la noción de culpabilidad. Con el,cristianismo la per­
secución deja lugar a la autodeterm inación,126 mientras que la salva­

124 “La culpabilidad está poco interiorizada o constituida como tal. -Más bien es com o si el
individuo no pudiese soportar verse a sí m ism o dividido interiormente, movilizado p o r deseos
contradictorios. La ‘maldad’ está siempre situada en el exterior del yo, pertenece al dom inio de
la fatalidad, de la suerte, de la voluntad de D ios.” M. C., Ortigues, Oedipe africain, Plon, 1966,
p. 128.
125 M. C „ O rtigues, op. d i , 1966, pp. 2 6 6 -2 6 7 .
126 M. Augé, L a vie en double, Doctorado d el Estado, Ciencias humanas, Sorbona, ju n io de
244 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

ción se convierte en el producto de un com portam iento estricta­


m ente individual.
No podemos entrar, evidentemente, en el detalle de las doctrinas
de la caíd a.127 Sin em bargo, detengámonos algunos instantes en una
de ellas, que ha m arcado profundamente al mundo occidental; nos
referim os al cristianismo. Para el cristiano, en efecto, la muerte es el
salario del pecado “pues la vida creada por Dios es una vida de co­
munión. Rechazar la com unión significa en definitiva rechazar la
creación, su orientación com unitaria, a imagen de la comunión trini­
taria. La muerte es el signo de que el hombre está cerrado al otro y a
Dios” . 128 Por cierto, la falta original de Adán puede ser lavada por el
bautismo, del mismo modo que el “pecado mortal” que m ata al alma,
y que extingue toda espiritualidad, puede borrarse mediante la con-
tricción y la absolución. Pero quien es sorprendido por la muerte (fí­
sica) en estado de pecado mortal (muerte espiritual) corre el riesgo
de sufrir condenación eterna porque ha dejado de ser hijo de Dios.
El pecado es en último análisis la ausencia querida, la soledad prefe­
rida, el amor rechazado.129 En virtud de que la m uerte de Cristo
red en tor ha salvado a los hombres de una vez para siempre, los que
no pueden evitar m orir al m undo, podrán en cambio revivir en Dios.
“ La muerte, que aparentem ente destruye toda comunión, es una
suerte de metamorfosis o de pasaje: arrancada al pecado y a las con­
diciones limitadas de la carn e, ella hace en trar en la universalidad
actual de la comunión divina. Su signo está en el Mensaje revelado,

1978. K! autor muestra cómo ei profeta eb ú rn eo A, Atcho, al d estruir los “fetiches”, perseguir
a los brujos, imponer la confesión, desestructuró la concepción tradicional de la personalidad,
provocando la búsqueda del beneficio individual, interiorizando la culpabilidad personal, desa­
rrollando el sentido del pecado.
127 Véase R. H., “ La Mort: Les im errogations philosophiques”, Eucychfmedia Universalis, ojt.
cit., p. 3 5 9 y
r2H C h. Duquoc, “La mort dans le Christ. De la rupture a ía com m union”, en Lumiere et Vie,
68, X I I I , mayo-junio de 1964, pp. 73-74 .
129 He aquí una excelente definición d e la m uerte espiritual para el cristiano: “El hombre
vive su finitud natural como angustia y com o m uerte,.en la medida en que no la entiende como
m ediación de la gracia para una Inm ortalidad de Gloria. {L a m uerte] se reduce para él a un
puro arrancarse del mundo, convertido falazmente en su todo. Pero sólo Dios, y no el hombre, ni
siquiera el m undo y la hum anidad en tera, es capaz de colm ar al ser hum ano. Por lo tanto, si el
hom bre vive en el mundo rechazando a Dios, el final que lo arrebata de este mundo se con­
vierte necesariamente» para él, en un puro desamparo. Por esto se puede decir que la muerte,
en el sentido propiamente espiritual de la palabra, no es otra cosa, en el fondo, que la finitud
del hom bre afectado por la anom alía del pecado y privado por éste de su prevista culminación
de g lo ria .” G. Martelet, “Mort et peché, m ort et résurrection” , en L a mort et Ihomme du XX
suele, pp. 216-217. Véase del mismo autor, “Victoire sur la m ort”, Chronique social de France,
I9f>2.
L O S R O ST R O S D E L M O R IR 245

la Resurrección corporal. La m u erte no es abolida; su sentido da un


giro: signo de ausencia, es eclosión hacia la presencia pura.” 130 Pro­
veniente del pecado que es ru p tu ra de la comunión, división, la
muerte es superada por la fe viviente, que es inserción en la corau-
' nión con Cristo. El pecado, fuente de la m uerte física y de la muerte
espiritual, se convierte p o r la m ediación tlel Cristo resucitado, para
quien vive sincera y profundamente su fe, espera en el amor divino y
practica la caridad, en la prenda de vida eterna en el más allá. “Pues
-n o s dice el Evangelio- habrá más alegría en el cielo por un solo
pecador que haga penitencia, que p o r 99 justos.”
Pero para esto es preciso creer en la Resurrección de Cristo y en la
autenticidad de su mensaje de am or: la “Resurrección es en verdad
una segunda creación.” 131 Por lo dem ás, sin la Resurrección, la Eu­
caristía sería algo vacío; y sin la Eucaristía no hay vida espiritual.132
Hay, pues, dos muertes para el hom bre, una muerte espiritual y
una m uerte biológica. “En tanto que persona espiritual, el hom bre sé
consume en ella desde su interior y áctivamente, sigue engendrán­
dose a sí mismo de acuerdo co n su vida anterior, se toma radical­
mente en sus manos, ratifica la conducta pasada por la cual se realizó
a sí mismo, alcanza la plenitud de su ser personal libremente ejer­
cido. Por o tra parte, como término de la vida biológica, la m uerte es al
mismo tiempo, de una manera inevitable y que alcanza a todo hom ­
bre, un asalto desde lo exterior, destrucción, accidente, detención del
destino que se abate sobre el hom bre de improviso, de tal modo que
su ‘muerte personal’, operada desde el interior por su acción propia,
es al mismo tiempo reducción a la más radical impotencia, acción y
pasión a la vez. Es imposible, en razón de la unidad del hombre -p o r
poco que se tom e en serio esto—, rep artir entre el alma y el cu erp o
del hombre estos dos aspectos de una muerte única y reducir así la
naturaleza propia de la muerte h u m an a.” 133
Dos ideas maestras separan así la m uerte espiritual del negro afri­
cano tradicional y la del cristiano: la culpabilidad interiorizada y el
doble misterio de la Redención y de la Eucaristía; ausentes en el
primero, estas nociones dan todo su sentido a la fe del segundo. A
condición, por supuesto, de que el cristiano de nuestros días siga

i:itl Ch. Duquoc, op, cit., 1964, p. 75.


,:M G. Martelet, Resurreclion, Encharistie et genese de i'homme, Desdée, 1972. Véase tam b ién P.
G relot,' 0 e la m>ri h la vie eterneUe, C erf, 1971, pp. 13-50, 42-4 6, 62-üS.
1:12 “Así como C risto resucitado está mucho m enos contenido en el mundo que el m undo en
él, del mismo modo se puede decir que Cristo está m enos en el pan v el vino que éstos en é l.”
(G. Martelet, op. cit., 1972).
i:,n K. RaniHT, ¡,e c/nctien et la mort. Desdée de B rou w er, Foi vívante, 1966, p. 31.
246 LA M UERTE DA D A, LA M U E R T E V IV ID A

dando testimonio del Evangelio. Pero veremos más adelante que la


adhesión a los valores cristianos padece hoy un vivo repliegue. Es
que, evidentem ente, una civilización de la rentabilidad y del benefi­
cio no podía sino darle la espalda a una religión de la caridad; se
corre el gran riesgo de que sólo quede de ésta, salvo honrosas excep­
ciones, una hipócrita fachada convertida en pretexto para una fu­
riosa explotación del hombre por el hombre. Pero éste es otro pro­
blema.
No se puede hablar de m uerte espiritual sin citar a su contrarío, el
renacimiento espiritual. Si en el Á frica negra tradicional, la primera
alude antes que nada a la insuficiencia de alimentos y de circulación
de las fuerzas, al rechazo del grupo y la falta de paz, a la ruptura de
prohibiciones y la no participación en el lenguaje, particularmente
simbólico, otras tantas expresiones que en el extremo term inan, si no
por unirse, al menos por coincidir, el renacimiento espiritual residirá
en cambio en la obtención de un acrecentamiento de fuerza, de ali­
mento, de lenguaje, de participación en el grupo o en las poténcias
numinosas: sacrificar a los genios y a los antepasados, co n o cer el len­
guaje de las cosas ocultas, en trar en comunión con el grupo (comi­
das, cantos y danzas), poder pronunciar palabras que dan la vida, o
desembarazarse verbalmente mediante la confesión del mal que po­
see (nom brar es aquí purgar la falta por catarsis y reintegrarse al
grupo del que se estaba excluido por causa de la falta), se convierten
en técnicas de esencialización. En este sentido, la iniciación es autén­
ticamente un renacimiento espiritual; todas las técnicas antes citadas
se conjugan allí: sacrificio, lenguaje y símbolo, comunión y participa­
ción, confesión y obtención de un nombre nuevo, acceso a lo sagrado
en sus dimensiones más secretas y misteriosas.
Habría que agregar también la posesión benéfica que provoca el
adorcismo (por oposición a la posesión maléfica, fuente de enferme­
dad mental, que supone, para conseguir la curación, un verdadero
exorcism o realizado en público), casi la reencarnación. Todo esto
implica una valorización del cuerpo, que se manifiesta de diferentes
maneras: el diálogo por contacto entre la madre y el niño, del que ya
hemos hablado; las técnicas del cuerpo, durante la iniciación (las
pruebas, a menudo crueles, consisten en ejercicios físicos que condu­
cen al dominio de sí); el papel im portante atribuido a la danza y a las
diversas actitudes corporales; los hechos de maternización y seguri-
zación que se manifiestan d u ran te las terapéuticas colectivas (el
cuerpo es acariciado, friccionado, con saliva, con leche, con aceite).
T odo esto se realiza para que la imagen del cuerpo, o mejor aún la
vivencia corporal, provea de una base sólida a la persona. ¿No es
L O S R O ST R O S D E L M O R IR 247

significativo que la divinidad de los dinka se llame “la carne”? ¿que se


encumbre al campeón de lucha? ¿que la mayoría de los casos patoló­
gicos registrados en el medio urbano, por lo tanto entre sujetos acul-
turados, sean precisamente perturbaciones del esquema corporal?
¿que la peor infamia para una mujer sea la de tener un “vientre
estéril”? 134
¡Qué lejos estamos de ciertas actitudes cristianas, vinculadas con el
neoplatonismo, para las cuales el cuerpo es sinónimo de torpeza, de
pesadez, de descomposición y de pecado! Definir la vida espiritual
por la m uerte de los sentidos y más especialmente del sexo, es algo
que evidentemente no se ve en ninguna parte de África. Sin em ­
bargo, se debe señalar que para el cristiano, así como para el negro-
africano, mutatis mutandi, la comunión, la confesión y la expiación son
las fuentes privilegiadas del renacimiento espiritual; y hay más de un
punto común entre las fantasías de incorporación que son la pose­
sión y la comida eucarística.133
Hay que admitir sin embargo que existe un cristianismo menos
austero, que le acuerda a la corporeidad un lugar no desdeñable. De
igual modo, a los que afirm an que hay que cre e r en la resurrección
de Cristo aun cuando se haya encontrado su esqueleto en el Santo
Sepulcro, muchos teólogos responden hoy que tal posición es ab­
surda: la resurrección ha transform ado el cadáver en cuerpo glo­
rioso y es este cuerpo glorioso el que se apareció a los discípulos y
que después se elevó al cielo el día de la Ascensión. No se necesita
más para rehabilitar a los ojos de algunos, la necesidad del, cuerpo
como medio de salvación más que de destrucyón; el tema de la resu­
rrección general supone de hecho tal hipótesis.
En cuanto a los cada vez más numerosos que no le acuerdan nin­
gún peso a la imaginería'cristiana, el renacimiento espiritual no tiene
para ellos casi sentido y se vuelve una creencia arcaica, o peor aún, un
modo de explotación concebido y orquestado sabiamente por los que
tienen el poder.136 Lo que se llama precisamente “falsa conciencia”

, <4 L. V. Thom as, R. Luneau, Anthropolie religieuse d ’Afrique noire, op. cit., 1974.
135 El animista no “com e” la carne de su Dios, así como no “bebe" su sangre. El consume a
una víctima ofrendada, en quien la palabra del genio refuerza lo numinoso y la carga vitaliza-
dora. ■
Además, para el cristiano, habría que volver al problema de la gracia (habitual, santifica-
dora). La idea de pecado (y de m uerte como paga por el pecado) tiende a ser eliminada de los
nuevos rituales fúnebres protestantes y católicos, orientados ante todo -¡sign o de los tiem pos!—
a la tranquilización de los sobrevivientes.
136 Véase J . Baby, Un m onde m eilleur, M aspero, 1973. G. Mury, “L ’enterrem ent, un point d e
vue marxiste”, Concilium 3 2 , M am e, 1968, pp. 153-156. G. G irardi, op. cit., Cond/ium 9 4, Mam e,
1974, p p . 129-135.
248 LA M U E R T E DA D A, LA M U ERTE V IV ID A

(mala conciencia si se la sitúa a nivel de lo vivido), es la transforma­


ción en valores universales, definitivos y absolutos, de las normas in­
ventadas en un cierto m om ento de su historia por una clase domi­
nante con el fin de asegurar su hegemonía y su reproducción. La
idea d e alienación 137 tiende a remplazar no sin razón la de pecado; la
falta no es ya ofensa a Dios sino al Hombre. La m uerte espiritual se
reduce ahora a la intoxicación (¿inconsciente?) por la publicidad, la
propaganda, el adoctrinamiento oficial en nombre de esos pretendi­
dos valores.
Denunciarlos públicamente, insistir en su alcance contingente y en
su precariedad, poner en evidencia su intención instrumental en be­
neficio de quienes los inventaron ayer y los manipulan (aviesamente)
hoy, es promeler, no un renacimiento espiritual, sino un nuevo hu­
manismo: el que repudia toda explotación del hombre por el hom­
bre, el sobre-trabajo tanto com o el super-beneficio, el intercambio
desigual y la robotización de los espíritus. Es curioso comprobar
cómo esa posición, de la que el marxismo se hizo ilustre y valeroso de­
fensor, es recogida parcialícente, salvo el materialismo y el ateísmo,
por un grupo de cristianos progresistas.
Permítasenos aquí citar un texto por demás revelador: “Pío XII
pronunció un día, en una homilía de Pascua, una frase destacable:
Hay que resucitar hoy a Cristo con una resurrección verdadera’. Yo
lo com entaría así: hay que rom p er todas las tumbas donde están en­
cerrados los hombres vivientes -pues existen múltiples maneras de es­
tar m uerto. Cuando Cristo declara: ‘Id a decirle a Juan lo que habéis
visto, los ciegos ven y los cojos caminan, los leprosos están curados y
los sordos oyen, los m uertos resucitan’, uno espera que esta enume­
ración se detenga aquí; pero él agrega: ‘Sea anunciada a los pobres la
Buena Nueva’ (Mateo II, 4-5). ¿Qué puede significar esto, sino que
el hecho de que los pobres acojan la Buena Nueva, es decir que des­
cubran la fuerza infinita de su solidaridad, es m ás'fuerte que el aconte­
cimiento material de que un m uerto resucite? La evangelización de
los pobres, signo del Reino, está estrechamente ligada a la resurrec­
ción. Trabajemos hoy por liberar a todos los hombres de todas sus
fatalidades, es la liberación profana y radical de los hombres la que
m uestra la especificidad de la fe. Aún suponiendo que los hombres
suprimieran la muerte, es decir que la vida se prolongara hasta los
doscientos años, o hasta dos mil años, o hasta cliez mil años, pienso

,!7 Va se ira te de alienación colonial o de alienación obrera, se habla siem pre el lenguaje del
otro (del que aliena o domina), se piensa con sus ideas, se vive según norm as (m(frales) de
<oiiduUa.
LOS R O ST R O S D E L M O R IR 249

que esto no sería suficiente, pues el hom bre no haría más q u e conti­
nuar de la misma manera. No m e alcanza en absoluto con ten er una
vejez interminable, una senilidad dichosa, la resurrección no es la in­
mortalidad. En otros términos, no vamos hacia otro mundo, no hay
cielo, no hay más allá, no hay o tra cosa, sino la profundización total
de lo que somos. No otro m undo, sino un mundo otro. Llevar al
mundo hasta la radicalidad de ponerlo en común, acorralar al hom­
bre privado m erced al advenimiento del hombre en com unidad, es
exactamente pasar de lo terreno a la gracia. ¡Es la Pascua!” 138

Ei^ tanto que sistema de representaciones, la muerte conocida, inteli-


gida o imaginizada toma también la form a del plural. Es por esto que
hemos tratado de precisar un cierto número de “dualidades” que
coinciden más o menos, cuyos térm inos se excluyen o por el contra­
rio se interpenetran: muerte suave o violenta, súbita o progresiva,
normal o sospechosa, estéril o fecunda, material o espiritual, buena o
mala. Sin em bargo, según los lugares, las épocas, los sistemas socio-
culturales y también los individuos (ellos se diferencian igualmente
según su clase social, su ideología, el momento de su existencia), las
variantes son numerosas y no es cierto que los términos que intervie­
nen tengan siem pre el mismo sentido.
Nuestra em presa sólo podía tener, pues, un alcance limitado, tra­
tar de desbrozar una madeja casi inextricable, señalar diferencias y
semejanzas que separan y que unen al negro-africano y al hombre
occidental. M arcar también la unidad del hombre, a pesar d e la di­
versidad de los hombres.

M u e r t e y perso n a

¿La muerte tiende a finalidades destructoras -totales o parciales- el


ser (nivel ontológico) o el existente (nivel psicológico = persona; nivel
social = personaje)? Ciertamente, el difunto (defunctus), a pesar del
recuerdo que pueda dejar, es el que no tiene más función (negación
del personaje); es también el que ha perdido la conciencia de sí y se
muestra desde ahora incapaz de relaciones con el mundo y con los
otros (negación de la persona). El cadáver, esta presencia/ausencia
del desaparecido que va a iniciar el ciclo infernal e irreversible de la
tanatomorfosis, es el signo inmediato de esta doble negación: "“Yo te
he amado demasiado para aceptar que tu cuerpo desaparezca y pro­
clamar que tu alma alcanza y que ella vive”, declara Anne Philipe.139
138 [. Oarbonnel y colaboradores, Dieu est mort en Jésus-Christ, op. cit., 1967, pp. 150-151.
i;l” A. l’hilipc, op. cit., 1963, p. 61.
250 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

Y además ¿cómo hacer para separarlos, para decir: ésta es su alma,


éste su cuerpo? Tu sonrisa, tu mirada, tu modo de caminar y tu voz
¿eran la m ateria o el espíritu? Uno y otro, pero inseparables. Yo
juego a veces a un juego horrible: ¿qué parte de ti podría haber sido
arrancada o mutilada sin que dejaras de ser ese ser humano particu­
lar que yo amo? ¿Cuál es la señal indicadora, dónde está el límite?
¿Cuándo iba a llegar a decir: ya no te reconozco?”
' La muerte se aparece como separación enlde la persona. Plantea a la
vez el problem a de la aniquilación o de la supervivencia del yo.
¿Pero bajo qué forma?

L a muerte y la persona en el Africa negra

1. L a muerte y los elementos constitutivos del yo ■

No sirve de nada en um erar los elementos, a veces muy numerosos,


incluso contradictorios, que se encuentran en la base de la personali­
dad negro-africana tradicional. Además, hay que especificar los lazos
que los unen y que precisamente la m uerte viene a destruir de ma­
nera a m enudo anárquica. ¿Hay que hablar de correspondencias?
¿de participaciones ontológicas o solamente existenciales? ¿de lazos
simbólicos o analógicos? ¿o más simplemente de síntesis organizada,
donde cada elemento cumple una función determinada?
En el estado actual de nuestros conocimientos, no se puede afir­
m ar nada con certeza, e incluso parece que el negro-africano no
sobrepasó en este punto la fase puram ente enunciativa: el diola (Se­
negal) afirm a que él es a la vez enil (cuerpo), yal (alma) y buhinum
(pensamiento). El mina (Dahomey), que su yo es a la vez se (alma, soplo
vital), jete (antepasado reencarnado) y kpoli (signo del individuo; su
destino está revelado de alguna m anera por Fa). El yoruba (Nigeria)
declara que él tiene un ara (cuerpo), un emi (soplo vital), un ojiji (doble),
un ori (espíritu-inteligencia que tiene su asiento en la cabeza), un okon
(espíritu-voluntad que reside en su corazón) y un conjunto de fuerzas
secundarias, tales com o el ipori, alojada en los dedos de los pies, el ipin
ijeun, localizada en el vientre. No vale la pena hacer más extensa esta
lista.140
Se puede deducir de estos hechos que la persona negro-africana
tradicional, quizás a causa de esta proliferación de elementos consti­

140 Este pluralismo no es único en absoluto. Véase A. Pollak-Eltz, E l concepto de múltiples almas
y algunos ritos fú n eb res entre los negros am ericanos , Caracas, 1974; M. H. Harner, Les ¿Unes des
Jivaros , en: Middleton, A nthropologie religieuse, Larousse, 1974, pp. 113-122.
LO S R O S T R O S DEL M O R IR 251

tutivos -hecho imputable no sólo a los aportes exteriores (acultura-


ción), sino también y sobre todo a un rasgo esencial de su pensa­
miento filosófico: la preocupación por la riqueza, la exigencia de va­
riedad, el rechazo del vacuum form aru m -, no aparece jam ás com o una
síntesis rigurosa en el sentido occidental del término. El ser no se
concibe fuera de la alteridad cósmica y social; él está auténticamente
“suspendido en abaliedad” (para retomar la expresión de E. Souriau
en Les divers modes d ’existence). Según una dialéctica temporal, los ele­
mentos del yo pueden aproxim arse o alejarse, dispersarse o aglome­
rarse, sin perjudicar a la persona total.
En el espacio, algunos componentes se localizan fácilmente fuera
del individuo (árbol, charca, altares), ya sea de modo temporario o
definitivo. Por lo tanto, los elementos del yo residen fuera de la per­
sona, la cual, sin em bargo, acoge parcelas ontológicas o entidades
simbólicas extrañas a él: es así que, gracias a la alianza catártica, hay
bozo (Mali) en todo dogón (Mali) y dogon en todo bozo. Los sustratos
noéticos mismos nada tienen de estables, puesto que pueden aumen­
tar o disminuir. Hay mutaciones posibles, por ejemplo entre el alma
(ni) y el doble (dya), especialmente entre los bambara (Mali).También
se organizan sustituciones parciales (pactos de sangre, pactos de
unión en la muerte) y se operan metamorfosis fundamentales, espe­
cialmente durante las iniciaciones o si se trata de sociedades secretas
(hombres leopardos).
Estas partidas y llegadas, en nada incompatibles con la toma de
conciencia de sí, hacen que la persona no esté jam ás enteramente
viva (grados en la m uerte) ni enteramente m uerta (grados en la
vida); que sea siempre ella misma y a la ¿vez otra cosa distinta, que
esté siempre aquí y al mismo tiempo en otras partes (vagabundeo del
alm a, bilocación de los m uertos). Sin ninguna duda, estamos en las
antípodas del monadismo leibnitziano. Estas creencias arrojan una
luz nueva sobre la comprensión del problema de la muerte; a la vez
pluralidad de sus aspectos y diversidad de los destinospost mortem.
E l nombre y la muerte. Cam biar de nombre consagra la desaparición
de la personalidad anterior, la del “viejo”, en beneficio del ser nuevo,
regenerado por el rito iniciático. Sucede incluso que la mutación
nominal provoca traumatismos graves en el equilibrio psíquico (en el
bautismo cristiano, por ejemplo).
Pobre del individuo que, p o r indiscreción o torpeza, revela su
nom bre secreto, su persona se vuelve entonces particularmente vul­
nerable, porque pronunciar su nombre es o p erar sobre su alma. La
m uerte de la persona acarrea con frecuencia la “muerte del nom­
b re”, y éste ya no puede ser pronunciado por lo miembros del clan.
2 52 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

Y si por azar alguno de ese linaje tiene el mismo patronímico que el


difunto, deberá cam biar de etiqueta social (diola). En fin, sabemos
que la m uerte social y escatológica se produce cuando los vivos han
perdido el recuerdo (pérdida del nombre) del muerto y cuando éste
se disuelve en el anonimato de los antepasados.
E l espíritu y la muerte. Se conoce poco sobre las relaciones del espí­
ritu con la muerte, salvo que el cadáver (y no el difunto, como vere­
mos) pierde toda capacidad de reflexión y de habla. Es por esto que
la loc ura se em parenta con la m uerte; las dos son singularizadoras y
traumatizantes; las dos crean en el grupo un sentimiento de urgencia
concretada en un afianzamiento del consenso social.
El destino del espíritu se confunde a veces con el del alma (animus),
pero es posible que se los disocie sin que se pueda indicar la razón.
Sin embargo, no olvidemos que en el más allá, si el difunto ha per­
dido la fuerza del poder, puede no obstante guiar a sus sobrevivien­
tes, pues posee siempre la fuerza del saber, tiene que estar plena­
mente consciente para ju zg ar de su estado y ap rec:ar el com porta­
miento de sus descendientes.
E l doble y la muerte. La noción de doble se revela particularmente
multívoca.
Si se entiende por doble al animal totémico (el ewuum diola, por
ejemplo), el parentesco de destino es flagrante entre el hombre y su
doble simbólico: la m uerte del uno produce irrevocablemente la de­
saparición del otro (participación ontológica y existencial). De ahí la
estricta prohibición de m atar a su “tótem” y con mayor razón de
alimentarse de él (a pesar de algunos sacrilegios rituales).
En el caso de que el doble abarque la sombra, ésta puede aproxi­
marse al alma ligera o al alma-pájaro; cuando la sombra se encoge,
piensan los zulúes (Natal, Transvaal), es que se acerca la muerte; el
doble “se contrae entonces y se convierte en algo muy pequeño”;
el cadáver no conserva más “que una sombra minúscula que desapare­
cerá con él”.
En fin, el doble se define también como elemento fundamental del
yo, tal es el caso del dya de los bambara (Mali), a la vez soplo, “gemelo
del ser humano”, “sombra sobre el suelo”, “reflejo en el agua”, etc.
En último análisis hay que ver al mismo tiempo en él una sombra, un
principio vital y un alma ligera, que viaja durante el sueño (ya sabe­
mos que éste tiene la apariencia de la m uerte), abandona al cuerpo
en el momento del deceso y se reencarna bajo forma inversa (el dya
se convierte en ni, es decir en “alma”, el ñi hace dya).
Existen distintas variedades de sombras o de dobles. Veamos el
ejemplo de Dahomey. Los mina, los fon, los gun, hablan del Ye,
LOS R O S T R O S D E L M O R IR 253

“gran som bra, sombra clara y lejana”, que sigue siempre al cuerpo,
incluso de noche cuando es invisible, y del Wesagu, “sombra opaca”,
el núcleo mismo de la sombra, m ensajero que anuncia a M awu (Dios)
la m uerte del hombre. Ye y W esagu, a menudo confundidos, vuelven
generalm ente hacia el Ser suprem o luego del fallecimiento, sin dejar
de vigilar estrecham ente a los vivientes.
E l alm a y la muerte, Sabemos que hay que hablar absolutamente de
almas en plural. Perder m om entáneam ente el alma ligera, a veces
con la apariencia de la sombra, no tiene nada de grave, puesto que
lal es el estado normal en el d o rm ir (seudomuerte), en el sueño
que lo acom paña o en el ensueño. Pero durante sus peregrinaciones, el
alma ligera corre el riesgo de toparse con el brujo o con múltiples
enemigos, los traumatismos de la pesadilla que expresan estos encuen- ,
tros, en ciertos casos pueden p ro vo car la muerte. También hay que
imputarle a la partida provisoria del alma ligera los desvanecimientos,
los síncopes, algunas locuras y los estados catalépticos tan corrientes en
los ritos de la muerte simbólica.
En cuanto al alma pesada, en la mayoría de los casos ella es la
única responsable de la m uerte en instancia o m uerte-que-se-va-
haciendo. Se presentan aquí varias posibilidades. Desde el comienzo
de la agonía, el lindon de los fon (Dahomey) abandona el cu erp o para
unirse al Dios Mawu, algunos días o algunas horas antes de la m uerte
efectiva. En el país dogon, tres años antes de la muerte física el alma
abandona su envoltura para em p ren d er un gran viaje, visita la casa
de las m ujeres que están con la m enstruación, erra por los bosques y
reposa sobre el árbol gobu (el prim ero creado y que servía de abrigo a
los hom bres antes de la invención de las chozas).
En cuanto a los pigmeos (Á frica central), ellos creen en la existen­
cia de los Yate, almas viajeras que se desencarnan para apoderarse de
otras almas y someterlas; los cuerpos, privados del principio vital a
causa de sus maleficios, term inan por perecer en un plazo más o
menos largo. La muerte, pues, sólo se concibe como la separación del
alma pesada y del cuerpo -degollada aquélla por Amma (Dios), dicen
los d o go n - mientras que la disociación del lazo que unía a las almas
entre sí sólo interviene de m anera secundaria.
L a muerte y el principio vital. El principio vital, a veces no diferen­
ciado del alma (ánima), basta p ara m antener la vida hum ana, parti­
cularmente durante el periodo de la m uerte en instancia. Es com o si
la vejez coincidiera con el debilitamiento de este namá, m ientras que
la m uerte consiste en su ruptura con el cuerpo.
Encontram os aquí tres tipos de creencias. Para unos, el principio
vital es el prim ero en dejar el cu erp o del hombre (es el caso del hunde
254 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

de Jos songhay del Níger)^ mientras que el alma sigue todavía alre­
dedor del cadáver. Para otros, el alma se separa del cuerpo antes de
que el soplo vital se retire (dogon, serer, ba-illa, pigmeos). En fin,
última posibilidad, el alma y el principio vital abandonan simultá­
neamente su envoltura carnal durante la m uerte efectiva {diola).
Aunque el principio vital sea con frecuencia único o más bien uni­
ficado, él proviene de la unión de varias parcelas salidas de los en-
gendradores, también de los antepasados y del ser encarnado, de los
alimentos ingeridos, de las iniciaciones efectuadas. Pero la muerte
tiene por efecto provocar de nuevo una fragm entación seguida de
una dispersión y a m enudo de una redistribución en el interior del
clan. Dos ejemplos nos lo harán ver claro. El megbe o fuerza vital de
los pigmeos se dicotomiza: una parte se integra al animal totémico; la
otra es recogida por el hijo m ayor que se inclina sobre su padre, con
la boca abierta a fin de recibir su último suspiro (alma). En el país
ashanti, la fuerza vital que viene de la m adre se reencarna en línea
uterina y la que procede del padre en línea masculina. En cuanto al
soplo vital, que em ana de Dios, a él retorna.
E l cuerpo y la muerte. Es imposible no sorprenderse ante la situación
(relativamente) pasiva de la corporeidad en la escatología negro-
africana.141 En toda Á frica el cuerpo aparece un poco como un ele­
m ento pasivo, él padece la m uerte puesto que ésta es el resultado de
la desaparición del principio vital que lo animaba, o del espíritu que
lo alentaba; también su nom bre, su divisa, su emblema desaparece­
rán. Ya sea que el alma abandone al cuerpo por la boca, por los
cabellos, por las orejas o por las narinas, el buzima, como dicen los ban-

141 Hecho tanto más sorprend ente cuanto que el cuerpo es a menudo valorizado, como lo
hem os dicho, y que todo está orientado a asegurar un excelente esquema corporal.
Según la tradición, el cu erp o es de arena o arcilla. ¿En qué medida se puede hablar de su
destrucción en la m uerte? De una casa que se derrumba, quedan los m ateriales utilizados para
darle su combinación estructural global. Los materiales de esta casa, o más sencillamente “la
m ateria” de esta casa, es la tierra con que se la construido. Pero no es la tierra la que se
destruye en este derrum be, pues ella queda como sustancia que no parece. Y lo mismo en
cu anto a la sustancia de la m aterialidad corporal. Todo lo que es m aterial, parecería que se
origina y termina en la tierra, lo que equivale a decir que la m ateria se “sobrevive” al retornar a
la sustancia-tierra. En la putrefacción del cuerpo, se realiza la sustancialización de lo material,
condición necesaria para el restablecim iento imaginario del equilibrio post mortem. Pues cómo
explicar, si no, que un cuerpo absolutam ente desaparecido pueda pertenecer todavía a un
individuo transform ado en la o tra vida. Pensamos que, para responder a las nuevas exigen­
cias de un estado espiritual o num inoso, correspondería en lo implícito d e la imaginación fon,
una sustancialización de la m ateria corporal, para lo que sirve su delicuescencia real. Esta sus­
tancialización del cuerpo le co n fiere a la disolución real una significación positiva. B. T . Kos-
sou, Se et Bge, Dynamique de l’existence chez les Fon, tesis doctoral, París, 1971, mimeografiada, pp.
272 -273 .
LOS R O ST R O S D E L M O R IR 255

tú, se retira del mundo de la cu ltu ra para retornar al universo de


la naturaleza (disolución en el cosmos). Ciertamente, jam ás se trata
de una ru p tu ra brusca: el cuerpo podrá presidir sus propios funera­
les, será objeto de cuidados vigilantes -aunque por poco tiempo, es
verdad-; más tarde algunas partes nobles se convertirán eventual­
mente en objeto de culto (tibias, cráneo). El cuerpo tiene asegurada
una supervivencia parcial por herencia (todo hombre tiene la sangre
de su m adre y los huesos de su padre, dicen los ashanti). Por último,
no es imposible que, bajo una form a sublimada, el cuerpo no pa­
dezca las angustias del dolor (“infierno”) ni viva las alegrías de la
recompensa (“paraíso”).

2. Muerte, persona y devenir

La m uerte negro-africana se define ante todo como una ruptura de


equilibrio entre los elementos constitutivos del yo, seguida o no de la destruc­
ción inm ediata o progresiva, total o p arcial, de uno de ellos (cuerpo, doble,
sombras; eventualmente almas; muy raramente principio vital o espíritu).
Puede haber así pérdida ontológica, al menos aparente. Sin em­
bargo la m uerte, si es la destrucción del todo o suma de los elementos
constitutivos del yo, no aparece jam ás como la destrucción de todo,
puesto que la m ayor parte de los elementos en cuestión pueden al­
canzar un nuevo destino, ya sea globalmente (que es lo más fre­
cuente), o de m anera separada, por ejemplo conjugarse de otra ma­
nera con otros elementos para constituir una nueva persona.
La m uerte no es, pues, la negación de¿la vida, sino más bien un
cambio de estado, un pasaje a la vez ontológico y existencial, una
reorganización de los elementos de la persona anterior (separación,
agregado o desaparición; destrucción o recreación). Este cambio su­
pone la continuidad temporal de orden ontológico o por lo menos la
semejanza, que es su aspecto simbólico.
Tempels lo ha subrayado claram en te:142 “Lo que subsiste después
de la m uerte no es designado en tre los bantúes por un término que
indique una fraccción de hombre. Yo he oído a los ancianos llamarlo
‘el hombre mismo’, ‘él mismo’, aye mwiné.” Sin duda que no se trata
sino de una eventualidad extrem a. Sin duda hay destrucciones reales:
cuando el brujo “devora el alm a” ; 143 o si se ha tenido una mala
muerte (alm a comida por una hiena o que parece hundida en el
poto-poto, el agua del río, o entre las llamas); o también si hay incapa-
142 T em p els (R. P.), La philosophie bantoue, Prés. Afric., 1949, pp. 37-38.
143 Modo de persecución que corresponde a la fantasía de devoración en psicoanálisis, como
dijimos.
6 LA M U E R T E DADA, LA M U ERTE V IV ID A

dad, para ios manes que no tienen más supervivientes para sacrifi-
ir -p o r esto es que no hay nada peor que no tener niños-, para
Icanzar el estado de antepasado. Pero en la mayoría de los casos, el
imbio significa tanto la perm anencia de la vida com o su extinción,
0 que subsiste del estado anterior en el estado nuevo no se lo con-
be de la misma m anera en todas las etnias (almas o fracción de
Ima, doble, espíritu, principio vital, etc.). Sin em bargo, el nuevo es
>n mucha frecuencia una repetición simbólica del anterior; la vida
n el más allá es idéntica a la vida acá abajo (los muertos comen,
eben, cultivan sus campos y a veces, por más que sea muy raro, en
iertas circunstancias hasta se reproducen); el recién nacido recuerda
>s rasgos del antepasado que reencarna (niño nit-ku-bon de los wolof
leí Senegal), el alma purificada y el cuerpo sublimado “recuerdan”
1 alma y al cuerpo del viviente, etcétera.
La reproducción integral (identidad entre los bantú), la afinidad
Mitológica (identidad parcial: diola, lebu, wolof), incluso simbólica
participación: por toda el África tradicional), o simplemente la per-
enencia, caracterizan esta cdntinuidad fundamental que se traduce
>ociahnente por llevarse el mismo nombre cuando hay reencarnación
reconocida. En un sentido, la evolución hacia lo “im ag in ar144 -co n ­
cepciones escatológicas descritas a veces con detalles y repeticiones
simbólicas rituales- com pensa la rigurosidad de la evidencia (des­
composición, ausencia). “Los que han muerto no parten jam ás [. . .]
Los muertos no están bajo tierra [. . .] Los muertos no están muer-
os”, declama el poeta.
Nadie ha descrito y explicado mejor que Van d er Léeuw esta
;oncepción que parece tener que aplicarse a todas las religiones lla­
madas arcaicas: “Hay más o menos lo mismo del muerto que del
'ivo; aquél no ha perdido ni lo efectivo ni la posibilidad. Su supervi­
vencia está descontada, precisamente porque los ritos la garantizan
r . . .-] El entierro m arca así el comienzo de la vida nueva [ . . . ]
La m uerte no es un hecho sino un estado d iferente de la vida
[ . . .] La diferencia entre el estado anterior a la m uerte y la superviven­
cia, no es más acusada que la que distingue a la edad adulta de la
existencia que precede a la iniciación a la pubertad [ . . . ] Pero esen­
cialmente la muerte és un pasaje al igual que otros, y el difunto no es un
individuo privado de funciones [ . ..] A lo sumo es alguien que vuelve, y
por regla general alguien que está presente.”
Esquemáticamente, sé podrían discernir tres organizaciones fun­
damentales de Ja evolución post mortem: un sistema cíclico con reen­

144 Van der Leeuw,L a religión dans son essence et ses manifestations, Payot, 1955, pp. 206-207.
L O S R O S T R O S D E L M O R IR 257

carnación de hecho; un sistema lineal con reencarnación nominal o


formal; un sistema mixto que se vale de los otros dos y a su vez los
complica.
Un ejemplo del primer sistema cíclico está dado por los seres del
Senegal. Dios ha creado dos cuerpos para el hombre, un cuerpo en
el mundo de los vivos, un cuerpo en el mundo de los muertos. El
pasaje de uno al otro se hace según estados intermedios que com ien­
zan por el m undo de los vivos antes del nacimiento, y se terminan de
manera ambigua con varias posibilidades, para volver al mundo de
los m uertos y .recomenzar el ciclo. En este caso particular, aparte del
aspecto del retorno cíclico, la m u erte no es en absoluto destrucción
sino recuperación de todo, y en especial de la experiencia hum ana
viviente, aún física.
Un ejemplo del segundo sistema, lineal, es el de los bantú. El di­
funto perm anece eternamente en el reino de los muertos. La vida es
designada por tres palabras: bugingo = duración de la vida; buzim a =
unión del cuerpo y del alma para dar un viviente; kizima (hom bre o
animal); m agara — la vida espiritual propia del hombre. El hom bre
vivo es un muzima = persona viva y consciente. Cuando llega la
muerte, buzima toca a su fin, kizim a deja de existir, la sombra se di­
suelve, el cuerpo se descom pone. Muzima, que es un existente de
inteligencia que vive, se convierte, en muzimu, existente de inteligen­
cia privada de vida. Muzimu no estará nunca más en el mundo de los
vivos, pero seguirá vinculado a su descendencia y puede beneficiarla
con su fuerza vital. El antepasado que entra en un existir sin fin
(inmortalidad, eternidad) es una concentración de vida espiritual; si
el padre engendra al recién nacido, el antepasado participa en esta
cofecundación y su intervención es la más importante. El antepasado
puede aportarles a numerosos recién nacidos la energía vital necesa­
ria para que aparezcan. L a existencia de los difuntos está sometida a
sus relaciones con los vivos: el que no pueda seguir m anteniendo
estas relaciones estará perfectam ente m uerto, no podrá escapar a
una disminución ontológica del ser, y se fundirá en la com unidad
anónima de los manes cuyo recu erd o se ha borrado de la conciencia
de los vivos.
Un último ejemplo, el de los diola de Casamance (Senegal)* parti­
cipa de los dos primeros sistemas: la vida es la unión del cuerpo, del
alma y del espíritu. Al morir, el cuerpo se pudre en él cem enterio,
pero su doble sigue existiendo. Este doble, o cuerpo sublimado, se
une a la parte integralmente buena del alma y del espíritu y entonces
llega al paraíso; o se adosa a la p a rte integralmente mala del alma y
del espíritu y en ese caso quedará en el infierno. Lo que resta de está
25 8 LA M U E R T E DA D A , LA M U E R T E V IV ID A

unidad dual (alma + espíritu), después de la separación de la parte


buena o mala, puede reencarnarse de m anera plural.
Para un espíritu occidental es difícil analizar con sus propias cate­
gorías todos estos sistemas, sin am putarles una gran parte de su sig­
nificación y de su fuerza. Se trata de una totalidad concreta, existen-
cial que pertenece sobre todo al orden del mito. L a conciencia inte­
lectual no puede aprehender toda su sustancia. T res observaciones
resumen lo esencial de lo que acabamos de decir:
1) T o d a m uerte implica una destrucción parcial, una liberación
parcial y una recomposición parcial de los elementos constitutivos del
ex viviente, verificándose así el m odo específico de composición del yo.
2) Si dejam os de lado los avatares del cu erp o (conservación,
transform ación, transfiguración, alteración, aniquilación), es legítimo
introducir las distinciones siguientes, sólo para facilitar la com pren­
sión de la escatología: destrucción ontológica de ciertos elementos
del yo, p or lo tanto de la persona en tanto que síntesis, con desapari­
ción concom itante del recuerdo del difunto; m uerte definitiva total
(mala m uerte) o parcial, a la vez biológica, social, metafísica; atenua­
ción del recuerdo del difunto por desaparición progresiva de sus so­
brevivientes (antepasados anónim os venerados implícitamente) o por
ausencia inmediata de sobrevivientes, con pérdida de fuerza para el
muerto por falta de sacrificios (m uerte social, incluso metafísica, de
los m anes); alteración progresiva del ser y de la fuerza de ser (fuerza
de vivir), compensado por el aum ento del saber (antepasados anó­
nimos explícitam ente venerados); aum ento de la fuerza del ser
con exaltación de la memoria individual y colectiva (antepasados con
nombre, especialmente venerados).
3) L a m uerte sólo ataca en definitiva al individuo o a su apariencia
sensible (imaginaria) y no al ser fundamental de participación que es
el grupo, pues éste tiene a su disposición los medios simbólicos (ima-
ginal) que aseguran su perm anencia.

La muerte y la persona en Occidente

Dos diferencias fundamentales contraponen desde el principio a la


cultura occidental y a la del Á frica negra. Aquélla se contenta con un
dualismo que opone la corporeidad al espíritu, donde este segundo
término, en la perspectiva materialista, puede reducirse al prim ero, o
al menos m antener con él una relación de condicionado a condicio­
nante; mientras que la cultura africana multiplica los elementos cons­
titutivos de la persona (pluralismo coherente).
L O S R O ST R O S DEL M O R IR 2 59

En el segundo caso (África negra), sin negar el reconocimiento de .


la especificidad de cada yo,145 se impone ante todo la mentalidad
participativa, lo que impide “consum ar la m uerte bajo la categoría de ,
la separación146 y del desamparo”, para utilizar la expresión de P.
Landsberg:147 es por esto qué el rechazo y el horror a la m uerte se
disipan, pues todo opera colectivamente p ara que la muerte sea
aceptada y trascendida. Pero en el prim er caso (Occidente), preva­
lece el individualismo, es. decir la conciencia agudizada del yo, re fo r­
zada por el ideal competitivo -ya aprendido en la escuela bajo distin­
tas formas de com petencias-, y la lucha por la vida típica de la 1
sociedad de consumo y de beneficio. Casi hay que imaginar a una
persona que llevara en sí elementos extraños (la creencia en las leyes de
la herencia cromosómica no tiene ninguna incidencia en el plano de la
conciencia; la alienación hace olvidar a menudo al sujeto que él sólo es
un producto-objeto a l servicio de la ideología dominante), mientras que los
elementos propios se situarían fuera de las fronteras del yo. .
Si dejamos de lado las tesis del monismo materialista que nos rem i­
ten unánimente a las interpretaciones de la muerte biológica que ya ¡
examinamos, la concepción dualista tradicional reduce la m uerte a la
separación del alm a y del cuerpo.148 Inmediatamente después del falle-

145 Cada persona es, de hecho, una síntesis- original, casi única, de elementos. El llevar un (
nom bre secreto, las técnicas de promoción, la definición de la función, acrecientan la especifi­
cidad del yo, como antes señalamos.
146 La separación existe, pero de manera aparente: los difuntos son los muy próximos, pue- (
den reencarnarse; el poblado de los muertos linda con el de los vivos.
147 L. Lévy-Bruhl lo señaló muy bien: "Se podría decir que el sentimiento que tiene el indi- ,
viduo de su propia existencia abarca el de una simbiosis cori los otros miembros del gru p o, a
condición de no en ten d er por esto una existencia en com ú n, como la de los animales inferiores
que viven en colonias, sino simplemente existencias que se sienten en una dependencia inevita- 1
ble, constante y recíproca, la cual por lo com ún 1 1 0 es sentida de modo formal, precisam ente
porque está presente de continuo, como la presión atm osférica.” El autor concluye: “ L a parti- ^
cipación del individuo en el cuerpo social es un dato inm ediato contenido en el sentim iento
que él tiene de su propia existencia” (Carnets, pp. 106 y 107)..
148 Si la persona, para el judeo-cristíano, es un compuesto alma/cuerpo, en el que aquélla (
domina a éste, la m uerte presenta múltiples aspectos: la separación de los dos principios, por
supuesto (muerte propiamente dicha); el debilitam iento del alma o su dominación por el f
cuerpo (m uerte esp iritual, pecado); la m utilación del cu erp o (m uerte parcial o pequeña
muerte, según los casos). Tendremos ocasión de volver sobre el lema del currpo (o del cadáver)
mutilado. Demos, de todas maneras, algunos rápidos,ejem plos. El niño asimila con frecuencia la (
herida, aunque sea leve, a una pequeña m uerte. Según Freud, el niño no tendría conciencia de
la m uerte hasta después de la fase edipiana: el miedo de m orir equivale entonces al miedo a (
perder el pene (angustia de castración). O tro punto im portante: la sexualidad. “El h o m bre es
un parecer, nos dice Groddeck, que recién llega a ser en su muerte: la eyaculación-castración
que lo expulsa de nuevo hacia el sexo, el pene. El hom bre alcanza la culminación del goce 1
el instante and rógin o- en la eyaculación; el ser y el parecer sólo coinciden para él e n la

1
¿.A / .lu iik ii- DA-üA, LA M U L R iE V IV ID A

cimiento el cuerpo será entregado a la destrucción (“Recuerda, oh


hombre, que tú eres polvo y que al polvo retornarás”, se canta el
miércoles de Ceniza), pero en cambio el alma será juzgada, castigada
o recompensada según la vida que haya llevado, o sólo tomando en
cuenta su estado en el momento de com parecer ante Dios (“estado
de gracia” o de “pecado m ortal”; contricción sincera o falta de arre­
pentimiento).
Pero durante la resurrección general, los cuerpos podrán partici­
par del destino de las almas: cuerpos ordinarios para los réprobos,
cuerpos “gloriosos”, idealizados, sublimados, trascendidos (de los que
el cuerpo de Cristo proporcionó el modelo) para los hijos de Dios.
Así se instaura el reino de “la m uerte de la m uerte”, puesto que la
permanencia en el infierno o en el paraíso es definitiva.149 Tal es, al
menos, la creencia popular en el ámbito judeo-cristiano, para quien
sigue con mayor o m enor fidelidad las lecciones de la Iglesia.150
Sin embargo, diversas teologías tratan de salir de los caminos tri­
llados y de las afirmaciones simplistas. No basta con decir, en efecto,
que hay separación del aljna y del cuerpo. Quedan en pie algunas
preguntas: “esta separación ¿es el efecto de un dinamismo profundo del
alm a, que estaría destinada a perfeccionarse? ¿O es un simple acontecimiento
que la golpea, contrariando sus tendencias esenciales? Nada de esto figura

m uerte; mientras que la m u jer alcanza la cim a del placer en el alum bramiento, es d ecir, al
térm ino de un largo proceso simbólico durante el cual la persona femenina se convierte en
individuo, es dualidad andrógina merced al niño falo en su matriz. Para la m ujer también la
culminación es sim ultáneam ente la m uerte: en el instante del parto ella es rechazada del ser
hacia el parecer". ¡Eyaculación y parto son, en muchos aspectos, mutilaciones!
149 Actitud que algunos ju zg arán represiva, y no sin razón.
150 Esta representación d e la m uerte como separación del alm a y el cuerpo es de un uso tan
natural desde los prim eros Padres de la Iglesia hasta el catecism o de Gasparri, por ejem plo:
“Que es preciso considerarlo, desde el punto de vista teológico, como la descripción clásica de
la m uerte. Ella form ula po r otra parte algo esencial a la m uerte. Evoca, prim ero, un hecho
innegable: el principio espiritual de vida, el alma, se sitúa m erced a la m uerte -p a ra decirlo
vagamente y con toda la reserva posible- en una relación d iferen te con respecto a lo que
acostumbramos llam ar el cu erp o . El alma no sustenta ya a la form a del cuerpo como realidad
independiente, opuesta al resto del universo, y que posee su ley íntima de desenvolvimiento.
El cuerpo no vive más y en este sentido podemos y debemos afirm ar que el alma se separa del
cuerpo. Por otra parte, es una verdad de fe (y hasta de metafísica) que el alma espiritual
personal tío desaparece cuando se disuelve la forma del cuerpo, pero conserva, aunque b ;jo
otra form a de ser, su vida espiritual y personal. Es así que la descripción de la m uerte com o
separación del cuerpo y el alm a expresa claram ente, a su m anera imaginada, este hecho
mismo, ya que la palabra “separación” evoca la subsistencia del elemento que está separado. Sin
ninguna duda, desde este doble punto de vista, esta descripción tradicional de la m uerte se
ju stifica plenamente.” K. R ah n er, Le chrétien et la mort, Foi vivant, 21, Desclée de Brouw er, 1966,
pp. 17-18.
LOS R O S T R O S D E L M O RIR 261

en la descripción clásica de la m uerte”.151 El propio concepto de se­


paración resulta oscuro. “Así, cuando el alma se encuentra unida al
cuerpo, ella está manifiestamente e n relación con ese todo del que e l cuerpo es
sólo una parte, con todo lo que hace la unidad del mundo material.
Pero ni la metafísica (ya se tra te de una metafísica escolástica de la
m ateria prim era o de una m etafísica que utiliza el concepto muy
semejante del ‘individuo’ material), ni ninguna filosofía de la natura­
leza de tipo especulativo, pueden considerar esta unidad del uni­
verso m aterial como un conjunto puramente lógico de objetos parti­
culares, o com o una pura resultante de la interacción exterior de
esos individuos. En este contexto es imposible determ inar co n mayor
precisión, en el plano de las categorías, la.naturaleza metaempírica
de esta unidad real-ontológica del m undo.” 152 La m uerte es ante
todo “abandono de la forma corporal y aparición de una relación
pan-cósm ica del espíritu”,153 térm ino biológico de la historicidad vi­
vida y acabamiento de la interioridad de la vida personal; es, pues,
para el hom bre “lo que pone un término definitivo a su estado de
peregrino. Merced a la m uerte, el hombre, en tanto que persona
ético-espiritual, se cumple definitivamente y se orienta sin retorno
hacia Dios o se separa de él según la opción hecha en esta vida cor­
poral”.154 Privada de su cuerpo, el alma mantiene relaciones más es­
trechas “con este todo del cual el cuerpo es sólo una parte, con ese
todo que hace la unidad del m undo m aterial[. ..] el alma que se abre
así al todo, abandonando en la m uerte su forma corporal limitada,
comienza a desempeñar tam bién ella un papel determ inante en el
conjunto del universo, y esto en la medida en que ella constituya el
sustrato de la existencia personal de los otros seres compuestos de
cuerpo y espíritu”.155 Y si el p ecad o es una consecuencia de la corpo­
ralidad ¿no nos vemos llevados a pensar que “el castigo de este pe­
cado presupone igualmente, co m o su condición misma de posibili­
dad, una cierta ‘corporalidad’ del hombre después de la m uerte, y
que ésta debe ser de un orden totalm ente distinto?” 156 Y la resurrec-

151 lv. R ah n er, op. cit., 1966, p. 18.


152 Ibid. p. 19.
,5:' Ibid., p. 6 5 .
154 Ibid., pp. 2 8 y 29.
155 Ibid., p. 2 4 . “No se trata de los solos datos inmediatos de la fe, según los cuáles la calidad
moral del hom bre individual (consumado) influye en la actitud de Dios con respecto al mundo
y a todos los otros individuos. Se trata tam bién de una acción inmediata, in terior al mundo,
que ejerce sobre el conjunto del universo tod a persona particular, a partir del m om ento en que
m erced a la m uerte se vuelve pancósm ica y se abre al universo según una relación real-
ontológica” (p. 24).
I5B ibid., pp. 20-27.
262 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

ción de la carne, no implica la unión o más bien el perfecciona­


miento en el cuerpo glorioso: “Si la m uerte considerada como un fin
perseguido positivamente como una m eta, significa la completa libe­
ración del cuerpo, la evasión absoluta fuera de este mundo, no se
podría com p ren der realmente que el alma esté dirigida por entero
hacia la resurrección del cuerpo, como hacia un elemento positivo de
la consumación del hombre y de su principio espiritual personal.” 157
Esto señala con toda claridad lo que aproxim a y lo que separa al -
punto de vista cristiano del punto de vista negro-africano. Lo que los
aproxima: lazos estrechos entre el cuerpo y el alma, el alma y el cos­
mos, corporalidad del difunto, no destrucción del ser. Lo que los
separa: pecado y culpabilidad interiorizada, falta de reencarnación,
acceso a la eternidad. La muerte cristiana no tiene nada de un simple
pasaje de una form a de existencia a otra que conservara de la pri­
mera “el carácter esencial, a saber la temporalidad indefinidamente
abierta”. Por el contrario, la muerte es para el fiel un comienzo de
eternidad, p o r poco que podamos hablar de un comienzo de lo
eterno. “La realidad creada enteram ente, el universo, se encam ina
progresivamente hacia su estado definitivo, en y por la persona hu­
mana, material a la vez que espiritual, de la que constituye en cierto
sentido ‘el cu erp o’. Esto, sin embargo, en la medida en que esta con­
sumación realizada en el interior, sea al mismo tiempo, según una
misteriosa unidad dialéctica (como en el caso del hombre individual)
una irrupción súbita, un detenimiento forzoso, impuesto por la im­
previsible intervención de Dios, en ese día del juicio que nadie co ­
noce.” 158
Pero la actitud de Occidente no se limita a la concepción cristiana,
ingenua o teológicamente profundizada.159 Para los no ci'eyentes,
por ejemplo, la m uerte se vuelve sinónimo de anulación de toda la
persona. De poco sirven los consuelos de la filosofía y de la religión.

157 Ibid., p. 27.


158 Ibid., p. 31. De igual modo, hay mucha distancia en tre la noción de cuerpo sublimado de
la que habla el negro-africano y la del cuerpo glorioso después d e la resurrección que concibe
el cristiano: “Pues ai hablar del estado glorificado del cu erpo, la revelación no afirm a sola­
mente que el cu erpo del hom bre está en un estado de p erfecta plasticidad con respecto al
espíritu sobrenaturalm ente divinizado y en plena posesión de la gracia. De alguna m anera
insinúa también qu e la form a corporal no obliga ya a ren un ciar a otras determinaciones espacia­
les y que esta corporalidad que permite al espíritu m anifestarse concretam ente, a despecho de
su estado concreto, es capaz de entrar en relación con todo y perdurar en ello librem ente y sin
obstáculo. El cu erpo glorioso parece convertirse así en la pura expresión de esta relación con el
conjunto del universo que posee la persona glorificada.” K. R ahner, pp. 27-28.
‘*’9 Véase por ejem plo M. Zeraffa, Personne et personnage. L ’évolution tsthétique du réalisme roma-
nesque en Occident, de 1920 a 1950. Klincksieck, 1969.
LO S R O S T R O S D EL M O RIR 263

De poco sirven la ironía de la conciencia que desborda a la m uerte, la


inmortalización metafórica del am or, el desafío de la libertad o el
recu rrir a Dios. La muerte es una certidumbre, una certeza de final.
Es el fin de una historia individual en la que se inscribe la existencia,
el único tiempo vivido del hom bre occidental. No sirve de consuelo
el haber sido aunque sea un instante de la eternidad, que salva para
siempre de la inexistencia eterna; y el que muere no siempre dispone
de la virtuosidad del filósofo. Q ueda la humilde apuesta de Pascal y
el “sacram ento” último que le responde.
El marxista va todavía más lejos por esta vía. “Los niños de una
sociedad socialista aprenderán tem prano que el concepto de un
alma diferente del cuerpo no tiene ninguna realidad. El espíritu y el
corazón, que han sido arbitrariam ente aislados bajo el nombre de
alm a, son un aspecto particular d e la existencia material de los seres
vivientes. El alma es una form a específica de adaptación del indivi­
duo viviente al mundo exterior, y es también inseparable del cuerpo
com o lo son el anverso y el reverso de una medalla. Cuando estas
ideas elementales hayan penetrado desde la infancia en la conciencia
de los humanos, el problema de la m uerte quedará, despojado de los
misterios y terrores de que se lo han rodeado, en parte por ignoran­
cia, en parte por interés.” 160
En este aspecto, tanto lo imaginario negro-africano como lo imagi­
nario cristiano son descalificados como alienantes por igual, la muerte
es un término necesario, a la vez que ineluctable. Sin embargo, nin­
gún hombre existe en vano, no es más que un eslabón de una vasta
cadena cuya sola función es la de trabajar para m ejorar las condicio­
nes de existencia de la hum anidad: “la obr£ de nuestra vida particu­
lar, por modesta que sea, es útil y se prolonga en la obra que nues­
tros semejantes han em prendido con nosotros”.16,1 En una sociedad
donde el hombre no explotará más al hombre, donde la rentabilidad
y el beneficio dejarán de ser los resortes mayores de la existencia, los
conflictos y los accidentes disminuirán de manera progresiva a me­

160 J. Baby, Un monde meilleur, “ R ech erch e marxiste” , Maspero, 1973, pp. 143-144.
161 J. Baby, p. 140. Véase G. M ury, op. cit.
Véttse también H. Lefebvre, Critique de la nie quutidienne, T . I, L ’A rch e, París, 1958. El am or
fustiga a la Iglesia por la terrible realidad d e la alienación humana: “ Desde hace tantos siglos,
tú, Santa Iglesia, arrastras hacia ti y atesoras todas las ilusiones, todas las ficciones, todas las
vanas esperanzas, todas las impotencias. C o m o la más preciosa de las mieses, tú las almacenas
en tus casas, y cada generación, cada época, cada edad del hombre aporta algo a tus graneros.
A q u í están, delante de mí, los terrores de la infancia humana y las inquietudes adolescentes;
aquí las esperanzas y las dudas de la m adu rez que comienza, y hasta los terrores y las desesperan­
zas d e la vejez, pues no te cuesta nada decir q u e la noche del mundo se aproxim a y que el hombre
ya viejo m orirá; sin haberse cum plido!” pp. 231-232.
264 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

dida que se aprenda a luchar conscientemente contra las causas que


los ocasionan: la sociedad letífera que el cristianismo no ha podido
impedir, y que en cierta medida ha protegido, si no engendrado,
desaparecerá al mismo tiempo que el sistema tanatocrático que hoy
detenta las riendas del poder en todo el mundo.
Pero a un respeto m ayor por la vida de cada uno, corresponderá
la serenidad ante la m uerte, término último de la existencia indivi­
dual. Y si los sufrimientos se hacen intolerables, se considerará como
“su derecho más absoluto el poder llamar a un médico para que él lo
adormezca en su último sueño”. 162 La igualdad de los hombres se
prolongará ante la m uerte y después de la m u erte.163
Y sin embargo, el final de la vida no implica, al menos por un
tiempo, la supresión total de la persona. Hay reglas jurídicas preci­
sas, como ya hemos señalado, que defienden la memoria del difunto
si éste llega a ser difam ado: “En nuestros días, se predica el respeto
por el cadáver porque respetamos la memoria de los difuntos y hay
una incompatibilidad entre una actitud irrespetuosa con respecto al
cadáver y un sentimiento real de piedad hacia su memoria. Si hon­
ram os a uno, es imposiBle que desconozcam os la dignidad del
o tr o [. . .] En nuestros días, la piedad consiste más bien en un senti­
miento íntimo de respeto hacia la memoria del muerto. Ello implica
norm alm ente, p ero no necesariam ente, la inviolabilidad del ca d á ­
ver.” 164
En todo caso, el derecho del difunto a la protección de su memoria
implica también el derecho sobre sus despojos futuros: 165 “Al deci­
dir del destino último de su cadáver, el hombre no dispone de un
bien. Por el contrario, hace una elección inspirada por consideracio­
nes de orden moral. Esta elección que le es propia se relaciona con su
personalidad más profunda y la com prom ete enteramente. Consiste
en un acto de voluntad que confirma o rechaza de m anera definitiva

IB2 J. Baby, p. 144.


183 L o que no les im pide a los hombres ilustres tener derecho a un homenaje post mortem más
importante, simbolizado con frecuencia por un monumento o solamente por una placa con ­
memorativa. El panteón, el mausoleo de Lenin, son ejem plos p o r demás conocidos.
164 R. Dierkens, Les droits sur le corps et le cadavre de l ’komme , Masson, 1966, pp. 141 y 146.
Ksto plantea, por supuesto, el problem a de la autopsia, sea con fines penales o científicos
(Dierkens, pp. 168-177), o el d e la recuperación del lugar cu el cem enterio una vez caducado el
plazo de concesión (depósito en el osario común). Hemos ^esbozado este problema en nuestra
prim era parte, a propósito de la muerte social y de la socialización de la muerte.
1BR En Francia es posible, p or vía testamentaria, precisar sus voluntades en cuanto al destino
de su cuerpo después del deceso: ley del 15 de noviem bre de 1887. Efcta voluntad, dice el
código, “ tiene la misma fuerza que una disposición testamentaria relativa a los bienes y está
sometida a las mismas reglas en cuanto a las condiciones de revocación” .
L O S R O S T R O S D E L M O R IR 265

y última una m anera de vivir, una concepción filosófica o religiosa,


un com portam iento social.” 166 Así, todo hombre, además del dere­
cho de reglam entar sus funerales en cuanto a la forma de la inhum a­
ción, posee también el de disponer de sus despojos mortales por in­
cineración, así como puede donar su cadáver con fines m édicos,167 ya
se trate de autopsias o de cesiones de órganos para destinarlos a
transplantes.168
Queda sobreentendido, de todas maneras, que el hom bre no es
verdaderam ente “propietario” de su cadáver, pues, por una parte,
éste no podría ser un elemento de su sucesión; y por la otra, pueden
surgir conflictos entre las últimas voluntades del difunto y las de su
familia (por ejemplo en lo referente a la incineración o la donación
de órganos), y también las de la sociédad (autopsia judicial, recupe­
ración de las cesiones de lugares en los cementerios). Las soluciones
aportadas a estas oposiciones varían según los sistemas jurídicos con­
siderados.169
Es también el respeto al difunto el que explica la prohibición de
violar la sepultura,170 hecho m uy raro en nuestros días, es cierto,
pero que se actualizó resonantem ente con motivo de la rocambolesca
aventura de que fueron objeto los despojos del mariscal Petain en
1973.
Es difícil dar una respuesta precisa o ni siquiera unívoca a las dife-

186 R. Dierkens, op. cit., p. 134.


167 N o todas las legislaciones están de acuerdo en este punto: el derecho islámico, por ejem ­
plo, prohíbe toda mutilación del cadáver. E l derecho a la incineración fue reconocido recien­
temente p or la Iglesia católica (en lo concerniente a la actitud de Roma, véase Code Canon 1203
y 1240 parag. I, así com o la Instructio S. O ffic ii: De cadaverum crem atione). La legislación de
los transplantes es todavía más complicada en numerosos países, lo que limita grandem ente su
aplicación.
168 Puede suceder que éste sea el único d erech o que se le reconozca a un delincuente mayor:

el con den ado a muerte, privado de sepultura normal, está autorizado a legar sus ojos, sus
riñones, su corazón. Véase J. Egen, L ’abattoi-r solennel, G. Authier, 1973, p. 135 y ss.
" i9 Así, en Francia, el decreto d el 20 de octubre de 1947, que m odificó el d ecreto de 31 de
diciem bre d e 1941, instituye un procedim ien to de urgencia que le permite a los médicos jefes
de servicio d e los hospitales efectuar sin demora, después de com probada debidam énte la
muerte, las extracciones anatómicas, cuando estimen que así lo e x ig e el interés científico o
terapéutico, y si el hospital en cuestión está inscrito en una lista llevada p or la repartición
pertinente.
1711 T a l es la finalidad <le la ley Nro. 56-1327 del 29-12-956 en Francia: infracciones a las
leyes sobre inhumaciones, artículo 360 d el Código Penal: “ Será castigado con prisión de tres
meses a un año y con 500 N F a 1 800 N F d e multa, todo el que resulte culpable de violación de
una tumba o de una sepultura, sin perju icio de las penas que merezcan los crím enes o delitos
que se agreguen a la misma.” Hay que señalar sin em bargo que este artículo 360 resulta un
tanto impreciso, pues no d efin e qué es u n a sepultura, y por consiguiente dónde com ienza la
violación. Véase Ch. Vitani, Législación de la mort, oj>. cit., 1962, pp. 99-101.
266 LA M U E R T E D A D A , LA M U E R T E V IV ID A

rentes preguntas que hemos dejado planteadas con respecto al deve­


nir de la persona o del personaje, del ser o del existente. T anto más
que las fantasías colectivas pueden imaginar todas las formas posibles
de supervivencia: persona integral en su estado habitual, o bajo una
forma disminuida, degradada, o incluso, por el contrario, sublimada
en el cu erp o glorioso; fragm entos de la persona, esencialmente prin­
cipios espirituales o vitales que encuentran su cohesión inicial o se
redistribuyen de manera inédita en existencias nuevas; simples hue­
llas m ateriales portadoras por un tiempo del recuerdo (tumbas, reli­
quias, monumentos) y fuentes de deontologia jurídica que pueden
coincidir con una creencia en la destrucción total del ser, de la per­
sona, del personaje.

Uno no puede menos que sorprenderse ante la unidad de las preo­


cupaciones universales frente a la muerte, a la vez que ante la prodi­
giosa diversidad de las representaciones que genera. La variedad de
formas del morir no deja dudas al respecto, ya se trate de las causas
del deceso (mortalidad endógena, exógena, de civilización) o de los
juegos intelectuales que provoca (m uerte concebida o representada;
m uerte inteligida). Pero tendrem os ocasión de volver a este tema a
propósito de las actitudes frente a la muerte.
Sin em bargo, esta pluralidad tiende a ocultarnos una relativa uni­
dad temática, aun cuando la m anera de concebir el verdadero sen­
tido de cada par de opuestos varía según los sistemas socioculturales
exam inados: muerte verdadera o seudomuerte, m uerte puntual o
progresiva (incluso muerte súbita o gradual), muerte física o simbó­
lica, m uerte suave o violenta, m uerte dada o que se da, buena (e
incluso bella) muerte y mala m u erte.171 Además, se extraen inexora­
blemente algunas nociones claves referentes a lo vivido-concebido de la
muerte: ausencia/presencia, continuidad/cambio, separación/destruc­
ción, perm anencia de una realidad ontológica/mantenimiento provi­
sorio del puro recuerdo, pasaje indefinidamente renovado/acceso fi­
nal a la eternidad, mediación/fin último.
Adem ás, si nos pareció pertinente la confrontación del universo
negro-africano y el del m undo occidental (a despecho de la universa­
lidad de las obsesiones tanatológicas a través del espacio y el tiempo),
se impone también una nueva distinción sociocultural, que separa al
Occidente “tradicional” -e s decir el que adhiere en mayor o menor

171 L o que nos remite a una zona d e encuentro multi-disciplinario, d on de se cruza la teolo­
gía y la filosofía, las ciencias biológicas y las médicas, la dem ografía y la estética, la psicología y
el derecho, la sociología y la an tropología (véase nuestro Prefacio).
LOS R O ST R O S D EL M O R IR 2G7

medida a las normas y creencias del judeo-cristianism o- del que no


cree en ellas, particularmente el m arxism o.
Quizás sería más riguroso y adecuado oponer, no ya lo imaginario
cristiano occidental a lo imaginario negro-africano “animisla”, sino el
recurso a lo imaginario de una parte (cristiano, negro-africanos) y las
tentativas más o menos exitosas de negarlo (marxistás).
Pero antes de internarnos en esta nueva cuestión, es preciso pro­
fundizar más en el análisis del morir.
V II. L A E X P E R I E N C I A DE L A M U E R T E :
R E A L ID A D , L ÍM I T E

“N o b i e n el Ser humano nace, ya ha vivido suficientemente como


para convertirse en un m uerto”, escribe H eidegger.1 Esta verdad
(metafísica) incontestable, com probada por los datos de las ciencias
biológicas y verificada por la dem ografía, ¿tiene un sentido al nivel
de la experiencia de la m uerte?2 La lentitud con que se irpplantan en
el hom bre las funciones superiores de la vida mental, y por lo tanto
las form as organizadas de la conciencia, ¿impide cre e r en una even­
tual experiencia de la muerte en el niño muy pequeño? Por lo demás
¿qué significa una experiencia de ese género? ¿Es posible? Si lo es,
¿en qué condiciones? ¿Hay que poner en el mismo plano la expe­
riencia de nuestra muerte y la del otro? ¿Nos podemos fiar de tales
revelaciones?
Si bien es cierto que tod® el mundo debe morir; si en algunos casos
es posible m orir por otro o en su lugar, de todos modos un día u otro
tendré que morir mi vida. Esa es propiamente la cuestión: si bien en
alguna medida yo puedo vivir la muerte de otro, es decir, experi­
m entar dolorosamente los últimos momentos del ser querido, o aun­
que pueda sentirme complacido por la desaparición de la persona
que odio a aún gozar sádicam ente con la tortura mortal que se le
inflige gratuitam ente a una víctima inocente, ¿puedo verdadera­
m ente vivir-mi-propia-muerte? ¿No hay una contradicción en sus
térm inos? La muerte del otro, ¿no será en definitiva la única apro­
ximación posible a mi propia m uerte? Y sin em bargo, “la m uerte de
los otros me deja vivo”.3

' Sein un Zrit, Halle, Niemeyer, 1927, p. 245. [May versión española d el rcK.]
2 Véase lo que dijimos a propósito del animal.
3 !Vf. G enevoix, Ui mort de pr'es, Plon, 1972, p. 60.
En todo caso, la muerte es referencia a uno mismo y al otro. El tema d e la muerte compartida
ha sido bien estudiado p or R.Jaulin ,G en s du s o i, g en s de l’autre, 10/18, 1973, p. 422 yus. El autor
plantea con claridad la disuasión: “ La m u erte se consuma en común cuando reagrupa a perso­
nas d e identidades distintas -parientes y aliados—, venidos eventualmente de horizontes múlti-
p le s [. . . ] O , puesto que la muerte es antes que nada referencia a sí, ella transforma a los
aliados en parientes cuando su tratamiento reú n e a unos y otros! [ . . . ] O también ¿la muerte es
expulsada d e los conjuntos de aliados?”
268
L A E X PE R IEN C IA DE LA M U E R T E 269

Mi p r o p ia m u erte

"No hay . . . m uerte . . . Hay sólo . . . yo . .. que voy a m orir”, m ur­


mura Perken, el héroe de la L a voie royale. 4 Es que mi m uerte me
concierne directam ente; como una eventualidad lejana, ciertam ente,
si soy joven y estoy sano, pero también com o inmediatez angus­
tiante.5
Ya sea por curiosidad malsana o por obsesión metafísica -p o co
importa qué sea, después de todo-, algunas personas viven preocu­
padas por experim entar plenamente su último momento. Por ejem ­
plo, tal es la actitud de M. Jouhafideau: “Me preocupa mi m uerte
más que a ninguna o tra cosa en el m undo, y no quisiera a ningún
precio que me fuera arrebatada, escam oteada. Un drama sin desen­
lace no es perfecto. La prueba es patética, pero espero pasar por
ella.”6
Ya nos referimos al testimonio de ese enferm o al que los médicos
le prolongaron artificialmente la vida, y que se quejaba de que le
habían robado su agonía. Citemos también el caso de un moribundo
que declaraba con sangre fría, mientras rechazaba el calmante que se
le ofrecía: “Nadie me privará de mi m u erte.” Es quizás ese mismo
deseo de ver la m uerte de frente el que impulsa al condenado a
muerte, en el m om ento de ser fusilado, a rehusar la venda en los
ojos, o el que le hizo pedir a Buffet que se lo guillotinara boca arriba
para poder ver ca e r la cuchilla. Y también el deseo dé morir solo, sin
nadie alrededor, puede proceder de esa misma intención: evitar que

4 A. Malraux, La voie royale, París, 1954, pp. 153-154. Véase S. Galupeau, A. M alraux et la
mort, Arch. Lettres mod. (2), 97, Minard, 1974.
5 La muerte social, que es la jubilación de la que antes hablábamos, se traduce e n un plazo
más o menos largo en una indiferencia completa, en una repliegu e autístico, y se la vive com o
un amargo anticipo de la m uerte propiamente dicha: “ Y o leo al Parisién, yo puedo en ten d erlo
al Parisién, me interesa un poco. Juego a las cartas. U n o se habitúa; al principio es el vacío,
pero después uno se acostumbra. Sobre todo, no hay que p e n s a r[. . . ] Y o no pienso. N o pienso
en el mañana. Y no hago más proyectos, no, ¿qué proyectos podría hacer?[. . . ] Entonces no
pienso en nada, hago los mandados o un poco de lim pieza en la casa, me hago la cama, doblo las
frazadas com o es debido, d e noche me meto dentro de ellas. N o estoy triste, señora, p e ro tampoco
alegre, ¿de qué podría estar contento, qu iere decirm e? Esto no significa que no m e aburra.
Cuando se ha trabajado siem pre, este cambio resulta muy duro; y aparte, cada vez más la
preocupación financiera: cuánto se va a cobrar y cóm o hacer para que alcance[. . . ] yo tengo un
hijo, sí, pero no está aquí. T ie n e niños, pero no los conozco. N o , todo eso pertenece al pasado,
terminó como todo lo demás. N a d a d e esto me dice ya nada. ¿Q u éq u iere usted?: soy un inútil, hace
tiem po que m e lo digo. ¿Q u é p u ed e hacer un inútil? ¡N a d a ! U n inútil no piensa, se d eja vivir, se
deja dormir.” (entrevista extraída d e L ’Age scandaleux d e A. Lauran, LesEditeurs Francais Reunis,
París, 1971, realizada con un e x repartidor de carbón).
6 Réflexions sur la vieillesse et la mort, Grasset, 1956, p. 120.
270 L A M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

el otro nos disperse, impidiéndonos vivir plenamente nuestro último


m om ento.7
Esta experiencia de la vivencia de la m uerte se basa en una verdad
primaria: la m uerte no es una “unidad existente”. Como lo dice M.
O raison:8 “Lo que hay, somos nosotros que morimos. Se trata exclu­
sivamente de un hecho, y más precisam ente de un hecho que nos
ocurre a nosotros o como suele decirse: de un acontecimiento perso­
nal.” Pero ¿quién puede dar testimonio de su confrontación con el
morir? ¿Los que han “vivido” la muerte? Ni Lázaro,9 ni Cristo, de­
cíamos, de los que se afirma que resucitaron, dejaron testimonio so­
bre este punto. ¿Los difuntos que pretendidamente se comunican
con los vivos? Curiosamente ellos nos hablan siempre de otra cosa,
como ya lo hemos subrayado, pero no del universo donde se encuen­
tran. ¿Los comatosos que vuelven a la vida?10 Pero aparte de que
ellos no estuvieron verdaderamente m uertos, su inconciencia era tal
que no se acuerdan de nada. Manifiestan después de su accidente con­
ductas de regresión y mecanismos de defensa con insomnio y violen­
cia de sueños, pero no nos dicen nada de su morir. Paradójicamente,
hay que contentarse con lo que dicen los vivos, ¡que han creído ver la
m uerte de cerca!
Pero por estar en plena vida, la m uerte de sí no tiene ningún sen­
tido: “[ . . .] a mí no me había interesado jam ás la muerte. No contaba
con ella; sólo la vida me importaba. ¿L a muerte? Una cita ineluctable
y eternam ente fallida, puesto que su presencia significa nuestra au­
sencia. Ella se instala en el momento en que dejamos de ser. Es ella o

7 El desprecio a la muerte puede ser sólo una “ defen sa institucionalizada por la sociedad
contra el propio m iedo a morir. De m odo que es difícil interpretar con certeza la actitud del
Spartiate o de todo o tro que se le parezca” , J, Guillaumin. Hay algunas frases célebres d e las
que no podem os saber su sinceridad: Más que tem er a la muerte, la deseo. Quisiera m o rir por
curiosidad” (G. Sand). “ Q u e se me deje.m orir; no tengo m iedo” (A . Gide). Recuérdese, en todo
caso, la fábula de L a Fontaine, L a muerte y el leñador.
8 Op. cit., 1968, p. 28.
9 “ Sí, todo estaría m u y bien si no existiese la angustia de la muerte” , habría dicho Lázaro
resucitado. Después d e esta leyenda ¿hay que sacar la conclusión de que después de la muerte
subsiste el miedo a m orir?
10 “ Los que pasaron p or experiencias de esta clase n o conservan más que esta im presión,
más o menos bien asumida, o la negrura de una amnesia total, lo que no deja de ser perturba­
dor. ‘ N o me acuerdo d e nada desde el m om ento en que el automóvil surgió ante nosotros; y
recién recuperé la conciencia tres días después d el accidente, según me dijeron.’ Frase relati­
vamente trivia l[. . . ] pues ¿qué quiere d ecir recu perar la conciencia? ¿Qué pasó mientras? N a ­
die lo sabe y nadie p u ede decir nada; pero en tod o caso lo que pasó no tiene nada que ver con
la muerte, puesto que, justamente, es un ‘mientras tanto’ . ¿Y qué puede significar, o aportar,
este hecho de que en circunstancias de este tipo sólo se recupera una conciencia qu e puede
reconocer su propia duración por el testimonio de otros?” M. Oraison, op. cit., 1968, pp. 31-32.
LA E X P E R IE N C IA DE LA M U E R T E 271

nosotros. Podemos ir hacia la m uerte con plena conciencia ¿pero po­


demos conocerla, como no sea en el claror de un relámpago?”, de­
clara por ejemplo A. Philipe.11
Por cierto, algunas experiencias pueden evocar la idea de muerte;
por ejemplo en el niño pequeño la pérdida de sangre: alguno que
suele ser duro para los golpes, llora lamentablemente ante una ligera
lastimadura; y es sabido cuántas niñas vivieron con angustia la lle­
gada de sus primeras reglas.12 Sin embargo, necesitamos mucho más
para hablar de un auténtico sentimiento de m uerte.
¿Y el enfermo afectado de una enfermedad grave?13 No olvidemos
que muy a menudo quienes lo rodean, y con mayor razón si se trata
de un niño, le ocultan al moribundo la eventualidad de un desenlace
fatal. Sin duda el paciente está inquieto, se aferra al m enor indicio
(“Veo que tal vez voy a m orir, puesto que están ustedes dos”, le dice la
m adre de S. de Beauvoir a sus hijas), pero en cualquier caso siempre
espera curarse. La cercanía de la muerte puede incluso no ser vivida
como tal: “Por no haber estado enferm a jamás, nos dice Bernanos de
su heroína Mouchette, el frío que la penetra es sólo un padeci­
miento, una molestia parecida a tantas otras. Pero este malestar no
tiene para ella nada de am enazador, no evoca ninguna imagen de
m uerte. Por otra parte, M ouchette piensa en la muerte como en un
acontecimiento insólito, casi improbable, tan imposible de prever
com o, por ejemplo, sacar un premio importante en la lotería. A su
edad, m orir o convertirse en una dama son dos aventuras igual­
mente quiméricas.” 14

11 Op. cit., 1963, p. 14. Más adelante, agrega el autor: “Jamás había mirado a la muerte con
tanta desaprensión como en mi época feliz: vivir o morir me era entonces casi indiferente” , p.
154.
12 A lgu n os adultos no han logra d o superar estas angustias infantiles. Un síncope, o el ne­
garse a que le extraigan sangre, son manifestaciones lervadas de esto, aún en adultos que en otros
aspectos son capaces de valor. A u n qu e hay diferencias de grado, en cambio no hay solución de
continuidad entre estas angustias infantiles y las grandes neurosis tanatofóbicas.
13 Véase p o r ejemplo la obra (decepcionante) de J. F. Devay, Trois m oispour mourir, “ La Table
ron de” , 1971, y el Lazare de A. Malraux, Gallimard, 1974.
,‘l G. Bernanos, ¿o nouvelle histoire de, Mouchette, Oeuvres romanesques, La Pléiade, 1961, p.
271. M encionemos también la obra poco conocida pero tan rica d e L. Atlan, M. Fugue ou le mal
de Ierre, d on d e se nos muestra a niños a quienes se les enseña a im aginar su vida futura y que,
convencidos de que han llegado a viejos, aceptan perfectamente morir. Es necesario, pues,
prever una educación del niño en este sentido. “ La vida y la muerte son los dos aspectos
opuestos e inseparables de la existencia humana. El niño, que es todo vida, no piensa en la
muerte; p ero (desde la edad d e siete años) tiene que aprender que todo ser viviente, y por lo
tanto tam bién él, está destinado a m orir; que esta perspectiva no tiene nada de espantable,
porque la vida sin la perspectiva d e la m uerte perdería su significación, su riqueza, dibido a la
LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

¿El viejo no está cerca de la muerte? Pero sabemos que él muere


por grados, a medida que sus fuerzas se debilitan o que su lucidez se
adorm ece. Esta impresión de degradación no deja de afectar a'los
adultos: “La vejez me inficiona el co ra zó n [. ..] Siento que mis re­
beldías decaen ante la inminencia de mi fin y la fatalidad de las de­
gradaciones, y a causa de ellas mi felicidad palidece. La muerte no es
ya una aventura brutal y lejana: ahora obsesiona mi sueño; despierta,
soy su sombra entre el m undo y yo: es que ha comenzado ya. Esto no
lo había previsto: la m uerte comienza tem prano y me carcom ef. . .]
Lo que me desconsuela[. . .] es no encontrar ya en mí deseos nuevos:
ellos se marchitan antes de nacer en ese tiempo rarificado que es
ahora el mío.”15
Sentir disminuir sus fuerzas, pensar a m enudo en la muerte y so­
bre todo en la propia aferrarse desesperadamente a la vida o aspirar
al reposo definitivo, son actitudes bien conocidas, pero que se ubican
en zonas alejadas de la m uerte. A lo sumo puede verse en ellas la
expresión de un estado depresivo o maniaco depresivo más o menos
acusado, pero que no tiene absolutamente nada que ver con la expe­
riencia de la muerte. I
Hay también h om bres sanos cerca de los cuales m ero d ea la
m uerte. El caso de los condenados esperando la ejecución no puede
aportarnos nada preciso, al menos en este plano. La angustia que
pueden experim entar,16 por ser angustia ante la muerte inminente,
no es una experiencia de muerte en sentido estricto del término;
saber que-se-va-a-morir no equivale a sentirse m orir. Por otra parte,
el tipo de muerte que le espera al condenado tiene toda la brutalidad

transformación incesante d el ser, en el tiem po limitado de que dispone para desarrollar sus
facultades y su actividad práctica. P or otra parte, y sobre todo, si bien cada individuo está
llam ado a desaparecer, la colectividad humana, de la que él no es más que un elemento, se
continúa a lo largo de innumerables generaciones, de manera qu e cuando alguien desaparece
en cuanto individuo, queda no obstante vivo gracias a su aporte a una comunidad que prosigue
la obra colectiva. Para fam iliarizar a los niños, no sólo con la idea d e la muerte, sino también
con su realidad, hemos considerado necesario ponerlos en contacto directo con adultos que
m u eren." J. Baby, op. cit., 1973, pp. 140-141.
15 S. de Beauvoir, L a forcé des choses, Gallimard, 1964, p. 685.
'* Recordemos los textos de los maestros Naud y Badinter, d e J. Egen, ya citados. R. Enrico,
en un corto metraje sorprendente, L a riviére du hibou, trata de mostrarnos lo que pasa por la
mente de un condenado a m uerte en el momento de su suplicio. Véase también V. Katcha,
Ijiisser mourír les autres, Julliard, 1973. Los testimonios de suicidas fracasados o salvados son
también muy vagos: o no se acuerdan de nada (al igual qu e los comatosos, tampoco ellos
estuvieron verdaderamente muertos), o sólo recuerdan los atroces sufrimientos que soporta­
ron; algunos hasta confiesan haber tenido un terrible miedo a m o rir y haber luchado desespe­
radam ente para sobrevivir. Y nada má§.
LA E X P E R IE N C IA DE LA M U ERTE 273

de la inmediatez y la irreversibilidad, lo que impide todo posible tes­


tim onio.17
bn principio, la situación del soldado en plena guerra debería ser
más interesante. Perm ítasenos citar extensam ente el texto de M.
Genevoix que sigue, donde el autor nos dice que la m uerte ha sido a
menudo su espantable com pañera:

P e r o ta m b ié n u n o h a b itú a al e s p a n t o . C u a n d o ella g o lp e a b a c e r c a d e n o s o ­
tros, nos e q u iv o c á b a m o s : se nos p re s e n ta b a , sí, c o m o , un e s p e c tá c u lo d ra m á tic o v
r e m o v e d o r a n te el cual r e a c c io n á b a m o s c o n violen cia , con to d as las fu e rza s de
n u e s tro c u e r p o v ivie n te , c o m o n o p o d ía ser d e o tr a m a n era ; p e r o c r e ía m o s p o ­
n ern o s en e l lu g a r d e l h o m b re a b a tid o , c o m o si esto se p u d ie ra . P e r o n o se
p u e d e ; a p e n a s si es p osib le a m a g in a r lo .
L a m u e r le n os acosaba m u y d e c erc a , m ien tra s nos sen tía m o s e n t e r a m e n te v i ­

n o s ; a v eces nos e n g a ñ a b a de u n m o d o te rrib le , y esto e ra p e o r . A s í, el 24 d e


s e p tie m b r e y o m e c re í h e r id o d e m u e rte , y en to n ces pasé p o r m o m e n to s tnuv
d ifíc ile s . Si se h u b iera n p r o lo n g a d o m ás, h u b ie ra sido in to le ra b le . Es q u e esta v e z
la m u e r te m e había o b lig a d o a s itu a r m e v e rd a d e ra m e n te “ en m i lu g a r ” . P e r o m e
e n g a ñ o . El z u m b id o d e la bala q u e re b o tó , re s o n ó c o m o una risa sarcástica. Y o
c r e í q u e m e h ab ía m a tad o . D e s p u é s , c u a n d o m e vi a salvo, c o n v a le c ie n te , n o fu e
m i c a lv a r io e n t r e la C a lo n n e y V e r d u n e l q u e v in o a p o b la r m is p e s a d illa s , sin o esos
p o c o s s e g u n d o s d e s ep tie m b re, q u e m e h acían d e s p e rta r a te r ra d o .
P e r o c u a n d o la m u erte g o lp e a b a d e v e rd a d , to d o cam biaba. Es la in m e n s a d if e ­
re n c ia e n tr e v e r a un h e r id o g r a v e y ser visto h e r id o g ra ve . E l h e r id o g r a v e n o se
v e a sí m is m o . C u a n d o e l 25 de a b r il, m i c a m illa atrevesaba R u p t - e n - W o é v r e , las
m u je re s q u e estab an a la p u e rta d e sus casas, a p e n a s m e v eía n e n tra b a n v o lv ie n d o
la cab eza. T a m b ié n así h ab ían r e a c c io n a d o , a p es a r d e su am istad , mi c o m a n d a n te
y L a b o u s se . E llos e ra n el v iv o , el h o m b r e d e p ie cu ya co m p a sió n im a g in a b a falsa­
m e n te m i d e s a m p a r o , p o r estar v i v o y d e p ie. A sí, en una c á m a ra m o r tu o r ia ,
v e m o s a v iv o s q u e llo ra n a l r e d e d o r d e un m u e rto . En el m o m e n to d e l ú ltim o
trá n sito , e l m ás s e re n o suele ser e l q u e se va. Es p o r q u e c r e o e sto, q u e h e q u e r id o
te s tim o n ia rlo así. P o r h a b e r v iv id o ta n d e cerca e l m o m e n to d e l p a s a je , sé q u e ese
in sta n te s u p r e m o d e ja d e s e r e s p a n ta b le . A la lu z d e esta c e r t id u m b r e , yo c re o
q u e la m u e r te “ n o se p u e d e m ira r fija m e n te ” , y sí sólo d e lejos, c u a n d o es p en sa­
m ie n to im a g in a d o y c u a n d o esta im a g e n v ien e a a p o d e ra rs e d e u n s e r e n el qu e
to d a la f u e r z a v ita l c o n s e rv a su in t e g r i d a d . 18

17 En los hechos, la inmediatez de la m u erte es relativa. “T o d o esto puede durar minutos,


horas, aún en sujetos sin ningún d eterioro: la muerte no es inmediata [. ..] Así, cada elemento
vital sobrevive a la decapitación. A l m édico sólo le queda la impresión de una h orrib le exp e­
riencia, d e una vivisección criminal seguida de un entierro prematuro.” Doctores P iedeliévre y
Fournier, “Communication a la Faculté d e M édecine” . Citado por J. Egen, op. cit-, 1973, pp.
140-141. Hay sin em bargo sorprendentes descripciones d el tránsito al más allá. Véase J. Prieur,
Les témoins de ¡'invisible, Fayard, 1974, pp. 161-171; ¿pero qué crédito acordales? N in gu n o , sin
duda.
18 Op. cit., 1972, pp. 151-154. Lo que n os recuerda la frase de La Rochefoucauld -tom ada al
parecer d e Cervantes-: "C om o al sol, a la m u erte no se la puede mirar fijam ente.”
274 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

No hace falta más para convencerm e de que rozar la muerte no


equivale a morir.
Por cierto hay que distinguir dos casos ante la muerte ineluctable,
según que tengamos un plazo antes de m orir o que muramos de
golpe. En el primer caso, el individuo que se sabe irremediablemente
condenado, puede cam biar súbitamente su modo de vivir. A este
respecto puede recordarse el notable filme de Akiro ívumsawa, Vivir
donde el héroe, enferm o de cáncer trata ani.es que nada de atur­
dirse, pero descubre luego el vacio de su existencia: “Es un cadáver
viviente; está muerto desde hace veinticinco años.” Entonces trata
contra viento y m area de transform ar en parque infantil un rincón
insalubre, esto es, de trabajar para la vida. “ Pienso en mi muerte,
dice el autor, y me espanta la idea de que voy a desaparecer cuando
todavía tengo tanto que hacer en la vida. T en go la sensación de ha­
ber vivido muy poco y éste es un sentimiento doloroso.”19
De m anera más positiva, la experiencia de la muerte que se arriesga por
una causa considerada justa (con razón o sin ella) conduce a veces a
esta revelación de sí mismo. T an es así, que el “ser-con” sólo se e x ­
presa en el compromiso, en el combate (victorioso o vano; poco im­
porta-esto en último grado) contra tal o cual rostro de la m uerte.20
En segundo lugar, ¿es exacto que, al m orir, el hombre recapitula
toda su vida, realiza un balance final de su existencia, tal como lo
dejan entrever quienes han escapado por poco a la muerte, en un
accidente por ejemplo? Es difícil responder sí o no, aun cuando el
cine nos ha dado un ejemplo ilustre de esta rem emoración, que le
confiere a las “cosas de la vida” más modestas un relieve sorpren­
d en te.21 ¿Realidad o alegoría?

19 S. Ezratty, Kurosawa, “ Clásicos del cine” , Ed. Universitaria, 1964, p. 93. Tam bién resalta
muy significativo el caso de Cléo, la heroína desdichada y con m oved ora del hermoso filme de
A. Varda, Cléo ele cinco a siete. Cléo, que sabe que va a m orir de cáncer, de pronto se siente
h orrorizada, no por su muerte fatal, sino p o r su nulidad com o m ujer y com o cantante. T o m a
entonces conciencia de su vacío, trata de colm arlo y se salva. Véase J. Bourdin, Téle-ciné, núm.
106, ficha 408.
20 T a l es la lección que nos da uno de los héroes de l’E spoir, de A . Malraux, Gallimard, 1937,
p. 35: “ Para Jaime, que tenía veintiséis años, e¡ Frente Popular era la fraternidad en la vida y
en la muerte. En las organizaciones obreras en las que ponía tanto más esperanzas cuanto que,
en cambio, no ponía ninguna en quienes desde hacía siglos gobernaban su país, él conoció
sobre todo a esos militantes d e base anónimos, que servían para todo, que eran la devoción
misma a España; en ese gran sol y bajo las balas d e los falangistas, empujando esa enorm e viga
que llevaba hacia los. batientes de su com pañero muerto, él com batía con toda la plenitud de su
corazón .”
21 Se trata del filme de Sautet, Les choses de la vie , realizado sobre la notable novela de P.
G uim ard (igual título, Denoél, 1967). Asimismo, en Bergman, la muerte proyecta una nueva
luz sobre la vida pasada, a través d el sueño, del recuerdo, o d e una visión: “ ella surge en la
1,A E X P E R IE N C IA DE l.A M U E R T E

Para experim entar realmente la propia muerte, hay que estar por
lo tanto a punto de morir y saberlo, dos condiciones que no poseen
¡a repetíbilidad propia de los experim entos científicos. Este preten­
dido “experim entador” que es el que va a morir, sólo rara vez -y
acaso ja m á s- se encuentra en las condiciones óptimas de receptividad
y lucidez.22 Por otra parte, toda experiencia supone una distancia
con respecto a lo que se vive, y la muerte es precisamente la abolición
de toda distancia, así como de toda vivencia. Sin duda es posible vivir
un cierto trayecto que conduce a la muerte, pero no la totalidad del
recorrido. Ya hemos señalado que la agonía psíquica no coincide ne­
cesariamente con la muerte biológica, y el instante de ésta -si es que
se trata de un instante- escapa la mayoría de las veces a nuestras
investigaciones. Uno se topa aquí con una verdad trivial: yo sólo
puedo hablar de mi muerte si estoy vivo; y yo dejo de poder hablar
precisamente si muero. Mi m uerte es un acontecimiento de tipo par­
ticular, posee un “antes” al cual se integra, pero no tiene “después” al
que incorporarse; lo que hace imposible todo discurso a su respecto:
"Yo no puedo hablar de un acontecimiento si consiste únicam ente en
una ruptura; yo podré hablar de él en la medida en que, a partir de
este acontecimiento, me sea posible reunir significaciones que que­
den en pie.” 23
Hablar de este modo, es ya pasar de lo psicológico inmediato (vivir
o experim entar la muerte propia) .hacia lo metafísico (experim entar la
finitud ante la muerte). La experiencia alcanza entonces su sentido.
Si el hombre es el ser para la m uerte, como afirma Heidegger, vivir
es explorar los límites frágiles de lo existente; vivir con autenticidad
es negarse a huir ante la angustia. Si el hombre es criatura de Dios y
está destinado a unirse a él, como piensa el cristiano, la experiencia de
la m uerte es a la vez la del pecado y la de la redención. Esta m anera de

calma presente, hace surgir todas las aventuras vividas, introduce la duda en el umbral de la
conciencia, precipita la terrible pregunta: ¿‘Q u ién soy yo’?” Ficha: “ T élecin é” , 356, p. 5. Véase
especialmente E l séptimo sello y Las fresas silvestres.
22 Con frecuencia, el moribundo ignora qu é le pasa. “ Ella estaba allí, presente, consciente,
pero ignorando por completo el trance qu e estaba viviendo. Es normal no saber qu é pasa
dentro de nuestro cuerpo; pero ahora también el exterior de sil cuerpo se le escapaba: su
vientre herido, su fístula, las secreciones q u e ésta despedía, el color azul d e su epiderm is, el
líquido que supuraba de sus poros; y ni siquiera podía explorarlo con sus manos casi paraliza­
das [ . . ,] T am poco pidió un espejo: su rostro d e moribunda no existió para ella. Descansaba y
soñaba, a una distancia infinita d e su carne que se corrompía, los oídos llenos del ru ido de
nuestras mentiras y toda ella concentrada en una esperanza apasionada: curarse.” S. d e Beau-
voir, Une mort tres douce, Gallimard, 1972, p. 109.
23 P. Ricoeur, declaración a los periódicos universitarios de abril de 1966. Véase I. Lep p , op.
cit., 1966.
LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E VIVID A

ver las cosas, cuya nobleza no negamos, diluye en varios aspectos la


experiencia de la muerte, puesto que ésta, especialmente en la con­
cepción de Heidegger, parece c o rre r todo a lo largo de la existencia.
Pero está la actitud inversa. Según J . P. Sartre, no hay verdadera­
mente experiencia de la m uerte porque ésta es sólo un accidente
absurdo. “Así, esta perpetua aparición del azar en el seno de mis
proyectos no puede ser captada com o mi posibilidad, sino, por el
contrario, com o la anulación de todas mis posibilidades. De ahí que
la m uerte no sea mi posibilidad de no tener más presencia en el
mundo, sino una anulación siempre posible de mis posibles, que está
tu era de mis posibilidades.”24 Esta muerte por lo tanto sólo puede
serme extrañ a; en ningún caso puedo reivindicarla com o m ía:25 no
puede ser esperada “pues no es o tra cosa que la revelación del ab­
surdo de toda espera, aunque sea justamente-de su espera”.26 Es que
“encima de todo morimos.”27 La absurdidad de la m uerte le quita,
pues, todo contenido existencial, ella es la nada que no enseña nada:
“Por lo tanto, hay que abandonar toda esperanza, aún si, en sí, la
m uerte fuera un pasaje a un absoluto no humano, y hubiera que con­
siderarla com o un resquicio hacia este absoluto. La m uerte no nos
revela nada sobre nosotros mismos y desde un punto de vista hu­
m ano.”28 No desemboca, pues, en ninguna trascendencia; no con­
tiene ninguna revelación. Tal es precisamente la paradoja a la que
nos vemos llevados como fruto necesario del pasaje de lo vivencial
hacia el sentido: la ley del todo o nada; ya sea que la m uerte sea
om nipresente para fundar lo existente aquí abajo o en el más allá, ya
que se reduzca al azar del instante sin espesor. Hay todo un mundo
que separa a la idea de que yo debo m orir, de la “vivencia-concebida”
de mi m uerte: es que en último análisis, yo no concibo mi m uerte; a
lo sumo puedo imaginarla. Volvamos a M. Oraison:29 “Desde el mo­
mento en que yo me concibo, soy a la vez como el sujeto y el objeto de
mi pensamiento. Si ‘yo me concibo m uerto’, es únicamente el objeto
el que ha cambiado de apariencia, pero el sujeto aparecería entonces,
si se puede decir así, como más afirmativo. Para ser más exacto, ha­

24 L’Etre et le Néant, Gallimard, 1943, p. 621.


25 Ibid., p. 613. “ Mi muerte, escribe también S. de Beauvoir, recién detiene mi vida una vez
que he muerto, y para la mirada del otro. Pero para mí, viviente, mi m uerte no existe; mi
proyecto la atraviesa sin encontrar obstáculos. N o hay ninguna barrera contra la que venga a
chocar mi trascendencia en pleno impulso; ella m u ere de sí misma, com o el m ar que viene a
golpear en una playa lisa, y se detiene, y no va más lejos.” Pyrrhus et Cineas, Gallim ard, p. 61.
26 J. P. Sartre, o p . cit., p. 631.
27 Ibid., p. 633.
28 Ibid., p. 617.
29 O p. cit., 1968, p. 34.
LA E X P E R IE N C IA DE LA M U E R T E 277

bría que decir que me es imposible concebirme muerto. A lo sumo,


puedo imaginarme tal. Pero si se mira más de cerca, esto es también
ilusorio. Lo que yo puedo im aginar es mi agonía o mi cadáver, que
contem plo con mi imaginación, pero no al ‘yo no estando más. En
efecto, me es radicalm ente imposible im aginar que no estoy más,
puesto que precisamente me lo estoy imaginando. Yo puedo imaginar
que no existo más; pero no puedo imaginar que no soy más. Esta con­
tradicción resulta por dem ás perturbadora, después de todo: sé que
m oriré; pero no puedo aprehender este hecho como un aconteci­
miento, tal como lo dice Rocoeur; pero tam poco puedo aprehen­
derlo d e ninguna m anera com o un no ser de ‘yo’.”
Lo que podemos encontrar es la muerte-espectáculo que se le da
a/para otro: ya citamos el ejem plo de Carlos V asistiendo a su propia
misa de difuntos, o haciéndose transportar para su instalación defini­
tiva en el convento en una carro za que recordaba curiosamente a un
ataú d;30 pero también espectáculo que se da a sí mismo en el plano
del sueño y sobre todo del ensueño.31 Espectáculo que en los dos
casos supone actores: los allegados, los amigos, los vecinos, de quie­
nes espiamos hasta las m enores reacciones, dejando así libre curso a
nuestras fantasías.
“Cuando yo me imagino a los otros delante de mi muerte -o a mi
m uerte delante de los otros, lo que viene a ser lo m ism o[. . . ] - esto
significa que yo me vuelvo ‘el que ve sin ser visto’. Por ejemplo, asisto
a la escena de mi entierro, y veo a los espectadores de mi cadáver o
de mi ataúd. Pero es elem ental y primordial que yo me sitúo como
m irando a los otros que no m e ven mirándolos, y que ven de mí un
residuo sin consistencia. Ellos no pueden aprehenderm e verdadera­
mente; no saben ya dónde soy. Y o me he vuelto invisible; pero miro”32
En este caso, la experiencia de la muerte term ina en un voyeurismo
que no por ser imaginario resulta menos morboso.
Esto nos induce a distinguir dos tipos de imaginación, una funda­
d ora, receptora, que le confiere “a la situación presente una signifi­
cación personal cierta para la conciencia”, y la o tra más bien irreali-
zante, fabuladora, que supone “una creencia menos radical, menos

30 H ab ría que recordar aquí la excelente pieza de H. Basle y J. Lhotte, Les trois mort d ’Émile
Gauíhier. El héroe se encierra en su casa, enciende las velas, se viste de negro, y reposa en su
lecho com o un cadáver en el catafalco. Este ju e g o con la muerte le valdrá la hostilidad de todo
el poblado.
31 H ay algo de este espectáculo en la actitud de los viejos que preparan cuidadosamente sus
funerales o en los depresivos que im aginan con minucia la organización de su futuro suicidio,
antes d e escaparle, con la muerte, al te rro r que ésta les inspira inconscientemente.
32 M. Oraison.o/;. cit., 1968, p. 35.
278 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

asertiva”.'*3 La primera se aproxim aría al símbolo y a lo imaginal, la


segunda se confunde fácilmente con la fantasía individual.

L a m uerte del otro

¿Quién de nosotros, en el curso de su existencia, no se ha visto en­


frentado muchas veces al otro-que-m ucre? Desde muy temprano,
com o después veremos, el niño africano asiste al espectáculo social
de la m uerte (últimos adioses al difunto, participación en los funera­
les). En nuestra sociedad, aunque se le evita al niño la vista del cadá­
ver, y a veces se le dispensa de asistir al entierro, él sabe bien que el
otro no está más. El vacío del otro ¿no es la m uerte?34

Lo que revela la muerte del otro

Lo que mi propia m uerte no puede otorgarm e, ¿me lo aportará la


del otro, máxime, que en este caso sí yo pu§do multiplicar la expe­
riencia? Incontestablemente, pasamos aquí de un deber morir a la
muerte encarnada. “Lo monstruoso es que tú debías m orir. Yo iba a
quedarm e solo. Nunca había pensado en ello. La soledad, no ver, no
ser visto [ .. .] T ú eras mi más hermoso lazo con la vida. Y te has
convertido en mi conocim iento de la muerte. Cuando ella llegue, no

33 Véase J . Guillaumin, op. cit., p. 78. El autor precisa su pensam iento valiéndose de un
ejem p lo: “ La prim era transforma una experiencia familiar, que norm alm ente supone la espera
d el sueño y del regreso, en una experien cia última, que com o tal no tiene semejanza en el
recu erdo y p or 1o tanto es necesariamente misteriosa. Cuando no es más que un sueño, la
conciencia descubre la noción de un lím ite posible de la existencia, choca contra su propia
negación, encuentra el absurdo, el escándalo. Se constituye com o conciencia condenada a
m uerte, es decir condenada a p erd e r el mundo y a perderlo a pesar de ella. La segunda vía,
por el contrario, transforma una experien cia que habitualmente el sujeto no puede asumir por
entero, porque es heterogénea a la existencia, en otra que es conocida y tranquilizadora. En
este caso, la imaginación es reductora o asimiladora, y no fu n dadora o receptiva, de ahí que
posea un elem ento de mala fe e inautenticidad. El espíritu humano n o se muestra aquí abierto
a tos caracteres originarios de la experien cia d e la muerte. Más bien se cierra de manera artifi­
cial sobre sí mismo. Si ¡a muerte es asimilada a un sueño, la vida volverá con la próxima aurora,
y entonces la angustia queda vencida” (pp. 79-80). No obstante, discrepamos con el autor
cuando éi ve en la primera el fundam ento de la experiencia verd ad era de la muerte, y cuando
sitúa en la segunda al mito consolador, que podía encerrar una carga simbólica de eficacia
innegable.
34 N o es siem pre fácil hacérselo en ten d er a un niño. S. Freud cita el caso de un pequeño de
cinco años que se acaba de enterar de la muerte de su padre. “ E ntien do que papá está muerto,
dice, pero ¿por qué no viene a cenar?” Véase B. Castets, La mort de l'autre. Essai sur l’agressivité
de l'efant et de l’adolescent, Privat, 1974.
LA E X PER IEN C IA DE LA M U E R T E 279

tendré la impresión de ir a buscarte, sino la de seguir una ruta fam i­


liar, ya conocida por ti [ . . . ] Ahora la m uerte me preocupaba. Yo
pensaba en ella al cruzar la calle, conduciendo un automóvil. Un
resfrío parecía que iba a convertirse en congestión, un ligero adelga­
zamiento significaba quizás una eferm edad grave.”35 Esta conm ove­
dora confesión de A. Philipe expresa con delicados matices y fineza
todos los aspectos del dram a que constituye la pérdida del ser
amado.;t(i En él, el otro me es arrebatado. No hay más comunión
posible entre este cuerpo sin vida y mi cuerpo viviente; la presencia
de su cadáver significa para mí la desaparición definitiva del diálogo.
Ahora sé que estoy solo y que soy vulnerable, solo porque “el otro
infiel” me ha abandonado al abandonar el mundo de los vivos; vul­
nerable porque me recuerda que yo también debo morir.
La desaparición del otro amado produce ante todo una impresión
de vacío y al mismo tiempo de presencia /ausencia. Es que la ausencia,
en este caso, es una modalidad de la presencia: “ La ausencia, literal­
mente, es la existencia-no, la existencia ‘en otra parte’ de algo o de
alguien. Una existencia, si es posible expresarlo así, que vuelve la
espalda y mira hacia otra parte.”37 El cadáver -este “cuerpo-objeto”
cosificador por excelencia- que conserva por un tiempo su aparien­
cia humana (quizás a pesar de los espasmos de la agonía), ayer todavía
objeto de mi tern u ra desesperada,38 expresa adecúadamente esta
ambivalencia: en tanto que él está allí, yo sigo ligado extrañam ente a
él y sin em bargo el otro amado es/ha desaparecido. Su cuerpo inerte,
frío, sin sonrisa ni palabra, me lo recuerda a cada instante y sin em ­
bargo me invade con su presencia.39 No obstante, este cuerpo va a
V

36 Deben citarse numerosas novelas: J. Roraains, Mort de quelqu'un (Gallimard, 1970); R.


Peyrefitte, L a mort d ’une mere (L iv re de Poche, 1970); N . Moati, Mon enfant, ina iriere (Stock,
1944); de Leusse, L e d em ie r jo u r de juillet (La T a b le Ronde, 1970); J. Zibi, M a M ercu re de
France, 1972); P. J. R em y, La mort de Floria Tosca (ibid., 1974); R. J. Glasser, op. cit., 1974; J.
Merrien, L a mort jeu n e (L iv re de Poche, 1973).
36 A. Philipe, op. cit., 1963, pp. 80, 64, 154.
37 M. Oraison, op. cit., 1968, p. 98.
38 “ Y o hubiese qu erid o que cada huella quedase presa en mi cuerpo, que cada caricia im pi­
diera la descomposición que se iba a apoderar del tuyo. Pero luchaba contra lo imposible. Yo
estaba vencida p orqu e tú estabas vencido, pero tú ignorabas tu derrota", dice A. Philipe, pp.
11 - 1 2 .
39 “ No, tú no estás acá, estás allá abajo, en la nada helada. ¿Qué ha pasado? ¿A fa v o r de qué
ruido, de qué olor, d e qu é misteriosa asociación d e l pensamiento te has desprendido de mí?
"Lucho contra ti y estoy lo bastante lúcido com o para com prender que esto es lo más mons­
truoso; pero en este instante preciso no soy lo bastante fuerte com o para perm itirte invadirm e.
La opción es tú o yo. El silencio de la habitación aúlla más fuerte que el más vivo clam or. Llevo
el caos en la mente, el pánico en el cuerpo. ‘N os’ m iro en un pasado que no puedo situar. Mi
doble se separa d e mí y recon stru y e lo q u e y o hacía entonces.’’ A . Philipe, pp. 46-47.
280 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

escapársem e por com pleto muy pronto: deja ya de ser cuerpo-


humano al aparecer los signos precursores de la tanatomorfosis. De­
ja rá pronto de ser mío y para mí, cuando el empleado de pompas
fúnebres lo disimule para siempre jamás en el ataúd, y después de
algunas horas en el fondo de la fosa.40
Así, inexorablemente, la separación se confirma, pero el desapare­
cido puede sobrevivir en form a de imágenes, incluso de obsesiones,
muy especialmente durante el duelo. Recuerdos a veces convocados,
a veces rechazados 41 según el estado del momento, que tanto versan
sobre las tallas del desaparecido, como para preservarse mejor de él
(después de todo, él era esto), como, por el contrario, lo idealizan 42 a
fin de perdonarle mejor y hacerse perdonar (yo estoy aquí y él no está
más = él estaba)-, pero esto siempre impide que el otro sea nada, lo
que sería intolerable. No está más, ciertamente, pero sigue siendo
accesible mediante el pensamiento, el otro real-ausente se convierte en
el otro-imaginado-presente. 43 Los recuerdos no están aislados; muy a
menudo se mezclan en un doble juego de reproches, tal como se
encuentran en las sesiones de interrogación al difunto en el Africa
negra. Muchas preguntas se les dirige al que ha desaparecido: “¿Por
qué me has abandonado, no estabas bien aquí?”, llora la viuda diola.
“A veces te reprocho que estés muerto, dice A. Philipe.44 Has deser­

40 "A h ora sé lo que es un cem enterio, com o otros saben qué significan las placas que en las
calles cíe París, desde la ocupación, indican que un resistente fue abatido allí y encontraron de
él un rostro desfigurado por las balas, un charco de sangre, un cuerpo extendido.” A. Philipe,
p. 141.
41 “ Me sucede que me invaden los recuerdos, los convoco, les pido ayuda para vivir, vuelvo
hacia mí y busco en el pasado.” A. Philipe, p. 59.
“ Inútil luchar paso a paso; hay que hacer maniobras diversionistas, lo que se llama distraerse
y que habitualinente me horroriza. Y o salgo y camino, sin pensar en nada, huyendo de mí
misma. T e n g o necesidad d el aire en mi cara, d el suelo bien sólido bajo mis pies. O lvidarlo
todo, hacer el vacío” , ibid., pp. 132-133. Véase también Y. Baby, L ejo u r et la nuit, Grasset, 1974.
42 "A lgu n os días la realidad se me escapa. ¿Existieron aquella felicidad, aquella belleza?
¿Fueron nuestro alimento cotidiano? M i pensamiento entonces se niega a fijarse, sobrevuela
sobre el pasado, evita las asperezas, se vuelve desencarnado. N o poseo más que sueño y ceni­
zas; lo que fue se me sustrae y descubro cómo comienza a nacer esta lamosa idealización, este
recuerdo complaciente que poco a poco esquematiza y remplaza a la verdad, esta traición
tanto más fácil cuanto que la presencia ya no está más para con tradecir la imagen suavizada
que se form a en el espíritu. L lego a la falsa serenidad, pero me alejo de la verdadera sabiduría,
que es ardor, inteligencia y lucidez. T e llamo y me sumerjo en el pasado para no perderte. Sola
en nuestra habitación me qu edo p o r largos momentos contem plando fijamente los lugares
donde tu preferías perm anecer y los objetos que te gustaba tocar, busco tu huella, te rescato de
la sombra y poco a poco retornas. Y o parto de un recuerdo preciso, esta mancha clara sobre la
pared.” A. Philipe, p. 121.
4:1 Las evocaciones espiritistas son un poco la caricatura ilusoria de esta actitud.
44 Op. cit., p. 59. La muerte del ser amado puede ser negada en el acto en casos extremos;
LA E X P E R IE N C IA DE LA M U ERTE 281

tado; me has abandonado.” Pero hay reproches que se dirigen a uno


mismo: no le he evitado la m uerte al otro, lo sobrevivo, hay que
compadecerlo, ¿por qué no estoy muerto yo en su lugar?
También ocurre a veces que se trata de excusar al m uerto o excu­
sarse a sí mismo después de todo, el más desgraciado es el que se
queda.45
Esta mezxla de autoacusación y de reproche explica p o r qué la
separación es vivida como infidelidad, tal como lo indicaba P. L.
Landsberg.46 Una aproxim ación, no obstante, que no deja de tener
sus límites. “La infidelidad es para nosotros la aproximación a la
muerte más sobrecogedora. En los dos casos, el cuerpo descaece al
rango de objeto, pero en el caso d e la infidelidad este objeto es un
instrumento al servicio de una intención. Es lo que experimentamos
cuando decimos del infiel: ‘¡Más valdría que estuviera m u erto !’, sugi­
riendo con esto que su cuerpo no nos revela una ausencia absoluta,
sino una ausencia que nos afrenta y nos desafía,47 y que p o r lo tanto
es finalmente un modo doloroso y paradójico de la presencia equí­
voca, puesto que se sirve de un cuerpo en lugar de revelarse en él.48
Además, el infiel y aun el traid or pueden siempre arrepentirse, su
‘muerte’ puede no ser definitiva, mientras que la ausencia de la

Véase por ejem plo G. Marcel, Homo Viator, A u bier, 1945, Villiers de l'Isle-Adam, V era, en Contes
cruels, O euvres, T.2 , 1922, pp. 19-34. Véase también G. Gargam, L ’am our et la mort, Seuil, 1959.
45 “ Cuando hablábamos de la muerte, pensábamos que lo peor era sobrevivir al otro; pero
ahora no lo sé, boy me hago la pregunta y la respuesta varía según los días. Cuando me siento
invadida por una bocanada de primavera, cuando contemplo vivir a nuestros niños, o cada vez
que apreso la belleza de la vida y durante un instante la disfruto sin pensar e n ti -p u e s tu
ausencia no d u ra más que un instante-, pienso que d e nosotros dos tú eres el m ás sacrificado.
Pero cuando estoy sumida en la pena, dism inuida p or ella, humillada, me digo q u e teníamos
razón y que m orir no es nada. Me contradigo sin cesar. Q uiero y no quiero su frir p or tu
ausencia. Cu ando el d olo r se me hace d em asiado inhumano y se me aparece sin térm in o posi­
ble, yo quisiera que se mitigara, pero cada vez qu e me dejas un poco de rep o so , m e niego a
perder nuestro contacto, a dejar que se borren nuestros últimos días y nuestras últimas mira­
das para alcanzar una cierta serenidad y un am or a la vida que m e posee d e n u e v o casi a mi
pesar. Y así, sin reposar jamás, sin detenerm e, oscilo d e un punto a otro antes de recu perar un
equilibrio am enazado sin cesar." A. Philipe, pp. 104-105.
46 L'experience de la mort, op. cit., p. 39.
47 El cadáver provocador y desafiante fue descrito de manera dramática y m aliciosa p or E.
lonesco en su pieza Amédée ou comment s'en débarrasser, Theatre I. Gallimard, 1954. El cadáver
(;un niño asesinado porque gritaba? ¿el amante d e la mujer, muerto por el m a rid o engañado?,
jamás se sabrá) se agranda sin cesar durante 15 años, ocupa todas las habitaciones d el depar­
tamento, obliga a la familia espantada a vivir encerrada y termina por llegar hasta el cielo con
su verdugo/víctima. Nunca la fantasía d e l cuerpo-rechazado-que-se-venga había sido tan bien
explicitada com o aquí.
4,1 Esto recuerda la actitud d el amante fetichista, que rechaza la revelación d e la persona
total, separando su cuerpo en zonas erógenas.
282 LA M U E R T E DA D A , LA M U ERTE V IV ID A

muerte es desesperada: pronto el cuerpo mismo atestiguará por sig­


nos inequívocos que ha perdido toda unidad, que no es ni siquiera
un objeto. El infiel no es un ausente más que para mí; el muerto es
un ausente para todos.”49
La revelación de la m uerte del otro, también acusa por la presen­
cia de los “restos” (el cadáver) me hace co m p ren d er también el
“fondo de la experiencia m ortal”, para retom ar la expresión de P. L.
Landsberg, es decir la noción de la finitud del hom bre: la muerte
asume un cuerpo y un rostro, se encarna en la carne del cadáver.50
No solamente.cambia, com o dijimos, la significación de las cosas y de
los objetos que nos rodean, sino también amenaza con metamorfo-
sear mi propia vida51 o, por lo menos de reflejarse sin que yo me dé
cuenta en mi com portam iento.52 R. Allio, en su filme Fierre et Paul,
m uestra cómo la muerte de Paul lleva a Pierre a interrogarse sobre
su padre, a quien hasta ese m om ento conocía mal, y más aún so­
bre su propia vida. A la luz de la m uerte del padre, “se ve en el lugar
exacto que ocupa dentro del mecanismo social, enteram ente atra­
pado p o r la vida de hoy. Para él es un choque doloroso que le hará
perd er progresivamente el dominio de sí mismo y la razón [ . . .]
Cuando com prendemos que se m uere y que la m uerte es un final, se
vuelve muy importante saber qué debemos hacer con la vida, cómo
vivir, qué hacen de nosotros los demás, cómo gravita en nosotros
cada instante. Y es entonces cuando uno advierte que está explotado:
el sistema de explotación se funda en el olvido de la m uerte”.53 Esta
49 R. M ehl, Le xneillissement et la mort, p u f , 1956, pp. 66-67.
50 “ Y o deseaba que mi cuerpo no se negara a comparecer, que viniera en mi ayuda. Me
aferraba a lo que pudiera haber de sólido en mi vida, Me obligaba a m irar el vacío. La muerte
tenía tu rostro, pero yo le había quitado to d o rostro, casi la contemplaba. El adiós a un muerto
es algo inim aginable si no se lo ha vivido, nadie puede describirlo. El espíritu se detiene cuando
alcanza los límites del horror; pero es allí d on d e todo comienza.” A. Philipe, p. 118.
51 “ Escribo. Es como si devanase un m adeja hasta el infinito. El hilo del que tiro me conduce
hasta ti, p ero no avanzo por un laberinto, sino que soy como las espirales d e un caracol. Trato
de llegar hasta el corazón de nosotros mismos. Cuando creo alcanzarlo, me d oy cuenta que sólo
era una etapa, que es preciso ir todavía más allá, atravesar espacios d e recuerdos y d e sensacio­
nes, despojarm e de una cubierta más y qu e sólo así llegaré a ese m undo que presiento y deseo.
Y o estoy sola para reconocer mis fracasos y mis victorias; no me queda nada, ni columna
vertebral, ni carne, apenas un ácido todo diluido, el hilo está cortado, soy una pequeña mancha
inform e d on d e algunos nervios se contraen en vano.” A, Philipe, pp. 132-133.
. 52 “ Y o le hablaba a Sartre de la boca de mi madre tal com o la había visto esa mañana, y todo
lo que yo iba descubriendo en ella: una gloton ería reprimida, una humildad casi servil, la
esperanza, el desamparo, una soledad - la d e su muerte, la de su vida— que no quería recono­
cerse. Y mí propia boca, me dijo él, no me obedecía ya, me había colocado la boca de mamá en
mi rostro y le imitaba sus gestos a pesar de mí. T o d a su persona, toda su existencia se materia­
lizan allí y la compasión me desgarraba.” S. de Beauvoir, op. cit., pp. 43-44.
53 Véase R. Allio, Télérama, 1008, 11 de m ayo de 1969.
LA E X P E R IE N C IA DE LA M U E R T E 283

revelación ante sí mismo que provoca la muerte de otro, aparece


especialmente en el hijo mayor (o la m ayor), al cual la desaparición
del padre (o de la madre) obliga a nuevas responsabilidades.54 ¿Es
necesario agregar más? Se ha pretendido que la muerte del otro nos
enseña algo importante acerca de nuestra propia muerte.55 ¿No hay
muertes modelo, que se deben im itar; buenas o bellas muertes que
desearíamos para nosotros; malas muertes que quisiéramos dese­
char?56
Pero no solamente la muerte d e otro me recuerda que yo debo
morir, sino que en un sentido es también un poco mi propia muerte. Será
tanto más mi m uerte en la medida en que el otro fuera para mí
único e irremplazable. También lloro por mí mismo cuando lloro a
otro. O más exactam ente: yo vivo la m uerte del otro como ausencia
radical; “veo también, no mi m uerte, sino mi morir”; sé desde ahora
que he comenzado a morir-mi-vida, viviendo-la-muerte que me toca.
“En la medida en que no conozco la m uerte de un otro que era pre­
sencia para mí; en la medida en que no he visto hombres que m ue­
ren, puedo concebir que la muerte tiene un origen exterior a mí, como
un acontecimiento posible de la historia objetiva que un día será re­
gistrado por el estado civil.” Pero con la desaparición del otro que
me priva de las relaciones que m e unían a él, que me definían a mí
mismo, y por lo tanto que formaban parte de mí; que me priva
igualmente de su mirada en la que me veía mejor que en un espejo,

54 Suele ocurrir que la muerte del otro incite al adolescente a buscar refugio en el acto
sexual. En el célebre film e Tante Zita, d e R. E nrico, la jovei\ estudiante huye de pronto de la
habitación lúgubre donde agoniza su tía. “ Ella va a pasar fuára una noche extraña, que term i­
nará en esa sensualidad qu e es con frecuencia una protesta de la vida contra la guerra, contra
la muerte” (Cl. M. T rém ois, Télérama, 940, p. 58). Eros trata de vencer a Tanatos.
55 “ Yo estaba allí, sana y fuerte, vería el p ró xim o verano, vería crecer a nuestros hijos.
¿Cómo me com portaría yo frente a la muerte? En verdad, la única vez en mi vida que estuve
en peligro, no encontré que fuera algo abominable; pero no había sido más que una posibili­
dad y por lo tanto yo habíaju gado un juego, lanzado una especie de apuesta, con momentos de
angustia, es cierto, pero nada más, nada de intolerable. ¿La muerte es más fácil d e asumir para
sí mismo que para los que uno ama? N o lo sé. Pero n o era nada comparable a lo de hoy.” A.
Philipe, pp. 107-108.
06 H e aquí un ejem plo d e muerte “ reconfortante” , citado por el doctor S. Delui, de la Socie­
dad de Tan alología: “ Mamá volvió a la vida el miércoles d e noche, rodeada de L o d o s sus hijos.
N o fue en absoluto triste su último mensaje. Les d ijo adiós a todos los que dejaba .[ .. .] sin
olvidarse d e su bisnieto, nacido dos días antes [ . ..] Su rostro respiró la paz [ , . .] y se m archó a
ver a Dios frente a frente, con papá que la llam aba con tanta fuerza desde hacía seis meses.” El
héroe de Q u an d fin irá la Nuil? de A. M artinerie, no tuvo la alegría de esta madre de 11 hijos,
serena y confiada hasta el fin. “ Él sufría", y su mujer se preguntó: “ ¿Le he tobado a Juan su
Muerte?” La mentira que le dijo p or piedad, durante toda su dolorosa enferm edad, “ esta
muerte escamoteada” , qu ed ó com o un abismo de sombra; “ los meses granguiñolescos que la
precedieron me torturan siempre” , dice ella.
l.,h. .íiUé-K ¡ t i) A l t a . LA M U E R T E V IV ID A

yo experim ento la interioridad de mi m uerte propia. “Desde ese


momento entiendo lo que yo mismo puedo ser para otro, y lo que
será mi m uerte para mí. Pues en definitiva no soy una persona capaz
de esta intercomunicación en mí mismo que es la existencia. La
muerte se me aparece entonces como la imposible comunicación de
mí mismo conmigo mismo, mi desaparición como conciencia.”57 En
este sentido se puede decir que el otro que muere, m uere ya mi
propia muerte.
La m uerte del otro, por lo tanto, puede operar según diferentes
mecanismos como shock emotivo o com o proceso de pérdida. Los casos
patológicos, por su efecto amplificador, parecen a este respecto par­
ticularmente significativos. El doctor J . Dehu aportó los ejemplos si­
guientes.58 El choque emotivo jugó un papel determinante en F. (16
años), quien pierde a una herm ana de 20 años en un accidente de
auto. La excitación es atípica, las ideas delirantes, confusas, se teme
una evolución esquizofrénica, pero en el curso de la conversación
sobre este punto, cuatro meses después de la muerte F. se muestra
apática: “A hora e s t o no me hace nada . . . quizás si la hubiese visto,
pero ahora yo com prendo .. . Detesto el negro . . . mis padres están
siempre de negro . . . La'M uerte es la nada . . . La vida es la alegría.”
Hay que hacer n otar que dos años antes, F., después de un ac­
cidente, pasó por un episodio idéntico. Se trata de una histeria
descompensada por el choque de la m uerte. En la observación siguien­
te, el choque emotivo hace revivir un traumatismo trivial. Madame C.,
perdió bruscamente a los 16 años a su m adre, que fue enterrada en
medio de la hostilidad de los suyos, lo que la disgustó grandem ente.
A los 36 años su marido es víctima de un accidente leve de trabajo.
Ella se enloquece, delira. En el hospital, se le diagnostica una neuro­
sis histero-fóbica. Una larga conversación sobre la muerte de su ma­
dre genera una rápida mejoría de sus perturbaciones.
El proceso de pérdida aparece claram ente en los dos casos siguien­
tes. Madame D., de 50 años, campesina, padece de neurastenia. Se
lamenta de diversas contrariedades: una concentración de tierras
que la privó de su más herm osa propiedad. Una larga conversación
revela un traumatismo antiguo: una hija de 20 años murió de car-
diopatía después de 10 años de lucha y de intervenciones quirúrgi­
cas; y el mismo médico que trató a su hija fue el que presidió la
absorción de su tierra.
El segundo ejemplo lo protagoniza Madame F., que hace una gran

37 R. Mehl, o p , c it., 1956, pp. 67-70.


5* Dr. J. Dehu, La mort et la folie, Bulí. Soc. T h an atologie I, 1968, pp. 31-54.
LA E X P E R IE N C IA DE LA M U ERTE 285

agitación histérica con agresividad y amenazas de suicidio cuando su


esposo le anuncia que deben dejar el departamento donde viven.
“No es que el otro no sea también hermoso”, pero ella no puede
resolverse a cambiar. A prim era vista parece la reacción de una mu­
j e r infantil, pueril. Pero un acontecimiento fortuito revela el sentido
de su com portamiento: por la ventana de su habitación, Madame F.
ve pasar a una joven post-encefalítica, y entonces llora recordando a
su hija m uerta a los 15 años cuando justamente acababa de irse .de su
casa para internarse en un establecimiento especializado. El estado
de la enferm a mejoró espectacularm ente después de esta toma de
conciencia.
Muchas observaciones clínicas más profundizadas podrían aclarar
diferentes actitudes vinculadas con la pérdida del padre o del cón­
yuge. Encontrarem os en esos casos, de manera inequívoca, el doble
proceso de choque emotivo y de pérdida, el mismo ocultamiento del
traum a en el inconsciente,59 los mismos retornos a la conciencia de
asociaciones derivados, a m enudo imaginarias. En suma, la muerte
del otro parece efectivamente determinante de la organización de la
experiencia efectiva de cada cual (volveremos a esto cuando hable­
mos del duelo y de la tristeza).
Pero esto nos lleva a reflexionar sobre la validez de una “experien­
cia” de este género.

Alcance d e esta “experiencia”

No hay ninguna duda de que la muerte del otro, revelada como au­
sencia para el mundo y p ara nosotros mismos, com o infidelidad a
nuestra “común vocación de vivientes en este m undo”, desempeña
un papel primordial en nuestra toma de conciencia del m orir y del
deber-m orir (el ejemplo de los ancianos en el asilo lo prueba de ma­
nera expresa). Quizás constituye el modo más auténtico de penetrar
profundam ente en la m uerte: “Es en parte la m uerte del otro la que
nos hace vivir la amenaza de fuera hacia dentro; m erced al h orror
del silencio de los ausentes que no responden más, la m uerte del otro
penetra en mí como una lesión de nuestro ser com ún. La m uerte me
‘toca’ en la medida en que soy también otro para los otros y final­

59 Por ejem plo, entre los pobres que no tienen fuerza para llorar, “ Matilde y Catalina no
lloraban; su vida cotidiana estaba hecha hasta tal punto de tristeza, que habían qu edado inmu­
nizadas. Estábamos tranquilos, y yo c om p ren d í que el fin se aproxim aba. Ella iba a quedarse
pronto aquí, irremediablemente sola, m ientras que nosotros volveríam os a nuestros ejercicios
sobre la cuerda tensa de la vida” , O . Lewis, Une mort dans la jam ille Sánchez, Gallimard, 1969, p.
286 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

mente para mí mismo extraño a todas las palabras de todos los hom­
bres.” 60 Pero sólo de m anera abusiva se puede hablar a este propó­
sito de experiencia de la muerte. Los testimonios que hemos recor­
dado, de Anne Philipe (L e temps d ’un soupir) y de Simone de Beauvoir
(Une mort tres douce), por conm ovedores y sinceros que sean, parecen
ser (el segundo más que el prim ero) meditaciones sobre la muerte de
un ser querido (respectivam ente el esposo y la madre) más que la
aprehensión vivida del m orir del otro: allí aparecen el miedo, la re­
beldía ante lo ineluctable, la angustia que provoca la agonía del que
m uere, el mismo sentimiento de impotencia, la misma conciencia de
la irreversibilidad del tiempo, el sentido nuevo que toman los obje­
tos, el recuerdo del pasado vivido juntos.
Pueden manejarse distintos argumentos que limitan el alcance de
esa experiencia. Sin duda se puede m orir-de-la-m uerte-del-otro en
los casos más trágicos, ya sea por simpatía y desolación (especial­
mente entre las viejas parejas muy unidas), ya por suicidio y desespe­
ranza; pero no se muere el otro. Es que el otro m uere siempre solo
delante de mí y ante mí. La muerte del otro no puede ser para mí
más que “la experiencia -extrem adam ente com pleja y diversa- de un
cambio radical en mi relación con el otro, y por lo tanto, en cierta
medida y según las circunstancias, de un cambio de mí mismo. Es
que, en efecto, nosotros somos realmente en y por nuestras múltiples
relaciones con el otro. Y esta experiencia de sí, esencialmente rela-
cional, que es la existencia, resulta absolutamente incomunicable. Si
yo puedo tener alguna idea de la relación del otro conmigo, yo no
puedo de ninguna m anera tener la experiencia vivida por él. A veces
nos asalta la idea de que sólo su muerte permite al otro conocerme
por fin tal como soy, tal com o yo no llego a conocerm e perfecta­
mente nunca. Hasta iba a decir que es preciso que el otro muera
para com prenderm e por fin”.61 Además, hay m uertes que me tocan
la del ser amado con el que he vivido en simbiosis, cuya desaparición
me mutila y me angustia; pero hay otras que me dejan totalmente
indiferente. Existe una anestesia por egoísmo y desgaste de senti­
mientos. “En una familia que yo conocía muy bien, la abuela, des­
pués de la muerte de su marido, esperó hasta la edad de noventa y
cuatro años a que sus tres hijos hubiesen m uerto uno después del
otro; ahora, tres años después, ella espera la m uerte de dos nietos, y
luego no le quedará más que un bisnieto para liquidar. Y puede to­

60 P. Ricoeur, Vrai etfavsse angoúse, en L ’angoisse du tempspresent et le devoirs de l ’esprit, Neuchatel,


1954, p. 36.
61 M . Oraison, op. cit., 1968, p. 90.
LA E X PE R IEN C IA D E L A M U ERTE 287

davía esperar un tiempo más. D urante este tiempo, los demás miem­
bros de la familia le prestan toda su atención, la mueven en su lecho
a cada ataque para evitarle las escaras, la lavan, la alimentan y se
lamentan continuam ente de lo difícil que es. Nadie la llorará y todos
pretenderán secretamente que no están contentos por el hecho de
que haya partido; dirán simplemente que están aliviados ‘por ella’." 82
También están los difuntos desconocidos, sin rostro, con los que
sólo se han tenido relaciones abstractas, a lo sumo, llegamos a deplo­
rar lo que le ha ocurrido. Como están también los que me alegran, la
muerte del tirano, la del enemigo o la del verdugo.63
La patología del contacto con la m uerte del otro ofrece múltiples
aspectos. Está lo inquebrantable del héroe de G. B ern an os, M.
Ouine: en cerrad o en su soledad de acero, vacío de todo sentimiento,
no experim enta nada ni se entera de nada.64 Otro, a la m anera del
doctor Petiot o de los voyeurs de Auschwitz, reduce la m uerte del
extranjero a un espectáculo que se contem pla.65 Está también el es­
quizofrénico cuyo vacío afectivo sin contenido real provoca una indi­
ferencia total: “Y o hubiera preferido ser llevado a la policía por una
pequeñez”, es todo lo que dice un joven que ha matado a sus sue­
gros. El impulsivo reduce al otro el estado de objeto, es capaz de
destruirlo fríam ente, gratuitam ente, com o esa mujer estim ada por
todos, que un buen día suprimió a su marido, a sus tres hijos y a su
único nieto, com o quien se desem baraza de un trasto inútil o mo­
lesto,66 tal com o los “buenos frailes” de las leyendas teutonas hun­
dían alegrem ente estacas afiladas en los corazones de las jóvenes acu­
sadas de vampirismo “ya que de todos momios ellas no están vivas”.
El dem ente m ata sin saber que m ata, píues hay en él un descono­
cimiento de la m uerte: “Sólo lo em pujó un poco”, dice Madame Y.,
que ha m atado a su marido a botellazos en medio de una borrachera

62 D. C ooper, Mort d éla Ja m ille, Seuil, ¡9 7 2 , pp. 138-139.


83 El tanatócrata mata con tanta más eficacia cuanto que él sólo maneja listas o números,
como señalamos a propósito del hacer-inorir. Eichmann decía de R. Hess que él consideraba su
tarea como “ una necesidad desagradable y burocrática” .
Según que se trate de un extraño com pletam ente otro; de un semejante lejano; de un p ró ­
ximo que m e es in diferen te, o de un muy p ró x im o con el que me identifico, la experiencia de
la muerte no tiene la misma profundidad.
84 “ Estoy vacío [ . . .] N o hay en mí ni bien ni mal, ninguna contradicción, la justicia no
podrá alcanzarme - y o estoy fuera de su alcance-, tal es probablemente el verdadero sentido de
la palabra p erdido. N o absuelto ni condenado, nótese bien: perdido, sí, p erdido, extraviado,
luera del alcance, fuera del tema." G. Bernanos, Oeuvres romanesques, oj>. cit., 1961, p. 1577.
85 Se nos dice d e Gilíes de Rais, nieto de Du Guesclin, que él gozaba más con la muerte que
con el dolor.
66 La historia d e los “ Doce Césares de S u eto n io ” nos describe tales personajes.
288 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

juntos. Ella se fue a dorm ir y recién despertó cuando los vecinos,


inquietos por el silencio que había en la casa, avisaron a la policía.
Para ella, fue sólo un accidente.67
En cuanto al melancólico, puede considerar a la muerte del otro,
aunque haya sido horrible, com o un beneficio, lo que lo indujo a
com eter “un crimen altruista” de su cónyuge y sus niños: “Ahora es
feliz”, dice Isabelle, al enterarse de que su hija única se ha ahogado.
Pero algunas semanas más tarde, trata de arrojarse al agua: “No
tengo esperanza de curación . . . Es culpa mía que esté m uerta .. .
ahora debo castigarme.”
A la experiencia fracasada por carencia, se opone la experiencia
fracasada por exceso de receptividad. Si nos dedicamos a investigar
el curriculum. vitae de un psicópata, encontrarem os a menudo como
punto de partida de una recaída o de un ataque, la muerte de un
próxim o, aunque el interesado sólo alega esta causa raram ente, y la
familia interrogada se conform a con decir: “esto no le afectó para
nada” . La muerte del oti;o ha provocado en él un choque afectivo
profundam ente grabado en el inconsciente, pero que sólo aflora a la
conciencia bajo la forma de fantasías simbólicas.
Existe o tra actitud frente al otro, particularmente degradante para
quien lo practica y horrible para quien la padece: la muerte experimen­
tal. Poco im porta que ella adopte la forma de la tortura o la de la
pretendida investigación científica, en los dos casos se trata de com­
probar los límites de la resistencia humana. Así, en los campos nazis,
los deportados se convertían a veces en “musulmanes”; este término
designaba a los que llegaban al grado último de muertos vivientes.
No solamente no tenía más que la piel y los huesos, sino que su de­
clinación psicológica iba a la par de la del cuerpo. El musulmán “ca­
mina lencamente, tiene la m irada fija, inexpresiva, a veces ansiosa. Su
ideación es muy lenta. El desdichado ya no se lava, no cose sus boto­
nes. Está como embrutecido y todo lo padece pasivamente. Ya no
trata de luchar. No ayuda a nadie”;68 la muerte psicológica anuncia
así una m uerte física cercana. De igual modo, en la tortura se trata
de saber hasta dónde se puede llegar, lo esencial, para saciar la satis­
facción del sádico, ¿no es que la víctima resista el mayor tiempo posi­
ble? El verdugo lo posee demasiado para que m uera; pero lo odia lo
suficiente com o para impedirle vivir.
La diversidad de las experiencias de la muerte del otro aparece
también en la variedad de los lazos afectivos que nos ligan al desapa-

fi7 Ejem plos comunicado.? p or eJ doctor J. Dehu.


68 R. W aitz, Témoignages strasbourgeois, p. 490, Citado por L. Saurel, Les camps de la mort,
R ou ff, 1967, p. 151.
LA E X P E R IE N C IA DE LA M U E R T E 289

recido y según el momento en que nos situemos: ante la m u erte,


cuando se sabe que el desenlace es fatal, durante la agonía, d u ran te
los funerales y el duelo, mucho tiempo después. Al no poder en trar
en el detalle de todas estas situaciones afectivas o temporales, debe­
mos conform arnos con algunas indicaciones.
En el caso de la muerte del cónyuge, la identificación con la condi­
ción mortal es sólo indirecta, la noción de desaparición es la que se
impone. Según que la pareja esté unida o 110 , la muerte es vivida
como una auténtica herida, incluso com o mutilación (iM-la expresión
“perdió su mitad” alcanza aquí todo su sentido-, o de lo contrario
como liberación, aunque la ambivalencia pueda operar en ambos c a ­
sos.70
Si se trata de un viejo, 110 es raro que sobreviviente sólo tenga el
deseo, sobre todo si queda condenado a vivir solo, de reencontrar al
desaparecido: “Yo sólo quiero reunirm e con él en la m uerte” ;71 a
menos que se instale en una indiferencia total, especialmente entre
los más seniles.
La muerte del hijo72 se experim enta de manera diferente por el
padre y la madre según la edad del difunto, su sexo, el sistema socio-
cultural al que se pertenece, y también según la naturaleza e im por­
tancia de las proyecciones, compensaciones, agresiones reprim idas,
de las que pudiera ser objeto el niño. La muerte del p ad re73 - “la
desaparición del precedente en la lista de los que están llamados a

6” A propósito de la observación de 44 viudas. Murrav Parkes (British.Medical Jo u rn a l) c o m ­


prueba que aumentan en 1111 63% las consultas después de la muerte del esposo durante los seis
[jrinieros meses después d e l fallecimiento, y para los 3/4 de la muestra. Muchas de esas consul­
las obedecían a manifestaciones psíquicas: ansiedad, depresión, insomnio, pérdida d e-la activi­
dad. M urray Parkes concluye: “ Hace doscientos años, la tristeza estaba considerada oficialm en te
como causa de muerte. Es dudoso que se acepte tal diagnóstico en 1968." Conclusión excesiva:
conocimos el ejemplo de tina señora ciega de 85 años, que tuvo que ser internada por agitación
el día de la muerte de su esposo; y murió dos días después.
70 Recordemos el ejem p lo d e A. Philipe, op. cit., 1963, p. 74 “ T ú dormías y sin em bargo yo
no me animaba a m irarte; apenas si te lanzaba ojeadas rápidas a hurtadillas. Y o perm an ecía
inmóvil, las enfermeras y los médicos venían, cumplían su trabajo y yo deseaba la m uerte.
Que llegara rápido <01110 el rayo o como mi ladrón. ¿Esto era, pues, el amor? ¿Estar dispuestas
a todo para que tú vivieras y una hora después desear tu muerte? Yo acababa de suplicar qu e
110 te despenaras más. ¿D ón de están el bien y el mal?”

71 “ En la nada nadie se reencuentra” , subraya M. Oraison (p. 9(3).


72 La muerte del hijo es con frecuencia vivida mas dramáticamente por el pad re en los
sistemas negro-africanos c islámicos, mientras que el de la luja casi no cuenta. La p érd id a d e l
"bebé-agua” entre los bantúes pasa inadvertida, salvo para la madre. No se acabaría nunca d e
citar todas las variantes.
7:1 Y de sus sustitutos posibles: el tío paterno o materno, el hermano mayor en el Á fric a
negra.
290 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

desaparecer”, según la expresión de R. Allio- es probablemente la


que se vive con mayor ambigüedad, ¿de qué padre se trata (real,
imaginario, ideal)?; ¿qué imagen se tiene de él (padre castrador o
alter ego, padre om nipresente y omniausente?); ¿a qué edad se lo
pierde?; ¿de qué m anera se ha asumido o resuelto su asesinato sim­
bólico? Preguntas que orientan nuestras actitudes, según las respues­
tas a que dan lugar.
Sin em bargo, no es excesivo pretender que el paso del padre
im aginado-mortal al p ad re vivido-muerto le perm ite al hijo cum ­
plirse plenamente: desde ese momento se siente hombre, porque a
su vez se siente padre y m ortal. A este respecto, la muerte del jefe,
que muy a menudo en carn a al Padre y a la Ley, se relaciona con la
m uerte del padre.74 En tal caso, la vivencia es diferente según que se
identifique al jefe con el padre (se recuerda la imagen de una multitud
delirante asistiendo a las exequias de Nasser, su Rais), o que encarne la
tiranía (ejecución de Luis X V I); y también puede ser neutra por
com pleto (fallecimiento de Luis Felipe).
L a m uerte del otro supone además dos condiciones para que tenga
algún efecto prim ero, sólo se ajusta a lo particular y repudia el e x ­
ceso. El gran guiñol hace reír porque acumula horrores. En el uni­
verso concentracionario, decía a justo título E. Minkowski, “no hay
m uertos; sólo cadáveres. No es el reino de la m uerte, es el reino del
cadáver”.79 En este sentido, nada menos conm ovedor que un Wes­
tern: “Aunque se multipliquen los asesinatos y ajustes de cuentas,
cuando no las masacres colectivas, no nos ponen en presencia de la
m uerte. Los hombres caen al por mayor o al m enudeo, no mueren.
Como en el juego de bolos, lo único que cabe es acumular puntos.
Los muertos sólo sirven para ocultar mejor ‘la magnitud de la em ­
presa’. La muerte no existe ni como hecho fisiológico ni como valor
trágico.”76

74 Ya señalamos el uso que J. Lacan hizo de este tema a propósito d e la muerte simbólica y
de la muerte imaginaria. En el Á fric a negra, la muerte del pad re resulta mucho más ambigua
por cuanto remite al antepasado y no es siempre vivida com o condición de la realización de sí
(en los sistemas matrilineales d on d e el padre social es el tío uterino). Verem os igualmente que,
en África, la muerte del abuelo con quien el nieto tiene lazos afectivos estrechos (principio de
las generaciones alternadas) es el p retexto para actos de truculencia (parentesco en broma).
75 La omnipresencia de los cadáveres - “ los cadáveres estaban p o r todas partes, uno hasta
hubiera podido sentárseles encim a", decía una deportada- tal es la primera lección de los
campos d e exterminio. Estos eran también e) dom inio del pus y d e la mugre. La señora X,
deportada a los 20 años, escribió: “ Vuelta a la vida norm al desde hace 25 años, conservo
intacto el deseo de m o r ir [. . . ] T o d a v ía paso mis noches en el cam po de concentración[. ..] Mis
pesadillas han adoptado ahora una variante: la dirección del cam po, p or razones de economía,
alim enta a los reclusos sobrevivientes con los cadáveres de los reclusos muertos.” (J. Dehu).
76 Le Western, 10/18, p. 59.
L A EX PE R IEN C IA DE LA M U E R T E 291

Además, la m uerte del otro sólo alcanza verdadera magnitud si yo


estoy presente y soy auténtico participante. Pero con demasiada fre­
cuencia, al menos en O ccidente,77 el hombre muere solo, o sola­
mente ante extrañ o s insensibles a quienes no les concierne esa
muerte: en Francia, ¡el 10% de los adultos ignora si sus padres viven
todavía! Precisam ente, este tem or a ser sorprendido solos por la
muerte obsesiona a los ancianos; el miedo a quedar privados de cui­
dados si caen gravem ente enferm os (angustia de m orir antes de
tiempo), y sobre todo, el miedo a ser sorprendidos como cadáveres
en estado de descomposición. Adem ás, el hombre muere solo si se le
engaña o si queda extraño a su destino. A este nivel, la muerte del
otro no tiene ya significación vivida.78
Es preciso otorgarle a la muerte una innegable potencia de destruc­
ción/separación y también de transfiguración. Por lo pronto, y "esto es
lo que tiene de terrible”, la m uerte transform a la vida en destino.7”
Me confirm a que soy mortal, y me sorprende tal como soy, es decir
inacabado. Los negro-africanos suelen decir que la muerte es madu­
ración (maduración y muerte se expresan mediante la misma palabra
entre los ndembu de Zambia); la m uerte me define “cosificándome”
en un estado que pone un térm ino a mis esperanzas: por ello la
muerte de un joven es la más injusta, la más dramática, la más te­
mida de todas las muertes. Y sin em bargo, el contacto con la muerte
modifica al que presencia el m orir (el ejemplo de Paul, citado antes,
así lo atestigua). Y también el que lia estado a punto de m orir o sabe
que va a m orir (como la joven Cleo), o bien se aturde con el alcohol,
el sexo o el placer, o por el contrario, alcanza entonces un acento de
gravedad insospechada y decide o b rar portel bien de todos.
Así, en L a muerte de Iván llich, Tolstoi nos describe a un funciona-

” En el Á frica negra, el hombre jamás m u ere solo, salvo, precisamente, en los casos de mala
muerte.
Jl< He aquí dos testimonios significativos cié S. d e Beauvoir, op. cit., )972:
- “O curre muy raramente que el amor, la amistad, la camaradería, .superan la soledad de la
muerte. A pesar de las apariencias, aun cuando yo sostenía entre mis manos las manos de mi
madre, no estaba con ella: le mentía. Precisamente porque ella estuvo siempre engañada,
esta suprema inistilicadón me resultaba odiosa. Y o m e liada cómplice del destino que la violen­
taba. Sin em bargo, en cada célula de mi cuerpo, yo me unía a su redia/.o, a su rebeldía: es por
esto también que su derrota me ha abatido” (p. 150).
- “ Y aún si la muerte ganara, ¡siempre la odiosa mistificación! Mamá nos creía cerca d e ella:
pero nosotros estábamos ya al otro lado de su historia. Como un genio maligno omnisciente, vo
conocía el revés de las cartas, y ella se debatía muy lejos, en la soledad humana. Su em pecina­
miento por curarse, su paciencia, su coraje, tod o estaba com o petrificado. No se le recom pen­
saría por ninguno de sus sufrimientos’’ (p. 82).
,:i ¡. Delhomm e, Temps el destín, essai sur André M ahaux, París, 1955, p. !M.
202 LA M U E R T E DADA, LA M U E R T E V IV ID A

rio que creía haber hecho siempre el bien; y al saber que va a m orir,
un "relám pago” lo salva, descubre que su vida de “virtud” sólo había
sido un “absurdo conform ism o”. En E l amo y el senador, el mismo
autor nos muestra cóm o “el amo” , atrapado por una tormenta de
nieve, decide “cambiar su vida por completo” ; da prueba de una
“maravillosa debilidad”, le da ánimo a su servidor en quien súbita­
m ente ve a un hombre cabal, y lo salva, perdiéndose é l.80
Tam bién ocurre que la m uerte transforma al difunto mismo a tra­
vés del recuerdo, ya desvalorándolo sistemáticamente, o por el con­
trario idealizándolo: “ ¡Dios mío, qué grande es!”, exclama Enrique
III después del asesinato de Enrique de Guisa. El ser amado se apa­
rece entonces adornado de todas las virtudes; y más aún el héroe que
encarna “ritualmente” la potencia del grupo del que “personifica el
valor social fundamental”: 81 y la sociedad que se siente súbitamente
culpable de no haber m erecido un jefe tan prestigioso, lo sobrecom-
pensa adjudicándole virtudes que no tenía o simplemente exage­
rando las que poseía.82
T al es quizás la verdad primordial que revela la doble “experiencia
de la m uerte”, la propia, ra del otro. Fuera de esto, la pluralidad de
situaciones, la disparidad de su sentido, no nos permiten extraer casi
ninguna enseñanza precisa. Es que después de todo, la experiencia
de nuestra muerte, así como la del otro, nos enseña muy poco sobre
la m uerte misma, com o no sea su considerable poder de perturba­

80 E l ejemplo de Perken herido de m uerte es significativo (A. Malraux, L a voie royale, 1959,
pp. 153-154): “El creía más en la am enaza que en la m uerte: a la vez encadenado a su carne y
separado de ella, como esos hom bres a los que se los ahoga después de haberlos am arrado a
cadáveres. Era tan ajeno a esta m uerte qu e estaba al acecho en él, que se sentía de nuevo frente
a una batalla: pero la m irada de Claude lo volvió a lo realidad. Había en esta mirada una
complicidad intensa donde se en frentaban la conmovedora fraternidad del valor y de la com ­
pasión con la unión animal de los seres ante la carne condenada. Perken, por más que se
apegaba a Claude como nunca se había ligado antes a ningún otro ser, sentía su m uerte com o
si le hubiese venido de él. L a afirm ación imperiosa no estaba tanto en las palabras de los
m édicos como en los párpados que Claude acababa de bajar instintivam ente. La punzada de la
rodilla volvió, con un reflejo qu e co n trajo la pierna, se estableció un acuerdo entre el dolor y la
m uerte, como si aquél se hubiese hecho inevitable preparación de ésta. Después la ola de dolor
se retiró, llevándose con ella la voluntad que se le había opuesto, y sólo dejó el sufrim iento
adorm ecido, al acecho: por p rim era vez se levantaba en P erken algo más fuerte que él, contra
lo cual no podía prevalecer ninguna esperanza. Pero tam bién contra esto había que luchar.”
81 S. Czanowski, Le cuite des héros, París, 1919, p. 27.
82 Parece que la muerte del general de Gaulle “hubiera reactivado la dimensión carismática
del héroe y reavivado el carácter naturalm ente emocional de la entrega al je fe a quien el
pueblo invistió con toda su confianza. La adhesión reencontró su intensidad primitiva y las
cualidades personales del h éroe, su clarividencia, su autoridad, su integridad, aparecieron con
una dimensión extraordinaria. El peregrin aje fue la ocasión de re c re a r la comunidad emocional y
devolver la le primitiva”, E. Kaphacl, L e p'derinajre a Colombey, cis. i.v, 1973, p. 355.
LA E X P E R IE N C IA DE LA M U E R T E 29 3

ción, y por lo tanto de reajuste consiguiente, de reorganización. En


cambio, nuestra m uerte y la muerte del otro, sobre todo la segunda,
son reveladores particularmente finos y matizados que ayudean a
captar la psicología interpersonal. Así, se puede afirmar que en O c­
cidente, el sentimiento de individualismo más acentuado h ace muy
probablemente que esta experiencia resulte más interiorizada, más
desconcertante también, y deja al hom bre más desamparado: n o hay
duda de que entre nosotros se siente cruelm ente la falta de los m e­
canismos de superación y protección que posee el negro-africano
(maternalización, aseguramiento, protección por cuenta del gru p o,
rituales simbólicos de desplazamiento de la muerte y de conjuración
de la tristeza).
¿Ocurrirá lo mismo si consideramos las actitudes?

“Me maravilla oírle a usted alabarme por lo que me es com ún con


muchos otros capitanes, en lo cual el m ero destino ha tenido gran
participación; y en cambio omite decir lo que hay en mí de m ejor y
más im portante: que ningún ateniense ha llevado jam ás luto p o r mi
causa.”83 T al es la increíble dicotomía que sustenta la mayoría de los
hombres en lo que concierne a la pulsión de muerte; están de un
lado los que hay que respetar, y del otro los que se puede m atar, o
aún que se deben hacer morir porque no son “como nosotros”, no
son “de los nuestros”. ¿Se trata de una división fundamental o de un
pretexto invocado para legitimar matanzas? Es difícil saberlo. Siem­
pre ocurre que en este punto, tom ando en cuenta la relativa debili­
dad de sus medios de destrucción, los “primitivos” se com portan
como los que se creen portadores de la verdadera civilización.
La posición del hombre ante la m u erte es en verdad sorprendente.
A menudo la analiza con fineza y profundidad, introduce distincio­
nes sutiles entre los tipos, las formas, los aspectos del morir, multi­
plica sus fantasías y construcciones metafísicas a su respecto, a todo
lo cual le hemos dado apenas u n a ligera mirada; enriquece a la
muerte en la expresión artística y en meditaciones religiosas co n fre­
cuencia conm ovedoras. En suma, el hom bre trata de salvarse de la
muerte, ya sea acá abajo, ya en un m undo sobrerreal, imaginario, en el
más allá.84 ¡Y sin em bargo mata! E n tierra piadosamente a sus m u er­
tos; pero fabrica armas que destruyen. Lucha por medios biológicos,
médicos, co n tra la mortalidad, que va disminuyendo con éxito; pero

Últimas palabras de Pericles.


84 Todos los consuelos están permitidos: “Q u ién sabe si vivir no es morir, y si en cambio
m orir no es vivir”, decía Eurípides (fragm ento de un dram a perdido). Véase J . P. S artre, Les
Mnls, Gallimard, 1964, p. I62.v.s.
294 LA M U E R T E DADA, L A M U E R T E V IV ID A

crea a la vez una sociedad donde el amontonamiento de gente hace


al hombre agresivo, asesino y desdichado. Moviliza sus capacidades
para alcanzar la riqueza y la felicidad; pero la civilización del con­
sumo desprecia al hombre, “bestia para producir/consumir”, y per­
turba su com portam iento ante la m uerte.
Por cierto, el negro-africano “tradicional” evita tales excesos y su
posición en este punto nos ha parecido mucho más sana y admirable.
Sin embargo no se trata de un rasgo de naturaleza atribuible a una
especificidad cualquiera, sino simplemente a una actitud que corres­
ponde a una infraestructura socioeconómica (sociedad de escasez,
carencia de técnicas, pobreza en objetos). Pero este hermoso ideal se
encuentra enteram ente desvirtuado en el medio urbano industriali­
zado, sometido a los imperativos de la producción, de la rentabilidad,
de la com petencia.
Por último, otra paradoja nos asombra: la riqueza de las concep­
ciones de la m uerte “inteligida” (sistemas teológicos, metafísicos, mí­
ticos, según las casos) contrasta curiosam ente con la relativa póbreza
que caracteriza a las formas vividas del m orir.85 Ni la experiencia de
nuestra m uerte, ni la del otro, pueden aportarnos revelaciones pro­
fundas, dignas de interés. Casi que nos informa únicamente sobre
nosotros mismos. A este respecto, las descripciones del más allá de la
m uerte,86 tanto las del negro-africano como las del occidental, se
muestran por demás indigentes. Aun cuando la muerte llegue a ser­
virle a la especie ¿No es el obstáculo absoluto que pone fin a nuestras
pretensiones? ¡La gran desconocida! “Como la luna, dice un prover-
bio pigmeo, jam ás vemos de la m uerte su cara oculta.”

85 Esto rige tanto para el occidental como para el negro-africano. No olvidemos, po r otra parte,
<jue cada muerto es único. P. Guimard (op. cit., 1967) nos describe, por ejemplo, la muerte verde de
su héroe (p. 162 y ss.)
8® Inform arse en M. Vovelle {op. cit-, 1974); J . Prieur (op. cit., 1972); P. Misraki, L'expérieme
de l'apr'es vie (L affo nt, 1974); P. Brunel, L ’evocation des morts et la descent aux enfers (Soc. d ’F.dit.
D’Ens. Sup. París, 1974); I. Lepp, op. cit., 1966).
T ercera Parte

LAS ACTITUDES FUNDAMENTALES


DE AYER Y DE HOY

Quizás sea un tanto arbitrario separar las actitudes y las experiencias.


El hecho de que éstas sorprendan de modo diferente a los individuos
según su sistema sociocultural, su ideología o su “carácter”; que ellas
lleguen a “transform ar” al sujeto que las experim enta, las busca o les
huye, nos muestra hasta qué punto parece difícil establecer fronte­
ras. Por ejemplo, el insomnio, que en tantos aspectos se aparece como
un miedo a ser sorprendido por la m uerte,1 procede más bien de la
actitud que de la experiencia.
Sin em bargo, el cam po de acción de la actitud nos parece más gene­
ral, y sobre todo más vesto. En más de una ocasión diremos algunas
palabras sobre la actitud frente al cadáver,2 también con respecto al
que va a morir, y por último frente a la m uerte. Algunos ejemplos
típicos reclamarán en seguida nuestra atención.

1 Lo muestran con toda claridad los testimonios angustiados de los sobrevivientes d e los cam ­
pos de concentración; y también los condenados a muerte, que en su prisión sólo duerm en con
tranquilidad la noche del sábado al d om ingo, mientras que los demás días no descansan casi
hasta después que ha com enzado el día, es que sólo se ejecuta al alba y jam ás en domingo, el
día <lel Señor, y no del verdugo.
2 Los yacentes 1 1 0 son cadáveres, sitio m uertos que duerm en, que descansan. Kl gu¡<ín de un
film e, muy interesante por lo dem ás, fue rechazado porque versaba sobre fenómenos de tanato-
m orfosis.
295
VIII. LOS MUERTOS Y LOS MORIBUNDOS

Los m u e r t o s o los q u e m u e r e n , e s d e c i r las v í c t i m a s p r i m e r a s d e l a


m u e r t e , s u s c i ta n e n los s o b r e v i v i e n t e s u n j u e g o d e a c t i t u d e s o c o m ­
p o r t a m i e n t o s q u e s u e l e n s e r muy c o m p l e j o s y q u e s e o r i g i n a n e n las
b a s e s m á s p r o f u n d a s d e l i n c o n s c i e n t e . Su a m b i v a l e n c i a f r e c u e n t e n o
a p a r e c e sólo a n iv e l d e sus m a n i f e s t a c i o n e s , s i n o t a m b i é n e n el d e sus
m o tiv a cio n e s m an ifiestas u o cu lta s.

A c t it u d e s f r e n t e al c a d á v e r

Cuando se quiere evocar o pintar la muerte, es más fácil que se


piense en el esqueleto que en el cadáver. Es que aquél parece más
reconfortante que éste, en México se come gustosamente, durante las
festividades de difuntos, un cráneo o una tibia de azúcar. El cadáver,
por el contrario, espanta.

Significaciones del cadáver

Si es cierto que la multiplicidad o la permanencia del contacto con el


cadáver insensibiliza -y a se trate, como dijimos, de los que han vivido
en los campos de exterm inio,1 o más simplemente del médico fo­
rense que diseca los cuerpos con fines científicos o judiciales-, tal no
es el caso del hombre com ún en su situación cotidiana.
En efecto, para un médico forense, la m uerte, más que un pro­
blema anatomopatológico, es una cuestión de identificación. El cono­
cim iento de los métodos que utiliza para esto el criminalista, instruye
sobre la práctica de la filiación descriptiva, antropom étrica, dactilos­
cópica. La identificación de todas las apariencias, la determinación
de la especie, la raza, el sexo, la estatura, la edad, los fragmentos
óseos, lo obligan a una práctica constante de la observación científica.
No puede subestimarse la trascendencia de estos peritajes judiciales.
Si, com o se ha dicho, el médico forense llega a hacer “hablar al cadá­
ver” sin alterar la verdad y sin “obligar a confesar”, es tremenda la
responsabilidad que pesa sobre él en cuanto al desarrollo de los pro-

' Un jov en sobreviviente de H iroshim a explicaba: “Ix>s cadáveres se convirtieron en objetos,


en m ercaderías que se transportaban.” Y concluyó: “Nosotros ya no teníam os emociones.”
297
298 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HOY

cesos criminales y la importancia de ia sanción a aplicar, por más


discreción con que proceda.
Del orden que los expertos determ inen en la sucesión de las heri­
das; del horario que establezcan; del sentido de tal trayectoria; de la
posición respectiva de los antagonistas, dependerá a menudo la cali­
ficación del crim en, si se lo cometió con o sin premeditación, si fue o
no en legítima defensa, con o sin intención de dar muerte. Este tipo
de distinciones pueden significar una condena a término, o a cadena
perpetua, o aun a muerte. Por cierto que el experto forense no tiene
por qué conocer a fondo las disposiciones del código; pero no olvida
jamás el peso que puede llegar a tener, en un informe com ún, tal o
cual calificativo o tal duda, o determ inada comprobación. Por eso
mismo debe transm itir la verdad con impasibilidad; pero sería falso
deducir de aquí una imagen de ataraxia estoica.
Es curioso com probar que en las num erosas obras dedicadas a los
problemas de la m uerte, se escamotea casi sistemáticamente al cadá­
ver.2 ¿Se trata de un olvido puro y simple? No lo creemos, pues el
cadáver por definición está allí; “ nada” quizás para muchos, pero
habría que decir "p eor que nada”, puesto que el hecho de estar allí,
subraya que lo que lo animaba ya no está precisamente allí.
La actualidad gravosa del cadáver, expresada en el olor que des­
pide, se convierte en el punto central de numerosos problemas, entre
los cuales el principal es aquél del que nos habla Ionesco: “cómo
desembarazarse de él”.3
Pero ese olvido al que nos referirnos nos parece teleológico: es
simplemente una conducta de evasión. “Para cada uno de los fasci­
nados por el cadáver, éste es la imagen de su destino; testimonio de
una violencia que no solamente destruye a un hombre, sino que des­
truirá a todos los hombres. El sobrecogimiento que produce la vista
del cadáver es el retroceso mediante el cual rechazan la violencia, por
el c íta la separan de la violencia.” 4 Por ello, como veremos, el cadáver
impulsa al hom bre a conductas ambivalentes: repugnancia o respeto,
deseo de conservarlo entero o necesidad de mutilarlo, cuidados mi­
nuciosos de que se lo rodea o abandono sistemático.

* La palabra cadáver, por ejem plo, no figura en el diccionario de la muerte de Ch. Sabatier.
3 Veremos más adelante las dificultades que le cre a el cadáver al urbanista de hoy: velatorio
del difunto, co rtejo en las calles, lugar en el cem enterio. El nuevo ritual funerario católico, y
sobre todo el protestante, tiende a escamotear al cadáver, ya sea que no se hable d e él, ya que
se disocien la inhum ación y el rito religioso (no se lleva el cadáver al templo), de m odo que el
difunto se reduce a la imagen del recuerdo.
4 G. Bataille, L ’erotisme, 10/18. 1957, p. 50.
LOS M U E R T O S Y L O S M O R IBU N D O S ‘2 99

Parece que el horror que inspira el cadáver es un hecho universal.5


“Desconfiad de todos los cadáveres” , proclamaba M. Schwob. Ya sea
una característica de la naturaleza (todos los nuierios generan un
cadáver, todos Jos cadáveres se pudren, tal es la ley universal) o un
castigo de los dioses (es el pecado el que provoca la muerte; la c o ­
rrupción del cadáver es la abominación del pecado), el resultado es el
mismo: el cadáver horroriza; la ineluctabilidad de la putrefacción y
la intervención de los mecanismos propios de los grandes ciclos natu­
rales (fósforo, carbono, nitrógeno), constituyen un consuelo medio­
cre. “P o r un lado el horror nos rechaza, porque se liga al apego que
inspira la vida; por el otro nos fascina un elemento solemne, y al
mismo tiempo aterrorizador, porque introduce un disturbio sobe­
rano.”6
Para el negro africano, la descomposición se convierte imagina­
riam ente en el signo de impureza por excelencia, la de la m uerte y
más todavía quizás la de la causa de la muerte (transgresión). Preci­
sam ente, la mayoría de las prácticas funerarias buscan evitarle a los
sobrevivientes la contagiosidad del fallecimiento (ritos, duelo sobre
todo, que frecuentemente finaliza con la aparición del esqueleto),
aunque esas prácticas no los protegen de su signo, la podredumbre.
Se ha dicho ajusto título que “el estado mórbido en que se encuentra
el ‘espectro’ en el momento de la descomposición, no es sino la trans­
ferencia fantasiosa del estado mórbido de los vivientes”.7 Por otra
parte, el cadáver más repuganante no es necesariamente el que está
más avanzado en la tanatom orfosis, sino más bien el que resulta de
una mala muerte (ahó’gamiento, fulminación); y el más peligroso es
siempre aquel a quien no se le han rendido* todos los homenajes que

5 A veces es solamente cuestión de hostilidad o falta de respeto. He aquí cómo nos describe
J . Egen (L'abaUoir solennel, G. A uthier, 1973, p. 143) el com portam iento con respecto al cuerpo
del guillotinado: “Los ayudantes, con sus uñas teñidas de sangre coagulada, toman el cuerpo
del supliciado y, sin librarlo siquiera de sus ligaduras infames, lo colocan boca arriba en 11 11
ataúd d e tablas separadas que recuerd a un ca jó n de huevos. Su je fe , el verdugo de cam isa azul
clara [ . ..] toma la cabeza m utilada y la coloca en sentido inverso al cuerpo, sobre el hombro
izquierdo, los ojos hacia el alba qu e llega. Nadie se ha preocupado de reconstruir una aparien­
cia de cuerpo humano. Al mismo tiempo, el mecánico lanza sobre este rostro de ojos vacíos la
prim era palada de aserrín em bebida de sangre. Sumerge su pala en la canasta de m im bre que
el ayudante inclina para facilitar el vaciado. El ataúd se llena c o m o un tacho de basura. Todos
parecen com prender que los verdugos no sabrían qué hacer con estos montículos de aserrín ya
solidificados. Después de la carnicería, el descuartizam iento.”
6 G . Bataille, op. cit., 1957, p. 5 1 . El cadáver puede despertar también otros sentimientos. “La
satisfacción de contem plar un cadáver. Hay algo de tranquilizador, de dom inador, de regoci­
ja n te . El vivo que mira a un m uerto, se siente superior. Y es cierto, porque así es.” (F. Dard,
Interview, Express).
7 E . Morin, op. cit., 1951, p. 17.
» í Á~. . ». i í .. í \ \ í iO \

merecía (el "espectro maligno”, ligado al cadáver en descomposición,


no deja de perseguir a los vivientes de su familia y de su poblado).
En nuestros días, en Occidente, tienden a im ponerse las preocupa­
ciones de la higiene. Por cierto que no están privadas de funda­
mento, puesto que las bacterias hacen su obra por millones, y con
mayor razón si se trata de una muerte provocada por epidemia; de
ahí las precauciones (a menudo anticuadas y torpes) que ha tomado
el legislador a propósito del transporte de los difuntos; de ahí tam­
bién los incontables tragos de alcohol que se absorbe, especialmente
entre las clases pobres,8 para protegerse del contagio del mal y tam­
bién para aturdirse. Detrás de la verdad indiscutible se oculta el pre­
texto: '‘resumen de todas las hediondeces de la ciu d ad f. . .] el cadá­
ver redime por su exilio todos los remordimientos del urbanista”.”
Sin embargo, el tem or al peligro microbiano sólo entra en escasa
proporción (quizás equivocadamente, pero esto es otro problema) en
el desagrado que inspira el cadáver; si hay am enaza, verdadera o
imaginaria, tiene otro origen. “No hay razón para ver en el cadáver
de un hombre algo diferente a lo que se ve en un animal muerto,
una pieza de caza, poi* ejemplo. El rechazo espantado que provoca
una avanzada descomposición no es en sí mismo inevitable. Tenemos
al respecto un conjunto de conductas artificiales. E l horror que le tene­
mos a los cadáveres se em parenta con el sentimiento que experimentamos arte
las deyecciones de origen humano. Esta comparación tiene tanto más sentido
cuanto que tenemos un horror an álogo a los aspectos de la sensualidad que
calificam os de obscenos. L as conductas sexuales evacúan deyecciones; las cali­
ficam os de ‘p artes vergonzosas’ y las asociamos con el orificio anal. San
Agustín insistía penosamente en la obscenidad de los órganos y de la
1unción de reproducción. Inter faeces et urinam nascimur, decía (‘Na­
cemos entre heces y orina’). Nuestras materias fecales no son objeto
de una interdicción form ulada por reglas sociales minuciosas, seme­
jantes a las que afectan al cadáver o a la sangre menstrual. Pero en

" Véase especialmente O. Lewis, l ’iie mor/ dnus la famille Sánchez, CíalIii)iíircl. 197'i. tic aquí
un ejem plo: “Gaspar volvió borracho. En lugar de comprar cigarrillos, se gastó en alcohol el
peso que yo le había dado. La bebida lo había trastornado un poco. Al ver a las gentes orando
alrededor del alaúd, exclamó: ‘¿Q u é hacen aquí lodos éstos? Ven, salgam os’. Nadie puso aten­
ción en él. ‘(¡aspar, por favor, un poco de respeto al cuerpo de mi tía’. ‘Sí, señor Roberto, tiene
usted razón’. Se calmó un m om ento y después empezó de nuevo. ‘Salgam os de aquí. ¿Que
quieren todos ustedes? Cuando ella estaba viva, nadie venía a verla y ahora todo el mundo
llora. ¡Canallas, hipócritas, largúense de una vez!” ‘No le hagan caso, dije yo. Está muy afec­
tado por la m uerte de mi tía, no tanto com o yo, pero es que estuvo debiendo’. Al cabo de un
m om ento, la tomó contra mí”, p. 9 3 .
9 Dr. M. Colín, “L’anthropologue et la m ort” . Morí et folie. I’erspectives ¡isychiatriques, 26, 2, 1970,
p. 9 y .v.v.
LO S M U E R T O S Y LO S M O R IB U N D O S 301

conjunto, se ha form ado por deslizamiento un dominio de desperdi­


cio, corrupción y sexualidad, cuyas conexiones son muy sensibles. En
un principio las contigüidades reales, objetivas, determinaron el con­
junto de ese dominio. Pero su existencia tiene carácter subjetivo: la
náusea varía según las personas, y su razón de ser objetiva queda
oculta. Al suceder al hombre vivo, el cadáver ya no es nada: así que
no hay nada tangible que nos produzca objetivamente la náusea;
nuestro sentimiento es el de un vacío y nosotros lo experim entamos
como flaqueza.” 10 En todo caso, conviene agregar que el cadáver
puede provocar otros sentimientos, aparte del desagrado o el h o rror:
la insensibilidad, la necrofilia, la piedad y el respeto.
En efecto, existen límites para la repugnancia que produce el ca­
dáver, que no son solamente las que conocen los profesionales, desde
los empleados de pompas fúnebres a los médicos que practican la
autopsia o a los embalsam adores (hoy tanatopracticantes). De hecho,
estos operadores de cadáveres no son seres privados de sentimientos
o incapaces de emociones. “Se necesitan un largo tiempo de práctica
para aproxim arse cada día a los cadáveres más espantablemente
descompuestos, y conservar intacto el apetito cualesquiera que sean
los alimentos, y poder decir que se sueña con cadáveres o con osarios
sin que se trate de una pesadilla. Existe en este campo una especie de
sentido profesional que llega hasta la última impasibilidad. Este lí­
mite no se borra ni ante el h o rror en un extrem o, ni ante la caridad
en el otro. Una especie de estética de la medida permite situar a esos
cuerpos muertos en una dimensión extrahum ana, en un m undo
trascendente donde no estamos instalados. La belleza, el d ram a, la
miseria, las huellas del sufrimiento, producen en el operador de ca­
dáveres el mismo eco afectivo amortiguado, no específico. Para el
observador superficial, el médico forense disfraza a veces el senti­
miento de superación de su receptividad hum ana aparentando
cinismo o hum or negro. Más allá del m uerto cotidiano o trivial al
que la costum bre ha privado de todo poder de sugestión, el ope­
rador de cadáveres transform a a la muerte .de dimensiones excep­
cionales en una ‘sombra’, apariencia cambiante, transitoria y enga-
('.. Batailk-, i>¡>. cit., 1!)f>7, pp. 63-64- Las cursivas son nuestras.
Un caso muy particular es aquél en qu e el cadáver, o más bien el esqueleto, obsesiona al .
viviente, se le impone de una m anera casi patológica. La historia de) hombre que se d eclara en
guerra contra su esqueleto nos es muy bien relatada por R. Bradbury (Le Pays d ’Octobre, De-
noél, 1971, pp. 78-98). “ ¡Un esqueleto! U na de esas cosas articuladas, nevadas, secas, repug­
nantes, frágiles, de ojos vacíos, que marcha a la cabeza de la m uerte, con los dedos tem blorosos,
una de esas cosas agitadas por un ruido d e matracas.” “Después de dolores atroces, el hombre
se liberará de su esqueleto y se convertirá en medusa, intacto en su piel gelatinosa, sobre la
alfombra de la sala, ¡una medusa que responde cuando se la llam a!”
302 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A YER Y HOY

ñosa ele su propia realidad. La m uerte dcsencania al médico forense,


que quisiera aproxim arse a ella con el máximo de discernimiento. La
presencia de Ofelia en la mesa de disecciones provoca una respuesta
debilitada, curiosamente idéntica a la sentida ante la autopsia de ocho
cadáveres de niños intoxicados por haber comido hongos venenosos.
En el fondo es difícil saber cóm o repercute este stress en las zonas
crepusculares del subconsciente, tan estrechamente ligado a las re ­
giones iluminadas de nuestra conciencia. Pero, so pena de sumirse
en el delirio, no es posible en esta profesión ‘participar’ de estos
muertos en el plano afectivo, com o se esperaría naturalmente de
todo ser hum ano puesto bruscamente en presencia de un muerto
anónimo.” 11
El horror al cadáver puede dejar paso en ciertas circunstancias al
amor al cadáver. Citemos la actitud curiosa de los necrófilos. Hero-
doto nos relata que en Egipto las mujeres hermosas o célebres recién
eran en treg ad as a los em baisam adores después del te rc e r día,
cuando ya la descomposición naciente limitaba los ardores am oro­
sos.12 Algunos se contentan hoy con ir a hacer el am or sobre las
tumbas o en los panteones, sin dejar de consumir previamente carne
en mal estad o.13 O más simplemente todavía, como decíamos, se com ­
placen en la lectura de historietas donde se ve a mujeres desnudas
refocilándose en la morgue con los más rígidos miembros viriles.
Los pigmeos del África practican una iniciación que consiste en
que el neófito viva en el fondo de una fosa, atado durante seis días
contra un cadáver, boca a boca. O tras poblaciones utilizan en su be­
bida iniciátiva el líquido que segrega el muerto en descomposición.
Para muchos, el cadáver del ser amado seguirá siendo una cosa
sagrada. Si los espiritualistas sólo sienten desdén o indiferencia por
los despojos mortales -com o lo sentían por el cuerpo viviente-, y
valoran sólo el alma; si otros consideran que la muerte pone un tér­
mino definitivo a la persona, co n fu n d ien d o el “ re s to ” con la
“nada”,14 por el contrario están los que rodean al muerto de solicitud

11 Declaración que nos hizo un médico forense renom brado, el doctor Fesneau, de la Socie­
dad de Tanatología.
12 Quizás se recuerda el caso de aquel cerra jero que en 1886 compareció ante el ju ez acu­
sado de necrofilia: ‘'Q ué le vamos a hacer, cada uno tiene sus pasiones. ¡La mía es el cadáver!”
13 Véase por ejem plo A, Bastiani, Les maiwais lieu de Parts, A. Balland, 1968, pp. 43-54. M.
Dansel, Au Pere Lacha/se, Fayard, 1973, pp. 3-10.
N S. de Beauvoir, por más que anuncia que no quiere volver a ver a su m adre m uerta (p.
88), siente algunos rem ordim ientos: “Yo me reprochaba ‘por haber abandonado demasiado
apresuradam ente su cadáver. Ella decía, y mi herm ana también: ‘¡Un cadáver no es nada!’
Pero era su carn e, eran sus huesos y durante algún tiempo también su rostro’’, op . cit., p. 139.
LOS M U E R T O S Y LO S M O R IBU N D O S 303

y quieren evitarle a! máximo los horrores de la descomposición


(cremación, embalsamiento, cuidados tanatoprácticos).
Ya veremos que el difunto negro africano, adornado con sus más
hermosas vestiduras, rodeado de los símbolos de sus riquezas o de su
éxito social, preside él mismo, no sin solemnidad, sus propios funera­
les; y es sabido el valor que los cristianos adjudican a las reliquias, al
igual que el hombre primitivo, que tributaba un culto a los cráneos.
Los marxistas mismos no escapan a esta regla, y desfilan "piadosa­
m ente” por la Plaza Roja de Moscú delante del cuerpo embalsado de
Lenin. ¿Tendrían un sentido el esplendor de las tumbas si los “res­
tos” que guardan no tuvieran algún valor?
Lo que se rechaza ante todo es la descomposición, por razones de
conveniencia -h o y , además, en nom bre de la higiene-, pero en reali­
dad obedeciendo a impulsos inconscientes y oscuros. Pero, ya sea que
se ponga un límite a la tanatomorfosis, o que, desaparecida la carne,
surja por fin el esqueleto blanco y duro simbolizando la pureza recu­
perada (afirman los negros africanos que en este momento el difunto
se vuelve antepasado y entonces finalizan las prácticas del duelo), lo
que subsiste del difunto se hace precioso. En suma, el despojo mortal
“ 110 es una cosa; es objeto de piedad por parte de los otros, es hacia
él que 'se dirigen los homenajes que a veces les fueron negados en
vida. Los otros recuerdan que he existido, que fui una persona, y
esto porque, conociendo la misteriosa solidaridad que une a las per­
sonas, ahora se inclinan sobre mi existencia acabada para tratar de
apresar su sentido y quizás su misterio”.15
V

Las conductas con respecto al cadáver: de las actitudes a las técnicas


Siempre, desde que el hombre es hombre, el difunto fue objeto de
una atención particular en su cadáver. Se sabe poco de las sociedades
prehistóricas. “El entierro entre los hombres de Neanderthal es prác­
ticamente seguro, pero está mal demostrado por los hallazgos ar­
queológicos. En el paleolítico superior, la sepultura es también se­
gura, igualmente el uso del ocre, aunque esto con menos precisión, y
el muerto conservaba sus vestiduras personales.” 16
R. Mehl, <}(). cit., 1956, p. 119. Véase la curiosa novela de H. Haddad, Un reve de gfore, A.
Michel, 1974.
16 A. L eroi-G ourhan, Les religions de la préhisloire, i h t , 1964. .
Las tumbas del Monte Carmelo (4 0 mil años), las de la Capilla de los Santos (45-3:3 mil años),
las del Monte Circeo (85 mil años), son sepulturas auténticas: el difunio se eiicuenira en posi­
ción fetal (¿ym erte — renacim iento?), a veces con huellas de polen, com o en una tumba irakiana
(¿lecho de llores?); los huesos están untados de ocre (¿funerales?); los despojos protegidos por
piedras, que más tarde estarán acom pañadas de armas y alimentos (¿m u en e = viaje?).
i A:> : i i CD ES FU N D A M EN TA L ES de a yer y hoy

Parece probable el interés religioso atribuido a los despojos hum a­


nos, pero las pruebas arqueológicas son todavía débiles: dos collares
de dientes, un fragm ento de mandíbula, el cráneo del Mas-d’Azil
con sus ojos incrustados, las “copas craneanas, el cráneo musteriense
del Monte Circeo, “único documento de su época que muestra un
cráneo que fue objeto de manipulaciones particulares”.17
Fuera de estos pocos datos, todo lo demás es sólo fantasía o conje­
tu ra .18 En cambio, las sociedades protohistóricas e históricas han sido
o son todavía objeto de investigaciones apasionantes en materia de
lanatología, y sobre este punto se ha producido ya una docum enta­
ción particularm ente rica. Cada grupo, en el curso de su historia, ha
sabido elaborar, en efecto, un sistema orgánico de creencias y de
prácticas que le es específico y que form a parte fundamental de su
cultura.
Incluso el abandono del cadáver a los animales tenía una significa­
ción ritual en Mongolia y entre los nómadas del Tíbet (donde a veces
despedazaclores especializados -los ragyapas- arrojaban los pedazos
de cadáver a los perros}, entre los kamchadales de Siberia y los par-
sis de la India (son bien conocidos los cinco dakhma de Malabar Hill
en Bombay).
El acicalamiento de los muertos es practicado casi universalmente.
Así, los musulmanes conocían tres operaciones fundamentales: el
gkusl o embellecimiento propiamente dicho; el kafn o colocación en la
mortaja; y el tahnit o embalsamamiento, realizado a menudo por mu­
jeres (asociación simbólica con el acicalamiento del recién nacido).
Luego debemos considerar las actitudes hacia la descomposición, que
suele ser fuente de horror, incluso de espanto: lo cual generó múlti­
ples ritos de separación (interdicciones con respecto a los despojos,
separación o destrucción de los objetos que pertenecieron al difunto,
tabú de nombres).
A veces se trata de suprimir la descomposición: cremación del cadá­
ver con conservación de las cenizas (columbaria de los romanos, ur­
nas Itinerarias de los zapotecas en México), o con dispersión de las
cenizas (koriak en Siberia; en la India, los ghat - u hogueras- separadas
según las castas, se colocan cerca de los cursos de agua o del m ar
donde se arrojarán las cenizas); actos de endocanibalismo, necrofagia
ritual de los indios de América y de Insulindia o de los negros afri­

17 A. Leroi-Gourhan, ibid.
"L o que testimonia la sepultura neanderthaliana no es solamente una irrupción de la
m uerte en la vida hum ana, sino también m odificaciones antropológicas que lian perdido y
provocado esta irrupción.” E. Morin, Le paradigme perdu: la nature humaine, Seuil, 1973, p. 110.
LOS M U E R T O S Y LO S M O RIBU N DOS 305

can os;19 en fin,embalsamiento y m odificación (antiguo Egipto, indios del


Perú, navajos).
Otras veces los pueblos se conform aron con la descomposición natu­
ral (en ciertos casos facilitada, torres de silencio en la India). De ahí
la práctica de la sepultura (China, Europa y América contem porá­
neas, países semitas, África n eg ra y blanca; M editerráneo clásico).
Las tumbas son en este caso d e una variedad infinita: túmulos, pi­
rámides, grutas funerarias naturales o excavadas, cestos o esteras en,
los árboles (sobre todo en Á frica), casas auténticas, etcétera.
En suma, por ser la etapa de descomposición una fuente de impu­
rezas, se com prende por qué, por una parte, se procura acelerarla
(exposición al sol o al fuego), a retardarla (tanatopraxis) o suprimirla
(momificación, cremación); o bien preservarse de ella (aislamiento del
cadáver). De ahí, por otra p arte, que los seres asocíales (brujos, cri­
minales) sean privados de funerales (frustrados en su descomposición) y
se convertirán en manes errantes, en fantasmas inconsolables, en
muertos obsesionantes, o en vam piros.
El destino del cadáver se en cu en tra ligado, así, a los principales
“elementos”. El retorno a la tierra madre parece el más extendido en
África n eg ra y en Occidente, ya sea que el contacto con ella sea di­
recto, o que el cadáver se deposite en un ataúd, en una u rn a20 o en
una tum ba, solo o con armas y alimentos.21
“Cuando se han aceptado los primeros sueños de la intimidad,
cuando se vive la muerte en su función de acogida, ella [la tierra] se
revela com o un regazo”, nos dice G. Bachelard. A partir del neoló-
tico, la cueva donde se moría se convertía en auténtica sepultura;
según el Génesis,22 Abraham en terró a Sara en la caverna de Mac-
pela, en tierra de Canaán, y m ás tarde José hizo lo mismo con su
padre Jaco b , así, la gruta es la tumba natural, “la que prepara la
tierra m ad re” (Muerte E rde).
No terminaríamos nunca de exam inar todos los símbolos que ligan
entre sí a la tierra, a la m ujer, al antepasado, al alimento, en sus

19 Rank m ostró que el abandono de los cadáveres a los buitres (India), a los p erros (Tíbet,
Siberia), a las hienas (África), es una transferencia del canibalismo de los funerales.
20 Como en tre los lcotoko del Tchad.
21 Los pueblos pastores africanos depositan también en la tumba un feto de bovino, que
crecerá y alim entará al difunto durante su largo viaje hacia el más allá.
22 X X I I I y X L IX .
Los dogon del Acantilado de Bandiagara en Malí depositan a sus m uertos en las anfractuosi­
dades de la roca, los izan con una larga cuerda (véase el muy herm oso filme d e J . Rouch,
Cimeti'eres dan s la Falaise). Este cem enterio e n lo alto recuerda también los panteones del mundo
occidental.
306 L A S A C T IT U D E S F U N D A M E N T A L E S DE A YER Y HOY

relaciones con la muerte, el ejemplo más típico de los sara del Tchad
será exam inado más adelante.23
En cualquier caso, el tema de los m uertos que viven en las entrañas
de la tierra p arece ser universal; es la “ciudad de debajo de la tierra”,
de la que hablan los kenyanos. Es el Scheo.1 de los judíos (“¿H as lle­
gado a las puertas del Scheol? ¿H as visto esas puertas negras y tene­
brosas”,24 canta Jo b ). Sólo los más impuros no podían ser inhum a­
dos, ellos “volverían a salir” a la tierra (brujos, leprosos, algunos cri­
minales en Á frica negra).
La inmersión del cadáver o el retorno al agua fem enina por exce­
lencia es una práctica muy antigua, cabe preguntarse si la prim era
piragua fabricada por el hombre no habrá sido un ataúd flotante, y
el prim er navegador un cadáver.25
El hindú deposita a sus muertos en un tronco de árbol ahuecado y
lo abandona en medio del Ganges. Algunos pigmeos desvían el lecho
de un brazo del río, entierran allí al difunto, después restablecen la
corriente en su recorrido inicial. Hasta no hace mucho los marinos
arrojaban por la borda a los cuerpos de los difuntos durante sus
largos viajes. En cuanto a los negro-africanos, es frecuente que
abandonen a sus recién nacidos en las aguas del río, para com probar
así su carácter cósmico (el simple hecho de que los venda de África
del sur hablen del bebé-agua resulta significativo).
Y sin em bargo, la muerte por ahogamiento (venganza del dios
Nommo, dicen los dogon), es siempre una mala muerte e im porta
entonces arran car al difunto de manos de los genios de los ríos o de
los lagos, a fin de darle sepultura conform e a la tradición.
Recurrir al fu e g o es quizás el aspecto más ambiguo de las técnicas
utilizadas. A veces proviene de un “indiscutible movimiento ascensío-
nal”, que proporciona la llama purificadora; y para numerosos pue­
blos, la crem ación estaba reservada a los nobles o, para los menos, a
los ricos (hindúes), aunque tembién podía producirse el caso inverso
(en el Japón, sólo el em perador tenía derecho a ser inhumado).
Otras veces, por el contrario, es un medio rápido de evitar las “len­
titudes insípidas del retorno al polvo”, y disponer más pronto “de

23 Véase la cuarta parte de esta obra. Léase igualm ente J . P. Bayard, L a symbolique du monde
souterrain, Payot, 1973.
21 Jo b , X X X V III, 17. Véase también M ircea Eliade, Forgerons et Alchimistes, op. cit., p. 4 2; Traite
d ’Histoire des religions, op. cit., p. 220.
25 Volvemos a en con trar aquí el tema de la barca fú n ebre de Caronte. Es probable que el
albatros cantado por S. T . Coleridge (The rime o f the ancient mariner) encarne a un gran m uerto,
espíritu del mar.
LOS M U E R T O S Y L O S M O R IBU N D O S 307

una ceniza impalpable, menos adherida al recuerdo”.26 No faltan las


justificaciones, desde “el miedo tradicional a las epidemias hasta la
preocupación mezquina por ver a los muertos acaparando un espa­
cio vital tan caro a sus sobrevivientes”.27
Cuántos inocentes fueron sometidos al suplicio público de la ho­
guera, que ofrecía la triple ventaja de desembarazarse del culpable
(hereje, brujo, réprobo), purificarlo para purificar al grupo, y satis­
facer los impulsos sadomasoquistas de las multitudes que asistían al
espectáculo. Y qué decir de los hornos crematorios nazis, que no de­
jaban de reivindicar una intención purificadora, se trataba de de­
sembarazarse lo más rápido posible de los “enemigos potenciales” del
Reich todopoderoso.28
La incineración ha sido muy poco practicada en el Africa negra,
parecería que este procedimiento fue reservado únicamente a los le­
prosos (entre los diola del Senegal, por ejemplo, donde hay una aso­
ciación fuego-herrero-lepra: el h errero , sacerdote del altar consa­
grado al genio de la lepra, quem a al cadáver en secreto, así como
todo lo que pertenecía al difunto), y eventualmente a ciertos notables
(fumigaciones de los jefes entre los mbiem y los hundu del Zaire).
Después de la tierra -e s decir, las cavernas, las grutas tapiadas, las
criptas (pensamos en nuestras catedrales y basílicas), las catacumbas-,
después del agua y del fuego, consideremos ahora el aire. En este
caso puede tratarse de una form a normal de sepultura a ras del
suelo (poblaciones tibetanas, algunos esquimales) o en altura (la cima
de un árbol, andamiajes, torres del silencio gomo las que se encuen­
tran en Asia y en el Extrem o O riente, muy ¿raramente en África), o

26 Esta noción de destrucción aparece en esta fórm ula de M. Schwob: “Quema cuidadosa­
mente a los m uertos y expande sus cenizas a los cuatro vientos del cielo. Quema cuidadosa­
mente las acciones pasadas y aplasta las cenizas.”
27 Dr. M. Colin, “La morí et les lois Inim aines", en L a mort el l'homme du XX si'ede, Spes, 1965, p.
120; L'homme du XX si'ede, Spes, 1965, p. 130.
La incineración fue utilizada sobre todo p o r los pueblos guerreros, que no peseían tierra
arable o aren a, o bien que deseaban transportar a su patria los restos de los soldados muertos.
Ene el c aso de los griegos, de los japon eses, de los mexicanos, de los rom anos y ios del Pacífico
sur. En G recia, la inliuniadón y la incineración eran practicadas por igual en el periodo prehe­
lénico, pero a partir de la época hom érica se hizo habitual la incineración.
28 R. Hoess plantea en térm inos de rendim iento el problema de la “solución final” . Véase R.
IVÍerle, L a Mort est man métier, op. rít., 1972. A veces, las razones de la elección son más superfi­
ciales. “ Un proletario de cierta edad me contó que cuando murió su m adre, la familia se reunió
para d ecidir si había que enterrarla o incinerarla (era en Inglaterra, en noviembre). Un pa­
riente de indudable franqueza tomó finalm ente la decisión en estos térm inos: 'Si la enterramos,
correm os el riesgo de resfriarnos si tenem os que estar de pie alrededor de su tumba: ella no
habría querido eso. Si en cambio la incineram os, ¡al menos nos calentarem os!, y tuvieron ca­
lor.” (D. C ooper, Mort de la fam ille, op. cit., 1972, p. 138.
AS A c i i l UDES F U N D A M EN TA L ES DE A YER Y H O Y

bien de una negativa deliberada a dar sepultura, sanción muy grave


reservada en el África negra a las víctimas de mala m uerte. En suma,
inhumación (tierra), inmersión (agua), cremación (fuego) y exposi­
ción (aire), resum en los avatares que se les destina a los cadáveres
según los lugares, las épocas,29 las situaciones (edad, origen social,
tipos de m uerte).
También merecen atención otras actitudes. Por ejemplo, es intere­
sante la posición del cadáver en la tumba: en posición fetal (urna
precolombina, hombres de Neanderthal o de Grimaldi); boca abajo,

29 Veamos el caso de la incineración. A parece en Italia en el periodo prehistórico, se desa­


rrolla bajo la República y durante los dos prim eros siglos del Imperio. Después de Servius, la
incineración se efectuaba en hogueras. Se qu em aba por separado a los personajes im portantes
o ricos, y en cam bio se agrupaba a los pobres: 10 cadáveres de hom bres, los más gruesos
arriba; y para acelerar la combustión se agregaba un cadáver de m ujer: “Al ser más cálida, la
m ujer avivaba el fuego" (Kirchm ann, Funeraílles des Romains, 1872).
Pero esta práctica fue abandonada, más a causa de los gastos que ocasionaba que po r motivos
religiosos, y pasó a ser muy rara durante el siglo de Augusto (63 a. c;-14 d. c). Después de la
caída del Im perio rom ano, los cristianos no abolieron la hoguera. Esta no estaba en contradic­
ción con el Génesis. Los mártiifes quemados no se verían privados de la resurrección de la
carne; lo que implica solamente' un m ilagro todavía mayor. Sin em bargo, C arlom agno, en las
Capitulares, prohibió bajo pena de m uerte la incineración y la reducción a cenizas de las osa­
mentas en 7 89 (es el único texto de ley publicado sobre incineración hasta el siglo XIX).
La hoguera, desde entonces, sólo se reservó p ara los heréticos, como expiación de sus culpas.
Esta práctica de quem ar a los brujos, aún en el Occidente cristiano, es una supervivencia del
miedo al espíritu de los muertos, que se en cu en tra en las religiones primitivas, donde el fuego
se destinaba a suprim ir el cuerpo y al fantasm a del brujo.
Recién en 1800 (1° florea!, año viu) el p refecto de París, Frochot, autoriza la incineración
del hijo de la m arquesa de Condorcet, viuda de un diputado girondino. En el siglo \ix, en el
mundo occidental, la incineración fue propuesta de nuevo como destino último. En 1814,
después de la batalla de París, las tropas alem anas lucieron quemar cuatro mil cadáveres en
Montf'aucon, valiéndose de haces de m adera. Esta operación duró diez días. En 1876, se cons­
truyó en Milán el prim er horno; en 1878, el padre Gorini hizo construir una “capilla crem ato­
ria” que lindaba con el poblado de W oking en Inglaterra; en 1879, se levantaron construccio­
nes con ese fin en Gota, en Washington y en Filadelfia; y en 1879 se realizó en Francia un
concurso para en con trar la m ejor técnica de incineración.
Los debates en la Cám ara fueron apasionados, y se enfocó el tema desde el punto de vista
del urbanismo, de la higiene y sobre todo de la m oral. Mgr. Frepper, obispo de A ngers, dipu­
tado de Brest, declaró en 1886 en la T rib u n a de la Cám ara: “ La incineración es contraria a la
liturgia y a la disciplina católica, pero no contrad ice el dogma. Es evidente que cualquiera sea la
forma como el cuerpo humano caiga en disolución, la Palingenesia Final d e la hum anidad
podrá hacerse tan fácilm ente como se hizo el Génesis mismo, por un acto de la om nipotencia
divina.” Luego parafraseó a San Agustín, quien declaró a este respecto que “el T od opoderoso
no tendría ningún obstáculo para resucitar los cuerpos y darles vida, tanto si fueron devorados
por ¡os animales o por las llamas, o reducidos a polvo, a cenizas, a líquido o a vapor”. Sin
embargo, en 1888 la C uria Romana declaró ilícita la combustión de los cuerpos para los cristia­
nos. Esta decisión fue indudablem ente un freno poderoso para el desarrollo del m étodo. Véase
el núm. 41 d e Crematorium, Estrasburgo, 1964.
LO S M U E R T O S Y LOS M O R IB U N D O S 309

com o las mujeres adúlteras d e los últimos siglos; de pie, como algunos
militares o políticos (Clemenceau) o como los héroes del F ar West,
pistola en mano; la cabeza mutilada puesta en sentido inverso al cuerpo
(guillotinado); de espaldas, con la cabeza vuelta hacia la Meca (el
musulmán).
Se puede plantear nuevamente el problema de la evolución del
cadáver. Se presentan cuatro eventualidades que guardan relación
estrecha con la tanatom orfosis: abandono, conservación, destrucción,
idealización.
Puede ocu rrir que se abandone al difunto al sol, a las aves rapaces,
a los carniceros, a veces con fines de venganza o expiación, no sin
haber facilitado previamente su descomposición: cuerpos acuchilla­
dos, cráneos aplastados con piedras (Tíbet). También es común que
se lo conserve en la tierra, e n el agua o en un recipiente cerca de la
casa. La mayoría de las veces se respeta su integridad (Islam); se
limitan entonces, al menos hoy, a retardar su tanatomorfosis (los téc­
nicos de la tanatopraxia extraen a estos efectos líquidos y gases con
ayuda del trocar e inyectan p o r vía sanguínea un producto antisép­
tico que no impide la deshidratación). Pero hay cadáveres a los que
se mutila:30 en nombre de la justicia (guillotinado); con fines científi­
cos, judiciales o terapéuticos (autopsias, extracción de órganos para
transplantes); para impedirle al difunto reencarnarse (en el África
negra “el muerto, se dice, tiene demasiada vergüenza, no se atreverá
a volver”); o también para honrarlos mejor en varios lugares a la vez
(caso de los grandes hom bres; reliquias de santos distribuidas lite­
ralmente).
También hay cadáveres que se reducen: el embalsamamiento tra­
dicional implica una extracción total de las visceras seguida de re­
ducción por deshidratación (momificación, cabezas reducidas de los
indios navajo).31
O bien se reduce el cadáver, tanto por incorporación canibálica32
com o por incineración. Se presentan entonces dos alternativas, o
bien que las cenizas reposen conservadas piadosamente en una urna,
o que se las disperse con sentido ritual -los hindúes las abandonan

30 Habría m ucho que d ecir sobre las fantasías suscitadas por la pérdida de un m iembro en
un accidente o com o consecuencia de una operación quirúrgica. Una parte del yo que está vivo,
puede así ser enterrado (o quem ado) en alguna parte.
31 Al menos tenemos para el em balsam ador egipcio la perspectiva de los siglos, que nos
perm ite apreciar la eficacia del procedim iento. El estado de conservación era tal, que una
radiografía pudo dem ostrar que T utankam ón murió de tuberculosis pulmonar. Perspectiva
que nos falta para juzgar a nuestras técnicas modernas.
32 Este tema será tocado en la cuarta parte.
310 L A S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES D E A Y E R Y HO Y

en los ríos sagrad os-,33 o con fines de sanción, para evitar que se las
honre, las cenizas de los ejecutados en N urem berg fueron arrojadas
desde un avión al fondo del Atlántico.
La cuarta m anera de encarar la evolución del cadáver no proviene
ya de la técnica, sino directamente de lo imaginario; es la creencia
en la existencia del cuerpo sublimado, revitalizado, rejuvenecido, de
la que nos hablan los negro-africanos; y es también el cuerpo glo­
rioso del resucitado entre los cristianos, del que Cristo proporciona
la más bella im agen.34
^ El cadáver interviene pues de m anera directa en el rito. Sabemos
que en el África negra preside sus propios funerales; que es objeto
de un interrogatorio minucioso, y, si se trata de un viejo, no es exce­
sivo afirm ar que él constituye el centro de la fiesta. Morir lejos se
convierte, en esta perspectiva, en una situación grave. Tal es quizás
la paradoja de la m uerte. “Sí bien la m uerte encarna el principio de
realidad en su crueldad absoluta, ella sólo puede ser significada por
medio de la fantasía. En efecto, el ‘cadáver’, tan difícil de nom brar
(el cuerpo, los despojos, los restos), no es más que un significativo
vacío, que funciona terriblemente pero sin sujeto fenoménico.” 35 Y
sin embargo, la Iglesia hace com parecer a este cuerpo en el templo,
cerca del altar. Hay allí una actitud a la vez tranquilizadora y gene­
radora de angustia. Tranquilizadora porque el muerto está allí; an­
gustiante, “en la medida en que este discurso de la ‘presencia’ m or­
tuoria es totalmente otro y extraño, inasimilable, imposible, a la vez
que ineluctable, y que emplaza a la absoluta diferencia en una frial­
dad mineral, si así puede decirse, pues a la m uerte no se opone nada,
al .menos nada que la haga inteligible. Pero el ‘cadáver’, significativo
de un discurso sin tema ni contenido, principalmente cuando se lo

33 El que conduce el duelo da siete veces la vuelta a la hoguera. Recoge las cenizas, las arroja
ai Ganges o al río sagrado más próximo. Todos los asistentes toman en seguida un baño purifi-
cador. Al tercer día, el sacerdote recoge los restos calcinados en un recipiente que le rem ite a
un miembro de la fam ilia. Éste lo arroja al río.
34 H. Reboul nos ha señalado que muchos ancianos se imaginan a su cuerpo después de la
m uerte como algo ligero, sutil, aéreo, lo que constituye una cierta m anera de sublimación. Una
anciana hizo todo lo necesario para d onar su cuerpo a la medicina después de su m uerte, y la
investigación reveló que ella no quería reposar en el cem enterio porque su marido había sido
quemado en un cam po de concentración nazi, la m utilación de su cadáver se correspondería
así con la de su m arido. En cuanto a la unión de los cuerpos después de la muerte, ella en cu en ­
tra su expresión más bella en el mito de Filemón y Baucis transform ados en un roble y un tilo
que mezclan íntim am ente sus follajes, símbolo de su am or eterno. En nuestra cu arta parte
abordaremos los problem as de la metempsicosis (encarnación en un cuerpo animal) y de la
reencarnación.
35 J- Y- Hameiine, Quelques incidentes psychologiqms de la sc'ene rituelle des funérailles, La Maison
Dieu 101, 1970, p. 90.
LO S M U E R T O S Y L O S M O R IBU N D O S 311

produce en la escena ritual de la capilla ardiente o de la ceremonia


religiosa, dirige a los que lo rodean un discurso que es como el dis­
curso del otro que ellos mismos, y que vuelve a situar salvajemente a
cada uno en su singularidad originaria”.38
Es por esto que si el cuerpo llega a faltar (“fallecido en el m a r”,
“desaparecido”), no se deja de buscarle un sustituto, la piedra sobre
la que ha reposado su cabeza entre los tandanko (Senegal), o un gui­
ja rro con el cual se ha frotado su abdomen entre los diola (Senegal),
si la m uerte ha tenido lugar lejos. Salvo que se conform e con un
cenotafio, com o ya ocurría entre los romanos y los griegos, o com o se
hizo en Francia con los que m urieron deportados.37 Dentro de este
mismo espíritu, a veces un solo cadáver puede simbolizar a millares
de otros (el soldado desconocido), o se dan casos com o el de los do-
gon del Malí, que reconstruyeron infinidad de veces en su país los
funerales de M. Griaule, muerto y enterrado en París.
Un caso particular de tratam iento del cadáver nos lo aporta la cos­
tumbre malgache que referimos a continuación. Cuando un hombre
fallece durante la fiesta delfa n d ro a m a y no puede por ello ser inhu­
mado según los ritos; o si muere de viruela y por esto debe ser ente­
rrado aparte; o si pierde la vida demasiado lejos de la tumba ances­
tral, al cabo de cierto tiempo será exhum ado durante la estación
seca, transportado en procesión (fam adihano) y depositado en la se­
pultura familiar definitiva. “La palabra fam adihan a se traduce fre­
cuentem ente por retorno de los m uertos; se dice que éstos a veces se
fatigan de reposar siempre del mismo lado, y entonces hay que dar­
los vuelta periódicam ente. En realidad, la -Jam adihana, cuando no
consiste en el transporte de una tum ba a otra, es un acto especial del
culto de los m uertos, que consiste esencialm ente en colocarle’ al
cuerpo un nuevo sudario encima de los antiguos. Para esta operación

36 Ibid. p. 9 2 . El autor agrega: “Desde este pu nto de vista, no parece tem erario aventurar ia
hipótesis de que la cerem onia de tipo eclesiástico (‘ei entierro-en-la-Iglesia’, como suele de­
cirse), mediante la transm utación simbólica fuertem ente culturalizada y muy m arcadora que
ella produce al integrar el significante-cadáver en un conjunto representativo (mítico) ritual­
m ente enunciado, contribuye de alguna m anera a m atar al muerto -p a r a em plear la expresión,
rigurosa en su aparente rudeza, de D. Lagache ( 19 3 8 , pass)- en el memorial que se le dedica.
La m uerte ritual vendría de ese modo a asu m ir en sí la muerte real, y a su manera a puntuar
fuertem ente el duelo. Así se podría explicar el poder ‘catártico’ de la ceremonia fúnebre, y
paradójicam ente su poder de alivio y de ‘consolación’, p. 94.
i7 La colum na de la Bastilla fue primero u n cenotafio a la m em oria de los cam batientes de
1830. En la antigüedad se erigió un cenotafio célebre en Corinto, en honor de la bella corte­
sana Lais, m uerta en Tesalia: representaba a u n a leona (Lais) que tenía entre sus patas delante­
ras un carnero (los hom bres que ella había dom inado).
•rv ;./AÍvi<:.'v i á l í l S UL A i t H Y H O Y

e s n e c e s a r i o ' d a r v u e l t a ’ al m u e r t o p a r a q u e el lambamena lo e n v u e l v a
p o r c o m p l e t o . ” 38
Incontestablemente, el cadáver sigue formando parte de la per­
sona: 39 de ahí la inviolabilidad de la sepultura, que antes era absolu­
ta, y hoy está algo más matizada (límites que imponen la autopsia judi­
cial, la recuperación de las cesiones en el cem enterio, la posibilidad
de transplantes). De aquí proviene también el respeto a la memoria
del desaparecido, si no siempre a su cuerpo (por las razones que
acabamos de enum erar) al menos a su prestigio. Tiene el mismo sen­
tido la costumbre negro-africana de interrogar al cadáver para cono­
ce r la causa de su fallecimiento y restablecer el orden que hubiera
podido quebrantar la falta com etida por el difunto: el cadáver está
todavía vivo, el difunto sigue lúcido, es preciso que todo Sea normali­
zado para respetar su recuerdo y rendirle el culto que se le debe. No
podemos menos que reco rd ar la asombrosa complejidad del aparato
jurídico relativo al transporte (nacional o internacional) de cadáve­
res, las condiciones de la inhumación o la exhumación (a título pri­
vado, en vista de una eventual canonización, con fines jurídicos, o
simplemente cuando se trata de recuperar la concesión del lugar en
el cem enterio), las modalidades de la incineración, el problema de las
morgues o de las cámaras funerarias, el derecho a disponer del cadá­
ver con fines terapéuticos o científicos.40
Sin embargo, hay un hecho que no deja de impresionar al antro­
pólogo, a pesar de la desigualdad del destino que aguarda a los
diversos cadáveres, ya sean de ricos o de pobres, aceptados o rechaza­
dos por el grupo (buena o mala muerte; sujetos socialrnente valora­
dos o reprobados: herejes, com ediantes, condenados a m uerte),
siempre se impone la noción de unidad y de identidad del hombre
universal, especialmente si seguimos el escalpelo del médico forense:
“E l prim er ‘corte’ nos dice el doctor Fesneau, m uestra el mismo
músculo en todos los cadáveres; y el cerebro de un poeta, o el seno

38 R. Decary, La mort el les coulumes funéraires a M adagascar, Maisonneuve et Larose, 1962, pá­
gina 77.
39 Muy a menudo en el Á frica negra, la placenta y el cordón umbilical form an parte inte­
grante de la persona. El conjunto placenta, cordón y niño se com para con un árbol. La prim era
cum ple la función de raíz, puesto que es a través de ella qu e el feto arraiga en el seno
m aterno; el segundo recuerda el tallo por donde corre la savia, y el tercero se em parenta con el
fruto que, llegado a la madurez, se desprenderá del árbol (nacim iento). El cordón y la placenta
se entierran casi siempre en la selva, y constituyen la parte “naturaleza” del hombre (el cordón
es celeste y macho; la placenta terrestre y hembra), por oposición al hombre cultural que vive
en el poblado. Puede ocurrir que se le hagan ofrendas. La placenta tiene así, como connota­
ción, la idea de gemelidad.
40 Nos remitimos a los destacados trabajos de R. Dierkens y Ch. Vitani ya citados.

i
LO S M U ERTO S Y LO S M O R IB U N D O S 313

de la Venus de la pantalla, no difieren, vistos por detrás de la piel, de


los de un criminal bestial, o de un pordiosero cubierto de excrem en ­
tos y pulgas. La piel misma es sucia, y por debajo de ella comienza
una especie de igualdad fisiológica. El hueso de uno se parece al
hueso de otro, los tubos digestivos se asemejan entre sí en todos los
cadáveres, y el bolo alimenticio está en el mismo estado de digestión:
simplemente, le inform a al médico forense sobre el menú y la hora
de la última com ida.” Sobre este punto es justo afirmar co n el fabu­
lista que el rey y el pastor son iguales ante la m uerte.41

E l problema (le los cementerios 42

El cem enterio sólo desempeña un papel episódico en las culturas


negro-africanas tradicionales: el culto de los muertos se cum ple casi
exclusivamente en el altar de los antepasados; sólo se va a los cem en­
terios para los entierros, los hombres en los cementerios de hombres,
las mujeres en los de mujeres.
En Occidente, la situación es más compleja: la concurrencia a la
misma por el “reposo del alma” no impide, al menos en las regiones
campesinas todavía cristianizadas, la visita semanal al cem enterio y la
oración ante la tumba, que se limpia y se adorna con flores. En la
ciudad, salvo en los fallecimientos recientes, no se visitan casi las ne­
crópolis, sólo una vez al año, el 1 y 2 de noviembre, más p o r rutina
que por convicción; y en la mayoría de los casos la ostentación preva­
lece sobre la piedad auténtica.43
41 Les morts ont tous la meme peau, es el título de una novela célebre de B o ris Vían (Ch.
Bourgois, 1973).
42 El lugar del en tierro parece desempeñar un papel capital. Ser enterrado en e l poblado es
una necesidad absoluta para el negro-africano tradicional, aunque más no sea de m anera sim­
bólica. Este retorn o a la m adre por interm edio de la tierra (mito de Dem éter) se vuelve a
encontrar en Europa. H. Reboul, a propósito de un estudio sobre la muerte de lo s viejos en el
Asilo de V illeurbanne, subraya que los en tierros en la com una donde se ha residido es preocu­
pación de las m ujeres casadas y de los hom bres, com o signo de fidelidad al h o g a r creado,
mientras que el en tierro en el lugar del deceso, para la mitad de los solteros, pu ede explicarse
por su aislamiento, o po r falta de recursos: “L a elección com o lugar de entierro de otro sitio
distinto que el del fallecim iento es, a nuestro en ten d er, la continuación más allá d e la muerte
de una catexis efectiva que continúa teniendo una significación.” “Conduites fu n é ra ire s du
vieillard a l’hospice”, Rev. Epidem. Méd. Soc. et Santé Publ., 1971, t. 19, núm. 5, p. 454. Sólo
algunas familias dan m uestras de culpabilidad (abandono del viejo en el asilo), rep atrian d o el
cuerpo de su pariente fallecido.
1:1 Una encuesta personal, que en este m om ento se halla en proceso de cuandficación y
análisis, y que se efectu ó sobre mil sujetos adultos d e la región parisién, nos prop orcion ó este
resultado: el 51% no va (o no iría) al cem enterio más que para un entierro; el 3 3 va sistemáti­
camente una vez al año; el 12 va varias veces o a m enudo, el 4 no ha ido jamás.
314 L A S A C T IT U D E S FU N D A M E N T A L E S DE A YER Y HO Y

La frecuentación de los cementerios es mayor en el caso de los


cem enterios-parques, lugares de paseo y solaz, hasta puede ap ro ­
vecharse la ocasión para meditar sobre una tumba.44 Mientras algunos
sólo van al cem enterio obligados y forzados, otros encuentran en él
motivos de aleg ría:45 “A veces, dominado por la nostalgia, la m edio­
cridad y la du reza de un mundo que me parecía demasiado geom é­
trico, me iba a pasear a solas por el cementerio, y este lugar me
inspiraba, hasta el punto de que llegaba a escribir poemas o simple­
mente a anotar mis impresiones.” En verdad, es ante todo el aspecto
histórico del cem enterio del Pére Lachaise el que cuenta en este caso,
y no la piedad hacia los difuntos: “Me inventaba un mundo ideal,
donde la m uerte no era más que un pretexto para ese ideal. Y o sen­
tía vivir a los árboles y a las viejas piedras, sentía el pasado y el res­
peto al pasado, más que a la m uerte y el respeto a la m uerte.”46
Una encuesta realizada en Estocolmo en abril de 1969 mostró cla­
ramente que la necrópolis es vista com o mucho más que un simple
lugar de sepulturas. “Se pudo com probar que el cementerio es un
lugar simbólico de múltiples significaciones, no solamente un terreno
donde están ju n tos los árboles, los cercos vegetales y las piedras, sino
también una representación de los panoram as y los sueños que el
hombre lleva en su corazón, y que está lejos de poder form ular. El
cementerio es un símbolo cargado de emociones, que provoca tanto
la tristeza y la melancolía como la reflexión calma. Pero es también
un símbolo espiritual complejo, que procu ra y expresa lo que el
hombre ha experim entado y experim enta todavía en su corazón, a
diferentes niveles. Este símbolo despierta emociones profundas, que

44 No hay más qu e 3 o 4 cem enterios-parques en Francia. Sin em bargo, las niñeras llevan a
los pequeños al cem enterio de Montparnasse (único lugar sombreado y tranquilo del lugar). Se
ha dicho del Pére Lachaise que es, mucho más que un cem enterio, “un jard ín en suspenso
donde el eco del tiem p o resuena en el teclado del recuerd o del barroco y de lo insólito”. Con
sus 12 mil árboles, sería “el más vasto, el más histórico, el más religioso, el más rom ántico, el
más aereado, el más insólito y el más erótico de los paseos que dominan París”. M. Dansel, op.
cit., 1973, p. 3.
45 No diremos nad a de los necrófilos y sobre todo de los erotómanos que frecu entan los
cem enterios, persiguiendo a la vez a Eros y a Tanatos. “Para el observador advertido, el cem en­
terio del Pére Lachaise se inscribe como el prim ero de los altos lugares del erotism o”, prostitu­
tas, homosexuales, rom ánticos que ocultan sus am ores d entro de las iglesias, se cuentan, num e­
rosos, entre sus visitantes. M. Dansel, op. cit., 1973, p. 32.
46 M. Dansel, op. cit., 1973, p. 7. “A mí me atraen grandem ente los cem enterios, me d escan­
san, me melancolizan: yo los necesito.” G. de M aupassant, Les Tambales.
Tam bién hay los qu e detestan los cem enterios: “El cem enterio no es más que un cam p o de
batalla donde los cadáveres están mal enterrados y las tum bas son imposturas” (R. Ju d rin ). “ No
lleves en ti el cem en terio ”, recom ienda M. Schwob.
LOS M U E R T O S Y L O S M O RIBU N D O S 315

le revelan al hombre su situación precaria en el débil promontorio


clel tiem po, y eso lo sobrecoge.”47
En una palabra, se imponen dos conclusiones, el sentido del ce­
menterio desborda la mera connotación de la m uerte; tiende a pre­
dominar la desafección por el cem enterio en tanto que lugar de pie­
dad, en beneficio del cementerio com o lugar de paseo.48
No se puede hablar de los cementerios sin decir algunas palabras
sobre la diferencia de destino e n tre los muertos honrados y los
muertos reprobados. El retorno d e las cenizas de Napoleón I,4a en
un grado m enor que el rey de R om a, fue vivido por algunos como
una fiesta nacional; y es conocida la importancia que alcanza el pere­
grinaje a las tumbas, la del E m p erad or en los Inválidos (uno de los

47 B . G utstaffon, “Les cimetiere: lieu de m editation”, en Morí el Prisence, Lumen vitae, Bru­
selas, 1971, pp. 86-87. A la pregunta: “de u n a lista de 60 palabras elija las que a su juicio
caracterizan m ejo r al cementerio”, se obtuvo:

L u gar tle recuerdo 69% Prado 5%


Parque 19% Isla !>%
Lugar de descanso
Ja r d ín ' 12% (sepu ltura) 2%
Un claro 10%
El 76% no se opuso a la idea de habitar cerca de un cem enterio, el 15% planteó objeciones.
En lo referen te al mantenimiento de tum bas para la familia, se obtuvo el resultado que
sigue:
% 18-45 años + de 4 6 años

Muy im|x>riaiue 12 59
B ástam e im portante * 27
Sin op inió n # 11 8
Poca im portancia 55
N ingu na importancia 35 7

48 Los cadáveres de animales plantean tam bién problemas: “El Sindicato Intercom unal de
Vocaciones Múltiples, que agrupa a 18 com u nas de la región, acaba fie poner en funciona­
miento una cám ara frigorílica en la que se podrán depositar los anim ales que hayan sacrificado
los veterinarios.
Las personas o veterinarios que tengan cadáveres de animales podrán depositarlos en la
Perrera Intercom unal de Poissy y los usuarios d eberán pagar un derecho que se eleva a:
- 8 francos por un gato
- 13 francos por un perro.
El Sindicato Intercomunal ha firm ado un conven io con un organismo especializado para la
elim inación d e los cadáveres de anim ales” (Le Cmirrier Républicain, Ivelines, 23 de enero de
1974).
49 L a Iglesia de los Inválidos fue abierta d u ra n te 8 días al público. Se dice que por lo menos
200 mil personas desfilaron por ella. A pesar d el frío riguroso se hizo la cola durante varias
h 3ras. No faltó la irrespetuosidad: “Es todo lo q u e nos devuelven del carbón que nos arrebata­
ron”, d ijeron algunos franceses cuando los alem an es devolvieron las cenizas del Aiglon durante
la ocupación.
.VÍ!..N i ,\ ÍM S DE AVER \ h v f’i

lugares más visitados de París) o la del gran místico (cristiano o m u­


sulmán), la del líder político (De Gaulle,50 Lenin), la del artista llo­
rado (E. Piaí, G. Philipe). En cambio, “los restos calcinados de Hitler
fueron escamoteados porque entonces le convenía a la política sovié­
tica dejar en circulación su fantasma. El cuerpo de Mussolini fue
ocultado durante algún tiempo por una razón inversa, Italia lo temía,
tanto más que, p o r haber sido colgado por los pies, tenía una ven­
ganza que ejercer.”51
51 unos tienen derecho al panteón, otros son llevados anónim a­
mente al sector de los condenados, en el cem enterio parisién de Ivry,
nada indica allí la presencia de restos humanos. “Es despojado, gris,
llano como una acera.” Este lugar donde se oculta al muerto, es a la
vez ocultado: también se supone que el propio guardián no sabe.
¿Por qué? “El misterio es fácil de descifrar. El entierro de los crim i­
nales, así com o su ejecución, se vinculan con un comportamiento
primitivo. Tiene una significación mágica. No se mata al asesino sólo
por castigarlo. Se le mata también para apaciguar la indignación co­
lectiva despertada por su crimen. Al crim en, que no se puede b orrar
realmente, se lo tratá de borrar de m anera mágica, por la supresión
del criminal. Por eso se quiere llevar esta supresión hasta el final. Se
busca aniquilar al supliciado, imponerle un olvido definitivo. E n to n ­
ces se arrojan sus restos en un agujero, se lo cubre, se lo nivela, se lo
aplana, se borra toda huella y se recom ienda silencio a los guardianes
del cementerio. Sólo un asesino que quiere hacer desaparecer el ca­
dáver de su víctima procede de este m odo.”52

Las inevitables transformaciones 53


Antes, en Occidente, se exhumaba un cadáver para exponerlo en la
plaza pública si se llegaba a saber que el difunto era un criminal

80 Véase especialm ente F. Raphaél, Le P'elerinage a Colombey, C .l.S . LV, 1973, pp. 3 3 9 -3 5 6 . El
peregrinaje a Colombey y la fidelidad de los humildes “testim onian que la epopeya prevalece
sobre la política y qu e la leyenda transfigura al general De Gaulle en héroe providencial, cuya
estatura no es la del padre protector, sino más bien la del salvador casi divino. Su tum ba se ha
convertido para las m ultitudes en uno fie esos ‘tem plos al aire libre’, uno de osos eternos zarzas
ardientes celebrados por M. B arrés, cuya presencia inesperada infunde en el paisaje agrícola,
en la tierra entregada a los cuidados menudos de la vida práctica, un súbito soplo de m isterio y
de sólido orgullo" (p. 356). Véase M. Barres, La colline inspirée, I’arís, 1966, p. 275.
81 A. Fabre-I.uce, op. cit., 1966, p. 49.
52 J . Egen, op. cit., 1973, pp. 12-13.
53 Existen también supervivencias múltiples. Es así que en B éthune, la “C onfrérie des Chari-
tables de Saint-Eloi” asegura gratuitamente el transporte de los muertos a la iglesia y después al
cementerio. Esta práctica data de 1168, fruto de una prom esa de los habitantes con motivo de
LO S M U E R T O S Y LO S M O R IBU N D O S 317

impune, incluso si había provocado después de su muerte maleficios


im portantes.54 Tales modos de proceder ya no existen hoy, cuando
la exhum ación sólo se efectúa con fines judiciales de identificación o
de investigación de las causas del fallecimiento y no en una perspec­
tiva penal. Es que de hecho el cuerpo deja de confundirse con la
persona y pertenece por com pleto a Dios.
En su Naissance de la Clinique, M. Foucault ha m ostrado cóm o se
instauró una auténtica revolución a propósito de la actitud hacia el
cuerpo y la concepción de la enferm edad, desde entonces se trató de
hacer del organismo un útil reparable y de las perturbaciones orgá­
nicas un proceso previsible y dominable, y no la m arca del destino.
Permítasenos citarlo in extenso:
E n el p e n sa m ien to m éd ico d el sig lo xv m , la m u erte e r a a la vez el h e ch o ab so lu to
y el m ás relativ o de los fe n ó m e n o s. E ra el térm in o de la vida, y tam b ién d e la
e n f e r m e d a d , si p o r su n a tu ra le z a é sta e ra fatal. A p a rtir d e la m u e rte se alcan zab a
el lím ite, la v e rd a d e r a lo g ra d a y fra n q u e a d a : en la m u e rte , la e n f e r m e d a d , lle­
g a d a al fin al d e su tra y e cto , se sile n cia b a y p asab a a s e r co sa d el p a sa d o . P e ro si se
d a b a el c a s o d e q ue algu n as h u ellas d e la e n fe rm e d a d se im p rim ían e n el c a d á v e r,
e n to n c e s n in g u n a p ru e b a p e rm itía d istin g u ir lo q u e e ra d e la e n fe rm e d a d y lo
q u e e ra d e la m u erte , sus signos se e n tre c ru z a b a n en un d e so rd e n in d escifrab le.
Si p o r un lad o la m u e rte e ra ese ab so lu to a p a rtir d el cu al ya n o hay m ás ni vida
ni e n fe rm e d a d , sus d e so rg a n iz a cio n e s e ra n igu ales q u e to d o s los fe n ó m e n o s p a to ­
ló g ico s. L a e x p e rie n c ia clínica b ajo su fo rm a p rim e ra no cu estio n ab a e se c o n c e p to
am b ig u o d e la m u e rte [ . . .] la v id a, la e n fe rm e d a d y la m u e rte c o n stitu y e n a h o ra
u n a trin id a d técn ica y c o n c e p tu a l. L a a n tig u a co n tin u id ad d e las ob sesio n es m ile­
n a ria s q u e veían en la vida la a m e n a z a d e la e n fe rm e d a d , y en la e n f e r m e d a d la
p re s e n c ia p ró x im a d e la m u e rte , q u e d ó r o ta , en su lu g a r, se c o n fo rm ó u n a figu ra
tria n g u la r, cu y a cim a la co n stitu y e la m u e rte . E s d e sd e lo alto d e la m u e r te d esde
d o n d e se p u e d e v e r y an alizar las d e p e n d e n cia s o rg á n ica s y las secu en cias p ato ló ­
g icas. L a m u e rte , en lu g a r de s e r lo q u e había sido p o r ta n to tie m p o : esa n och e
d o n d e la v id a se su m e, d o n d e la e n fe rm e d a d m ism a se b o r ra , q u e d ó d o tad a
d e s d e e n to n ce s d e ese g ra n p o d e r d e e scla re cim ie n to q u e d o m in a y tr a e a luz a l a
vez el esp acio del o rg a n ism o y el tiem p o d e la e n fe rm e d a d [ . . , ] E l p riv ileg io de
su in te m p o ra lid a d , q u e es tan a n tig u o c o m o la co n cie n cia d e su in m in e n cia , se
c o n v ie rte p o r p rim e ra vez en in s tru m e n to técn ico q u e d a p ie a la v e rd a d d e la

una epidem ia. El busto del santo con m itra y cruz es llevado en procesión al menos una vez al
año, po r hom bres vestidos de negro, co n corbata blanca, tricornio y bastón ritual. Normandía
conserva todavía sus “C onfren es de C h a n té ” (un centenar), que se encargan de los entierros
(trabajos de M. Segalen).
54 Según ciertas informaciones recogidas entre los dogon (Malí), el m arido de una m ujer
que m u ere encinta debe abrir el cadáver todavía tibio para extraerle el feto, ya sea para salvar
al niño si todavía hay tiempo, ya para co n o cer su sexo, pero sobre todo para castigarlo por
hab er matado a su madre. En seguida debe abandonar el poblado com o un crim inal, y no
reaparecerá hasta treinta días después.
3 18 L A S A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES D E A Y E R Y HOY

vida y a la n a tu ra le z a d e su m al. L a m u e r t e es el g ra n análisis q u e m u e s tra las


co n e x io n e s d e sp le g á n d o la s, y hace e sta lla r las m aravillas d e la génesis en el rig o r
de la d e sco m p o sició n , y h ay q u e e m p le a r la p a la b ra “d esco m p o sició n " co n to d a la
c a r g a d e su se n tid o . E l análisis filosófico d e los e lem en to s y d e sus leyes, e n c u e n ­
tra e n la m u e rte lo q u e v an am en te b u scó en las m atem áticas, en la q u ím ica, e n el
p ro p io le n g u a je : un in su p erab le m o d e lo p re scrito p o r la n atu raleza. L a m ira d a
m éd ica va a a p o y a rs e d esd e a h o ra en e s te g ra n ejem p lo . Y a no es el d e un o jo
viviente, sino la m ira d a d e un ojo q u e h a visto la m u e rte . U n g ran ojo b la n co que
p o n e fin a la v id a [ . . .]
Sin d u d a fu e u n a ta r e a difícil y p a ra d ó jic a p a ra la m ira d a m éd ica o p e r a r s e m e ­
ja n te co n v e rsió n . U n a p ro p en sió n in m e m o ria l, tan a n tig u a co m o el m ied o d e los
h o m b re s, volvía los ojos d e los m éd ico s h a cia la elim in ación de la e n fe rm e d a d ,
h a cia su c u ra c ió n , h a cia la vida, a h o r a to d o co n sistiría en restau rarla. L a m u e rte
segu ía d e tr á s d e l m é d ico co m o la g ra n a m e n a z a so m b ría q u e abolía su sa b e r y su
h ab ilid ad ; e r a el rie sg o , n o sólo d e la vid a y d e la e n fe rm e d a d , sino del sa b e r q ue
las in terro gab a. C on B ich at, la m irada m éd ica g ira sob re sí misma y le pide cu e n ­
tas a la m u e rte d e la vida y d e la e n f e r m e d a d , así c o m o a su inm ovilidad d e fin i­
tiva se la p id e d e su tiem p o y de sus m o v im ie n to s. ¿N o e r a indispensable q u e la
m ed icin a d e ja r a d e la d o su m ás a n tig u a p re o c u p a c ió n p ara b u scar en el te s tim o ­
nio d e su fr a c a s o lo q u e d eb ía fu n d a r su v e rd a d ? 55

El nacimiento de una medicina positiva basada en lo anátom o-


clínico permite así pasar de la m uerte-padecida a la muerte-estudiada. Se
puede ver en este cambio de actitud una tentativa que “tiende menos
a suprimir a la m uerte que a buscarle su sentido. Ya no es conside­
rada como un elemento exterior, com o un ‘accidente’, sino que es
aceptada com o inscrita en la naturaleza de las cosas y como accesi­
ble al conocimiento en cierta medida. Para llegar a esto fue preciso
franquear un cierto terror, lo que por otra parte se inscribe en el
desarrollo general de la actitud científica. El ‘miedo mágico’ a las
‘fuerzas de la naturaleza’ es vencido por la necesidad de saber”.
No sólo la actitud con respecto al cuerpo y a la enfermedad varia­
ron, sino que también otros com portam ientos vieron transform arse
su sentido: y si se mantuvieron, no fue por las mismas razones de
antes.
Tal es el caso del arreglo del difunto. “Antes estaba destinado a
fijar al cuerpo en la imagen ideal que se tenía entonces de la muerte,
en la actitud del yacente que espera con las manos cruzadas la vida
del tiempo que advendrá. Es en la época romántica cuando se descu­
bre la belleza original que impone la m uerte al rostro hum ano, y los
últimos cuidados tuvieron por finalidad hacer aflorar esta belleza de
entre las suciedades de la agonía. T an to en un caso como en el otro,

55 puf, 1973, p p . 143, 146-147, 148-149.V éase ta m b ién pp. 200-203.


LOS M U E R T O S Y LOS M O R IBU N D O S 319

se quería fijar una imagen de m uerte: un herm oso cadáver, pero un


cadáver.”56 Hoy, en cambio, el arreglo tiende más bien a ocultar los
efectos destructores de la muerte que deforman los rostros, como
veremos más adelante.
Lo mismo pasa con Ja incineración, que sustituye a la combustión
lenta en el suelo por la combustión rápida por el fuego.57 Antes que
nada evolucionaron las técnicas: hacen falta de 2 a 3 esteras de leña
en la India para crem ar un cadáver al aire libre y en público, y la
operación dura de tres a diez horas. Entre nosotros, la utilización de
los hornos (de carbón, de gasolina, eléctrico) reduce la incineración a
una o dos horas, y con frecuencia a menos.58 ¡Hasta se piensa en
utilizar el laser\
Pero más todavía que los cambios técnicos, lo que afecta a estas
prácticas es su cambio de sentido: no se han conservado ni la idea de
sanción ni la de purificación (aunque el diario de los crematistas
franceses se llame “ La llama purificadora”). Se busca más bien un
medio rápido, eficaz, científico, de desembarazarse del cadáver 59 en
las condiciones óptimas de higiene y seguridad, evitándose así el ho­
rror de la tanatomorfosis. Adem ás, la cremación resuelve el pro­
blema de los cementerios sobresaturados de las grandes ciudades
donde la apropiación privada de la concesión en el cem enterio le
plantea al urbanista problemas muy difíciles:60 la modesta urna que
contiene las cenizas sólo ocupa un lugar muy reducido.

56 Ph. Aries, L a mort inversée, La Maison Dieu, 101, Cerf, 1970, pp. 73-74.
57 Un farm acéutico célebre, Alphonse Aliáis, im aginó en su libro Vive la vie, tratar el cadáver
mediante el ácido nítrico a fin de transform arlo en Fulm icotón*Se podrían fabricar así piezas
artificiales. J
58 La crem ación se hace en dos tiem pos: la cám ara crem atoria se calienta a 600 o 700 grados
antes de recibir el ataúd que se inflama desde q u e es introducido. Se activa entonces la com bus­
tión m ediante una corriente de aire, calentado sobre un recuperador. La temperatura sube así
a 9 50 o 1100 grados C, y este periodo corresponde a la gasificación del cuerpo; en seguida la
tem peratura baja gradualmente y la combustión term ina. Una buena combustión debe hacerse
con el m ínim o de hum o y olor, para lo cual se agrega a la salida una cantidad de aire destinado
a favorecer la combustión de los vapores. Algunos hornos están equipados con cám ara de
combustión de gases. En B enares se queman 5 0 cadáveres revestidos de incienso y aceite, sin
interrupción durante las 24 horas.
■■»> Prevalece la voluntad del difunto; y si él n o lia precisado nada sobre la incineración, la
familia es libre de pedirla. No es así en Bélgica, si el difunto no lo ha prescrito explícitam ente,
¡a incineración no se puede efectuar. Por el co n trario en la Gran Bretaña, la última voluntad
del d ifunto no es imperativa (I'ious hopas) y la fam ilia puede decidir lo que quiera.
60 Hay en Francia 1 500 fallecimientos diarios. Cuando la población francesa alcance 60
m illones, habrá que hacer frente a 2 500 inhum aciones diarias. Pero los cementerios de las
grandes ciudades parecen estar sobresaturados. El crecim iento numérico de las ciudades por
una parte, y el acceso a la propiedad del suelo en los cem enterios (aum ento del núm ero de
titulares de las concesiones) por la otra, hacen q u e “los vivientes disputen a los muertos lugares
320 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

Se puede invocar una tercera razón: la negativa a sobrevivir. Es


precisamente por esto que los francmasones y los “racionalistas” pre­
conizaban esta técnica, que para los cristianos tuvo que esperar
-aunque fue autorizada legalmente desde el 15 de noviembre de
1 9 5 7 - hasta 1964, con el Papa Juan X X III.
Sólo los dos primeros argumentos nos parecen aceptables: la re­
ducción a cenizas (se recuerda el “Tú eres polvo y al polvo retorna­
rá s ”), no hace imposible para los cristianos la resurrección del
cuerp o, así como la falta de tumbas no impide la veneración de los
difuntos;81 en los nuevos cementerios están previstos nichos donde
depositar las urnas que contienen las cenizas, si es que los deudos no
se contentan con las “salas de recuerdos”, donde simples placas de­
sempeñan el papel de las piedras funerarias.
A pesar de las actividades de las asociaciones de crematistas,62 la
incineración (extendida en los países anglosajones a pesar de las reti-

q u e se han vuelto muy caros”, según la expresión de L. Sauret. Actualm ente, la ciudad de París
dispone de 6 00 hectáreas de cem enterios (un poco más de 2 m2 po r parisiense vivo). T enien do
e n cuenta las concesiones recuperadas, habría que prever un aum ento anual del 1%. En 1980,
! la capital tendría que diponer de mil hectáreas de cem enterios, o sea un poco más de 1/8 de su
superficie. Evidentemente no se puede contar con una disminución de la mortalidad: aunque
tod a la población se hiciera centenaria, la mortalidad pasaría solamente del 12 al 10%. T al es la
¡ situación. ¿Qué se puede hacer? ¿A grandar los cementerios? En medio de las grandes ciuda­
des, el precio de los terrenos y las exigencias de la vida urbana se oponen a ello. ¿Prohibir las
concesiones a perpetuidad, limitarlas a 15 años como máximo y realizar una rotación de los
cu erpos sobre un promedio de 12 a 15 años? Habría que luchar contra la opinión pública para
llegar a esto, pero de todos modos, teniendo en cuenta el crecim iento demográfico, y particu-
; larm ente el crecim iento dem ográfico urbano, tampoco esto constituiría un remedio seguro.
Q uedan entonces otras dos soluciones: multiplicar los cem enterios-parques en provincia; favo-
^ rcc e r la cremación.
61 Las cenizas son recogidas en una urna sellada y herm ética que lleva grabada en una pieza
m etálica el núm ero del acta de fallecim iento. La masa de las cenizas se eleva a 1 kg 1/2 aproxi-
( Huidamente. Su destino es el mismo que para el cadáver: inhum ación en una sepultura; depó­
sito en un columbario; incluso en una propiedad privada. Pero la reglamentación en m ateria
d e transporte de urnas es la m isma que para un cadáver. Por ejem plo, hay que alquilar un
vagón entero para hacer viajar una urna por ferrocarril, como es el caso para un cadáver
insalubre en ataúd. En Francia, a pesar de muy raros y discretos “jard in es del recuerdo”, no
( está permitido dispersar las cenizas, pues para el legislador ellas tienen las mismas característi­
cas del cadáver. En cambio, en Gran B retaña es corriente que se las disperse, ya sea en el mar o
( en medio del campo.
Recordem os una fórm ula célebre, Marco Aurelio hizo grabar en la urna que debía contener
sus cenizas: “T ú contendrás a un hom bre que el Universo no ha podido contener.”
i 62 La Federación Nacional de Sociedades Francesas de Crem ación se fundó el Io de enero
de 1930 y quedó registrada el 21 d e febrero de 1930 con el núm ero 167 599. En Francia, los
C crem atistas (cinco mil personas, un diario con un título rico en símbolos y varias revistas regio­
nales) no se reclutan únicamente en tre los “obsesionados por el m iedo a la muerte, el despertar
bajo tierra, el tem or a los osarios y sus siniestros horm igueros de gusanos’ (R. H. Hazemann,

(
LO S M U E R T O S Y L O S M O R IBU N D O S 321

cencías am ericanas) hace pocos progresos.63 En los hechos choca to­


davía con múltiples obstáculos. Citemos, entre otros, los intereses de
los marmolistas y floristas, por supuesto, pero también las reticencias
de los medios judiciales (dejan de ser posibles las exhumaciones), y
sobre todo un largo periodo de prohibición que creó reflejos de ru­
tina y sobre todo de desconfianza. Recordemos por o tra parte la
eventualidad de un traumatismo particularmente compulsivo en al­
gunos: contrariamente a la criogenízación (mantenimiento de los cuer­
pos, tomados justo en el momento de la muerte, en nitrógeno líquido
a - 1 9 2 grados), que es “conservación” y “esperanza”, no en la in­
mortalidad en el más allá, sino en la amortalidad aquí abajo, la inci­
neración (com o lo comprueba una encuesta personal que se está
llevando a cabo) se vive com o una segunda muerte, irremediable y
altamente culpabilizadora, “un gusto por matar”, una “voluntad de
destruir al otro, a fin de que no quede nada de él”.
Otra transform ación capital tuvo lugar en las técnicas de preserva­
ción. Es indiscutible que ías prim eras etapas de la tanatomorfosis ha­
cen peligroso al cadáver (es altam ente séptico), insoportable (por su
coloración, sus olores, sus segregaciones) e incompatible con la vida
familiar (sobrevivientes que com parten con el difunto un alojamiento
exiguo; esta promiscuidad amenaza con derivar en una sucesión de
estados de pesadumbre y puede ser traumático para el niño).
Pero no se deben poner en el mismo plano los procedimientos de
los embalsamadores de antes, que tendían a la conservación teórica­
mente definitiva de algunos m uertos privilegiados 64 gracias a una
técnica de extracción de las visceras, y los de los tanatopracticantes
de hoy, que sólo procuran dem orar la tanatomorfosis hasta después

presidente de la federación francesa de las sociedades crematistas), sino que agrupan tam bién a
“personas animadas p o r la preocupación d e no ser peligrosos después de su m uerte” (higiene y
salubridad) y no “colm ar inútilmente los cem en terio s”.
63 Francia cu enta co n 9 crematorios y 2 están en proyecto adelantado. Los crem atistas se
agrupan en 22 asociaciones, de las cuales unas diez fueron creadas recientem ente. L as crem a­
ciones con relación a los fallecimientos se exp resan en Francia en . , . por mil. En el extran jero,
el Reino Unido, con sus 204 crematorios, se enorgullece de haber economizado teóricam ente
600 canchas de fútbol; la proporción de lo s incinerados con relación al número total de falle­
cimientos era de 34.7% en 1960, contra 53.20 % en 1970. Noruega posee 32 crem atorios; Sue­
cia, con 63, incinera al 30% de los fallecidos; Alem ania Federal mantiene 65 crem atorios; Di­
namarca incinera al 36% de sus fallecidos en sus 2 6 crem atorios; Suiza el 30% de sus difuntos
en sus 29 crem atorios, y en Zurich la incineración gratuita está muy extendida, allí la asociación
local de crem atistas se disolvió por carecer de objeto.
64 Como en Francia, del siglo xv al x v n : los reyes, embalsamados, vestidos de púrpura
(como en su consagración), reposaban sobre un pom poso lecho. Hasta se tendían e n la cámara
del rey las mesas de un banquete.
322 LA S A C T IT U D E S FU N D A M E N T A L E S DE AYER Y HO Y

de las exequias,65 respetando la integridad del cuerpo (no hay jamás


extracción de visceras), suprimiendo las huellas de la m uerte en el
rostro (no más livideces, párpados entreabiertos, mandíbulas caídas,
rictus), eventualmente aplicándose a una restauración del cuerpo (si
hubo cán cer que afectó al rostro, accidente, quemaduras, suicidio
por mutilación) y en principio se dedican a servir a todos.66 Respecto
a las reglas de higiene, pero también al difunto venerado en su cuerpo;
preocupación por evitar todo traum atism o grave a los sobrevivientes,
facilitándoles el trabajo de duelo: tales los dos objetivos mayores de
las prácticas tanatológicas.67
Esto nos conduce al tema de la exposición del cadáver. Su objetivo
inmediato es el de ser una superación de la m uerte, que facilita
el trabajo de duelo, como veremos más adelante. En nuestros días, el
hecho de que se m uera frecuentem ente fuera de la propia casa
y la exigüidad de los alojamientos, hacen difíciles los velatorios. De ahí
la creación de los Funeral Home. La “Casa de los muertos” o Athanée,
permite o frecer a los difuntos una última permanencia rodeado de
cuidados discretos y respetuosos, y a sus deudos del ambiente apaci­
ble y reconfortante de un domicilio donde todo estará adaptado a las

65 La preservación sobrepasa algunas sem anas, incluso algunos meses si el sujeto estaba sano
y si la operación se hizo a tiempo. Una verdadera proeza técnica se realizó con los restos de un
obispo ortodoxo australiano (1970). T ratado al cu arto día de su fallecim iento, fue expuesto al
undécimo día en la catedral, sentado en un tro n o , revestido de sus más hermosos ornam entos,
adornado con su tiara, la mano derecha levantada bendiciendo a la multitud; ésta venía a
prosternarse a sus pies, y muchos hasta le besaban la mano. Fue asombrosa la impresión de
naturalidad qu e logró la película de Blackwell (un documental sobre la cerem onia). Señalemos
que las prácticas tanatológicas no impiden la crem ación; a pesar de la excepción americana,
ésta debería ser su continuación lógica, lo qu e dem uestra que el procedim iento no persigue la
conservación definitiva, como el de los em balsam adores de antes. Véase F. W. Blackwell Pty
Ltd., Les obseques de l'Archeveque Sergei Ochotenko, prímat de l’Eglise Biélo-Russienne Autocéphalique
d ’Australie et d ’Outre-Mer, Bull. Liaison h a t - i k t a , París 1, 1974, pp. 17-20:
66 M ientras las operaciones tanatológicas (I. F. T .) están generalizadas en los Estados Uni­
dos, o se practican en el 70 a 80% de los cadáveres en Suecia, su importancia sigue siendo muy
modesta en Francia (alrededor del 5% de los m uertos); pero su progresión d e c ie n te es nítida:
1964, 2 5 7 0 I. F. T .; 1968, 12 158; 1972, 20 2 7 0 ; 1974, más de 25 000. Ellas están localizadas
sobre todo en la región m editerránea-Córcega (9 600 en 1972), en Languedoc-Valle del Rhon
(6 900). En otros lugares, el número de I. F. T . es mucho menor: región lionesa, 5 2 ; oeste, 250.
En París, se registraron 2 560 I. F. T . en 1972 y 2 6 0 0 en 1973. El accidente de aviación que le
costó la vida a numerosos españoles en 1972, d uran te la huelga de los “guardaagujas del cielo",
dio lugar a que po r prim era vez en Francia, un prefecto (en el caso, el d e Nantes) hiciera
obligatorio el tratam iento de los cadáveres.
®7 Aun cuando a veces se cometen algunos excesos: se les reprocha con justicia a los americanos
^ e l que maquillen demasiado a sus muertos. “Las caras de vuestros cadáveres son tan artificiales
como las sonrisas de vuestras vendedoras.” Véase E. Waugh, The loved one, Chapm an and Hill,
1950. El costo de un I F T equivale al tercio del precio promedio de un ataúd.
LO S M U E R T O S Y LOS M O R IB U N D O S 323

circunstancias de la gran separación. La familia afectada se verá libre


en gran medida de ciertas incomodidades materiales y morales que
le resultan particularmente penosas en medio de su dolor. No se
trata en absoluto de un escamoteo hedonista, com o piensa equivoca­
damente R. Caillos,(i8 ni de una manera de negarle al difunto su
estatuto de muerto, haciendo de él un “muerto-viviente”; con mayor
razón no es tampoco negarle la muerte misma, como pretende Ph.
Aries,6!* sino más bien -d e una manera que algunos considerarán
teatral, y a veces lo e s - trascender la m uerte, a la vez que un acto de
piedad para con el difunto, una manera de respetar el dolor de los
sobrevivientes, al tiempo que se cumplen con todos los actos más
eficaces que reclama la higiene.
“La permanencia en el F u n eral Home es un compromiso entre la
desritualización reciente pero apresurada y radical de la Europa del
Norte y las ceremonias arcaicas del duelo tradicional. Así como los
nuevos ritos funerarios creados por los americanos son un compro­
miso entre su rechazo a m arcar un tiempo de detención solemme
después de la muerte y su respeto general a las interdicciones sobre
la m uerte.”70
El hecho es que la asociación entre las prácticas tanatológicas y las
casas de velatorio es la única m anera que le queda al hombre urbani­
zado de celebrar funerales decentes, que constituyen para el sobrevi­
viente un medio de equilibrio indiscutible.71 Y tal es, por otra parte,
la lección que. nos dan también, a su escala, los negro-africanos; y
volveremos a hablar de ello. A condición de no caer en el aspecto
teatral, en la presentación cursi y asqueante quo nos ofrecen algunos
fu n e r a l directors am ericanos; en no transforniar un acto piadoso,

68 “No hay que temerle a la muerte, no como consecuencia de una obligación moral que nos
imponga superar el miedo que ella provoca, sino porque es inevitable, y porque no existe ninguna
razón en qu e f undar ese m iedo. Sim plem ente 11 0 hay que pensar en ello y mucho menos hablar”
((¿mire essais de sociologíe contemf'araine, Perrin, 195 1).
“No es la muerte que se celebra en los salones de los Funeral Humes, sino la muerte
transform ada en casi viva por el arte de los manipuladores de muertos'' (La mort iiiiwsrr, La
Maison Dieux 101, Cerf, 1970, p. 82). O también: “La idea d e hacer del m uerto un vivo para
celebrarlo por última vez puede parecem os pueril y grotesca” (p. 83).
7I) Ph. Aries, op. cit., 1970, p. 82.
71 ]. Mitlbrd, The american way o f death, Simón and Schuster, Nueva York, 1963j recuerda el
hecho siguienie: “ Kcrienleineiue, un l'iinn al Director m e con tó el caso fie una m ujer que debió
su lrir un tratamiento psiquiátrico porque los funerales de su m arido se hicieron con un iyh/ií'í
(no se habla más de ataúd) cerrado, sin exposición ni recepción, y en otro estarlo, lejos de su
p resen cia[. ..] El psiquiatra le con Ció al Funeral Director qu e él había aprendido mucho con este
caso sobre las consecuencias de la falta de cerem onia en los funerales. La enferm a fue tratada,
se curó, pero ju ró no asistir nunca más a un memorial type Service (conmemoración rápida del
m uerto)."
,S .. v, i i i CDKS FU N D A M EN TA LES DE A YER Y H O Y

incluso de higiene mental, en una operación económica sostenida


por una publicidad desagradable y escandolosa,72 y de no prolongar
la permanencia en la Athanée para la cremación, pensamos que con
este nuevo way o f death está en condiciones de resolver adecua­
dam ente los problemas que plantea la muerte en nuestros días.
Es inevitable que el cuestionamiento de una conducta tradicional
choque con resistencias, que existen aún a pesar de quien las expe­
rimenta, y que tom arán aspectos diferentes según que se formule
una crítica teórica de las prácticas tanatológicas, o que el sujeto esté
viviendo un duelo. En estos casos la crítica estará influida por moti­
vos afectivos, lo que explica la tendencia a la severidad y al empleo
de esquemas conceptuales estereotipados e ideas preconcebidas.
Esta resistencia, escribe el doctor Barbier, adopta el aspecto de una
oposición intelectual y aparecerá en el discurso mediante reticencias.
Las manifestaciones de estas reticencias pueden percibirse en la mí­
mica, en las fallas del control del lenguaje, en el empleo de neolo­
gismos, o por una elocución que se vuelve explosiva, o cada vez más
rápida, o también desengañada.
Pueden reconocerse'diferentes artificios que tienen la significación
de una reticencia. L a negación, se limita a negar simplemente la exis­
tencia de las prácticas tanatológicas o a concebirlas como una qui­
m era. Es el caso de personas que poseen escasos instrumentos con­
ceptuales y se muestran irreductibles. L a dilación, el sujeto finge no
com prender, desvía la conversación y evita el tema. Las interrogacio­
nes, el interlocutor emite hipótesis plausibles sobre la finalidad o la
estrategia de esta práctica, y pide que el Otro elija entre esas hipóte­
sis. L as acusaciones, éstas utilizan la mentira y atribuyen intenciones
sobre la base de interpretaciones propias del acusador. La ironía, es
siempre una conducta de agresión, que puede ocultarse tras una fa­
chada de benevolencia. L a connivencia, el sujeto presupone un enten­
dimiento y no explícita su pensamiento, dejando a cargo del Otro
com pletar sus frases, sus construcciones seudológicas. Si se intenta
una polémica sobre estas reticencias, los interlocutores se pondrán en
la posición de dos paranoicos y fabricarán una situación donde una
de las partes será eliminada y no podrá escucharse ningún discurso.
No habrá verdadera transmisión de ideas, nadie modificará su posi­
ción, en este efrentam iento, no habrá ningún vencedor. Este tipo de

72 Se recuerda el famoso eslogan: “M uérase; nosotros no encargam os del resto.” O también el


siguiente' an unció: Thr rl/gnity an d infr{t>ri/y o f N . . . Funrral costs no more . .. Easy acress. Prívale ¡>ur-
king for over 100 cars. Son m uertos que entran, a su manera, en la sociedad cíe consumo. O más
bien son ios vivos ios que consum en a los muertos, comercializándolos. Esta cosificación, aun­
qu e sea fiost mortnn, no por eso es m enos repugnante.
L O S M U E R T O S Y L O S M O R IB U N D O S 325

relaciones contiene en sí el germ en del fracaso y se reduce a repetir


hasta el infinito el mismo libreto.73

Creemos, pues, que dos actitudes caracterizan hoy al hom bre occi­
dental. Por una parte, el culto de las tumbas (en Africa es el de los
antepasados) y por otra el soslayamiento de la muerte (ignorado por
el negro-africano, que la acepta para trascenderla mejor a través del
rito).
A veces esas dos actitudes se excluyen; por ejemplo, en Inglaterra la
incineración se ha difundido p o r razones de higiene, ciertam ente,
pero sobre todo porque se cree “ que ella destruye más acabadamente,
que uno queda menos apegado a los restos y menos tentado de visi­
tarlos”; 74 pero es sabido que e n Inglaterra, el tabú de la m uerte se
acepta sin reservas.
Otras veces ambas actitudes coexisten y compiten entre sí. En tre los
franceses, por ejemplo, el culto de las tumbas, como dijimos, fuera
de la rutina del 2 de noviembre, ha ido perdiendo importancia (te­
nemos los cem enterios más feos de Europa, pero también los peor
mantenidos). En cambio, el soslayamiento de la muerte va ganando
terreno, a pesar de la resistencia a la crem ación y a los progresos de
las prácticas tanatológicas; muchos franceses de hoy ignoran si sus
padres viven y casi no se ven niños en los funerales.75

7 3 ¿Dónde se encuentran estas reticencias? Antes que nada en los médicos de hospital, quie­

nes temen que los cuerpos sean retirados rápid am en te por los tanatopracticantes, antes que
ellos hayan podido realizar las com probaciones anatom o-clínicas. Esta posibilidad no es rara y
esos temores podrían ju stificarse. Existe o tr o elem ento, y es que a los médicos n o les gusta
mucho que otros, no médicos, manipulen a los cu erpos. No pensamos que esta actitud sea
definitiva. Se encuentran detractores m ucho más feroces entre ciertos profesionales d e la
muerte que no ven casi perspectivas de fu tu ro para su profesión y siguen atados a su rutina.
Sin embargo, no hay ninguna verdadera especificidad profesional o social para estas reticen­
cias: pero son naturales puesto que las prácticas tanatológicas adquieren una significación e n el
inconsciente colectivo.
74 Ph. Aries, “La vie et la mort chez les Fran^ais d'aujou rd ’hui”, Ethnopsychologie I, 1972, pá­
gina 43.
7 5 En el África negra, a los niños se los enfrenta directam ente al espectáculo social d e la

m uerte, asisten a los funerales ya en la espalda de su m adre, o como bailarines participantes


desde que saben cam inar, tal como nosotros mismos lo comprobam os centenares de veces.
Conocim os niños y niñas que, desde la edad de 7-8 años, recorrían a pie una decena de kilóme­
tros para ir a ver el cadáver de su abuelo o d e su abuela. Ú nicam ente les está vedada la entrada
al cem enterio. Es sorprend ente que entre nosostros se le evite al niño la vista del m uerto y la
concurrencia a los funerales, pero en cam bio se les com pre ju g u etes que son armas en m inia­
tura y se les permita ver filmes donde se acum ulan los asesinatos. Tal es quizás la paradoja de
Occidente, antes se m oría en público y se h acía el am or en el secreto de la alcoba; hoy se m uere
a escondidas, se oculta al cadáver, pero el sex o lo invade todo. Eros ha matado a T an ato s. Pero
el d espen ar de T anatos amenaza con ser m ás peligroso que el de Eros.
326 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

En cuanto a los Estados Unidos, donde las prácticas tanatológicas se


han hecho generales, donde hasta cierto punto se le pone mala cara
a la incineración, y se conocen casos de cuerpos criogenizados, se
asiste hoy a tentativas de rom per los tabúes sobre la muerte. “Cabe
preguntarse si las dos actitudes, que nos parecen contradictorias, no
irán a coexistir buenam ente, de la manera más irracional [. ..] La
misma persona que tendrá vergüenza de hablar de la m uerte o de un
muerto demasiado reciente, irá sin ningún complejo al cementerio a
llevar flores a la tum ba de sus padres, tomará sus disposiciones para
asegurarse un panteón sólido, hermético, donde sus herederos colo­
carán su retrato esmaltado e indeleble.”76

A c t it u d e s f r e n t e a la m u e r t e

En cuanto al com portam iento frente al que m uere, hoy estamos más
que nunca en presencia de una pluralidad de actitudes muy difícil de
manejar. No solamente nos encontramos con variantes debidas a los
lugares, las épocas, las condiciones de vida,77 las ideologías -diferen­
cia entre creyentes y ateos-, sino que también deben considerarse los
tipos de muertes: buena o mala, violenta o súbita, con o sin com a;78
así como la naturaleza de las relaciones que se tenían con el difunto:
si era un extraño, un amigo o un pariente; el ser amado, un sujeto
odiado o un simple cliente; y también los tipos de personalidad que

76 Ph. Aries, 1972, p. 44.


77 El caso de los pobres ha sido presentado por O. Lewis, op. cit., 1973. Pongamos un ejem plo
(p. 92): “Poco después, llegó otro, desm elenado borracho y todo barbudo, vestido con su
ropa de trabajo llena de agujeros y1 calzando unos zapatos de los que sólo quedaba la parte de
arriba. Las mujeres llevaban vestidos hechos de remiendos sobre remiendos, a través de los
cuales les asomaba la carne. Al en trar a la habitación, se cubrían la cabeza con su chal o con un
pedazo de trapo que traían. Llegaban, escuchaban la historia de la muerte de mi tía Guada­
lupe, hacían la señal de la cruz, recitaban un Padrenuestro y un Ave María, y volvían a partir.
Al salir m e decían: ‘Mira, no puedo darte más, pero tom a al menos esto’, y me entregaban
algunos centavos o un m edio peso. Para ellas, esto significaba privarse de un vaso de aguar­
diente, pero todas dejaron algunos centavos para la anciana que les había ofrecido hospitali­
dad en su casita. Su gesto m e oprim ió el corazón. No era m ucho dinero, pero su sinceridad era
evidente. Ninguna de ellas vertió lágrimas de cocodrilo.” La simplicidad, la generosidad, la
naturalidad caracterizan este tipo de actitudes.
7 8 La buena muerte m ultiplica los actos de solicitud con respecto al moribundo; la mala

muerte y la muerte infam ante (ejecución capital) engendran indiferencia, desprecio, y a veces
también, aunque raram ente, piedad. La m uerte súbita o violenta suprime toda relación vivo-
muerto. Un coma que se prolonga por meses embota los sentim ientos, produce lasitud y hace
imposible la comunicación. El m oribundo consciente, que no term ina de m orir, atenúa la an­
gustia que provoca, pero prolonga el estado de malestar.
LOS M U E R T O S Y L O S M O R IBU N D O S 327

están presentes ju nto al que va a m orir: caracteres 7ÍI y también fun­


ciones: m édicos, sacerdotes, enferm eros. Además, .la gente no se
comporta de la misma m anera ante un niño, un adulto o un viejo
que mueren; si se trata de un moribundo que sufre o que no sufre;
que sabe que va a morir, que lo ignora o que tiene vagos presenti­
mientos; si el fallecimiento se produce en la propia casa, en la calle o
en la fábrica, o en el “m oridero”, com o en la India, en el asilo o en el
hospital.80 Demás decir que no nos es posible entrar en los detalles
de todas estas diferencias. Pero deben deslindarse algunos temas.
Señalemos, antes que nada, que estamos muy poco informados en
cuanto a la relación muriente/viviente en el África negra. A lo sumo
diremos que, fuera de los casos de malas muertes, jam ás el hombre
muere solo, pues esto sería inconcebible. Hasta se muere en público,
parientes, amigos, vecinos, en cuanto son avisados del inevitable de­
senlace, acuden a reconfortar al difunto, sobre todo si se trata de un
viejo (sólo los próximos o algunos adultos amigos estarán presentes
en el caso de un adulto; mientras que el niño pequeño que muere,
sólo será asistido por su m adre, sus tías y sus hermanas). Morir en el
hospital es un hecho raro, y sobre todo de carácter urbano; y m orir
en el asilo es algo inconcebible para un viejo. En cuanto al médico
(salvo en las ciudades, por supuesto) es remplazado por el “ mago”, el
“curandero”, el “sacerdote animista”, o también por el adivino.

El moribundo y sus allegados 81


V

La muerte de una persona muy próxim a, y con más razón si se trata


del ser ainado, produce actitudes ambivalentes, señales del desaso­

7 9 Es toda la d iferen cia que separa a A. Philipe (dulzura, emoción, am or y altruismo, fineza)

de S. de Beauvoir o R. Peyrefitte (objetividad, lucidez, afectividad controlada, egocentrismo).


8 0 Los espectadores de la muerte son numerosos; los oficiales, que com prueban el deceso del

guillotinado; los sacerdotes y los médicos, impulsados en parte por su vocación; los allegados, sobre
todo si se muere en la propia casa; los enfermeros y el personal de serx’icio cuando se m uere en el
hospital; los mirones en caso de accidente y antes qu e la policía recubra al muerto. Y por su ­
puesto los sádicos, que encuentran u n a alegría secreta (“¿Disfrutas?”, le gritó Bontem s en la
cara al procurador antes de subir al cadalso) y los experimentadores (le la muerte: adeptos a la
tortura (pretendidos), investigadores qu e se dedican a mutilaciones en vivo o dan inyecciones
para m edir la resistencia del hombre a la m uerte o las enfermedades: hay que morir con toda
seguridad, ¡pero lentam ente! (Véase las tesis de V. Naquet sobre la tortura).
8 1 Ya no hay en Occidente m uerte en público. A hora quien rodea al muerto es la familia

restringida. En el barrio, una m uerte es un acontecim iento sólo para los vecinos inmediatos y
los comerciantes más próximos. “Sin em bargo, se han creado otras solidaridades que la m uerte
lleva a establecer: solidaridades profesionales, co n la clásica delegación del taller o de la oficina;
solidaridades propiam ente sociales: todos ¡os g ru p os de los que form aba parte el difunto o a
XAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

siego que se experim enta, y de profundidad. Asediado por mucho


tiempo entre la esperanza y la desesperanza, alimentándose de en ­
gaños, el allegado no puede soportar más ese estado: antes que la
ignorancia prefiere la certidumbre, aunque sea la del fallecimiento
inevitable. También le ocurre que trata de imaginarse la enferm e­
dad,82 de acechar los menores signos,8* en un clima de fatal im pa­
ciencia. A veces se desea que la muerte llegue rápido,84 tanto para
alivio del que m ucre com o de sí mismo; pero pocos momentos des­
pués se desea retardar lo más posible el último suspiro. Nos queja­
mos de que el m oribundo nos acapara, de que arruina nuestra
vida; pero en seguida le reprocham os que nos abandone. Uno se deja
fascinar por los recuerdos de la vida en com ún; y en seguida se sor­
prende concibiendo con toda lucidez cómo irá a ser la existencia sin
el ser que se va.85 Lo que quizás atormente más a la persona que está
asistiendo al que va a morir, es casi siempre tener que ocultarle la
verdad, representarle una com edia.86 Tal es, en efecto, la deontolo-

los que pertenecen sus fam iliares, desde la entidad deportiva hasta la sección de ex com batien­
tes, que vendrá completa con sus banderas.” J . Folliet, “ Phénom énologie du deuil”, p. 180, en
L a mort el l’homme du XX si'ecle, Spes, 1965. Véase también A. Philipe, Ici, la-has., ailleurs, Galli-
m ard, 1974.
82 “Yo me tendí cerca de ti y fingí dorm ir mientras tú leías. Vivía cara a cara con el monstruo.

¿Cómo es un cáncer? Una masa dura. Yo hacía un esfuerzo por acordarme de películas cientí­
ficas que había visto. Se m e representaba la vida intensa de las células, su proliferación inexo-
ra b le f. . .] Ellas ganaban todas las batallas. Y todo esto ocurría delante de mis ojos, al abrigo de
tu piel lisa e inocente. E n el silencio de la noche, me parecía escuchar esta actividad de term i­
tas, la usina innoble que trabaja las veinticuatro horas del día, y lo hace mejor y más rápido
porque el terreno es propicio y jov en . Sin que tú lo supieras, sin qu e yo pudiera nada, mientras
te miraba tu m uerte se tejía sin ruido.” A. Philippe, op. cit., 1963, pp. 97-98.
83 “Hoy estás vivo. Es un día ganado. ¿Cómo llegará la m uerte? ¿Cuál será la señal? Y o la

acechaba, pero entraba en un universo que ignoraba. ¿Sabría leerlo? T ú eras mi esfinge”, ibid,
p. 8 8 .
8 4 A. Philippe, p. 74.

8 5 "L a dulzura del aire me hace pensar en lo que fue, y en lo que sería si tú estuvieras aquí.

Yo sé que este pensamiento es sólo una ineptitud para vivir el presente. Me dejo arrastrar por
esta corriente sin m irar dem asiado lejos o demasiado a fondo. Espero el momento en que
recupere mi fuerza. Ya llegará. Sé que la vida me apasiona todavía. Quiero salvarme, pero no
librarme de ti.” A. Philipe, op. cit., 1963, p. 191. Véase tam bién p. 80.
8 6 “Ella iba a morir; lo ignoraba, pero yo lo sabía, y en su nom bre no me resignaba. Ella nos

había hecho prometerle que la ayudaríamos a bien m orir; pero por ahora lo que quiere es que
se le ayude a curarse.” S. de Beauvoir, op. cit., 1964, pp. 129-130.
“El médico ha dicho la verdad: por lo tanto yo em pecé a m entir. Ensayaba delante de ti,
que estabas inconsciente, la com edia que te iba a representar. T e traicionaba con una m irada
clara que mentía por prim era vez. T e conducía al borde del abismo y me felicitaba. Diez veces
por día me acercaba a ti para decirte la verdad; ¿por qué, con qué derecho ocultarte lo que te
concernía? ¿Por qué llevarte traicionado-hasta donde podrías llegar valientem ente?!. . . ] Pero
callaba, y me imaginaba lo que podrían ser esos segundos si yo hablara. Hubiera querido tener
LOS M U E R T O S Y L O S M O R IBU N D O S 329
*

gía de hoy, al contrario de lo que pasa en el África negra, o de lo que


ocurría antes, cuando el hombre sabía que iba a morir, ya fu era que
lo presintiese o que se le advirtiera; 87 pero hoy se exige absoluta­
mente que el moribundo ignore lo que ocurre: “El mentiroso es el
que dice la verdad [ . . . ] Yo estoy co n tra la verdad, apasionadamente
contra la verdad [ . . . ] Para m í hay una ley más im portante que to­
das: la del am or y la caridad.” 88
Debemos decir algunas palabras sobre el niño.89 Según los trabajos
de M. H. N agy,90 que ha sentado cátedra, deben distinguirse en los
niños tres etapas en la com prensión de la muerte. Antes de los ci ico
años, la m uerte es para el niño un hecho reversible, progresivo, tem ­
poral, que se emparenta (probablemente bajo la influencia del lenguaje
adulto) con una partida, un viaje o simplemente un sueño. El difunto
sigue pensando y sintiendo, p ero se le ha impuesto desde fu era un
estado de imovilidad. El niño reacciona con un sentimiento doloroso,
como ante una separación, una limitación de vitalidad.
Entre los cinco y lo nueve años, siempre impuesto desde fuera, la
muerte com ienza a personificarse: “la Parca”, príncipe de los ap are­
cidos”, “rey de los ángeles”, es com o un ser invisible que se desplaza
en secreto, con preferencia de noche, y sólo percibido por aquellos a
quienes se va a llevar (siempre según las imágenes tomadas d e los
adultos). A este nivel se opera una confusión entre el m uerto y la
muerte. A h ora la muerte se ha vuelto irreversible, un “rap to ” sin

el don de la ignoracia. Entre la ignorancia y el conocim iento, siempre habría elegid o este
último. Por lo tanto no estaba de acuerdo conm igo misma. Yo pedía que se actuara de cierta
manera frente a mí, pero actuaba de modo d iferen te frente a ti. Destruía nuestra igualdad. Me
volvía protectora, es cierto, te quería feliz y esto era más fuerte que todo.” A. Philipe, op. cit.,
1963, pp. 49 y 108. Véase también pp. 23 y 4 7 -4 8 .
87 Roland “siente que la muerte lo ocupa todo”; T ristan “sintió que su vida se perdía, com­

prendió que iba a m orir”. “La muerte está allí”, responde brutalmente el cam pesino de Tolstoi
a la buena m u jer qu e le pedía noticias. A si co m o nada era más temible que una m u erte que
sorprendía de improviso, nada peor en esta época qu e una muerte para la cual no se estaba
preparado. Es po r ello que esta muerte co n ocid a y consentida tenía que ser pública.
88 V. Jank elevitch , en M édeán ede Franee, 1966» núm . 177, pp. 3-16. Véase del m ism o autor, La
mort, Flam m arion, 1966.
8<J Se en contrará un excelente estudio sobre “El sentido de la muerte en el niño —Etapas de la
orgnización afectiva y el desarrollo nocional” (artículo de A. Portz), en la obra colectiva Mort et
présence, estudios de psicología presentados por A. Godin, Cah. de psych. relig. 5, Lum en vitae,
Bruselas, 1971, pp. 143-160. Véase también M. J . C honibart de Lauwe, Un monde autre: l*en-
fan ce, de ses représenlations a son mythe, Payot, 1972, pp. 389-395; J . de Ajuriaguerra, M anuel de
psychiatrie de l ’en fan t, Masson, 1970, pp. 5 4 -5 9 , 5 4 3 -5 8 9 , 840-844; B. Castets, además de la obra
ya citada (La Mort de Vautre, Privat, 1974), véase La loi, l'enfant et la mort, Fleurus, 1971; R. J .
Glasser, op. cit., Grasset, 1974.
90 “T h e ch ild ’s theories concerning d eath”, J . Genetic Psychol., 1948, núm 73, p p . ¿-21.
330 LAS A C T IT U D E S FU N D A M E N T A L E S DE A YER Y H O Y

retorno. El difunto continúa viviendo, pero en otra parte; sigue ha­


ciendo lo que hacía antes, pero de una manera pálida y más lenta. Y
este hecho, igualmente polarizado, no es “necesariamente inevita­
ble” ; en todo caso el niño lo rechaza lo más lejos posible (“cuando yo
sea viejo”).
Después de los nueve años, se produce una últim a mutación: la
m uerte se piensa como un proceso endógeno, totalmente irreversi­
ble, que apresa al hombre “desde dentro” y responde a una ley uni­
versal (fenómeno orgánico). L a m uerte se define com o una frustra­
ción, el cese de todas las actividades físicas.”1
A nte la muerte del otro, que él capta con mayor o m enor claridad
según su edad, el niño experim enta a la ve/, un sentimiento de en­
tregam iento y de culpabilidad. La impresión de entregam iento lleva
consigo un vacío emocional y la desesperación de sentirse perdido y
tener que quedarse solo: el niño empieza pronto a inquietarse por
saber si él y otras personas tienen que morir, y lo compensa con
fantasías de unión con el fam iliar fallecido, especialmente en el “más
allá” . En cuanto a la culpabilidad, aunque latente y difícilmente ver-
balizada, no es por eso menos real, así como en la etapa de la omni­
potencia narcisista el deseo de la muerte del otro - e . igualmente su
in m o rtalid ad - basta para en g en d rar su actualización. Frecuente­
mente, al otro frustrador se le desea la muerte. Se encuentran en­
tonces en el niño “temas repetidos de castigo severo por actos de
agresión, así como esfuerzos de negación, de anulación y reparación
que pueden acompañarse de un miedo subyacente de ver al familiar
m uerto volver a buscar venganza, lo que se manifiesta por terrores
nocturnos y pesadillas”.92 Tam bién pueden aparecer reacciones se­
91 Esto requiere algunas precisiones. “Para el niño que descubre la muerte, ésta no es la
‘m u erte’ que él no conocía -y que por o tra parte para todos nosotros es ‘im pensable-, sino una
frustración de agresividad muscular y d e agresividad efectiva más g ran d e que otras, es decir,
en el plano que el niño puede en ten d er: inmovilidad obligada, m ágicam ente rnuy, muy, muy
larga, y ausencia del ser amado (por lo tanto castración efectiva m uy, muy, muy larga)", !'.
Dolto, Psychanalyse etpédiatrie, Seuil, 1 9 7 1 , p. 133.
92 Dr. A juriaguerra, op. c it, p. 8 4 2 . Véase también G. Raimbault, “A l’écoute des enfants
m alades”, en Mort et présence, op. cit., 1971. “Lo que perturba más a los niños es el sentimiento
de abandono. Ellos se sienten abandonados po r todos los que no qu ieren hablar, que no sopor­
tan hab lar con ellos. Un sentimiento de culpabilidad de los padres, qu e no aceptan la muerte
de su hijo, se suma al sufrimiento del niño. Algunos padres incluyen a sus hijos en el sistema
de sus deseos y expectativas, de tal m anera que el niño jam ás ha tenid o existencia autónoma.
Está el tipo de madre que no puede elab o rar jam ás el duelo de su hijo, qu e está de veras herida
de m uerte. A veces son éstos los niños que se rebelan. Lo que en efecto engendra rebeldía en
ellos es pensar que, cuando m ueran, su m uerte alterará el orden de las cosas. Algunos se
d ebaten, pero en el ultimo m om ento se suman en lo que para algunos parece indiferencia,
Pero cuando se llega a hablar con ellos, se advierte que se trata en verdad de una toma de
L O S M U ER TO S Y L O S M O R IBU N D O S 331

cundarias: agitación, risas inapropiadas, comportamiento regresivo


(desorden en el ju ego, bulimia, encopresia, masturbación).
Es en la relación con el prójimo, singularmente con la “Ley del pa­
d re” -que el niño experim enta tratando de entender el deseo de la
m adre-, donde aparece la angustia de la mutilación (castración), y
por lo tanto de la m uerte. A menos que esta angustia, como lo ex­
plica M.Klein,93 110 sea más que el resultado de la “violencia de la
pulsión de m uerte” en el interior del cuerpo: la obsesión ele la castra­
ción sólo sería, d esde esta perspectiva, una d efensa-contra-la-
angustia-experim entada-en-el-interior-de-su-cuerpo. Probablemen­
te la fantasía trabaja a partir de la vivencia corporal: “Yo comprendí
entonces que [la angustia] estaba ligada a una crispación de algo en
el vientre y un poco a los costados, y también en la garganta; traté de
distenderme, de aflojar el vientre. La angustia desapareció. En este
estado, procuré pensar en la muerte, y esta vez fui invadido de un
sentimiento nuevo [ . . .] que tenía algo de misterio de esperanza.” 94
El niño enferm o, que sufre por su propio dolor por el desasosiego
de los allegados, piensa entonces en su m uerte posible, sentimiento
todavía vago, indigente en el plano nocional; piensa en la m uerte,
pero ignora todo respecto del m orir.

E l moribundo y el médico 95

Abordaremos ahora un problema de excepcional gravedad, cuyas so­


luciones pueden variar según que se trate del médico general, mé­
dico de familia que a veces ha visto nacer ahdifunto y hasta conoció a
sus padres, o del especialista jefe de servido en el hospital. ¿El mé­
dico es el técnico impávido o el amigo que sabe conmoverse? ¿El

conciencia. Así, el niño que m uere es utilizado p o rcad a uno según su carencia. En cuanto al
niño, como todo m uiiente, se prepara para algo <|tie para él no tendrá lugar: la partida, la
soledad. Convenido en lugar del Otro, él sabe que los que quedan no salten nada. L os deja
enfrentados a su falta”, pp. 105-106. Véase también J . H assoun¡Entre la mort et laJ'amiUe: l'espace
cr'eche, Maspero, 1973, pp. 3 2-34, pp. 49-50.
93 R .Jaccard , L a pulsión de mort chez Mélanie Klein, L’A ge d'hom m e, 1971, especialm ente capí­
tulos, ni, v. Véase tam bién F. Dolto, “Angoisse de m ort et angoisse de castration”, en Psyckana-
lyse el pédiatrie, op. cit., 1971.
I '1 R. Dattmal, citado por R. Mctiahein, op. cit., 1973, pp. 45-46.

95 Véase especialm ente el núm ero 3, t. 2, 1970, de la revista Psychologie médicale, q u e resum e
los trabajos del coloquio de Paques 1970 en Lyon. Véanse en particular los artículos: “ M édecin,
malade et mort” por J . Guyotat; “Le médecin face au m olirant” por H. Porot;.“L e médecin
devant la mort violente” por G. Pascales; “Problémes psychologiques éthiques poses au médecin
par les conduites suicidaires”, po r L. Crocq.
-A S i íi i' UN D AM EN TALES DE A\E R Y HOY

muriente es un cliente, quizás la condición para realizar una proeza


técnica, o el desdichado al que hay que ayudar?
Sin ninguna duda, el médico no debe ser sólo el técnico de la salud.
Es también el “médico de familia”, la persona -junto con el sacer­
dote, aunque éste va viendo debilitarse su p ap el-!is que mantiene con
el enferm o condenado, después con el muriente, un tipo de relacio­
nes particulares, con frecuencia fuente de interrogaciones angustian­
tes (al menos para algunos). Por ejemplo ¿se debe traicionar la con­
fianza del enfermo (incluso la de sus familiares), ocultándole una
eíerm edad cuyo desenlace mortal no ofrece ninguna duda, y mante­
ner la ilusión de una cura imposible? O por el contrario ¿se les debe
preparar para m orir, para organizar lúcidamente su muerte o al
menos para aceptarla? ¿Puede anticipar el fin ineluctable y poner
término a sufrimientos inútiles, retirándole los cuidados o practi­
cando una eutanasia positiva? ¿En qué medida la situación de peligro
mortal favorece, en tre el cuidador y el cuidado, un “sistema de fun­
cionamiento narcisista en espejo”? ¿Es exacto que hoy la m uerte
tiende a sustituir la caga por el hospital, y que a pesar del aparato
científico con que se fa viste (quizás tanto para tranquilizar al en­
fermo como para aliviar la angustia del médico), la muerte se ha
vuelto “salvaje” y com o dijo Ph. Aries, “carente del mundo familiar
de cada día”, y una nueva forma de diálogo se entabla en el hospital,
donde el médico de familia ha desaparecido para dejar paso al “emi­
nente especialista”, con enferm eras e internos como testigos?
En estas “usinas de cuidados”, que participan a la vez del laborato­
rio y de lo empresarial, ¿puede el médico ejercer un “poder bienhe­
cho ilimitado, el de su simpatía y afecto?” ¿Qué representa para él un
moribundo que, por ejemplo, pertenezca a una clase social particu­
larmente poco favorecida? ¿El otro? ¿El semejante? ¿Un prójimo? ¿El
ocupante de una cam a? ¿Un motivo de vanidad?: “¿Ah, es el del 13,
con hepatitis virósica? Yo no le había dado más de 15 días. ¡Vean qué
preciso fue mi diagnóstico!” Esto no tiene nada de excepcional y
pronto veremos cóm o unos investigadores californianos han insistido
en la importancia de pronósticos rigurosos para el equilibrio de la
vida hospitalaria.97
Hay un tipo de m uerte que le plantea a los médicos problemas par­
ticularmente delicados: la muerte violenta com o consecuencia de una
agresión involuntaria (accidentes de trabajo, accidentes automovilís­

9S Según nuestra investigación en la región parisiense, sólo el 9% de los murientes reciben


asistencia del sacerdote, y el 13% recibirá la Extrem aunción, pero el 80% tendrá un entierro
religioso. “Es la costum bre”, nos dicen.
9 7 B . G. Glaser, Al. Strauss, Time f o r dying, Chicago, 1968.
LO S M U E R T O S Y LO S M O RIBU N D O S 333

ticos), o voluntaria (crímenes, asesinatos, guerras). En los dos casos


chocamos con dominios tadavía tabúes, sobre los cuales es de buen
tono callar: agresividad mal contenida, explotación fálica, por cierto,
pero sobre todo altamente económ ica del automóvil. Desde esta
perspectiva, ¿el médico no tiene deberes para con el agredido, el
agresor, la colectividad?
¿Y qué decir de la agresividad dirigida contra sí mismo, es decir de
la conducta suicida? ¿No se llevan a cabo en Francia 14 2 0 0 tentativas
anuales de autoeliminación, exitosas o no (el 50% de adolescentes)?
Frecuencia que lleva al psiquiatra a preguntarse si el suicidio no está
más difundido que las psicosis y las neurosis, y es casi tan “natural”
como el acto de cólera padecido y violento.
No debe dejarse de lado el papel de la sociedad: es significativo que
durante los 268 días de huelga de periódicos en Detroit, los suicidios
disminuyeron en un 40%; y q u e durante la efervescencia colectiva de
mayo de 1968, cuando fue posible rom per y quemar, el número de
autoeliminaciones disminuyó en 3/4 partes; y por último, que los sui­
cidios son raros en África, donde es posible toda clase de diversiones
y exutorios: fiestas sacrilegas, truculencia indecente de los juram en­
tos, parentesco en broma, palabras y confesiones.98
El doctor L. Boisseau-Ludwikowski, en su tesis De la vocación medí­
cale, plantea el problema en térm inos de “poder”. “El mal está en el
otro, dice, es él quien se equivoca. El derecho y la verdad están de
parte nuestra, nosotros los tratan tes, pues somos nosotros los que
sabemos y podemos.” Por ello tiene una importancia capital el perte­
necer al “cuerpo médico”, celosam ente protegido por el demasiado
célebre “O rden de los m édicos”, con sus privilegios que recuerdan
los de los iniciados, donde el “saber sustituye el enfrentam iento dra­
mático”, desem peña un papel fundamental. Pero este saber sóbrela
vida es más aún saber sobre la m uerte. Únicamente el médico está
habilitado oficialmente 99 p ara declarar que el sujeto ha fallecido,100
por qué y có m o ;101 sólo él es apto para retardar el desenlace de la

98 L. V. T hom as, “Societé africaine et santé mentale”, en Psycopathologie africain e, Dakar, 3,


1969, pp. 355 -3 9 4. .
9 9 Es decir, por delegación de poder o to rg ad o por el Poder, único ju ez en últim a instancia,

como veremos.
10 0 Véase lo que dijimos sobre el certificad o de defunción.

1 0 1 A veces habrá que recurrir a la autopsia: ésta es casi sistemática en países como Suecia,

muy frecuente en los Estados Unidos e Inglaterra, excepcional en los países latinos. Para el
médico forense, la m uerte es ante todo e l cadáver, inerte y perturbador, pero al cual la socie­
dad le confiere un estatuto jurídico del q u e lo menos que se puede decir es que resulta equí­
voco. Si por un lado las prescripciones d e l código civil protegen indiscutiblem ente a una ver-
334 L A S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HOY

muerte, al menos para graduarlo, situación que no deja de ser am bi­


gua y paradójica puesto que el médico defensor de la vida de su
paciente, no puede impedir que éste m uera un poco antes o un poco
después. A lo sum o, negociando con la m uerte, lo único que logra es
postergar el desenlace, para finalmente com probar el término fa­
tal.102
L. Boisseau-Ludwikowsky 103 destaca ciertos momentos en la dialéc­
tica compleja de las relaciones enferm o-m édico.104 Antes que nada la
negación de la m uerte, que aparece ya en los planos de los hospitales
(la morgue siem pre queda aparte y se llega a ella por vía lateral) o en
ciertas costumbres (el biombo que oculta al cadáver. Después el evi-
tamiento, que “perm ite escapar al encuentro” con la muerte, y del que
la profilaxis constituye probablemente su mejor servidor. La investi­
gación de la muerte forma parte también de las actividades médicas:
“La muerte es claramente objeto de búsqueda. Queremos decir que
aun cuando la orientación es etiológica, patogénica, anátomopatoló-
gica o terapéutica, la actividad sólo se puede realizar a condición de
encontrar prim ero que nada a la m uerte. Si no se la encuentra, hay
erro r en la persona, el médico ha sido engañado.”
Esto plantea el irritante problema de la responsabilidad, aunque a
veces la reivindica el médico, por ejemplo frente a las autoridades
hospitalarias, ella es impuesta con más frecuencia por el enferm o,
sobre todo en nuestros días, o por sus allegados, que imputan a erro r
del médico cualquier retroceso grave del paciente.
dadera propiedad extrapatrim onial de nuestro cuerpo, el derecho penal no tiene casi límites
en la explotación científica del cadáver para la m anifestación ju ríd ica de la verdad. En cu al­
quier caso, la autopsia es una form a de prueba científica, tanto como jurídica, de un tipo
particular, dado que la mutilación que supone destruye la prueba. “Es indiscutible que frente
al cadáver, al que ‘hace hablar’ el médico forense, éste obedece a una deontología hecha más de
intuición que de reglas.” Este cuerpo a veces mutilado, con frecuencia desconocido, del que el
forense debe en con trar la identidad o esclarecer el m isterio de su estado, ¿es para él un objeto
repugnante o el resto respetable de una persona hum ana? ¿Debe conservar para sí ciertos
secretos que le ha revelado el diálogo con la muerte, al desnudo por fuera y por dentro? O si se
prefiere, ¿debe ser el sirviente incondicional de u n a je ra iq u ía policial y jurídica que le paga por
saber? “Si el experto, nos dice el doctor Fesneau, puede conocer mal las disposiciones del
código, no puede olvidar jam ás el peso que puede alcanzar tal o cual comprobación en un
informe común. También allí debe decir la verdad con impasibilidad."
1 0 2 La muerte del paciente prueba a veces la d errota del poder médico (error de diagnóstico);

pero comprueba siempre sus límites naturales.


103 De la vocation medícale ou la mort dans l’ame, texto inédito.
1 0 4 “para asegurarse de su propia inmortalidad, el m édico debe encontrar su propia angustia

en la súplica del en ferm o : Doctor, haga algo por mí’. Cuando a pesar de todo sobreviene la
muerte, se la considera com o una ofensa personal del paciente: ‘¡Cómo pudo hacerme esto! ¡Es
que no debió seguir puntualm ente mis prescripciones!’ ” R. Menahem, La morí apprivuisée, lülit.
Univ., 1973, p. 6 3 .
LOS M U E R T O S Y L O S M ORIBUNDOS 335

Así, el médico llega a sentirse ganado por un “sentimiento perma­


nente de culpa, sin relación con la situación invocada”. En todo caso
parece difícil para el terapeuta evitar el mecanismo de la transferen­
cia, puesto que en definitiva es siempre “el rostro del enfermo el que
el médico le coloca a su propia m uerte”; pero es el rostro de un
muerto desnaturalizado, el del cadáver insensible qufc se diseca.
En este ballet trágico entre el médico y el mundo de los enfermos,
¿no debe aquél pagar su poder (relativo) sobre la vida y la muerte,
recurriendo a las nociones (por lo menos ambivalentes) agresivo-
sumisas de devoción, de sacerdocio? Pues en última instancia -e insis­
timos en ello-, es frecuentemente su muerte la que el médico en­
cuentra en la del otro, particularmente cuando practica la eutanasia:
“No solamente es la muerte de nuestra función paternal de salvar al
enfermo por imposibilidad de sanarlo, sino también nuestra propia
muerte, que se trata de reducir en el otro.”105
Así, entre el enfermo que ha com prendido que va a morir y el mé­
dico que le oculta su enferm edad mortal ¿quién es el más enga­
ñado?106 Situación tanto más inextricable cuanto que “Nombrar a la
Muerte y revelar su presencia ¡es dejar libre curso a su Poder!”

ios ¡ j r p K|e in> ¡ju morí eH ce jardín , texto inédito.


Los límites del “poder” del médico se traducen de otra manera: la vulnerabilidad al suicidio,
especialm ente de parte del psiquiatra (éste sólo vive entre “muertos”, seres que se han vuelto
“otros”, “sin fu n ción " , “q u e viven en otra p a rte ”). Se han podido aducir diferentes razones:
saturación de la relación con los demás, respeto a la conformidad con la imagen del médico
incapaz de enferm arse, abandono frecuente d e l médico suicida o en ferm o por parte de sus
colegas, distancia entre las normas sociales y las situaciones i^mcretas. Escuchemos lo q u e nos
dice Crock: “En esta actitud, ¿no incurre el m édico en renunciamiento, no preserva su narci­
sismo, al m enos cuando acepta las conductas suicidas realizadas, y no las critica ni las condena?
¿Y por qué esta emoción o este desasosiego d el médico llamado a ocuparse de la conducta
suicida de un colega o de un allegado? La disposiciones legislativas <|ue en apariencia le resuel­
ven estos conflictos, definen su derecho al secreto, su responsabilidad, su deber, pero parecen
fracasar ante sus problemas particulares.” Véa:se la novela de N. Loi'iot, Un n i, Graseei, l()7'l.
io6 »£] e n g añ 0 no es siempre tal. Yo leí en u n a revista médica inglesa dos historias significa­
tivas. Un m édico le dice despreocupadamente a im hombre sin salvación: ‘Deme noticias suyas’.
El hom bre le contesta: 'Lea el diario’. Él ya sa b ía. O tro enfermo pregunta cu qué momento su
m uerte perturbará menos al hospital, y m uere al día siguiente a la hora indicada. El médico
que ( tienta esta historia agrega: ‘Nunca pudimos desentrañar su secreto'.” A. Fabre-Lucc, op.
cit., 1966, p. 202 . En el mismo orden de ¡deas, una encuesta realizada en Shellield sobre la lase
term ina! dei cán cer, subraya ios hechos siguientes: el 1 1 % de los enferm os sabía q u e iba a
m orir; el 14% lo adivinaba, el 75%lo ignoraba. Pero subsiste una doble pregunta: 1) ¿Decían
realm ente la verdad? ¿No tratarían de engañarse, engañando al entrevistador? 2) ¿Es moral­
mente aceptable form ular una pregunta qu e a menudo el propio enferm o se niega a plan­
tearse? El d octor Dargent, citado por í-ahre-Luce (1966, p. 20S) m uestra los límites de la men­
tira, aun cuando sea útil para el que m uere. “ Hay gentes que saben que tienen cáncer y no se
atreven a decirlo. Le piden al médico que respete ese silencio, hasta que un día, curados ya
LA S A C T IT U D E S FU N DAM EN TA LES D E A Y E R Y HOY

No menos equívoca es la relación m édico-enferm o mental, puesto


cjue la observación hace en trar a éste en el “mundo aséptico” de aquél,
cuando debería seguirse el procedimiento inverso: la comprensión
—en el sentido de los fenomenólogos— del sistema ele valores del en­
ferm o, ligado a su historia y a su medio, transform a en modelo ope­
ratorio los datos nosográficos que hasta ese momento sólo estaban
registrados. En verdad, el poderío del médico (potencia mágica que
materializan el diagnóstico y la prescripción) no puede ser más que
un engaño, una ilusión de poderío. Y el límite de ese poder tiene
siempre el mismo nom bre: la muerte, poco im porta en definitiva que
sea la muerte fisiológica o la muerte mental (locura). A lo sumo, y
en el mejor de los casos, la primera será diferida y la segunda alcan­
zará algún alivio. A semejanza de ese cham án del que nos habla Levi-
Strauss, el médico es un iniciado cuyas relaciones con la enfermedad
son ambiguas al nom brarla, él es también nom brado por ella. “Es en
el acto de denominación de la enfermedad donde se reconoce al m é­
dico.” Y es nombrado al R ab (genio ancestral,) que posee o “monta” a
su enfermo, como el terapeuta wolof o lebu (Senegal) que conduce a su
paciente por el cam ino de la curación.
Sin embargo, estas observaciones agnósticas quizás no sean más que
un problema mal planteado, por estarlo en términos puramente ne­
gativos. Después de todo, ¿la muerte del individuo no es una condi­
ción de la supervivencia del grupo? “En el bridge, nos dice el doctor J .
P. Klein, alguien debe asumir el papel de m uerto para que la partida
pueda continuar [ . . . ] ; lo que nos es propio m uere con nosotros sin
duda, pero la supervivencia se logra a través de los lazos tendidos
entre los conjuntos de seres de los que formam os parte y a los que
nuestra muerte les asegura su evolución dinámica.”
En un estudio destacable, el doctor J . Sarano definió tres tipos de
mirada del médico sobre la muerte -q u e son los mismos que las mi­
radas del médico sobre los enfermos, o que las miradas del hombre
sobre la vida-, en prim er lugar, una mirada inauténtica, narcisista o
paternalista (fácilmente emotiva, optimista o llorosa); en segundo lu­
gar, una mirada objetiva, técnica, crítica, desmitificadora, eficaz; ter­
cero, una mirada de recuperación -m ás allá de esa distancia objetiva
introducida por el m om ento crítico-, mirada “poscrítica” si se quiere,

desde hace tiempo, hablan sin ninguna traba de su cán cer com o de un viejo conocido. Y se
descubre entonces que todo el m undo estaba en lo mismo. Todo el mundo sabía. Nadie se
había atrevido a em plear la palabra ‘cáncer’ y las cosas se habían ido acomodando a ello (p.
202). "Además, en las salas com unes, cuando se acerca el último momento, se rodea con un
biombo el lecho del m oribundo; y éste ya ha visto antes ese biombo en otros lechos , que al día
siguiente aparecieron vacíos: por lo tanto, sabe." S. de Beauvoir, op. cit., 1964, pp. 135-136.
L O S M U ERTOS Y L O S M O R IBU N D O S 337

que consagra una voluntad de comunicación, de comunión con el


otro.107 Así se pasa de la subjetividad primaria, curiosa, estética, pa­
ternalista, a la objetividad fría,- im personal, y por último a la verda­
dera inter-subjetividad (objetal), que se verifica “por la respuesta del
Otro, por la eficacia misma del llamado, de la entrada en la situa­
ción.”108 Este don de sí va evidentem ente más lejos que la seudopar-
ticipación del espectador (esteta, diletante) o del técnico concien­
zudo: “Tam bién es una acción, pero que me compromete hasta la
médula [ . . .] V erdadera relación tarapeútica, en la cual, dice Balint,
el médico se receta a sí mismo, se da en alimento terapéutico, de­
jando al enferm o avanzar sobre él, franquear la barrera de seguri­
dad.” 1011
Esta última actitud, que lejos de excluir el saber y el saber-hacer
propio de la segunda, por el co n trario la incluye hasta la desborda,
no es simple. Supone de parte del médico espíritu de devoción y de
sacrificio; exige de él que vea en el moribundo (o en el enferm o
grave), no un cliente que reporta beneficios 110 o el pretexto para
una com unicación a alguna “Sociedad sapiente”, sino a un hom bre a
quien hay que salvar de la m uerte, a quien hay que enseñarle a bien
morir, porque quizás muere en su lugar. Esto supone también que el
médico no se vea desbordado, que no tenga que obedecer a los im ­
perativos de rentabilidad del hospital, que tenga a su disposición a
un personal devoto, capaz y num eroso.
Pero aun cuando todo esto existiera, no todo estaría resuelto. “¿Qué
puede significar este esfuerzo de diálogo, esta búsqueda de una res­
puesta? La m uerte -e l muerto- no responde, he ahí el típico fracaso
de una reciprocidad. El demente nos opone un muro menos im pene­
trable; el m édico, al precio de un paciente esfuerzo, llega a desdife­
renciarse hasta el estado ‘oral’ de nutrición. Pero aquí, la irreductibi-
lidad de la alineación es absoluta. Landsberg ha subrayado la angus-

j 07 “T roj s regards du médecin sur la m o rt”, en L a mort, Lumiere et vie, X I I I , 6 8 , mayo-junio


de 1964, p. 9. Esto corresponde según él a u n a triple aproximación al enferm o m ental: “seudo■
participación psicológica, visceral o teatral del alienad o que permanece en un m undo o tro (como
la muerte); no participación del estado técnico, com o en la psiquiatría clásica, m edicina de objeto,
objetiva, tecnicista, que usa de la terapéutica exógena (tranquilizantes, tim olépticos); verdadera
participación, “la que se comprom ete peligrosam ente en el diálogo con el Otro (el m uerto, más
que el alienado, es el O tro absoluto), exige un esfuerzo inmenso, la aceptación de u n inmenso
fracaso” (p. 1 0 ).
108 ibid., p. I I .
10 9 Ibid, p. 1 i . “El médico que afronta su m u erte fantaseada tiene que poder ayudar al que

afronta la m uerte real biológica.” R. M enahem , op. cit., 1973, p. 6 8 .


110 Véase la crítica lúcida y severa del d o cto r J . Cl. Polack, L a médecine du capital, Maspero,
1972.
338 la s Ac t i t u d e s fu n d a m en ta les de a y er y h oy

tia de esta ausencia; la ausencia de respuesta. Este hombre está toda­


vía presente por el peso insoportablemente gravoso de su cuerpo (de
su cadáver); presencia desconcertante, pues está ausente. No res­
ponde. Yo estoy solo -y no solo- en compañía del m uerto. Ambigüe­
dad. Desasosiego. Si un m uerto fuera sólo una cosa, yo estaría solo
en esta pieza; pero estoy con alguien. ¿Remanencia ilusoria? ¿Ilusión
de óptica?”111
Esta vez bajo una form a nueva, volvemos a en con trar los límites del
“poder” del médico frente a la m uerte del otro (por lo tanto también
los de la ciencia), y volvemos a tocar los límites ya descritos de la
experiencia de la m uerte. Pero como decía Bernanos, “para recupe­
ra r la esperanza, hay que haber llegado más allá de la desespera­
ción” .
*

E l muriente en el hospital 112


Si en Francia, en 1967, el 26% de los muertos fallecieron en el hospi­
tal (contra el 63% en su domicilio), en los Estados Unidos la cifra
sobrepasa el 50%, sin co n tar a los viejos que m ueren en el asilo.113
1 1 1 Dr. Sarano, p. 12. “ Hay en la experiencia decisiva de la m uerte d el prójimo, algo como el

sentim iento de una infidelidad, trágica de su parte, así corno hay una experiencia de la muerte en
el resentimiento d e la infidelidad. “Y o estoy m uerto para él, él está m uerto para mí.” (Landsberg,
E ssai sur l ’expérience de la mort, op. cit. 1951, p. 39).
1 1 2 Véase especialmente, además de la Némésis médical de Ulich (o. c.):

- B. Glaser, A. Strauss, Awareness o f Dying, Aldine, 1965.


- T im efo r Dying, Aldine, 1968.
- The Discovery o f Grounded Theory, Aldine, 1967.
- D. Sudnow, Passing on, Prentice Hall, 1967, N. J .
- N. H erpin, Eludes comparées des problématiques de la sociologie am éricaine, doctorado 3er. ciclo,
París, Sorbona, 1971.
- G. G orer, The pornography o f death, E ncounter, octubre de 1955.
- Death, G rief and M oum ing in Contemporary Brilain, Nueva York, Doubieday, 1965 (véase el
inform e en la R ev.fran c. sociol. 7 (4 ), 1966, p. 539).
- H. Feifel, The M eaning o f D eath, Nueva York, Me Graw-Hiü, 1959.
- The Dying Patient, editado por O rville G. Brim , Jr ., Howard E. Freem an, Levine and Nor­
man A. Scotch. Con la asesoría editorial de G reer Williams, Nueva Y o rk , Russel Sage Founda­
tion, 1970.
- A. B oud art, L ’hopital, une hostobiographie (La Table ronde 1972); M. Berger, F. Hortola,
M ourir a l ’hopüal (Le Centurión 1974).
1 1 3 Nos faltaría hablar de la m uerte en el asilo, que podría em paren tarse con el hospital,

salvo en la carencia grave que presenta la atención, a menudo rudim entaria. Se encuentra allí
con frecuencia la soledad, el estado de dependencia, además de una mortalidad importante. La
m uerte del anciano “aunque consid erad a natural, señala la im potencia del personal a su
cargo, e incita a éste a adoptar u n a cierta conducta funeraria con respecto al futuro ¡corporal
de los pensionistas, a quienes les su giere qu e capitalicen un pequeño fondo de recursos para su
en tierro”. H. Reboul, Conduitesfuneraires du vieillard a l’hospice, op. cit., 1971, p. 455. Volveremos
sobre el tema.
LO S M U E R T O S Y LOS M O R IB U N D O S 339

B. Glaser y A. Strauss, en estudio d e gran repercusión (Awareness o f


Dying), referente a un hospital de la bahía de San Francisco, m ostra­
ron que el sistema de comportamiento de los que rodean al m o ri­
bundo (médicos, personal hospitalario, eventualmente parientes y
amigos), dependía de la respuesta a la pregunta: ¿Sabe el muriente
que va a morir? A este efecto, los autores nos proponen cinco tipos
de respuestas o “contextos de conciencia” (Awareness). Primero, lo
que ellos llaman closed awareness, “no saber nada”, y ellos lo definen
así: “La situación en que el paciente no reconoce la muerte inm i­
nente, aunque todos los que lo rodean la sepan.” Luego está lo que
llaman suspected awareness, “sospechar algo”, y que ellos definen com o
“la situación en que el paciente sospecha lo que los otros saben y
trata de confirm ar o invalidar su sospecha”. T ercero, lo que llaman
mutual pretence awareness, “como si nadie supiera nada”. Lo definen:
“La situación en que cada parte define al paciente como muriente,
pero cada cual pretende que el otro no lo hace.” Cuarto, lo que
llaman open awareness, “todo el mundo sabe”. Es “la situación en que
el personal y el paciente saben que éste va a m orir y actúan abierta­
mente, reconociendo el hecho”. Por último, lo que llaman disconnting
awareness, “no se plantea la cuestión”;, es “la situación en la cual se
puede no tom ar en consideración lo que el paciente sabe” (los p re ­
maturos, ¡os com atosos).114
Más exactam ente, a partir de las respuestas a las preguntas-claves
(¿qué sabe quién? ¿con qué grado de certidum bre?), Glaser y Strauss tra­
tan de trazar “modelos típicos de desarrollo” de la interacción en tre
los diversos actores, vinculándolos a los contextos de conciencia (que
tienden a evolucionar en otros contextos). Lo que supone: 1) Una
descripción de cada contexto. 2) Las condiciones socioestructurales
de cada contexto. 3) La interacción típica que caracteriza a cada con­
texto (tácticas y contratácticas). 4 ) Los cambios en la interacción
cuando se pasa de un tipo de contexto a otro. 5) Los modos me­
diante los cuales los diversos “interactuantes” regulan (engeener) las
transformaciones del contexto. 6) Las consecuencias que un. proceso
de interacción particular puede tener sobre los diversos interactuan­
tes, el hospital y las interacciones fu tu ras.115
En su obra Time f o t Dying, Glaser y Strauss se ocupan de la “trayec­
toria del que va a m orir”. Las operaciones (cuidar, alimentar, lavar y

1,4 B. Glasser, A. Strauss, op. c it, 1965, p. 107.


115 En la tercera parte d e esta obra, se tratan problem as particulares: los referen tes al pa­
ciente (¿cómo se le anuncia su muerte?), a la fam ilia (¿la fam ilia sabe o no?), o al personal del
hospital (¿qué ocu rre cuand o los enfermeros saben que no hay ninguna esperanza de salvar al
paciente?)
■\ a U Ú W ::¡ FU N D A M EN TA LES D E A Y E R Y HOY

cambiar, visitar, prevenir y preparar para) que cumplen los diferen­


tes actores (médicos, personal, enferm o, familia, eventualmente fun­
cionario judicial, sacerdote), no se encadenan mecánicamente; su ló­
gica reposa precisam ente sobre la trayectoria del muriente, variable
en su duración (m uerte súbita o muerte lenta), en su forma (desarro­
llo regular hacia la m uerte; mejorías y agravamientos, permanencia
de la fiebre alta y m uerte súbita), con las actitudes del enferm o (es­
peranza y laxitud, solicitación y desinterés, negación y aceptación,
cólera, vacilaciones, depresión).
“La trayectoria del muriente no es tanto la forma y la velocidad
que adopta el estado físico clel enferm o hasta desem bocar en la
muerte; es la forma y la velocidad del estado físico del enferm o, tal
como están ‘previstas’ por el personal, el médico, la familia, even­
tualmente por el enferm o mismo.” 116 Previsión que se hace indispen­
sable para asegurar la organización del servicio (urgencias, cuidados
intensivos, utilización del instrumental, vigilancias: hay que saber en
qué momento tal enferm o debe ser objeto de tal intervención).
Ix)S momentos críticos (critical junctures) de este pronostic organisation-
nel, incluyen ocho aspectos: 1) el paciente es definido com o mu-
ríente; 2) el personal y la familia encaran los preparativos para la
muerte; también el paciente, si sabe que debe m orir; 3) en un cierto
momento, “no se puede hacer nada más” para impedir la m uerte: 4)
el paciente puede apagarse muy lentamente (varias semanas) o muy
rápido (algunas horas). Este periodo se extiende hast a. . . 5) los últi­
mos instantes; 6.) la vela del moribundo; 7) el momento de la m uerte;
8) después de la m uerte, ésta debe ser anunciada públicamente regis­
trada en términos legales.
Esto nos conduce a una pregunta capital, ;es seguro que sobrevino
la muerte? Si lo es, ¿en qué momento ocurrió? Si no lo es, ¿cuándo
estaremos seguros de la muerte o de la curación? Habría así cuatro
tipos de anticipación: muerte cierta, tiempo determinado; m uerte
cierta, tiempo indeterm inado; muerte incierta, pero tiempo deter­
minado para saber si el enfermo m orirá; m uerte incierta y tiempo
indeterminado para saber si el enfermo m orirá.117
Si las previsiones, fallan, entonces se instaura el estado de crisis,
incluso (le urgencia, que toma desprevenido al personal (o al m é­
dico). “En efecto, en los casos de urgencia, el personal hospitalario se
encuentra en una situación en que es preciso movilizar rápidamente

116N. Herpin, op. cit., p. 211.


1,7 Cap. 3: definición inicial de la trayectoria del muriente. Capítulos 4 y 5: T rayectoria de
muerte rápida, anticipada com o tal. Cap. 6 : inesperada. Cap. 7: últimas semanas, últimos días.
LO S M U E R T O S Y LOS M O R IBU N D O S 341

los casos de urgencia, el personal hospitalario se encuentra en una


situación en que es preciso movilizar rápidamente los resortes del
hospital para una acción rápida. Por el contrario, se produce la crisis
cuando esta movilización de recursos no es posible en el m omento en
que resulta necesaria. Hay entonces desorganización del trabajo,
pero aunque el personal se recupere pronto, persiste la ruptura en ‘el
orden sentimental’, este ‘h u m o r’ típico, intangible pero real que
existe de manera característica en cada servicio.” 118 La falla de ese
“orden sentimental” perturba la buena marcha del hospital; el mé­
dico duda, no sabe qué decisión tom ar; los enferm eros exigen órde­
nes precisas que no se les puede dar al instante y entonces pierden ■
transitoriamente su aplomo; los allegados, si se enteran, suplican,
protestan, asedian al personal, a veces amenazan, aum entando así las
dificultades y la confusión. En cuanto al enfermo, si está consciente,
aum enta su desesperación, alimentando a su vez el desasosiego de los
que lo rodean. Será necesario todo un proceso para que se pueda
reconstituir el “orden sentimental” indispensable para el buen fun­
cionamiento del servicio.118
De ese modo se plantea en térm inos “burocráticos” un problema
afectivo donde la seguridad d el personal y de los médicos termina
por predom inar sobre la preocupación del enfermo. Se diría que
vale más un paciente que m uere a la hora pronosticada, que el que
desbarata todas las previsiones, curándose o m uriéndose antes o
después de lo previsto; este aguafiestas que alterá lo establecido,
pone en duda el sentido mismo de la institución hospitalaria, vuelve
irrisoria la seguridad del diagnóstico (por lo tanto del pronóstico),
perturba las interacciones armoniosas del sistema de “interactuan-
tes”. F ren te a este engranaje estúpido que está únicamente al servicio
de la buena marcha del establecimiento y del prestigio del médico-
jefe, el m uriente se convierte e n víctima, incluso en objeto. En una
perspectiva tal, la mala muerte se convierte en la m uerte que per­
turba a los sobrevivientes (em barras singly graceless dying).
“Si los médicos y los enferm eros (éstos con más reticencias) retar­
dan el m ayor tiempo posible el m omento de advertir a la familia; si
se resisten a decirle la verdad al enferm o mismo, es por tem or a

1,8 N. H erpin, op. cit., p. 214.


G laser y Strauss, p. 135. O tros dos co n cep to s desempeñan un papel im portante en esta
investigación: el de trayectoria de experiencia (experiential career): se trata de las experiencias per­
sonales pasadas a través de las cuales los e n fe rm o s en particular, interpretan los acontecim ien­
tos de los que son testigos; y la noción de 'social loss’, a partir de la cual Strauss y Glasés dan
cuenta del com prom iso emocional d iferen te del personal según las “cualidades sociales” del
muriente (N. Herpin).
342 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HOY

verse metidos dentro de una cadena de reacciones sentimentales que


les haría perder, a ellos tanto como a la familia o al enferm o, el
control de sí mismos. Atreverse a hablar de la muerte, admitirla en
las relaciones sociales, ya no es, como antes, permanecer en el plano
de lo cotidiano: hoy es provocar una situación excepcional, exorbi­
tante y siempre dramática. La muerte era antes una figura familiar, y
los moralistas tenían que pintarla con rasgos horrorosos para asustar.
Hoy, basta apenas nombrarla para provocar una tensión emotiva in­
compatible con la regularidad de la vida cotidiana.
"Un aceptable style o f dying es por lo tanto el que evita los status
forcin g scenes, las escenas que arrancan al personaje de su papel so­
cial, que lo violentan. Estas escenas son las crisis de desesperación de
los enfermos, sus gritos, sus lágrimas, y en general todas las manifes­
taciones demasiado exaltadas, demasiado ruidosas, o también dem a­
siado conm ovedoras, que amenazan con turbar la serenidad del hos­
pital.” 120
En definitiva, el muriente sólo tiene dos derechos: el de ser dis­
creto, esto es, no saber que va a m orir, o si lo sabe no demostrarlo
(“hacer como si no lo supiera”), a fin de que el personal pueda a su
vez “olvidarse de que el paciente sabe” ; y el derecho a estar abierto y
receptivo a los mensajes que se le transmiten y obedecer a los pro--
nósticos. “Hay, pues, dos maneras de mal m orir; una consiste en
buscar un intercambio de emociones, la otra es rehusarse a com uni­
carlas.” 121
De este rápido análisis surgen tres temas que merecen atención.
Sin perjuicio de su fracaso parcial frente a la muerte que no puede
jam ás evitar, a pesar de que conoce de ella todo lo exterior, se ha
dicho del médico que él es el servidor de la vida: de ahí su rechazo
frecuente de la eutanasia negativa (con mayor razón de la positiva),
su repugnancia ante el aborto, su “encarnizamiento terapéutico” (del
que hablamos a propósito de la m uerte biológica). Ello lo autoriza a
“mirar para otro lado”, a pasar de largo junto a la muerte, a “hacerle
trampas a la angustia”. “El certificado de defunción consagra esta
delicadeza administrativa. Cuando el médico ha tenido que abatir sus

1SI) Ph. Aries,»/;, cit., 1970, p. 6 6 .


12 1 Ibid., p. 67. Para utilizar la fórmula de V. Jankélévitch, él debe desaparecer "pianisivw, y
én puntas de pie, por decir así”. Para justificar tal conducta, se invoca también la necesidad de
m antener intacta la resistencia al mal. Pero no está probado que poner al enferm o al corriente,
aún de lo peor, tenga un efecto destructivo. A m enudo ocurre lo contrario. Ante esta com pro­
bación, los am ericanos revisan su posición y ahora tienden a advertir a los cancerosos de lo que
les espera. Léase obligatoriam ente: E. Kübler-Ross, Ore death and dying, McMilian, Nueva York,
1969.
LOS M U E R T O S Y LO S M O R IBU N D O S 343

armas, se le pide un certificado. P ero ¿qué otra cosa pudo hacer?


¿No es el ministro de la vida? Q u ed a para otros el ministerio de la
muerte.” 122
Pero se olvida que el sacerdote n o siempre está preparado para
cumplir con este ministerio, tanto más que las creencias religiosas
se van desdibujando. Por lo demás, los ateos tienen derecho, corno
los otros, a m orir dignamente. Además, esa actitud nos lleva a las
antípodas del respeto a la vida, y n o es necesariamente en los que
proscriben de modo sistemático la eutanasia, el aborto o defienden
el ensañamiento terapéutico, donde encuentra la vida sus mejores
defensores. Después de todo, “el técnico profano no es más que un
ministro de muerte si él no concibe a la muerte incorporada a la
vida, manifestación de la vida, alumbramiento de la vida. El médica
técnico olvida que él es obrero de u n a misma vida, como partero de la
muerte y com o partero de la vida. Que una y otra pertenecen a la
misma vida, están en la misma m ano Quizás ese técnico haría menos
tram pa, y nos ayudaría a hacer m enos trampa, si volviera a aprehender
el invisible lazo de lo visible y de lo invisible y la inapreciable utilidad de
un conocim iento de la m uerte, p ara cumplir mejor una obra de
vida”. 123
La o tra cuestión versa sobre lo q u e los americanos llaman acceptable'
style o f fa cin g d e a th , o acceptable style o f living while dying. ¿Aceptable
para quién? ¿Para el que m uere? Sin duda, pero ante todo para
quienes lo rodean: es por esto que evita decirle al moribundo lo que
le espera. Admirable solicitud de u n a sociedad donde lo que cuenta
es el sobreviviente, a condición de que pued# producir y consumir.
Hasta tal punto se lo quiere preservar, que*se llega a ahorrarle el
duelo (volveremos sobre ello), lo que no es quizás la mejor manera
de luchar con tra los efectos disolventes de la muerte.
Tanto m ejor si la liturgia de hoy quiere consolar a los que quedan
esto no es un mal, sino todo lo contrario. Pero rehusarnos a hacer
alusión a lo que va a ocurrir 124 es trasponer los límites de lo ab­
surdo; y correm os el riesgo de que el equilibrio psíquico no encuen-

122 Dr. J . Sara no, op. cit., 1964, p. 16.


m Ibid.
12,1 “ Hoy resulta vergonzoso hablar de la m uerte y de sus desgarram ientos, mino am es era

vergonzoso hablar de) sexo y de sus placeres. Cuando alguien se aparta de nosotros porgue
estamos de duelo, o se las arregla para evitar la menor alusión a la pérdida que acabamos de
padecer, o para reducir a algunas palabras ráp id as las inevitables condolencias, no es por falta
de sentim ientos, o porque no esté em ocion ad o ; al contrario, es porque está conmovido, y
cuanto más conm ovido esté, más ocultará sus sentimientos y parecerá más frío e indiferente",
Ph, Aries, op. cit., 1972, p. 43.
'344 LAS A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A YER Y HOY

tre su cen tro. Nada más morboso que la actitud del que encuentra
morboso hablar de la muerte (como ayer del sexo). Así com o los
niños no nacen de los repollos y las niñas de las rosas, los difuntos no
se van de viaje ni reposan en el Edén junto a un cantero de flores. A
fuerza de olvidar a los muertos se term ina por hacer un flaco favor a
los vivos.123 Tocam os aquí una nueva debilidad de la sociedad de
consumo.
Por último, otro punto im portante, ¿hay que decirle al hombre
condenado toda la verdad? Pero ¿es esta verdad absoluta? ¿No con­
vendrá esp erar el descubrimiento científico que aportará, sino la cu­
ración, al menos el alivio? Este argum ento, repetido a menudo para
prohibir la eutanasia, no deja de ser justo. Sin embargo, el estado de
adelanto del mal es tal, que la eventualidad de un retroceso de la
situación parece más que improbable por múltiples circunstancias.
Por otra parte, las razones que se invocan para decir la verdad o
callarla no son siempre desinteresadas: aumentar la gravedad del
mal y acelerar el proceso de m uerte “para term inar”, incitar al mori­
bundo a h acer testamento que se espera favorable en el prim er caso;
no perturbar el orden,'com o en el ejemplo americano antes citado,
en el segundo. Pero las razones pueden también ser generosas, gra­
cias a Dios. Hay que decir la verdad por respeto al que va a m orir, a
fin de que pueda prepararse con toda lucidez, y para ayudarlo a
morir con el m enor daño posible. Pero se le ocultará la verdad para
ahorrarle la angustia, si es una persona demasiado frágil, o si no es
bueno p erturbar su intimidad: “¿De qué derecho me habla? ¿Quién
le ha dado el derecho a m atarm e?”, respondía Freud al médico que
le reveló su mal fatal, él lo había adivinado ya, pero no quería que se le
dijese explícitamente ni darse p or enterado ante los demás. Opera un reflejo
de defensa en estas diversas actitudes, no sólo de parte del médico o
del pariente, sino también del enferm o; por ejemplo, un hom bre que
conocía su mal y su gravedad, no dijo nada porque no quiso perjudi­
car su carre ra (es el caso de ese can tor americano que un día reveló
que había tenido un cáncer), y también para no desesperar a su fami­
lia, lo que hacía su situación aún más intolerable.
No olvidemos, además, que el enferm o duda de su estado mucho
más de lo que se imagina, mientras que, inversamente, puede suce­
der que aparente creer lo peor, a fin de impulsar a los otros a deve­
lar im prudentem ente la verdad. Es que ocultar no es siempre fácil;
uno está a m erced de un error, de una torpeza, de una indiscreción

1 2 5 Lo que plantea el problema de la ayuda o asistencia al que va a morir. Véase P. Sporken

/./■ilroit de moiirir, P estlée de Brouwer, 1974, y el núni. 94 de Concilium ya citado (M am e, 1974).


LOS M U E R T O S Y LO S M O R IB U N D O S 34 5

que amenaza con hacer perder la confianza necesaria del enferm o en


los que lo cuidan o lo asisten. Los progresos de la información mé­
dica, la multiplicidad de los artículos de divulgación, complican toda­
vía más el problema; los más avisados sabrán pronto penetrar el mis­
terio y ver si se le miente o si se le dice lo que realm ente pasa.
En suma, són posibles tres actitudes: la verdad, la mentira, el silen­
cio. “Pero la verdad puede no ser admitida, la mentira no engañar y
el silencio ser más elocuente y veraz que la verdad.” 126 La mejor ma­
nera de proceder es la que tom a en cuenta cada caso específico. An­
tes de decidir sobre este punto, el médico debe cum plir con dos con­
diciones, “saber con seguridad que su enferm o está condenado y
saber exactam ente lo que realm ente espera de él el paciente” . Es rela­
tivamente fácil responder a la prim era pregunta, pero no o cu rre lo
mismo con la segunda. T anto más que “lo que el paciente espera del
médico no siempre corresponde a lo que pregunta”.127
Lo que se debe evitar en absoluto es la negativa a decir la verdad
erigida en regla absoluta. H. Reboul ha dem ostrado acertadam ente
que suele ser im portante en los asilos de ancianos, no ocultar la
m uerte del otro; los viejos sobrevivientes quieren saber, prefieren
asistir a los últimos momentos d e sus compañeros, quedar doloridos,
quizás, pero ciertamente reconfortados si todo ha transcurrido con
bien (bella o buena muerte).

128 R . Menahem, op. cit., 1973, p. 65.


127 R. Menahem, pp. 6 6 y 67. Hay en ferm o s frágiles a quienes no se les debe decir nada por
tacto y delicadeza, y enferm os valerosos q u e quieren y deben saber. Está el que parece que
buscara acomodarse al carácter violento y destructor de la m uerte, y actúa como si form ase
parte d e un comando de la m uerte’’, crean d o un clima d é agresividad recíproca (médico, en ­
ferm os próxim os); o el que participa de m anera pasiva en su m uerte (acceder a su deseo es
convertirse en cómplice de su em presa de destrucción).
IX. EL HOMBRE ANTE LA MUERTE

L a a c titu ddel hombre frente a la muerte se puede evaluar cuando


menos de dos maneras. Nos podríamos conform ar con saber si él
piensa con frecuencia en la m uerte o no, en la suya más que en la del
otro; si existen circunstancias que favorecen esta actitud (enferm e­
dad, m uerte de otro, de noche más que de día). Quizás se manifies­
ten diferencias importantes en este punto, según las edades, los se­
xos, las capas sociales, las ideologías, la pertenencia a áreas culturales
diversas.
Tam bién nos podríamos preguntar de qué m odo el hombre reac­
ciona frente a su “destino m ortal” y más especialmente cuando éste
se im pone con brutalidad. Se.diría que aparecen dos conductas posi­
bles. “Según un primer movimiento de evitamiento y de protección
narcisista, se manifiesta una necesidad radical de vivir, de vivir toda­
vía y así apartar a la m uerte. En esta necesidad psicológica de retra­
sar la muerte, el psicólogo dudará en reconocer un verdadero deseo
de vivir eternam ente, de vivir sin término, cualesquiera que sean las
variantes introducidas sobre el tem a de la inmortalidad por pensado­
res de diferente origen [ . . .] Según un segundo movimiento, que
insiste más en la experiencia de los valores, tanto más acentuado
cuanto más rica haya sido esta experiencia, surge un deseo, el de
vivir mejor, vivir de otro modo. Cumplirse en una vida ‘colmada’ no es
sólo un efecto de lenguaje [ . . .] Renunciar al ‘cuerpo de m uerte’
surge de nuestras necesidades narcistas; equivale a desear un nuevo
modo de ser-en-el-m undo. A cada muerte, de un otro amado, este
deseo se aviva. En este sentido, aceptar la condición mortal es sen­
tirse estimulado al m áxim o á transform ar el m undo.”1
Las estructuras socioculturales intervienen en este proceso de ma­
nera evidente. En la m edida en que las civilizaciones acumuladoras
de hombres dominan más a la muerte a través de lo simbólico, todo
ocurre como si la multiplicidad de los tabúes referentes al desenlace
fatal impidieran hacer de la m uerte el tabú por excelencia. El pen­
samiento de la m uerte es frecuente,, sobre todo entre los ancianos,
pero no es casi traum atizante, salvo frente a la eventualidad de la
mala muerte, y los niños lo aprenden desde tem prano.2 Por el con­
1 A . Godin, “La m ort a-t-elle ch angé?”, en Mort et Présence, Les Cah. d e Psych. rejig. 5, Lumen

vitae, Bruselas, 1971, pp. 2 5 1-252. “La m uerte es espantable para C icerón , deseable para Catón,
ind iferente para Sócrates”, señalaba ya M ontaigne.
2 L. V. Tilom as, Mort tabou et tabous de la mort, Bull. So t. T h an at, 1975.

346
E L H O M BRE A N T E LA M U E R T E 347

trario, las civilizaciones de acumulación de bienes tratan de ocultar el


pensamiento de la m uerte;3 negación suprem a, pero la m uerte es­
panta más, cuando se presenta, si es reprimida, y amenaza con vol­
verse obsesiva. ¿No es corriente com probar que allí donde el duelo es
práctica general, institucionalizada y codificada, no se encuentran
prácticamente “duelos patológicos” , al contrario de lo que o cu rre en
Occidente donde todo e'stá organizado para evitarlo?4
La distinción entre lo normal y lo patológico también interviene.
En efecto, la “lo cu ra” está asociada a m enudo a una fo rm a de
muerte, particularm ente en las creencias negro-africanas tradiciona­
les donde la m uerte del “loco” al igual que la de los biotánatos (suici­
das, muertos por accidente, “los em barcados a mitad de camino”), es
objeto de ritos funerarios truncados o especiales.
Cabe reco rd ar lo que pensaba Erasm o sobre este punto, cuand o
escribió en su célebre Elogio de la locu ra: “ ¡P ara recuperar la felicidad
de los locos, después de pasar su vida en medio de placeres, exentos
del pavor y del sentimiento de la m uerte, van directamente a los
Campos Elíseos para divertir allí, con sus juegos y ocurrencias, a las
las almas piadosas y despreocupadas!”
Una notoria diferencia distingue quizás al médico y al psiquiatra
en este punto. El médico general, incluso el cirujano, “tienen un con­
tacto perm anente y siempre informulado con la muerte; el psiquia­
tra, en cambio, se enfrenta sobre todo a la angustia'de sus enferm os,
especialmente cuando es psicoanalista o psicoterapeuta form ado en
esta disciplina; angustia que representa seguramente un desplaza­
miento o también una actualización de la*angustia de la m uerte.

3 S. Freud señalaba, por ejemplo, en Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte, que "la

única manera de hablar de la muerte es negarla”.


4 En una encuesta realizada en 1969 por e l Instituto Francés de la Opinión Pública para el
periódico La vie calholique, a propósito de los jó v e n e s franceses de 15 a 29 años, se obtuvieron
las respuestas siguientes a la pregunta: “¿Le p reocu pa alguna vez la idea de la m u erte?”
%
- Sí, intensam ente 7
- Sí, bastante 26
- No, en absoluto 67
Y si la idea le preocupa:
- ¿Es por tem or a que todo term ine? 44
- ¿P or tem or al más allá? ‘¿5
- ¿P or m iedo a ser juzgado? 15
- ¿P or el deseo de alcanzar p o r fin la felicidad? 15
- ¿O por alguna otra razón? 31
Curiosam ente, se com prueba una gran d iferencia en tre el número poco elevado de creyentes
en una vida eterna y Ja frecuencia de los funerales religiosos.
348 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

Todo en ferm o tratado m ediante psicoterapia producirá tarde o


tem prano imágenes latentes o fantasías inconscientes relacionadas
con la m uerte, ya sea porque su experiencia en cierto momento del
tratam iento implique una idea de muerte [ . . . ] , ya porque, durante
el tratam iento, un allegado suyo desaparece y él se siente mortal
com o puede sentirse igualmente mortal su psicoterapeuta”.5
L a actitud fenomenológica nos parece en todo caso el método ideal
para captar la relación con la existencia, pues perm ite aprehender la
significación profunda de la pluralidad de los comportamientos. En
efecto, el alienado puede actuar ante la muerte de maneras muy va­
riadas. El maniaco se excita, ríe, todo lo vuelve irrisorio: “Cuando se
está m uerto, se está j . . .” El obseso conjura este miedo mediante
ideas lijas morbosas: “ Lo negro es feo.” El epiléptico se aferra a las
cosas, se sumerge en el misticismo, se diluye en el cosmos, se apega al
más allá. El esquizofrénico fragm enta su angustia mediante una le­
jan a Spaltung, una fosilización, o metamorfosis que hacen de él “un
m uerto viviente”, un “gu§ano de tierra”; él es ya “ese no sé qué, que
ni siquiera tiene nombre” . El instinto de muerte que se encuentra en
el impulsivo perverso o la obsesión de la m uerte que atormenta a
ciertos neurasténicos nosófobos y tanatófobos; el miedo a la vida que
caracteriza a ciertos an oréxicos;6 la no identificación de la muerte en
el dem ente; la curación preagónica que alcanzan a veces algunos de­
lirantes crónicos; los suicidios casi siempre exitosos de los melancóli­
cos, y los generalmente fracasados de los histéricos; los duelos pato­
lógicos y las reacciones del enferm o mental ante la muerte de los
demás (choque emotivo, asociación con un proceso de pérdida mate­
rial o social), particularmente la del cónyuge, o del pariente pró­
xim o; las actitudes frente al cadáver, los impulsos mortíferos, nos
parecen reveladores altam ente significativos que ayudan a com pren­
der mejor al hombre en general.
En este aspecto, el psiquiatra se aproxima al antropólogo, siempre
preocupado por las situaciones sociales. ¿No es reveladora la palabra
“alienado”, que se le aplica a los psicóticos? El alienado es otro, el

5 M. B u m cr, “I.e psychiatre, le psychothérapeute et la m ort", en Psyclwlogie m edícale. . . op.


rii., i o7o, 2, :i, pp. :i7i-:m >.
B En tin estudio sobre niñas anoréxicas, G. Raimbault encontró la presencia imperativa de
una fantasía de identificación con una m uerte que se sitúa en un contexto familiar, donde las
huellas del fallecimiento no han podido ser simbolizadas. “En esta perspectiva, la anorexia apa­
rece a la vez como un significante parental del cual la anoréxica es el lazo, y como mensaje de
la anoréxica para transmitir su propio deseo desconocido por ella m isma y por su contorno.’'
"I.e llirm c «le la m oil dans l’anorcxie m entale", Rev. de Neuropsychialrir infantil, 1971, 19 ( 1 1),
pp. (H 'J-64').
E L HOM BRE A N T E L A M U E R T E 349

extraño, el ser-aparte que el grupo rechaza (porque no obedece sus


reglas) alienado de segundo grado cuando se lo encierra en los sana­
torios 7 u hospitales psiquiátricos (m uerte social), esperando a que se
decida a m orirse de veras (muerte fisiológica), para alivio de los so­
brevivientes.

P a r a u n a n u e v a a p r o x im a c ió n a l a s a c t it u d e s

Las diferentes actitudes del hombre ante la m uerte nos permiten es­
pecificar un cierto núm ero de “tipos” o “ form as”, que se agregan a
los aspectos de la m uerte “vivida” o “inteligida”, analizadas anterior­
mente en esta obra.

E l condenado a muerte

,La dificultad de la em presa proviene de que hay que en trecru zar


múltiples variables: maneras de concebir la muerte, psicología del
que m uere, según su carácter; p ro xim id ad o alejamiento de la
muerte; naturaleza de las relaciones con el otro. Si tomamos el caso
del condenado a m uerte, por ejem plo, las reacciones frente al vere­
dicto, luego la proxim idad creciente del suplicio, y por último los
minutos que preceden a la ejecución, todo ello supone una cierta
evolución y variantes ligadas a las bases temperamentales, caractero -
lógicas y afectivas del sujeto, y a la personalidad del abogado d efen ­
sor.8
El reverendo podre Devoyod, capellán de la Santé, trató d e regis­
trar el estado psicológico de los condenados, desde el veredicto
hasta la gracia o la ejecución.
La decisión de los jurados provoca a veces un shock terrible, aun­
que las víctimas (utilizamos a propósito este término) no se dan
cuenta siempre del h orror de su condena. H e aquí algunos testim o­
nios recogidos por Devoyod: “Mis prim eras impresiones fueron más
bien vagas y confusas. Del veredicto sólo retuve pena de muerte

7 Véase Cli. Dclacam pngnc, Antipsychiatrir, I s s vnies du sacre, Grasset, 1974; R. D. Lain g, Soi et

les axilres, Gallimard, 1971.


8 El abogado de Bontems tuvo una conducta particularmente conmovedora: “Lo que hizo Phi-

lippe en esos momentos sobrepasa todo lo que un abogado puede poner al servicio de su de­
fensa. Im pidió que llegara el horror, apartó de B ontem s el miedo, la angustia, lo protegió
contra tanta.ignom inia com o una madre a su hijo. Y B ontem s, magnetizado por esta ternura,
por esta fuerza que Philippe vertía sobre él, pudo segu ir sonriendo.” R. Badinter,o/>. cit., 1973,
p. 216.
350 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A YER Y HOY

Vi entonces, de un modo muy nítido y súbito, una cabeza que rueda


en un charco de sangre roja que brota [. . .] pero a decir verdad,
todo esto no me atañía personalmente, tenía la impresión de que se
trataba de otro, de modo que ningún miedo me asaltó. Sin embargo,
sentía que algo había ocurrido en mí, sin que yo tuviera realmente
conciencia de ello: una especie de malestar, un vacío, una ligera debi­
lidad que se expandía por todo mi organism o.” Y más adelante:
“ ¡Por fin solo! Nada ha cambiado [ . ..] salvo que esta noche tendré
cadenas en las manos [ . ..] Nada ha cambiado, yo soy siempre el
mismo [ . . .] ¡pero la muerte está allí! Esa muerte ya no está más agazapada
en un rincón desconocido, al azar: ahora está marchando conmigo.”
Luego, durante un periodo que sigue, estos hombres o mujeres
piensan intensamente en la ejecución. Algunos la piden, hasta la exi­
gen, com o Buffet, que le escribía en este sentido al presidente Pom-
pidou y soñaba con m orir boca arriba para ver mejor cómo caía la
cuchilla.9 Pero la mayoría cuenta con el éxito de la apelación y si ésta
es rechazada, con la gracia presidencial, esperan, como Bontems, con
una mezcla de esperanza y angustia.10 En el intervalo, los condena­
dos tratan de distraerse, de leer, de discutir, pero no tienen derecho
a trabajar, las visitas están reducidas al mínimo (ni el psicólogo, ni el
educador ni el trabajador social pueden verlo; sólo el sacerdote o el
abogado). Comen, se reequilibran de ese modo en el plano de los
apetitos elementales (la mayoría engorda, regresión manifiesta al es­
tado oral). ¿No es necesario que se presenten en forma, “como ani­
males de com petencia”, el día de la ejecución? No solamente pierden
toda iniciativa, sino que se saben estrecham ente vigilados, no tanto
por miedo a la evasión com o al suicidio. Hasta terminan por borrar
su propio crim en, el sentimiento de culpa, el derecho al rem ordi­
miento, pues se han convertido en objetos: la falta de conciencia en el
condenado, convertido ante sí mismo en víctima, constituye un fe­
nómeno extrem adam ente grave en el plano psicológico: “ella indica
la regresión ética al nivel de la prem oral sádica de las neurosis”. "

9 “El instinto de m uerte poseía a B u ffet, lo arrastraba, lo llevaba hacia la guillotina. Esta
ejercía sobre él una fascinación evidente. B u ffet siem pre había degollado a sus víctimas. La
alianza simbólica del cuchillo y de la m uerte se había impreso en lo más profundo de sí [ . . . ]
Después de la navaja, del puñal con que había matado, el gran cuchillo iba a su vez a degollarlo
a él de un golpe seco. E ra la apoteosis secreta y esperada” (Bad inter, op. cit., 1973, p. 89).
10 Véase el conm ovedor relato de S. G roussard, op. cit., Plon, 1974, pp. 323-329, 331-337,
341, 3 8 0 y ss.
11 Pr. M. Colin, op. cit., 1965, p. 142. Aparece un cam bio revelador en-la imagen que el
grupo se hace del condenado, durante el juicio se habla fácilm ente de “actitud bestial”, de
“m onstruo”. Después del veredicto, el hom bre se aureola de prestigio; tiene un papel a desem-
KL H O M BRE A N T E LA M U E R T E

Sigue entonces una tercera etapa, muy corta, muy penosa: la gra­
cia presidencial resulta aleatoria; la idea de suicidio se hace obsesiva;
los c o n d e n a d o s pasan por fases de exaltación, pronto seguidas por
una desesperación profunda (“Yo atravieso por un periodo de depre­
sión terrible”, le escribe uno de ellos a Devoyod. “Cómo terminará
[ . . .] Ayer me puse a sollozar [ . . . ] en suma, estoy pagando”). Mu­
chos escriben, buscando deliberadamente el efecto literario (com o si
se hiciesen “funerales poéticos”): “La nada me ofrece su misterio, me
induce a m editar [ . . .] Camino por mi celda, el ruido de mis cadenas
al golpear en el enlosado resuena dentro de mi corazón”; o bien dan
pruebas de una sinceridad em ocionante: “Ha llegado el gran día. Le
ruego que no se preocupen. He sufrido ya bastante en la tierra y en
el fondo estoy contento.” 12
En fin, una m añana siniestra, al alba, el condenado es despertado
brutalmente, se le comunica la horrible noticia. La mayoría se com ­
porta como si fueran autómatas, grave pero mecánicamente. Otros
dan muestras de un coraje asombroso, de una dignidad que obliga a
la adm iración.13 Algunos experim entan miedos atroces; se callan,
por cierto, pero los traicionan 14 sus tics; aunque están también los
que, presas de un furor súbito, se debaten como dementes 15 o pro­
fieren gritos y lamentaciones inhumanas y grotescas.16

penar, se convierte en “un detenido destacado”, “debo mostrarme valeroso”, “yo pasé a ser
otro, un personaje social”.
12 Carta de Bontem s a sus padres, del 28 de noviembre de 1970.
13 “O cu rre en tonces una cosa increíble. En lugar de desm oronarse, el apático, el inconsis­
tente Jacqu es Fresch se yergue, deja de lado la desesperación^ se aparta del abismo. Ayudado
por su abogado y p o r un amigo religioso, em pren d e una l^nta, d ura, prodigiosa ascensión.
Algunas semanas antes de su muerte, alcanza lo que los místicos llaman el gozo. Rechaza el
régimen especial de los condenados a m uerte, el vino, los cigarrillos y todo lo que podría
suavizar algo su suerte. Avisado de su ejecución veinte horas antes, él pasa su noche d e Geth-
seinaní escribiéndole a los que ama” (J. Egen, op. cit., 197$, p. 154). “ Habiendo velado y orado
loda la noche, Jacq u es eslá de pie cuando los m ensajeros de la m uerte penetran en su celda. Su
rostro no expresa la felicidad [ . ..] Está [. ..] como descolorido por el sufrimiento. Jacques
abraza a su abogado sin decir palabra. Com ulga con él. Después, siem pre silencioso, siempre
doloroso, se deja atar, conducir y decapitar” (p . 155).
14 J . Egen nos habla de un hom bre que em pezó a castañetear los dientes cuando se le re­
cortó el cuello de la camisa. “Un castañeteo atroz, que se fue intensificando segundo a segundo
hasta alcanzar una violencia insoportable d urante la marcha al cadalso. Sólo la cuchilla lo inte­
rrum pió” (op. cit., 1973, p. 117).
15 “Sobreexcitado, el desdichado se arrojó so bre el procurador que pidió su cabeza, y trans­
form ó la oficina de la prisión en un campo d e batalla”; hubo que sujetarlo contra el suelo y
maniatarlo, hasta que el furioso pudo ser llevado por fin bajo la cuchilla ([. Egen, pp. 139-140).
IB T a l fue la actitud de la viuda de Ducourneau. Se la exhorta a tener valor. “Ella contesta
con un aullido. Se arroja al fondo de su celda. Guardianes y guardianas se ven obligados a
arrastrarla hasta el despacho oficial. La m u jer grita y llora sin cesar, lanza juram entos. El
352 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

Estos momentos de ra ra intensidad dram ática que asocian al ver­


dugo, a los oficiales (es frecuente que algunos de éstos lleguen a vo­
mitar) y a las víctimas, a menudo son pautados por comportamientos
irrisorios, ridículos, que se agregan a la incongruencia de la propia
m atanza.17 Es que al h o rro r de la muerte se agrega a veces el senti­
miento de injusticia: es quizás porque oscuram ente tenían ganas de
í asesinarlo, que los choferes de taxis, los jurados, la multitud, vieron
en Libdiri, el “N ord-A f”, un criminal; “no se m ata al que no ha ma­
tado”, repetía incansablemente, como un autóm ata, el anciano padre
de Bontem s.1”
Las variaciones en la actitud del condenado oscilan por lo tanto,
según la naturaleza del sujeto, “desde la reacción de catástrofe”,
“desde la alteración de las estructuras personales” hasta coincidir
“con la forma ciega y opaca de la pulsión o del tropismo hacia la
Nada”, nos dice el d octor M. Colin. Además distingue tres tipos de
com portam ientos: “En algunos, la promesa de muerte encuentra
, profundas resonancias, ecos suicidas; se inserta en un proceso auto-
punitivo (fantasía de castración, erotización dé la sanción, conductas
tanatótropas, dirían los psicoanalistas).” Es un suicida por delega­
ción. Está también la actitud de los condenados que prolongan la
forma de provocación, de desafío social, inscripta en su carácter
(“paranoico”); la farsa no está excluida (en su versión histérica, mi-
tomaniaca): es el condenado “glorioso” o “teatral”, que gusta mucho
al público. Para otros, una cierta forma de sensibilidad, de hipereste­
sia emotiva producirá una delectación morosa, el sentimentalismo lí-

capellán logra calmarla un poco, y ella oye misa gimiendo, derru m bada en una silla entre dos
! m ujeres que la sostienen [ . . . ] En el momento de hacérsele el arreglo, se debate con todas sus
fuerzas. Su camisa y su vestido se rom pen en varias partes. Los guardias deben ayudarnos a
ponerle sus ligaduras. D [ . ..] le co rta los cabellos en la nuca, y le recorta el vestido para dejarle
libre el cuello. La mujer aúlla sin cesar. Aúlla todavía la cabeza colocada ya en la guillotina. Después
se oye el choque sordo que no se parece a ningún otro, y en seguida el silencio. No he conocido
í jam ás un silencio tan im presionante.” Recuerdos de G. Martin, ayudante del verdugo.
“Cuando ve a todos estos hom bres de negro a su alrededor, el desdichado com prende. Su
( mirada se llena de espanto. Después, una inmensa desolación. Su boca no emite ningún sonido.
Son sus ojos los que gritan [ . . .] Al ser arrastrado, pierde una alpargata. Veo su pie encogerse
sobre la baldosa helada [ . ..] Pues es un hombre delicado de salud [ . . . ] Se resfría de nada
( [ •••] Entonces parece perder la cabeza [ . . . ] La vida que le van a quitar está tan presente en él,
lan violentamente presente, qu e dice esta cosa enorme: ‘¡No quiero tom ar (río! ¡No quiero
I tom ar frío!' Se vuelve, me dirige una m irada extraviada por encim a del hom bro de sus guar­
dianes: ‘Mi zapatilla, doctor, dígales que me den mi zapatilla . . . ’ El abogado recoge la alpargata
perdida y la vuelve a poner a los pies del m uerto viviente. Algunos in tan tes después [ . . .] todo
( el frío del mundo entraba en é l” (J. Egen, pp. 117-118).
1B “Detesto a las víctimas qu e respetan a sus verdugos”, hacía decir, oportunam ente, J . P.
j- Sari re a uno de los héroes de su pieza Les sequeslrés d'Altana.

{
E L HOM BRE A N T E LA M U E R T E 353

rico y romántico (“El alba de dedos de hada desgarra el velo de la


noche”, se lee en las cartas de un condenado).19

De la muerte que da miedo a la muerte que fascin a

l. M iedo a la muerte, la muerte que da miedo

Aunque toda m uerte da miedo, ya hemos dicho que unas parecen


más temibles que otras. El negro africano, particularmente el viejo,
teme únicamente a la mala m uerte. T odo hombre repudia la m uerte
horrible, degradante, dolorosa, d e las que el cáncer monopoliza to­
dos los símbolos. Algunas formas de m uerte espantan hasta a los más
valerosos. Así, Ch. Bernadac subraya, a propósito de los que conocie­
ron el espanto del tren de la m uerte: “Nos habíamos incorporado a
la Resistencia sabiendo que quizás íbamos a morir, pero lo más atroz
era morir asfixiados, impotentes ante una muerte que habríamos
aceptado de m ejor grado si hubiese sido más brutal, más violenta,
más heroica.” 20
Una distinción conceptual más rigurosa nos llevaría a distinguir en­
tre el miedo a m orir y la ansiedad de la m uerte, entre el estado d e ansie­
dad y el rasgo (perm anente) o estado ansioso, entre el miedo, el temor,
la ansiedad y la angustia propiam ente dicha en su relación con la
m uerte.21 Pero esto nos llevaría dem asiado lejos, así como también el
análisis profundizado de los grados del miedo 22 y de las variantes
caractero lo g ías.23
El miedo a la m uerte -hecho universal por excelencia- es, pues, un

19 D. M. Colín, op. cit., Spes, 1965, p. 147.


20 L e train de la mort, France-Em pire, 1970, p. 189.
z' "A causa de las ambivalencias latentes ‘vida y m uerte’, ‘am or y agresividad’, ‘despreocupa­
ción y miedo’, ‘liberación y culpa’, ‘ser y nada’, la ansiedad es un estado afectivo que aparece en
todos los momentos críticos de la existencia y en todas las form as de la condición hum ana” (Dr.
H. Ey); ella se convierte en angustia cuando la confrontam os con la imagen real de la muerte
real del otro, padecida como frustración po r nosotros mismos y como agresividad culpabiliza-
dora de nosotros mismos (Dr. M. Marois).
22 A este efecto se han podido concebir escalas aplicables a tests: l a t d (escala d e Lester-ío
mesure altitudes toward death), fo d s (cuestionario de Boyarf e a r o f death scale), kdas de Kalish (death
anxiety scalc).
' 2:1 Se distinguen así a los “reprímidores” o sujetos que tratan los temas ansiógenos p o r repre­
sión; y los "sensibilizados”, que para defenderse de la angustia utilizan más bien los procedi­
mientos de proyección, de construcción reaccional, de intelectualización. Las respuestas que
establecen una tasa elevada de m iedo a la m uerte son más frecuentes entre los sensibilizados-no
reprimidos que en tre los “reprim idores”. V éase K. G. Magni, “L a peur de la m ort: explorations
sur sa nature et ses concom itances”, en Mort et Présence, op. cit., 1971, pp. 1 2 9 - 1 4 2 .
'354 L A S A C T IT U D E S F U N D A M E N T A L E S D E A YER Y H O Y

fenómeno normal, siempre que no sé vuelva obsesivo o demasiado


intenso. A falta de estudios precisos en esta materia, casi no se puede
ir más allá de las apreciaciones cualitativas. La inserción en el grupo
que tom a a su cargo al individuo, muestra que el miedo a la muerte
es “m oderado” en África n eg ra.24 La individualización más acusada
del o ccid e n tal, en cam bio, las debilidades de sus derivaciones
simbólico-imaginarias, hacen por lo general más vivo a este miedo, a
menudo insoportable. El papel de las creencias religiosas es particu­
larmente ambivalente: en un sentido, reducen el miedo, al suprimir
la idea de anulación total; pero pueden aumentarlo respecto a la
incertidum bre de un futuro en el más allá, salvo por supuesto para
aquel que ha seguido perm anentem ente apegado a la letra y al espí­
ritu de los dogmas o los m andam ientos.25
Parece difícil negar la existencia de la angustia de muerte en el
niño,26 particularm ente entre niños enferm os. Sin em bargo, una
pregunta sigue en pie: ¿se trata verdaderam ente de angustia ante la
m uerte o de una “experiencia vital de aniquilamiento”? Pero si el
niño asimila tan bien lo que puede revelarle el adulto, este “suscita-
dor de angustias” del que habla Guillaumin, ¿no será porque des­
cansa sobre ese mismo esquem a emocional? Acaso el inconsciente,
como cree Freud, imposibilitado de representarse nuestra muerte,
apuesta por la inmortalidad.27

24 L. V . T hom as, Cinq essais . . op. cit., 1968, sobre todo su primeva parte.
25 H. Feifel, Older persons look at death, Geriatrics, 1956, II, pp. 127-130. The meaning o f
death, McGraw Hill, Nueva York, 1959. L a referencia a la magia es inevitable para explicar
algunas actitudes. “El miedo a la m uerte se m anifiesta clínicamente de m anera invariable como
la expresión de deseos de muerte reprim idos contra los objetos de amor. Como los temas de la
m uerte y de la castración (o retiro equivalente del objeto amado) están estrecham ente asocia­
dos, una angustia relativa a una supervivencia indefinida de la personalidad expresa constan­
temente el miedo a la impotencia como castigo [ . . . ] Tam bién es posible preguntarse si la
facilidad con la que algunos sabios afirm an , por ejemplo, que después de la nuierio no hay
nada, no se explicará por móviles análogos, eventualm ente inversos, pero también conform es a
los del pensam iento mágico.” R. L aforgue, “ La pensée magique dans la religión” , Rev. franc/úse
de psychanalyse, 1934, VII, I, pp. 24-30.
26 “[ . . .} parece pues que el sentim iento de la muerte se constituye hoy precozmente en el
niño, en ocasión de la angustia prim era que representa el miedo a p erd er a la madre; que esa
angustia se experim enta en ei momento en que, al dorm irse, ei niño parte hacia ese descono­
cido del que se pregunta si volverá alguna vez. Pero con excepción de casos particulares, esta
idea no es sin em bargo actual en el niño y éste ju eg a con ella en toda circunstancia, no sin
provocar la reprobación del mundo de los adultos” ( j. Duché).
li En los Essais de Psychanalyse (capítulo: De nuestra actitud con respecto a la muerte), Freud
subraya que nos es absolutamente imposible representarnos nuestra propia m uerte; toda las veces
que lo intentam os, nos damos cuerna de que asistimos a ella como espectadores. Es esto loque lleva
a d eclarar a la escuela psicoanalílica que nadie cree en su propia m uerte y que cada uno en su
inconsciente está convencido de su propia inm ortalidad.
E L H O M BR E ANTE LA M U E R T E 355

Las razones del miedo a la muerte, sea normal o patológico, pueden


agruparse en tres rubros, resumidos bastante bien en el cuadro si­
guiente.
- M iedo a d ejar u n a tare a in co n clu sa (niños no e d u ca d o s
M in io a morir tod avía). .
( m i e d o a la m u e r t e , - O bsesión del d o l o r físico (esp asm o s d e la agonía): d e ahí
s o b re to d o a la m a la el te m a d e la b ella m u e rte o m u e rte súbita.
m u e lle ) - O b sesió n de la a g o n ía p sico ló g ica: soledad , d e s e s p e ­
ran za, vacío (cf. lo n e sco ).

- A n g u stia de la c o rr u p c ió n c o r p o r a l ,2N de la c a r r o ñ a (el.


B au d elaire).
- In certk ltim b re clel m ás allá: .-co n o cerem o s allí m ás d o ­
lor, d esigu ald ad social, to rm e n to ? 2!l
M ied o a l des ¡m es d e la
- C elos co n re s p e cto a los su p erv iv ien tes. ;NIos o lv id arán :'
m uerte
¿C ó m o re p a rtir á n n u e stro p a tr im o n io ? :1"
- O bsesiones de la n a d a .:n
- In q u ietu d por los fu n erales n ecesario s para a lca n z a r el
estad o d e a n cestralid ad (n e g ro -a frica n o s).

M iedo a los a p a re c id o s (m an es no apaciguados) so b re


M iedo a loa m uertos to d o en el Á fric a n e g r a .32
M iedo a los b io tán ato s.

Entre estos tres registros, evidentemente el primero desempeña el


papel más im portante, al menos es él el que aparece inmediatamente
en nuestras investigaciones negro-africanas, y sobre todo (es decir en
un grado más agudo) en nuestras búsqueda^ occidentales. En ese
rubro se mezclan argumentos altruistas (no haber cumplido su mi­
sión: los negro-africanos y, entre nosostros, los cristianos y los mar-

28 (>ue se evitan los que se hacen incinerar.


-'■* El melancólico teme a la muerte como tem e a la locura y la condenación. Pero tem e ante
todo a la eternidad, porque en ella no tendrán lím ites sus sufrim ientos.
30 A veces la m uerte suscita cizañas, desavenencias, peleas, a causa de la herencia: recu ér­
dense los ejem plos dados ¡x>r O. Lewis en Una muerte en la fam ilia Sánchez, pero a veces genera
reconciliaciones espectaculares, i.am asirc destaca que en A rdeche, las gentes distanciadas
desde hace años del difunto o de los suyos, no d udan en acudir ofrecer sus servicios.
:u Sobre lodo en tre los que se hacen incinerar.
El miedo a los m uertos y a los cementerios multiplican las fantasías del niño. “ Los m uertos
no quieren estar enterrados. Cuando se los sepulta en la fosa com ún, esto los molesta, tratan de
salir pero no tienen fuerza, salvo con sus uñas y dientes que les siguen creciendo después
de muertos. Entonces desgastan la tierra con sus largos dientes amarillos y sus uñas curvadas y
duras como las de ios chinos, y un día, cuando llegan a salir un poquito, mueren de nuevo
y vuelven a caer como polvo en la tierra, dejando sus dientes y uñas clavados en la superficie, y
es así como se las puede en con trar.”J . Jean-C harles, L a mort madame, Flammarion, 1974, p. 137.
356 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

xistas especialmente; no haber concluido la educación de los hijos, y


esto, en alguna m edida, en todas partes) y motivaciones egoístas (ob­
sesión de la agonía física y psíquica, más imperiosa aún en el occiden­
tal). Por el contrario, son únicamente los argum entos egoístas los que
prevalecen en lo referente al después de la m uerte y al miedo a los
muertos; lo que dem uestra el carácter altamente austítico de la an­
gustia de muerte. P o r falta de tiempo o de espacio, sólo tom arem os
en consideración el prim er y tercer registros, sin que tampoco po­
damos hacer de ellos un estudio exhaustivo por las mismas razones.
Nadie ha descrito m ejor que Ionesco - E l rey se m uere-33 la angustia
de la muerte en la soledad y el desam paro. En vano el rey B éren ger
invoca a los m uertos: “No, no. Ya sé que nada me alivia. La m uerte
me colma y me vacía. Ah, la la, la, la, la, la, la. [Lamentaciones. Des­
pués, sin ningún énfasis declamatorio, com o si gimiese dulcem ente.]
Ustedes, innumerables, que han muerto antes que yo, ayúdenme.
Díganme cómo hicieron para m orir, para aceptar. Enséñenm elo.
Que el ejemplo de ustedes me consuele, que pueda apoyarme en
ustedes como si fuerar^ muletas, como brazos fraternos. Ayúdenme a
franquear la puerta que ustedes ya han franqueado. Vuelcan a este
lado por un instante para socorrerm e. Ayúdenme, ustedes que tuvie­
ron miedo y que no quisieron. ¿Cómo íes ocurrió esto? ¿Quién los
sostuvo? ¿Quién se los llevó, quién los em pujó? ¿Tuvieron miedo
hasta el final? Y ustedes, los que eran fuertes y valerosos, los que
consintieron en m orir con indiferencia y serenidad, enséñenme la
indiferencia y la serenidad, enséñenme la resignación” (p. 50). Después
los suicidas: “ Ustedes, los suicidas, enséñenm e cómo hay que hacer
para alcanzar el desagrado por la existencia. Enséñenme la lasitud. Qué
droga hay que tom ar para lograrlo” (p. 5 1 ). Por último los m uertos
felices: “Ustedes, m uertos felices, ¿qué rostro vieron cerca del de uste­
des? ¿Qué sonrisa los distendió y le hizo sonreír? ¿Cuál fue la última luz
que los iluminó?”
J u u e t t e : “Ayúdenlo, ustedes, los miles y millones de difuntos.”
E l g u a r d i a : “Oh, Gran Nada, ayuda al Rey . . .” (p . 51).
Pero todos estos llamados no sirven más que para acrecentar la an­
gustia de muerte del rey.
E l r e y : “Miles y millones de muertos. Ellos multiplican mi angustia.
Yo soy sus agonías. Mi m uerte es innum erable. Tantos universos que
se extinguen en mí.”
En vano se vuelve entonces hacia el m undo de los objetos, hacia el
sol: “¿Cómo podré h acer esto? No se puede o no se quiere ayu-

:j:l Gallimard, 1963. Véase tam bién, I. Lepp, op. cit., Grasset, 1965, cap. n.
E L H O M BR E A N T E LA M U ERTE 357

darme. Y o mismo no me puedo ayudar. Oh, sol, ayúdame, sol, borra


la som bra, impide la noche. Sol, sol, pon claridad en todas las tum­
bas, en tra en todos los rincones sombríos y en los agujeros y en los
escondrijos, penetra dentro de mí. ¡Ah! Mis pies comienzan a en­
friarse, ven a darm e calor, infúndete en mi cuerpo, bajo m i piel, en
mis ojos. Aviva la luz desfalleciente de mi mirada: ¡que vea, que vea,
que vea! Sol, sol, ¿me echarás de menos? Solcito, buen sol, defién­
deme. Deseca y mata al mundo en tero, si es necesario u n pequeño
sacrificio. Que todos mueran con tal de que yo viva eternam ente,
aunque me quede solo, en un desierto sin fronteras. Y o m e las arre­
glaré con la soledad. Conservaré el recuerdo de los demás, los lloraré
sinceram ente. Yo puedo vivir en ía inmensidad transparente del va­
cío. Vale más lamentar que ser lam entado. Luz de los días, ¡socorro!”
(pp. 4 9-50).
T am poco puede esperarse m ucho de los sistemas filosóficos, reli­
giosos, políticos, frente al “gran Mal”. Tal es la lección que se des­
prende, en Ju eg o de masacre,3 4 del Consejo de los D octores: Quinto
doctor: “Se m uere cuando se quiere morir. Pero este q u erer es un
querer com plejo.” Tercer doctor: “Si se muere, es que se quiere ceder
a las fuerzas del mal. La m uerte es la reacción. Ella no debe pertur­
bar a las fuerzas del progreso” (p. 8 3 ). T od a acción hum ana es inútil:
“Yo no prom eto la desaparición del mal, pero prometo que su signi­
ficación será diferente”, dice el orad or (p. 75). Estamos todos atrapa­
dos “com o ratas”, sin esperanza de poder escapar.
T od o hom bre tiene miedo a la m uerte en mayor o m en o r medida,
pero norm alm ente lo reprim e; a veces lanzándose a la acción que
ayuda a vivir m ejor, a riesgo de reencontrarla (si no está preparado
para bien m orir) en el momento del desenlace final. Lo que caracte­
riza al miedo patológico es a la vez su acuidad y su perm anencia. Así, el
neurasténico nosófobo y tanatófobo vive constantemente con el te­
rro r asu m uerte. Pero las incidencias de este estado pueden ser diferen­
tes según los casos, tal como lo co n firm an las tres observaciones clínicas
que siguen.
La señora B, 83 años, es tratad a desde hace más de diez años. La
hipocondría con localizaciones itinerantes, las angustias nocturnas,
perturban a la familia con llam ados incesantes al médico e imposibi­
lidad para su hija de vida social. Las perturbaciones com enzaron con
el miedo a envejecer. “Tú puedes ser coqueta todavía” , le rep roch a a
su hija. Pero ella no se privaba de serlo,, a pesar de sus 7 0 años. En
cada consulta, pregunta ansiosam ente: “¿No me voy a m orir, doc-

34 G allim ard, 1970.


358 L A S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A YER Y HOY

tor?” A pesar de la multiplicidad de los males invocados, su estado


somático es m agnífico y una fractura del cuello del fémur, a los 73
años, sólo transitoriam ente lé impidió moverse. En una reciente e n ­
trevista, la señora B plantea una vez más la pregunta de siempre. ¡Y
tiene 83 años! L a situación es realm ente incómoda. “Yo celebraré
con usted su centenario”; pero este plazo, tan fuera de lo com ún, no
la hace entrar en razón. Es la ineluctabilidad de una muerte, aunque
lejana, la que abrum a a esta enferma.
La señora A, de 65 años, tratada desde hace más de veinte años por
perturbaciones neurovegetativas con nosofobia. Ella perdió en co n ­
diciones atroces a un marido al que amaba tiernamente, y que la
mimaba mucho. La señora A se en co n tró sola, sin acom pañante
que mirara por ella. Se teme una descompensación neurótica; pero
ella tranquiliza a su médico con una frase asombrosa: “Lo que me
ayudará a m antenerm e es que le tengo miedo a la muerte.” Quince
años más tarde murió de descompensación cardiaca. En la víspera
de su m uerte, ya no tenía miedo y hacía proyectos para cuando volvie­
ra a su casa. Fu e el miedo a la muerte el que hizo vivir a la señora A.
El mismo m iedo mantuvo en cama a M. S., de 30 años, un joven
inteligente, que resistió mal la m uerte brutal, por síncope cardiaco,
de su abuelo. Desde el punto de vista clínico, presenta angustias his­
téricas con constricción laríngea y taquicardia. Una noche se le hizo
un electrocardiogram a de urgencia. Los especialistas del corazón
desfilan por su cabecera. Después se llama en consulta a un psiquia­
tra. Antes de toda terapéutica, deben dilucidarse varios puntos para
calmar la angustia del enferm o: 1) las perturbaciones invocadas están
en relación con una “enferm edad”; 2) el médico conoce esta en fer­
medad; 3) ésta no es mortal. Nada aum enta tanto la angustia de estos
enfermos com o la multiplicidad de los exámenes complementarios, análi­
sis, radiografías, donde ellos creen ver incompetencia del m édico,
incapaz de aportarles la única certidum bre que les interesa: “No se
va a morir.”
Este miedo existe seguramente, en grados diversos, entre los en­
fermos orgánicos, pero no tiene p o rq u é atraer la atención del psico-
patólogo si no aparece una desproporción manifiesta entre la afec­
ción y la angustia que se padece.35
El miedo a los m uertos parece haber desaparecido casi totalmente
en el mundo occidental, al menos en el urbanizado. En Á frica, la

a5 Documentos sum inistrados por el doctor J . Dehu. Véase también J . Ocluí, L a mort el la
fo lie, Bul!. Soc. T h an a to . 1, 1966, pp. 31-54.
EL HO M BRE A N T E l.A M U ERTE 359

obsesión de los aparecidos36 sigue siendo bastante fuerte, para inci­


tar a algunos difuntos a no volver, se mutila su cadáver antes de la
inhumación; por ejemplo se le quiebra los fémures, se le arranca una
oreja, se le co rta una mano: de ese m odo, por vergüenza o por im po­
sibilidad física, se verán obligados a quedarse donde están.37 Si se
trata de m uertos buenos, hay un solo medio: asegurarles funerales
dignos de ellos. Los muertos más temidos son si duda los “biotáñu­
tos”, los fallecidos de muerte violenta, prematuramente: guerreros,',w
suicidas, accidentados; o también aquellos a quienes la sociedad les
niega funerales decentes: especialmente los suicidas,:,H los com edian­
tes, los saltimbanquis.
Otra variedad de biotánatos está constituida por los asesinados, so­
bre todo los que quedan sin sepultura, durante largo tiempo se creyó
que se convertían en vampiros; y también se les hacía responsables
de actos de- locura y posesión.
El com portam iento actual frente a los grandes criminales (disper­
sión de sus cenizas; sector anónimo en el cementerio) podría parecer
en más de un sentido una supervivencia de tal actitud, lo que se
confirma en parte por el oprobio que cae sobre su familia (íneca-

36 En la antigua Grecia, los fantasmas tenían d erech o a tres días de presencia en la ciudad.
Periodo consid erad o nefasto. Todo el mundo se sentía mal en esos días. Al tercero, se invitaba
a todos los espíritus a entrar en las casas, se les servía entonces una comida preparada a propó­
sito; después, cuando se consideraba que su apetito estaba saciado, se les decía con firmeza:
“Espíritus am ados, ya habéis comido y bebido; ah o ra marcharos.”
37 En N ueva Guinea, los viudos sólo salen si van provistos d j lina sólida maza para defen­
derse de la So m bra de la desaparecida. Se han descubierto nuinjerosos esqueletos antiguos cjue
estaban encogidos com o si hubiesen sido am arrad os. En Queesland, a los muertos se les rom­
pían los huesos a garrotazos, después se les ataba las rodillas junto al m entón; y para term inar
se le llenaba el estómago de piedrecitas. Es siem pre el mismo miedo el que ha incitado a
algunos pueblos a colocar grandes bloques de piedra sobre el pecho de los cadáveres, a clau­
surar herm éticam ente con pesadas losas las cavernas, a cerrar también de ese modo las urnas
\ los sepulcros. Véase J . Susini, L'etre humain devanl la mtirl le chagrín et ¡e deuii", Bull. Soc.
Thanato. I, 1967 y L. V. Thomas, op. cit., 1968.
De ahí el uso de procedimientos muy especiales antes del com bate, para co n ju ra r los
d ecio s de esa (orina ele muerte. En la antigua China el je fe de la g u erra vestía las ropas
funerarias (para protegerse <le los vivos). Salía entonces de la ciudad por una brecha abierta en
la puerta del N orlc, tal como salían del T em p lo ele los Antepasados los despojos de uit muerto.
Entre ios bainbara (Malí), el rey llevaba un vestido-m ortaja, tejido con el mismo género del que
se hacían los sudarios, lo (¡Lie debía prevenirlo co n tra el acontecimiento mortal. M ediante esta
cerem onia de "vocación de la muerte" es el g ru p o entero, por intermedio del ¡ele caristnático,
el que tom a la m uerte a su cargo. Una m uerte violenta, “prevista”, “organizada” de ese modo,
no desencadenaba la irrupción de lo num inoso y apaciguaba la cólera de la víctima (Susini).
39 En la antigua Grecia se les cortaba la m ano derecha. S e pensaba qu e su voluntad de m orir
delataba sil odio a la vida y a los vivos. H im m ler se hizo eco de este miedo arcaico, cuando
tim ante la g u erra hizo enterrar con las m anos atadas a los soldados que se habían suicidado.
360 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

nismo de rechazo; especie de duelo perm anente, en que el titular del


duelo es literalmente excluido del grupo; no le queda más que un
medio de reintegrarse a él: cambiar de nombre).
A pesar de la multitud y la riqueza de los estudios dedicados a la
angustia de la m uerte, no siempre vemos claro en qué consiste.4" Lo
que sabemos en cambio es que existe en todos: 41 en el niño, en el
adulto, en el viejo, en el primitivo y en el evolucionado, y que puede
volverse obsesivo. A su vez, esa angustia suscita múltiples actitudes
ante la inminencia de la muerte: 42 el asombro escéptico (“no, no es
posible”); la rebeldía (“¿por qué yo?”; no hay Dios, puesto que voy a
m orir”); la depresión, la desesperación (“estoy perdido, qué h o rro r”;
“más vale m orir en seguida”); el compromiso (“que se me concedan to­
davía algunos meses”; “¿nadie puede m orir en mi lugar?”); la depre­
sión, con fases de silencio interior y de lamentaciones sobre la pér­
dida de los otros y los suyos propios; por último la aceptación (“¡si no
hay más rem edio!”).
Esta angustia, bajo apariencias diferentes, “va a infiltrar nuestra
vida; y la única m aner£ de hacerle frente para encontrar allí nuestras
verdaderas razones de vivir, es tratar de desenmascararla para evitar
que todos nuestros tem ores y nuestras angustias no caigan dentro de
su órbita, lo que no dejará de ser utilizado para otros fines; la angus­
tia de muerte, angustia última, no debe servir para alimentar todos
nuestros temores a pesar de la fascinación que puede ejercer, pues es
a la vez el fracaso y el triunfo de nuestra omnipotencia”.43

40 Desde una perspectiva psiconalítica se la asimila- a veces al miedo a la transgresión del


incesto: “El regreso a la M adre-M uerte, deseada, pero prohibida, pues es una de las figuracio­
nes de la madre genitora.” R. M enahem, op. cit., 1973, pp. 91 y 97. Lo que introduciría una
diferencia entre el rriiedo del hom bre y el de la m ujer.
41 Herbert Marcuse refuta la tesis según la cual el miedo a la m uerte es un fenóm eno ances­
tral. Para él, es sólo un fenóm eno histórico. Tanatos (el instinto de muerte) opera bajo la
dirección del principio del placer (Nirvana). Éste tiende a alcanzar un estado exento de necesi­
dad. La satisfacción de necesidades produce un descenso suficiente de las tensiones interiores
para que se satisfaga el principio del Nirvana que está en la base de los impulsos de m uerte. El
valor instintivo de la m uerte quedaría así modificado. Cada u n o podría considerar a la m uerte,
com o todas las otras necesidades, com o un fenóm eno biológico y una experiencia racional e
indolora. La liberación del hom bre produciría una liberación de su miedo a la m uerte (Eras et
C hilization, Edit, de Minuit, 1971, pp. 211-216). Nosotros pensamos, por el contrario, que el
miedo a la muerte es un hecho universal y general, y que la historia sólo interviene para
hacerlo específico de un modo u otro. Así, la civilización negro-africana es a nuestro parecer
mucho menos ansiógena que la occidental tal como existe actualm ente.
42 Véase E. Kiibler-Ross, ap. cit., 1969; A. D. Wcisrnan, On dying and denying, Ben. Public. Inc.,
Nueva York, 1972.
43 R. Menahem, ap. cit., 1973, p. 45.
E L H O M BR E A N T E LA M U ERTE 361

2. M iedo a la vida y fascinación d e la muerte

Si la angustia de la muerte p arece tanto más poderosa cuanto más


inactivo se es (la herm ana B lan ch e del Diálogo de las carmelitas 44
muere “m ejor” que la madre superiora sumida en el miedo), ¿qué
pensar de ciertos sujetos para quienes vivir es el problema? El anoré-
xico le ha perdido el gusto a la vida, y por ello se niega a alimentarse
(regresión por miedo a la vida, que conduce lenta pero inelucta­
blemente hacia su término definitivo). El instinto de m uerte se ob­
serva más especialmente en el impulsivo perverso, en quien las tentati­
vas de suicidio pueden ser múltiples (se ha hablado a este respecto de
un verdadero “coqueteo-con-la-m uerte”), tentativas que por ser rea­
les y letíferas, son vividas p o r quienes lo rodean, y no sin razón,
como una forma de persecución. Esta obsesión del suicidio aparece
en ciertas familias, lo que ha llevado a pensar, si no en una herencia,
al menos en el contagio del im pulso mortífero. Presentamos diversos
ejemplos aportados por el d o cto r J . Dehu.
La familia MG se esquematiza de este modo:

F ., ab u elo
a lco h ó lico
su icid io a lós 6 0 añ os

Un h i j o h i j a , se ñ o ra M.
su icid io a los 2 0 añ o s (casad a co n M ., .alco h ó lico )

j. p : ‘ 1M. L.
19 años 15 añ os
estu d ian te e s c o la r

La historia, en lo que nos interesa, comienza en 1966, paralela­


mente a la internación de M., 40 años, alcohólico notorio, quien es
acusado de haber tenido relaciones con su hijastra M. L ., de 15 años.
M. L. hizo una tentativa de autoeliminación, pero no motivada por el
extravío de su padrastro, sino para protestar contra la prohibición
que se le ha impuesto de salir con jóvenes. Internado él padrastro,
ella retorna a su casa bajo la vigilancia del juez de menores. El padre
de M. L. había fallecido, cuando ella tenía dos años, por alcoholismo.
Entre sus antecedentes se advierte también el alcoholismo del abuelo
materno F. y el suicidio de un tío en 1955 (para escapar al servicio

44 G. B ernanos, Diálogo de los carmelitas, Seuil, 1969, pp. 44-51, 56, 64, 75-7 6 , 137-1B8, 142,
155, 188,200-203.
362 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HO Y

militar en Argelia, se dijo). M. regresa al hogar, bajo nuestra vigilan­


cia, y es entonces que F., el abuelo, que pensaba tener la guarda de
sus nietos, se encuentra solo y se suicida. J . P., que hasta entonces
p reparab a sus exám enes, insensible a las tem pestades familiares,
hace una tentativa seria de suicidio y le pide al juez de menores
ayuda y protección para apartarse de su perturbada familia. M., que
entre tanto ha pasado varios meses en la clínica por una interven­
ción, solicita el regreso del hijastro. Éste vuelve. La señora M. ingiere
barbitúricos, porque su esposo rechaza la herencia (con deudas) del
padre. Ella duerme dos días seguidos sin que nadie se preocupe.
Pero logra internarse en el hospital. A su regreso se suicida una
prim a. La herencia neuropática es patente. El ritmo acelerado de la
sucesión de los hechos parece un melodrama. Es fácil hablar de
chantaje y de beneficios secundarios. Aquí la m uerte aparece como la
resultante ocasional de un estado de tensión perm anente, al que cada
uno va cediendo. Una psicoterapia practicada sobre los actores prin­
cipales por miembros diferentes del equipo, condujo a una detención
m om entánea de tantas peripecias desde 1967.
Más grave parece la locura de la muerte de la familia C. De las cinco
hijas, dos están casadas y las otras tres siguen en la casa paterna. G.
comienza a ser atendida por mí por un síndrome esquizofrénico
grave, con discordancia e impulsos suicidas. Habla sin cesar de su
herm ana E., que no le escribe más. Nos llega la noticia de cjue E. se
ha arrojado desde lo alto de un acantilado. Le ocultam os la muerte a
G, cuya ansiedad se acrecienta. La familia deja de venir a verla. G.
m ejora y podemos anunciarle gradualmente el fallecimiento de su
herm ana. Entonces hace una tentativa impulsiva de autoeliminación
p o r ingestión de medicamentos. Se impone la internación. La madre
habla de divorciarse y le im puta al padre, demasiado rígido, las reac­
ciones de sus hijos. N. no es esquizofrénica, sino que ha cedido al
contagio ambiental. Todas las situaciones no son por suerte tan dra­
máticas.'15
Insistamos en la cuestión del suicidio: cada 90 segundos “un ser
hum ano pone fin a su vida en alguna parte del m undo”. En Francia
se declaran por lo menos veinte suicidios por día, aparte de los que no
se conocen y los que fracasan. E n tre todas las causas de deceso, se­
gún el i n s e e , entre los 15 y los 19 años los suicidios ocupan el cuarto
lugar; entre los 20 y 24 años, el tercer lugar. En cuanto a las tentati­
vas, se habla de 20 mil, incluso de 4 0 mil, pero escapan a todo regis­

45 Véase Bull. Soc. Thanato. 1, 1968, pp. 31-54 . Léase también: R. Crevel, La mort diffin le, J. }.
Pauvert, i 974.
EL H O M BRE ANTE LA M U E R T E 363

tro estadístico; de lo contrario, corresponderían a la 40a. o a la 20a .


de la población que nace cada año. Tal es el drama: el suicidio es dos
veces más im portante cjue los fallecimientos por cardiopatías y le u ­
cemias juntas, cuarenta veces más que la m uerte por poliomielitis.
Con excepción del suicidio-sacrificio (¿en qué medida?), el suicidio
anómico o egoísta plantea en definitiva dos órdenes de problemas: el
del impulso de muerte y el de la angustia. Según J . Laplanche y S. Le-
claire:46 “La pulsión de muerte es esa fuerza radical, ordinariamente
fijada y fijadora, que aflora en el momento catastrófico o extático, en
ese punto en que la coherencia orgánica del sujeto en su cuerpo ap a­
rece como lo que es, innominable o inefable, síncope o éxtasis, que
grita su invocación a una palabra para velarlo y sostenerla. Así, la
pulsión de m uerte aflora sin mostrarse jamás. Pero hemos visto ya,
sin poder insistir ahora en ello, que esa pulsión constituye la base, el
fundamento del complejo de castración, que permite, como límite
rigurosamente imposible de calificar, el desarrollo y la organización
de los impulsos sexuales; y en fin,' que genera el desarrollo y la es­
tructura del lenguaje.”
Bajo la influencia del lacanismo, existe hoy una tendencia m arcada
a hablar de instintos o pulsiones de m uerte, en lugar de pulsiones o
instintos agresivos. ¿Esto significa que se ajusta más a la realidad de
la muerte? No sólo no lo parece, sino que a veces se tiene la impren­
sión de que el psicoanálisis “ha ofrecido un nuevo medio de defensa
de huida para permitirle al hombre no enfrentar su destino” .47 Lo
cierto es que la dialéctica lacaniana, al dar preferencias a lo simbólico
y a lo imaginario, a sus riquezas por cierto inextinguibles, termina en
cierta medida por descuidar lo real, reducidora un residuo inconfe­
sable. Nosotros no negamos, ni qué decirlo, el valor operatorio del
concepto “pulsión de muerte” . Sin em bargo, hacer consciente lo que
era inconsciente (¿en qué medida es siempre posible?) equivale a ha­
cer existir bajo otra form a en el psiquismo lo que se hallaba oculto en
él, lo que estaba activo pero no reconocido. Pero parecería sin em -

4R "L ’inconscient: une ctude psychanaltique”, en L'inconsáet; París, D. D. B., 1966, p . ///.
Véase también J . Laplanche, J. B. Pontalis, Vocabulaire de ¡a Psychanaly.se, iri-, 4a. edición, 1973.
Si por un lado, algunos amili.sías han defendido esle concepto (P. Hcimann, “Notes su r la
théorie des pulsions de vieet des pulsions de mort” , cnDéxi, de lapsychanalyse, k t , 1966; M. K lein,
I j i psyrhanalyst'desenfmils, w T, J 9 6 0 ;i>éase también Ja notable obritn de R. Jaaard ,/ .a pulsión d e mort
diez Niélame Klein, L’age d’homme, 1971; J . Laplanche, Vie et mort en Psychaualy.se, Klammarion,
1970), otros Ja admiten con muchas reservas*o Ja rechazan, especialm ente: O. Fenicheí (La théorie
psychanalytique desnévroses, 1TF, 1 9 5 3 ),H. H artm an n.R . Loewenstein (“Notes sur le sur moi’Y/ki'.
fran(\ psych,, 1964, 28, 5-6, pp. 639-678), S. Nacht (La théorie psychanalytique, v i Y, 1969).
47 J^r - J- Favez-Boutonier, L e problhne de la mort et les sciences humaines, texto inédito.
i C .' .v .- íA ii .i' i IA jlE S Ju i. A i t R Y HOtf

bargo que estuviéramos frente a una forma nueva de desconoci­


miento, “hecho de una especie de complicidad entre los que saben y
los que buscan, para familiarizar en apariencia al ser hum ano con la
muerte, dando a entender que ésta no existe, como si las leyes del
inconsciente fueran las de la existencia” .48 El impulso de m uerte
agrega muy poco a la comprensión del suicidio.
En su relación con la angustia, el suicidio, ese “mal de vivir”, suele
aparecer en form a ambivalente. Si a veces se confunde con la fasci­
nación de la muerte (anoréxico, impulsivo, sobre todo), en la mayo­
ría de los casos se encuentra en relación estrecha con el impulso de
vida. En varios sentidos se lo podría definir como el fracaso de la co­
municación, en un doble plano. El hecho de que los llamados al S. O.
S. Amitié* se hagan hacia las 18 horas, desde las estaciones, por p ar­
te de los que no tienen coraje para afrontar el triste regreso a la casi­
ta de las afueras; el viernes de noche para los que ven en el fin de
semana “un gran hueco desierto”; en el invierno, cuando las noches
no acaban nunca; en primavera, porque las primaveras sólo son pro­
picias a los que pueden participar en ellas, nos dem uestra que se
trata de sujetos (en ía mayoría de los casos viven en ciudades) psico­
lógicamente solos, a disgusto consigo mismos y sobre todo con un
mundo que no los acoge.
Además, el suicida espera de los demás, tanto conocidos com o
anónimos 49 una confirmación de sus razones de vivir o de m orir:
“ya se hable de la función de llamado del suicidio o del efecto de­
seado, siempre es una manipulación del otro, donde lo que está en

* Nombre de una entidad de socorro francesa dedicado al auxilio de personas perturbadas


o deprimidas qu e acuden a ella, generalm ente por vía telefónica, en dem anda de ayuda o
consejo. [T .]
48 Dr. J . Favez-Boutonier, ibid.
Se trata, por supuesto, del suicidio individual, incluso del suicidio contagioso d e l que hablaba ya
Durkheim, y no del suicidio colectivo. Recuérdese la fórm ula del Che Guevara: “Es deber de
los intelectuales suicidarse com o clase.” Existe por o tra parte geno-suicidios entre los indios, los
negros, los ju d ío s, para escapar a persecuciones intolerables. Como existen tam bién suicidios-
espectáculo: en la antigüedad se anunciaba públicam ente el suicidio, se pagaba el sitio para
presenciarlo (el dinero iba a los herederos) y el suicida se convertía en suicidado en medio de
los “hurrah” . El suicidio-deporte de jóvenes bien nacidos en los años 1830 o el suicidio bofetada a
los burgueses de algunos surrealistas, eran tam bién un poco espectáculo. Es la misma acti­
tud de la locutora am ericana que recientem ente se disparó un balazo en la cabeza delante de
millones de telespectadores, es un “suicidio en d irecto”, anunció antes de morir.
4!> Lo que más repudia el suicida es la m anipulación. Por más que deseaba atentar contra su
vida, la religiosa de Diderot no lo hizo porque sentía que las otras herm anas ansiaban su
muerte: “Cuando uno se quita la vida quizás busca desesperar a los demás y se la conserva
cuando se cree satisfacerlos: son movimientos que ocurren muy sutilmente en nosotros. E n
realidad, yo sólo vivía porque ellas deseaban mi muerte
E L H O M B R E A N T E LA M U E R T E 365

ju ego es la angustia de la m u erte. Se ha notado la existencia de una


fantasía de ‘ser salvado’, que incluye al salvador deseado. El desen­
lace del acto dependerá de la respuesta de este salvador deseado”.50
A veces basta un simple contacto físico (un apretón de manos, una
palm ada en los hombros, u n a caricia) o auditivo (el sonido de una
voz en el teléfono, una charla sobre cualquier cosa, un poco como lo
que ocurre en una cura psicoterapéutica). Esto explica el éxito de S.
O. S. Amistad en Francia o de los Samaritanos en Gran Bretaña
(aquí se responde durante las 2 4 horas del día; y en este país el suici­
dio ha disminuido, pero en las 15 ciudades donde la asociación no
existe, aumentó el 20%). A veces esto resulta más complicado: “Aquel
a quien se le dirige este pedido, en la mayoría de los casos no form u­
lado com o tal, no puede o n o quiere com prenderlo. Es para él un
planteam iento que pone en tela de juicio su propia angustia de
m uerte, sus deseos, sus tem ores; es quizás también la evocación de
ideas suicidas que él mismo h a tenido. En todos los casos, hay una
movilización de angustia que puede traducirse en las formas más va­
riadas, desde el rechazo hasta la intervención intempestiva.”51
Por o tra parte, junto a los suicidios maniacos, minuciosamente pre­
parados, y que tienden sin ninguna duda a la destrucción ineluctable
del sujeto, están los otros, los suicidios aleatorios, más numerosos, que
dejan librado al azar el responder por sí (la muerte) o por no (la
vida). La autodestrucción se em p aren ta aquí con el riesgo (“Jam ás se
sabe”; “Si escapamos, es que vale la pena vivir”): en esto consiste su
aspecto de ordalía.52 Num erosos accidentes de automóvil podrían ser
intentos de suicidio librados al azar, se aprieta.brutalm ente el acele­
rad o r y se espera con angustia el veredicto, a menos que en el plano
inconsciente no se haga todo lo que normalmente hay que hacer
para evitar la colisión. Lo cierto es que en los Estados Unidos, de 50

50 R. Menahem, op. cit., 1973, p. 111.


51 ibid, p. 114. Véase 1. Lepp, op. cit., 1 9 6 6 , cap. ili.
Nada más revelador de este suicidio-riesgo que la vieja técnica rusa del revólver de tambor
(ruleta rusa).
52 “Existe un núm ero considerable de personas “normales” que no hacen todo lo necesario
para evitar el accidente”, señala M. R och e. Com o si se tratara de suicidas inconscientes. “ Hubo
un m om ento en que yo pude evitar el accid ente, pero no lo hice” , confiesa alguien que salió
con bien. “La conducta peligrosa está a m enudo determinada por m otivaciones inconsientes,
ligadas a la situación particular en que se encuentra el automovilista”, afirm a el doctor Delteil.
En una comunicación reciente al C ongreso de Medicina del T ránsito, decía e n su peculiar
lenguaje: “el conductor form a con su a u to un conjunto original, nacido de la fusión dél hom ­
bre con la máquina, y animado por la liberación de impulsos instintivos, amplificados por la
potencia d erautom óvi!”. En suma, el autom óvil actuaría como un resonador del inconsciente.
El d octor Freud no lo había previsto” (Le Point, 2 de octubre de 1972).
366 LAS A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE AYER Y HOY

mil accidentes mortales de carretera por año, 8 mil serían suicidios;


en Francia, de 16 mil accidentes, ¡habría entre 8 a 10 mil conductas
suicidas! Tam bién en Francia, sobre una muestra de 33 personas
predispuestas a la autoeliminación, la frecuencia de los accidentes
era de 2 .7 con tra 1.3 en otra m uestra de 27 personas no suicidas.
¿No es igualmente significativo el hecho de que H. de M ontherlant,
de quien se conoce su firme resolución de matarse, haya insistido en
una carta en la necesidad de com probar si estaba muerto realm ente
antes de p roceder a sus funerales? ¿Secreta esperanza de sobrevivir?
Es, por lo tanto, “desde el exterio r” desde donde el suicida espera las
razones de vivir o de morir (los otros, el azar, Dios). Lo que perm ite
una vez más em parentar la m uerte con el juego: ju ego con la vida
(acróbatas, corredores de automóviles), ju eg o con el dinero (a menudo
se ha evocado el aspecto de m uerte de los que se arruinan en la
ruleta).
Si la m uerte más cruel y más injusta es sin ninguna duda la del
niño, el suicidio infantil (prácticamente inexistente antes de los 10 o
12 años), también nos parece el más dramático. J . de A juriaguerra,
retomando un estudio de Bender, analiza este comportamiento de la
'manera que sigue: “El niño reacciona ante una situación insoportable
tratando de escapar. Lo más corriente es que estas situaciones intole­
rables consistan en falta de am or, o al menos el niño piensa que el
efecto es insuficiente para responder a sus necesidades, que en algu­
nos casos son especialmente acentuadas como consecuencia de una
insuficiencia orgánica o de una carencia social. Esta falta ha provo­
cado tendencias agresivas dirigidas en prim er término contra los que
le rehúsan am or. Bajo la influencia cíe sentimientos de culpa,53 el
niño vuelve estas tendencias agresivas contra sí mismo. Las tenden­
cias agresivas pueden acrecentarse por factores constitucionales, por
una identificación con un padre agresivo o con otros miembros agre­
sivos de la familia [ . . .] La tentación de suicidio constituye también
una represalia contra el contorno y un método para obtener mayor
cantidad de am or. La muerte por suicidio representa también una
reunión con el objeto de am or, en el am or y la paz. Entre los niños,
los suicidios que siguen a decepciones en el afecto son igualmente
tentativas de reconquistar el objeto de am or, que en el sentido más
profundo es siempre el de uno de los padres”.54

53 Sobre todo cuando la madre se queja del com portam iento del niño, llega decirle: “T ú me
matas", "M e partes el corazón”, “¿Quieres m atarm e?”, etc. Véase B. Castets, op. cit., 1971 y
1974.
54 M anuel de psychiatrie de l’enfant, Masson, 1970, p. 483 . Véase también L. B en d er, Agression
hustility and anxiety in children, Ch. Thom as, Sp ringfield , 111, 1953; Children and adolescents who
EL H O M BR E A N T E LA M U ERTE H67

Más complejo quizás se nos aparece el suicidio de ¡os adolescentes


(Haim) y el de las adolescentes (P orot). Todo adolescente “manipula la
idea de la m uerte y es para él una m anera fundamental de establecer
su existencia”, se ha dicho. Pero la tentativa de suicidio aparece más
particularm ente entre los sujetos cuyo esquema corporal no está per­
fectam ente estructurado (carencia d e la función de anticipación, re­
chazo del pasado vivido como frustrante), y que presentan a menudo
una cierta inmadurez afectiva, una carencia de imagen paterna (fa­
milia disociada) y que se revelan impotentes “para estructurar una
verdadera neurosis” o incluso para hacer una elección:55 la conducta
suicida constituye precisamente este “llamado al destino”, el que de­
cidirá si se debe continuar viviendo o si es preferible m orir. Lo cierto
es que un suicidio fracasado puede convertirse en un medio para un
cambio revalorizador (“puesto que no he muerto, es que debo vivir”).
De ahí que, según Nacht y Courchet, el suicidio en ciertos casos,
aunque tenga la muerte por finalidad, conserva el sentido de un
gesto eminentemente vital, puesto que se integra en un esquema de
comunicación con el otro, incluso de comunión; la interpretación
psicoanalítica revela una búsqueda de la seguridad original del seno
m aterno, la fusión con el objeto de amor interiorizado. En otros
casos, no es la destrucción de ia persona física la que se busca, sino la
dei personaje social; es un suicidio social, o al menos de intención
social, así com o, desde el punto d e vista moral, es un ataque a la
sociedad. El adolescente se agrede para agredir al grupo en la noción
que éste tiene del respeto a la persona.
El -anejo también se suicida. Com o el adolescente, él está enfrentado
a su cuerpo y a su contorno, pero al contrario del adolescente, el
viejo está en declinación, decrepitud o deterioro físico, intelectual,
afectivo, relaciona]. La sem im uerte es su estado; la muerte, su des­
tino a breve plazo; sus posibilidades socioeconómicas son reducidas,
la soledad es a menudo su com pañía y esta vez la angustia y las fanta­
sías de la muerte se apoderan de él. Si el suicidio del adolescente es
una tentativa desesperada de comunicación con el otro, el del viejo
consum a la imposibilidad o la inutilidad de toda comunicación.

liave killed, Americ. J . Psychiat., 1959, 116, pp. 5 1 0 -5 1 4 ; Z. Syzmanska y S. Zelazowska, Suicides
et teutatives de suicide des enfants et adolescente, R ev. Neuro psychiat. infant., 1964, 12 pp. 7 15-740;
J . Duche, Les tentalives de suicide diez l'enfanl el ladolescm L P.sycbiat. K níani 1964, 7, 1-1 M; A.
Haim, Les suicides d ’adolescents, Payot, 1964.
55 En 'efecto, el adolescente está en !a edad de los “siempre”, de Jos “para toda la vida”, de
ios “ja m á s ”; es también la edad de la invocación al destino como ordalía, prueba jud icial en la
cual el sospechado de culpa, si era inocente, d ebía salir indemne d e la prueba peligrosa a*la que
se lo som etía.
368 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

Un último caso particularm ente perturbador es el de los suicidios en


prisión (37 casos en Francia en el transcurso de 1972; 42 en 1973), en
especial ahorcados: “El ahorcam iento es la m uerte preferida del de­
tenido, la imagen misma de la vergüenza, de la culpabilidad, de la
castración, del sexo escarnecido y destruido. En prisión circula el
fantasma del ahorcam iento, orgasmo supremo, abolición del sufri­
m iento, de la vida y del yo. Es por esto que se ahorcan tantos deteni­
dos.”'’"
Si tales suicidios se multiplican, no es por contagio, sino más bien
porque cada detenido “está dispuesto a reconocerse en un acto que
acusa al régimen penitenciario”, para em plear la expresión de G.
Deleuze.57
Las actitudes frente al suicidio han variado mucho según las épo­
cas y los lugares. A veces exaltado,58 a veces desacreditado,59 casi
siem p re le resulta sospechoso a la sociedad, que sin em bargo
no siempre lo juzga de la misma manera60 según que se trate de un
hom bre ordinario (condena) o de un sujeto excepcional (adm ira­
ción). El análisis de los recortes de prensa relacionados con la muerte
de H. de Montherlantí se m uestra en este punto cargado de sentido:

56 Suicides de prison, 1972, Intolerable 4, Gallimard, 1972, p. 44.


*%7 G. Deleuze, “Suicide et prison”, M onde, 8 de noviembre de 1972.
El suicida en prisión: “ 1) se erige en acusador de las falsas promesas de reform a, hechas por
la administración penitenciaria después de las duras rebeliones de 1971-1972; 2) acusa.a la
‘m ecánica penal’, que no deja otra salida que la reincidencia a cualquier muchacho de veinte
años condenado por robo de automóvil;- 3) acusa a la justicia penal, que puebla las prisiones de
‘delincuentes m enores’; la mitad de los detenidos no tienen por qué estar en prisión, dice el
d octor Fully, después del inform e A rpaillange; 4) por último, acusa a todo un sistema que,
aparte de la pena de muerte, que habría por cierto que abolir, tiene otras maneras de matar,
em pujand o a la m uerte.”
58 Así, M ontaigne: “La muerte voluntaria es la más bella. La vida depende de la voluntad de
los otros, la muerte de la nuestra” (Une coutume de Vlle de Cea).
“F.l suicidio, escribe también A. Cam us en su correspondencia, se prepara en el secreto del
corazón com o una gran obra de arte.’* ;N o se ha llegado a hablar, com o el surrealista J . Rigaut,
del suicidio como “vocación”?
Para la Kuropa cristiana, el .suicida "cafo tan bajo como el más bajo de los criminales” (A.
Álvarez, op. cit., 1971, p. 68); “el terro r a los suicidas dura más tiempo que el miedo a los
vampiros y a las brujas” (ibid). Se preveían tratamientos especiales para los suicidas, exitosos o
fracasados (se les atravesaba el cuerpo con un palo; se reservaba la horca para los degollados
fallidos; se bajaba el cadáver por la ventana, mediante una polea y después se lo quemaba; se
colgaba el cadáver de los pies, se lo arrastraba por las calles, se lo quemaba, después se lo
at rojaba a !a basura; se mutilaba el cadáver, la mano se enterraba aparte, etc.).
60 A. Bayet mostró admirablemente (La suicide et la mora le, Alean, 1922) cómo una moral
estricta condenaba sin apelación el suicidio, mientras que una m oral más flexible podía expli­
carlo, si no justificarlo. Véase también M. Y an Vyve, La mort volontaire (Rev. Philos. de Lovaina,
1962); L. Meynard, Le suicide, i’i r, 1954.
E L H O M BRE A N T E LA M U E R T E 369

únicamente los héroes tienen derecho a explorar los “lugares prohi­


bidos” (según la fórmula de J . Rigaut).
Entre los principales reproches que se le dirigen a la autoelimina-
ción, tres nos parecen fundamentales: es una afrenta hacia los que
nos aman, particularm ente a los padres que nos han dado la vida; es
una íalta grave contra la sociedad, que mucho ha invertido en la
formación de sus miembros (escolaridad, aprendizaje, defensa); es
poner el acento sobre el libre arbitrio de cad a uno, que sobrepasa así
sus derechos (la pena de m uerte sólo pertenece al “poder”, y sólo
éste puede ejercerlo), y acusa a la sociedad entera (querer m orir ¿no
es encontrar la m uerte más atractiva que la vida, huir de la vida que
el grupo nos reserva?) y sobre todo nos recuerda que la m uerte es
nuestro destino com ún .6'
Volvamos a la ambivalencia de la m uerte que fascina. N ada más
verdadero que el suicidio es un lenguaje, una manera desesperada de
expresar algo a alguien - a su padre, a un amigo, hasta a un difunto
en la persona de algún superviviente (la esposa puede representar a
la m adre)-; y sin embargo, como dijimos, es un fracaso de la com unica­
ción (lo que explica el porcentaje de reincidencias: 20% para los sui­
cidas por prim era vez, 80% para las terceras tentativas).
No hay ninguna duda de que el suicida quiere su propia desapari­
ción, y sin em bargo su acto aparece a m enudo dirigido contra otro al
que se quiere culpabilizar, frustrar irrem ediablemente.62 Fuga ante
lo insoportable, ante la desesperación individual o colectiva (“geno-
suicidio”), ante el sufrimiento o la to rtu ra, el deshonor, la soledad,
según los casos; por lo tanto, repudio a vivir, o más bien a mal-vivir,
el suicidio constituye también en varios aspectos un medio de aferrarse
a la vida y de escaparse a la angustia de la muerte, el suicida no desea no
ser más, sino no vivir más en esas condiciones; por eso decíamos
antes que el suicidio era la vida arriesgada.63
Nunca insistiremos bastante en la inevitabilidad del miedo a la

A u r e s si* necesita muy poco para m odificar las actitudes. El Werther de Goethe, \&Anato­
mía de la melancolía de R. Burton (análisis d el siglo x v i i ) , causaron*en su época un verdadero
recrudecimiento de suicidios.
,l” Se recuerda c! caso del Samsonic-suicidio ya citado. “ Ustedes sabrán ahora cuánto los odio a
lodos”, escribe una jo v en antes de matarse. “ Mi m uerte los perseguirá hasta la tum ba” , dice un
muchacho en la misma circunstancia.
M. Oraison ha ilum inado con lucidez esta idea {op. cit., 1968, p. 52): “No m e parece
paradójico decir que, psicológicamente hablando, es com o si el sujeto que se suicida no tuviera
más que un medio negativo de afirm ar que e x is te [ . . . ] Siente su vida negada hasta tal punto, o
desconocida en planos y p o r razones‘infinitam ente d iferen tes, que ya no puede afirm ar su ‘yo’
si no es demostrando por su suicidio hasta dónde llega su dom inio de él. Demuestra qu e puede
matarse; es decir, que existe hasta allí." ■
370 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES D E A Y E R Y HOY

m uerte, incluso en el negro-africano, a quien varias veces y no sin


razón le hemos alabado la sabiduría en materia de tem or a la muerte,
particularm ente a la mala m uerte. “El miedo a la muerte es ‘normal’,
la m uerte nos espera a todos, nuestra inferioridad ante ella es real,
no sabemos lo que hará de nosotros y sí que sólo conduce a la desa­
parición de nuestro ser tal com o lo conocemos. El miedo a la muerte
es también 'racional’, pero sólo puede existir normalmente ante su
inminencia. Pero la angustia no depende de las amenazas exteriores.
La prueba de ello es que estas amenazas sólo se hacen efectivas
cuando encuentran en el niño sentimientos en desacuerdo con su
ambición imaginaria”.64 Imaginaria es la palabra precisa, pues todo
ocu rre como si la angustia de muerte no fuera de la muerte propia­
mente, sino de la castración. Esta angustia mágica es, en efecto, “un
‘tem or mágico’ al servicio de las pulsiones sexuales genitales reprimi­
das por un super-yo a impulsos del complejo de castración, y que
buscan una salida en el plano anal u oral, como es común en estos
casos”. Es el mismo mecanismo de la fobia y “habría que hablar
siempre de fo b ia de la muerte, de tem or obsesivo de la muerte, cuando
clínicamente un sujeto sano desde el punto de vista orgánico, teme
m orir”.65

3. ¿L a muerte dom esticada?


Hay que disipar varios prejuicios. Se ha pretendido que algunos
pueblos muestran una verdadera familiaridad con la m uelle; basta
ver la desinhibición con que hablan de ella, o su comportamiento en
los funerales (desórdenes de conducta, bufonadas, trifulcas, comidas
copiosas, embriaguez). Tal fue nuestra prim era reacción frente a la
m uerte africana; pero m ucho tiempo después comprendimos que no
era así, y que estas apariencias escandalosas, a veces indecentes o
cuando menos despreocupadas, ocultan en verdad actitudes o ritos
de una rara complejidad y de un gran alcance simbólico. Hasta el
hum or sirve para ocu ltar tomas de conciencia indiscutiblemente
dram áticas.66 No se dom estica gratuitamente a la muerte.
F. Dolto, Psychanalyse et pédialrie, Seuil, 1971, |>. 133.
65 Ibid., p. 140.
66 Encontram os lo mismo en O. Lewis a propósito de los Sánchez: “Hay autores que escri­
bieron que los mexicanos no le acuerdan valor a la vida y que saben afrontar la muerte. Existen
m ontones de cuentos, historias y canciones sobre esto, pero m e gustaría ver a esos célebres
escritores en nuestro lugar, soportando los terribles sufrim ientos que nosotros padecemos, y
ver si serían capaces de aceptar la m uerte de alguien con una sonrisa, sabiendo que esa persona
no estaba obligada a morir. Esto no es más que una m entira grosera. A mi manera de ver, no
hay nada de particularm ente agradable en la muerte, y no porque nosotros celebremos a los
E L H O M BRE A N T E LA M U E R T E 371

Si es cierto que el miedo a la m uerte es normal y necesario, 110 es


menos verdad que el hombre (o la sociedad) tratan de librarse de ese
sentimiento. La lucha contra la angustia o el miedo a la muerte, pone
en movimiento ciertos mecanismos de defensa que serán el tem a de
nuestra cuarta parte.
El procedimiento más corriente del espíritu humano es sin duda la
mitologizadón, particularmente en el sistema tradicional, que suscita
un complejo juego de ritos; o también la hudectimlimción, especial­
mente en el funcionamiento filosófico; a este respecto el p ensa­
miento de Heiclegger, que se apoya en la angustia para hacer de ella
el fundamento del ser, oponiéndola al deseo, a la inquietud, y reco ­
noce en la angustia la marca (o más bien el sostén) de la autenticidad,
constituye el mejor ejemplo que se pueda concebir de esta neutrali­
zación lógico-afectiva. Veamos a continuación un cierto núm ero de
medios de liquidar la angustia de la muerte.
La exaltación í'eligiosa constituye el procedimiento más antiguo
conocido, la fe que mueve montañas, el ascetismo, los impulsos místi­
cos, la beatería, la persecución religiosa e iconoclasta, son form as
muy diferentes de esta actitud de huida. Si es verdad -com o señala
W. Burroughs en L e Festín n u - que la droga “es la lucha entre el
tiempo y la m uerte, la lucha contra un tiempo vacío, que se colm a
únicamente con la expectativa de la m uerte”, el drogado arriesga su
vida insípida (es también un juego de azar) por algunos instantes de
encantamiento, donde el tiempo que se dilata le brinda la ilusión de
hacer retroceder indefinitivamente el desenlace fatal.
El acto de ap elar al morir puede desem peñar un papel equivalente,
ya sea que se dé uno mismo la m uerte, ya qúe se mate a otro. Algu­
nos tipos de suicidas -todos quizás, si hemos de creerle a Schopen-
hauer-, expresan ante todo, de una m anera dramática, las exigencias
más profundas de su querer vivir, salvo en los casos en que se pre­
tiere la m uerte al miedo a la m uerte: “ huir en la muerte, de u n a vez í
por todas, de la angustia de la m uerte” , nos dijo una vez un desespe­
rado. El acto de matar, por último, ya sea que emane del grupo i
(pena de muerte) r del individuo, quiere ser una huida ante la an-

muerios en fiestas o porque comamos calaveras tic azúcar o porque juguemos con esqueletos en
miniatura, la m uerte es para nosotros algo fam iliar, l’uc-de ser. que la antigua generación tuviera (
una filosofía que consistiera en no atribuirle gran im portancia a la muerte; pero según m e parece,
esto era sólo el resultado tic la represión impuesta por la Iglesia. La Iglesia los con d en aba ante sus ^
propios o j o s , haciéndoles creer que n o eran nada y qu e n o llegarían a nada en este m u n d o , y que
sólo tendrían su recom pensa en la eternidad. Así, ellos tenían el espíritu completamente aplastado
y carecían de tocia esperanza y de toda ilusión. Es d ecir que eran muertos vivientes” (op. rit., 1973, I
pp. 76-77).

í
LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES D E A Y E R Y HO Y

gustia de m orir,67 como lo hemos señalado, y no vale la pena insistir


en ello.
Hemos citado el. texto de R. Daumal, donde el autor señala que la
angustia de la m uerte está ligada “a una crispación de algo en el
vientre y un poco en los costados y también en la garganta”. Esto nos
conduce a plantear nuevam ente el problema del cuerpo. El psicoaná­
lisis no le ha dado siempre el lugar que m erece: el cuerpo está casi
únicam ente representado en el discurso psicoanalítico y no verdade­
ram ente presente, por más que existe gran distancia entre la “pala­
bra desencarnada” y el “cuerpo-objeto” que manipulan los biólogos y
los médicos. Fue el gran m érito de Groddeck 68 haberle acordado a
ese cuerpo el lugar que la civilización judeo-cristiana le había ne­
gado. De ahí la necesidad de escuchar lo que dice el cuerpo mismo
(mímica, expresión de las emociones) o lo que se dice delsobre él.
Si el negro-africano tuvo siempre la sabiduría de valorizar el
cuerp o (ya lo hemos indicado y repetido), el occidental parece ha­
berle encontrado por fin su papel exacto (relajamiento, expresión
corporal y aun, desde up ángulo diferente, la tanatopraxis). Preci­
samente, hay quienes se interrogan hoy sobre el hecho de saber si la
sofrología puede ayudar al hom bre a bien morir, al mismo título que
se enseña a parir sin dolor. No es imposible concebir una ciencia cor­
p oral del bien morir. Para constituirla habrá que saber mucho y tener
coraje para luchar contra los prejuicios.69
O tras maneras de proceder ante el miedo a la m uerte provienen
de la diversión, de la negación, de la simplificación y del silencio. Para
algunos, hay que aturdirse, no im porta cómo en el enfrentamiento vio­
lento (el deporte, juego de la violencia reglam entada que tienda a

fi7 Nada más penoso ni degradante que algunas situaciones envilecedoras donde los hom­
bres, locos de angustia, m uriendo de sed y de fatiga, son presa súbitamente del deseo de
m atar: “ lo (|uc ocurrió ante mí es inimaginable. El hijo salta sobre el cuerpo de su padre. El
miedo me paralizó. A mi alrededor otros se baten, se degüellan, pero yo sólo veo esta escena
terrible. El hijo se inclina sobre el padre. Llora. Su cuchillo se hunde en el cuerpo, desgarra las
carnes. El vientre se abre. El hijo se encarniza. Hunde sus dos m anos en las entrañas . . . las
arranca . . . se cubre con ellas . . . se coloca alrededor del cuello los intestinos. Yo me doy vuelta.
Siento que esta locura se apodera de mí. T en g o la impresión de vivir mis últimos momen­
tos! ■•■] Lloro, ruego, me asfixio. T en g o sed. El hierro me quema. Y este ruido, siempre estos
gritos. Estos golpes[ .. .] Hay que m antenerse de pie. Si me agacho, si me tiendo, soy hombre
m uerto. F.n este instante una botella estalla sobre mi cabeza, mi sien d erecíia ha sido abierta.
Una herida larga, ancha, profunda. Un río de sangre corre por mi c a r a [ . . .] Caigo de rodillas.
F.s la negrura completa.” (Ch. B ernad ac, Le Trnin de la Mort, France-Em pire, 1970, pp. 124-
125. Véase también pp. 135-136, 149-150, 153, 181-182, 193-194, 2 0 2 -2 1 0 , 240-241.
c8 L e livre du ra, Gallimard, 1967; L a m aladie, l ’art et le symbole, G allim ard, 1969.
,i!f La amenaza divina “Parirás con d olor” hizo que la iglesia se opusiera durante mucho
tiem po al parto sin dolor. Pero ;n o se vive la muerte como una sanción?
■HOM BRE A N T E LA M U E R T E 3 73

representar la m r ún dijimos; la corrida de toros, m atar al


animal es m atar oero es también arriesgarse a morir); en
el juego de azr nu erte impulsa al jugador, y la ganan-
cia es vivida r d de vida); en fin, en la fiesta, individual
0 colectiva ' ■da en el carnaval para ver mejor cómo se
nuprna aerte; la exhuberancia y la anarquía de la
primitivo, al Cronos donde el hombre y el
ntrar sus fuentes).
-< , previenen más bien la angustia de la m uerte,
aiv ia. La negación coincide con un tipo bien conocido
d jico que se rehúsa a creer en la muerte del otro, a
resencia transforma en viviente auténtico. La simplifi-
oteo de los funerales y sobre todo del duelo, sobre el
mos) y el silencio (negativa a hablar de la muerte y de los
aracterizan al Occidente de hoy.
E„ prendente com probar que los enferm os, particularmente al­
gunos enfermos mentales, dan respuestas sobre la muerte mucho
más finas, originales y penetrantes que cuando sé le pregunta al
hombre normal. La paradoja es sólo aparente: “El miedo a la m uerte
es normal, hay que defenderse de él. T od o se juega en el plano de
los proceros defensivos; es el equilibrio entre los medios que se utili­
zan y e’ ’ ligro que representa la m uerte. Si la angustia de la m uerte
es ir ’e necesitarán medios extraordinariam ente costosos para
prott. * ella. Habrá que movilizar una enorme cantidad de
energ, en detrimento de aplicaciones positivas orientadas ha-
cia la v acia la creación. Es una desviación de energía que ter-
mina por instalar ia muerte en la vida.” 70 Silenciar la muerte es muy
mala estrategia, pues nada más angustiante que lo desconocido, o
que lo reprim ido cuando se despierta.

D e ALGUN OS T E M A S IM P O R T A N T E S

Sin querer agotar una realidad de rara complejidad, que tanto atañe
a los grupos como a los individuos, y que opera por igual en el plano
de las fantasías, los discursos, los impulsos inconscientes, y en el de las
actitudes, intentaremos ahora una aproxim ación a una tipología, va­
liéndonos de relatos literarios, docum entos de archivo, respuestas ob­
tenidas en encuestas,71 aproximación necesariam ente grosera, pero

70 R. Menahen» op. cit., pp. 157-158.


71 Vra.se especialm ente L. V. Thom as, Cinq essais . . op. cit., 1968; H. Orlans, (¿ariques altitu­
des en face de la mort, Diogéne 19, 1957, pp. 9 5 -1 1 6 ; A. Godin, op. cit., 1971; L. V.. Thomas,
374 LA S A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A YER Y HOY

que al menos tiene el mérito de ap ortar un cierto número de ideas-


fuerzas.

L a muerte recuperada, la muerte no recuperable

1. L a muerte irrecuperable

La m uerte puede no ser recuperable; en el plano biológico, si el hecho


de la crem ación impide el retorno al humus; en plano económico, si se
trata de la m uerte de los humildes o de los pobres, de todos los anó­
nimos que no tienen con qué pagar sus funerales y a quienes se los
entierra clandestinamente; en el plano político, cuando se com prueba
un erro r de línea (es el caso del H ugo de Las manos sucias de J . P.
Sartre, como lo veremos después); o si nos vemos enfrentados a una
m uerte inútil, sin ningún alcance ideológico o estratégico.72
El caso del condenado a quien se ejecuta, parece a este respecto
ambivalente, esta muerte que se quería infamante, también se la que­
rría altamente intimidatoria, y sin embargo se lá esquiva, se la en­
mascara de alguna m anera.73

2. L a muerte y los muertos que se recuperan

En cambio, sabemos que de alguna m anera todo muerto es necesa­


riamente recuperado, ya sea de un modo natural, puesto que los
encuentra que se está llevando a cabo.
No hay que d escuidar el análisis de los sueños, las fantasías de muerte se expresan allí fácil­
mente bajo la, form a de casas en ruinas, de padres inanimados o muertos, de m ujeres (madres
sobre todo) que traen al mundo niños muertos. Recuérdese la fantasía de Arrabal, cuando se
identifica con su m adre pariendo de un crán eo ( J ’irai comme un chevalfou).
72 De ahí la relatividad de las situaciones. La m uerte de Overney, militante de izquierda, en
la Renault, fue am pliam ente reivindicada por la aposición (así como la de los trabajadores ne­
gros de Aubervilliers); pero esa muerte no tenía ninguna utilidad para el Poder, muy por el
contrario. Sería fácil multiplicar los ejem plos en este sentido. El proverbio ruso que sigue,
resume todo un program a: “Mujik, prepárate a m orir y, mientras tamo, cultiva la tierra.” En
otros términos, la m uerte de los pobres no les afecta más que a ellos, mientras que sus am os se
interesan ante todo en su fuerza de trabajo m ientras están vivos. Tallem ant nos recuerda que
en un pueblo de España, un sastre fue condenado a m uerte.. Los habitantes protestaron por­
que sólo tenía un sastre. Y com o en cam bio tenían dos carpinteros, colgaron a uno de los dos.
Lo fundamental es que alguien expíe, y de ese modo hacer justicia.
78 De ahí la costum bre de dispersar las cenizas, o de en terrar en un lugar anónim o. Peor que
los muertos no recuperables, son los muertos molestos (es conocida la fórm ula: “llevar encim a un
cadáver)”. De una m anera más que discreta se presenta la tumba de Stalin en el Kremlin. Por
otra parte, no sólo los cadáveres de los verdugos m olestan, sino también los de las víctimas.
Hubo que esperar al Archipiélago Gulag de Soljenitsin para obtener algunas precisiones sobre
los crímenes políticos del propio Stalin: m ontones de cadáveres cuidadosamente ocultos.
E L H O M B R E AN TE LA M U E R T E S75

componentes del cadáver retornan a la naturaleza según procesos


que el biólogo conoce bien,74 ya sea en el plano de la especie, que
encuentra allí las condiciones de su mantenimiento y renovación; dos
ideas de las que los negro-africanos tienen el presentimiento, com o
dijimos, por más que ellos traducen a la especie en términos de li­
naje, incluso de clanes. Sin em bargo, es más especialmente en la ó p ­
tica sociocultural (religiosa, luego política y lúdica) y socioeconómica,
donde examinaremos las diversas maneras de recuperar a la muerte
y a los m uertos, incluso a los cadáveres.75
En la perspectiva sociocultural, se trata antes que nada de los
muertos fecundos, los que alcanzan la fisonomía de modelos que se.
les propone a los vivos. Los m ártires de la libertad y de la revolución,
de la ciencia y del trabajo, de la fe y del progreso, tienen derecho a la
veneración de los sobrevivientes. En efecto, los héroes muertos se
valorizan más que los vivos. Se nos dice que ciertos personajes anó­
nimos, pero que tienen el valor de símbolos (los soldados desconoci­
dos) o perdidos en una colectividad (los grandes antepasados para el
negro-africano, los mártires de la Com una de París, de la Resistencia,
de los campos de concentración nazis), con más razón si están fuer­
tem ente individualizados, han obrado por el bien de la colectivi­
d a d .76
Desde la Vida de los hombres ilustres de Plutarco, hasta los Libros de los
mártires cristianos o los manuales escolares que dedican gran espacio
a todo lo que puede “llegar al niño”, alimentar su emoción, “tocar los
resortes que lo emocionan”, 77 los muertos son omnipresentes.
En esto se ha producido una cierta evolución que no cambia en
nada el principio, pero que influye sobre el éipo mismo del modelo.
Se diría que el privilegio de la m uerte fecunda, el prestigio de que se
la rodea, el culto que se le dedica, se desplaza de lo sagrado hacia lo
profano. Los grandes héroes de hoy pertenecen en su mayor parte al
mundo político: Gandhi, Luther King, Nasser, Lum'umba, Sukarno,

71 “En la historia, como en la naturaleza, escribía Marx, la podredum bre es el laboratorio <!e
la vida." Recordem os la hermosa fórm ula de Montesquieu: “¿Pensáis que mi cuerpo, conver­
tido en espiga de Migo, en gusano, en hierba, se volverá por eso una obra ele la naturaleza
menos digna de ella?”
75 Seános permitido recordar eí uso que hicieron los nazis de los cadáveres de sus prisione­
ros (cabellos y tejidos, cuerpos grasos y jabones, pantallas de piel).
76 “El nom bre de mártir sólo se le da al qu e m uere en su le pensando en el luturo" (liallan-
che). “Q ue sepan mis amigos que he perm anecido fiel al ideal de mi vida; que mis compatriotas
sepan que voy a morir por Francia. Quiero prep arar para muy pronto el futuro que habrá de
can tar” (G. Peri).
77 S. Mollo, l.'école dans la societé —psychosociologit des modeles éducutifs, Dunod, 1 9 7 0, pp. 79,
‘¿ 71 y ss.
í :H f .' . l í -M Ni A i - t s U L A YER Y HOY

Lenin, el Che Guevara; y es probablemente por su acción política


que el Papa Juan X X I I I haya entrado en el panteón de los m uertos
recuperados.78
No solamente estos difuntos son omnipresentes, sino que nos son
ofrecidos, equivocadamente o no, como catalizadores que ayudan a
darle un sentido a nuestra vida. Decimos “equivocadamente o no”,
porque habría mucho que alegar sobre el carácter ideal de algunos
modelos que se nos p ro p on en ,79 y que en muchos aspectos son sólo
la fachada que bajo la máscara hipócrita de los valores oficiales, le
permiten a la clase dom inante mantener su hegemonía (triunfo de la
ideología-máscara).
Lo que le importa a Creón es un “héroe” para enterrar digna­
mente y un “cadáver” que se corrom pa; o sea, un modelo positivo
ciue exalte y un modelo negativo que asuste: dos maneras diferentes
de ejercer una misma represión que asegure su poder, ya que Creón
nos sugiere que hay que obedecer a la ley de la colectividad y llorar a
los dioses. Y sin em bargo él no sabe cuál de los dos hermanos de
Antígona, Eteocles “el bueno” o Polinice “el malo”, se pudre bajo
tierra o es objeto de uncculto en su tumba.80 Hay que recuperar a un
m uerto, no importa cúál. ¡Es perfectamente posible concebir a un
soldado desconocido malo o perverso! En una película dramática,
Bertolucci {La strategie de Varaignée) describe las angustias de un hijo
que vuelve después de larga ausencia a su ciudad natal: su padre,

7B Véase Y. Gaillard, Mémoire des morís illustres, Seuil, 1973.


7!’ Muchos héroes militares oran sanguinarios sin saberlo.
H. Heine decía de Napoleón: “Él los envió a Rusia [a sus soldados] y sus viejos granaderos
fijaban en Napoleón sus miradas de una gravedad profunda, con una devoción sombría y
terrible, orgullosos de ir a e n fre n tar la m uerte”; esto se llama fanatismo. “Si en lugar de ir a
estudiar derecho en Caen, yo hubiera ido a dar sablazos a A rgelia, hoy sería general o estaría
m uerto. ¡Dos destinos valiosos!” (Carta de Barbey d'Aurevilly, abril de 1855). ¡Maneras de veri
80 Véase J . Anouilh, Antígona, La T able ronde, 1946. En verdad, Créon no cree en las leyes
fiel Kstado ni en los remilgos de los sacerdotes: “/t'ú crees verdaderamente, le dice a Antígona,
en este entierro conform e a las reglas? ¿En esta sombra de tu herm ano condenado a errar por
siem pre, si no se arroja sobre su cadáver un poco de tierra con la fórmula del sacerdote? Y te
arriesgas a m orir porque le he negado a tu hermano ese pasaporte' irrisorio, esa catarata de
palabras sobre sus despojos.” (pp. 73-74). Más adelante le confiesa -siem pre a A ntígona- que
rehusarle la sepultura a Polinice es “una historia política”; “T ú piensas que si yo hubiera hecho
en terrar a tu hermano, sólo lo habría hecho por higiene! Pero para que los brutos a quienes
gobierno comprendan, es preciso que el cadáver de Polinice apeste toda la ciudad durante un
mes" (pp. 78-79). Por otra parte, Eteocles no vale más que Polinice: “Nosotros necesitábamos
dos que se entendieran a maravillas, que se engañaran m utuam ente,' engañándonos [ . . . ] Pero
sucedió que tuve necesidad de hacer un héroe de uno de ellos [ . . .] Entonces mandé recoger a
uno de los cuerpos, el menos estropeado de los dos, para mis funerales nacionales, y di la
orden de d ejar podrir al otro donde estaba. No sé a cuál. Y te aseguro que me da lo mismo” (pá­
gina 91).

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EL H O M BRE A N T E LA M U E R T E 377

por necesidades de la causa, es honrado en ella como un h éroe; pero


el hijo term ina descubriendo que no había sido más que un canalla;
las gentes del partido lo sabían, pero era necesario honrarlo por
razones estratégicas; y no querían o no podían volver sobre su deci­
sión.81
E. Ionesco, en su sorprendente J e u x de massacre, encara también ei
tema de la m uerte política recuperada. Luego de referirse a la deci­
sión de ios ediles municipales de e n cerrar a todos los habitantes en
sus casas con el pretexto de un mal misterioso que mata, le hace
decir a uno de sus personajes: “Es una mala política la de ser ence­
rrados; mala p ara nosotros, pero es una táctica diabólica para nues­
tros dirigentes. Ellos quieren impedir que planteemos nuestras justas
reinvindicaciones, quieren impedir que nos agrupemos, nos aíslan
para que seamos importantes y para que el mal nos dañe. Y o me
pregunto si esta enfermedad que se califica de misteriosa no será una
invención de los dirigentes. ¿Y por qué se la llama misteriosa? Para
ocultar sus causas, sus razones profundas. Pero nosotros estamos
aquí para desmitificar este misterio. ¿Quién tiene interés en que esta
enferm edad continúe? ¿N osotros? Mal podríam os ser n o so tro s,
puesto que seríamos los que m orim os a causa de ella. Esta m uerte es
política. Les hacem os el juego a nuestros opresores, de los que somos
sus juguetes.”82
Pero es más específico Sartre quien ha puesto mejor en evidencia
el par “m u erte recuperada/m uerte no recuperable” . En su pieza
Las manos sucias, Hugo ha m atado a H oederer como se le había
ordenado (por más que le haya im preso un sesgo pasional, am oroso,
a lo que sólo tenía que ser un crim en político) y no lo ha hecho sin
dudas dolorosas. Pero entre tanto el partido debió cambiar de estra­
tegia: H oed erer es recuperado com o héroe; entonces H ugo, que se
niega a asum ir su acto, va a m orir; porque es irrecuperable.83
Si en un sentido los funerales negro-africanos constituyen un es­
pectáculo organizado socialmente, que el grupo se ofrece a sí mismo,
no lo es nunca con sentido lúcido - y volveremos sobre este punto.
En cambio en tre nosotros, la m uerte participa de la mayoría de las
formas de la comunicación/espectáculo: filmes, piezas teatrales, emi­

81 Véase tam bién I Cannibali de L. Cavani.


82 Op. cit., pp. 72-7 3 .
83 Hugo: “Nada d e grandes palabras, O lga. Ya ha habido demasiadas en esta historia y han
hecho mucho m al. (El automóvil pasa). No es su coche. Tengo tiempo de explicarte. Escucha:
no sé por qué maté a Hoederer, pero sé po r qué habría debido matarlo porque su política
estaba equivocada, porque le mentía a sus cam aradas y amenazaba con corromper al Partido. Si
yo hubiera tenido el coraje de tirarle cuando estaba solo con él en la oficina, él habría m uerto a
.378 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y H O Y

siones televisivas, canciones, novelas.84 La muerte entra en el circuito


de tipo informacional: avisos fúnebres,85 relatos de asesinatos o acci­
dentes mortales, descripciones (complacientes) de catástrofes m orta­
les;86 o de tipo económico. Insistamos en este último punto.
En efecto, la muerte se recupera quizás más que nada por su inte­
gración en el circuito económico; no podía ser de otro modo en una
civilización que reposa sobre el principio sacrosanto de la rentabili­
dad. Ciertam ente, en el Á frica negra los funerales cuestan caro sobre

causa de esto y yo podría pensar en mí sin ninguna vergüenza. Yo tengo vergüenza de mí porque
lo m até . . . después. Y ustedes me piden que tenga más vergüenza y que decida que lo m até por
nada. O lga, lo que yo pensaba de la política de H oederer, sigo pensándolo. Guando estuve en
la cárcel, creí que ustedes estaban de acuerdo conmigo y esto me sostenía. Ahora sé que estoy
solo en mi posición, pero esto no me hará cam biar de parecer [ . . .] Ustedes han hecho de
H o ed erer un gran hombre. Pero yo lo quería com o ustedes no lo querrán nunca. Si yo reniego
de este acto, él se convertirá en un cadáver anónim o, en un desecho del partido. (El auto se
detiene.) M uerto por azar. Muerto por una m ujer [ . . .] Pero un tipo com o H oederer no muere
por azar: m uere por sus ideas, por su política; es responsable de su m uerte. Si yo reivindico mi
crim en ante todos, si reclamo mi nom bre de R askolnikoff y acepto pagar el precio necesario,
entonces él tendrá la muerte que le co rrespon de.” Hugo se niega a huir m ientras tiene tiempo.
Ya se aproxim an sus verdugos; él abre la puerta de un puntapié y se entrega a ellos gritando:
“¡No recuperable!” (Gallimard, 1948, cuadro 7, pp. 258-260).
84 La m uerte comercial lúdica se consum a de dos maneras: según la modalidad del espanto
y la de la sonrisa. Es fácil desplazarse del miedo al espanto, como lo han ilustrado numerosos
film es: L a danza de los vampiros, El enterrarlo vivo, Orgía macabra, E l cementerio de los muertos
vivientes, L a tumba de Ligeria, La violación del vampiro, L a venganza de la momia, la serie de Drácula
y Blackula, E l bebé de Rosmary, L a noche de los muertos vivientes, Los olvidados, L a máscara de la
muerte roja. La lista sería interm inable. Sexualidad, erotismo, violencia, fantasía, saclomaso-
quismo, son la moneda corriente en este tipo de representaciones.
En cuanto a la “sonrisa”, basta record ar la emisión, que tanto dio que hablar, de J . Cli.
Averty (Au risque de x>ous plaire, mayo de 1969), el realizador reglam entó cuidadosamente su
en tierro y lo discutió con las pompas fúnebres, mientras su m ujer, com ediante y cantante,
mima su duelo con la sonrisa más maliciosa. Hasta hubo ju eg o s y concursos, donde el que era
capaz de responder acertadamente a las pregu ntas (¿cuántos muertos hubo en la carretera este
fin de1sem ana? ¿cuántos muertos de cán cer este mes?) recibía de premio una osamenta, et­
cétera.
85 Así, se ha calculado el espacio concedido por algunos diarios a la necrología (avisos fúne­
bres, misas), a los asesinatos y crím enes, a los variados accidentes m ortales, a las ejecuciones
capitales, a la guerra y al genocidio, a Los suicidios, a las catástrofes y a las amenazas de muerte
■ (cáncer, bom ba), sin olvidar los lugares y ubicaciones de estas inform aciones. El análisis semioló-
gico de los avisos fúnebres en la prensa y de las participaciones, se está efectuando en este
m om ento. Las diferencias según las clases sociales, el estatuto del difunto, su edad y sexo,
resultan muy reveladoras. Tam bién se ha investigado la importancia relativa de ios filmes
donde se trata de la m uerte: westerns, policiales, de guerra o de resistencia, de espionaje, de
horror y de espanto. En París, en 1968, sobre los 400 filmes presentados, 26 2 (el 65.6%) habla­
ban de m uerte (sobre todo violenta) o m ostraban muertos.
86 El disfrute complacido que provoca el espectáculo de la muerte quedó de manifiesto en el
bosque de Ermenonville en ocasión del accidente del DC 1 0 turco.
EL H O M BR E ANTE L A M U E R T E 379

todo si se trata de un anciano rico y venerado, se asiste entonces a


verdaderas masacres de vacunos y a veces se consume una gran parte
de las reservas alimenticias. Pero se trata de una economía cuaternaria
de tipo destructivo y oblativo, que sólo acelera el proceso de circulación
de las riquezas (dones y contradones) y que puede llegar a h acer
peligrar la supervivencia del grupo; es decir que desde la perspectiva
occidental estamos ante una antieconomía, o si se prefiere ante una
economía de la no rentabilidad, del no beneficio, de la gratuidad. E n ­
tre nosotros, la muerte, al dar lugar a un auténtico comercio (la
m u erte -in fo rm a ció n , co m o la m u e rte-esp ectácu lo , "‘se venden
bien”, 87 según se ha dicho), no podía escapar a la influencia de la
publicidad. Se argüirá sin duda que ésta debe ser “discreta, im preg­
nada de dignidad, redactada en términos especialmente cuidadosos,
y proceder por alusiones veladas”; pero no siempre es así. En efecto,
citemos los folletos, los anuncios en los diarios -especialmente en Es­
tados Unidos y Canadá-, las indicaciones (oh, cuán elocuentes) de los
Bottins* telefónicos: “Casa X, entierros día y noche”, “presupuestos e
informaciones gratuitas”, “la casa se encarga de la organización co m ­
pleta de los cortejos, y con un simple llamado telefónico, un em ­
pleado estará a disposición de las familias para aconsejarlas y cumplir
con todos los trámites y formalidades”, “transportes a todo el país”,
“acolchados de lujo”, “se le evita todos los trámites a la familia”, etc.
Sin olvidar (siempre en el Bottin) a los marmolistas: monumentos
“de calidad superior”, “terminación irreprochable”, “colocación fácil
y rápida”, “de líneas armoniosas” y “garantizados contra la intem pe­
rie”. '•
Un número del Crapouillet 88 multiplica los ejemplos de publicidad,

1,7 El comercio de las reliquias, al igual que el de la indulgencia, fue muy próspero en la
Antigüedad y en la Iglesia primitiva. He aquí algunos hechos más recientes. Por ejem plo, se
acusa al verdugo Sansón de haber vendido jirones d e trajes y botones de camisa pertenecientes
a Luis X V I. En 1683, el Parlamento de París cond enó a una limosna severa y a una repi-oba-
ción pública a los hijos del sepulturero, de St. Sulpice, acusados de haber vendido cadáveres a
un médico. Hacia, 1752, C. Regnault, sepulturero, fu e condenado a la “deshonra” “a la picota”,
á galeras, por haber vendido sudarios y objetos pertenecientes a difuntos. Antes, los verdugos,
que se hacían llam ar “Doctores” (en el estado de W urtem berg especialmente), se dedicaban a
un negocio sorprendente: cuerdas de ahorcado (con tra la mala suerte), sangre de condenados
(para los supersticiosos), raspadura de cráneos hum anos (contra el reumatismo), grasa de
ahorcados (contra la epilepsia), etcétera.
* Hombre de una empresa com ercial francesa, D idon-Bottin, que edita anuarios com erciales
donde anuncia diversas mercaderías. [T.]
“8 “El m ejor comercio del m undo”, 69, ju n io -ju lio de 1966 (dedicado a las pompas fúne­
bres). Véanse también dos artículos de J . P. Clerc: “L as exequias, comercio o servicip público”, Le
Monde, 21, 22 de octubre de 1970, y la obra, no siem pre de buen gusto, de L. Doucet ,¡ m fui re aux
¿admires, Denoel, 1974. No dejem os de señalar qu e en nuestra época donde lodo se asegura, el
I. j, .. 1 A LES DE A Y E R V iiO V

de los cuales el más singular es acaso el llavero de un establecimiento


marsellés, que lleva en el anverso un ataúd: “el último vehículo pu­
blicitario en materia de venta: el llavero Pompas Fúnebres”, comenta
la revista (también m erece recordarse la fórmula, por lo menos ines­
perada, inscrita en la vidriera de una em presa funeraria de París:
“Durante la liquidación, descuento del 10% en todos los precios”.
Se han elaborado técnicas especiales en los Estados Unidos para
vender los ataúdes más caros (Keystone Approach); ricas revistas
ilustradas {American F u n eral Director, The Em balm er Monthly, Casket
an d Sunnysidc. American Cemenlery) incluyen páginas publicitarias que
ofrecen zapatos, vestidos y faldas para difuntos,89 “soporta-mentón”,
“cunas eternas” (ataúdes en poliestireno laminado, concebidos espe­
cialmente para los que nacen muertos, los fetos y los prematuros).
¿Y qué decir de esa casa de Saint-George (Wisconsin), que ofrece
de obsequio un cajón de whisky a todo el que adquiera su nuevo
í modelo de “cofres de elegancia y solidez inigualables”?

í hom bre especula con la m uerte com o con los riesgos de incendio.
No nos resistimos al plácemele reproducir los ejemplos que siguen. Jessica Mitford indica que
I en América se ha escuchado esto, con tonada de negro espiritual:
Los ataúdes C ham bers son simplemente m agníficos.
Están hechos de m adera de sándalo y de pino.
Si el ser que usted am a debe marcharse,
Llame a Colum bus 690.
( Si el ser que usted am a está pronto para pasar ai otro mundo,
Hágalo pasar por lo de Chambers.
Todos los clientes de Chambers cantan en coro:
“Muerte, oh M uerte, ¿dónde está tu aguijón?”
"E n la industria del entierro, se ha producido un gran núm ero de cam bios revolucionarios
' e n los últimos veinte años. Se han efectuado más progresos en este periodo que en los dos mil
años anteriores [. ..] Hoy estam os en una era de desarrollo sin precedentes de nuestra indus-
/ tria, gracias a la utilización de m étodos y materiales que representan grandes progresos, y
gracias a las técnicas de educación” ( Cnncept: The Jou rn al o f Creative Ideas f o r Ceinenteries, citado por
Jessica Mitford).
En los Estados Unidos, una em presa de Los Ángeles ofrece dispersar a los vientos del Pací­
fico las cenizas del difunto desde lo alto de una avioneta, por sólo 25 dólares. Pagando un
i pequeño suplemento, el piloto dirá una oración y proporcionará un certificado indicando las
coordenadas de este “lanzamiento al m ar” (fecha, hora, altitud, latitud, longitud).
Un prospecto de la Com pañía Universal de Mortajas Religiosas fechado en 1862, llevaba
'■ las indicaciones siguientes: “Depósito general, calle Sainte-M arguem e-Saint-G erm ain, ,'?(), París
(patente S. G. 1). G. en Francia y en el extranjero). Sudarios para todas las edades, para todas
( las fortunas, para todos los tam años. Precio: de 6.50 F a 25 F en adelante. La m ortaja religiosa
es una vestidura fúnebre destinada a rem plazar al paño o sudario en que se envuelve a los
difuntos. Este nuevo modo de am ortajar, más acorde con la dignidad hum ana y el respeto que
les debemos a los que hemos am ado, suprime esta triste costum bre [ . . . ] ” Y la publicidad
continuaba así: “Para pedidos, escríbase con algunos días de anticipación”.
E L H O M B R E A N TE LA M U ERTE 381

De ese m odo, ya sea objetó de búsquedas científicas, ya pertenezca


al rubro información estridente en uno de los periódicos de gran
tiraje, o incluso en revistas, o ya que dé motivo a slogans publicitarios
(“iVíuérase, nosotros nos encargam os del resto”) o políticos (“Los re­
frigeradores son los ataúdes d e vuestra libertad”), la m uerte recupe­
rada ocupa en verdad un lu gar nada desdeñable en las representa­
ciones colectivas de Occidente.
Esto nos lleva a recordar la existencia de oficios ligados directa o indi­
rectamente, entera o parcialm ente a la muerte. 90 En China, por ejemplo,
los íunerales reúnen a los geománticos en busca de sus fastos p aralas
tumbas, a los fabricantes de catafalcos y ataúdes, a los comediantes,
artífices y artesanos que fabrican las tabletas de los muertos y las
figuritas de papel; los “libitinarios” de la antigua Roma lavaban los
cuerpos y suministraban cantantes, plañideras, músicos y gladiado­
res; el Tíbet tenía sus despedazadores de carne, Tailandia sus incine­
radores patentados, Egipto sus constructores de tumbas, sus guar­
dianes de necrópolis, sus fabricantes de ataúdes y de tumbas y hasta
sus arquitectos especializados en la instalación de cem enterios; el Lí­
bano tiene sus poetas que consuelan y cantan las alabanzas de los
difuntos, al igual que los poetas-músicos-brujos del África n egra; en
Asia, África y algunas regiones de Europa (Córcega, Yugoslavia), las
plañideras desempeñan un papel im portante en los funerales, o al
menos en los velatorios.
En el mundo occidental en tre los oficios dedicados a la m uerte
señalemos los empleos de pompas fúnebres y servicios tanatológicos,
los tanatopracticantes, el personal de los cementerios (conservadores,
adm inistradores, guardianes, sepultureros). Y entre los que están
cerca de la muerte recordem os a los sacerdotes, a los médicos (gene­
rales, forenses), y por último algunas profesiones que pueden rela­
cionarse parcialmente con la m u erte: floristas, marmolistas. Esto nos
ilustra sobre el lugar de los difuntos en el circuito económ ico.91

90 H e aquí un texto interesante sobre e l oficio de verdugo (Le charivari, 29 abril de 1879).
“Me parece absolutam ente odioso que sem ejantes funciones se paguen, y que se obtengan
beneficios con el arte d e ‘co rtar cuellos. Desde el m omento en que la sociedad cree e je rce r un
derecho y cumplir con un deber al aplicar la pena de m uerte, el'encargado d é la ejecución no
debería hacer un oficio de este sacerdocio.’ Me parece que sería una de las raras ocasiones en
que se podría utilizar la ociosidad de los m o n jes.”
91 En los Estados U nidos, m ueren cad a año 1 700 0 0 0 personas. Hay 25 mil em presas de
pompas fúnebres. Cada entierro cuesta, d e promedio, 1 5 0 0 dólares (7 500 F ). En total, la cifra
de negocios del com ercio funerario alcanza a dos mil millones 550 mil dólares (más de 1 200
m illones de francos viejos). Según una en cu esta del IN S E E , aparecida en 1 9 6 8 , Francia
contaba en 1966 con 1 191 empresas d e pompas fúnebres, que agrupaban a lred ed o r de
6 695 asalariados; 234 em presas ocupaban de 3 a 5 asalariados y 129 de 6 a 3. A título indica-
382 LA S A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HOY

Nunca se ha calculado cuánto le cuestan los muertos a los sobrevi­


vientes, en tumbas y mausoleos,92 en flores durante la fiesta anual de
los muertos, así como en gastos de funerales, de transporte de cad á­
veres,93 los dones a veces importantes que los fieles le ofrecen en los
peregrinajes a la tumba de un santo, de un jefe religioso,94 y los
gastos que insumen tales desplazamientos.95 ¡Y lo que costarían si se
llegara a generalizar la criogenización!
Pero lo que algunos vivos pierden por un lado a causa de sus
muertos, a veces por librarse de un sentimiento de culpa, otros vivos
lo recuperan en form a de beneficios.

L a muerte triunfante y la muerte vencida

1. E l triunfo sobre la muerte

Vencer a la m uerte puede ser resorte de la técnica o de lo imagina­


rio.96 En cuanto a la técnica los progresos de la medicina, según de-
tivo, y para dar una idea de la importancia económ ica de tales sociedades , señalemos que la
Sociedad Anónim a de las Pompas Fúnebres G enerales llegó a más que duplicar su capital en 10
años (1959: 21 0 0 0 0 0 0 ; 1969: 57 600 000); los beneficios netos llegaron respectivam ente a
6 953 269 F en 1 9 63, 6 350 067 F en 1964; 7 688 112 F en 1965 (Journal de Finalices, 2 3 d e abril
de 1965, citado po r el. núm. 69, junio-julio de 1 96 6, de Crapouillot, “El m ejor com ercio del
mundo”). En todo caso, hablar de mercado, del com ercio de los muertos, no son m eras pala­
bras, particularm ente en los Estados Unidos.
98 Actualmente en Francia, la diferencia de tarifas pagadas en los funerales se refiere sobre
todo a los ataúdes, cuyos precios van desde 600 a 2 mil francos. Una concesión en el cem ente­
rio de M ontparnasse (2m x Im ) vale 5 448 F; un terren o de 4 m2 y más, sobrepasa los 14 500
F. En el cem enterio del Pére Lachaise, 2 m* en p rim era fila cuestan 9 643.84 F; en el interior,
5 44 8.0 8 F. Una concesión perpetua para urna, 2 7 2 0 .0 4 F.
”:i Sobre todo con la generalización de las m igraciones por trabajo, ocio o turism o. Se tro­
pieza también en este dominio con reglamentos anticuados: para enterrar en una com u na no
limítrofe de la del fallecim iento, se prohíbe el ataúd de pino; y se ra]u iere ataúd d(- roble pava
ir de París a Versalles; más allá de 200 kilómetros se exige ataúd metálico (450 F más).
Luego, en segundo lugar, hay “costumbres” no obligatorias: comisiones para los m armolistas,
y los conseijes de los cem enterios, facturaciones suplementarias (interiores de ataúd, tasa de
ingreso del cuerpo, nueva consulta médica y análisis del forniol). En la bolsa, las acciones de las
pompas fúnebres generales se ocultan en la cuota de cambios (bastaría una epidem ia para
hacerla subir y llam ar la atención).
94 El ejem plo de Gran Magal de T uba, entre los murides del Senegal, es bien conocido de
los africanistas.
95 En Francia hay que prever medios de transporte suplementarios para ir al cem enterio el
Día de Todos los Santos y el Día de los Muertos. En China, en la última noche del año se va a
adorar las tabletas de los antepasados en el tem plo; en Vietnam en el tercer día del tercer mes
del año. En Madagascar, los antaim orana se reúnen cada año en la desembocadura de un río,
donde se congregan las almas de los difuntos, según dicen ellos.
96 Im aginería sim bólica (ritos negro-africanos p o r ejem plo) o fantasías: “La regresión
EL H O M BR E A N T E L A M UERTE 383

ciamos, y el pasaje de una muerte padecida a una muerte comprendida


han facilitado la disminución sensible de la tasa de mortalidad: por
eso hemos preferido hablar de muerte retrasada o de muerte desplazada.
El segundo dominio, el de lo imaginario, encuentra su expresión en
los ritos simbólicos (muerte representada y muerte sublimada de las inicia­
ciones negro-africanas) o en las creencias escatológicas (muerte de la
muerte), que nos remiten al tema cristiano de la m uerte de Cristo: el
triunfo de la muerte se convierte en triunfo sobre la muerte, simboli­
zado en la resurrección y la vida eterna (salvo, evidentemente, para
los condenados: los que escapan a los beneficios de la Redención
quienes deberán vivir eternam ente su muerte, padeciendo el tor­
mento en las garras de Satán).
Pero la técnica y la imaginación no están siempre tan alejadas
como se podría creer: la criogenización nos ofrece una curiosa sínte­
sis de ambas; con ella, la ciencia se pone al servicio de la más antigua
de todas las fantasías, la esperanza en la inm ortalidad. De igual
modo, muchos sabios de hoy investigan métodos para luchar contra
el envejecimiento y permitirnos aguardar una amortalidad celular.97
Más modestamente, Metchikof, con su tesis sobre la fagocitosis, más
que la inmortalidad nos prom ete el arte de aprender a bien m orir.9”
Probablemente es por este lado que hay que buscar la “derrota” de la
m uerte.

2. L a muerte que triunfa

En un sentido amplio, toda m uerte es necesariamente triunfante


puesto que necesariamente term ina por dar cuenta de nosotros; la
sádico-anal opera ante la pérdida dél objeto am ado; V si se respeta la m uerte, se nos lia habi­
tuado tam bién a las ideas obsesivas de prohibición que traducen el deseo de profanar al
muerto, locarlo y mancillarlo imaginariam ente, (lillilx'rl lo muestra claram ente cuando nos
dice, “cad a recuerdo referente al m uerto puede mancharse con mi poco de ‘taca' y muchos
rem ordim ientos, angustia, castigos ritualizados. Entonces hay que matar al muerto por se­
gunda vez”, (Burner, op. cit., 1970, p. 375).
97 Véase E, Morin, op. cit., 1970, a propósito d e lo que él mismo llama el “mito moriniano de
la am ortalid ad ”, p. 307 y ss. Véase también nuestro capítulo sobre la m uerte y el animal, en la
prim era parte.
8,1 Especialm ente en un libro que tu ra resonancia excepcional: L'immunnilé, 1901. Pensamos
con J . B aby (op. cit., 1973) que una educación d e la muerte (y no sólo una exhortación moral,
como se ha hecho hasta ahora) sería lo único que podría ayudarnos a vencer a la m uerte,
enseñándonos a bien morir. Al igual que la educación sexual, ésta debería tener reservado un
lugar en la enseñanza oficial, y así elim inar las fantasías inútiles, hacer com prender lo que es la
m uerte en su doble ilimensión biológica y social; lo que no dejaría de tener efectos muy útiles
sobre el equilibrio psíquico del hom bre. Señalem os que el profesor G. Heuse (de la Sociedad
de Tanatología) está term inando en este m om ento una Guía del saber morir.
384 LAS A C T IT U D E S FUNDAM EN TALAS DE A Y E R Y HOY

última palabra la tiene ella, y en este sentido se puede decir que la


humanidad está constituida por más muertos que vivos. Sin em ­
bargo, de acuerdo con una óptica más reducida, la m uerte triunfante
es la que valoriza al héroe en el campo de b atalla," y todos los casos
de buena (o bella) m uerte.
El tema general de la m uerte triunfante, del reencuentro de los
vivos y los muertos, de la “danza de los m uertos”, ha inspirado a los
poetas y sobre todo a los pintores. En su destacable estudio sobre
E l tema del triunfo de la muerte en la pintura italiana, L. Guery ha tra­
zado un catálogo sorprendente de los cuadros, líeseos, murales, y
hasta miniaturas que figuran en los libros de las horas o en manus­
critos diversos, así com o tapicerías, marfiles, bajorrelieves, donde
este tema aparece como motivo preponderante.
Tampoco debe dejarse de laclo la literatura. Recordemos por lo
menos dos obras de teatro célebres: Las moscas de J . P. Sartre, y sobre
todo E l reposo del séptimo día de P. Claudel; en ambas, los difuntos
vienen a torturar a los vivos, a manchar su pan o a mancillar su
lecho; en ambos caso/ es necesario el sacrificio de un hombre para
salvar a los demás, Oi'estes o el Em perador de la China.101 También
la inspiración musical se ha ocupado de este tem a, desde W agner a
Schoenberg y Honneger.
Aparte del mensaje “m oralizador” que tales representaciones pre­
tenden e x p re sa r, ellas p rovienen tam bién del exo rcism o . Así,
Villeneuve-Bargemont nos recuerda en su cautivante Histoirr de Rene
d ’A njou, los extraños desfiles que antes se efectuaban públicamente:
“Esta famosa procesión se ve desfilar por las calles de París con el
nom bre de ‘danza m acabra’ o ‘infernal’, 102 espantable divertimiento

99 Numerosos autores han protestado violentamente contra sem ejante triunfo de la muerte:
H. Barbusse, L. F. Céline, G. Chevalier y también J . Guéhenno (Jou rn al d’un homme de 40 ans),
así com o H. de Montherlant (L a relave d a matin).
100 Citemos por ejemplo a L. B echstein interpretando los cuadros d e Holbein; o también la
célebre danza m acabra (le G uyot-M archant (1485). Véase Giacometti, I.i’ rene, le sjihinx el la mort,
Labyrinthe, 1946.
101 Convertido en leproso después de su visita al reino de los m uertos, y de haber prometido
a sus súbditos “renacer en un nuevo nacim iento", el em perador declara: “Yo pertenezco a la
M u elle, debo retornar a la Madre. /Cuál es ahora mi lugar entre vosotros? He descendido
hasta el fondo mismo, que es la raíz de toda firmeza, la base que está por encim a del cimiento;
y ahora retomo mi bastón de viajero, para llegar hasta los altos Cielos” (Mercure de France,
1973, p. 126).
102 Desde el siglo \n al W in florecieron las representaciones de la danza macabra. Los
grandes de este mundo se codeaban con esqueletos gesticulantes, sarcásticos, y llevaban todavía
girones de piel adheridos a los huesos e iban cubiertos de gusanos, acechando a los vivos, l’ara
quedarnos únicamente en Francia, citem os: París (Santos Inocentes), Amiens (Catedral), Dijon
EL H O M B R E A N TE LA M U E R T E 385

presidido por un esqueleto que lleva ceñida una diadema real y que
va sentado en un trono resplandeciente de pedrerías. Este espectá­
culo repulsivo, mezcla odiosa de duelo y alegría, desconocido hasta
entonces [ . ..] sólo tuvo por testigos casi únicos a soldados extran je­
ros [los ingleses] y a algunos desdichados que escaparon a todos los
flagelos reunidos y que habían visto descender a todos sus parientes
y amigos al sepulcro, que se despojaban entonces de sus osamentas.”
Tales com portam ientos tenían una función catártica innegable.103
El triunfo de la muerte toma a veces una apariencia obsesiva, todos
lo relacionan todo con la muerte. Esta omnipresencia caracteriza a
personas delicadas y frágiles, al borde de la patología. Es así que la
muerte habita de modo persistente en las sensaciones, sueños y pen­
samientos de Baudelaire: “Mi alma es una tum ba” , “Yo soy un ce­
menterio”. 104 Resulta de ello un sentimiento permanente d e angus­
tia, particularmente la de la corrupción de los cuerpos, de las cosas,
de la vida: el choque de una m adera contra el pavimento de un patio
basta para evocarle un cortejo de imágenes siniestras, el ataúd, el
cadalso, el derrum be de una torre sitiada.105 El mundo n o ofrece
ningún refugio, está asediado por el fantasma fatal de la m uerte,
necesaria, brutal:
E n el s u d a rio d e las n u b es
D esc u b ro un c a d á v e r q u e r id o
Y s o b re las o rilla s celestes
C o n s tru y o in m e n s o s s a r c ó fa g o s .108

Es precisam ente en el corazón del tiempo que desgasta donde


surge esta angustia de la m uerte:
. . .El tie m p o d e v o r a la v id a
Y el o s c u r o E n e m ig o que nos r o e el c o r a z ó n ,
la s a n g r e q u e p e rd e m o s c re c e y se f o r t if ic a . 107

De allí nacen el horror por la corrupción, por la carroña en des­


composición 108 y un terrible sentimiento de culpa.109 Y sin em bargo,

(Capilla ducal). Estrasburgo (Convento de los Dominicos), Lisieux (Santa María de los In g le­
ses), St. Om er (Abacial). Rúen (St. Maclou), Angers (St. M aurice), etcétera.
1":l Recordem os que todos los oficios estaban representados en estas danzas macabras.
104 Le miiuvais moine, 9; Spleen, 76.
105 Chanl d'automme, 56.
106 Akhimie de lad ou leu r, 81.
107 L ’ennemi, 10. De ahí la búsqueda de la belleza, fría, im personal, inmutable: “Odio el
movimiento que deform a las líneas”, sem ejante a un "su eño de piedra". Lo que es o tra m anera
de figurar la m uerte, el reposo es la m uerte, decían los estoicos y Pascal.
,VH Une charogne.
" >!l En Viaje a Citerea, el ahorcado es Baudelaire con sus faltas y sufrimientos.
386 L A S A C T IT U D E S F U N D A M E N T A L E S DE A Y E R Y HOY

la m uerte term ina por librarnos del horror a la muerte; 110 tal es la
paradoja, la anulación total recu erd a al sueño perfecto (“sueño tan
dulce com o la m uerte”). ¿Y si la m uerte liberadora no fuera más que
un engaño? ¿Si la vida en el más allá fuera peor que la de aquí
abajo? 111 Entonces hay que resolverse a vivir con la m uerte: “La
muerte que consuela, y que hace vivir.” 112

De la muerte ignorada a la muerte superada

1. Ig n orar la muerte

Existen dos m aneras por lo m enos de ignorar (relativam ente) la


muerte. La prim era proviene de la ignorancia por carencia nocional,
particularm ente por manejo inhábil de las categorías de causalidad y
de finalidad en el niño; 113 o de la ignorancia por egoísmo y desinte­
rés, pues, com o ya dijimos, num erosos adultos no saben si sus padres
están vivos o muertos. La segunda es patológica, ligada íntimamente
a la perversión de la afectividad. El demente no niega la m uerte, sino
110 Le voyage, 126.
1,1 Le réx’e d ’un curieux, 125; Le squektte laboureur, 94.
112 La mort des pauvres, 122.
Wa.se M. M am essier, “Le théme de la m ort dans la poésie de Baudelaire”, en L a mort, LesCahiers
du Luxem bourg, núm. 25.
1,3 A. B . K einm e M. L., Bereavement in chidhood, Ja l. Child. Psych. Psychiat., 1964,. 5, pp.
37-49. J . A juriaguerra, op. cit., p. 841, nos da el resum en siguiente: “Si bien es cierto que el
choque em ocional que resulta de la pérdida del objeto constituye el núcleo d e toda la reacción
de duelo, especialm ente para el niño pequeño, el problem a se complica a m enudo en razón de
la incapacidad intelectual de éste para co m p ren d er la naturaleza de la m uerte. Esta dificultad,
que tiene origen en la insuficiencia del d esarrollo de las capacidades de abstracción y de las
capacidades conceptuales, se manifiesta principalm ente en relación con los dos conceptos ma­
yores: finalidad y causalidad. La incom prensión de las nociones de finalidad obliga con fre­
cuencia al niño a traducir la abstracción de la m uerte en términos concretos y familiares, y se
acompaña a veces de la impresión de qu e el padre fallecido puede regresar. Esta impresión
puede p erpetu arse en razón de las explicaciones que dan los adultos (entre otras, qu e el padre
está en o tra parte), que inducen al niño a c re e r que el muerto sigue existiendo y actuando,
aunque sea en un contexto diferente. El dom inio incompleto o la distorsión del concepto de
causalidad lleva a menudo al niño a conectar el hecho de la muerte con actividades y aconteci­
mientos que desem peñan un papel en la vida cotidiana. Así, el niño puede ten er miedo de
acostarse y, com o el padre muerto no d espertarse más. En el caso de que el padre haya muerto
en un accidente o por enfermedad, el niño puede reaccionar ante sus propias molestias y
enferm edades m enores, con cuidados exagerados y aún con pánico, porque ve en ellas el pre­
sagio de su m uerte. Por otra parte, el niño puede plantearse el problema de la causa de la
muerte de su pad re, y así desplazarla o confun dirla con sus propios pensam ientos, con su mala
conducta, con sus deseos malintencionados y sus propias acciones progresivas, y entonces tener
la impresión de que él contribuyó a esa m uerte.”
EL H O M BR E ANTE L A M U ERTE 38 7

(jue no la identifica, no la reconoce com o tal, como lo muestran los


ejemplos que siguen, comunicados p o r el doctor Dehu. “Hay un
hombre en mi cam a”, les anuncia la señora D. a sus vecinos, que
descubren entonces el cadáver de su marido muerto hacía varios
días. Se teme al principio que ella lo haya matado, pero la autopsia
revela una cardiopatía. Por su parte, la señora F. despierta a su es­
poso varias veces por noche, llorando y diciéndole: “¿Eugenio, estás
m uerto?” Por último, la señora L., de 70 años, presenta desde hace
algún tiempo importantes perturbaciones amnésicas. Una noche
llama a la puerta de un vecino para decirle que su marido se encuen­
tra muy mal. Buscan a un médico. El vecino y el médico encuentran
la p u erta cerrad a. La señora L. es vista a la m añana siguiente
errando por las calles. Se derriba la puerta y entonces se encuentran
al marido muerto desde hace varios días. En el hospital, la señora L.
vaga por los corredores, llamando: “René ¿estás ahí? No, no está, o si
no cambió de nombre.” El choque emotivo creado por la muerte del
ser amado, ¿aceleró un proceso demencial ya comprobado por los
que rodeaban a la señora L., o ésta fue incapaz de tom ar conciencia
cíe la muerte de su marido?
En otras circunstancias, el enferm o sufre una verdadera m etamor­
fosis. “Soy un gusano de tierra, afirm a P., el gusano no muere. Es lo
que queda cuando no hay más nada.” Antes, el sujeto había sido
“puerco”, por un gran milagro del que no le gusta hablar. Su m eta­
morfosis en “piedra”, en “polvo”, es a menudo el término último de
la disolución del “yo”: así, el catatónico queda fijado, rígido como
una estatua. En él, el tiempo se inmoviliza en i)n universo donde la
vida y la muerte son palabras vacías de sentido.'

2. Muerte negada, muerte sublimada, muerte exorcizada

Podría haber tres maneras de superar la m uerte: negarla, sublimarla,


exorcizarla por el humor.
La muerte negada asume el signo de lo plural. Sabemos por ejemplo
q u e el térm in o “ n a d a ” no se tra d u c e en las lenguas n eg ro-
africanas: 111 si la muerte existe, no aparece jamás com o un proceso
de “nadificación”. Por ello dijimos antes que la m uerte era quizás
d e s tr u c c ió n ^ todo, pero jam ás de todo.
1,4 Una manera indirecta <lc apreciar el lenguaje relativo a ¡a im ien e es buscar iilgunos
térm inos o expresiones que se asocian con ella, tales com o: partida, viaje, prueba; reposo,
sueño; agresión, castración, venganza; castigo, espiación; ausencia, desaparición; detención, li­
m itación; no-ser, nada; liberación, supervivencia, inmortalidad, renacim iento, etc. Véase por
ejem plo R. H. Knapp, A stutly o f the Metaphor, J . Prof. Tech, 24, 4, 1960, pp. 389-395.
-< que es nacía, la nada por excelencia que
Sari re fiel ¡ende al contrario de Heidegger (en él la muerte es el he­
cho esencial, fuente de la angustia valorizadora que pone un freno al
tedio cotidiano, símbolo principal de lo inauténtico), ya había sido
expuesto por numerosos sabios de la Antigüedad: los defensores de
la ataraxia epicúrea o estoica. La m uerte no es nada para quien está
preparado para afrontarla y la reduce a sus justos límites, y así la
espera en la indiferencia más total (“si yo soy, es que ella no es;
cuando ella sea, yo no seré más”, decía Epicuro). Esta m anera de ver
sólo le está reservada a una rara élite, a pesar de lo que afirmen los
filósofos o los moralistas; pero también puede encontrarse en seres
simples, tal com o lo señalaba Montaigne: “A veces se ve conducir a
gente de pueblo a la m uerte, y no a una m uerte simple, sino mez­
clada de vergüenza y a veces de lamentaciones, pero demostrando
una seguridad tal, por obstinación o por simplicidad natural, que
no se percibe ningún cambio en su estado ordinario: se preocupan
de sus asuntos domésticos, se recomiendan a sus amigos, cantan, y
hasta conversan con la gente; hacen chistes y beben a la salud de sus
conocidos, al igual qjie Sócrates [ . . .] Uno que era conducido a la
horca pedía que no fueran por tal calle, porque corría peligro de que
un m ercader, al verlo, quisiera acogotarlo porque tenía con él una
antigua deuda. Otro le decía al verdugo que no le tocara la garganta,
por miedo a que lo hiciera desternillarse de risa, de tan cosquilloso
que era.”
A menudo los hombres han buscado en el plano imaginario negar
la muerte, reduciéndola, ya sea a un reposo o un sueño (lo que toda­
vía aparece en el lenguaje de hoy), ya a un viaje -lo que parece mu­
cho más frecuente si se interroga el pensamiento mítico-, a una mi­
gración de las almas (¿no se dice todavía entre nosotros que “m orir
es partir”?).
Numerosas costumbres corroboran esta manera de ver: alimentos
que se depositan en la tumba (Á frica negra); pequeños montones de
arroz en los principales cruces de caminos (khasias de la India);
asientos a lo largo del camino que conduce al cem enterio para que el
espíritu del difunto descanse en ellos (antigua China); puentes de
lianas reservadas a los muertos (chinos y karens de Birm ania); un
simple hilo sostenido en dos estacas por encima del río (khasias), o
un puente de papel en miniatura en el catafalco (antigua China),
pues el m uerto no podría utilizar los puentes de los vivientes, ni si­
quiera cam inar directamente en el suelo (de ahí la costumbre, en la
India, de extender telas en la tierra), etcétera.
“Todos estos hechos atestiguan que el espectáculo de la desapari­
E L H O M BR E A N T E LA M U E R T E 38 9

ción del viviente, generación tras generación, no ha conducido a la


humanidad a aceptar una experiencia de la m uerte, a concebir la
muerte como atacando a la existencia hum ana en su raíz misma.” 115
Es así que se ha llegado a admitir la ex-istencia (es decir, el hecho de
ser, pero en otra parte) de los difuntos; el culto de los antepasados
del negro-africano o el culto de los santos del judeo-cristiano consti­
tuyen a su manera medios para negar la m uerte, al reducirla a un
“pasaje”. " 6
De ahí también proviene la creencia en la muerte sublimada, trans­
formación del difunto en antepasado y a veces también en un an te­
pasado casi divinizado en el Á frica negra; cu erp o glorioso de los re ­
sucitados 1,7 en la óptica cristiana (beatificación o canonización); o en
la muerte trascendentalizada (afirmación de un más allá de la m uerte
que es participación en el Ser: taoísmo, budismo). Se diría que el
“deseo de eternidad” obsesionara a todos los hombres, y no sola­
mente a los espiritualistas.118
“La muerte es el comienzo de la inmortalidad”, decía Robespierre.
“Este dichoso morir, temido por los débiles, es sólo un en gen d ra­
miento de la inm ortalidad”, cantaba Lam artine. “¿Quién no los co­
noce y quién no los rechaza, este cráneo vacío y esta risa etern a?” ,
proclama, más cerca de nosotros, P. Valéry. Todas estas actitudes
tratan, pues, de superar la m uerte. Hay así una superación en nom ­
bre de valores considerados superiores a la vida (aceptación del sacri-

1.5 R. Mehl, op. cit., 1956, p. 4 2 . Véase especialmente M. Eliade, Le mythe de l'éternel retour,
París, 1949, pp. 227 y ss.
1.6 “Canta y cam ina”, nos dice San Agustín en su sermón núm . 252. “Canta. La vida es dura,
difícil, las cosas no son com placientes con nosotros y quizás muy raram ente encontrarás un
com pañero capaz de com prend erte. Canta y cam ina. Camina, porque la cita es en o tra parte.
Los que llamamos los muertos han alcanzado antes que nosotros la línea del horizonte; nues­
tros ojos no los ven más, pero ellos han sido acogidos en el seno eterno de Dios.”
117 San Pablo, en la epístola a los Corintios: “Se siembra corrupción, pero el cuerpo resucita
en la incorruptibilidad; se siem bra ignominia, pero resucita en la gloria; se siembra debilidad,
pero resucita en la fuerza; se siem bra cuerpo animal, y resucita com o cuerpo espiritual.”
118 Recordem os el ejemplo de R . Garaudy en su artículo “L ’eternité pour un m atérialiste” :
“Eí problema de la muerte es d oble, según se trate de nuestra propia muerte o d e la m uerte
del otro. La m uerte tiene una significación pedadógica, impide limitar el horizonte hum ano al
individualismo y el egoísmo; nos recuerd a qué es el amor en su form a más alta, e l am or no
puede cumplirse sólo en la relación de yo a tú, sino en la relación del yo con el todo. Leyendo
L a Divina Comedia siempre me impresionó ver qu e no es una historia de muertos, sino un ju icio
que trata de la vida. Si tenem os una concepción adulta del infierno, del más allá o de la
m uerte, esto significa que debem os buscar su significación en esta vida y no en lo q u e sería su
prolongación, mítica en un castigo o una recom pensa. Nuestra vida tiene la dimensión de la
eternidad en la medida en que tenem os ia certidum bre de que sólo nos definimos plenam ente
como hom bres en nuestra relación con el otro hom bre, con todos los hombres en la totalidad
de su historia.”
390 LA S A C T IT U D E S F U N D A M E N T A L E S DE A YER Y HOY

ficio suprem o por el soldado, el revolucionario, el m ártir), como hay


una superación por negación de la muerte (pasaje, inmortalidad), o
simplemente por su aceptación (ataraxia estoica).
Pero si el sabio negro-africano piensa el problema en términos de
permanencia/mutación del ser: redistribución de parcelas ontológi-
cas, posesión, reencarnación; el místico cristiano lo ve más bien como
acto de am or: por la resurrección, la muerte deja de ser separación
para convertirse en reencuentre!, en “fusión fulgurante en el Ser”, 119
mientras que el marxista la concibe como satisfacción de haber sido
el instrumento eficaz de la prom oción del hombre en el seno de la
colectividad, la muerte, para J . Dom archi, es “la categoría histórica
absoluta”. 120
Veamos p or último el caso de la muerte exorcizada. “O tra semana
que comienza mal”, ironiza el condenado a muerte que sube al ca­
dalso un lunes al alba (Freud, E l chiste). Cabe recordar también la
curiosa obra escrita en 1732 por Deslandes: Reflexions sur les grandes
hommes quisont morts en plaisantant. El exorcismo por el hum or ánte la
muerte propia o la del otro, incluso frente a la muerte en general,
entra en los mecanismos de superación. Tendremos ocasión de vol­
ver sobre el lenguaje del arg o t,121 cuyo alcance catártico no ofrece
ninguna duda: decir que X “ha quebrado su pipa”, que “ha pasado el
arma hacia la izquierda”, “que se ha tragado su partida de naci­
miento” y “perdido el gusto por el pan”, o que “va a engordar a los
gusanos”, o a “estornudar en la bolsa”, supone tomar cierta distancia
con respecto al acontecimiento traumatizante.
La m uerte en la canción reco rre también el camino del humor,
particularmente en J . Ferrat (Alleluia), G. Brassens (L ’ancetre, O nde
Archibald, L a ballade des cimetieres, Funérailles d ’antan, L e vieux Léon, Le
fossoyeur), Boris Vian (L a mouche bleue, L a ja v a des bombes atomiques) y J .

119 En el cristiano, la creación es ya un acto de amor. La recreación de la resurrección es


“una obra de esplendor, la transform ación del am or, victorioso sobre el sufrim iento y la
. muerte; y nuestro cuerpo en la gloria será custodia de am or” (M. Marois).
120 Véase especialm ente J . Domarchi,M arx et l ’histoire, edit.. de l’Herne, 1971. Véase, también J .
Baby, op. cit, y G. Mury, op. cit.
121 Lejos de ver en ello, como afirman algunos, una degradación del sentim iento de la
muerte, se lo debe interpretar más bien com o una protesta contra el form alism o afectado,
incluso hipócrita, de algunos burgueses, y una m anera de preservarse de la angustia de la
muerte m ediante la burla y el distanciamiento. Es así t¡ne en el lenguaje popular francés, morir
puede decirse "reventar"; y se dirá que el que m uere va a "entregar las llaves’’, “a cerrar los
postigos de la tienda”, “a hacerse un traje de m adera”, ‘‘a olvidarse de respirar” , a “darle las
gracias a su panadero” o a “apagar el gas”. De igual modo, no se mata a alguien, se lo “liquida”,
se lo “congela”. Lo que debe hacer el en terrad o r es depositar la "carne fría” en la "caja de
bombones”, después "m eterlo en el cajón” para que "se vaya a masticar tierra".
E L H O M B R E ANTE LA M U ERTE 391

B rel (L a mort, Tango fúnebre, Dernier repas M oribond: “Yo quiero que
se ría, quiero que se baile, quiero que todos se diviertan como locos,
Q uiero que se ría, quiero que se baile cuando me metan en el agu­
je r o .”)
Pero el humor negro, chirriante o afable según los casos, ha sido
ilustrado particularmente por el cine, donde “se ríe a expensas de los
otros que mueren en la ficción” , al decir de J . Potel.122 Caricatura de
los ritos funerarios y de la muerte comercializada (Lecher disparu),
acum ulación de cadáveres que caen como marionetas o como bolos (Les
tontons flingueurs, Bonnie an d Clyde, Noblesse oblige), desfuncionalización
de los objetos que simen p a r a los ritos funerarios (E l cisco, Dynamite Jim ,
donde ataúdes y carrozas fúnebres sirven para esconder gangsters o
el botín de un robo); reencuentro mecánico de señes independientes (en el
mismo piso, un padre casa a su hija, el otro entierra a su madre; el
banquete de bodas será envenenado por el cadáver; se irán a las
manos en plenos funerales); situaciones incongruentes: tema del cadá­
ver que estorba (Arsénico y encaje, Amedée o cómo desembarazarse de él;
asimismo el filme La main nos pone en presencia de un cadáver que
se quiere ocultar dentro de un cofre, la mano sobresale, se la corta:
cóm o hacer para desembarazarse de él directam ente); o el tema de
conductas fallidas (en Une ve-uve en or, una mujer casada sólo puede
h ered ar si enviuda; entonces contrata para lograrlo a un asesino a
sueldo, que multiplica e rro res, cadáveres, torpezas); tales son los
principales procedimientos utilizados. v
L a técnica (medicina, criogenización) y el humor constituyen los dos
procedimientos prácticos por oposición a los procedimientos intelec­
tuales (creencias) o religiosos (ritos) que ayudan a luchar contra la
m uerte. Veremos que algunos funerales negro-africanos incluyen ac­
tos de humor o de truculencia, pero en este caso se sitúan en el
corazón de la muerte verdadera, que ellos convierten en irrisión,
mientras que en los ejemplos antes citados no elejamos nunca el do­
minio del espectáculo. “El humor negro ¿no es a veces una actitud
e x te rio r, una especie de pirueta ante el espesor humano de la
m uerte? El juego de la m uerte y de la risa ¿no es un recurso para
disfrazar el miedo a la m uerte y la desesperación que inspira?” 123

122 Op. ni., 1970, p. ¡12.


J. 1’dU'l, 1970, |>. I 12.
LAS A C T IT U D E S FU N DAM EN TA LES DE A Y E R Y HOY

Muerte que se rechaza, muerte que se asume


I. Rechazar la propia muerte o la del otro
Rechazar la m uerte significa varias cosas. A veces es sólo una actitud
provisoria, por ejemplo, no creer que el otro ha desaparecido; la
pérdida del ser amado engendra un prim er m omento de estupefac­
ción, seguida de negación, “no se puede creer”, “no se admite”. Pero
por cierto que se term ina rindiéndose a la evidencia.124
Con más frecuencia se rechaza nuestra propia muerte porque “se
am a la vida”, “porque se tiene miedo de sufrir” o “no se quiere
abandonar todo lo que se tiene”, o porque “se imagina con h o rror
nuestra propia corrupción corporal”, o porque “quisiéramos antes
term inar lo que tenemos entre manos” o incluso porque no se está
preparado para m o rir.125 Miedo, repugnancia, terro r al más allá, fo­
bia a la nada, celos con respecto a los que quedan, son argumentos
invocados a menudo, com o ya señalamos, a propósito del miedo a la
muerte.
Otros se sienten más^bien obsesionados por el horror a la tumba y a
los cementerios (“Detesto la idea de la muerte y todo lo que ella encie­
rra . Detesto pasar delante de un entierro, detesto ir a un cemente­
rio”, nos declara un viejo). Así, el ceremonial de los funerales puede
tener un efecto deprim ente. “La pompa de la m uerte espanta más
que la muerte misma”, decía Bacon; y Montaigne destacaba: “Creo
en verdad que son los espantables aparatos con que rodeamos a la
muerte los que más nos hacen temerla.” 126 En todo caso, parece que
124 “Estaba. Quiero d ecir que ya no estará más. Fin. T erm in ad o. Golpéense la cabeza contra
la pared, aúllen, quédense petrificados, actúen como si no pasara nada, muérdanse; recen,
rebélense, acepten; de todos modos, nada cambiarán con eso: él estaba, ya no está más. El
m undo entero y ustedes mismos tienen derecho, o m ejor la obligación de hablar de él en
tiem po pasado. Ustedes han em pezado a usar la conjugación que de ahora en adelante será la
suya.” A. Philippe (op. cit., p. 1 16).
125 “El miedo a la m uerte, escribía acertadamente A. Schopenhauer, independiente de todo
conocim iento, es sólo, a priori, el reverso del deseo de vivir que nos devora." Miedo a la m uerte
y a m o r a la vida caracterizan a la jo v en Cleo del filme de Agnes Varda, Cleo de cinco a siete.
Recuérdese el diálogo del rey B éren g er y su mujer M argarita (lo n esco, E l rey se muere, Galli­
m ard, 1967, p. 35-36):
“E l. RKv: T ú me habías prevenido demasiado temprano. Pero me adviertes demasiado larde.
Yo no quiero m o r ir ... Y no quisiera que se me salvara, puesto que no puedo hacerlo yo
mismo.
M argarita : Es culpa tuya si te tom a desprevenido; debiste prepararte. Pero nunca tuviste
tiem po. T ú estabas condenado; debiste pensar en ello desde el prim er día, y después todos los
días, cinco minutos cada día. No era m ucho. Cinco minutos al día. Después diez minutos, nn
cu arto de hora, media hora. Así es com o se prepara litio.”
1211 En esle punto, hemos podido apreciar en mieslras entrevistas el efecto benéfico (le la
tanatopraxia.
EL H O M BRE A N TE L A M U E R T E 393

para muchos, no es tanto la muerte misma lo que se teme y rechaza sino el


morir: “Estar m uerto no los contraría, sino el morir”, afirm aba el
mismo Montaigne.
“Mi propia m uerte no se me aparece como una catástrofe. No
siento ante ella ni temor ni incertidum bre, dado que pienso que la
muerte es el fin de toda conciencia y existencia [ . . .] Pero o tra cosa
es el m orir [ . . .] No me gusta pensar en las diferentes muertes desa­
gradables que amenazan a los hombres de hoy”, declara un hom bre
contestando a una encuesta. El hecho de q.ue muchas personas p re­
fieran en un accidente “morir de golpe” antes que sufrir cruelm ente
o quedar enferm os, abunda en este mismo sentido. Recordemos que
la obsesión de la mala muerte es casi la única razón invocada por el
negro-africano para rechazar la m u erte.127
En un sentido, el rechazo a la muerte propia es una posición sana,
que por ejemplo ayuda al enferm o a mantenerse vivo; la d erro ta
total, orgánica o mental, acecha al que deja de esperar. Los testim o­
nios que hemos podido recoger sobre este punto entre los médicos,
sacerdotes y enferm eros son term inantes.128 En cambio, puede o fre ­
cer un espectáculo desolador el que m uere “desprevenido” y se afe-
rra lamentablemente a lo que le queda de vida. Racine escribía: “El
cobarde teme a la muerte, y es todo lo que teme.”
También deben tomarse en consideración otras maneras de rech a­
zar la m u e rte :129 el divertimiento, en el sentido pascaliano del té r­
mino; la agitación, que sólo es “la caricatura de la acción cre ad o ra ” ;
los. paraísos artificiales del erotismo (Eros consuelo de Tanatos, aun
cuando la sexualidad desenfrenada tiene un regusto de m uerte) o de
la droga (por más que su abuso term ina por matar), y sobre todo la

Véase L. V. T h o m as, Cinq essais. . . , op. cit., 1 9 68 . Montaigne defiende una posición id én ­
tica: "La m uerte asume modalidades más fáciles que otras, y adopta diversas cualidades según
la fantasía de cada cual. Entre las modalidades naturales la que proviene de debilitam iento y
pesadez me parece suave y dulce. Entre las violentas, me perturba más un precipicio que una
ruina que me abrum a, y un golpe cortante de una espada más que un arcabuzazo; y bebería
más fácilmente el brebaje de Sócrates, antes que golpearm e como C a tó n [...] T a n estúp id a­
mente nuestro m ied o m ira más al medio qu e al efecto . Sólo es un instante; pero me pesa tanto
que daría gustosam ente varios días de mi vida con tal de vivirlo a mi manera/’
V2H "Se m uere cuand o se acepta la muerte, conscientem ente o no. Es el ser el q u e ced e, el
que renuncia. Los valientes y los que luchan por la libertad y la libre determ inación de sí
mismos no deben ced er” , dice un personaje de J e u x de M assacre (Ionesco, Gallimard, 1970, p.
83). "Usted m erece ser condenado a m uerte. Y puesto que está resignado a m orir, se le puede
dar muerte”, replica otro (p. 84).
129 Las presuntas técnicas del rechazo de la muerte sólo son medios de diferirla.(ensañam iento
terapéutico, co ntrario de algún modo a la eutanasia; m edios de sobrevivir; injertos), o de lim i­
tar sus efectos a corto plazo (tanaiopraxis) o a largo plazo (embalsamamiento). Ú nicam ente la
irioftcnización supone la esperan/.» en la am ortalidad posible.
394 LAS A CTI TUDES KUNDAM KN'TALES DE AYER Y HOY

fiesta, con sus excesos fecundos y sus destrucciones sistemáticas. J.


Duvignaud ha demostrado cóm o el grupo exorciza el miedo a morir,
cómo ef hom bre de la fiesta recupera súbitamente a la naturaleza, la
libido, el cosmos: “del descubrimiento de la vocación aniquiladora de
la naturaleza, la fiesta extrae una fuerza que la obliga a abarcar
nuevas regiones de una experiencia limitada por la cultura [ . . .] La
fiesta nos recuerda lo que hay que aniquilar para seguir existiendo.
Como dice un texto de los Sonna, del Corán: ‘Dios salvará a los
hombres cuando ellos sean quemados como carbón’.”130
Rehusarse a creer en la m uerte del otro es desmentir nuestra pro­
pia angustia de muerte. T al es lo que ocurre en ciertas form as del
duelo patológico, en que el difunto no es reconocido com o tal (nega­
ción), o en que el sobreviviente se asimila 131 al muerto a fin de ha­
cerlo presente (identificación), o donde la muerte del otro desenca­
dena actos de autocastigo (culpabilidad).
Habría que hacer todavía o tra distinción, entre el rechazo del
duelo p o r negación maniaca (el muerto es considerado como vi­
viente, y se lo hace responsable de la separación) y otras modalidades
menos frecuentes: la identificación fantasiosa de tipo histérico (pertur­
baciones somáticas que reproducen síntomas del difunto; conversa­
ciones imaginarias con éste); el duelo obsesivo (conservación del objeto
que com pensa los deseos agresivos y se convierte en un derivado de
la culpabilidad); el duelo melancólico (el sujeto se siente responsable de
la pérdida del objeto experim entado de modo narcisista; las pulsio­
nes de culpabilidad obsesiva pueden conducir a la autoeliminación).
De ese m odo, el muerto siempre está allí: como viviente o como di­
funto, acapara todos los pensamientos del sujeto y le hace la vida
imposible.132 Incluimos a continuación dos ejemplos aportados por el
doctor J . Dehu, que nos parecen particularmente reveladores.
La señora F. comienza a tratarse por un estado histérico-obsesivo,
desencadenado, se nos dice, por el cambio de departam ento relacio­

130 Fétes et civilizations, Weber, 1973, p. 197. Véase también: “La féte, besoin social”, en Apres
demain 157, octubre de 1973.
Según D. Lagache, la identificación con el muerto resuelve el conflicto con el super-yo,
transfiriéndolo al difunto. Es también “una tentativa por aplacar la culpa de vivir m ediante la
destrucción d e una autoridad moral que es obstáculo a la vida" (R. M enahem, p. 133).
132 Sobre la tipología psiquiátrica de los duelos patológicos (tipos m aniaco, histérico, obse­
sivo, m elancólico), véase M. Hanus, Les deuils patlhologiques, tesis para el doctorado en medicina,
París, 1969. Sobre el miedo a la m uerte, véase más especialmente: I. SarnotT y S. M. Corwin,
Castratfon anxiety and th efea r o f death, J . o f Personaütv 27, 3, 1959, pp. -374-385; R. L. Williams,
S. Colé, Religioúty, gejieralized anxiety an d apprehension concerning Death, J . o f Social Psychology 75,
1968, pp. 111-117; G. Zilboorg, F'ear o f Death, T h e Psychoanalytic Q uarterly, 12, 1943, pp.
4 65 -475 .
!■:(. I f O M K K K A N 'I ' K ¡.A M U F . R T K

nado con la profesión del marido. Ella abruma a su esposo con re­
criminaciones; la m enor contrariedad provoca las crisis. La señora se
refugia en la cama y se niega a ocuparse de su familia. El cuadro es
trivial. La paciente enuncia secamente su curriculum vitae, el de una
joven y mujer feliz. Ella relata casi al pasar un simple incidente (que
nosotros no recogimos): una hija retardada profunda murió a los 15
años, pronto hará 10 años, cuando la m adre acababa de resignarse a
internarla. La señora F. asocia rápidam ente este episodio con sus
desdichas presentes; el nuevo departamento es confortable, pero ella
no se resigna a dejar su hermosa casa. Tiene que mediar un largo
aislamiento y un incidente casual pai'a que se desencadene la crisis
emotiva: una pequeña retardada pasa por el patio y grita bajo la
ventana de nuestra enferm a. Estimulada por el episodio, ia señora F.
describe entonces las largas horas que pasó alimentando a su hija, sus
años dedicados inútilmente a educar a esta pequeña criatura an o r­
mal, y la culpabilidad que sintió al morir la niña “cambiada de casa” .
N'o es la m uerte de su madre, sino la herencia, lo que provoca un
acceso maniaco en la señora M. Ella dice, desafiante: “Ahora la vida
es bella; por fin podré com prarm e una casa rodante”; pero pronto se
desmorona. Todo ese dinero que le había sido negado cuando ella
tenía tanta necesidad de él, ahora le quema las manos: “Yo no sé qué
hacer con t^ regalo, es a ti quien quiero”, parece decirle a su m adre.
Pero “las pertenencias del Muerto” forman parte integrante de él. La
señora M. no puede rehusar esta herencia (es decir su madre) sin
culpabilidad, ni aceptarla (puesto que ésta le ha negado su am or).
Sólo las payasadas de la manía le permiten *exteriorizar estos senti­
mientos ambivalentes. Esta explosión dura “más de una hora. Esta
sintomatoiogía maniaca, bufonesca, es sólo un “lenguaje cóm odo”.
La señora M. no vuelve a la consulta siguiente, consciente de haber
dicho demasiado, pero aliviada por haber podido exteriorizar su an­
gustia.
Habría que m atizar estas descripciones tratando de establecer qué
diferencias aparecen según que se trate de la m uerte de un niño, de
ün padre o de una m adre, de un cónyuge o de un amigo querido.
Muy probablemente encontrarem os siempre dos componentes prin­
cipales: el dolor de la separación y un profundo sentimiento de
culpa.133

I i'i Los duelos complicados o patológicos les sobrevienen siempre a las p e r s o n a l i d a d e s clínica
o fenomenológicaniente particulares: debilidad del yo, inmadurez y avíele/ afectiva; en una
óptica psicopatológica y analítica: yo narcisista, relación de ‘objeto preexistente al.duelo, prege-
nital y afectado por una ambivalencia excesiva. Y Denicker y Hanus concluyen: "T o d o duelo es
una separación. El duelo sólo puede ser vivido norm alm ente en la medida en <jue todas las
LAS AC'l I l UUES F U N D A M EN TA L ES DE AVER Y HOY

2. Muerte preparada, muerte deseada, muerte aceptada

Asumir la propia muerte tiene relación en más de un sentido con lo


que hemos llamado “buena m uerte” o también “muerte serena”. Esta
actitud se encuentra en los sujetos que no solamente no temen la
muerte, sino que se preparan para ella, o al menos están prontos
para m orir en cada momento de su vida, o más bien cada vez que la
arriesgan. Pero no hay que poner en el mismo plano, com o dijimos,
a Sócrates y a Cristo, al sabio antiguo y a ciertos suicidas que prepa­
ran su m uerte casi de un modo maniático (como en los ejemplos de
suicidio teatral que ya citamos); ni al que m uere voluntariamente por
defender a un ideal, o al curioso que, como el romano Canio Julio,
declaraba a un amigo (como nos cuenta Montaigne) algunos m omen­
tos antes de su ejecución: “Yo quisiera [ . . .] mantenerme preparado
y dueño de toda mi fuerza para ver si en este instante de la m uerte,
tan fugaz, tan breve, podré percibir algún desalojamiento del alma, y
si ésta llega a tener alguna vivencia de su salida.
Este tema de la muqrte-para-ver'13* ha sido ilustrado también por
algunas personas que pedían que se los colgara con la condición de
cortar la cuerda a tiempo para ver lo que ocurría dentro: pero esta
muerte experim ental jam ás ha dado resultados valederos, la cuerda
se cortaba siempre demasiado prem aturam ente o demasiado tarde.
Se podría em parentar esta actitud con la de quienes, mediante la
droga, parten hacia un largo viaje.
Asumir la muerte propia es por lo tanto prepararse moralmente para no
ser sorprendidos por ella y m orir dignam ente; o socialmente, prever
su sudario, a veces hasta pagar sus exequias (hablaremos más ade­
lante de las conductas funerarias de los ancianos en el asilo); o ri­
tualmente, a la m anera de Carlos V, que asistió a una especie de en­
sayo general de su misa fúnebre, entonando el Dies irae. También
podemos hablar de muerte esperada, y hasta con placer: “Y o he visto a
algunos de mis amigos íntimos c o rre r hacia la muerte con verdadera
afección, arraigada en su corazón por diversos aspectos del discurso

primeras separaciones objétales (orales, anales, edípicas) pudieron ser sobrellevadas correcta­
mente.”
1:14 K1 a d o r suele vivir su muerte como si actuara sobre las tablas. La señorita Rancourt
(1825) anunció, al m orir, que representaría lo m ejo r posible su última escena. B ord ier, actor de
variedades, al llegar al pie del cadalso se volvió hacia el verdugo y le dijo sonriendo el parla­
mento que decía en el teatro: "¿Subiré o no subiré?” Por último, se le atribuyen al actor
Mounet-Sully estas últimas palabras: “M orir es difícil cuando no hay público.” Por su parte, el
gran músico Ai ih u r R nbinsuin quiere m orir escuchando el adagio del O uinleto de ( aierdas en
do mayor de Schuberi (véase el filme de F. Keichenbach, L'awour fie la vie).
EL H O M B R E A N TE LA M UERTE 397

que yo no les niego, y a la prim era que se ofrece tocada con un lustre
d e h o n or precipitarse fu era de toda apariencia, con un hambre
aguda y ardiente [ . . .] De incluir aquí una gran lista de aquellos de
todos sexos y condiciones y de todas las sectas en siglos más felices,
que han esperado la m uerte constantemente, la han buscado volun­
tariam ente, y la buscaron no sólo para huir de los males de esta vida,
sino algunos para huir simplemente de la saciedad de vivir, y otros
por la esperanza de alcanzar una condición m ejor; por lo demás, yo
no lo habría hecho nunca”, nos dice Montaigne.
Asumir su muerte es también arriesgar su vida (m uerte ofrecida)
en el sacrificio de sí, libremente aceptado o propuesto,135 o más senci­
llamente consentir en m orir cuando se ha llegado a la ancianidad, y
se está saciado de vida (según el ideal que proponía Metchnikof en
una perspectiva que él creía ciertam ente científica). A este efecto to­
memos el ejemplo que nos describe R. Gessain en su libro Ammasalik
ou la civilisation obligatoire:136 “ Un cazador esquimal entrado en años,
considerando que ya había hecho todo lo que había que hacer en la
vida, un día que estaba en la tienda, entre los suyos, les dice: ‘¿Mi
vida no ha sido lo bastante larga? ¿Mis hijos no poseen focas en nú­
m ero suficiente?’ T odo el m undo comprendió que deseaba partir
f . ..] Habló larga, lentam ente de su vida, de lo que había hecho bien,
de lo que había hecho mal; después subió en su kayak, con la ayuda
de uno de sus hijos, se alejó d e la orilla y voluntariamente se vuelve y
no regresa más. Una mujer se arrojará al mar desde lo alto de una
roca.”
Tam bién África nos presenta, como tendremos ocasión de ver,
muertos no menos conm ovedores: el sacrificio de su vida, particu­
larm ente en el anciano, coincide también con la preocupación de
reencontrar a los antepasados, y con el deseo de reencarnar. Asumir
su m uerte es también acep tar “partir”, cuando se tiene verdadera­
mente la impresión de haber desempeñado su papel, de haber con­
tribuido a la felicidad del hom bre. “En la medida en que el niño, y
más tarde el adulto se siente integrado a una form ación humana que
com parte su trabajo y sus proyectos, donde él encuentra todos los

l3''' En ¡m condición humana, A. M alraux nos describe la actitud de los revolucionarios conde­
nados a ser ([neniados vivos. Para librarse del suplicio, Kyo ingiere cianuro. Pero Katow, apia­
dado por sus camaradas, reparte su dosis entre ellos. Morir es pasividad, dice Kyo, pero ma­
tarse es un acto.” Los dos han arriesgado su vida por una causa ju sta. Los dos asumen su
m uerte; la actitud de Kyo, sin em bargo, se em parenta con el suicidio, m ientras que la de Katow
es incontestablem ente un sacrificio.
KiB Flamm arion, 1969, cap. 3. Reproducido parcialmente con el título “ La vie et la mort chez
les Kskimo", F.lhiwlisycliologie I, 1972, p. 129.
398 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A YER Y H O Y

apoyos afectivos que le impiden sentirse solo, la m uerte, aún bajo la


forma de accidente, le parece una prueba soportable. Se ha admi­
rado con frecuencia el valor, el desprecio por la m uerte, de que han
dado prueba tantos comunistas jóvenes y adultos -y no solamente co­
m unistas- en las persecuciones y los combates. Esta actitud responde
antes que nada a la conciencia de haber aportado su contribución a
una obra colectiva que satisface enteram ente su espíritu y su corazón,
y también a la seguridad de que esa obra en la que han participado
continuará después de ellos y finalmente triunfará. Otros combatien­
tes vendrán, más adelante otros más, y todos de alguna manera for­
man parte de aquellos prim eros y prolongan su ser más allá de la
m uerte.”137
Hay que atribuirle a la m uerte asumida inconscientemente las di­
ferentes conductas de defensa (creencias, ritos), que constituirán el
tema próxim o de nuestro estudio (cuarta parte). Si consideramos al
niño, por ejemplo, éste manifiesta con frecuencia “una reacción para
recatectizar en fantasías” que incluyen al padre fallecido o a él
mismo. Pero también puede o cu rrir que se reorganice “bajo la forma
de una autopatexis extrem adam ente narcisista, con elaboración de
una sensación de omnipotencia”.
Debe tom arse en cuenta el sexo del padre muerto. Si se trata de un
sujeto del mismo sexo, “la manifestación más evidente es la culpabi­
lidad que proviene de la hostilidad sentida hacia ese padre, lo que
provoca episodios depresivos, o desórdenes de carácter de diversos
grados, o reacciones agresivas que pueden ser de origen defensivo
para evitar la depresión”. Frente a un padre del sexo opuesto, es una
impresión de “victoria en la lucha edipiana”, en cuyo seno la identifi­
cación con el padre fallecido, no confrontada con la realidad, le
permite al niño “retenerlo com o suyo para siempre”. El niño pro­
testa, y no sin violencia, contra todo lo que podría desvalorizar la
im agen del padre desaparecido (especialmente en tre las niñas).
Cuando el sentimiento de culpa se manifiesta, se “centra más en las
rivalidades libidinosas prohibidas que en los empujes agresivos”. Los
actos de identificación sexual no son raros, algunos niños privados
de su padre se vuelcan al m áxim o sobre la madre, lo que no deja de
crear una ambivalencia en cuanto a su masculinidad.138
Q ueda por considerar la m uerte del otro. La aceptación es la única
respuesta válida, pero es dolorosa: “Yo luchaba hasta el punto de
dolerm e todo, confiesa A. Philipe. Trataba de rechazar al enemigo,

137 J . Baby, op. cit., 1973, p. 141.


Dr. A. A juriaguerra, op. cit.
E L H O M BR E ANTE LA M U E R T E 399

pero él me aplastaba, me ahogaba, me derribaba. Yo lo aceptaba, me


hundía en cuerpo y alma ,y flotaba al centro de la tierra. Sí, él va a
morir. Se va a pudrir. Esto és lo que hay que saber, lo que se debe
conocer. Quizás volver la cabeza m e ayudai'á. La pared era blanca,
no había nada escrito en ella todavía. Era una página en blanco. Yo
quisiera ser una página en blanco com o ayer.” ,;ií' Vivir sin el otro la
vida del otro como si el otro estuviese ahí; tal la admirable lección
que se nos presenta aquí. Asumir la muerte es, pues, dejar actuar “el
trabajo del duelo”. 140 Al principio sólo se tratará del duelo psicoló­
gico, es decir de la “experiencia de la pérdida del ser amado”, y no
de los ritos que la sociedad prevé a este efecto; por lo tanto, del
duelo individual privado y no del duelo colectivo.141 El trabajo
de duelo “normal” supone varias fases.
En primer lugar, un estado de shock, con manifestaciones somáticas
propias de las emociones fuertes: opresión torácica, tendencia lipo-
tímica, taquicardia, hipertensión, pérdida del apetito y del sueño, gri­
tos y gesticulaciones. Con los llantos comienza el trabajo del duelo,
dolor interior a m enudo experimentado “en una inmensa realidad
del mundo”, donde todo parece perd er sentido. Es un vaivén entre
el principio del placer (no se cree en la m uerte) y el principio de
realidad (uno se somete a ella). Se lava al difunto, se le viste, se le
abraza, se le habla dulcemente com o para no molestarlo; pero se le
llora, pues está verdaderamente muerto.
La segunda etapa coincide con ¡a fase de caída psicorreaccional,
donde se encuentra una depresión profundam ente dolorosa, la pér­
dida de interés por el mundo exterior, la desaparición de la capacidad
de amar, la inhibición psicológica. De ahí lá concentración dolorosa
en el difunto, notoriam ente perceptible en el plano de los sue­
ños, las ensoñaciones, las fantasías. De ello resultan dos consecuen­
cias: la inhibición y la atracción por el muerto (unirse al desapare­
cido, com partir su suerte), asociados a menudo con la culpabilidad y

13” A. Philippe, op. cit., 1963, p. 75.


El trabajo del duelo consiste ante todo, según la expresión de Laplanche, en “matar al
m uerto” en cuanto tal, en destruir el lazo libidinal (|ue nos liga a él, en transcender la últim a
imagen que tenemos de él, para habituarnos a su nueva presencia-ausencia donde la com pla­
cencia narcisista ya no tiene lugar.
’4' Véase nuestra cu arta parte. En el África negra, el poblado entero puede soinelei.se a ritos
a veces penosos de duelo. Se ha dicho de Alemania que este país se niega a asumir el d uelo (A. y
M. Mitscherlich, Le tleuil imposible, Payot, 1972) en cuanto rechaza su culpabilidad por el geno­
cidio de los jud íos. El m ilagro económico alem án sería entonces el froto de esta evasión íanta-
sista, fre n é tic a -“maniática”, dirían los psiquiatras-de un pasado que los alemanes no quieren
reconocer como propio. E'. tercer Reich, la g uerra hitleriana, sólo sería para ellos un nial sueño.
400 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

la hostilidad.142 Es el núcleo mismo del trabajo del suelo, a saber la


descatectización libidinal del objeto perdido; su duración equivale al
tiempo necesario para que se opere este fenómeno. La separación de
la m uerte, que se consuma en la depresión, supone la interiorización
del objeto perdido y de la relación objetal: instalar al difunto en no­
sotros mismos es otorgarle una form a de supervivencia.
La tercera fase es la de adaptación, comienza cuand o el sujeto que
padece el duelo deja de obsesionarse por el “pasado-presente” y
acepta volverse hacia el fu tu ro; por lo tanto se vuelve a interesar en
nuevos objetos, se siente capaz de experimentar nuevos deseos. Se
llega a cambiar de panoram a de vida; se encuentran nuevas relacio­
nes sociales, nuevas actividades, nuevas razones de vivir, nuevos cen­
tros de interés. Después de la depresión, el alivio; después de la an­
gustia, la euforia y la liberación.143 Entre el duelo norm al tal como lo
acabamos de describir, y el duelo patológico del que hablamos antes, se
sitúan casos intermedios llamados duelos complicados.
Debemos formular otra precisión. Profundizando la tesis célebre
de Freud s o b r e Duelo y ynelancolía, 144 D. Geahchan nos habla a su vez de
la relación nostálgica.145 Designa entonces dos tipos de duelo. En el
prim ero se acepta el trabajo del duelo, a pesar de importantes difi­
cultades: “él se realiza en un ju eg o conflictual de identificaciones his­
téricas y narcisistas, a través de la dinámica de la transferencia y de la

141 Lo que atestigua la ambivalencia qu e reinaba en la relación objetal: al colm ar la muerte


nuestros deseos hostiles, nos sentimos responsables de ella.
143 “El yo, una vez terminado el trabajo de duelo, vuelve a ser libre y sin inhibiciones, decía
Freud. Sin em bargo, suele suceder q u e el final d el duelo se caracterice p o r la voracidad sexual
y por reacciones hipomaníacas. El duelo, sin desem bocar en una en ferm ed ad mental propia­
m ente dicha, puede complicarse al com ienzo por la prolongación de un negarse a la realidad
bajo la form a de una verdadera psicosis alucinatoria del deseo. Por ejem plo, una viuda dialoga
con su m arido durante varios años d espués de la muerte de éste, para hablar de sus hijos o de
ellos mismos. En otros casos, es la negación de la realidad interior de la pérdida: “la falta de
aflicción”; si esia falta de aflicción no ced e, conducirá ai duelo patológico. I’ uede producirse
entonces la precipitación somática de una afección preexistente o la aparición de fenómenos
psicosoniálicos. Uis complicaciones secundarias son sobre todo la intensidad y la prolongación
excesiva de fenómenos que aparecen en el duelo normal; exageración de la depresión; agresi­
vidad, sentim iento de culpa, que pueden cond ucir al suicidio o a inhibiciones masoquistas. Tales
duelos pueden d urar años y aunque no aparezca una afección mental d eterm inada, el estado
psicológico y social se caracteriza por la limitación del yo y de su cam po rela cio n a r (J. Susini,
op. cit.).
144 En Métapsychologie, Gallimard, 1968, pp. 147-174.
145 “ Lo que parece definir a la relación nostálgica es la indeterminación misma de su repre­
sentación, y su carácter imaginario, por el cual el sujeto se mantiene siem pre separado de su
objeto. Resulta de ello una búsqueda indefinida e ¡ndiíniible, pues si algún objeto parecía
responder un día al deseo nostálgico, muy pronto demostrará que 1 1 0 era lo que prom etía.”
Deuil et nos/algie, en Rev. fse. de Psychanalvse X X X II, 1968, 1, en ero-febrero, p. 49.
E L H O M BRE A N T E LA M U E R T E 401

regresión propia de la situación analítica. L a identificación histérica


obstaculiza este trabajo del duelo, y se mantiene el lazo con los obje­
tos arcaicos del Yo en la transferencia con el analista; la identifica­
ción narcisista se realiza en una regresión que le permite al objeto del
Yo constituirse en sujeto del Y o, más precisam ente, quizás, en atri­
buto del Yo”.
En la segunda posición, “el trabajo del duelo se elude de alguna
manera, sin que el sujeto llegue a las posiciones extrem as de la psico­
sis alucinatoria o de la neurosis narcisista, y él sale adelante gracias al
establecimiento de lo que yo llamo la relación nostálgica con el ob­
jeto ” .146

L a muerte elegida y la que no se elige 147

Si a veces el hombre llega a imaginar, concebir y esperar su m anera


de morir, en la mayoría de los casos ésta no depende de él en cuanto
a sus condiciones, su momento y sus modalidades. Así, las dos ins­
tancias claves de mi existencia, el alfa y el om ega, se me escapan (y el
prim ero más todavía que el segundo): mi nacimiento y mi muerte.
En cuanto a las form as más horribles de m uerte que se me imponen,
ellas son por cierto, sin duda posible, la muerte p or la tortura, la muerte
experimental, la ejecución capital, ya sea ésta p o r decapitación, por
horno crematorio en los campos nazis, por deportación a Siberia.
Elegir su muerte no es por lo tanto fácil. En un sentido, sólo lo
logran realmente los que deciden suicidarse, y determinan el medio
de hacerlo y fijan el día. ¿Pero eligen con toda libertad? ¿No son
víctimas de un traumatismo que determina su comportamiento aun­
que ellos no lo sepan? ¿No obedecen a imperativos que provienen
del medio?
Debe establecerse una distinción entre la conducta suicida y el hecho
suicida. Éste se refiere a las condiciones del medio (institución, situa­
ción económica) y llega a ser materia de estadísticas. En cambio aquél
nos lleva a la experiencia individual propia de cada suicida. En este
caso se trata de un acto de “psicología total”, de una “función psico-
biológica propia del hom bre” (Deshayes), cuyas finalidades pueden
ser diversas: función auto y heteroagresiva, función catastrófica,
función de huida, función ordálica, función chantaje, función lia-

146 Pp. 42-43, El autor precisa así su punto d e vista: “[ . . .]cuando la fantasía en la ensoñación, se
constituye como realización del deseo en la nostalgia el deseo tiende de manera repetitiva a ía
actualización do una fantansía que no conduce jamás a su realización”, p. 49.
147 Hay, pues, una m uerte padecida, una m uerte aceptada, una m uerte elegida o querida: re­
nunciam iento al mundo, sacrificio, suicidio.
402 LAS A C T IT U D E S FU N D A M E N T A L E S DE A Y E R Y H O Y

m ado. Pero es éste el m om ento de en trar en una discusión que ya ha


hecho co rre r demasiada tinta 148 y que está lejos de haberse resuelto.
L a lógica del suicidio es de un tipo muy particular: “Es semejante a la
lógica sin réplica de una pesadilla o com o las fantasías de la ciencia
ficción, que se proyectan bruscam ente en otra dimensión: todo es
posible y sigue estrictam ente sus reglas propias, pero al mismo
tiempo todo es diferente, falseado, invertido. Cuando un hombre ha
decidido poner fin a sus días, penetra en un mundo cerrado, inex­
pugnable, pero enteram ente convincente, donde cad a detalle se
ajusta y cada incidente viene a reforzar su decisión. Una discusión
con un desconocido en un bar, una carta esperada que no llega, la
voz que no se desea escuchar por teléfono, la visita que no se quiere
recibir, hasta un cambio de tem peratura, todo parece cargado de
una significación especial, todo contribuye. El mundo del suicidio es
supersticioso y pleno de presagios. Freud veía al suicidio com o una
gran pasión, com o el estar enam orado. ‘En las dos situaciones opues­
tas: la de estar intensamente enam orado y la del suicidio, el ego es
absorbido en el objeto, aunque lo sea de manera absolutamente dife­
ren te’.” 149
Pero no todos los suicidas obedecen a las mismas determinaciones,
ni están todos tan decididos en su furia destructora. A veces, el su­
jeto que padece un estado de soledad o de desasosiego, busca un
rem edio recurriendo a la voz simpática de un otro anónimo que sa­
brá ayudarlo con la certidum bre tranquilazadora de que no será ni
tratad o (por un médico), ni serm oneado (por un sacerdote), ni juz­
gado (por un trabajador social), sino más bien escuchado con benevo­
lencia.
Pero la m uerte que “se elige” en el suicidio no tiene siempre el
mismo sentido, al menos en el plano de los valores sociales; depende

148 Es el conflicto que opone a los partidarios de las tesis biológico-médicas y a los d e las tesis
sociológicas. U na cosa es verdadera, irrefutable: los porcentajes de suicidios no se distribuyen
al azar, y las variables socioculturales del suicidio parecen indiscutibles. Véase D. Cooper, op. cit.,
1972, p. 138.
140 A. Álvarez, Le Dieu sauvage. Essai sur le suicide, Mercure de France, 1962, pp. 150-151.
En cuanto a su lógica, el suicidio presenta tres aspectos (R. M enahem, op. cit., 1973, pp.
118-119). El suicidio lógico (especialmente en el anciano solitario y sufriente, en quien resulta de
un razonam iento “que no supone ni e rro r deductivo ni error semántico”); el suicidio paleológico,
que adopta un modo delirante o alucinatorio (sobre todo en los psicóticos) y que reposa sobre
un razonam iento falso del tipo: “La m uerte es sufrim iento; yo sufro, por lo tanto debo m orir”.
Por últim o, el suicidio catalógico, que corresponde a un pensamiento dicotómico. En este suici­
dio sem ántico, e l suicida se desdobla en un “yo” que se mata (actor) y un “yo” que asiste a su
desaparición (espectador). Su razonam iento es d el tipo: “quien se mata, llam a la atención; yo
voy a m atarme, por lo tanto, se me prestará atención”. Véase P. L. Landsberg, op. cit., pp. 111-153.
E L H O M BRE A N T E LA M U E R T E 403

de que se trate de un suicidio sacrificio (el mártir cristiano en la arena,


el bonzo que arde, el kamikaze que se arroja con su avión sobre el
blanco enemigo, el jefe de la lanza entre los dinka, el esquimal que se
deja m orir en medio de los témpanos), o del suicidio llamado egoísta,
incluso anómico, para hablar como Durkheim; o según que estemos
en presencia de un suicidio ocultado, el del desesperado (enfermedad
incurable, enam orado decepcionado o burlado, persona arruinada) o
del suicidio teatral casi público: “Las personas sólo tratan de m orir de
manera teatral 150 cuando están obsesionadas por los medios más que
por el fin, así como los fetichistas sexuales obtienen más satisfacción
de sus ritos que del orgasm o al que éstos conducen. El anciano que
se clava unos clavos en el cráneo, el director de compañía que se
horada con un taladro y la joven abadonada que se traga toda una
ferretería 151 parecen actuar frenéticamente por desesperación. Sin
embargo, por conducirse precisamente de esta manera, deben haber
meditado interminablemente los detalles, eligiéndolos, modificándo­
los y afinándolos com o artistas, hasta llegar a la ejecución de este
acontecimiento exclusivo, irrevocable, que expresa su locura en toda
su unicidad. En tales circunstancias, la m uerte puede sobrevenir,
pero es superflua.” 152
También hay que distinguir el suicidio frív olo, que persigue un fin
hedonista, narcisista, imaginario a la vez que aleatorio; 153 el suicidio-
liberación, donde se da la m uerte para evitar un destino más cruel
todavía que la. vida (centenares d e judíos ,se dieron muerte en Ma­
sada, negándose a someterse a las legiones romanas; cientos de escla­
vos se ahorcaron arrodillados o en cuclillas,vtan bajo era el techo en
las bodegas de los galeones españoles) y el suicidio filosófico, no “doc­
trina de esperanza tendiente a ocultarnos la vista de lo absurdo”, sino
más bien “doctrina de desesperanza, impotente para justificar la exis-
150 La m uerte del viejo sacerdote dinka, la del kamikaze, la del asceta japonés que se ali­
menta con tanino y que se hace enterrar vivo -d e las cuales ya hemos hablado-, presentan sin
ninguna duda un aspecto teatral.
151 En Viena, en el siglo xix, un anciano d e setenta años se clavó siete clavos de ocho cen tí­
metros debajo del cráneo con un martillo de herrero. Un negociante de Belfort, en 1971, se
horadó nueve agujeros en la cabeza con un taladro. Una joven polaca, decepcionada en el
amor, se tragó en cinco meses: 4 cucharitas, 3 cuchillos, 19 m onedas,'20 clavos, 7 bulones, I
cruz de bronce, 101 alfileres, 1 piedra, 3 pedazos de vidrio, 2 perlas de su rosario.
,5Í A. Álvarez, op. cit., 1972, p. 151.
isa “Mediante el acto primitivo del suicidio, el hom bre obtiene una inmortalidad a través de
la fantasía, es decir un cum plim iento ininterrum pido del ideal hedonista, debido únicamente a
la imaginación y no a la vida real”, escribía G. Zilboorg (Suicide among civilized and Prtiiuiive
races, Americ. Ja l. o f Psychiatry, vol. 92, 1936, 1, p. 368). “Se sacrifican gustosamente algunos
días o algunos años de vida terrestre, con tal de festejar eternam ente con los dioses en el otro
m undo. Es esencialmente un acto frívolo”, d ice A. Álvarez, op. cit., p. 79.
,,u i .5 FU N D A M EN TA L ES DE AYER Y H o\

i tíuuuma”, '" 4 que proviene del pesimismo, del nihilismo, del


absurdo radical.
O tro aspecto más perturbador todavía de la muerte elegida, y que
hasta ahora no ha encontrado ninguna explicación, es la actitud de
los que, sin com eter un acto suicida, m ueren en el momento exacto
que habían previsto. Este fenómeno de tanatomanía, al que hace alu­
sión M auss,155 no caracteriza solamente a los hombres de las socieda­
des tradicionales -lo s ancianos negro-africanos tienen con frecuencia
el presentimiento del momento de su m uerte, hecho que nosotros
comprobamos in situ -, sino también el hombre occidental, com o lo
1 hemos señalado en varias ocasiones: “Está también el caso en que la
hora de la m uerte parece elegida por el enfermo, éste espera una
1 visita, una carta o también un aniversario, y muere en seguida.
¿Acaso sólo se m uere cuando se abandona la lucha?” 156 Es probable,
¡ pero ello no explica el mecanismo letífero.

í
L a muerte aséptica
( r

No podemos concluir eí tema de las diferentes maneras de aprehen-


; der la m uerte sin insistir en una noción de la que ya hemos hablado,
al menos parcialmente, en el curso de este estudio.
í Al contrario de las sociedades “arcaicas” donde la muerte se asume
y es algo familiar, omnipresente, la sociedad occidental sólo acepta la
muerte con la condición de volverla aséptica. Ya hemos subrayado
que el pretexto de la higiene era la causa del rechazo de los cem ente-
, rios hacia fuera de las ciudades, así com o de las reglas molestas para
el transporte de cadáveres. La tanatopraxis misma opta por una
muerte limpia, “higiénica”, lejos de las hediondeces y las pestilen­
cias.'57 El hecho en sí es perfectam ente legítimo; y lo sería integral-
(
154 L. Meynard, Le suicide, puk, 1954, p. 102. Para A. Camus, “no hay más que un único
problema filosófico verdaderam ente serio: el su icid iof. . . ] M orir voluntariamente supone que
se ha reconocido, aunque sea de modo instintivo el carácter irrisorio de esta costum bre de
vivir, lo insensato de esta agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento” (Le Mythe de
( Sysyphe, pp. 15, 18 y ss., 76). “El acto filosófico verdadero es el suicidio”, decía ya Novalis.
155 M. Mauss, Sociologie et Anthropologie, op. cit., cuarta parte, pp. 313-330.
^ 138 R. Menahem, op. cit., 1973, p. 67.
157 Es éste, probablem ente, un rasgo típico del m undo occidental, a la vergüenza por el
cuerpo, generada p o r,e l judeo-cristianism o, sigue la obsesión del cuerpo limpio. Evidente-
( mente, la m uerte aséptica sólo puede ser la obra de “una sociedad que le tiene m iedo al
cuerpo, a sus olores, donde se explota la neurosis colectiva- m ediante productos mágicos desti­
nados a suprimir el cu erp o , a hacerlo insípido, inodoro, invisible. El afeitado continuo, las
^ rodillas del niño que no puede ju g ar porque su m adre tiene miedo de que se las ensucie, el

(
EL H O M BR E A N T E LA M U E R T E 405

mente si no fuera en el fondo el pretexto inconfesado para rechazar


a la m uerte y a los muertos (al menos por parte de algunos). Los
buenos pretextos no siempre expresan las buenas intenciones; la
m uerte aséptica, en efecto, no lo g ra ocultar la negación de la muerte,
acá también encontramos el tem a, tan importante en nuestros días,
de la muerte-enfermedad, parcialm ente evitable gracias a las precaucio­
nes de la higiene. La m uerte-limpia es así la única aceptable por ser
imaginariamente no mortífera. E sta es quizás una de las razones que
explican el escaso éxito que tien en en Francia los cem enterios-
parques. Lo cierto es que el Ministerio de la Salud le pidió a un
grupo de expertos que estudiaran la cuestión, y éstos respondieron
muy claram ente: “El esfuerzo gen eral que debemos encarar es el de
no q u erer ocultar la m uerte a to d a costa, y sí volver a darle su lugar
en la vida. Al igual que el nacim iento, la muerte forma parte de los
acontecimientos naturales, por m ás que sea una experiencia temible.
La sociedad occidental co n tem p orán ea tiende a desnaturalizar la
muerte. Parece entonces natural ir contra el tabú que consiste en no
considerar jam ás a la m uerte co m o real [ . . . ] Si los medios de com u­
nicación de masas muestran a la muerte, no lo hacen de cualquier
m anera, la muestran aséptica. Se tiende a presentar una m uerte lim­
pia, incolora, silenciosa.” 158

Se aprecia así, sin que haya que insistir en ello, la profunda ambiva­
lencia de la muerte y las reacciones que suscita. T riunfante o ven­
cida, elegida o padecida, ignorada o superada, negada, exorcizada o
aceptada, término o mediación, la muerte es considerada en la m a­
yoría de los casos como un obstáculo a la felicidad, como un fracaso y
como el reconocimiento de n u estra finitud o de nuestra vanidad.
Fuente profunda de desasosiego, incluso de angustia, se procura no.
pensar en ella, hacer “como si” n o existiera; al menos que se la desa­
fíe para hacerla menos cruel -a u n q u e el hecho es ra ro -, o que se la
afronte para convertirla en irrisión por los mismos motivos.
Pero la muerte existe y hay q u e contar absolutamente con ella. Por
esto una sociedad pragmática n o podía no especular sobre la muerte
rechazándola, de ahí el tem a d e la recuperación de la m uerte, de los
m uertos, incluso de los cadáveres (como nos lo muestra el filme Soleil
x’ert).

corte de pelo decente, el automóvil que se lustra, los biclorurizantes, el enzima glotón que
devora la suciedad por usted (y digo bien ‘lo devora’: se lo com e por usted), enzim a coprófilo
emisario, el blanco puro (J. R. Dos Santos, N otes pou r le scénsario d ’un drame, París, 1972).
158 Les probli'tnes de la mort, Inform e de u n grupo de expertos, Ministerio d e Salud Pública,
abril ele 1973. Las cursivas son nuestras.
406 LA S A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HOY

Es en esta perspectiva que habría que analizar la im portancia e r e - ..


cíente alcanzada por los seguros de vida o los seguros de falleci­
miento: 159 introducir objetivamente la muerte en el circuito econó­
mico (recuperación), a fin de hacerla subjetivamente menos descon­
certante (negación).

15S Si tomamos com o 100 el índice de seguros de vida en 1958, él alcanzó a 189,5 en 1963,
Seguridad financiera, ciertam ente, en especial para los sobrevivientes; pero tam bién seguridad
para sí mismo contra la muerte: “Sobre todo cuando se refiere a la persona, el acto de asegu­
rarse, cumplido lúcidamente, pone al ser en disponibilidad, le confiere un cierto desprendi­
miento propicio a la creación, al enfrentam iento con el verdadero riesgo” (F. Gentile, “Riesgo y
seguro”, Esprit, enero de 1965).
X. LOS GRANDES LINEAMIENTOS
DE UNA EVOLUCIÓN

L a s a c t i t u d e s frente a la muerte, a los que m ueren, a los difuntos


(cadáveres, manes o antepasados “desaparecidos”) que han sufrido en
O ccidente1 modificaciones de importancia. Los progresos espectacu­
lares de las ciencias y las técnicas; la reorganización de ciertas estruc­
turas sociales, particularm ente de la familia; el establecimiento de
una civilización capitalista industrial basada en la rentabilidad y el
beneficio, generaron transformaciones fundamentales: desacraliza-
ción, desocialización, nueva concepción de la enferm edad, de la
m uerte, de la salud, primacía de lo económico, tabú creciente con
respecto a la muerte y al duelo, son todos puntos importantes que
han llevado a creer en la existencia, hoy, de una m uerte “cambiada”.2

D e s a c r a l iz a c ió n

El aspecto misterioso del morir y de la m uerte, la intensidad de las


emociones que provoca, la incertidumbre de/en el más allá, bastan
quizás para explicar cómo y por qué la muerte fue acaparada por lo
imaginario religioso.
En el Africa negra, la m uerte es objeto de un rito de pasaje, con su
cortejo inevitable de sacrificios, procedimientos adivinatorios y en-
cantatorios, purificaciones, consagraciones y desacralizaciones.
Lo mismo ocurrió en Europa. F. Lebrum, refiriéndose a la muerte
en Anjou en los siglos xvn y xvm , subraya: “El sufrimiento y la en­
ferm edad son enviados por Dios para castigar a los hombres por sus
pecados y advertirles que hagan penitencias mientras sea tiempo. En
cuanto a la m uerte, también vista como castigo querido por Dios y

1 Tam bién África ha entrado en ia era de las transform aciones aceleradas; el doble empuje
del cristianismo y sobre todo del islam, la industrialización, la occidentalización y la urbaniza­
ción, alteran sensiblemente las actitudes tradicionales. No podemos extendernos sobre este
punto, pero no es exagerado afirm ar que se asiste a una occidentalización de la muerte afri­
cana. Véase L. V. Thom as, R. Litneau, Anlhropologie rnligku.se, op. cil., 1974.
2 Actitud ambivalente, si la hay. “En el plano psicológico, nuestra época parece qu erer re­
prim ir la idea de la muerde; pero en el plano ontológico la tom a m uy en serio, ¿No será
precisam ente por esto mismo p o r lo que se em peña de ese modo en reprim irla?" O, Schoonen-
berg, “J e crois a la vie étern elle”, en Concüium núm. 4 1 , p. 89.
Sobre las antiguas costum bres francesas, véase M. B outeiller, “La mort et les funerailles", en
L a Frunce et les Franqais, Enciclopedia de la Pléiade, Gallimard, 1972, pp. 95-100.
407
408 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A YER Y H O Y

desenlace imprevisible e inevitable a la vez, se la considera el pasaje de


‘este valle de lágrimas’ hacia la vida eterna, tránsito infinitamente
temible porque al pequeño núm ero de elegidos se contrapone la
multitud de rechazados, y nadie puede anticipar la sentencia del So­
berano Ju ez. Ante la enfermedad y la muerte el gran remedio es la
oración -y aquí los santos desempeñan un papel fundamental de
mediadores-: sólo la oración puede obtener de la misericordia divina
la salvación de los cuerpos y de las almas, únicamente ella puede
abreviar la estancia en el purgatorio de las almas allí confinadas.”
Nunca se insistirá bastante en el papel que desempeñó en esto el
clero relativamente instruido en com paración con las masas, y que
veía a los fieles como menores irresponsables a los que hay que vigi­
lar: “al igual que una madre particularm ente severa que gobierna a
sus numerosos y turbulentos hijos mediante el temor al castigo, per­
mitiéndose testimoniarles su tern u ra sólo cuando están enferm os o
desamparados, la Iglesia recurre sin cesar al miedo a la m uerte, al
juicio final y al infierno como instrumento pastoral y medio de man­
tener o conducir a los fíeles por el camino recto. Catequistas, predi­
cadores, misioneros, desarrollan a cual mejor, ante sus auditorios de
niños y adultos, el tema del castigo y del pequeño número de elegi­
dos, y toman de un patrimonio común de imágenes populares sin
fundamento teológico sólido, las mismas descripciones realistas del
infierno y del juicio final.3 Es sólo en el lecho de m uerte donde la
Iglesia se aviene a mostrar un rostro de confianza y am or”.4
Es verdad que el imperio de la Iglesia fue tanto más poderoso
cuanto que el pueblo vivía entonces en la miseria, resignado y de­
sarmado ante la muerte. También M. Vovelle,5 a propósito de la
Provenza del siglo xvm , nos habla de la piedad barroca “o de la exu­
berancia de la puesta en escena m acabra”. 6 Es la edad del oro de las
:1 Esta “ predicación de la muerte”, tal com o se la concebía a fines del siglo xv y hasta mediados
del xx, es objeto de juicios muy severos por parte d e un teólogo de nuestros días, el padre Roguet
(en la obra colectiva I r My.slm de la morí, el vi r<:h:lmUion, París, 195(3, pp. 349-360): “historia sin pies
ni cabeza", “deseo de asustar, que parece hacerles olvidar el cristianismo a estos oradores”,
“debilidad de la retórica”, “errores caracterizados”, “falsificaciones de los textos sagrados”, “trivia­
lidad notable”. Y agrega (p. 360): “Digamos en descargo de estos predicadores qu e se dirigían a
públicos que nosotros ya no tenemos: pecadores creyentes, incluso escépticos sobre los detalles del
dogma, pero que habían conservado las grandes certidum bres o al menos las grandes inquietudes
del esplritualismo. Me parece que nosotros ya no podemos predicar así por mil razones; p ero entre
otras porque nuestros auditorios son o m ejores o peores que los de un P. L ejeu ne o de un San
Grignon d e M ontfort.”
4 F. Lebrum, Les homrnes et la mort en Anjou anx XVII y X VIII si'ecles, Mouton, 1971, pp- 493-49 4.
R M, Vovelle, Piété baroque et déchrhúanhaiion en Provence au XVIII sieclc, Pión, 1973.
6 Especialmente el arreglo del muerto, que no proviene tanto del cuidado del cu erpo como de
un rito grandilocuente y barroco (p. 85).
LO S GRANDES L IN E A M IE N T O S DE UNA E V O L U C IÓ N 409

pompas fúnebres, con “el reco rrid o por la ciudad” que efectúa el
cortejo, el que a veces incluye u n a orquesta ambulante(13 niños po­
bres = 12 apóstoles + Ju d as; a veces 26 = 13 muchachos -t- 13 jo-
vencitas), mientras las campanas se ponen a doblar durante la inhu­
mación. Es también la época de las “elecciones de sepultura” (elec­
ción de una tumba en un convento, en la iglesia parroquial, cerca del
altar de un santo, mediante dinero, por supuesto, a fin de benefi­
ciarse de un raudal de indulgencias o de gracias que otorgaba seme­
jante proximidad. Es, en fin, el periodo en que se multiplican, como
lo revelan los testamentos,7 los legados o donaciones devotas, los pe­
didos de misas por el reposo del alma del difunto, las invocaciones a
la Virgen, las ofrendas de cirios.
A propósito de la m uerte social, ya señalamos cóm o se impuso una
doble corriente de racionalización y de laicización de la m uerte, a veces
escudada en la preocupación por la higiene y la explicación racional,
a veces por el deseo de quitarle a la Iglesia sus num erosos privilegios
en m ateria de funerales.
Así, Vovelle ha mostrado que a partir de los años 1750, se produjo
en Provenza un importante movimiento de descristianización:8 la so­
cialización religiosa y clerical de la muerte sufrió un rudo golpe. “La
elección de sepultura” tuvo un claro retroceso,9 que hay que impu­

7 E l estudio de los testamentos, auténticos “ libros de imágenes de la m uerte”, resulta especial­


m ente rico. Unos 5 0 0 mil documentos de esta clase conservados hasta hoy, informan sobre este
periodo. Por supuesto, el sujeto que hace testam ento debe recu rrir nueve veces en diez a una
pluma notarial; pero igualmente el testam ento resum e las preocupaciones religiosas de las gentes
tle la época. “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo [ . . . ] considerando qu e no hay
nada tan cierto como la muerte y tan incierto como la hora en que ocu rrirá”, el testador
encom ienda “su alma a Dios Padre T od op o d eroso , a Jesucristo, su H ijo, verdadero Dios y
verdadero H om bre, nuestro Redentor, a la Bienaventurada Virgen María, a San Miguel Arcán­
gel, a San Ju a n Bautista, San Pedro y San P ablo”. Entonces reglam enta la cerem onia, pide la
intercesión principalm ente de los pobres y de lo s cofrades; pero de los p obres sobre todo, que son
em bajadores de Cristo, y aptos para influir en la sentencia. Tam bién negocia mediante dones y
legados las misas, que brotan generosam ente e n los tres días inciertos que siguen a la separación
del alm a y del cuerpo, o la intercesión hasta e l Día del Juicio final y de la Parusía, mediante una
fundación, por parte de las familias tradicionales y los ricos. (P. Chaunu).
“ O cu rrió lo mismo en Anjou, según F. L ebru m , entre 1760 y 1775, donde tiene lugar un
im portante movimiento de laicización. Se d e ja de enterrar en la iglesia (aun antes de que la
ordenanza real de 1775 lo prohibiese); el cem enterio no es más un centro d e reunión, un foro, un
lugar d e oración o de festividad, sino un espacio cerrado y cercado (el gran en cierro d elo s muertos
los sep ara a la vez de los vivientes y de los santos); y en los testamentos ya no se encom ienda más el
alma a Dios o a los santos.
0 “Se dirá que el fin de elección de sepultura en la tumba de familia de u n a iglesia es una prueba
de desapego con respecto a las devociones arraigadas, un índice muy positivo de renunciamiento a
una cierta form a de vanidades (los verdaderos devotos lo saben, cuando piden ser enterrados en el
cem enterio), incluso de retroceso de una visión mágica de la sepultura, según la proximidad física
4 10 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES D E A Y E R Y HOY

társelo tanto a la reacción jansenista, que rechaza tales creencias en


nombre de una concepción rigurosa de la gracia y de la unión con
Dios, como a la pérdida de vitalidad del sentido cíe lo sagrado (dis­
minución de la im portancia de los auxilios sobrenaturales ante la
m uerte). El núm ero de misas solicitadas, y con mayor razón si se
trata de “fundaciones de misas perpetuas”, tuvo también una caída
radical; y asimismo las invocaciones a la Virgen que eran de 80 a
85% en los testamentos de comienzos del siglo xvm , y descienden a
25-30% a fines de ese siglo). También se registra una declinación
manifiesta de los legados que el testador destina a sus parientes
miembros del clero, así com o una disminución de las vocaciones y en
descenso del respeto al sitial del sacerdote.
En cuanto al “Pobre”, desde entonces no es más el símbolo de
Cristo sobre la tierra, ni se lo considera ya com o el mediador privile­
giado para transferir al más allá los méritos de quienes le han dado
“limosna” (la caridad cristiana personalizada deja lugar a la caridad'
oficial y anónima). Se asiste de ese modo a una mutación importante
de la sensibilidad colectiva: “Se produjo un cambio más amplio, del
cual la descristianización es sólo un aspecto. Para los provenzales del
siglo xvm , la imagen de la m uerte cambió. L a tram a de gestos y ritos
que aseguraban este tránsito, así como las visiones a las que respon­
dían, se modificaron profundam ente. No se sabe si el hombre parte
más solo, menos seguro del más allá en 1780 que en 1700, pero sí
que ha decidido no h acer más confidencias.”10
A pesar de algunas fluctuaciones ocasionales,11 la separación m uer­
te/sacralidad parece decididamente cristalizada; y ella se confirm a
notoriam ente en nuestros días. Una encuesta internacional12 reali-

a los altares por donde corre el raudal de las indulgencias. El argum ento, válido en este punto,
gana todavía más fuerza cuando se trata del cerem onial de la m uerte, la acentuada declinación de
las pompas fúnebres barrocas, un rasgo im portante de la antigua civilización provenzal, supone la
valorización antagónica de la aspiración a la simplicidad, y el rechazo de toda vanidad m undana,
¿no es esto un progreso más que un retroceso?” M. Vovelle, p. 612.
10 M. Vovelle, p. 614.
11 Recordem os las pompas republicanas (muerte de V íctor Hugo en 1885), la transferencia de
la piedad de la Iglesia hacia las necrópolis (osario de Douaum ont), la mayor severidad del duelo
entre las m ujeres (velo grande, 6 m eses; velo pequeño 6 m eses; crespón, 1 año y aún más; más
adelante el uso del gris o del violeta en lugar del negro; prohibición de relaciones sexuales durante
dos a tres años).
12 Sobre los resultados d e esta encuesta internacional (que abarcó a diez países europeos)
relativa a la creencia en el más allá, Véase P. Delooz, “Qui cro it a 1’au-delá”, en Mort et Présence,
Estudios de psicología, Lum en Vitae (“Cahiers de Psychologie religieuse”, Bruselas, 1971, pp.
17-38). El autor concluye en que desde hace veinte años, el núm ero de personas que dicen cre e r en
una vida después de la m uerte ha venido decreciendo hasta situarse probablemente en la mitad de
la población adulta, aproximadamente. E l descrecimiento en este dominio ha cundido de modo
L O S GRA N DES LIN E A M IE N T O S D E UNA EVOLUCIÓN 411

zada en algunos países occidentales proporciona datos ilustrativos a


este respecto, a pesar de la ausencia de los países socialistas. Véase (
una síntesis en el cuadro de la página siguiente.
Para ser más completos, habría que preguntarse también sobre la ‘
importancia actual y el sentido del llamado al sacerdote, de la e x tre ­
maunción, de los funerales religiosos, de las misas por el descanso (
del alma del difunto (a esto tiende la encuesta que personalmente
estamos llevando a cabo en este m om ento). El cuadro de la página ;
siguiente m arca muy nítidamente las diferencias entre Estados Uni­
dos y Europa (o también entre países católicos y países protestantes,
donde éstos parecen seguir más apegados a ciertos valores tradicio­
nales), la diferente creencia en Dios (siempre muy intensa), la creen ­
cia en el cielo, el infierno, la supervivencia, la reencarnación, en ní­
tida pérdida de vitalidad.
Por último sabemos que la simplificación y la igualación (relativa)
de los ritos religiosos fúnebres parecen haber puesto térm ino a las
pompas de an tañ o .K! Es fácil vislumbrar las consecuencias: “ La con­
ciencia de la muerte ha perdido su sitial en todas las civilizaciones, la
creciente desolación que emana d e ello, en el proceso de la desacrali-
zación con el progreso de la sociedad industrial, contribuye a h acer la
hora actual fascinante y triste a la vez.” 14
Sin em bargo hay quienes se preguntan sobre la posibilidad de un
renacimiento de lo sagrado. Si en un sentido se considera a la m uerte

desigual, pero ha cundido en todos los países, e n todos los sectores religiosos, en todas las edades, !
en todas las profesiones, al parecer hasta en la de pastor. Véase también Sondages, 1-2, 1 9 69, pp.
109-110. A propósito de la importancia de la variable “ Religión” (creencia-incredulidad) só brelas f
actitudes frente a la muerte del otro, las n o cion esd eeternid ad .d e inmortalidad, de supervivencia,
y sobre el efecto, en la vida presente de las creencias en el más allá, etc., véase P. Danblon, A . Godin,
“Commenc parle-t-on de la m ort? Soixan te en tretiens avec des croyants et des incroyan ts” , en Mort 1
et Présence, op. cit., pp. 39-42.
13 “La propia Iglesia, por razones demasiado evidentes, ha debido modificar sus usos en las
grandes ciudades, y el sacerdote ya no puede acom pañar al difunto al cem enterio. Por una
suerte de división del trabajo, las últimas oraciones ante la fosa le corresponden a un sacerdote
especializado, generalm ente viejo o enferm o; o si se conserva el cortejo y el sacerdote forma '
pane de él, es un co n ejo motorizado, sometido a la doble ley de la velocidad y de la circula­
ción, que sólo puede transportar a un pequeño núm ero de personas, los parientes m ás próxi- ^
mos. Debido a num erosas influencias, el ritual d el duelo se ha acortado y sim plificado; los
signos exteriores se reducen con frecuencia a un símbolo, como el crespón que los hombres
llevan en su saco, mientras que las mujeres h an renunciado a los grandes velos tan molestos en (
los transportes colectivos. Los cementerios tienden a separarse de los centros urbanizados y a
hacerse gigantescos, como las propias ciudades de las que son apéndice." J . Follet, “ Phénomé- j
nologie du deuil” , en L a Mort et l’Homme du XX si'ecle, Spes; 1965, pp. 179-180. ,
14 S. Acquaviva, L'éclipse du sacre dans la cixnlisalion industrielle, Mame, 1967, p. 17. Véase Ch.
Delacampagne, op. cit., 1974, cap. XI y xii . (

i
412 LA S A C T IT U D E S FU N D A M E N T A L E S DE AYER Y H O Y

C REF. USTED . . .

Francia Gran Alemania Países Suiza Suecia Noruega Estados


B retaña Oeste Bajos Unidos
% % % % % % % %
En Dios:
Sí 73 77 81 79 84 60 73 _
No 21 11 10 13 11 26 12 _
N o se p r o ­ 6 12 9 8 5 14 15 _
nuncian ----- ----- ----- ----- ----- -----
En el P araíso:* 100 100 100 100 100 100 100

Sí 39 54 43 ■5 4 50 43 60 85
No 52 27 42 31 41 42 20 11
No se p r o ­ 9 19 15 15 9 15 20 4
nuncian ----- ----- ----- ----- ----- ----- -----
En la nida des­ 100 100 100 100 100 100 10 0 100
pués de l a muerli'

Sí 35 ' 38 41 50 50 38 54 73
No 53 35 45 35 41 47 25 19
N o se p r o ­ 12 27 14 15 9 15 21 8
n uncian —— ----- ----- ----- ----- ---- -----
100 100 100 10 0 100 100 100 100
En la reencar­
nación:
Sí 23 18 25 10 - 12 14 20
No 62 52 54 55 - 72 57 64
N o se p r o ­ 15 30 21 35 - 16 29 16
nuncian ----- ----- ----- ----- ----- -----
100 100 100 100 - 100 100 100
En el infierno:
Sí 22 23 25 28 25 17 36 65
No 70 58 62 61 67 71 45 29
N o se p r o ­ 8 19 13 11 8 12 19 6
nuncian ---- -— ----- ----- ---- ----- -----
100 100 100 100 100 100 100 100
En el diablo:
Sí 17 21 25 29 35 21 38 60
No 76 60 62 57 59 68 44 35
N o se p r o ­ 7 19 13 14 6 11 18 5
nuncian —— -— ----- ----- ----- ■----- -----
100 100 100 100 100 1 00 100 100

* Es posible que el empleo en Francia del término Paraíso, más preciso que el término Cielo
(.Heaven) que se utiliza en otros países, haya contribuido a la singularidad de los resultados
franceses en este punto.
UiÍA i\iJiLc> L 1 N L A íVí í ü í \ iv_>6 JJlL l i \ A íl V O L U C íUN 4i5

más que nunca como un térm ino, un final, a lo sumo como un viaje
(tan bien expresado en el magnifico ballet E l viaje, de Maurice Bé-
jart); si a través de los medios de comunicación de masas la muerte se
reduce a un espectáculo, a una suma de informaciones que liquida lo
tremendum para conservar sólo lo “fascinante”, aparece sin embargo
una cierta transposición de lo sagrado, si hemos de creerle a J. Potel:
“los mass-media, por el hecho de favorecer una vida mítica alrededor
de personas desaparecidas, crean una zona sagrada” ; gracias a ellos,
“los m uertos que estarían en tercera persona, es decir desconocidos,
anónimos, abstractos, se vuelven muertos en segunda persona, hom­
bres más próximos, a los cuales se les ha prestado atención. Ciertas
esperas durante las agonías de personas notorias, como Ju an X X III,
el cardenal P. Veuillot, Eisenhow er, introducen una nota sagrada al­
red ed or de la muerte”. 15
Los funerales solemnes de De Gaulle, los conm ovedores de Ken­
nedy, los desgarradores de Nasser, donde millares de hombres sollo­
zaban y abrazaban el atúd, podrían vincularse en cierto sentido con
lo sagrado, así como diversas representaciones artísticas.16 ¿Pero al­
canza esto para afirmar que los medios de comunicación operan por
ello una “hierofanía y un desplazamiento de lo sagrado”?17 No lo
creem os. A menos que reduzcam os lo sagrado a una atmósfera de
superabundancia afectiva en que se expresa habitualmente; pero
habría mucho que decir sobre la personificación de los difuntos ilus­
tres: si están más en segunda persona que en tercera, ello es así, en la
medida en que mueren en lugar de nosotros, o más simplemente
todavía, que generan en nosotros un escalofrío de m uerte. Pero esto
no tiene nada de metafísico.
En su notable estudio D em ieres demeures, 18 el conocido arquitecto-
urbanista R. Auzelle se pregunta también sobre un posible retorno a
lo sagrado. “Es importante lograr que el cem enterio, este pedazo de
tierra donde, según la etimología, se duerme, no sea ‘profano’ o con­
siderado com o tal; en cuyo caso es simplemente un depósito, un lu­
gar de eliminación de una categoría particular de lo nocivo.” Por el

15 J . Potel, op. cit., 1970, p. 211.


16 A propósito de su ballet E l viaje, q u e precisamente se refiere a la m uerte, M. Béjart
escribió: “T od a danza que se aparta o que n o participa de lo sagrado, aun inconscientemente,
es una danza inútil, amputada de sus fuentes. U na danza que no es expresión de una manifes­
tación de lo sagrado, que es lo conti-ario de una comunión, es una danza vacía y desprovista de
sentid o.”
17 J . Potel, p. 212.
18 R. Auzelle, Demieres demeures. Conception , composilion, réalisation du cimeúere contemp&rain, R.
Auzelle edic., París, 1965. Esta ob ra incluye una extraordinaria iconografía y dibujos de D.
Jankovic.
414 L A S A C T IT U D E S FU N D A M E N T A L E S DE A YER Y HOY

contrario, debe ser un lugar de recogimiento. Lo que implica una


reestructuración de conjunto. “No hay que conform arse con una
puerta m onum ental, con un refugio para las familias y una oficina
para director. Es indispensable que diversos elementos funcionales
encuentren lugar en la composición del cementerio, creando así el
ámbito para cerem onias que señalan y acusan la importancia de estos
ritos de tránsito.”19 No son suficientes una sala que sirva para todos
los cultos, una athanée, elementos funerarios sobrios, discretos, ele­
gantes, en arm onía con el paisaje (arm onía, calma y serenidad);
“para alcanzar la autenticidad del carácter sagrado es necesario tam ­
bién que, com o ocurría de un modo natural en los cementerios pa­
rroquiales, la comunidad de los m uertos esté reunida allí. El osario
común, rodeado de todo un conjunto de osarios individualizados,
permite no sólo acatar la legislación sobre la recuperación de las con­
cesiones, sino también congregar en un mismo lugar, aunque bajo
formas diferentes, a las generaciones que se suceden en un mismo
territorio”. De ese modo, el cem enterio sería a la vez el lugar de las
ceremonias fúnebres y de exposición del difunto, lo que hoy resulta
difícil en las ciudades actuales; el sitio por excelencia de recogi­
miento y de recuerdo, y una obra de arte en relación con el misterio
perm anente de la vida y de la m uerte, que él contribuiría a magnifi­
car. Tal podría ser lo sagrado profan izado de mañana, que estaría ple­
namente de acuerdo con una am ortalidad terrestre, la del recuerdo
(la m nem oteca del año 2000 imaginada por el doctor L archer y de la
que ya hem os hablado), pero también la del reposo y de la paz.

D e s o c ia l iz a c ió n

Si lo religioso presenta con frecuencia una dimensión social (lazos


estrechos e n t r e religare y religere; entre los bambara de Malí el mismo
término, lasiri, quiere decir lazo y religión), la desacralización ame­
naza con provocar una desocialización. Ésta ha sido puesta de relieve
más de una vez en las páginas anteriores, particularmente cuando
recordamos que hoy el hombre m uere solo, en la ignorancia de su
muerte o ante un personal hospitalario anónimo.
Si en el A frica negra rural la m uerte atañe no sólo a la familia en
sentido amplio (linaje, incluso clan), sino también al poblado: éste
participa eficazmente en los funerales (cantos y danzas, construcción

19 R. Auzelle, Les cimetieres intercommunaux et le retour au sacré, Bull. Soc. Thatanologie, 2, 1973,
p. 25.
LO S G RAN DES L IN E A M IE N T O S DE UNA EV O LU CIÓ N 415

de un “ataúd” o excavación de la fosa, interrogatorio al cadáver) y a


los ritos del duelo, entre nosotros nos hemos desplazado inevitable­
mente de la muerte pública al fallecimiento privado, de la muerte
que afecta al poblado entero a la que no concierne más que a los
allegados inmediatos,20 algunos amigos y compañeros de trabajo.
Antes el difunto enfrentaba su m uerte en acuerdo con el grupo en­
tero (aun cuando viviera en el renunciam iento solitario frente a
Dios); hoy se ve privado de su m uerte por la voluntad de su familia:
se diría que se convierte en “un m enor, un débil mental que el cón­
yuge o sus padres toman a su cargo, separándolo del mundo”.21
El rechazo del duelo en su doble dimensión psicológica (la m uerte
se vuelve tabú) y social (le atañe poco más que al núcleo matrimonial)
opera seguram ente en la misma dirección. “También el ‘retroceso’ de
la ‘costum bre’ como norma de apreciación de las ceremonias a cum ­
plir para los ritos de tránsito de la m uerte, atestiguaría -nos dice
Vovello en favor de una individualización de las opciones religiosas,
menos padecidas que antes en el cuadro de los comportamientos del
grupo.”22
Otro historiador eminente. P. Chaunu, después de recordar que a
partir de 1740-1750 aparece “la impugnación de las pompas” y sus
cortejos interminables, sus procesiones de pobres, de penitentes, de
portadores de antorchas y de “paños mortuorios emblasonados”, su­
braya que desdé 1930 el proceso de desocialización se ha acelerado

20 Auzelle, p. 27.
21 Ph. Aries, op. cit., 1970, p. 64. E l autor precisa: “El hombre de la segunda Edad M edia y
del Renacim iento (por oposición al hombre d e la primera Edad Media, de Roland, que sobre­
vive en los campesinos de Tolstoi) buscaba participar en su propia m uerte, porque veía en ella
un momento excepcional donde su individualidad recibía su form a definitiva; y sólo era dueño
de su vida en la medida en que era dueño de su muerte. Su muerte le pertenecía a él solo. Pero
a partir del siglo xvn, dejó de ejercer su soberanía sobre su vida, y por consiguiente sobre su
muerte. La com partió con su familia. A ntes, su familia estaba descartada de las decisiones
graves, que él debía adoptar ante su muerte, y que adoptaba solo.
Es el caso de los testamentos. Desde el siglo xiv hasta comienzos del xvm , el testamento era
para cada uno un medio espontáneo de expresarse, y era al mismo tiempo una seña! de des­
confianza - o de falta de confianza- en su fam ilia. También el testamento perdió su carácter de
necesidad m oral y de testimonio personal y cálido, cuando en el siglo xvm el efecto familiar
triunfaba sobre la desconfianza tradicional d el testador con respecto a sus herederos. Y esta
desconfianza fue entonces sustituida por u n a confianza absoluta, que por lo tanto ya no tuvo
necesidad de textos escritos. Mucho más tard e , las últimas voluntades orales se hicieron sagra­
das para los sobrevivientes, que se sintieron com prom etidos a respetarlas al pie de la letra. Por
su parte, el m uriente quedó convencido de que podía descansar sin temores en cuanto a la
palabra de sus próximos. Esta confianza, nacid a en el siglo xvn y en el xvm , y desarrollada en
el siglo xix, se ha convertido en el \x en u n a verdadera alienación.
22 M. Vovelle, op. cit., p. 612.
416 i : A>> 11 i i O t a i A LES «Jfc A Y E R Y HOY

considerablemente, hasta el punto de que el m orir se convierte en un


acto totalmente individual, com o en los Estados Unidos. La muerte,
dice, “ha sucedido al sexo en la ‘zona de sombras’. En la práctica
social de Nueva Inglaterra, tal como lo ha captado la nueva narrativa
americana (véase Jo h n Updike), es la m uerte la obscena, ante ella las
conveniencias prohíben la deploración; y la supresión del duelo y de
los gestos que lo acom pañan conduce a una tensión insoportable, que
multiplica las depresiones nerviosas entre aquellos que han sido to ­
cados por la m uerte del ser querido, reprimiéndose toda posibilidad
de una expresión liberadora del sufrimiento”.23
O tra m anera de ab o rd ar este fenóm eno de desocialización-
individualización es la de la fiesta. Con sus desencadenamientos pa-
roxístícos, sus derroches de tiempo, de dinero, de comidas, a veces
también de hombres (cada carnaval en Río implica entre 20 y 50
m uertes), sus retornos al caos primordial, sus subversiones de valo­
res24 y de jerarquías, se podría decir que ella estimula a las fuerzas
vivificantes de la naturaleza, facilita el rejuvenecimiento de la colecti­
vidad: es un resurgimiento auténtico.25 Ayer la fiesta afirmaba toda­
vía el “destino trágico dfel ser” al que se inmolaba, un prisionero era
embriagado entre los Icronia de Rodesia (a lo que parece aludir el
vaso de ron que se ofrece en Francia a los que van a ser guillotina­
dos), un esclavo era ahorcado o crucificado en las fiestas babilónicas
después de rem plazar al rey durante las festividades, y usar y abu­
sar de sus concubinas (dando así el ejemplo de la orgía, de la lujuria);
en nuestros días, en los carnavales, un maniquí simboliza según los

23 P. Chaunu, “La m ort rehabilitée?”, en Les Informations, núm . 1393, 17-1-1972, p. 84. En
cam bio, no estamos de acuerdo con el autor cuando opone a “la m uerte llana” individual, o a lo
sumo familiar de hoy, “la m uerte epidém ica que socializa” (en Marsella, en 1720, mil falleci­
m ientos por día en una ciudad de 95 mil habitantes). El mundo de hoy nos ha habituado
demasiado a los muertos en serie, guerras, genocidios, catástrofes diversas.
24 Durante el interregno en tre el rey m uerto y el nuevo rey, el tiem po quedaba como sus­
pendido, todas las licencias estaban permitidas (uno puede pensar que ello correspondería al
tiempo de descomposición del cadáver real), los pobres tom aban por un momento el lugar de
los ricos y los esclavos el de los amos, ¡Era propiamente ei caos original!
25 “El exceso no se limita a acom pañar a la fiesta de una m anera constante; no es un simple
epifenóm eno de la agitación que ésta genera. Por eí contrario, es indispensable para el éxito de
las ceremonias celebradas, participa de su virtud santa y contribuye como ellas a renovar la
naturaleza o la sociedad. T a l parece ser en efecto la finalidad de las fiestas. El tiempo agota,
extenúa. Hay que envejecer, que encam inarse hacía la m uerte, ío que desgasta; es precisa­
m ente el sentido de la raíz d e donde se extraen en griego y en iraní las palabras que lo d esig­
nan. Cada año la vegetación se renueva y la vida social, al igual que la naturaleza, inaugura un
nuevo ciclo. Todo lo que existe debe ser rejuvenecido. Hay que recom enzar la creación del
m undo." R. Caillois, L ’homme et le sacré, Gallimard, 1949, p. 128.
LO S GRAN DES L IN E A M IE N T O S DE UNA EV O LU CIÓ N 417

casos al rey, al invierno o a la m u erte, y en seguida es fusilado, que­


mado o ahogado.26
Hay algunas analogías entre la fiesta y la muerte, las dos son pasa­
jes, transform aciones del ser, y sob re todo, en el caso del Á frica ne­
gra, superación de sí, así como la condición de un renacimiento o
una regeneración: por ello la m u erte de un viejo implica siem pre, en
el Africa rural animista, paroxism os, despilfarros, licencias, incluso
orgías. Lo que atinadamente se ha llamado “las juergas de entierro”
(volveremos a hablar de los vínculos entre el alimento y la m uerte en
nuestra cuarta parte), que se pueden encontrar todavía en algunas
zonas campesinas de Francia, dem uestran que la muerte se integra a
la fiesta y a la vida. Algo semejante puede decirse de los cortejos, que
al permitirles a algunos sobrevivientes exhibirse (valorización del
éxito individual), favorecen más que nada la cohesión social; y tam ­
bién parecen demostrarlo los funerales de Nasser, con sus gritos, sus
sollozos, sus imprecaciones, sus conjuraciones colectivas, los coros
que “ritmaban los movimientos del cortejo, como si el cuerpo estu­
viera todavía vivo” ; o los de P. O verney, el héroe izquierdista de las
fábricas Renault, donde los gritos, los silbidos, los cantos colectivos
“contribuían a darle al cortejo su carácter de fiesta hecha de simpatía
espontánea”; la muerte se convierte en símbolo y “el dolor se trans­
forma en esperanza de una vida m ejo r”.27
Pero a pesar de estas pocas excepciones, el hombre de hoy h a p er­
dido visiblemente el sentido de la fiesta. La aspereza de las p reo cu ­
paciones cotidianas, la mercantilización del tiempo libre (que podría
definirse com o el tiempo necesario para reparar la fuerza de trabajo
y el consum o de bienes previstos p ara este periodo); la evasión fuera
de la ciudad en vacaciones; la no integración al grupo que caracteriza
cada vez más a los seres urbanizados, son otros tantos factores socio-
culturales que explican la pérdida del sentido de la fiesta (com o ya

26 “Desde que una efigie sustituye a la víctim a hum ana, dice R. Caillois, el rito tiende a
perder su valor expiatorio y fecundante”. Se en cu en tran todavía supervivencias de esto en cier­
tas m uertes célebres de hoy, especialmente la de Sadi-Carnot. La ciudad de Lyon vivió en esa
ocasión, durante 48 horas, una verdadera fiesta-tum ulto. Véase M. Berthenod, L. R och e, L ’as-
sassinal du Président C am ot, Rev. Lyonnaise de M éd ecine, Bilmillénario de Lyon, 1958.
27 W. Frighoff, “Fetes inavouables”, en Apr'es dem ain, núm. 157, octubre de 1973, p. 31. En
efecto, la fiesta “o p on e a la perspectiva angustiante d e la ruptura que llegará, no se sabe qué
día ni a qué hora, la afirmación triunfante d e la vida presente. La alegría de “estar ju n to s
ahora” disipa el m iedo de estar separados, co m o si este instante privilegiado de com unión y d e
regocijo hubiera detenido el curso normal de la historia del mundo. En todo caso, se puede
admitir que la fiesta, conjuración inmediata d el m ied o a m orir, es fundamentalmente el sueño
de un universo d ond e la m uerte -coercitiva p o r e x ce len cia - queda desterrada”. D. L ég e r, “La
féte et la m ort", en Échanges, “Le séns”, núm. 9 8 , 1970, pp. 14-15.
418 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HOY

indicamos, ésta alimenta la vida del grupo) y de la “fiesta de los falle­


cidos” (que liquida la angustia de la muerte).
Es también legítimo rep ro ch ar esta desaparición relativa del sen­
tido de la fiesta, contra la cual se levantan todos los movimientos
protestararios hippies e izquierdistas, a estos com portam ientos nuevos
con respecto a la m uerte, cuyo desarrollo se com prueba especial­
m ente en los Estados Unidos, donde la práctica de la congelación
p arece deberse a la firm e creencia de algunos en el progreso inmi­
nente de la reanimación. “La desdramatización de la vida y de la
m uerte priva desde entonces a la fiesta de sus funciones esenciales:
con ju rar el miedo que tienen de desaparecer, tanto las sociedades
com o los hombres.”28

M u e r t e y r e n t a b il id a d

L a característica más saliente del mundo occidental capitalista es la


de reducir a su valor de uso cualquier aspecto de la actividad hu­
m ana, es decir, “evaluar en términos de mercado y de producción la
incidencia de una em oción, las modulaciones de una pasión amorosa,
la rentabilidad de un sueño. Si esta tendencia llegara a prevalecer en
el dominio de un cálculo generalizado, la amenaza evaluativa del sis­
tem a social tomaría un aspecto mucho más concreto, y confirmando
las ficciones de Wells, H uxley o Levercraf't, obligaría a los Estados a
m edir el precio de los celos, la amortización de la angustia, la tasa de
interés de un delirio alucinatorio. Se organizaría una nueva bolsa
alrededor de nuevos valores, extraídos del campo del placer, o mejor
del disfrute, equivalente general de la economía libidinosa de la co­
lectividad”.29
Así, se habla constantem ente del “costo de una vida”; los seguros
no dejan de evaluarlo (1 1 0 0 00 -1 5 0 000 F), pero de modo necesa­
riam ente variable según los casos: un adulto form ado y dueño (?) de
su fuerza de trabajo vale más que un niño; pero éste ofrece más
potencialidades que un viejo que consume poco y produce menos. El
señor M acNamara estimaba que, en caso de g u erra atómica, sería
suficiente salvar 23 ciudades americanas, proteger más sería dem a­

28 D. Leger, op. cit., 16. Puesto qu e la fiesta -ya sea que constituya celebración de la vida, del
m iedo o de la muerte, ya implique distanciam iento, participación o identificación es ante todo
reconocim iento y liberación de la angustia de la muerte, ¿qué papel podría desem peñar en una
sociedad mercantil donde todo está organizado para ocultar la m uerte, y donde ésta es auténti­
cam ente inconfesable? Véase sobre este punto W. Frighoff, op. cit. Véase también A. Villardary,
Fete et v ie quotidienne, Ed. O uvriéres, 1958.
29 J . C. Polack, La médecine du capital, Maspero, 1972, p. 38.
LO S G R A N D ES L1N EA M IEN TO S DE UNA EVO LU CIÓ N 419

siado dispendioso; 2 3 bastarían para repoblar rápidamente al país y


constituirían una disuasión suficiente (?) para incitar al:enemigo a no
intentar sem ejante hecatombe. N os recu erd a Fabre-Luce30 que
Churchill no fue autorizado a participar en el desembarco de N or-
mandía, porque su muerte habría sido demasiado gravosa para los
aliados. En cuanto a los cirujanos que operaron al presidente J o h n ­
son, le dejaron voluntariamente un im portante cálculo que después,
una vez term inado su mandato, podía causarle graves molestias;
pero en lo inmediato el corazón podía flaquearle, y no se podía
arriesgar la m uerte de un presidente.
Ciertam ente, el negro-africano tem e también la muerte de un
adulto (o de un je fe ), no cuenta para él la de un niño de poca edad, y
hasta se alegra con la de un anciano que se ha vuelto inútil; pero
jamás se entrega a cálculos sórdidos, jam ás llega a un desprecio tal
por el hombre. Com o hemos dicho, es incluso capaz de acciones an­
tieconómicas durante los funerales.31 Volvamos a este efecto a J . C.
Polack: “La medicina permite y favorece el desplazamiento que des­
conoce los bienes colectivos de la prevención, para alimentar la can­
tidad de consumidores individuales de ‘objetos de salud’ (pastas den-
tríficas milagrosas, vitaminas salvadoras, afrodisiacos y productos
para evitar el ham bre, estimulantes y tranquilizantes, revistas ‘m édi­

30 Op. cit., pp. 33-34.


Puede ser interesAnte sabrayar el aumento sensible de los gastos dedicados por las familias a
tumbas y panteones. Si el índice 100 caracteriza a lo gastado en 1959 en monumentos funera­
rios en Fran.-ia, se llega a 125.7 en 1963; a 1 5 5 .8 en 1965; a 1^1.7 en 1966; a 184.1 en 1967.
Para situar la im portancia de los gastos funerarios con relación a otros, tenemos para 1967;
monumenlos funerarios, 184.1; refrigeradores 2 1 2 ; carburantes 235; máquinas de lavar 2 5 3 ;
automóviles 298; televisiones 412. En cambio, la cifra de sólo de 158 para los hospicios y
asilos de ancianos. Los índices más directam ente com parables con los de los gastos fu n era­
rios son los de los juegos y juguetes (185.5) y ios libros (188.8). Véase f. Potel, op. cit., 1!)70, pp.
187-189.
11 Por ello, los gobiernos africanos de hoy prohíben los funerales dispendiosos (Sen egal,
Guinea, Costa de Marfil), lo que no le impidió al presidente Houpliouet-Boigny en terrar con
gran pompa a su tía m aterna. ¡Fue digno de un príncipe! De igual modo, a partir de ju n io de
1972, Corea del Su r no perm ite má.s las tradicionales vestiduras de duelo y admite sólo dos
coronas como máximo para llorar a los desaparecidos. Las medidas de austeridad instituidas
para suprimir el despilfarro alcanzan prioritariamente a los muertos. En segundo lugar, a los
vivos en sus regocijos m ilenarios, tales como las cerem onias de casamiento. Para estas ocasiones
está prohibido enviar participaciones impresas. Lo rnistno ocurre con ¡as invitaciones a banque­
tes. La ley que impone estas restricciones consta de once artículos. También se ven con malos
ojos las cerem onias y ritos familiares, los má.s notorios de los cuales, aparte de la m uerte y el
casamiento, se rclicren al culto de los antepasados y a la celebración del sexagésimo aniversa­
rio. Es cierto que estas fiestas arruinaban alegrem ente a una familia; pero a pesar de la grave­
dad de las penas en qu e se incurre (hasta 1 2 5 0 dólares de multa), habrá seguramente mucha
resistencia.
LAS A C T IT U D E S FUNDAM EN TALES DE A Y E R V HO i

cas’, masajes, saunas, aparatos de rayos ultravioletas, etc.). La medi­


cina, que representa el operador ideológico de este desplazamiento,
hace el hincapié en la ecuación que liga la curación al acto de con­
sumo, es decir a la adquisición de un bien. Ella concentra su estrate­
gia en el cam po ce rra d o del ‘coloquio singular’, de la relación
‘m édico-enferm edad’, estructura nodal del intercambio terapéutico
mediatizado por los ‘tratam ientos’ y el dinero, la prescripción y los
honorarios. La prevención supone una alteración de las finalidades
sociales de la producción; el mercado capitalista designa a la medi­
cina como la vía obligada de una economía de la muerte. La utiliza­
ción completa de los conocimientos médicos en él campo de una
práctica terapéutica desalienada, requiere la m uerte de esta econo­
mía de explotación.”32
Así, aillo el costo y la rentabilidad, se borra toda política que esté al
servicio del hombre. La medicina del capital se preocupa más de lo
que asegura la eficacia económica que de luchar contra la m uerte, a
pesar de las concesiones estratégicas que debe hacer para ponerle
freno a ciertas reivindicaciones populares.
Merced al verdadero derroche/consum o de medicamentos, el be­
neficio encuentra sus derechos, del mismo modo que la muerte se
recupera económ icam ente gracias al comercio de los funerales. Eve-
lyn Waugh, en su novela E l ser querido, 33 fustiga la manera cómo,
con el pretexto de com placer a los sobrevivientes, se puede vender
en “el feliz campo de descanso” (el cem enterio) lugares caros cuyos
precios aumentan “según su proximidad a una obra de arte” (“El
nido de am or” cerca del Beso de Rodin, “El rincón de los poetas”
cerca de la estatua de H om ero, “El reposo del peregrino”, que es el
más barato porque está situado junto al depósito de carburante del
crem atorio; etc.). M uestra también todas las viles seducciones a que
se entregan las anfitrionas de las “Celestes Purpúreas” para propo­
ner a los vivos el “A rreglo antes de tiempo” (vender el “cofre” = el
ataúd, la concesión, la permanencia en la “cám ara del sueño” = la
athanée, el “arreglo” = funerales, y donde la palabra “término” de­
signa por supuesto la m uerte); o de qué m anera los estafadores avi­
sados pero poco escrupolosos adquieren un cem enterio saturado
para transformarlo en asilo de ancianos.
T od a solución a semejante orden de cosas resulta difícil debido al
asombroso poder de recuperación del “sistema”. Y puesto que no se
trata sólo de los enferm os ydos difuntos, ¿cómo luchar contra los

•'2 Op. cit., 1972, p. 47.


:l:l Ibid., pp. 58-00. De allí la profi-sioiinlizacinn (le la m uerte.
LO S G RA N D ES L IN E A M IE N T O S DE UNA EV O LU C IÓ N 421

accidentes mortales debidos al automóvil, cuando eso supondría cho­


car con los trust34 que fabrican vehículos, con los productores de pe­
tróleos y lubricantes, de caucho y de vidrio, con las empresas d e elec­
trónica y de radio, con los constructores de carreteras, con los asegu­
radores, etcétera.
Ciertamente, nos dice también C. Polack, “las instituciones de la
salud pueden paliar sin embargo el florecimiento de las enferm eda­
des que la sociedad crea o favorece; pero esta compensación toma
necesariamente la forma que exigen las leyes del mercado, y ella se
cuantifica en tratamientos individuales, medicamentos y periodos de
reposo debidam ente contabilizados, fuentes múltiples de un con­
sumo suplementario y de nuevos beneficios (industrias farm acéuti­
cas, alimenticia, equipos para tratam ientos, lechos y mobiliario de
hospital, etc).'15 También allí la vida y la muerte no tienen casi sen­
tido en sí mismas; sólo valen por el lugar que ocupan en un en g ra­
naje infernal, que sólo funciona al ritmo de la rentabilidad y el bene­
ficio, en semejante óptica, el nuevo sentido de lo sagrado de la
muerte tiene un único nombre: el dinero.

M u e r t e y c ie n c ia

Antes la m uerte era una interrupción del destino, contra la cual re­
sultaba imposible e impensable rebelarse. A lo sumo se procuraba
conocer de antem ano el plazo, a través de las adivinaciones36 o de la
consulta a los oráculos. Sin duda la magia podía intervenir en ciertos
casos de un modo favorable, mientras que las oraciones y los sacrifi­
cios podían provocar el milagro tan esperado. Llegado el momento
fatal, no había más que una salida: favorecer la separación del alma y
del cuerpo.37 Si era natural luchar contra el sufrimiento, luchar con-
34 Y qué decir de los “m ercaderes de la m u erte”, los que extraen el máximo de beneficios
vendiendo armas m ortíferas. Inglaterra acaba de equipar un “navio exposición", donde se
exponen las armas más m odernas, de tamaño natural o en miniatura, y que recorre los países
del T ercer Mundo. Al parecer, ¡las ventas au m entaron un tercio en un año! Véase tam bién: L a
France trafiquant d ’armes, Maspero, 1974.
35 Op. cit., p. 47.
36 Por ejem plo, se colocará “en el agua d e ciertas fuentes sagradas una cruz hecha de pe­
queñas ramas ele sauce. Si la cruz Rota, la m u erte no tardará en llegar; si por el co ntrario se
hunde, el final todavía está lejos: tanto más, cu an d o más rápido co rra la cruz” (A. L e Bras).
37 Poner una piedra sobre la cabeza del en ferm o , cum plir un peregrinaje para apresurar el
fin del m oribundo. O , com o en África, a rran car algunos cabellos del cráneo. Algunas pobla­
ciones malgaches colocan un tronco de m andioca en medio del fuego que arde en la casa
m ortuoria; el alma del m oribundo se escapa cuando el tronco estalla. Le Bras relata las pala­
bras de un m oribundo: “Se han olvidado de a b rir la ventana, ¡mi alma no puede p artir!” Es lo
que se podría llamar la muerte ayudada.
i

422 L A S A C T IT U D E S FU N D A M E N T A L E S DE A Y E R Y HOY

tra la m uerte hubiera sido el peor de los sacrilegios. Como lo dijo


muy apropiadam ente Ph. Aries, en tre la curación autorizada y la
muerte consentida, existe un m argen. “Y es a través de este margen
que se ha introducido la civilización m oderna con todo su aparato
técnico y mental de lucha contra la m uerte. Pero durante largos si­
glos, esta zona intermedia entre lo que estaba permitido y lo que
estaba prohibido por el Destino, resultó demasiado estrecha para que
pudiera insinuarse ninguna representación ajena a los antiguos fun­
damentos tradicionales.”38
Es más especialmente en lo que M. Bloch llama la segunda época
feudal (alred edor del siglo x i i ) cuando la medicina conquista al Occi­
dente a través de los médicos judíos. Pero habrá que esperar al siglo
xv para que el papel del médico sea reconocido socialmente, por más
que en esta época él haya estado únicam ente al servicio de los gran­
des de este m undo que podían pagar. “A pesar de lo restringido de
una clientela médica limitada a reyes y príncipes, lo im portante es
que en el panoram a mental de la época aparece la idea de que es
posible luchar contra la muerte. Y si es cierto que esa idea no llega a
extenderse en las costumbres, al m enos existe entre los teólogos en
estado de caso psicológico. Santo T om ás de Aquino se refiere a ella en
un m om ento: se pregunta si es lícito gastar sumas considerables
en prolongar la vida humana, cuando recurrir a la medicina resulta­
ba entonces muy costoso. ¿No hay una desproporción culpable entre la
erogación exigida y la finalidad que se busca, que es como una altera­
ción al curso natural de las cosas? Esta es una pregunta que hoy no se
plantearía.” 39
Lo cierto es que sólo se franquea la fosa que conduce de la muerte
padecida a la muerte dominada (o com prendida), a partir del m omento
en que el deseo de los hombres de prolongar su vida prom ueve la
investigación empírica. Lo que implica qug el cuerpo fue conside­
rado desde ese momento como un útil reparable, punto de aplica­
ción de las ciencias,
“Las fuerzas de la muerte, como las de la vida, se volvían entonces
dóciles a la voluntad y la previsión del hombre. No es por azar que . =
las tasas de m ortalidad se m odificaron, así com o las tasas de natali­
dad.”40
Grosso modo, la difusión de la m edicina tuvo dos etapas; en la pri­
mera (Hnes del siglo xvn-comienzos del xvm ), recurrir al m edico pre-

Histoire des populations francflises, Seuil, 1971, p. 383.


39 Ph. Aries, p. 385. Sin embargo se plantea a propósito de los transplantes de corazón.
40 Ph. Aries, p. 387. Véase también el libro citado de M. Foucault, Naissance de la clinique, Vi'V,
1972.
LO S GRANDES L IN E A M IE N T O S D£. UNA EVO LU CIÓ N 423

cede a la eficacia de la medicina; en la segunda, el progreso científico


se refleja en el de la terapia (fines del siglo xvm-comienzos del xix),
mientras que ésta responde a una dem anda social creciente y cada vez
más exigen te.41
Así llegamos al periodo actual, en el que la muerte se vuelve una
enferm edad como cualquier otra, que todavía no se sabe curar, aunque
se nos deja entrever que la amortalidad es concebible.42 De ahí el
papel eminente del médico, que reposa sobre dos pilares: el saber y
el poder, según dijimos. Pero este papel supone a la vez servidum­
bres, el médico también es desacralizado, demistificaclo, mercantiii-
zado. El enferm o exige del m édico, contra una paga, que lo cure. Si
el médico comete un error, puede ocurrir que intervenga la justicia,
desdicha que le ha sucedido a más de un cirujano, especialmente en
los últimos años. Es cierto que el médico encontró la solución; en los
casos litigiosos, envía al consultante al hospital, y en este caso la bu-
rocratización sirve de escudo a to d a tentativa de individualización
del erro r y de intervención de la justicia.
Esta desacralización de la medicina no hace más que traducir o
expresar la positividad de la vía biologizadora. Así, J . Monod, des­
pués de m ostrar que la máquina viviente presenta tres propiedades-
claves, la telenomia, la m orfogénesis autónoma y la invariabilidad
reproductiva -y esta última precede siempre a la p rim era- rechaza
el vitalismo metafísico de un Bergson por obedecer a “la ilusión an­
tro pocentrista” , así como el materialismo dialéctico de un M arx o el
41 “ I.a civilización trae al médico. P or esto las etapas de la práctica médica coinciden más o
m enos con la expansión d e la sensibilidad m oderna. Un primor impulso se sitúa a fines clel siglo
xvm y comienzos del xix, seguido luego por u n periodo m á s4) menos estacionario. Recordemos
<|ue liem os comprobado este mismo entontecim iento en nuestro estudio sobre el éxodo ru ­
ral. En esta época hubo como un repliegue so b re el pasado, un detenimiento de la evolución.
Después el movimiento recomenzó en la segund a mitad del siglo xix, al principio limitad» a las
nuevas burguesías, según parece, nacidas de la revolución industrial, del progreso técnico, del
desarrollo de las ciudades. La masa parecía todavía cerrada a las form as nuevas de civilización
que promueven los reem sos médicos. Seguía esum doen un estado premedico: como sí hubiera
sido necesario, para que la población entera, o casi, adoptase la sensibilidad m oderna, que sus
sectores más arcaizantes fuesen destruidos. Y se sabe que fueron arruinados por las crisis de­
m ográficas y económicas de los años 6 0 y 8 0 . Recién entonces los cam pos fueron limpiados de
su población constituida por gente com ún, cam pesinos pobres y rutinarios en los qu e sobrevi­
vían con tenacidad las ideas del pasado. La desaparición de las poblaciones más arraigadas en
las antiguas estructuras, sorteó el último obstáculo que se oponía a la penetración de una
civilización técnica. Por último, el golpe de gracia fue dado por la gran mescolanza de ideas y
de hom bres que acompañó y siguió a la g u e rra de 1914. Desde ese m om ento tuvo lugar una
en trad a en bloque al mundo por p arte de la s masas que durante m ucho tiempo habían vivido
sujetadas al pasado.” Ph. Aries, pp. 3 9 7 -3 9 8 .
42 Esta medicalizaáón aparece en el nuevo ritual católico: la extremaunción se convierte en la
unción de los enfermos graves.
Ln* A.., 1 11 ü liJ io fu isilA M í-N T A L E S D E A Y E R Y HO Y

progresismo científico de un Teilhard, para sólo retener dos térmi­


nos, el azar y la necesidad: “El azar puro, el solo azar, libertad abso­
luta pero ciega, está en la raíz misma del prodigioso edificio de la
evolución”. Azar (del que nos muestra la “riqueza de sus fuentes”) y
necesidad nos conducen a las antípodas del símbolo ritual o de lo
sagrado: “Pero se ve claro que las ideas dotadas del más alto poder
de irrupción, son las que explican al hombre, asignándole su lugar en
un destino en cuyo seno se disuelve su angustia”; 43 estaríamos tenta­
dos de agregar que especialmente su angustia de muerte.

U R B A N IZ A C IÓ N Y C E M E N T E R IO S

El aumento de la población (sobre todo urbana), la mejora en las


condiciones de conservación de los cadáveres,44 que retrasan la recu­
peración de los lugares ocupados; la m arcada preferencia por la in­
humación en concesión con respecto a la inhumación en terreno co­
mún, plantea el delicado problema de la utilización de los cerfiente-
rios.
Jam ás los m uertos;han sido tan perturbadores para los urbanistas.
Antes los difuntos reposaban piadosamente en el centro de la ciu­
dad; defender a la ciudad era ante todo defender a sus muertos.
Después los cementerios fueron rechazados hacia la periferia (“N a­
die podrá levantar ninguna habitación ni excavar ningún pozo a me­
nos de cien metros de los nuevos cementerios”, proclamaba una vieja
ley francesa). Hoy, las necrópolis urbanas están saturadas, en el B er­
lín occidental hay que esperar seis semanas para encontrar lugar en
algunos de los ciento dieciséis cementerios; en el Japón, sólo los
miembros de la familia imperial pueden ser enterrados en Tokio. A
partir de 1985, y a pesar de sus 145 mil tumbas, el cementerio de
Arlington, en Washington, sólo podrá recibir a los presidentes o a
militares distinguidos.45
A grandar las necrópolis resulta imposible, la falta de lugar, el
costo fabuloso de los terrenos urbanos se oponen a ello;46 sin olvidar

43 1j ' hasard et la necessité, op. cit., Senil, 1970, especialmente capítulos !, M, vil.
44 I.a utilización del plástico corno revestimiento de los ataúdes plantea un problem a, etilen-
tece el ritmo de la tanatomorfosis, lo que difiere la posibilidad de recuperar el terreno.
45 Véase R. Panabiére, Le problem e des cimetieres en Frunce, l ’actualilé et ses difjicullés, Bull. Soc.
T hanato., 3 d e ju lio de 1970, C 1 -C I0 .
46 En casi todas partes los m uertos desaparecen ante los vivos: en Villeneuve-le-Roi, un campo
de deportes sustituyó al cem enterio previsto; el ensanche del de V incennes desapareció en la zup
de Fontenay; Saint-M ichel-sur-Orge optó por la construcción d e viviendas; la autorruta A 86 se
devoró la ampliación prevista del cem enterio de Choisy-le-Roi, y Rosny-sous-Bois prefirió con-
tru ir un hospital, etcétera.
L O S G RA N D ES L IN E A M IE N T Q S D E UNA EVOLU CIÓN 425

las dificultades de orden psicológico.47 ¿H abrá que prohibir las con­


cesiones a perpetuidad? ¿Limitarlas a 10-15 años? Aparte de que se
corre el riesgo de provocar muy vivas oposiciones, el ritmo de creci­
miento de las ciudades hace que este rem edio resulte de todos modos
precario. Si descartam os la posibilidad de la crem ación,48 la práctica
del osario colectivo permitiría ganar un espacio precioso; pero te­
niendo en cuenta la mentalidad actual, esta solución tiene pocas po­
sibilidades de im ponerse en un futuro próxim o, especialmente en el
Occidente latino.49
Queda entonces una última solución, construir los cem enterios in­
tercomunales lejos de las ciudades (terrenos abundantes y poco ca­
ros). Pero subsisten numerosas dificultades. Si, por obedecer a los
imperativos de la planificación urbana, el emplazamiento de los ce­
menterios lejos de las ciudades parece una necesidad imperiosa, en el
plano psicológico la cuestión resulta más delicada; es que el cem ente­
rio “proporciona una especie de terapia, de catarsis, una purifica­
ción, incluso p a ra los no creyentes: la paz, el retiro, lejos de todo
ruido; la meditación en un cem enterio es algo así como un ‘ritual
religioso’ del hom bre secularizado.” 50 Sin embargo sabemos que los
cementerios en la ciudad son cada vez menos frecuentes, de modo
que sólo los habitués serían beneficiados por la medida. Por o tra
parte, sin contar con que los gastos de transporte en los funerales
aumentarían sensiblemente, los marmolistas 51 y los floristas, a pesar
del mantenim iento inevitable de los cem enterios actuales por un
47 “Cada uno quiere una tumba, pero nadie desea ten er una necrópolis bajo sus ventanas. El
cem enterio israelita de M arsella, sobre la colin a de las T ro is Lucs, está en ju icio desde hace tres
años, de tribunal en tribunal. ‘No puedo soportar escuchar la oración de los m uertos cuando
estoy en mi jard ín ’, se qu eja la señora M ireille R ouquette, cuyo parque linda con el cem enterio.
La futura necrópolis de la Valentine, en las afueras de Marsella, ya está en conflicto con un
comité de defensa, aun antes de haber en con trad o los créditos necesarios” (M. G eorges, “ La
France manque de cim etiéres”, L'Express, 5-11/12/1973).
48 Es de imaginar lo que sería el am ontonam iento si llega a generalizar la criogenización.
49 La utilización del osario colectivo n o puede o cu rrir, por supuesto, sino de 5 a 6 años
después de la inhum ación, pero ello choca con la costum bre de las sepulturas individuales. Asi,
el ayuntamiento de Marsella señala que lía te veinte años había un pedido de concesión por
cada diez entierros; hoy se produce uno en dos. F.1 en tierro en tierra comunal se convierte en la
excepción"; cada cual qu iere su departam ento, su villa secundaria y su “residencia cu aternaria”
(panteón). El hecho es tanto más conflictual cuanto que el panteón de cemento recubierto de
losa fie piedra retarda la descomposición. ¿Es posible augu rar que la desafección por los ce­
menterios que dem uestran hoy los sobrevivientes (se va cada vez menos a las tumbas), produ­
cirá un cambio de actitud en este punto? Parece difícil afirm arlo.
50 B. Gustaffsson, “L e cim etiére, lieu d e m éditation”, en Mort et Préseme, Estudio de psicolo­
gía presentando por A. Godin, Cah. de psych. relig., Lum en Vitae, Bruselas, 1971, pp. 95-96.
51 No debe subestim arse su influencia. E n 1972, en T oulouse, el sindicato de los rnarmolistas
logró impedir la aprobación en el Consejo de Estado, en nom bre de la libertad individual, de
426 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

tiempo, no dejarán de oponerse a tales desplazamientos. En suma,


los urbanistas tendrán que elegir entre varias soluciones posibles, lo
que no siempre será fácil. ¿H abrá que optar por los cementerios-
rascacielos, como en Río de Jan eiro 52 o en Rozzano? ¿O por las ne­
crópolis subterráneas que ya preconizaba el arquitecto Nicolás Le-
doux a comienzos del siglo xix, inspirándose en las catacumbas ro ­
manas, en las mastabas egipcias y en las necrópolis etruscas? ¿O tal
vez inclinarse por cem enterios-parques, que L. Sauret nos describía
de este modo?: “Para algunos se puede tratar de una visión total­
m ente ilusoria; para mí, que he visto las realizaciones de otros países,
se impone la noción de un verdadero Parque de la Naturaleza, y
para precisar en pocas palabras el sentido a atribuirle a este término,
me perm ito exponerles com o veo este Cementerio-Parque: una vasta
extensión de terreno, determ inada en función de las necesidades,
terreno que si es posible tendrá zonas arboladas, onduladas, sin de­
clives excesivos, y si es posible atravesado por algún arroyo, o donde
también fuera posible realizar planos de agua o agrandar los que ya
hubiera. En medio de los espacios verdes y de los follajes se verán las
tumbas, personalizadas en la superficie por losas de piedra o de
bronce situadas en el mismo suelo, o por losas o cruces plantadas en
él. Algunos cercados estarán diseminados en tre los bosquecillos,
com o representación de las inhumaciones de familias importantes,
de comunidades religiosas o cívicas que hayan deseado agrupar a sus
difuntos com o un hom enaje particular. A lo lejos, un mausoleo,
construcción de líneas puras, les permitirá a quienes lo deseen, re­
cogerse ante sus m uertos en este recinto, y hacerlo con toda sereni­
dad. En algunas partes, túmulos bordeados por muros dejarán ver
losas verticales donde estén inscritos los nombres de los que reposan
en estos panteones. Aquí los vivientes, protegidos por una galería
cubierta, se recogerán ante quienes los han precedido en la vida te­
rrestre. Lejos, en un estanque, evolucionan algunos cisnes, mientras
que en los árboles de los bosquecillos los pájaros participan en el
gran concierto de la naturaleza. Yo sé muy bien que algunos me
reprocharán esta visión demasiado idílica. Pero es la comprobación
pura y simple de las reacciones que se pueden registrar en un indivi­
duo que visita un cem enterio concebido de esta suerte.”51*

un d ecreto municipal que le aplicaba un impuesto a modelos de tumbas que dicho gremio
consideró demasiado simples y discretos.
52 Se le llama “la catedral d el silencio” . Marsella posee también su “ H. L. M. de los muertos”
(7 pisos de galerías; 6 mil com partim ientos). Niza prefirió una “necrópolis colmena”: altos
m uros de cem ento que contienen tO mil nichos, rodean toda una colina.
53 L. Sauret, Les cimetieres-parcs. Bul!. Soc. Thariato., 3 de ju lio d e 1970, E1-E7.
LOS G R A N D E S LIN E A M IE N T O S D E U N A E V O L U C IÓ N 427

El cem enterio-parque es quizás la solución ideal mientras la c r e ­


mación no se generalice. No olvidemos que en París, el Pére Lachaise
y el cementerio de Montparnase son lugares de paseo muy frecuen­
tados, así como los cementerios-parques de Mentón (Parque del R e­
cuerdo) o de Clam art, que atraen cada dom ingo a un gran número d e
visitantes.

Ya con respecto a la m uerte misma, a los difuntos y sus cadáveres, o


simplemente al ser que está por morir,' se han operado múltiples
transformaciones, particularmente en el m undo occidental, aunque
no únicamente en él.
El siglo xvm p a rece haber desem peñado en esto un papel de
gozne; pero después del final de la segunda Guerra Mundial, el
cambio se ha acelerado todavía más, siem pre polarizado en el mismo
sentido. ¿Asistimos a una nueva deontología? ¿Hasta dónde se lle­
gará en esta dirección? Es muy difícil pronunciarse. En todo caso los
hombres de hoy se plantean un cierto núm ero de preguntas. ¿H ay
que adm itirla eutanasia? Una encuesta realizada entre 418 médicos del
estado de Washington aportó resultados interesantes: el 59% practi­
carían llegado el caso una eutanasia pasiva (abstención terapéutica) si
la ley los autorizara y si el enfermo condenado (o su familia) lo pidie­
sen; el 31% desea una modificación legislativa en ese sentido; y el 51
querría la creación de consejos superiores de salud, que examinarían
los historiales clínicos de los enfermos irrecuperables.
Otra pregunta: ¿ H ay que favorecer e l desarrollo de la cremaciónt Se sabe
que ésta choca con obstáculos de diverso origen, que ya expusimos
en páginas anteriores. Lo cierto es que la progresión de esta técnica,
que resolvería con felicidad el problema de los cementerios y el es­
trés de la tanatomorfosis, es en Francia particularmente lenta. En
1960, 1 054 incineraciones (728 en París) sobre 517 mil fallecimien­
tos (0.2()¡5); en 1965, 1 226 (de los cuales 791 en París) sobre 540 mil
fallecimientos (0 .2 2 6 ); en 1968, 1 5 1 3 (9 4 8 en París) sobre 5 4 0
mil decesos (0.2 7 5)
¿Se debe gen eralizar la práctica de la donación de órganos con fin es de
iransplanle y la entrega del cadáver p a r a fin alidades científicas? Lina e n ­
cuesta realizad a p o r el i k o p en e n e r o de 1968, indicó que el
65% de las personas consultadas aceptaron legar una parte de su
cuerpo para salvar a un enfermo en grave peligro (contra 70% en los
Estados Unidos y 80% en el Reino Unido). Las donaciones de este
tipo, totalmente ignoradas en nuestro país hasta 1948, tuvieron d es­
pués de esta fecha un progreso apreciable. La Facultad dé Medicina
de la capital, p o r ejemplo, registró 45 donaciones en 1962, 5 8 en
o DE A V E R i HU'l

1963, 66 en 1964, 95 en 1965; de 1 035 donantes interrogados en


1966, el 37.5% eran hom bres y 62.5% mujeres (lo que es normal pues
después de los 60 años hay más mujeres que hombres). El promedio
de edad de los donantes masculinos era de 61 años (con un o- de 14
años) y el de los donantes 64.3 años (cr = 13.2). Las 265 personas
que especilicaron su profesión, mostraron la siguiente distribución:

Hombres % Mujeres %

F u n cio n ario s, em p le ad o s 24 F u n cio n a rías, em pleadas 24


O breros 16 A m a s de c a s a 22
P ro fe siones liberales lf) Profe si ones liberales 13
Enferm os 14 Enferm as 13
A rtesan o s 13 E m p le a d a s d o m éstica s 10
O b re ras 7
V a rio s (co m ercia n tes, V a ria s (c o m e r c ia n te s ,
ru ra le s, d ete n id o s, clero) 17 ag ricu lt o ra s, religiosas) 11

Estas cifras, teniendo en cuenta la muestra, sólo pueden tener un


valor indicativo. Se advertirá especialmente la subrepresentación de
los comerciantes (3%) y de los agritultores (0.7%), así como la impor­
tancia del medio urbano.54
Parece claro, pues, que se asiste a una cierta mutación de las acti­
tudes referentes a la m uerte. Antes que nada, en los comportamientos
con respecto a los cadáveres, desde que el habitat moderno plantea de
modo acuciante el problema de la salubridad y que los cementerios
están colmados (habrá que replantearse especialmente la cuestión de
las concesiones). Pero también cambios en el comportamiento con res­
pecto a los sobrevivientes: la creación de las athanées, la estética m ortuo­
ria que suprime el rostro gesticulante de la m uerte o el h o rro r del
cadáver que se vacía y se hincha,55 la transformación de las pompas
fúnebres en servicios tanatológicos, mejoran la “relación” y favorecen
el “trabajo del duelo”, lo que compensa la desaparición relativa y la
simplificación de las prácticas de antaño (grandes cortejos en las ca­
lles, duelos interminables y rigurosamente codificados, visitas múlti-

54 A. Delmas, “Le don du corps et des organes. Solution contem poraine au probléme de
m atériel anatomique”, en Bull. Assoc. Anatomistes, 52. reunión, Paris-Orsay, 2-6 abril 1967, pá­
ginas 1-7Ü.
55 “ La última visión que se tendrá del difunto será la de un rostro calmo, no alterado por el
sufrim iento, no def ormado por ladeshidratad ón . Será el rostro que se le ha conocido siem pre y no
el rostro espantable de la m uerte. La estética m ortuoria desdramatiza la situación. Permite que la
melancolía del duelo se instale con un mínimo de angustia y repugnancia.” Dr. B arbier, op. cit.,
página 6.
LOS G RA N DES L IN E A M IE N T O S DE U N A EVOLUCION 429

pies a los cementerios, hábitos que se han vuelto incompatibles con la


vida m oderna).
Otras perspectivas van todavía más lejos en cuanto a la abolición
de los estereotipos y la aparición de una nueva tabla de valores. Opo­
nerse a l sufrimiento inútil y absurdo (de ahí el riesgo de la eutanasia
positiva y negativa); luchar contra la senescencia, antecám ara de la
muerte (no se trata de agregar’.años a la vida sino vida a los años,
decía un sabio de la Antigüedad; o no se le enseña nuevos trucos a
un mono viejo, agrega un proverbio); hacerle fren te a la gu erra y a la
tanatocracia; 56 exigir la abolición d e la pen a de muerte; fren a r la aceleración
de los accidentes (automovilísticos o de trabajo) y la generalización de la
polución; cambatir el hambre que asóla a las tres cuartas partes de la
humanidad, y las dietéticas estúpidas que Ies resultan fatales al resto (el
francés cava su tumba con sus dientes, se ha dicho)\favorecer la igual­
dad de los sexos (de ahí la cuestión espinosa de los abortos), y de todas
las categorías sociales ante la m uerte y los ritos postmortem (lo que im­
plica, además, la supresión de ciertos monopolios funerarios); regene­
rar el sentido de la fiesta, que revitaliza al grupo y asegura su cohesión.
(“No queremos una sociedad donde el riesgo de morirse de ham bre
se trueque en la seguridad de m orir de aburrimiento”, proclam aba
una inscripción mural de mayo de 1968), ¿todo esto no es más útil que
conservar congelados a los difuntos con el pretexto de que un día se
los podrá reanim ar, cu rar y hasta acaso rejuvenecer? La criogeniza­
ción, en efecto, suponiendo que técnicam ente sea posible, presenta
una doble dificultad. Por lo pronto, ¿qué harem os con estos millones
de cadáveres resucitados? ¿Quién los alimentará, los vestirá, los re­
conocerá como “próxim os”? Pero además es probable que unas cria­
turas que vivieran eternam ente y sin reproducirse, no dejaran de
caducar por sí mismas. Como decía G. Pickering:57 “Si el hom bre
representa un progreso sobre el mono, es debido a la m uerte. Para
bien o para mal, una nueva especie sólo puede comenzar con una vida
nueva.”
Por cierto que hay que luchar colectivamente contra la angustia de
la m uerte; pero más todavía con tra la negación de la muerte y co n tra
la desigualdad en la muerte: tal debería ser la regla de o ro de la
antroposofía.

ss “Algo puede y debe advenir: que la muerte próxima mate para siempre, en un instante d e conciencia
histórica y colectiva única, el instinto de muerte qu e la engendra, y recíprocamente Muerte a la muerte, la
última palabra de la F ilosofía'' M. S e rre s,“L aT h an ato cratie”,C’rií^ «^ 298,É d ic. d eM inu it, m arzo de
1972, p. 227.
57 Citado por G. Rattray T aylor, L a révolution biologique, L affont, 1969, p. 161.
J

XI. EL ANCIANO Y LA MUERTE

E n e l c u r s o de los análisis anteriores, hemos presentado un cierto


número de ejemplos corrientes: el condenado a muerte, el enferm o
mental, el niño. En cambio casi no hemos dicho nada de la tercera, e
incluso de la cuarta edad.1 “El anciano está hecho para m o rir”, se
dice corrientem ente.2 Esta formulación un tanto brutal com prueba
sin em bargo una verdad antropológica, al término de su vida, el
hombre no tiene más que esperar que su desenlace fatal; ya muerto
socialmente (la jubilación), a menudo padece también la declinación
(orgánica o mental), preludio de la desaparición definitiva.

P l u r a l id a d d e s it u a c io n e s

Las variaciones en el tiempo y en el espacio caracterizan la situación


de los ancianos en los sistemas socioculturales, así, como, por conse­
cuencia, sus actitudes frente a la m uerte. Se impone breve referencia a
este punto.

Los ancianos en las sociedades “arcaicas”

La diversidad de las actitudes que se encuentra parece estar en rela­


ción directa con las condiciones socioeconómicas del medio conside­
rado. Esto es fácil de com probar a través de algunos ejemplos co­
rrientes.
En las sociedades pobres, desposeídas, que viven en el límite de la
miseria, los ancianos suelen ser abandonados; no sólo se les niega el
alimento, sino que además se los abandona cuando el grupo em­
prende una larga peregrinación. Así, los siriono de la selva boliviana
disputan p erm an en tem en te p a ra lo g rar su subsistencia diaria.
Holmberg señala al respecto el siguiente hecho: “Me llamó la aten-

' Véase el capítulo sobre la muerte social (prim era parte).


2 “A propósito de la m uerte de un hombre ele 85 años, escribió I\ Giroud cu and o el í’a lled-
miento de F. Mauriac nos olvidamos de rebelarnos contra el escándalo de la m u erte” (L’lix-
press, 7 septiem bre de 1970, pp. 50-53). S. de B eauvoir (op, cit., 1964, p. 156) recuerda la
fórmula habitual: “Va estaba en edad de m orir”. J . Le Du utiliza este título: “La m uerte de un :
viejo casi no es m uerte” (Célébration ckrétienna de la mort, Chalet, 1971, p. 77). Se com p rend e por
qué R. Bastido ¡lega a decir que la muerte de un viejo es “cidm ralniem e aceptable” (l‘Le sens de
la mort, en Éclumges, 98, 1970, pp. 11-13).
430
E L ANCIANO Y L A M U ERTE 431

ción u na anciana que estaba acostada, enferma, en una ham aca, de­
masiado enferma como para hablar. Le pregunté al jefe del poblado
qué se iba a hacer con ella, y él m e remitió a su marido, quien me
dijo que se la dejaría m o rir[. ..] Al día siguiente todo el poblado
había partido sin siquiera decirle ad ió sf. . . ] T res semanas más tar-
d e [ . . .] encontré la hamaca y los restos de la enferm a.”
Cuando las condiciones de existencia se presentan menos desfavo­
rables, los ancianos que poseen un saber religioso o mágico necesario
(imaginariamente) para la supervivencia del grupo, son respetados
mientras sigan estando válidos y sanos de espíritu. Pero en el mo­
mento en que sus fuerzas declinan, y no bien comienzan a dar mues­
tras de senilidad, se pone térm ino a su existencia, ya despojándolos
del alimento que les estaba destinado, ya abandonándolos en lugar
desierto sin su consentimiento, si es que no se los sacrifica ritual-
mente por haberse vuelto inútiles.
Así, entre los indios ojibwa del lago Winnipeg, se da una gran
fiesta acompañada de danzas y cantos (mortuorios); no sin ostenta­
ción se intercambia la pipa de la paz, hasta que de pronto el hijo
sacrifica a su padre de un golpe d e tomahawk.
Si las circunstancias se presentan favorables, ya se trate de subsis­
tencia o de seguridad, la suerte de los ancianos se vuelve más lleva­
d era. Hasta conservan un verdadero poder; no sólo transmiten
oralm ente las técnicas, y aseguran la continuidad del ritual y la per­
m anencia de las costumbres, sino que siguen siendo los intercesores
indispensables entre los vivientes y los antepasados. A menudo hasta
llegan a ser temidos. Entre los aranda de Australia, “el saber de los
más ancianos coincide con la posesión de jún poder mágico: uno y
otro aumenta con la edad. Convertidos en Yenkon, casi impotentes,
alcanzan su apogeo. Son capaces de hacer enferm ar a vastos grupos
de individuos, por eso se les tem e. No están ya obligados a acatar los
tabúes alimentarios. Es que están de alguna m anera más allá de la
condición humana e inmunizados contra los peligros sobrenaturales
que amenazan a ésta. Lo que le está prohibido al hombre normal -en
su propio interés y en el de la com unidad- no les está vedado a ellos.
Su condición excepcional los llam a a desempeñar un papel religioso.
El que por su edad está más próxim o al más allá es el mejor inter­
mediario entre este mundo y el otro. Son los hombres de edad los
que dirigen la vida religiosa, y ésta impregna toda la vida social, filos
poseen los objetos sagrados utilizados en las cerem onias[. . . ] se les
manifiesta una gran diferencia: en el transcurso de estas fiestas, los
jóvenes sólo hablan si los ancianos les dirigen la palabra.”'*
■’ vS. d e B c a u v o í r , La xneiitesse, , I Í J 7 0 , |>. 7 0 .
432 LAS A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE AYER Y HO Y

En cambio, el desarrollo de las técnicas puede volver inútil el re­


curso de la magia, y aun de la tradición oral si se tiene el apoyo de la
escritura. Por poco elevado que sea el nivel de vida, como en el caso
de los lepcha del Himalaya, la preminencia del anciano no ofrece
ninguna duda. Si es rico, tiene buena salud, y cuenta con una impor­
tante progenitura, se le respeta y considera como una especie de ta­
lismán que hace honor al grupo. En cambio el hombre viejo sin fuer­
zas, sin fortuna ni hijos, vive despreciado: se le trata com o a una
calamidad; es objeto de burlas continuas, se le hace sentir que sería
de su propio interés trocar este bajo mundo por el de los difuntos.
Por último, las sociedades prósperas, perfectamente equilibradas,
dejan de subestimar o de sobrevalorar el papel de los viejos; para
ellas la edad “no es una decadencia, pero tampoco una fuente de
prestigio”.4 Por ejemplo, entre los incas del antiguo Perú se procu­
raba utilizar lo mejor de las capacidades de las personas de edad.
Sobrepasados los 50 años, se les evitaba, por supuesto, las tareas pe­
nosas, los hombres trabajan en los campos o en la casa del je fe ; las
mujeres tejían, cocinaban, cuidaban a los niños de los ricos. Aun los
viejos de 8 0 años debían cum plir algunas tareas: fabricación de
cuerdas y de tapices, cría de volátiles, recolección de hojas y de paja,
entre los hombres; tejido, hilado, atención de los niños en tre las mu­
jeres. Así, los viejos eran alimentados, alojados, respetados, obedeci­
dos, y hasta ejercían una vigilancia sobre los niños de uno y otro
sexo.
En suma, el anciano produce a menudo la impresión de ser tra­
tado como un ser marginal. Así, es “un subhombre y un superhom ­
bre. Im potente, inútil, es también el intercesor, el m ago, el sacer­
dote: más acá o más allá de la condición humana y a m enudo reu­
niendo las dos condiciones[. . .] Com o en todas las sociedades, estas
actitudes se viven de una m anera particular y contingente. L a suerte
de las personas de edad depende en gran parte de sus capacidades,
del prestigio y de las riquezas que p o sean [.. .] Según los grupos y las
familias, hay igualmente diversidad de tratamiento. L a teoría y la
práctica no concuerdan siempre: ocurre que los demás se burlan en
privado de la vejez, pero cumplen con los deberes hacia ella. Aunque
lo inverso es más frecuente, se honra verbalmente al anciano, pero
en la práctica se lo deja perecer. El hecho más im portante a señalar
es que el anciano jamás conquista su estatuto por sí mismo, sino que
se le o to rga.”5

4 S. <le Beauvoir, op. cit., 1970, p. 82.


5 Ibid> p. 9 4.
E L A N C IA N O Y LA M U ERTE 433

Los ancianos en el mundo occidental6

La situación de los ancianos en el mundo occidental ha pasado por


una cierta evolución. Veamos sus etapas principales.
Bajo el Antiguo Régimen “se entraba en la vida más joven, se salía
de ella menos viejo. Y se salía por la muerte, sin duda más frecuente,
pero sobre todo por el retiro. Llegado el hom bre a los alrededores
de la cincuentena, su actividad se enlentecía. T om aba ya el aspecto
de un anciano, del que los jóvenes se burlaban y al que ridiculiza­
b ais . . .] De todos modos ya no participaba en la vida activa. Antes
de m orir para la vida, m oría para la sociedad; no tanto para disfru­
tar, com o ocurre hoy, com o por imposibilidad de persistir en su con­
dición” . 7 La falta de confort (ya fuera en el trabajo, la vivienda o el
transporte), las carencias de la nutrición, la rudeza de la vida, expli­
can el envejecimiento precoz; mientras que la debilidad de las técni­
cas no exigía largos plazos en la preparación para la vida activa: “La
educación no tenía ni la im portancia ni el rigor ni la duración de
nuestros hábitos contem poráneos; se la abreviaba, se la restringía, o
se la pasaba por alto.”8
En el siglo xvm aparece la vejez como fenóm eno más generali­
zado: los progresos de la m edicina, la mejora de la higiene alimenti­
cia, las más propicias condiciones'de vida, favorecen evidentemente
la prolongación de la existencia; pero esto no basta para explicar la
desaparición de la muerte social que precedía a la muerte fisiológica.
En verdad se asiste a una verdadera transformación de la existencia, que
le otorga al hombre m aduro un poder nuevo cuando sus fuerzas
comienzan a disminuir. “La complicación creciente de la vida social
hace necesario recu rrir con más frecuencia a las facultades de inteli­
gencia y organización, independientes de las capacidades físicas, y
p o r consiguiente de la edad o del envejecimiento. Por el contrario, la

fí Véase especialmente, aparte de las obras citadas en la prim era parte: J . Philibert, L'écheite
des ages, París, Editions du Seuil, 1968; A. Sauvy, “La societé et les faibles”, en: núm ero especial
de la revista Esprit, Le Seuil (Vejez y envejecim iento), mayo de 1963; E. C um ingy W. E. Henry,
Growing oíd, The process o f Disengagement, N ueva York, Basic Books, 1961; Le troisieme age, en
Rev. Int. se. soc., Unesco, París X V , 3, 1963, pp. 353-544; Les personnes ágees en Europe, c ,¡ g s ,
París, 1972; Gérantologie, 71, 7 2 , 7 3, 74, París; J . R. Treanton, “Les réactjons á la retraite, en
Rev. fse . de Travail, octubre y diciem bre de 1958; R. J . Havighurst, “Flexibility and social roles
o f the aged”, en American Jo u r n a l o f Sociology, Vol. I, IX, núm. 4, en ero de 1954; M. Bour y M.
A um ont, Le troisieme age: prospectwe de la vie, París, m i-, 1969; Ralph N ader, Study group report on
nursing hornes, Oíd age, the last Segregatien, Pantain Books, Nueva York, 1967; E. Gofman, Asiles,
Editions de Minuit, 1968.
7 Ph. Aries, Histoire des populations franc/aises, Seuil, 1971, pp. 375-376.
8 Ibid. p. 375.
434 LAS A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HOY

madurez desarrolla la experiencia, enriquece la reflexión. El pensa­


miento sedentario del hom bre de estudio comienza a competir con la
acción física, la intervención directa, las relaciones concretas de
hombre a hombre. Aun dentro de las actividades propiamente físi­
cas, tienden a gravitar las funciones intelectuales[ . ..] A la vez, las
funciones sociales se especializan. El cerebro que concibe y el instru­
mento que ejecuta comienzan a diferenciarse claram ente. Y a favor
de esta diferenciación, el hom bre de gabinete, es decir el hombre sin
edad, indiferente a la disminución de sus fuerzas, aumenta su impor­
tancia y prolonga su tiempo de actividad. Nada le impide retardar el
tiempo de su retiro hasta su m uerte. Ya no sobrevive como un dese­
cho, sino com o un elemento indispensable.””
El doble proceso de creciente complejidad de la vida social por un
lado (relaciones sociales, instituciones, técnicas e industria, economía
y finanzas) y de progreso de la medicina por el otro (erradicación de
las grandes endemias, desarrollo de la cirugía, de la dietética), prosi­
gue hasta nuestros días. Se controla la natalidad, la tasa de mortali­
dad desciende constantem ente, la esperanza de vida aumenta aun­
que en grado menor, y se asiste fatalmente a un envejecimiento de la
población.
Pero por otra parte, la ideología productivista, fuertemente polari­
zada en torno a la rentabilidad y el beneficio, y llamada (equivoca­
dam ente) ideología de la opulencia (habría que decir mejor: del
“despilfarro”), termina por preferir, como hemos dicho, la acum ula­
ción de bienes a la acumulación de hombres. Los ancianos -dejando de
lado a algunos políticos-1" salvo que pertenezcan a una clase social
privilegiada, se vuelven a encontrar en una situación particularmente
crítica. Improductivos (en una época en que la producción y la. ren­
tabilidad se convierten en el imperativo más importante) y escasa­
mente consumidores (en un tiempo en que triunfa la sociedad de
consumo); seres que no desean gran cosa (la m uerte del deseo11 es

9 Ibid, p. 379.
10 Los viejos no aceptan voluntariam ente esta separación. E uropa nos ha dado algunos tris­
tes ejem plos en los últimos años. E xcepto Churchill, no se ha visto el caso de un je fe “histórico”
que cediera su lugar motu propio por causa de su edad, a sus seguidores inmediatos. Adenauer
debió alejarse a los ochenta años bajo la presión expresa de los integrantes de su propio par­
tido. La ,sil tuición se ha hecho caricaturesca en el Africa actual. K1 problema se plantea también
en la Iglesia, a pesar de un reciente decreto pontillcio. Es cierto qu e el Papa mismo se olvidó de
dar el ejem plo. Recordemos tam bién a la institución universitaria, que otorga el retiro a los 70
años (a veces con posibilidad de prolon gar la actividad) en una época en que el saber evolu­
ciona tan pronto.
11 Se dice que tenemos la edad de nuestras arterias, pero habría que decir m ejor que es la
de nuestras esperanzas. ¿No suele decirse de una m ujer que ya no es más deseada, que “está
EL ANCIANO Y L A M U E R T E 435

como la antecám ara de la muerte social y luego de la física); depen­


dientes (físicamente, si deben vivir postrados; social y económ ica­
mente en las clases modestas de la sociedad); con frecuencia reple­
gados sobre sí mismos (se habla con razón o sin ella de su autismo,
incluso de su egoísm o); y asistiendo impotentes a la-demolición de
los valores a los cuales a veces han sacrificado tanto (protesta) ellos
“son” por demás y sobre todo están dem ás. 12 ¡Apenas se acuerdan de
ellos en los periodos electorales! A dem ás, la aceleración sorpren­
dente, a la vez que irreversible, del ritmo del “progreso” los deja sin
aliento, y es así com o muy pronto el ser hum ano, salvo que sea muy
dúctil, se desgasta en las adaptaciones a las que debe someterse para
sobrevivir. Muy p ronto el hombre m aduro se vuelve inútil, y enton­
ces la edad de la jubilación -d e la m uerte social- se adelanta con
respecto a la m uerte fisiológica. Las consecuencias de tal situación
son muy graves. Disponible desde tem prano para el tiempo libre y el
ocio, el retirado no ha sido educado para ellos, y además no tiene
con qué pagarlos. Las dificultades de la vida (carestía y escasez de las
viviendas, por ejemplo), el aislamiento, el sentimiento de abandono
envían pronto a los viejos a ese “ m orir” institucionalmente o rgan i­
zado que es el asilo, del que ya hemos hablado a propósito de la
muerte social.13 Ya sea que se lo interne en un asilo o que viva solo
en su casa, el anciano tiene grandes posibilidades de morir en la so­
ledad, la alienación (pérdida del interés por la existencia) y la deses­
peración.14 Y ^sí es probable que term ine sus días desgarrado cruel-

pasada" o "term inada”? Puede haber ilustres excepciones, al menos en el plano literario se
recuerda a la heroína de L a mandarine •y sobre tod o el caso de Maude
1
en el célebre filme de H.
Ashby (H arold y Maude). Véase J . Ghiani, “A pro pos d’H arold et Maude . . en Géronlologie, 74,
pp. 37-42,
Apenas si se les llega a confiar, como era frecuente antes, el cuidado de los niños. En una
época en que el. día del padre y el día de la m adre han remplazado al culto cotidiano de los
antepasados del que nos habla F. de Coulanges, no se tem e expulsarlos de sus viviendas (véase
las operaciones de m odernización en París, ¡cuántos decesos de ancianos lian provocado!), o
abandonarlos en el asilo. Después de la m uerte en la profesión (jubilación), la m uerte en la
familia y en las costum bres. Las dos van seguidas frecuentem ente de la muerte física o psíquica
(reblandecimiento cerebral, senilidad). Ju n to con el sentim iento de inutilidad y el m iedo al
mañana, si son económ icam ente débiles, es quizas su situación de rechazo y de soledad la ¿pie
constituye el drama de los viejos retirados y uno de los escándalos, entre tantos otros, de
nuestra sociedad capitalista.
hl problema debe plantearse, por sup uesto, en té rm in o s <!e rlam . Son los re p re se n t m iles de
las clases superiores los qu e más sufren la ansiedad del retiro de la actividad (pérdida de su
(unción de responsabilidad). Pero son los proletarios, con sus “retiros” notoriam ente insufi­
cientes, los que van a p arar al asilo.
13 Véase J . P. Vignat, op. cit., 1970.
14 “Entonces, levantando mis antiparras, m e estregué los párpados y me encontré sentado
436 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

mente entre el miedo a morir y el miedo a vivir. A pesar de algunas


actitudes generosas de rehabilitación,15 tal es la posición más exten­
dida en la sociedad capitalista con respecto a la tercera y cuarta eda­
d es.16
Posición que no excluye los conflictos y las ambivalencias.17 En
efecto, como subraya A. Fabre-Luce: “No se mata al anciano; hasta
se le prohíbe desaparecer. Tan sólo se le degrada. El suicidio está
maldito, la eutanasia prohibida; una lucha sorda se libra entre las
familias muy extendidas, que procuran desembarazarse de sus inca­
pacitados, y los hospitales superpoblados adonde tratan de internar­
los. Al final de esta lucha, y como consecuencia de estallido del p ro ­
blema de la vivienda, los viejos terminan casi siempre en la soledad.
Viviendas anticuadas y mal equipadas, recursos disminuidos, débil
representación social, todo esto provoca una decadencia progresiva,
de la que se quejan poco porque le temen más al asilo.”18

en la cama, voluntariamente rpducido al presente, con este coágulo de vino agrio en mi vientre
y la mrba de cuervos que me ¿[esgarraba de nuevo la garganta en medio de graznidos; sim ple­
mente allí, sin deseos, sin recuerdos, sin'pensamientos d e ninguna clase, perdido para siempre
en medio del m undo." S. y A. Schwarz-Bart, Un plat de p orc aux bananes vertes, Seuil, 1967, pá­
gina 36.
,s Véanse las muy hermosas páginas de R. Mehl (op. cit., i’i f, 1956, pp. 128-132), dedicadas a la
dignidad, la serenidad, la utilidad del anciano, donde tam poco se olvida de denunciar la terque­
dad y la separación que él hace entre la novedad y la decisión. E n todo caso, esto consuela de la
asociación habitual vejez-fealdad, por oposición la pareja juventud-belleza, que caracteriza al
mundo occidental de hoy. Léase también C. Alzon, L a mort de Pygmalion. Essai sur l'immaturité de la
jeunesse, Maspero, 1974.
16 M. Philibert, en L ’echelle des ages, op. cit., 1968, caracteriza a la sociedad capitalista, con
respecto a las sociedades primitivas, por lo que él llam a “el trastocamiento de la escala de
edades”. La escala de edades es “toda periodización, cualquiera que sea su número de etapas, que
las ordena como etapas sucesivas de una progresión. H ablar de escala es considerar un orden
dado, irreversible de su sucesión, como equivalente a un orden de valorización creciente, o que
al menos le ofrece al individuo que lo recorre la ocasión de una m ejora constante”.
17 La situación que acabam os de evocar (viejo desatendido porque ya no es productivo, y
tampoco consumidor) se basa también en un fundam ento psicológico que la sociedad capita­
lista refuerza incesantem ente, mientras que lo imaginario africano lo reduce. El viejo sólo es
tranquilizador en apariencia, nos dice J . P. Vignat (op. cit., 1970, p. 15) “En realidad, la piedad
que inspira tiene raíces muy com plejas, que pone en ju e g o imágenes, afectos y proyecciones
que pertenecen al mismo tiempo al porvenir y al pasado lejano de cada uno: al porvenir, al
devenir, es decir la visualización, la materialización de los temores y angustias de la en ferm e­
dad, el envejecim iento y la m uerte con sus defensas correspondientes; al pasado, es decir las
relaciones del niño con sus padres, en particular toda la dialéctica de la agresividad y de la
angustia con respecto al padre, que constituye la fase edipiana; este padre viejo, imposibilitado,
reducido a nada, casi m uerto, pero que por eso mismo impide seguir siendo niño, y obliga a
asumir la condición de adulto. De ah í la ambivalencia que caracteriza loda relación con el viejo.
Op. di., J 966, pp. 98-99.
EL A N C IA N O Y LA M U E R T E 437

E l a n c i a n o y l a m u e r t e e n l a s o c i e d a d n e g r o -a f r i c a n a

Una de las múltiples paradojas que presenta el África neg ra de hoy,


es al mismo tiempo la asombrosa juventud de su población, debida al
descenso de la mortalidad infantil y al mantenimiento de un porcen­
taje elevado de natalidad, sobre todo en el medio urbano (la edad
promedio en ivinshasa es de 17 años y 6 meses); y el lu gar privilegiado
que ocupan los ancianos, poco abundantes (gerontocracia, escalafón).
¿Por qué este papel preponderante de las personas de edad? ¿Qué
incidencia tiene esto en las actitudes frente a la m uerte y el sentido
que se le otorga a ésta? ¿C óm o se transforman las creencias y los
com portam ientos referentes a la muerte de los viejos, en una socie­
dad en plena mutación? Tales serán las tres preguntas claves a las
que tratarem os de acercarnos, ya que no podemos responder a ellas
con la seguridad requerida, desde que en este punto la antropología
se encuen tra todavía en balbuceos.

Lo que nos enseña la antropología

1. Sentido y situación de los ancianos

La situación de los ancianos en la sociedad negro-africana tradicional


recuerda la de sus homólogos occidentales en el siglo xv m , con la
persistencia de rasgos característicos de las épocas precedentes. Por
una parte, ocupan una situación preponderante indiscutible: si por
un lado les ceden los trabajos duros a los más jóvenes, no se trata por
cierto de una jubilación en el sentido occidental del térm ino, y se
puede decir que su papel persiste hasta la muerte (habría que agre­
gar que se prolonga incluso h asta después, dado que, convertidos en
antepasados, ellos seguirán interviniendo en los asuntos del grupo).
Se concibe fácilmente que u n a civilización de la oralidad, privada del
apoyo de la escritura, le otorgue al viejo dueño de la experiencia un
estatuto privilegiado que refu erza su función de educad or en los
ritos iniciáticos. En el Africa tradicional, el anciano es com o el ga­
rante de la tradición, por lo tanto de la estabilidad social, m erced a la
virtud de su ejemplo y a la potencia de su palabra.™ De ahí su papel de

19 En la antigua G recia, los ancianos ocupaban también un sitial privilegiado. “ L a constitu­


ción de A te n a s[. . .] -escribe Glotz-, que perm ite a todos los ciudadanos e n trar en la eclessia al
hacerse mayores, no les abre en cambio el acceso a la boulé y a la hélice hasta los treinta años y
no les perm ite adm inistrar justicia arbitral c o m a diaitetes sino recién a los sesenta.” La. cité grec-
qiie, A. Michel, 1928, p. 112. Casi todas las form as de gobierno tenían consejos; la ciudad
4S8 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

inspirador, de juez, de jefe religioso, incluso de poeta. “La vejez,


para el bantú, es símbolo de sabiduría; los viejos poseen las tradicio­
nes de la tribu y son responsables de su continuidad. Los que son
muy viejos, a menudo están asimilados a los antepasados.”20 E xp e­
riencia que da el saber, discernimiento, equidad, abnegación, sangre
fría, hacen de él el árbitro por excelencia: “El patriarca sólo inter­
viene para zanjar un conflicto difícil, y sobre todo cuando está en
juego el interés general de la tribu. Sus decisiones son entonces infa­
libles; sus palabras no pueden ser puestas en duda. Todo lo que él
diga será el producto de sus experiencias y de sus juiciosas com pro­
baciones.”21 Esta “sabiduría profunda”, que se expresa mediante un
lenguaje rico en símbolos, imágenes y proverbios; su conocimiento
del mundo visible e invisible; su capacidad (que se le atribuye) de
descifrar presagios; los contactos que se supone que mantiene con los
antepasados, hacen de él un m anipulador de hombres: “Ningún
hombre, escribe Jo m o Kenyatta, puede participar en el gobierno de
la tribu antes de que sus hijos lleguen a adultos. La experiencia le
habrá dado entonces una madurez para administrar con sabiduría, inteli­
gencia y equidad los intereses de la comunidad.”22
Ultimo aspecto de la superiodidad del anciano: su sentido de las
premoniciones:23 los pahouin del Gabón afirma, por ejemplo, que el

aristocrática o dem ocrática incluía siempre un consejo (la boulé) cuyos miembros eran “en su
mayor parte hom bres de edad”. Véase G. Glotz, pp. 5 4-58, 83-84. Hermes, el de la barba tu­
pida, m ensajero d e Zeus, con sus sandalias aladas, simbolizaba la fuerza de elevación del pen­
samiento, Para los ancianos, en efecto, la vejez era sinónimo de sabiduría. “El hom bre alcan­
zaba entonces ía madurez m oral y espiritual. Finalizaba su carrera, pero no desertaba del
mundo, pasaba a reposar. La m uerte que llegaba hasta él era su muerte. Él caía en el más allá
como el fruto m aduro se desprende del árbol. La m uerte se aparecía entonces com o la co n so
cuencia de la m aduración interior.” Ch. Duquoc, L a mort dans le Chrisl, Lumiere el Vie, núm.
68, dedicado a la m uerte, p. 67.
Las fábulas de La Fontaine están henchidas de verdades referentes a la significación de la
vejez: Le vieillard et l’Ane (V I, 8), L e vieillard et les troisjeunes gens (V I, 8),.Le vieillard et des enfants,
(V I, 38), L a vieille et les deux sentantes (V, 6), Le vieux chai et la jeune souris (X II, 5).
20 J . Roum eguére-Eberhardt, Pensée et socielé africaine, Mouton, París y La Haya, 1963, p. 31.
No se debe sacar la conclusión de que el viejo siem pre era privilegiado. Entre los fang de
Gabón, pueblo que ha tenido una historia dram ática, los viejos sin descendencia llevaban una
existencia desoladora; y entre los tonga de África del sur, el anciano arrugado, reseco, debili­
tado, pobre, sin m ujer ni hijos, es sólo “un desecho y un fardo qu e se soporta de m ala gana.
Son raros aquellos a quienes sus hijos Ies m anifiestan alguna devoción. En conjunto, su condi­
ción es muy desdichada y los ancianos se quejan de ella”, S. de Beauvoir, op. cit., 1970, pp.
57-58.
21 Ake Loba, Kocoumbo, l’étudiant noir, París, Flam m arion, 1960, pp. 25-26.
22 Jo m o Kenyatta, Au pied du moni KenyaT edic. M aspero, París, 1960.
Zi El tema de las prem oniciones nos recuerda los hechos de tanatomanía citados por Mauss
{Sociologie et Anthropologie, p u f , 1950, cuarta parte).
E L ANCIANO Y I.A M U ERTE 439

viejo es raram ente .sorprendido por el desenlace fatal; que no sólo es


capaz de precisar la fecha de sus funerales, sino también de prever el
instante exacto de su fallecimiento. Al sentir que éste llega, reúne a sus
allegados y les dicta largamente sus recom endaciones.24
Sabiduría, con dominio del verbo; sentido de las relaciones hum a­
nas; contactos con lo invisible, particularmente con el mundo de los
antepasados; lucidez ante la m uerte: tales, brevemente esbozadas, las
fuentes del poder gerontocrático y del respeto que se le acuerda a
los ancianos.25

2. El a n d ano ante la muerte

Esto nos permite discernir más claram ente el problema de la muerte


de los viejos en el África negra tradicional.
Una regla casi general plantea la asimilación de la muerte del an­
ciano al tipo mismo de \i\buena muerte o de la muerte natural. También
esta última se acompaña frecuentem ente, sobre todo si el difunto
tiene muchos hijos o ha dejado algunas riquezas, de una verdadera
fiesta que, por supuesto, se agrega a los ritos y sacrificios habituales.
Cantos, danzas, libaciones frecuentes, distribución de alimento, co n ­
trastan con la actitud de reserva que manifiestan los parientes pró­
ximos del desaparecido. Es que la muerte del viejo form a parte de
alguna m anera clel “orden de las cosas”; por otra parte ¿no ha cu m ­
plido debidamente su misión aquí abajo? ¿No va a reunirse pronto
con los antepasados del clan y seguir así velando por el grupo de una
manera mucho más eficaz? Hasta quizás se reencarne, volviéndose a
engendrar en el vientre fecundo d e una mujér del linaje.
Además, los cantos estarán consagrados a su memoria, exaltarán
sus cualidades, y de ellos el grupo extraerá beneficios. Por el co n tra­
rio, la m uerte de un niño, que es un ser todavía incompleto, im per­
fectamente socializado, despertará sin duda el dolor de la madre, pero
dará lugar a funerales rápidos y discretos, mientras que el falle­
cimiento de un adulto en plena form a será sentido como una p ér­
dida cruel para la familia y el poblado; como dijimos, la sociedad vive
como una ofensa grave y una mutilación lamentable la desaparición
de un sujeto en el cual ha invertido mucho, y que le es sustraído
cuando está en plena actividad productiva, semejante muerte es de­

24 Véase también la m uerte del padre de la G rande Royale relatado por el maestro T hiern o:
cf. Ch. Hamidou Hane, L'aventure ambigué, Ju lliard , 1961, pp. 40-42.
25 La anciana puede llegar a alcanzar el nivel del hom bre. Entre tos lemba, por ejem plo, se
ha dicho que “después de la menopausia una m u je re s admitida con frecuencia en el circuito
m asculino, y que entonces, liberada ya de los num erosos tabúes femeninos, puede desem peñar
140 L A S A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A YER Y HOY

cididamente “contra natura”, de modo que se invocarán para expli­


carla causas mágico-religiosas.
En muchos aspectos, la situación negro-africana no deja de reco r­
dar lo que ocu rría entre nosotros durante el antiguo régim en: insufi­
ciencia de la técnica médica; concepción de la muerte-destino que no
se puede ni evitar, ni diferir, y que sólo relativamente puede ser
objeto de aflicción individual profunda; en una palabra, dominio
misterioso en que el hombre no puede intervenir si no es m ediante la
magia; deseo de conocer de antem ano el desenlace a través del o rá­
culo, el sacrificio o la adivinación, y posibilidad de hacerlo particu­
larmente entre los viejos que, según se afirma, preparan con gran
anticipación sus funerales;2'* obligación de ayudar al destino, por
ejemplo, favoreciendo la partida del alma, del doble o del principio
vital (cabellos que se arrancan del cráneo, presión sobre las mirillas,
fricciones en el pecho, golpes de fusil y centenares de otras técnicas).
En fin, desarrollo necesario dé las exequias en la aparatosidad y la
majestad,27 lo que suele exigir la movilización, a veces durante toda
una sem ana, de todo¿ los habitantes del poblado, desde que la
muerte concierne al grupo en tero .28 De hecho, los funerales, princi­
palmente los d e un viejo, constituyen una verdadera renovación de
la sociedad, com o volveremos a ver más adelante.
Sin duda estamos ante otra paradoja no menos curiosa. Nadie es
valorizado socialmente más que el anciano, y sin embargo, especial­
mente si se ha vuelto inútil, im potente, o chocho, no dejan de de­
sembarazarse de él en circunstancias que algunos occidentales estima­
rán particularm ente crueles, pero que a los ojos de los africanos no
m erecen ninguna reprobación; todo lo contrario. Los ejem plos
abundan. Basta citar dos. Entre los hotentotes, cuando un hombre
entra en una excesiva decadencia física, se prepara una excelente
comida. En seguida, montado en una vaca, se escolta al anciano hasta
una choza situada lejos del kraal; allí se le abandona con una pe­
queña reserva de alimentos, y m orirá de hambre, si es que antes no

un papel ju n to a los hom bres en los asuntos de la tribu, y a menudo se sitúa en la cabaña a la
derecha, lugar que les está prohibido a las m ujeres jóv en es en edad de procrear, pues sólo le
está reservado a los hom bres”. J . R oum eguére-Eberhardt, op. cit., p. 73. Véase tam bién Birago
Diop, Les Nouveaitx Cantes d'Amadou Koumba, Présence africaine, 1958, pp. 109-122, 177-188.
26 Costumbre que también se encuentra en Europa: sudario que se guarda en el arm ario,
tumba que se prepara, a veces hasta con el nombre inscrito dejando sólo la fecha en blanco,
funerales pagados, sin olvidar el seguro p o r fallecim iento.
27 Lo que no impide ni los chistes, ni las conductas insólitas provenientes del parentesco en
broma (véa\r nu estra cuarta ¡jarte).
28 L. V. T hom as, Cinq essais sur la mort africaine, Dakar, 1968.
E L A N C IA N O Y LA M U ERTE 441

se lo com en los animales.29 Los bushmen, cuando realizan sus nume­


rosas peregrinaciones en el Kalahari, encierran también a los viejos
achacosos dentro de un frágil vallado de malezas confeccionado rá ­
pidamente con ese fin, y se les deja una pequeña cantidad de ma­
dera, agua y alimento. Si se les encuentra rápidamente agua y caza,
podrán aumentar sus reservas; de ló contrario, los viejos serán olvi­
dados definitivamente, el ham bre, el frío de ia noche y las hienas
darán cuenta de ellos rápidam ente.30
Lo que más impresiona en todo esto es quizás lo que se podría
llamar la indiferencia (relativa) con respecto a la m uerte. Winwood-
Reade relata la historia de una m ujer akropon, desvestida para la
ejecución que sólo quedó medio muerta: “Ella recobró el sentido y se
encontró yaciendo en tierra en medio de los cadáveres. Se levantó,
lúe hasta la ciudad donde los notables estaban reunidos en asamblea
y les dijo que ella había sido enviada de regreso p o r estar desnuda.
Les pidió entonces que la vistieran apropiadamente y que se la some­
tiera de nuevo a la muerte. Así se .procedió.”31
A propósito de los ashanti, escribió Rattray: “Entre las personas
sacrificadas durante los funerales reales, había algunos que pertene­
cían a la nobleza del país -alto s funcionarios de la corte, parientes y
viudas del rey difunto que, p o r no tener ya ningún deseo de vivir
desde ‘que el gran árbol había caído’, obligaron a sus parientes a dar­
les m uerte, haciéndoles ju r a r que lo harían. Éstos se vieron obligados
a cum plir con esa voluntad sin poder elegir otra alternativa.”32
E n el mismo orden de ideas, Le Herissé recuerda a propósito de
los funerales de los reyes en Dahomey, “que las esposas [del jefe
difunto] que no habían sido destinadas al sacrificio, pedían como
gracia serlo”.:!:i Bowdich, por su parte, describe así la actitud de un
jefe geniano condenado a m uerte, en la víspera de su ejecución:
“Conversaba de buen hum or con nosotros, felicitándose por haber
podido ver hombres blancos antes de morir y cubriéndose las piernas
con un sentimiento de dignidad más que de vergüenza. Su cabeza
llegó a Koumassi el día siguiente de nuestro arribo.”34 Se necesita a

29 P. Kolbe, Reise zum Vorgebirge der guíen H offnung, citado por I. Schapera.
:l° l. Schapera, The Klwisan Peoples o f South Africa, Routlege and Kegan Paul, 1960, p. 162,
N osotros hemos descrito hechos parecidos referentes a los diola del Senegal (Les Diola,
HAN, 1958, t. I).
31 W inwood-Reade, The slory o f the Ashanti Campaign, citado por R. S. Rattray, 1959, pp.
106-107.
32 R . S. Rattray, Religión and Art in Ashanti, Londres, 1959, p. 107.
33 A. Le Hérissé, L'ancien royanme du Dahomey, Larose, París, 1911, p. 100, n. 1.
34 T . E. Bowdich, A mission frnrn C ape cnast castle to Áshanti, Londres, 1819, citado por R. S.
Rattray, 1959, p. 106.
442 LAS A C T IT U D E S F U N D A M E N T A L E S DE A Y E R Y HOY

la vez un ánimo esforzado y cre e r sólidamente en el poder de la vida


y en su necesaria victoria sobre la muerte, para hacer posible tales
comportamientos.
Esta valerosa dignidad ante la m uerte aparece más acentuada to­
davía en la actitud de los viejos que piden que se ponga fin a su
existencia: colmados de vivir y habiendo cumplido a los ojos de to­
dos su misión aquí abajo, los ancianos, al sentirse inútiles, desean
ardientem ente ir a encontrarse con sus antepasados, y posiblemente
reencarnarse (es decir retom ar un lugar en el circuito vital cósmico,
dos m aneras eficaces a sus ojos de reforzarse o revitalizarse). Este
suicidio místico de regeneración al cual accede la comunidad (baños
fríos, abandono en la selva, inhumación en vida) supone evidente­
mente que el viejo tenga una progenitura que le asegure el ciclo
normal de las ceremonias funerarias; pues sin el sacrificio, los prin­
cipios vitales del difunto no contarían con los recursos necesarios
para alcanzar su nuevo destino.35 Un ejemplo particularmente signi­
ficativo y conm ovedor es el sacrificio del Maestro de la Lanza entre
los dinka. Mediador entre la tribu y la divinidad (“La carn e”, símbolo
de vida, de la luz y de verdad) que a veces lo domina, este sacerdote
está encargado de llevarle la vida a su pueblo. Su m uerte natural
equivaldría por lo tanto a un desastre para el grupo. Así cuando el
Maestro de la Lanza siénte decrecer sus fuerzas, insiste en que se le
entierre vivo, y depués de haber reflexionado profundam ente, elige
el m om ento, la manera y lugar de su muerte. Los dinka cavan uña
fosa, depositan en ella a su sacerdote sobre un lecho confortable,
construyen encima una plataform a utilizando despojos de animales,
y por último recubren todo con estiércol una vez que el anciano calla,
pues durante el rito éste no ha dejado de cantar o de prodigar conse­
jos y consuelos. Nadie entre la concurrencia dirá: “ Ha m uerto”, sino
“Está muy bien así”; en efecto, el pueblo se siente feliz porque el
Maestro de la Lanza le concede “vivir sin ser perturbado por el
mal”.36 Según las creencias tradicionales, no se podría concebir
'muerte más fecunda. “El rito que preside a la muerte se funda en la
idea de que la vida de un Maestro de la Lanza no debe levantar vuelo
en el último suspiro: hay que conservarle la vida en el cuerpo a fin

35 El suicidio de los ancianos, si exceptuam os el suicidio sacrificio de regeneración, se vincula a


menudo con el sentimiento del honor. He aquí, resumido, un relato del Senegal: un je fe peul,
noble anciano, habla en ia plaza pública apoyado en un bastón. El bastón se quiebra y produce
un ruido parecido a un pedo. Un pesado silencio cae sobre la asamblea. Entonces el anciano
vuelve a tom ar su bastón, lo rom pe deliberadam ente pero no puede producir el mismo ruido.
Deshonrado, se mata en el mismo Ynomerito.
36 R. G. L ienhardt, Divinity an d experience, The religión o f the Dinka, O xford, 1961.
EL AN CIA N O Y LA M U E R T E 443

de que su espíritu se trasmita a su sucesor por el bien de la com uni­


dad. Es mediante, el valeroso sacrificio de su sacerdote como la co ­
munidad sobrevivirá en tanto que orden racional.”37 O mejor aún,
aquí se establece una distinción entre la “vida individual” del sacer­
dote, que el grupo le retira, y su “vida pública”, que la colectividad le
mantiene y que no debe abandonarlo en el momento de la m uerte
del Maestro. “AI tom ar voluntaria y libremente su decisión de m orir,
el Maestro de la Lanza priva a la m uerte de su incertidumbre en
cuanto a la hora y el lugar. Encuadrada ritualmente por su tumba, su
m uerte voluntaria constituye para todo su pueblo una victoria de la
comunidad. Al afron tar la muerte y abrazarla con firmeza, él le
brinda a su pueblo una enseñanza sobre la vida.”38
No deben situarse en el mismo plano la actitud de los ancianos cjue
exigen la muerte (suicidio sacrificio de regeneración) y la costumbre
frecuente (ya aludida) entre los reyes bantú, que consiste en m atar
ritualmente al jefe que se ha vuelto demasiado viejo y cuyas fuerzas
declinan, sin pedirle su parecer. Pueden aducirse diferentes razones
para explicar esta práctica. La más corrientem ente aceptada reposa
sobre la identidad, cuando menos simbólica, entre el jefe y sus súbdi­
tos (se dice entre los mosi que “el rey se com e a su reino”, y entre los
hadjerai que-el jefe “engulle a los hom bres” , expresiones que e xp re­
san apropiadam ente la idea de incorporación). Si un rey pierde luci­
dez y fuerza, su decadencia produce fatalmente la de su pueblo; por
consiguiente, im porta cambiar de conductor lo antes posible. La se­
gunda interpretación se emparenta con el mito edipiano: “Detrás de
las monarquías africanas, está como siempre lía crisis sacrificial súbi­
tamente consumada por la unanimidad de la violencia tendacional.
Cada rey africano es un nuevo Edipo que debe representar su p ro ­
pio mito desde el comienzo al fin, porque el pensamiento ritual ve en
este juego el medio de perpetuar y renovar un orden cultural siem-

•n M. Dougias, De la Souühtre, Maspero, 1971, p. 188. R. G. Lienhardt, op. cit., p. 298, m ues­
tra que el entierro ritual “está mezclado a través de toda una serie de asociaciones co n un
triu n fo súchil sobre la m uerte y los elementos qu e la ¡> iiv r iic n .
38 M. Dougias, ibid. Prosigue el autor, p. 189: “Cuando el viejo Maestro de la Lanza da la
señal de que hay que darle m uerte, cumple un acto ritual rígido. No tiene nada d e la e x u b e­
rancia de un San Francisco de Asís, que se revuelca desnudo en la basura y le brinda una bu e­
na acogida a su ‘herm ana Muerte’. Pero uno y otro rozan los mismos misterios. Sí hay personas
que todavía creen que la m uerte y el sufrim iento no form an parte integrante de la naturaleza,
tales actos les abren los ojos. Si algunos se sienten indignados a considerar el ritual com o una
lám para mágica a la que basta frotar para ad quirir bienes y poderes ilimitados, el ritual les
m uestra su otro aspecto. Si la je ra rq u ía de los valores se hallaba vilmente materializada, aquí
aparece socavada de m anera dramática por la paradoja y la contradicción.”
LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A YER Y H O Y

pre am enazado de desintegración.”39 De ese modo, no debe dudarse


en ver en el sacrificio del rey el castigo exigido por sus transgresio­
nes, particularm ente el incesto con su herm ana o con su madre,
fuente directa del poder mágico. De todos modos, según esta se­
gunda perspectiva, la idea de que el rey es sacrificado solamente
porque ha perdido su fuerza y su virilidad “es tan fantasiosa como la
que explica el incesto por la pureza de la sangre”.40
Por último, 110 se puede abordar el problema de la m uerte en el an­
ciano africano sin referir, aunque sea de una m anera sumaria, los
rituales de rejuvenecimiento. Si bien, como regla general, no hay que
oponerse al destino, ocurre a veces, especialmente si se trata de un
jefe con poder carismático, que se procura revitalizarlo por un juego
de conductas simbólicas, donde se le da muerte mediante un meca­
nismo de desplazamiento.
Uno de los ejemplos más conocidos es el del Incw ala de los swazi.41
En un prim er momento se aísla al rey en su recinto sagrado, ingiere
las medicinas maléficas y com ete incesto con su herm ana clasificato-
ria, acciones que acrecientan su silwane (ser-como-una-bestia-salvaje),
mientras que sus súbditos salmodian el simono, con el que expresan
su odio hacia el rey y su deseo de expulsarlo. Después se efectúan
simulacros de combate entre el rey desnudo (símbolo de irrisión),
recubierto de pintura negra (símbolo del desafío) y el pueblo (gue­
rreros en arm as que tratan de capturarlo sin conseguirlo). Por último
tiene lugar la muerte simbólica del rey por mediación de una vaca
que el silran r del rey transform a en toro furioso (él la ha tocado pre­
viamente con su varita). Todos los guerreros se arrojan sobre el ani­
mal y lo rematan a puñetazos.
“Esta cerem onia desencadena un mecanismo de excitación cre­
ciente, un dinamismo que se alimenta de las fuerzas que pone en
juego, fuerzas de las que el rey aparece prim ero com o la víctima,
pero después como el amo absoluto. Casi sacrificado él mismo en un
comienzo, y rey oficial luego en los ritos que hacen de él el sacrifica-
dor por excelencia. Esta dualidad de papeles no debe sorprender:
confirm a la asimilación de la víctima expiatoria en el juego de la
violencia en su totalidad.”42
De aquí se desprende un cierto número de ideas fuerzas, entre las
cuales las principales pueden ser éstas: situación privilegiada del an­

39 R. G irard ,L a violence et le sacre, G rasset, 1972, p. 153.


40 Ibid. Véase lo que dijimos del regicidio en la segunda parte.
4r T . O . Beidelm an, Swazi royal ritual, A frica X IV , 1944, pp. 230-256; The Swazi, a south-
african Kingdom, Nueva York, 1964?
42 R. Girard,o/?. cit., 1972, p. 159.
E L ANCIANO Y LA M U E R T E 445

ciano, específica de una civilización de la oralidad, pero siempre en


relación con la situación económ ica del grupo considerado; lucidez y
valor del viejo en lo que se refiere a su muerte, que se explica por los
contactos estrechos que mantiene con los antepasados “vivientes invi­
sibles”, que habitan en el poblado-de-bajo-tierra (por oposición a los
“vivientes visibles”, que viven, como ya dijimos, en el pobiado-sobre-
la-tierra); posición ambivalente del anciano, al que se rodea de vene­
ración y respeto, pero que en un momento dado puede ser abando­
nado en el desierto-, el monte o la selva, condenado a m orir de ham­
bre o a ser devorado, en ese caso prestará com o antepasado servicios
más eminentes todavía; por último, existencia de ritos de rejuvene­
cimiento, ya sea de ritos en que se da muerte realmente o por sustitu­
ción simbólica (chivo emisario).
1 ocios estos datos suponen dos cosas. Por un lado, una cierta con­
cepción de la vida y de la muerte; más aún, “una ‘confusión’ religiosa
entre la vida y la m uerte, o más bien un sorprendente sentido de la
vida, que a los ojos del negro africano no parece realizarse plena­
mente si no es a condición de ser interrumpida por puntos de deten­
ción momentáneos. En lugar de disminuirla y debilitarla, estos mo­
mentos de respiro le confieren nuevo vigor, a tal punto que ia vida,
resulta reforzada y renovada a cada prueba”.43 Por otra parte, una
cierta actitud con respecto a la duración: el recién nacido reproduce a
menudo al antepasado que reencarna (su modelo), mientras que el
recién muerto reencuentra a sus antepasados que lo revitalizarán; o
también, corno ya dijimos, nacer es morir p ara el más allá, m orir es
renacer en el más allá.
El prestigio del anciano se justifica metafísicamente por su proxi­
midad con el hogar regenerador de los antepasados que él repre­
senta y con quienes pronto va a reunirse. Precisamente, lo que se
llama tradición o suma de sabiduría que una sociedad posee en un
momento de su existencia, se convierte en “un medio de com unica­
ción entre los difuntos y los vivos, pues representa ‘la palabra’ de los
antepasados. Form a parte de una vasta red de comunicaciones en tre
los dos mundos, que engloba la ‘oración’, las ofrendas, los sacrificios,
los mitos. En esta relación, la tradición posee una real originali­
dad”.44
Creencias y actitudes: los datos de una encuesta
En una encuesta mediante entrevistas que se realizó bajo nuestra di­
rección y que se publicó parcialmente en 1968, llegamos a tomar en
43 D. Zahan, Religión, spiritualité etpensée africaines, Payot, 1970, p. 79.
44 D. Zahan, op. cit., p. 80.
446 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES D E A Y E R Y HOY

consideración las creencias y las actitudes de los ancianos con res­


pecto a algunos problemas de la muerte, más especialmente los que
les conciernen. Si en el plano de las creencias consideramos la causa
(actual) de la m uerte de los viejos -e s decir de sujetos de 60 años o
m ás-, parece indiscutible que persisten factores mágico-religiosos
(crímenes rituales, ordalía, brujería, maldición de la palabra que
mata, lugar im portante asignado a la falta o al quebrantamiento de la
prohibición). Sin em bargo, y vale la pena insistir en ello, tiende a
prevalecer la noción de muerte natural, es decir inevitable, inscrita
en el devenir de la persona (desgaste de la vejez, ideas de acaba­
miento, de retorno necesario al mundo de los antepasados), aun si
los mecanismos que provocan eí deceso se vinculan con intenciones
malignas (venganza, castigo, por citar sólo las más frecuentes). Hay
un realismo^ sereno, una especie de fatalismo optimista, fecundado
por la esperanza de funerales perfectam ente cumplidos,, es decir
según las exigencias de la costumbre, y por la posibilidad de la reen­
carnación.
Los com portam ientos relacionados con la pena y su oportunidad
confirman los datos precedentes. Por cierto, el dolor de la separación
parece legítimo, sobre lodo por parte de los más allegados, lauto más
que la muerte, fuente de ausencia, es también un tránsito no exento
de incertidumbres. No experim entar dolor es implícitamente confe­
sar que se deseaba la muerte del otro, incluso que se ha participado
en ella. Pero otra cosa es dem ostrar pena, otra cosa es tener derecho
a manifestarla públicamente, sobre todo si el que muere es un hom ­
bre, y con m ayor razón un viejo, y si el difunto desaparece en condi­
ciones óptimas, es decir por “buena m u erte”, cargado de años, des­
pués de haber traído al mundo numerosos hijos y tenido éxito en su
existencia social. Siempre nos impresionó en los funerales la asom ­
brosa dignidad de los viejos, torturados sin duda por la pérdida del
ser querido, pero solemnemente inexpresivos, como si persiguieran
un sueño inalcanzable.
Las reacciones fren te al cadáver se m uestran también significativas.
En porcentaje, los sujetos de más de sesenta años a los que interro­
gamos, ofrecen el panoram a siguiente: alivio o alegría (0%); rep u g ­
nancia o terro r (únicamente en caso de corrupción avanzada, de ros­
tro torturado y de mala muerte) (15%); respeto, sobre todo si se trata
de un muerto em inente (27%); por último indiferencia, prueba a la
vez de un relativo dominio de sí y del sentimiento de lo ineluctable
(58%). Mientras, las cifras entre los más jóvenes fueron, respectiva­
mente: 12, 58, 8 y 22%. La especificidad de la posición del anciano
aparece aquí claram ente. El predominio de la indiferencia no es,
EL ANCIANO Y LA M U E R T E 447

como se piensa con demasiada frecuencia, una prueba de insensibili­


dad o de egoísmo, sino un com portam iento realista u optimista, so­
bre todo si el difunto era un viejo: realista, por cuanto la m uerte es
inevitable; optimista, porque sólo afecta la apariencia (el individuo) y
es sólo una transición (renacim iento probable com o antepasado,
reencarnación posible en un “cuerpo nuevo”).
Era interesante saber también si el anciano del África negra piensa
en la muerte corrientemente, y especial en la suya. También aquí vale
la pena hacer la comparación con los sujetos más jóvenes (40 años y
menos).

M enos de 40 años 60 años y más


Piensan en la muerte

Con frecuencia 1 3 .3 52
A l g u n a vez 5 5.8 36
Raram ente 21.9 11
Ja m á s 9 1

Es indiscutible que las personas de edad piensan más en la m uerte


que los jóvenes, probablemente porque sienten que se aproxim a ine­
luctablemente el desenlace fatal; quizás también porque la edad res­
tringe la actividad y obliga a soportar la introspección lo mejor posi­
ble; o porque es tiempo de preguntarse si la vida ha sido o no exi­
tosa, si hay posibilidades bastantes de tener funerales convenientes
(prestigio, acumulación de bienes, sobrevivientes que hagan los sacri­
ficios).
Hay que señalar que las ancianas piensan más a menudo en la
muerte que sus compañeros masculinos, sin que sea posible dar ra­
zones: ¿sensibilidad más viva? ¿interés mayor por una “religión o r­
ganizada”? ¿“vanidad más desarrollada”? ¿sumisión a las reglas más
duras de la viudez? ¿miedo a la soledad?
Asimismo, parecería que el anciano negro africano estuviera más
atento al hecho de estar muerto que al morir, por más que el tem or a la
mala m uerte está siempre ante sí. Pero en este caso, lo que acapara
su m ente no es tanto la perspectiva del cadáver en descomposición,
sino la incertidumbre de posibles peripecias en el pasaje hacia la an-
cestralidad.
Por ultimo, si los sujetos más jóvenes piensan más en la muerte del otro
(y las mujeres mucho más que los hombres), ocurre más bien lo contra­
rio entre los viejos (pero también aquí la diferencia entre hombres y
mujeres parece indiscutible, siempre en el mismo sentido). También
deben tomarse en consideración las circunstancias o momentos que
favorecen el pensamiento de la muerte: de noche más que de día
(insomnio de los viejos, por supuesto: y ya se sabe que la noche favo­
rece los juegos de la fantasía); si se está sufriendo; si se sienten dis­
minuir las fuerzas, con más razón si se está gravem ente enfermo; en
fin, y sobre todo, ante el deceso de otro, particularmente si es tam ­
bién un viejo. Precisam ente frente a la m uerte del otro es cuando
más se impone la reflexión sobre la propia m uerte (59% de los casos).
Evidentemente, no es cierto que estas actitudes puedan considerarse
originales; más bien parecen tener carácter universal.
En cambio, se diría que los negro-africanos no se impresionan de­
masiado por la brevedad de la existencia (80% de los “más jóvenes”
60% de los “más viejos”), por más que la diferencia entre las catego­
rías de edad reproduce también aquí un dato universal: por estar
más cerca de la m uerte, el anciano se siente en todos sentidos más
frustrado. Se diría que el hombre de África estima que una vida se
mide más por su plenitud que por su duración; pero sobre todo hay
que tom ar en cuenta el ju eg o de las creencias: la m uerte no es un
final sino un pasaje, un renacimiento en el más allá (a menudo
muy próximo) de los antepasados; la posibilidad que éstos poseen de
com pensar la capacidad del poder por la del saber, y la eventualidad
de una reencarnación posible, aseguran que no se trata de la anula­
ción de la vida, sino de su culminación; y en este punto, la experien­
cia de la iniciación aparece como una propedéutica particularmente
eficaz.
En cuanto a la concepción de la muerte ideal, no es posible diferenciar
al viejo de las demás categorías de edad; pero para él, el miedo a
sufrir parece tener menos importancia que el estar en armonía con
los espíritus, los antepasados y los hombres de la propia estirpe. Las
respuestas más frecuentes son: morir en el poblado (pues nada es
peor que morir lejos de los suyos, corriendo el riesgo de no tener
funerales completos y en acuerdo con las costumbres), después de
haber dejado suficientes bienes para los sacrificios e hijos bastantes
para ser sacrificados. A veces se agrega el deseo de no morir durante la
época de los cultivos y las cosechas, no sólo para no perturbar a los
trabajadores, sino también para estar seguros de co n tar con exequias
más solemnes o que congreguen a un mayor núm ero de personas.
Las motivaciones globales frente a la m uerte permiten deslindar
esquemáticamente tres actitudes: muerte esperada, muerte aceptada,
m uerte temida.
EL ANCIANO Y LA M U E R T E 449

2 0 4 0 años 4 0 -6 0 años 6 0 años y más

Esperada 9.5-» 2 6 'l


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A c e p ta d a 13.5J 3(H 63J
T em id a 77 59 11

Las diferencias aparecen muy sensibles entre las tres categorías de


edad consideradas. Se teme tanto menos la muerte cuanto más pró­
ximo se ve el desenlace normal (la m uerte de un viejo es, en princi­
pio, como dijimos, una buena m uerte; con más razón si ha sido un
hombre digno, valeroso y que deja abundánte progenitura) y por
consiguiente se aparece como inevitable.
Además, el par muerte esperada (o por lo menos) aceptada evoluciona
en sentido inverso en su relación con la edad. Lo que parece caracte­
rizar al anciano es ante todo la aceptación (79% de las mujeres espe­
cialmente): por ignorancia o desinterés -m u y ra ro -; por resignación,
fatalismo, necesidad comprendida no desprovista de optimismo, se­
gún dijimos (el térm ino “ nada” no existe en las lenguas negro-
africanas), y es el caso más frecuente. “¿Qué podemos contra la
muerte, gran ley universal?” “¿Q ué podem os contra la m u erte,
puesto que Dios la ha querido?” “¿Por qué el hombre ha de temerle a
la muerte, si ésta va siempre con él?”; o “puesto que no es nada”, son'
todas respuestas que se escuchan con frecuencia.
Por último, puede ocurrir que la m uerte sea esperada, incluso pe­
dida, tal com o lo indicamos anteriorm ente; al sentir su misión con­
cluida, o ante la satisfacción por el éxito alcanzado en la vida, seguro
de la estima de todos, a pesar de su inutilidad actual, convencido de
que se le harán funerales dignos, el anciano espera no sin impacien­
cia el momento de reencontrarse con sus antepasados. Por cierto que
habría que matizar estas respuestas, haciendo intervenir las variables
del sexo y las diversas modalidades del morir.
En cuanto a las razones por las que se teme la rhuerte, citem os por
supuesto el dolor de abandonar a parientes, amigos, seres queridos,
y más especialmente el amor a la vida; se teme a la muerte, en efecto,
porque interrum pe el flujo vital y desorganiza a la vez el equilibrio
de fuerzas y la vida social (se ve en esto un verdadero insulto, que la
doble creencia en la supervivencia y la reencarnación posible no al­
canzan siem pre a atenuar). Recordem os también, entre los otros
motivos, el miedo a la sanción: puesto que se puede com eter una
falta sin haberlo querido y aun sin saberlo, nadie está absolutamente
450 LAS A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y H O Y

seguro de que su vida en el más allá no vaya a ser la de un alma


e rran te y fugitiva destinada a desaparecer. Muy cerca de este argu­
m ento se sitúa a veces la incertidum bre en el más allá, que los miem­
bros de la familia descuiden los funerales o dejen de hacer los sacri­
ficios en el altar de los antepasados, y entonces el difunto se encuen­
tre condenado irremediablemente a una existencia miserable. Por úl­
timo, el miedo a la agonía y a la mala muerte, por supuesto.
De todo esto se desprende que para el negro africano sólo la
m u erte debida a la vejez es la que el anciano espera, la que a veces
hasta reclam a; como también es esperada por el grupo entero. Por lo
mismo, esa muerte produce el m enor número de m uertes temidas y
el m ayor porcentaje de m uertes aceptadas.

Los ancianos en el Africa de hoy y de m añana

1. L as transformaciones socioculturales

T od o lo que acabamos de d ecir se aplica sólo al medió rural tradicio­


nal, donde siguen vivas las creencias religiosas “animistas”, no sofo­
cadas todavía por el cristianismo y el islam. El desarrollo de la civili­
zación urbana (acumulación de bienes más que de hombres, preocu­
pación por la rentabilidad, prim acía del individualismo y de la com­
petencia)'; la instalación de la econom ía monetaria; el establecimiento
de industrias y del trabajo m ecanizado; la influencia de los medios de
com unicación de masas (prensa, cine), y sobre todo de las institucio­
nes escolares que dan p referencia al libro y hacen de ese modo ca­
duca la sabiduría del anciano; las nuevas reglas de la promoción so­
cial que, lejos de fundarse en la edad, parecen por el contrario favo­
recer a los adultos en plena posesión de sus medios, son otros tantos
hechos que ponen un térm ino a la gerontocracia y arrojan dudas
sobre el fundamento aceptable del principio de la mayoridad. La
rebelión de los menores co n tra los de más edad, es decir la destruc­
ción del sistema tradicional del linaje -fo rm a específicamente negro
africana del conflicto m oderno-antiguo-; la desaparición de la civili­
zación de la oralidad; la pérdida de vitalidad e incluso la supresión
de los ritos iniciáticos; el estallido de la familia y la debilitación de la
solidaridad que proviene de ello, explican por qué el anciano urbani­
zado de hoy no puede aspirar al prestigio que se le acordaba al an­
ciano tradicional.
La literatura nos ofrece un retrato muy nuevo del viejo sabio afri­
cano. Así, en Le Roí miraculé, Mongo Beti nos describe así a un viejo
EL ANCIANO Y LA M U E R T E 451

notable, hasta ayer respetado: “Su torso desnudo iba precedido de


un vientre monumental, panza insolente en su desnudez, donde re­
luce la piel que parece que va a estallar com o un tambor, y que se
derram a sobre el taparrabo de gala, sujeto por un nudo inmenso a
las cad eras[. . . ] Él presentaba a la adm iración de las multitudes reu ­
nidas en este poblado, un cráneo perfectam ente liso[. . . ] unos pies
inmensos, más anchos que largos, tal como los llevaban los Essazam,
pero en él la piel de los talones se resquebrajaba en surcos profun­
dos. Se llamaba Ndibini, un apodo que se había ganado por su pro­
digiosa glotonería.”45 A la pregunta “T ú los desprecias ¿verdad?”, el
joven Christ de Mission Terminée, resumiendo el punto de vista de sus
hermanos de edad con respecto a los viejos, respondió: “¿A quién, a
los viejos? No, yo jam ás he despreciado a nadie. A lo sumo pienso a
veces que ellos son tristes, latosos, inútiles, glotones, charlatanes.”46
Es cierto que en encuestas realizadas en el medio urbano, particu­
larmente en Dakar, Abidjan y ívinshasa, se denuncian con vigor el
egoísmo y el individualismo del hom bre blanco; se rechaza com o
“malsana” o “escandalosa” la creación de asilos donde se amontona a
los ancianos, si bien nunca el viejo es abandonado a la indigencia y
la soledad. Pero no se le escucha ya, se cuestiona su sabiduría, se pone
fin a sus pretensiones de hegemonía religiosa, cultural o política, y ya
se le reprocha ser improductivo, costarle caro a la familia, detener el
progreso; y se empieza a hacerle entender que está demás.47 La si­
tuación es aún más crítica por cuanto la m ejor de las condiciones de
existencia (disminución de la mortalidad, alargamiento de la espe­
ranza de vida) aum enta sensiblemente el contingente de la tercera e
incluso de la cuarta edad.
¿Qué repercusiones tendrá este nuevo orden de cosas sobre la
muerte? Todavía es difícil pronunciarse. Por cierto, las costumbres
del suicidio-sacrificio o del suicidio de regeneración, de los que hablamos
antes, parecen destinadas a desaparecer totalmente, y en cualquier
caso están formalmente condenadas. Sin duda, el anciano africano
no teme todavía m orir solo y en la miseria. Pero ya su muerte social
está decretada; se le han sustraído lodos los papeles importantes (reli­
giosos, políticos, educativos) que conservaba hasta ayer.
45 Mongo Beti, Le roí miraculé, C orrea, 1958, p. 131.
46 Mongo Beti, Mission terminée, Correa, 1957, p. 31.-
47 Véase también F. O yono, Une vie de boy, Presscs-Pocket, 1970; Le xdeux n'egre el la médaille,
Julliard, 1955; O. Sem bene, L ’harmattan, Prés. afric., 1964. No es sólo la persona del viejo la
que se cuestiona, sino todo el sistema social. Así Mongo Beti escribe en Mission Terminée: "U n
viejo tenía más posibilidades de disponer de algunas cabezas de ganado que un joven, debido a
un sistema económico, ju ríd ico y consuetudinario jerarquizad o por los ancianos y para los
ancianos” (p. 141).
452 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A YER Y HOY

Al prohibir los ritos iniciáticos, los gobiernos locales le han quitado


al anciano la fuente principal de su prestigio; al suprimir los funera­
les fastuosos por razones de economía, le han frustado su principal
consuelo, y no es cierto que la creencia en el paraíso cristiano o islá­
mico haya compensado su importancia actual para reunirse con sus
antepasados.
A algunos les toca también morir de manera casi anónima en el hospi­
tal, lejos de los suyos, en medio de un panoram a que les es total­
mente extraño e incomprensible, frente a un personal indiferente,
que ni siquiera pertenece a su etnia. En cuanto a las condiciones
sanitarias en que deben vivir, siguen siendo muy precarias a pesar
del aumento del número de médicos: muchos están demasiado dé­
biles como para recorrer a través de la selva el camino que conduce
al dispensario, y pocos tienen con qué pagarse los medicamentos; y
ni qué decir que son muy raros los que pueden seguir un trata­
miento prolongado.
t
2. ¿Una muerte africana invertida?

Por consiguiente, todo un mundo antiguo se desploma. Esto parece


inevitable, sin duda. ¿Pero qué quedará de los valores del pasado?
¿No se asiste ya en África a lo que Aries llama la muerte invertida:
peligro de morir solo, de ser privado de su m uerte, de no poder
prepararla; escamoteo de los funerales,' supresión de las reglas del
duelo y de todas las prohibiciones protectoras que lo acompañan? ¡Y
esto sin la esperanza de una nueva educación del morir! Es así que
en una encuesta que realizamos en febrero-marzo de 1968 en tres
ciudades del Senegal (Dakar, Djourbel, Ziguinchor), obtuvimos algu­
nas cifras que no dejan de revelar la importancia del cambio a que
aludimos:

Diferencia con relación


6 0 años y más a l medio tradicional
Actitudes m (%)

M u erte e s p e ra d a 26 0
M u erte a ce p ta d a 42 -2 1
M u erte te m id a 33 ■+21

Como se ve, prácticamente no hay cambio en cuanto a la m uerte


esperada, aunque las razones aducidas no sean las mismas; hoy apa­
rece más lasitud, más hastío, más nostalgia; la resignación de ayer ha
E L A N C IA N O Y LA M U ERTE 453

perdido lo que tenía de sólido optimismo, mientras que los valores


religiosos nuevos (cristianismo, islamismo), salvo indiscutibles excep­
ciones, no han podido colm ar el vacío producido por la desaparición
del animismo tradicional, y es quizás en el tema de la m uerte donde
el traum a parece más vivo. Por esta razón, entre otras, el anciano
teme hoy más su m uerte que ayer (mientras que los jóvenes nunca la
han deseado tanto, vivida com o un “buen viaje”). Asimismo el an­
ciano la acepta menos, la certidum bre del tránsito no ofrece ya bas­
tantes g aran tías; el sujeto se siente más individualizado (y la
m uerte-destrucción, como él lo sabe desde siempre, golpea ante todo
al individuo). El anciano se siente reducido a su apariencia, y esto lo
vive dolorosamente. Por supuesto que todo esto que registramos en
nuestra encuesta sólo tiene el valor de una impresión, la disparidad
de nuestras muestras y sobre todo su desproporción, nos impide
toda generalización científica y sólo puede tener un valor aproxima-
tivo. Les corresponde a los médicos y también a los psiquiatras del
Africa negra aplicarse lo más rápido posible a esta cuestión.

El A NCIANO Y LA M U E R T E EN O C C ID E N T E

A pesar de la importancia de las publicaciones consagradas al an­


ciano, poco nos dicen, en realidad, de sus reacciones frente a la
m uerte, exceptuando los destacables trabajos de H. Reboul.48
Y sin embargo, el enfrentam iento a la m uerte es la suerte del an­
ciano, ya sea que piense en su propia desaparición, ya que asista di­
rectam ente a la de sus próxim os, especialmente en el asilo o en las
pequeñas aglomeraciones y pueblos (aquí los ancianos se conocen y
se frecuentan). No sólo la sociedad se lo recuerda negándoles toda
com petencia, prohibiéndoles toda actividad im portante,49 sino que

48 - L ’im age de la mort et le vieillissement, doctorado del 3er. ciclo, París, 1971.
- Vieillesse et approche de la Morí, “L’In fo rm . psychiat.”, septiem bre de 1970, p p . 671-S79.
- Propos sur la relatim vieillese-mort, c.lSl., 1971, pp. 127-132.
- Candiales funéraires du vieillard a l’hospice, Rev. Epidém. Méd. Soc. et Santé P ub., 1971, t. 19,
núm. 5, pp, 435-450.
- Le discours du vieillard sur la mort. M éthodologie et résultat. “L ’Inf'or. psychol.” 44, 3pr. trim.,
1971, pp. 75-90.
- Vieillir, Projet pour vivre, Le Chalet, Lyon, 1973.
4a “¿La vida termina a los sesenta años?”, se preguntaba Alfred Métraux en el C o m o de la
Unesco (abril de 1963, año X V I, pp. 20-23), cuando en razón de esta edad se le negaron los recur­
sos necesarios para proseguir sus investigaciones etnográficas en tre los am erindios de la Amé­
rica Latina.
Son num erosos los derechos que se le quisieran negar al anciano. Si se viste a la moda o si se
454 LA S A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES D E A YER Y HOY

ellos mismos parecen estar buscando noticias referentes a la muerte


de sus próximos: es la edad en que la lectura de las crónicas necroló­
gicas en los periódicos se hace cotidianam ente.
Jules Romains, en un célebre artículo (“Carta a un amigo”) apare­
cido en L ’Aurore en ocasión del fallecimiento de F. Mauriac, evoca a
los escritores nacidos como él en 1885: F. Mauriac, mayor que él en
seis semanas, Duhamel, Maurois, ya desaparecidos. Con frecuencia,
el viejo establece la fecha aproxim ada de su deceso com parándola
con la m uerte de otro, pariente, amigo, com pañero de juventud o de
trabajo. H. Reboul50 subraya bien este hecho: “Frangois Mauriac
pensaba m orir a los sesenta, com o M aurice Barres, su padre en
literatura. De igual modo, uno de nuestros amigos considera que
para él será supervivencia vivir más de 65 años, edad en que murió
su padre. Eric Weiser, periodista alemán instalado en París, cuando
alcanzaba los sesenta escribió una obra sobre la lucha contra el en­
vejecimiento, en la que expresa su esperanza de sobrepesar los 82
años (el libro está dedicado a su m adre en su 82 aniversario).”-
Habitualmente, el anciano se deja llevar gustoso por sus recuerdos,
vive y revive imaginariamente las horas faustas de su pasado, tanto
para consolarse de lo que es ahora, com o para darle un poco de
sentido a su vida presente.51 A menos que sus fantasías no le hagan
todavía más penosa su existencia actual: “Yo me sentía a la vez aver­
gonzada y desesperada al ver que el pasado seguía bullendo bajo mi
piel, como las alimañas en una casa abandonada; que ni la mucha
edad ni la resignación servían para erradicarlas, y que sin duda la
muerte misma no lograría matar estos instantes de mi vida que flota­
rían por encima de mí por la noche, tal com o los murciélagos vellu­
dos y chillones, de los q u e [.. .] decim os que reviven los pecados, los
sufrimientos y las lágrimas y la agitación ciega de los que ya no es­
tán.”52
También ocurre que la miseria de la situación presente term ina

maquilla, se lo considera excéntrico; si se vuelve a casar, se lo califica de erotóm ano o de


vicioso; si gasta el d inero, aunque se lo haya ganado en buena ley, sus herederos hacen un
escándalo. L a vieja dam a indigna de Brecht se pone en co n tra de su familia y a los que la rodean.
Es como si se deseara que el viejo de despojara de todo, se volviese !o más discreto posible y
tardara en m orir. En cam bio, se interesan por él e n la m edida en que puede en tra r en el
circuito com ercial: po r ejem plo, las empresas de turism o para la tercera edad, que se m ultipli­
can desde algunos años.
50 Op. cit., 1973, p. 85.
81 Lo que explica la actitud de negación co n respecto al presente (“en mis tiem pos, en
cam bio. . . ”), frecuente en tre los viejos. En el África negra, el parentesco en brom a abuelos-
nietos, resuelve en parte este conflicto de generaciones.
52 S. y A. Schw arz-Bart, op. cit., 1967, pp. 14-15.
EL ANCIANO Y LA M U E R T E 45 5

por abolir el gusto por el pasado: ‘V Por qué todas las mañanas, al
despertarm e, tenía la certidumbre irracional de que toda mi vida se
me ha ido en morir lentamente en tre las paredes inmensas y frías
que nos rod ean ?”, nos confiesa la anciana mulata de Schw arz-Bart.53
Ante la m uerte del otro, especialm ente de sus com pañeros de
asilo, el anciano reacciona de m anera bastante uniforme; es una cu ­
riosa mezcla de pena, de tristeza cuya sinceridad es indudable (a ve­
ces se hace una colecta para “enviarle un ramo”), de cólera (sobre
todo si el moribundo ha sufrido), de alivio (si la agonía fue ruidosa,
si el que m urió estuvo perturbando p o r mucho tiempo la asistencia
del establecimiento), incluso de satisfacción fatalista (“al menos yo
sigo estando, el difunto “va a gozar p o r fin de un.reposo bien m ere­
cido”). Pero es indiscutible que la m uerte del otro se convierte para
el anciano en el punto de partida de fantasías referentes a sus m uer­
tes posibles; a partir de las im ágenes recibidas, desestructuradas y
reestructuradas según sus propias fantasías, el anciano “se prepara
para su proceso de ser-para-la-m uerte”. Así es como hay que explicar
su curiosidad en la materia; quiere sab er cómo vivieron la m uerte sus
com pañeros; sobre todo saber si sufrieron, si fallecieron dignamente.
En cuanto a esto, es lícito preguntarse si es oportuno aislar al m ori­
bundo en una pieza aparte, com o se hace en el asilo. No sólo el qae
va a m orir comprende demasiado el sentido de esa separación, no
solamente experimenta un súbito desasosiego, que amenaza con au­
m entar su angustia si está consciente, sino que también la medida
peijudica a los sobrevivientes que se sienten frustrados, no pudieron
asistir a su vecino o amigo, se han visto privados de una información
que los ayuda a prepararse para bien morir. Tral es quizás el único
consuelo del asilo, por lo menos allí no se muere solo. Pues el an­
ciano siente la certidumbre de que va a morir desde el momento en
que franquea las rejas de la institución, penetrar en este universo
nuevo significa para él el fin de su existencia normal, la ruptura con
todo lo que le había dado un sentido a su vida.
Por o tra parte, desde el ingreso mismo “la posibilidad de la muerte
es encarada oficialmente; en efecto, el informe administrativo que se
elabora en ese momento, y que incluye datos personales del intere­
sado, se completa con un rubro titulado ‘el fiador’ (esta terminología

53 Op. cit., 1967, p. 18.


La novela d e j . Jean-Charles (La mort, m adam e, Flammarion, 1974) describe con m ucha emo­
ción y fin u ra las relaciones del autor con su abu ela, así como la revelación de la m uerte y las
fantasías del después de la muerte. N. Moati n o s revela que al dar a luz, sintió que se convertía
en su m adre (fallecida): “Tuve la impresión d e que yo eras tú encinta de mí” (Mon ejifant, ma
m'ere, Stock, 1974).
>t;s í'.;í« i;.\ M h N i ALES i)E A YER Y HO Y

consagra ya la situación de dependencia social del anciano hospitali­


zado); el nombre, la dirección y la condición del vínculo que liga al
‘íiador’ con el futuro pensionario, permitirán cuando sea necesario,
es decir en el momento en que el estado del anciano no ofrezca ya
dudas sobre su muerte inminente, dar con esta persona más o menos
próxim a para que venga a asistir al viejo en sus últimos momentos, a
reconocer el cuerpo del difunto y eventualmente a proceder a las
formalidades necesarias para su entierro. En efecto, e! reglamento
del asilo estipula expresam ente que el cuerpo del difunto debe ser
reconocido antes de que se proceda a enterrarlo por parte de las
pompas fúnebres. De lo contrario el cuerpo será abandonado, es de­
cir transferido a la Facultad de Medicina, donde servirá p ara los tra­
bajos prácticos de disecciones anatómicas destinadas a la formación
de estudiantes. Esta última posibilidad es vista con angustia por el
conjunto de los internados a quienes se entrevistó sobre el particu­
lar”.54
Y es muy precisamente en el asilo donde se manifiestan las con­
ductas funerarias del anciano. A decir verdad, éste se ve incitado con
frecuencia por el personal, que lo impulsa a adoptar disposiciones
para asegurarse un entierro decente. De ahí la costumbre de deposi­
tar en la oficina de ingreso una suma equivalente a los gastos que
ocasionan cuando menos los funerales más simples,55 a lo que se su­
man en algunos casos suplementos que se aportan más adelante.
Las conductas funerarias -q u e sabemos que son sistemáticas en el
Africa negra (tener reservas alimenticias para sus exequias, preparar
su sud ario)- se encuentran también entre los ancianos no internados
en asilos u hospitales. Esas conductas adoptan diferentes formas:
constitución de un fondo de dinero depositado en caja de ahorro
para pagar los funerales; contra-exequias, particularmente en los Es­
tados Unidos; elaboración de un testamento; paños guardados espe­
cialmente para que sirvan de sudario; adquisición de una concesión
en el cem enterio y preparación del panteón, etc. “A nuestra m anera
de ver, las conductas funerarias no son ni más ni menos que un
cierto núm ero de actos destinados a organizar el final de la persona,
perspectiva dinámica que supera la inhibición provocada por la an­
gustia de esta evolución última [ . . .] Tal m anera de organizar este
después-de-la-m uerte, permite ten er de alguna m anera un poder
postumo. Es lo que expresa con exactitud el término ‘últimas volun­

54 H. Reboul, op. cit., Rev. d’Epidém ., 1971, 19, 5, pp. 437-438.


55 Tod o está dispuesto para que el anciano esté seguro de tener una tum ba personal y
nominal, aún cuando se sepa que la persona no llegará jam ás a conseguirla. Esta costum bre
corresponde a la necesidad (formal) de perpetuar el recuerdo del difunto.
E L A N C I A N O Y LA M U E R T E 457

tades’, destinadas a ser cumplidas sólo después de la muerte. Algu­


nos creerán reconocer en ellas un comportamiento morboso y depre­
sivo; redactar un testamento, establecer las últimas voluntades ¿no
traducirán más bien la dificultad de renunciar a la vida, y un adap­
tarse a la sabia filosofía de la aceptación? Más aún ¿no será el deseo
de manipular todavía a los sobrevivientes, más allá de su propia
m uerte; seguir siendo el jefe, el pastor?”56 A menos que se quiera ver
en esta actitud una supervivencia, la idea de que un entierro no decente
(se ignora lo que liarán los sobrevivientes: o a veces ocurre que el
difunto ha enterrado a toda su familia) perjudica la evolución post
mortem del difunto, al menos en el plano de los recuerdos.5-7
No se puede hablar de las conductas funerarias sin hacer referen ­
cia a la elección de sepultura. Con frecuencia el anciano, salvo que se
encuentre en una indigencia económica notoria o sumido en com ­
pleta senilidad (en cuyo caso no se da cuenta de nada; su vida se
reduce a las exigencias de los impulsos orgánicos), se preocupa de
indicar sus preferencias; ser inhumado en el panteón de la familia, si
lo hay; reposar cerca de su cónyuge ya fallecido o de sus padres (lo
que puede implicar un repatriam iento del cadáver, ya sea hasta el
lugar donde vivía o a su ciudad de origen).
Analizando los registros de fallecimientos en el asilo donde se ano­
tan los lugares de nacimiento, donde se vivía y donde se hizo el en­
tierro, H. Reboul 58 pudo com probar que los dos tercios de los an­
cianos se hizo inhumar en un lugar que tenía un sentido para ellos,
los hombres prefieren reunirse con sus padres en el cementerio natal
(retorno a la tierra madre: m ito de Deméter); las mujeres, quizás en

56 H. Reboul, op . cit., 1973, p. 89. P rever su sepultura es de alguna m anera “organizar o


acondicionar el amor, el afecto .que le tienen los suyos más allá de la m uerte, aun cuando el
viejo se sienta abandonado y desam parado por su allegado vivo”, c is l, 1971, p. 128. U n filme
canadiense conmovedor nos habla de los “ Últimos esponsales” (J. P. Lefebvre).
57 T a l es la idea rectora que hem os señalado a propósito de la m uerte africana, necesidad d e
ten er hijos que sacrifiquen para el que m uere, después de su fallecim iento; acumular bienes
que serán destruidos o repartidos durante las exequias, pues de lo tíbntrario el difunto tendrá
una m ala muerte y se verá imposibilitado d e convertirse en antepasado. No es tanto un rechazo
a acep tar la muerte o un deseo de m anipular a los sobrevivientes, sino un asegurarse su propio
destino y favorecer una excelente imagen distintiva de sí.
58 O p . cit., Rev. Epidém. Méd. Soc. e t San té publ., 1971, 19, 5.
En nu estra encuesta, sobre 250 ancianos de la región parisiense, 133 desearon reencontrarse
con su cónyuge (donde éste estaba en terrad o, o donde lo estará si el encuestado moría pri­
m ero); 3 9 prefirieron retornar a su ciudad natal y reposar cerca de sus padres; 50 se confor­
m aron con que los enterraran en el lu g a r donde fallecieran; 2 8 no manifestaron opinión.
Sobre los 7 5 0 sujetos de la m uestra, 4 10 tenían todavía al padre o a la m adre; en tre ellos, 277
estaban decididos a seguir las últimas voluntades de ese padre o m adre en materia de sepul­
tura, 95 obrarán lo m ejor posible, 3 8 no ten ía opinión.
458 LAS A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HO Y

m ayor medida que los hom bres,59 aspiran a descansar junto a su cón­
yuge (y ellas mantienen las tumbas mejor que los hombres, como
un modo de perpetuar su papel doméstico); y por último son más
bien las mujeres las que aceptan hacerse en terrar en el cementerio
de la com una donde se encuentra el asilo: “prever el lugar de sepul­
tura en un panteón familiar satisface la esperanza de encontrar un
sustituto de comunidad hum ana, familiar o social, de superar así la
soledad tan dolorosa de la vida, para reencontrar a los suyos más allá
de la m uerte. El deseo de tener su tumba bien situada en el cemente­
rio (las avenidas centrales son las más frecuentadas), ¿no es quizás
reclam ar el calor afectivo de los suyos y la diferencia de los sobrevi­
vientes, lo ha mostrado Philippe Hériat en L a fa m ilia Boussardel? De
hecho, todas estas conductas, estos deseos, estas previsiones para
después de la muerte, traducen al mismo tiempo un deseo de no
m orir definitivamente y realizan una proyección del impulso vital
más allá de la m uerte.”60
Se com prueba también que si el anciano internado habla con natu­
ralidad de su m uerte, por enfrentarse frecuentem ente al falleci­
miento de los otros,61 y llega hasta afirm ar que él no la teme, incluso
que la desea, esto no ocurre así con el viejo que vive en su casa; éste
habla más bien de la m uerte con palabras encubiertas: “descanso”,
“viaje”, “partida”. H. Reboul ha analizado muy bien los principales
procedimientos oratorios utilizados por los ancianos, y que son otros
tantos modos de darse seguridad: la generalización, el empleo de
perífrasis, la utilización de clisés, la personificación de la m uerte.62
La generalización reposa en la comprobación de la inevitabilidad
de la m uerte para todos; ello satisface varios objetos: “Empleada

59 Si las m ujeres prolongan su función doméstica ocupándose de la tumba del marido


m uerto, los hom bres en cambio tratan de d ejar asegurada ames de m orir la situación de su
esposa (com plejo de protección); en la mayoría de los casos, ellos esperan que más tarde sus
m ujeres se harán enterrar ju n to a ellos.
60 Op. cit., 1973, p. 90.
61 La m uerte de los otros abarca niveles diferentes. Los ancianos evocan fácilmente el falle­
cim iento de sus padres (sobre todo de las m adres en el caso de las m ujeres), y cuentan incluso
el nú m ero de años que les resta de vida tom ando como referencia la edad en que esos padres
desaparecieron. Los cónyuges y los amigos fallecidos también se convierten para los viejos que
sobreviven en el punto de partida de m últiples fantasías sobre su propia m uerte; y hermanos o
herm anas remplazan a los cónyuges si se trata de solteros. La m uerte de los hijos y nietos es
vivida casi siem pre de manera dramática, ya no es posible prolongarse en ellos, su desaparición
es contraria al orden natural. En fin, es conocid a también la resonancia dolorosa que produce
la m uerte del animal preferido. Sin em bargo, recordemos que algunos viejos, a causa de su
senilidad o demasiado afectados por las desdichas de la existencia, se refugian en un repliegue
autísdeo y viven con indiferencia total el fallecim iento del otro.
62 Op. cit., L ’In f. Psychol., 44, 1971, p. 84 y.s.s.
E L ANCIANO Y L A M U E R T E 459

como tal, la generalización constituye un antídoto contra la angustia


provocada por la perspectiva de la m uerte individual; además, le
permite al individuo que la utiliza efectuar una especie de desvincu­
lación; al neutralizar su angustia, logra trivializar la situación.” De
ahí la frecuencia de los “nosotros” y más todavía de los “se” clara­
mente impersonales (“se debe morir algún día”, “no se puede esca­
par de la muerte”, “todos estamos destinados al mismo fin”).
El empleo de las perífrases poetiza la m uerte y evita hablar de ella
directamente (“él levantó vuelo”, o “partió”, “yo no sé que seré el año
próxim o,63 quizás una mariposa”, L a fantasía de la ligereza de la
m uerte (“vuelo”, “m ariposa”), así tom o la de la suavidad (“ella des­
cansa”, “me voy a dorm ir”) o de partida (“voy a partir para el gran
viaje”) corroboran lo dicho: se trata de contrarrestar la angustia de la
muerte.
Lo mismo se busca con el clisé, que “permite darse seguridad, al
calcar su pensamiento del de otros y entonces sentirse solidario con
las personas de la misma generación. Esto constituye un medio para
escaparle a la soledad y para distanciar en algo el destino individual.”
Tal es el sentido indiscutible de fórmulas estereotipadas como: “No
se puede ser y haber sido”, “morir es el destino de todos”, “no hay
nada que hacer”. Su carácter habitual, impersonal, inscribe de al­
guna m anera a la m uerte en una im agen estable, fija, delimitada, y
ello le pone un límite a la angustia.
En cuanto a la personificación, constituye “un medio de crear un
soporte imaginativo a la representación de la mi^erte en general, y de
la muerte propia en particular. Cabe preguntarle en qué medida no
se produce una superposición de imágenes y si la primera, al alimen­
tar a la segunda, no le procura un cierto asidero” . Circunscrita en los
límites precisos de una persona conocida, se diría que la muerte se
deja aprehender, m aniobrar y seducir más fácilmente. Así, San
Francisco de Asís en las F lorecillas, nos habla de la “h erm an a”
m uerte. Igualmente F. Mauriac, al evocar a los 74 años el falleci­
miento de su m adre, nos habla de la m uerte que nos avisa que la
hora ha llegado tocándonos el hombro: “Me dirijo a la criatura que
sabía que mañana, que esta noche quizás, una mano tocaría su hom ­
bro -éste sería un signo apenas perceptible, como el de alguien que
le dijera en voz baja: levántate, es la hora.”64 En una perspectiva

63 La perífrasis proviene en parte del tabú: “Al no nom brar al muerto como tal, no se lo
toca”; y la perífrasis perm ite “atribuirle un nombre a la m uerte”, así como en el África negra se
le cambia el patroním ico al difunto a fin de p o d er evocarlo, ya que el tabú sólo afecta al
vocablo anterior.
64 Ij's memoires intérieurs, Flamm arion, 1966, p. 3 6 . Es curioso, subraya H. Reboul, que tres
460 LAS A C 'i'IT U D tS i'L,»\i/A M tN 'lA LES 1)£ A ii-.K i ín iY

poética y sumamente tranquilizadora, una imagen maternal sustituye


así a la de la guadañadora descarnada y angustiante de la iconografía
vulgar. El simple hecho de que la imagen de la muerte nos remita a
la mujer (madre, esposa o hermana) confirma esta manera de ver.
Por último, la misma aspiración (liquidar la angustia) se encuentra
en las concepciones dinam ogénicas por excelencia, la asociación
muerte-viaje por oposición a la “estática letal”, la representación que
el anciano se da de su cuerpo en el después de la muerte como joven
o renovado, con frecuencia ligero, celeste, aéreo, etcétera.
Com o subrayaba muy bien E. Morin, en rigor sólo se puede hablar
de m uerte en términos de vida. Por eso, com o ya dijimos, resulta
imposible la vivencia de la nada en que consistiría la muerte; incluso
la expresión “morir su m uerte” parece vacía de sentido. Es proba­
blemente por una razón parecida (hacer como si la muerte no exis­
tiese) que el anciano desea ser enterrado en la mayoría de los casos
con su cónyuge (lo que se refleja en las concesiones de dos plazas por
30 años). El célebre complejo de Filemón y Baucis simbolizados por
el roble y el tilo que entrelazan sus ramas, expresa adecuadamente
esta exigencia de seguridad: la unión en la vida se prolonga en la
unión después de l£ m uerte.
Esta primacía de la afectividad (tranquilizarse, manipular a los vi­
vos) ¿expresa en el viejo la angustia de la m uerte? Si volvemos a las
encuestas que antes citamos, podemos elaborar el siguiente cuadro:

Viejo africano Viejo africano en Viejo de la


Actitud tradicional medio cambiante región parisiense
(%) (%) (%)

M u e rt e e sp era d a 26 2(5 24.8


A ceptada 63 42 36
T em id a 11 33 3 9 .2

No le debemos aco rd ar a este resultado un interés excesivo. Las


escalas de dimensión diferente y las probables variaciones de conte­
nido de las expresiones (m uerte esperada, aceptada, temida), que se­
ría necesario precisar m ejor, inducen a creer que el cuadro anterior
sólo tiene un alcance relativo. Y aunque la ausencia de respuestas de
la ancianidad francesa ruralizada limita el alcance de la comparación,

años después Mauriac se fracturara el hom bro y no se repusiera nunca. Lo cierto es que en el
Fígaro Littéraire del 15 de noviemhre d e 1969, él retomará la misma imagen, esta vez po r su
propia cuenta.
E L ANCIANO Y L A M U E R T E 461

vemos de todos modos en qué sentido se cumple la evolución; la


muerte se vuelve cada vez más temible y cada vez menos aceptada.
Tal com o lo h a subrayado Simone de Beauvoir,65 hay viejos que
aspiran a m orir, estimando que su misión está cumplida, que ya no
tienen nada más que esperar de la existencia y que quieren liberarse
de lo que antes se llamaba la satietas vitae. “Gide no aceptaba d edicar
el final de su vida a reiterarse, a m achacar sobre lo ya dicho. Sabía
que no tenía más nada que decir ni que descubrir. El 7 d e septiem ­
bre de 1946 escribió: ‘Creo ser sincero cuando digo que la m u erte no
me espanta demasiado.’ Y a los 80 años, en Aind soit-il: ‘ Mi inape­
tencia íísica e intelectual ha llegado a ser tal, que ya no sé qué es lo
que me mantiene vivo, como no sea la costum bre de vivir. Estoy to­
talmente resignado a la muerte’.”8 Por su parte, decía Churchill a los
80 años: ‘Me da lo mismo morir. Ya he visto todo lo que había que
ver’. Tomada literalmente, esta frase es estúpida: Churchill no había
visto el mundo del mañana. Parecería com prenderse m ejor a Casa-
nova cuando se quejaba de ser expulsado antes de que term inara el
espectáculo. Pero en rigor es Churchill quien tenía razón, pues se­
rían sus miradas viejas las que se pasearían por ese mundo nuevo, él
lo captaría desde las perspectivas que fueron las suyas, no co m p ren ­
dería lo que no hubiera podido asimilar a lo ya visto; el resto se le
escaparía.”67
Hay también viejos a quienes la m uerte aterroriza. Ya citam os el
ejemplo de B eren ger, el héroe de la pieza de Ionesco. S. de Beauvoir
recuerda el caso de un hombre de 91 años, rico, activo, céleb re, ca ­
sado con una m ujer muy joven, que cada noche al acostarse exp eri­
mentaba una angustia atroz. “Él la expresaba preguntándose en qué
se convertiría su m ujer cuando él m uriera. Sabía bien que p o r ser
joven, bella, dotada de fortuna, ella lo lloraría sin duda, y que su
porvenir estaba asegurado. Pero en verdad era por él mismo por
quien temblaba. Sin embargo los psiquiatras afirman que la m uerte
no obsesiona al anciano, si éste no le tenía desde antes un miedo

65 Lavieillesse, op. cit., pp. 468-471.


“Sin embargo, hay tam bién muertes lúcidas y apacibles: cuando física y m oralm ente se ha
extinguido todo deseo de vivir, el anciano prefiere un sueño eterno antes que la lucha o el
tedio cotidiano. La prueba de qu e en la vejez, la m uerte no aparece como el peor de los m ales,
es el número de ancianos que deciden ‘term inar con la vida’. En las condiciones a que la
sociedad de hoy somete a la mayoría de los viejos, sobrevivir es una prueba inútil y se com ­
prende que muchos elijan acortarla.” Los suicidios de los ancianos no son siem pre lúcidos,
algunos provienen de la desesperación, de la miseria, del rechazo a la decadencia física. In ú til
recordar que el suicidio-regeneración es ignorado p o r el occidental.
6B “Es tiempo de que m e vaya, dijo Fontenelle, pues com ienzo a ver las cosas tal com o son.
67 S. de Beauvoir, 1970, p. 468.
462 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE A Y E R Y HOY

morboso. Los hechos clínicos dem uestran que, como ocurre con los
otros neuróticos, la obsesión de la m uerte tiene sus raíces en la infan­
cia y adolescencia. Con frecuencia se vincula con sentimientos de
culpa; si el sujeto es creyente, se imagina con terror que va ser arro­
jado al infierno.”68
Este miedo a la m uerte puede significar dos cosas, a veces coincide
con un am or ardiente a la vida, sobre todo en los viejos dinámicos en
perfecta posesión de sus medios, o que encuentran súbitamente un
sentido a su existencia -v éase sobre este punto el excelente filme de
R. Allio, L a vieille dame indigne-;™ pero otras veces, por el contrario,
el miedo a la m uerte, prolonga el miedo de vivir: “Al igual que los
padres, no son los esposos ansiosos los que aman más, sino los que
experimentan una carencia en lo central de sus sentimientos; las gen­
tes que no están bien consigo mismas son los que rumian más asi­
duamente su m uerte. Y no hay que cre e r que los que la llaman .a
gritos, com o Lam artine, la desean verdaderam ente; al hablar de ella
sin cesar, lo que revelan es cuánto los obsesiona.” 70
En los dos casos, y sobre todo en el segundo, es el miedo a m orir el
que parece imponerse sobre todo, mucho más sin duda que el miedo
a la m uerte. Y muy especialmente, com o ya dijimos, la obsesión de
morir solo, miedo a ser dejado sin cuidados, a no ser atendido a
tiempo (m uerte prem atura), tem or de ser encontrado -sob re todo
entre las m u jeres-71 en estado avanzado de descomposición (mal re­
cuerdo que se le deja a los otros). De ahí la existencia de un código 72
destinado al vecindario (ventana cerrada, trapo en el balcón, esco­

68 Ibid, p. 469.
69 Este filme utiliza el mismo título de la obra de B rech t (en Histoire d'Almanach, París, 1961).
La sociedad qu erría que el anciano desapareciese lentam ente en una noche de invierno, en la
soledad de su cama. La heroína que debía ir al cine esa noche, muere sentada en su sofá cerca
de su jov en amiga, m ientras que miraba por la ventana lo que pasaba en la calle.
70 S. de Beauvoir, p. 469.
Véase también L a mort et le buche ron de La Fontaine. Igualmente, un tío en nuestra familia
acaba de cum plir 81 años; desde la edad de 6 0 nos habla de su “m uerte-liberación”; dice que la
espera ‘‘con impaciencia” pues “la vida no vale la pena de ser vivida”. Y sin em bargo lo ator­
menta el miedo a m orir, como lo prueba al prim er resfrío.
La m uerte desesperada de la superiora que nos describe Bernanos (Diálogo de las carmelitas):
“He m editado en la m uerte a cada hora de mi vida, ¡y ahora no me sirve para n a d a ![. . .] Yo
sólo puedo d ar ahora mi muerte, una muy pobre m uerte” (op. cit., V, 1961, pp. 5 6 -6 0) nos
demuestra que aún el cristiano convencido puede ser tomado desapercibido cuando se pre­
senta la m uerte.
71 Estar bella en la m uerte es un frecuente ideal fem enino. De ahí, por ejem plo, la elección
de un vestido que se deja aparte con esc fin.
7í Código de eficacia relativa (en el caso de brusca hem orragia cerebral, por ejem p lo), pero
cuya existencia basta para tranquilizar.
EL ANCIANO Y L A M U E R T E 463

bazo en el techo), el deseo de ten er teléfono (la madre de S. de


Beauvoir estaba obsesionada por la idea de morir antes de obte­
nerlo), o, a pesar de cierta hostilidad, la determinación de ir al
asilo.73
- Varios temas se asocian a esta idea penosa de la muerte, el frío del
invierno (esta evocación está sobredeterm inada: invierno mortífero
+ frío de la muerte), la oscuridad y la noche (noche de la muerte,
oscuridad de la tumba, pérdida del sentido), la posición acostada
(lecho de muerte, imagen del yacenLe), el sueño (la resistencia o la
imposibilidad de dormir traducen a menudo el miedo a m orir), la
vida vegetativa (miedo de perder contacto con la realidad, la curiosi­
dad bien conocida del viejo podría ser un medio de evitar el adorm e­
cimiento animal, preludio de la agonía). Estas actitudes no aparecen
sin ambivalencias; un viejo pretendía que morir en su cama es la
muerte ideal, pero se negaba a acostarse por miedo a que la muerte
lo sorprendiera así (y entonces dorm ía sentado en un sillón) y se
dedicaba a multitud de tareas (se m uere mejor si se está activo, nos
explicó un día un octogenario).
Al co n trario del anciano n eg ro-african o , que frecuentem ente
quiere con ocer el día y la hora de su fallecimiento, el anciano occi­
dental prefiere quedarse con la incertidumbre. “Si el desenlace fuera
fijo e inminente, en lugar de perderse en una vaga lejanía, la actitud
del anciano no sería por cierto la misma. Eurípides subraya en Alcente
que los viejos se quejan de su condición y pretenden desear la
m uerte: pero llegado el momento tratan de encapar a ella. El padre
de Admetis se niega furiosamente a descender a los Infiernos en
lugar de aquél. Tolstoi viejo decía que le era indiferente morir, pero
Sonia se impacientaba con los, cuidados que tomaba por su salud.
‘Todos los ancianos se aferran más a ia vida que los niños, y salen de
ella de muy mala gana’, escribe Rousseau en las Réveries. ‘Y al final
ven que todo lo que hicieron en bien de esta misma vida fue perder
el tiempo’ . Hay cierta picardía en esta observación, pues Rousseau
pensaba que hay que disfrutar del presente y no sacrificarlo a un por­
venir que la nada se devorará. Además, no es ci despecho por haber
trabajado en vano el que hace que el viejo deteste la m uerte. Y este
rechazo no es universal. Pero lo cierto es que buen número de ancia­
nos se aferran a la vida aun después de haber perdido todas las ra­
zones de vivir. Yo describí en Une morte tres douce cómo mi madre de

74 La prensa parisiense relató ei caso de un viejo que fue descubierto en la cama varios
meses después de su m uerte, en su casa ele los alrededores. Se descubrió su desaparición el día
en que, j>or estar vacía su cuenta haucaria, no pudieron efectuarse ios descuentos automáticos.
-101 I.AS A C T IT U D E S FU N DA M EN TA LES DE A V ER Y HOY

78 años se aferró a la vida hasta su último suspiro. Es entonces la


condición biológica del sujeto -lo que se llama con palabra vaga su
vitalidad- la que decide de su rebeldía o de su consentimiento. Al
revés de mi abuela, que sintió como un descanso el abandonar este
mundo, mi m adre, aunque era tan creyente como ella, le tuvo a la
m uerte un miedo animal. Muchas personas de edad tienen miedo, y
tener miedo es realizar en su cuerpo el rechazo a morir. Lo que a
menudo suaviza la m uerte de los viejos es que la enfermedad ha
term inado por agotarlos y que no se dan cuanta de su llegada.” 74
Esto nos lleva a p lan tear el problema del pensamiento de la
m uerte. Consultemos de nuevo los datos de nuestra encuesta (con las
mismas reservas ya indicadas).

Actitudes Viejos cfeI África negra Viejos parisienses


(%) ' (%)
P iensa a men udo 52 48
Piensa a veces 4 36 30
Piensa ra r a m e n te 11 16
N o piensa j a m á s 1 6

¿Debemos extraer la conclusión de que el anciano occidental, aun­


que piense frecuentem ente en la muerte, trata de borrar la imagen
(le ésta en mayor medida que su congénere del África negra? No
podemos asegurarlo en términos absolutos, p o r más que la diferen­
cia de edad es sensible (+ de 60 años en Á frica; 70 años y más en
Francia); por otra p arte, los contenidos de este pensamiento de la
m uerte no son idénticos en las dos situaciones.75

74 S. de Beauvoir, op. cit., 1970, p. 470.


75 S. de Beauvoir recuerda algunas respuestas dadas por los pensionistas de una residencia
c n r o . He aquí algunas: “tendrá que llegar e l día”, “cuando no pueda respirar más, será una

liberación”, “cuando tengo ideas negras, pienso en la m uerte”, “más vale m orir que sufrir", “ se
vive para m orir”, “algunos piensan en la muerte, pero a mí no m e impresiona”, “yo no pienso;
estamos aquí para dejarle el lugar a otros”; “yo ya me com pré una tumba”, “sabemos que se
d ebe m orir”; “yo pienso en la m uerte a menudo: para mí sería una liberación”; “yo no pienso
en ello; todos mueren”; “así es la vida: la muerte es la continuación de la vida. Se piensa en ella
cuando estamos deprimidos” ; “no hay que saber cuándo se va a m orir”; “ya llegará el día”; “yo
pienso en la muerte desde q u e estoy aquí; en la ciudad pensaba menos. Yo no quisiera que se
prolongara, no quisiera su frir”; “yo pienso a menudo”; “ricos o pobres, a todos nos llega: así es
la vida”; “la muerte entristece. Hay personas que murieron en esta casa y eran más jóvenes que
yo”; “no hay más remedio qu e afron tarla”. “¿En qué medida estas respuestas son sinceras? El
sujeto puede mentir por pudor, o para ocultarse a sí mismo su ansiedad, o para dar una buena
imagen. Pero su coincidencia es significativa. La muerte parece preferible al sufrimiento. Se la
evoca cuando se está deprim ido: no parece que sea la d epresión la que lo provoca, sino más
E L ANCIANO Y L A M U E R T E 465

Ya que la m uerte es inevitable, que sea lo menos absurda posible. Por


esto, en la casi totalidad de las culturas, la muerte de un anciano se
acepta como “norm al”, y es posiblemente deseada, sobre todo -co m o
es el caso del negro africano- si no constituye un término, y si en
cambio un pasaje para/hacia un renacer. Al menos al anciano no le
han robado su tiempo; pudo vivir, pudo plasmarse a sí mismo y ante
los otros. Ciertam ente, quizás no pudo o no supo desarrollar todas
sus posibilidades, cumplir todo lo que habría podido o debido hacer.
Sin duda no tuvo siempre el fin que m erecía, la muerte que debió ser
la suya. Pero ha durado, se ha cum plido. Y aun cuando en algunos
viejos se llega a realizar el sueño de Metchnikof: entrar en la m uerte
con resignación y serenidad (esto parece caracterizar al p atriarca
negro-africano), los más se aferran a su existencia, aunque sea mise­
rable; no m ueren fácilmente, o por lo menos multiplican las fantasías
que los tranquilizan, y mediante el lenguaje que emplean, m ediante el
juego de conductas funerarias que practican, preparan su después
de la m uerte en el plano de lo im aginario. Si son creyentes, esperan
en Dios; si no lo son, pueden sobrevivir en sus obras o en el recu erd o
que dejan de sí, no tanto cómo individuos sino como par (sobre este
punto hay confidencias conmovedoras de Aragón y de Elsa T riolet).
No sólo la sociedad capitalista debería reconsiderar la suerte tan
poco envidiable que le reserva al anciano, y evitarle en todo lo posi­
ble una vida degradada que es una profanación, sino también ayu­
darlo a bien m orir. “Para los nonogenarios, el médico debería ser
sólo el partero de la muerte, pronto a asir la primera ocasión favora­
ble. Antes, la edad era obligatoriamente sancionada con el crim en o
el suicidio. Los hiperbóreos debían arrojarse de un acantilado y los
visigodos de una roca, los bataks tenían que colgarse de una ra m a de
árbol, hasta que acababan por caer. ¿Term inará la humanidad por
reinventar estos procedimientos, humanizándolos? ¿R econstruirá
para otros ‘clientes’ las cámaras de gas de Hitler, en beneficio de una
sociedad mundial despolitizada? Yo no lo deseo, y además m i visión
no llega tan lejos. Sólo trato de aclim atar esta idea de que el hom bre
prosiga su esfuerzo milenario por introducir un poco de justicia en el
desorden de la naturaleza, y quiera eliminar los atentados más cru e ­
les a la dignidad del hombre: los que resultan de la decadencia y del

bien la que la revela en su amenazante absurdidad cuando el presente se aparece siniestro.


Entonces la m uerte ya no preocupa. La preocupación con la muerte aparece ante realidades
bien definidas y que se nos escapan: la salud, el dinero, el futuro próximo. L a m u erte es de
otra especie. Desde que constituye un irrealizable, ella aparece como una perspectiva vaga e
indefinida. Su fatalidad es vista desde fuera. ‘Ricos o pobres, a todos nos llega’. Se piensa en
ello sin llegar a pensarlo” (pp. 469- 470).
466 LAS A C T IT U D E S F U N D A M EN TA L ES DE A YER Y HOY

dolor extrem os . Con toda justicia han sido condenados al oprobio los
campos de concentración de los Estados totalitarios. Pero hay un
‘cam po’ perm anente, el de los postrados. Ellos no están en condicio­
nes de defenderse ni tienen quien los represente. Debemos pensar
por ellos.”76

Así, las actitudes frente a la m uerte, al muriente, al anciano que va a


morir, al cadáver, al difunto, se nos muestran prodigiosamente com­
plejas, y en la mayoría de los casos parecen pasibles de un análisis
individual. Sin embargo, algunos temas generales se pueden deslin­
dar, por un lado el miedo a la m uerte, y sobre todo al m orir, y su
repercusión sobre el producto, que es el cadáver, o el difunto; y por
el otro la necesidad de trascender este miedo en el plano de lo ima­
ginario y de la fantasía.
T oda una serie de creencias míticas ayudan a aceptar la muerte
individual, desplazando de alguna m anera el deseo de inmortalidad
hacia otro sistema en el que participamos. En efecto, creemos sobre­
vivir: en nuestros hijos, por la herencia y la educación; en nuestras
obras, que nos inmortalizan; en los rasgos imperecibles que dejan
una época o una civilización (de ahí la práctica de las “cápsulas del
tiempo” que se entierran profundam ente). Pero el hombre de hoy ha
reconocido la vanidad, o por lo menos la insuficiencia de tales creen­
cias.77 En cambio, Occidente nos propone una auténtica negación de la
muerte. La mortalidad no es, o no es ya, un atributo necesario del
hombre; la fórmula “el hombre es m ortal” deja de ser un juicio sinté­
tico a priori. El hombre muere -e s una comprobación em pírica- por
accidente, p o r descuido, porque no se han seguido ciertas prescrip­
ciones u obedecido ciertas reglas, o porque la ciencia no ha encon­
trado todavía el medio de cu rar todas las enferm edades, y particu­
larmente la vejez.
Pero tenem os buenas razones para creer -afirm an estos racionalis­
tas de nuevo cu ñ o - que estamos en el camino que conduce a la amor-
talidad terrestre: retroceso de la tasa de mortalidad, alargamiento
(por cierto que limitado) de la esperanza de vida; progresos “ilimita-
76 A. F abré-L uce, op. cit., 1966, p. 239. A grega el autor: “El esfuerzo por sobrevivir se ha
llevado demasiado lejos; hasta el punto en qu e la tentativa pierde todo interés. La sociedad
futura tendrá que reglam entar un ritmo, situar el desenlace de la m uerte más lejos del término
demasiado próxim o que marca la selección natural, pero antes del desenlace total, así como la
sociedad está ya en vías de instaurar, entre el sim ple porcentaje de recambio y la fecundidad
máxima, el ritmo de reproducción más favorable a su progreso” (p. 242).
77 El filme de A. Jodorowsky, La montaña sagrada muestra cruelm ente la vanidad de todo
proyecto de alcanzar la inm ortalidad; el hom bre reen cuentra en él la certidum bre de su
muerte.
E L ANCIANO Y LA M U E R T E 467

dos” de la medicina, de la cirugía, de la técnica en general. Los más


audaces (habría unos veinte en los Estados Unidos) se han hecho
criogenizar, esperando que algún día se pueda cu rar el mal del que
han m uerto, y entonces será posible resucitarlos.
Con esta negación de la muerte se asiste por lo tanto a la supresión
de la m uerte natural o m uerte ontológica; no se muere más, se
muere solamente de algo.78 Así el hom bre, para defenderse de la
angustia de la muerte, ha pasado “de un mecanismo de defensa neu­
rótica, el desplazamiento, a un mecanismo psiquiátrico, la negación.
Esta es una actitud totalmente diferente con respecto a la realidad,
que en el prim er caso es transform ada, pero negada en el se­
gundo”. 79 El negro-africano se em parenta con el primer proceso al
aferrarse a las virtudes de los símbolos, y no ilusionándose respecto
de los límites de su poder. Al contrario, el occidental se sumerge en
lo imaginario del rechazo: evita sistemáticamente reconocer la reali­
dad de una percepción traumatizante, y en ello consiste precisa­
mente la negativa. Su ilusión es dramática, por no fyarle ningún lí­
mite a su poder, se cree amo de la vida y de la muerte; cuanto más
experto se muestra en el arte de m atar, más supone que gobierna la
vida y vence a la m uerte. Las consecuencias de semejante mutación'
son difíciles de apreciar, pues se está produciendo en estos m omen­
tos, “pero es indudab'e que se podría encontrar una explicación a
numerosos problemas que hacen la vida inviable, si se los volviera a
situar en este sistema de explicación” .80
A parece aquí otro punto de importancia capital: la necesaria refe­
rencia a la idea de poder. Poder de la muerte, ciertamente; a la vez de
destrucción, de ausentificación y de transfiguración; y más todavía
-al menos en la óptica negro-africana- poder de los muertos, y de los

78 Esta negación de la m uerte ontológica aparece claram ente en S. de Beauvoir: “Pero no es


así. No se m uere de haber nacido, ni de haber vivido, ni d e vejez. Se muere de algo. Saberse
sentenciada a un final cercano en razón de su edad, no atenuó la horrible sorpresa: tenía un
sarcoma. Un cáncer, una em bolia, una congestión pulm onar: es tan brutal e imprevisto como la
detención de un motor en pleno cielo [. . . ] No hay muerte natural: nada de lo que le ocurre al
hombre es nunca natural, puesto que su presencia cuestiona al mundo entero.” Une mort tres
douce, op. cit., 1964, pp. 151-152.
La misma idea aparece en E. Ionesco, en sus Entretiens con el Bonnefoy: “Term iné por
com prender que se muere porque se ha padecido una enferm edad, porque se ha sufrido un
accidente, q u e siempre la m uerte es accidental, y que preocupándose mucho de no enferm arse,
de portarse bien, de ponerse su bufanda, de tom ar todos los remedios, de cuidarse de los
automóviles, no se muere ja m á s .” La imagen del desperfecto mecánico se menciona con Ire-
cuencia. Véase Y. Stourdzé, “Panne, usure et m ort”, en Organisation, anti-organisation, Repéres,
Mame, 1973, p. 83 y ss. Véase también Ch. Delacam pagne, op. cit., 1974, p. 276 y.o.
7S R. M enahem, op. cit., 1973, p. 60.
811 R . M enahem, ibid. Véase N. Versluis, op. cit., 1971.
468 LA S A C T IT U D E S FU N D A M EN TA L ES DE AVER V HOY

antepasados, omnipresentes en el poblado. También poder de los


hombres: del enfermo-muriente, que no cede ni a la seducción, ni al
chantaje, ni a la amenaza; del médico, que es un poder/saber deciso­
rio: puede cu rar, y si no lo logra le queda el poder-derecho de oficia­
lizar el deceso; poder de la sociedad, que gobierna la vida y la muerte,
le prohíbe al sujeto matarse, o por el contrario exige de él que lo
haga (por el honor, por la patria), y condena a muerte, y multiplica
las guerras.81
Este poder, a pesar de las apariencias, es siempre el de borrar la
angustia del m orir; pero presenta aspectos diferentes: lucha contra
la muerte, furia de m atar, adquisición de un suplemento de vida. El
encarnizamiento de los hombres por conquistar una parcela de po­
der (financiero, político) no se explica únicamente por la búsqueda
del confort o la fascinación del prestigio, sino más bien por la necesi­
dad imperiosa de acum ular vida, por lo tanto de alejar la m uerte. La
idea intensamente arraigada en las creencias de que es norm al que el
pobre m uera, mientras que es injusto que muera el rico, proviene de
la fantasía de que el rico tiene com o un suplemento de vida, y no el
pobre; y sobre este punto, ricos y pobres piensan de modo parecido.
El com portam iento hacia el anciano se explica de la misma manera,
ha agotado sus reservas de vida, no tiene otra cosa que h acer sino
morir, y se lo hace sentir claram ente; en el África negra, la pérdida
de vitalidad de la oralidad le quita al patriarca todo poderío vital
sobre el grupo y por esto el anciano urbanizado de Dakar o de Abid-
jan camina hacia un destino de tipo occidental. Frente al que cuenta
con el poder político, por oposición al que no lo tiene, el grupo
aplica el mismo razonamiento; la m uerte de un sujeto es una exigen­
cia estadística; la del líder, un accidente vivido como catástrofe (el rey
Berenger de Ionesco está dispuesto a sobrevivir de cualquier ma­
nera, ¡aunque se a costa de todos sus súbditos!).
Como se ha indicado, quizás porque la mujer es menos ávida de
poder, tiene en ella menos im portancia la necesidad de “probar má­
gicamente su inmortalidad”: “la función de dar la vida es un rease­
guro suficiente y bien real, una garantía de supervivencia que hace
inútil la conquista del poder”.82
Esta referencia al poder nos perm ite matizar la com probación so­
bre la que reposa nuestra tesis, es decir, la oposición entre las socie­
dades negro-africanas, que parecen haber resuelto el problem a de la

81 Remitimos al lector al notable estudio de E. Enríquez, Le pouvnir et la morí (T opk¡ue 11-12,


i’i i-, 1973) y a su distinción en tre el poder perverso y el poder paranoico, pp. 147-193.
H'¿ R, Menahem, op. cit., 1973, p. 99.
E L A N C IA N O Y LA M U E R T E 469

angustia de la muerte, y las sociedades occidentales que fracasan en


ello. Nosotros ya reconocimos que no hay aquí ningún determinante
biológico o racial, sino más bien una diferencia socioeconóm ica
(modo de producción sucesoria o agroservil/modo de producción
capitalista monopolista de Estado), que se traduce culturalmente por
la oposición: sociedad de acum ulación de hombres/sociedades de
acumulación de bienes. En la prim era, el poder técnico es débil (re­
traso de las fuerzas productivas); y está sobrecom pensado por el
ejercicio de un ritual simbólico, donde de lo que se trata es del equi­
librio Vida/Muerte, o más exactam ente de las parejas nacimiento
uterino/nacimiento iniciático, m uerte biológica/renacimiento simbó­
lico, mientras que el individuo sigue siendo ante todo miembro del
grupo, incluso de varios grupos a la vez.
En el segundo, se cree en la omnipotencia de la técnica, que per­
mite y permitirá más adelante dominar tanto a la m uerte com o a la
vida, sin preocuparse de que la técnica, al convertirse en un fin en sí,
condicionada por lo económ ico,83 por lo tanto a su servicio, termina
por volverse contra el hom bre mismo. El pasaje del desplazamiento a la
negación ha obligado al occidental a trocar lo simbólico por un imagi­
nario infinitamente más pobre y menos eficaz, punto sobre el que
volveremos. Además, la desocialización (pasaje de lo comunitario a lo
familiar para co n d u cir al aislamiento individual en la desacralidad:
“cada uno para sí y Dios p a ra nadie”), impide que el grupo pueda
hacerse cargo de la angustia en su integridad. ¡H ay un gran trecho
entre el linaje que protege m aternalm ente, brinda seguridad al en­
ferm o, lo libera de sus obsesiones, y la burocracia esquizoide del
hospital californiano!
P o r detrás de la unidad/universalidad del hum ano, el mismo en
todas partes, los condicionamientos económicos, sociales y culturales
83 “La evaluación constante del sector hum ano de las fuerzas productivas disponibles no es
fundam entalm ente diferente de la que reg u la las grandes masacres toleradas o fomentadas por
las sociedades burguesas del siglo xx. L a s dos grandes guerras ilustran un fenóm eno que ia
economía de paz preparó en la sombra. Cuando un trabajador ya no puede vender su fuerza de
trabajo a través d e un contrato rentable para el capital, no le queda sino desaparecer. En la
m uerte, demostrativam ente, él se co n fu n d e con éstas; reducción ontológica sin apelación posi­
ble. Por lo tanto, la amenaza capital pesa en especial sobre los que no poseen esta fuerza, o no
la poseen más; débiles, viejos, psicóticos graves, disminuidos físicos, que sobreviven merced a
restos de solidaridad social que todavía perduran en la estructura fam iliar o ética d e un sistema
social, En 1937, Hitler pudo hacer esterili 2 ar a 1 500 “adolescentes pervertidos” sin conmover a
la sociedad alemana, ya bien preparada p ara estas pruebas de la verdad. Pero las seudodemo-
cracias burguesas no admiten esta franqueza fascista, y entonces deben soportar una masa
relativam ente importante de individuos ineptos para el trabajo (o considerados tales) en condi­
ciones compatibles con los límites de una tolerancia colectiva históricam ente definida.” J . C.
Polack, op. cit., 1971, p. 34.
470 LAS A C T IT U D E S FU N D A M EN TA LES DE A Y E R Y HOY

(ideológicos), permiten definir ciertas actitudes frente a la muerte,,


sin que se esté todavía en condiciones de asignarle un lugar a la tota­
lidad de los factores que intervienen en el proceso de determinación.
Con la muerte de hoy ¿estaríamos -p a ra em plear la expresión de
P. C haunu- en el umbral de la tercera edad?84 La desocialización, la
desacralización, la inserción en' un doble circuito positivo (saber-
poder) y económico, acaso sólo ocultan una cosa: un miedo creciente
a morir. Lo cierto es que la negación de la m uerte, lo que tiene de
inconfesable y que es tan mutilador, impiden la libre manifestación
de una angustia que no por ser reprimida es menos real. De ahí
quizás provienen las depresiones y las diversas perturbaciones men­
tales, las tendencias suicidas, la evasión en los paraísos artificiales.85
A hora bien -y esto no arregla nada-, esta negación colectiva está
recuperada por una sociedad empequeñecedora, homogeneizadora y
por lo tanto letal.86

"4 “Desde 1960 se ha op erado un bloqueo, y con él una reivindicación de lo esencial. Las
máquinas que hacen rápidam ente las operaciones simples del pensam iento no modifican nada
en cuanto a lo esencial, los progresos de la física compensan m al el retroceso de la metafísica.
Ninguna sociedad puede hacer la econom ía de un discurso coheren te sobre lo que otorga su
dimensión a la vida, entiéndase la m uerte”, op. cit., 1972, p. 87.
1.5 “Con relación al espacio diferencial, el espacio hom ogéneo especificado (visual, fálico) no
es otro que el espacio de muerte. Reducción m ortal de las fuerzas productivas. Marcha atrás de la
práctica social. Destrucción de la naturaleza mientras que la urbanidad se dispersa en un espa­
cio seudonatural. Destrucción de las fuerzas productivas. Repetición de todo lo que es anterior,
presentado como ‘neo’. Autodestrucción nuclear. Autodestrucción de la vida social en beneficio
de los poderes políticos (estratégicos). Este espacio es acum ulativo: causas de m uerte. Y sin
em bargo he aquí ‘lo real’ de los realistas. El espacio visual-fálico decreta la m uerte del cuerpo
después de la del hombre, de la historia, de dios. ¿Llegará hasta la ejecución de su sentencia,
aunque sea significada?” H. L efeb v re, Espace et polüique. L e droit a la ville, II, Anthropos, 1972, p.
140.
1.6 Véase P. Bensoussan, Qui sont les drogues?, Laffont, 1973.
C uarta P arte

DE LA CORRUPCIÓN CORPORAL
A LO IMAGINARIO

La antropología de la muerte se articula sobre dos ejes: el cádaver


condenado necesariamente a la descomposición, o al menos a la diso­
lución progresiva si las técnicas de conservación evitan los horrores
de la corrupción; y el conjunto de las construcciones mentales -fa n ta ­
sías inividuales y colectivas, sistemas de representaciones, diversos
mecanismos de defensa que responden a aspiraciones profundas- en
lo cual consiste precisamente lo im aginario, y éste tiene por costumbre
recurrir al símbolo, su mediador instrumental privilegiado.1 De he­
cho, se efectúa un intercambio dialéctico de manera casi perm anente
“entre las pulsiones subjetivas y asimiladoras y las intimaciones obje­
tivas que em anan del medio cósm ico y social”. Asistimos de este
modo a una “génesis recíproca que va desde el gesto pulsional al
contorno m aterial y viceversa”.2 Tam bién allí, la diferencia entre los
sistemas culturales que hemos tom ado como referencia (tradición
africana/mundo occidental) no dejará de ser significativa.

1 ‘Las leyes d e la rem em oración y del reconocim iento simbólico, en efecto, son d iferen tes e»
su esencia y en su m anifestación a las leyes d e la rem iniscencia imaginaria, es decir d el eco del
sentimiento o de la huella (Pragung ) instintiva, aun si las primeras como significantes son to­
madas del m aterial al cua! dan satisfacción las segundas." J . Lacan, Écríts I, Seuil, 1966, p. 243.
? G. Durand, Les s tru c tu res a n th r o p o lo g iq u e s d e l'im a g in a ir e , Bordas, 1969, p. 38.
471
X II. LA MUERTE Y EL LENGUAJE: INTRODUCCIÓN
A UNA TANATOSEMIOLOGÍA

V i s t a s o c ia l m e n t e , la m u e r t e y los r ito s q u e s u s c ita n o s r e m it e n d i ­


r e c t a m e n t e a la r e la c ió n s ig n ific a n te / s ig n ific a d o .
Antes que nada, se deben distinguir tres dominios principales. L a
dimensión simbólica que procede por sustitución m etafórica (símbolo) o
metonímica (desplazamiento); citemos en particular los símbolos de
los comportamientos y ritos -especialmente el de la iniciación y el
álgebra ritual de los funerales-, los símbolos de las vestiduras y sig­
nos distintivos del duelo, los de los cantos m ortuorios, el de las esta­
tuas, las tumbas y las máscaras. L a dimensión paradigm ática, que pone
de relieve oposiciones significativas, duelos pertinentes: buena/mala
m u erte; muerte estéril/m uerte fecunda (sacrificio, m uerte en el
cam p o de h o n o r); m u erte bioló g ica/m u erte ritu al (iniciación);
m uerte real/muerte fantasiada (inmortalidad, reencarnación), a las
que se debe agregar desde otra perspectiva: Eros/Tanatos; ru p tu ra/
continuidad; orden/desorden; pureza/impureza; sobre la tierra/en la
tierra; fuera de casa/en la casa; alimento en bruto/alimento cocinado;
rapidez/lentitud. Por último, la dimensión sintagmática o juego de vin­
culaciones de los elementos presentes en el plano de las creencias y/o
el de los ritos, sin olvidar la relación ¿tan el todo-de-la-cultura-
considerada, y sus principales ideas-fuerza. Cada etnia, cada pueblo,
cada “iglesia” posee así su “sistema de la m uerte”, inseparable de su
cosmología, de su teogonia, de su psicología.
Nada impide volver a tom ar en cuenta la distinción saussuriana:
lenguaje, lengua, palabra; o si se prefiere, situarse a veces en el plano
de la humanidad, o en el de una sociedad dada, o en el del indivi­
duo.
E l lenguaje de la muerte es primero su irrecusabilidad universal, ca r­
gada de significaciones; el conjunto de signos culturo-clínicos que ex­
presan su presencia (el fallecimiento); es también la inevitabilidad de
las conductas funerarias, donde el conjunto constituye en cierta me­
dida un sistema secundario y derivado en el interior dej sistema de­
notativo, como diría Greim as.1
L a lengua de la muerte nos introduce directamente en la especifici­
dad negro-africana, o asiática, u occidental, o latina y en el plura-

1 Sin o l v i d a r la o p o s i c i ó n d e s p i l f a r r o (d e la s p o t e n c i a l i d a d e s ) / e c o n o m í a ( d e lo s m e d i o s ) , e l-
e r r o r c u á n t ic o d e tr a d u c c ió n a l n iv e l adn -a r n y a c it a d o s .

473
474 D E LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM AGIN ARIO

lismo étnico (o societario). En efecto, cad a grupo percibe la m uerte a


través de sus esquemas de pensamiento y de sus valores propios: los
mitos justificativos o explicativos, los ritmos de los tambores o la es­
tructura de las melodías fúnebres, las formas de las tumbas o los
tipos de inhum ación, las vestimentas de duelo o su color (en unos el
blanco, en otro s el negro, o el rojo), el estilo de las condolencias, la
atmósfera de los funerales, varían no solamente según los patterns
socioculturales, sino también según las épocas.
Las desigualdades de los papeles y de los estatutos se advierten
fácilmente en el discurso ritual o litúrgico, por ejemplo en el Africa
negra funerales secretos para los reyes o los grandes sacerdotes;
funerales-apoteosis para los viejos; funerales tristes para los jóve­
nes; funerales vergonzosos, clandestinos, fuente de impureza y de ano-
mia, para los brujos, las mujeres m uertas en el parto, los leprosos, los
repudiados que se verán privados de sepultura y jamás se converti­
rán en antepasados. Semantemas y m orfem as sociales nos entregan
así, diacrónicam ente, los secretos de una semiología funeraria.
Por último, evoquemos la palabra de la muerte, es decir la denom i­
nación personal de la muerte, la fo rm a individual del discurso ante el
fallecimiento del otro o el suyo propio, donde cada uno habla según
su estatuto o su función o su clase social, pero también según sus
dimensiones caracterológicas: indiferencia total, incluso alivio, tra­
bajo de duelo conform e a las reglas del grupo, relación nostálgica
con el objeto, neurosis narcisista, psicosis alucinatoria,2 sin olvidar la
“palabra del final”, los silencios, los gritos y susurros.
Un caso particular es el diálogo con el muerto, que asume diferentes
formas.3 En las sociedades “arcaicas”, el sacerdote o el mago están
autorizados a “evocar” a los espíritus y “solicitar las fuerzas vitales”
de los difuntos, quienes, por una especie de resonancia simpática, no
dejan de responder a su nombre cuando se lo pronuncia (técnicas
bien conocidas por los espiritistas de hoy).
Merecen retenerse tres tipos de com unicación oral. A ntes que
nada la adivinación, ella se actualiza, ya sea a nivel de la in terpreta­
ción de los sueños provocados por el difunto, ya por intermedio de
ciertas “provocaciones”, (examen de las entrañas de las víctimas ofre­
cidas, de los huesitos adivinatorios, etc.). Luego el interrogatorio al
cadáver, a fin de saber qué maleficio le ocasionó la muerte, qué falta

2 Para 1 1 0 ch o ca r con los lingüistas, debemos reco n o cer qué hemos introducido una distor­
sión: los dos prim eros térm inos, lenguaje y leng u a, están vistos de una m anera m etafórica,
mientras que el tercero, la palabra, lo está en el plano real.
3 Mencionemos dos niveles: hablarle al muerto e n ocasión de su fallecimiento (véase A. Phi­
lipe); dialogar con los m uertos en el más allá (véase J . Prieur).
LA M U E R T E Y EL LEN G U A JE 475

secreta com etió el difunto. Al plantearle estas preguntas, los sobrevi­


víanos esperan alcanzar a la vez dos objetivos. Por un lado, desen­
mascaran al brujo cuya actividad asesina es una amenaza perpetua
para el grupo social; y al mismo tiempo le demuestran al nuevo
muerto cjue ellos 110 olvidan la tarea tle vengarlo. De ese modo, se
previenen contra la cólera que los difuntos no dejarían de manifestar
si no se hiciera justicia con ellos.
Por último, algunos místicos y delirantes obsesivos “mantienen”
con sus m uertos diálogos de un tipo particular, que a menudo los
induce a cum plir una importante misión en beneficio de toda la huma­
nidad.

L a m u e r t e y e l l e n g u a je e n e l Á f r ic a n e g r a

Si es exacto que todo hecho social es un lenguaje, la muerte negro-


africana, por el juego complejo de creencias que supone, por la ri­
queza y diversidad de ritos que genera, por el conjunto de los medios
concebidos y actualizados p o r el grupo para paliar las consecuencias
penosas provocadas por la pérdida d e uno de sus miembros, nos
remite a una semiología antropológica de la que sólo podemos mos­
trar ahora algunos jalones.
En todo caso, una semiología antropológica de la muerte debería
provenir tanto de la comunicación com o de la significación, donde
ésta encontraría su fundamento en aquélla. L. P. Prieto subraya con
justicia “que la semiología de la significación deberá encontrar en la
semiología de la comunicación un modelo mucho más apropiado que
el que le proporciona la lingüística, y que si Ste ha servido hasta el
presente de conceptos extraídos de la lingüística para em prender sus
búsquedas, ha sido exclusivamente a causa de la inexistencia de una
semiología de la comunicación suficientemente desarrollada”.4
Lenguaje de la muerte, simbólica d e los ritos, potencias creadoras
o negadoras del verbo, comunicación de los muertos y de los vivos,
tales son los principales temas que im porta exponer.

E l Verbo, la vida, la muerte5

En el Á frica negra tradicional, la primacía del lenguaje no ofrece


ninguna duda, no menos que su.aspecto creador y sintético; así, en-

4 “Sem iología”, Le langage, Pléiade, Gallim ard, 1 968, p. 94. Véase también A. Schafi, Inlroduc-
tion á la sémantique, Anthropos, 1968; G . Mounin, Introduction á la sémiologie, Editiohs de Min uit,
1970.
5 Sobre la m uerte en la literatura o ral negro africana, citemos: H. Abrahamson, The origin

/
DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

tre los dogon (Malí), al igual que en otras regiones y entre muchos
otros pueblos, el nom bre individual expresa el alma (K ikinu-say),
mientras que la divisa provoca la fuerza vital (n am á), “evoca un pa­
sado, com prueba un p resen te[. ..] convoca a un acto futuro” (S. de
Ganay). La palabra es a la vez el principio del ser y el medio de la
acción. La religión negro-africana tradicional podría definirse como
la conducta del. Verbo. Pero se puede ir más lejos. No sólo la enferm e­
dad -m ental o n o - “des-fuerza”, destruye el equilibrio de las poten­
cias —y por lo tanto la arm onía social—, sino que también es insepa-
rada e inseparable del lenguaje simbólico. Nosotros ya señalamos en
otro estudio6 que entre los lebu del Senegal es suficiente identificar
el R ab (antepasado que posee al enferm o), nombrarlo, para que la
perturbación psíquica desaparezca. El acto de nom brar hace en trar al
R ab desconocido en un sistema simbólico preciso, socialmente regla­
mentado, donde se lo sitúa en su lugar y gracias al cual el individuo
se encuentra a sí mismo inserto en el orden social y cultural.
Por otro lado, se conoce también el papel de los ritmos y de las
diferentes “sustituciones simbólicas” en la técnica terapéutica del
N ’dop, o danza de posfesión que practican los lebu; lo que es normal,
puesto que en varios aspectos la enferm edad mental corresponde a
un “defecto de simbolización”, a una “falla que se opone a las bases
de la estructura edipiana” , según la fórmula de Lacan. Y puesto que
el nombre no sólo se limita a nombrar, sino que constituye -parcial-
m en te- al ser, actúa sobre el alma, la provoca, la obliga a una acción,
la confina en un estado, no tiene nada de sorprendente que la p ér­
dida del nombre acarree profundas pertubaciones en el equilibrio de
la persona.
Si es exacto que el hecho de confesar sus faltas facilita la erradica­

os Death, Studia Ethnografica Upsaliensa III, Upsala, 1951; D. Zahan, Religión, spiritualité et
pensée ufricmnes, Payot, 1971, cap. m ; L. V. T hom as, Cinq essais sur la mort africaine, Dakar,
1968, cap. in; L. V. Thom as, R. Luneau, Les Religions d ’Afrique noire, T extos y tradiciones
sagrada s, Denoel-Fayard, 1969; J. F. Vincent, Morts, revenants, sordera d'apres les primeries beti du Sud
Camrromi. Cali. Et. A lric. .‘M, IX , 1969. Vretar también G. Moore, The inuígery o f deat/i in A friam
poetry, Africa, X X X V III, I, 1968.
6 Anthrapologie religieuse d ’Afrique noire, Larousse, 1974. Como antes dijimos, todo es lenguaje
para el negro africano: el hom bre se vuelve el locutor privilegiado en un mundo que es un
tejid o de sig n ifica cio n e s; los an im ales pueden e n tr a r en el cam p o de las re la c io n e s
significantes-significado, ya sea que su com portam iento permite interpretar un hecho pasado
ignorado o mal conocido (entre los iro de Boum Le G rand en el T chad, el hecho de que una
hiena hurgue por la noche en una tum ba, indica que el difunto llevó una vida reprensible), o
bien que anuncie un.gran peligro (una lechuza que chilla, para los diola del Senegal; cam aleo­
nes sorprendidos acoplándose, para los mosi del Alto Volta, significan que la m uerte está ron­
dando el poblado). No es exagerado afirm ar que el negro está en estado de “diálogo perm a­
nente con la naturaleza”.
LA M U E R T E Y E L LEN G UA JE 477

ción del mal y la reintegración del culpable al grupo; si es verdad


que nom brar al espíritu que posee o “monta” al enferm o introduce
la curación, inversamente lo no formulado (o lo no formulable) es
fuente de angustia y se vive com o tal. Como escribe E. O rtigu es:7 “El
cazador de brujas utiliza las mismas fuerzas peligrosas que los brujos
para poder combatirlos; existe una afinidad entre el vidente y el
brujo. El ritual de iniciación somete al adolescente a un interrogato­
rio y le hace prom eter que renunciará a la brujería, pero los antepa­
sados mismos le imponen al joven adolescente una devoración simbó­
lica. La ambigüedad, por lo tanto, no es suprimida por com pleto. Los
difuntos, al igual que los brujos, son ‘glotones’. E l‘otro’ letal puede ser
tanto un brujo como un antepasado cuyo culto ha sido descuidado y
que reclam a lo que se le debe. Los extremos opuestos oscilan alrede­
dor de un mismo punto: ‘el O tro ’, ya sea un muerto o un vivo, espí­
ritu erran te o metamorfosis animal; el Otro es por esencia el que da
la señal de la angustia en tanto que innombrable, sustraído a las re­
glas simbólicas de la Costum bre.”

1. E l verbo, fu erz a de vida y fu erz a de muerte

La eficiencia del verbo en las culturas negro-africanas tradicionales


es un hecho evidente. En efecto, dicen los diola de Casam ance (Se­
negal) que Dios creó al mundo y com anda la lluvia mediante la pala­
bra. Tam bién es el lenguaje el que interviene en la provocación del
Boekiin (genio) por el hombre, o de Dios por el Boekiin, y no hay
cerem onia animista sin un ritual oral (mágico o religioso). Es espe­
cialmente el caso de la oralidad de sacrificio, donde se encuentran
palabras profanas y palabras sagradas. Las primeras son simples
signos que legitiman la finalidad del rito o explican su resultado. Las
segundas se muestran ontológicamente eficientes (tienen un poder de
alerta, de poner en movimiento las fuerzas, o un poder de sacraliza-
ción), o existencialmente operantes (enunciadoras de un hecho o de un
orden sagrado).
Este asombroso poder se explica fácilmente, el verbo es la manera
privilegiada de ser. La palabra, ya sea profana, mágica o sagrada,
se em parenta con el soplo (está entonces del lado del nam á); pero
encierra un sentido (proviene entonces del espíritu). Esta doble par­
ticipación explica por qué la palabra es el impulso prim ero que reor­
ganiza las potencias vitales en equilibrio inestable. Fuerza, palabra,
ritmo y emoción tienen aquí valor de sinónimos. La filosofía africana

7 Ed. O rtigues, Le mythe fragm entaire, inédito.


478 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A L O IM A G IN A R IO

es una filosofía de la. oralidad, de una oralidad que no es sólo la de las


lenguas, sino que organiza las potencias vitales en nombre de su es­
pontaneidad o de su logro (ser es lograr).
Puesto que el Verbo es una fuerza, él no puede dejar de intervenir
en la concepción de la muerte. En efecto, se comprende que si la
palabra es suficientemente fuerte, ella encierra el terrible poder de
m atar. Así, los sara del Tchad distinguen el T a, la boca, las palabras
en el aire, y el M adji, el verbo, la verdad p o r excelencia. “El Verbo
tiene un carácter psicosociológico de realidad que le confiere una
gran eficacia. La im precación mata cuando es suficientemente vio­
lenta com o para que todas las palabras que provienen de ella tengan
existencia bastante y sean Nadji. Para jurar, alcanza con asegurar que
su intención es N adji. Lo que se dice sobre una tumba, sobre un
m uerto, tiene también esta fuerza. Maldecir es un asesinato, también
suele ser preciso que la imprecación venga de un miembro de la
familia para que el efecto sea decisivo.”8 Es por esto que se debe
evitar escuchar, aunque sea involuntariamente, las palabras prohibi­
das para las cuales no se está iniciado. También hay que desconfiar
de los juram entos hechos a la ligera, de las maldiciones o anatemas
que pueden provocar brutalmente la m uerte, pero que se vuelven
también medios eficaces para desembarazarse de un aparecido de­
masiado molesto.
El lenguaje desem peña un papel nada desdeñable cuando hay que
interrogar al cadáver antes de enterrarlo, o p ara entrar en comuni­
cación con los manes y antepasados, incluso para prever el deceso.
Sin embargo sería equivocado creerq u e la fuerza está únicamente en
el lenguaje; habría que decir mejor que el lenguaje es el signo que
manifiesta la acción de la influencia vital y la da a conocer a terceros.
O mejor todavía, la fuerza que, como un catalizador, pone en movi­
miento a las otras fuerzas: es así como el negro-africano tradicional
tiene la firme convicción de que el verbo puede matar a distancia
(brujería).

2. E l nombre, el ser y e l destino

En un sentido se puede decir que el nombre, particularmente en el


Africa negra, form a parte integrante de la persona. Especialmente el
nombre de pila expresa o califica al que lo lleva mediante una frase
condensada y simbólica. Es como el conducto de la imagen personal.
De origen concreto, no sólo nombra, también explica. Es más que un

8 R. Jau lin , La mort sara, Plon, 1967, pp. 233-255.


LA M U ERTE Y E L L E N G U A JE 479

signo; se convierte en una figuración simbólica. Ilustra resumiendo.


En cierto sentido, se puede decir que revela al ser. Así, pronunciar el
nombre de pila, decirlo en voz alta, es actuar sobre el alma, provo­
carla, obligarla a una acción, confirm arla en un estado. El nom bre
presenta varias dimensiones. Antes que nada está el nombre secreto,
conocido solamente por el sacerdote, el padre y la madre. Éste deli­
mita “el muro infranqueable de la propiedad privada del yo”. Igno­
rado por el grupo (o casi), el nombre secreto preserva la intimidad
de la persona que lo lleva.
Después vienen los nombres familiares que especifican los dos lina­
jes procreadores, especialmente entre los dogon (Malí), y sitúan así al
niño en la colectividad. El nombre person al o nombre de pila habitual,
pronunciado p o r todos, califica a la persona al aludir a un aconteci­
miento histórico, a una coincidencia fortuita, a un estado de ánim o
de los padres durante la procreación o el nacimiento, a un rasgo
físico o caracterológico del niño.
Por último, los nombres iniciáticos, adquiridos durante los ritos de
pasaje fundamentales, expresan las prom ociones nuevas de la perso­
nalidad social.9 El nombre del niño puede también recordar la exis­
tencia del antepasado reencarnado. V eam os este ejemplo de los venda
de Rodesia: “El nombre del hijo, o to rg ad o poco tiempo después de
su salida de la casa de reclusión, es también un medio de determ i­
narlo y de asegurarle protección, al ponerlo en relación con los an te­
pasados. El nom bre puede referirse a un acontecimiento im portante
que coincidió con su nacimiento, pero es más frecuentem ente el
nombre de un antepasado, revelado por losthuesitos rituales. l Tn
vínculo especial se establece entonces en tre el niño y este antepasado,
de quien lleva el nombre del amuleto {shitsungulu). En el m om ento
de ponerle el amuleto, los venda pronuncian el nombre del niño y le
oran al antepasado diciéndole: ‘A h o ra estás despierto, fortalecido,
reaparecido; te pedimos que permanezxas junto a este niño que no­
sotros llamamos con tu nombre’. Este nombre cambiará después de
los ritos de iniciación de la pubertad, pero constituye para el niño
una protección y un soporte reales. Sin embargo, parece que los
bantú consideran esta relación, no co m o una verdadera reencarnación,
sino más bien como un medio de consolidar la vida.”10
También suele ocurrir que el nom bre posea una eficacia propia.
Por ejemplo, M. Monis encontró en tre los mosi (Alto Volta) la exis­
8 Se puede hablar aquí de nombre-indicio. El indicio, nos dice Prieto (Sémiologie, op. cit., p. 95)
es “un hecho perceptible que nos hace saber algo a propósito de otro (hecho) qu e n o lo es”
(perceptible).
10 J . R oum eguére-Eberhardt, Pensée et société a /rk a in es, Mouton, 1963, p, 28.
480 Ut LA CO R RU PC IO N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

tencia de los Yuga, que son signos antinómicos de la muerte. “ Los


contenidos de estos mensajes se les impone a los padres y aseguran la
vida. La muerte de los niños de corta edad se explica por el hecho de
no haber sabido encontrar los Yuga que hacían falta. El adivino es el
intermediario indispensable para la búsqueda de estos nombres, no
porque los elija él mismo, sino porque descubre las órdenes impera­
tivas que las Potencias dirigen a los humanos.”11
De tales creencias se desprende un cierto número de consecuen­
cias, de las que mencionaremos las principales. Cambiar de nombre
cosagra la desaparición (la m uerte) de la antigua personalidad, la del
“hombre anterior”, en beneficio del ser nuevo regenerado por el rito
iniciático. Y ocurre que la mutación nominal produce traumatismos
graves en el equilibrio psíquico (en África, la locura se em parenta a
veces con la m uerte).
Igualmente, lo que se ha convenido en llamar “m uerte social” o
“muerte escatológica”, se produce cuando los vivientes pierden el re­
cuerdo (pérdida del nombre) del difunto, y cuando éste se disuelve
en el anonimato colectivo de los antepasados. Por último, la m uerte
de la persona provbca con frecuencia “la muerte del nombre”, éste
no puede ser pronunciado por los miembros del clan; y si alguien del
linaje tiene el mismo patronímico que el difunto, puede verse impul­
sado a cam biar de “etiqueta social”, según dijimos. En suma, la
muerte real debe acompañarse de la muerte nominal. “T anto como
dura el nombre, dura quien lo lleva; emplear su nom bre es volverlo
a traer del reino de las sombras. Además, puesto que el nombre del
difunto transmite el contagio de la muerte (el nombre y lo nombrado
forman un uno), los sobrevivientes que lo enuncian quedarán ‘con­
taminados’ tan seguramente com o si hubieran manipulado el cadá­
ver o hecho uso de sus pertenencias personales. La prohibición
puede ser perpetua; pero a veces se la limita, ya sea a la duración de
las cerem onias fúnebres, ya al periodo del duelo. A la supresión
tem poraria o definitiva del nom bre del difunto se asocia, por parte
de los supervivientes, la práctica de cambiar su propio nombre, de
manera de engañar a algún aparecido o al mal espíritu que se su­
pone responsable del fallecimiento, o para escapar mediante este ex­
pediente a la mácula de la m uerte.” 12 Sin embargo, recordem os la
excepción principal: los antepasados que alcanzaron un grado de sa-
cralización im portante (guerreros, fundadores de clanes), a los que
no se deja de invocar nombrándolos.

11 Les noms individuéis chez le Mosi, ifa n , D akar, 1963, pp. 24-25.
12 H, W ebster, Le Tabou, Payot, 1952, p. 184. Véase S. F reud, Tótem y tabú, Payot, 1965, p. 70.
LA M U E R T E Y E L LEN G U A JE 481

Im porta también distinguir lo-que-no-se-puede-decir (y que abarca


dos niveles: discreción, silencio, prohibición de decir, imposibilidad
de decir) y lo-que-se-dice-de-otro-modo. Para anunciar la m uerte del rey,
el baule de Costa de Marfil dirá: “al rey le duele el pie” y el diola del
Senegal: “ se ha roto la tierra”. Existe, pues, todo un código verbal, al
que es necesario someterse. Presentamos a continuación, a título ilus­
trativo, el caso de los fon de Dahomey:
- Muerte del rey: “Es de noche.”
- Muerte de un venerable, de un dignatario: “Se (principio tras­
cendente de la persona, déstino) le ha extendido su estera” (se so­
breentiende que se le ha preparado el lecho de muerte).
- Muerte de un viejo no dignatario: “Él ha roto su pipa” (inespe­
rado y sin embargo verdadero), o “se fue a su casa”.
- Muerte de un joven: “L a enfermedad cambió de mano” (está en
artículo mortis).
- Muerte de un niño de pocos días: “Él se volvió” (dio media
vuelta).
- Muerte de un gemelo, mientras el otro sobrevivió: “Partió hacia
el bosque”, etcétera.

3. L a p alabra catártica

Ju n to al verbo que explica el origen y el porqué de la muerte (relatos


míticos); del verbo que divierte en el doble plano dé la evasión o del
redoblamiento (fábulas, cuentos, adivinanzas, enigmas, que le dedi­
can a la m uerte un lugar nada desdeñable); o del verbo que exalta
(cantos a la gloria de los difuntos durante los funerales y las inicia­
ciones), debe también considerarse la palabra catártica.
El parentesco en broma tom a una dimensión ritual, especialmente
cuando fallecen los abuelos. T al es el caso de los bambara de Malí 13
Los nietos, reunidos en el gran “vestíbulo” donde tienen lugar las
ceremonias importantes del barrio, lanzan ruidosas exclamaciones
(tres veces para un hombre, cuatro para una mujer) y cantan: “T e ­
n er nietos se parece al hijo de la rueca. Si se rom pe, otro retom a el
hilo.” Después de una visita al lugar de sepultura del difunto, los

13 Debemos esta información a nuestro amigo y colaborador R. Luneau, quien prepara una
obra sobre el m atrim onio entre los bam bara. Señalemos que el moden thon, o brom as dürante el
fallecim iento del abuelo, no existe si se trata de un bisabuelo. Aquí no tiene lugar la familiari­
dad, el bisabuelo tiene con respecto a su bisnieto la m isma actitud qu e observa co n respecto a
su propio hijo, lo que excluye toda brom a. ¿Se debe esto a que el hijo anuncia necesariam ente,
con su venida al mundo, la m uerte p ró xim a del viejo? Lo cierto es qu e la m uerte de un bisa­
buelo no da lugar a ningún regocijo. Los agni de Costa de Marfil proceden de igual modo.
482 DE LA C O R RU PC IÓ N C O R P O R A L A L O IM AG IN ARIO

nietos prosiguen: “Cada día X [el difunto] dice que hace frío. Hoy es
así.” La alusión es clara, nadie es capaz de ofuscarse y la atm ósfera es
de fiesta. En un nuevo desplazamiento hacia las choza m ortuoria,
ellos entonan: “En, hijos de los m uertos, el agujero es también para
ustedes. L a tum ba no tiene un solo propietario. Hay lodo en los bor­
des de la tumba, y ésta es ancha, es larga.” Si se trata de una mujer,
en el m om ento de la cuarta visita a la sepultura del difunto, se canta:
“Dientes, dientes, los dientes de X , sus dientes se parecen a los de la
hiena. P or duro que sea el hueso, X lo tritura entero con sus dientes
de hiena”, esto es una sátira al viejo que pasa su tiempo royendo; a la
larga, nada resiste a sus dientes, parecidos a los de lá hiena. Las jó ­
venes entran en la choza del muerto', ríen y lloran: “T enem os el
lomo quebrado” (la mujer que acaba de perder a un hijo dice tam­
bién que se h a roto la espalda, pues el niño era su lom o, su descen­
dencia), m ientras que fuera, en medio de tiros de fusil, los jóvenes
cantan por última vez. “M adre, Dios ha quebrado mi apoyo, y esto
me da risa.” En su concisión, este canto no deja de sorprender, el
abuelo era el amigo de su nieto, el más próximo a él. Pero hay que
reír y no tom ar su muerte en serio. Todos los jóvenes entran enton­
ces en la cám ara mortuoria, ríen groseram ente, hacen bromas y chis­
tes; es que im porta que el último encuentro de los nietos con su
abuelo14 sea una fiesta a imagen de las relaciones felices y familiares
que ellos tenían con él cuando estaba vivo.
Por último, al salir de la choza m ortuoria, muchachas y chicas se
dirigen a la casa del jefe del poblado y entonces se burlan a veces con
ferocidad de los parientes de la familia que vinieron a anunciar el
fallecimiento, pues “sus regalos son insuficientes”. Sin ninguna duda,
tal actitud tiene una función catártica innegable, que no deja de re­
cordar la multiplicidad de térm inos del argot con que el occidental
designa a la m uerte, y las visitas repetidas al café que hace de regreso
del cem enterio. Esta “purgación” en el sentido aristotélico del tér­
mino es tanto más significativa cuanto que según el principio de las
generaciones alternadas, el abuelo y el nieto no constituyen sino uno
solo. B urlarse de la muerte del abuelo significa en definitiva tomar
distancia con respecto a su propia m uerte, y por lo tanto darse segu­
ridad, con el apoyo benevolente del g ru p o.15
14 Dos generaciones seguidas tienen buenas razones para ser antagónicas; p ero dos genera­
ciones alternadas form an sólo una. Así, un je f e d e poblado tiene en su nieto a su representante
calificado, co n exclusión formal de su propio hijo. D urante un sacrificio en bien del poblado, si
se ve im pedido d e estar presente, será sustituido por su nieto.
15 ¿Q u é p en sar del lenguaje ejem plarizante de la ejecución-espectáculo, a la vez “intimidato-
rio” (?) y catártico? Hoy los ejemplos se m ultiplicán, desde el Sudán hasta N igeria. Así, recien-
LA M U E R T E Y E L L EN G U A JE 48 3

4. L a muerte explicada: el lenguaje del mito

En el África negra, el mito sigue siendo la referencia privilegiada


-equivalente al dogma revelado para el cristiano-, a la vez suma o r ­
gánica del saber esencial y principio organizador de los ritos. Con­
junto de arquetipos situados ne varietur en el Gran Tiempo del que
nos habla Mircea Eliade, el mito no podía dejar de tom ar posición en
cuanto al origen de la m uerte en la humanidad.
Uno de los temas más corrientes en el África negra es el que ima­
gina la aparición de la m uerte hum ana en un doble mensaje enviado
por Dios a los hombres o en un mensaje único desdichadamente des­
virtuado por el descuido o la torpeza de uno de los mensajeros.16
Cualesquiera que sean las variantes entre la inmortalidad y la
m uerte, es siempre la m uerte la que triunfa. En este mito, dos p er­
sonajes son los términos inamovibles: la divinidad y el hombre. Otros
dos términos forman una pareja opuesta de animales. Parece ser que
la pareja principal sea la del lagarto (animal rápido) y el camaleón
(animal lento), y que, por una serie de transformaciones y variantes,
se pasa fácilmente a o tra pareja similar, formada p o r el perro y el
macho cabrío. Aun cuando el camaleón lleva el mensaje de vida, él es
responsable de la m uerte de los hombres, ya sea porque dice a m e­
dias su mensaje, ya porque, debido a su tontería se deja sobrepasar
por su compañero (a la oposición lentitud/rapidez se agrega o se sus­
tituye, según los casos, la oposición inteligente/torpe).
Ju n to al tema del “mensaje desvirtuado” -la expresión es de Fra-
z e r - que regula la cuestión de la muerte fuera fie la intervención del
hom bre mismo o de su constitución ontológica, otras versiones invo­
can una falta (más especialmente de la mujer): mentira, robo, ru p ­
tu ra de prohibición, desobediencia a las órdenes de Dios, o un ele­
m ento constitutivo de la naturaleza humana (particularmente la se­
xualidad).
O tros mitos no explican tanto la aparición de la muerte como el
hecho de que ella afecta al hombre a cualquier edad, y no solamente,
teniente, en la capital de este último estado, ocho hom bres am an ad o s a postes de m adera
tuvieron que esperar una hora a pleno sol su ejecución, que se'efectu ó sin que se les vendara
los ojos. Es cierto que con su am plia sonrisa, algunos d e los supliciados daban la impresión de
ir a una fiesta más que a la m uerte, m ientras que el público nigeriano parece gustar cada vez
más de estos espectáculos de otra época: no hace mucho 30 mil personas se atropellaban con
tal de poder aplaudir las diez salvas con que se ultimó a los condenados de Lagos. Véase Je u n e
A frique, núm 560, 26 de septiem bre de 1971. Estas costumbres siniestras ¿serán una supervi­
vencia desestructurada de los asesinatos rituales de antes: decapitaciones en el Congo, suicidios
reales entre los bantú? No lo creem os.
16 Véase en nuestra prim era parte, el capítulo tu, dedicado a la m uerte del animal.
484 DE LA C O R RU PC IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

como en el origen, a los viejos cargados de años; o también justifican


la ceguera de la m uerte (relatos sobre el origen de las enferm eda­
des), incluso su inflexibilidad (ningún hombre sería capaz de opo­
nerse a sus decisiones). También habría que citar el tema de la inmo­
ralidad de la serpiente (que cambia de piel y reencuentra su ju ven ­
tud), tema que se opone a la condición mortal del hombre; y el del
“árbol de vida”, junto al cual el hombre encontraba en sus orígenes
su juventud (mito de la autoctonía), o el del árbol del conocimiento, y
muchos otros m ás.17
Se diría que estamos en presencia de dos temas míticos prim ordia­
les, trama en la cual se hace posible insertar mil y un bordados. El
primero (tipo “jobiano”) implica u n a ‘ responsabilidad del hombre:
falta, erro r de juicio, descuido, rebelión o simplemente elección
equivocada entre el bien y el mal, posibles por igual; el otro (tipo
“edipiano”) introduce el azar, el “destino”, como elemento explica­
tivo; IK y esta segunda alternativa se m uestra menos rica en relatos
que la primera.
Así, en el grupo “jobiano” encontramos el tema de la mala elección
(prueba del discernimiento), el de la falta (especialmente por pereza)
y sobre todo el no s'ometimiento a Dios (desobediencia directa, que­
brantamiento de prohibiciones). Vayamos al primer caso. Por ejem­
plo, entre los lolo (este africano) y los tumbwe (Zaire), Dios ofrece al
hombre la elección entre dos paquetes: el más grande contiene bie­
nes utilitarios, el más pequeño la vida eterna. Las mujeres optaron
por el primero y fue así como los hum anos conocieron la m uerte.
La pereza o el descuido constituyen un tipo de falta de electos
dramáticos. En el África central, un mito muy extendido nos dice
que los hombres dorm ían cuando Dios anunció la inmortalidad; por
eso únicamente la serpiente, que escuchó el mensaje, se volvió in­
mortal. La desobediencia a Dios (robo, asesinato, quebrantamiento
de una piohibición) acarrea como castigo inevitable la m uerte del
antepasado y la de toda su descendencia, lo que nos recuerda el tem a
bíblico de la falta de Adán y el pecado original.
En cuanto al segundo tipo (“edipiano”), abarca grosso modo dos
subgrupos. A veces la muerte es imputable a un puro azar del que
Dios y el hom bre quedan disculpados, aunque esta posibilidad es
muy rara; otras veces en cambio -y es el caso más frecuente- volve­
mos a encontrar la idea del mensaje desvirtuado, retrasado, mutilado

17 Véase H. Baum ann, Schopfung und Urzeit der M enschen im Mythos der afrikanischen V’ó lker,
B erlín, 1936; H. A braham son, The o r ig in o / Death, Studia Ethnographica Upsaliensia, I I I , Up-
sala.
lH M. Fortes, Ot’dipns an d /oh, Cambridge Univ. Press, 1959.
i LA M U E R T E Y E L LEN G UA JE 485

o mal presentado por la naturaleza o la voluntad del animal que lo


transm ite, la responsabilidad de la muerte no le toca tam poco a Dios
o al hom bre; no recae más sobre una especie de mecanismo fatalista,
sino sobre el camaleón, el m acho cabrío o el perro.19 Debe admitirse
que, detrás de la pluralidad de los mitos-relatos concernientes al ori­
gen de la m uerte negro-africana, se encuentran conjuntos narrativos
relativamente poco numerosos y homogéneos.

¿Cómo se habla con los muertos?

Por ser los muertos vivientes a su manera, que prosiguen en otro


mundo un tipo de existencia que corresponde a su estatuto, se esta­
blecen numerosas relaciones entre ellos y sus sucesores.

1. E l interrogatorio al cadáver

En principio el fallecimiento, aunque haya sido norm al, nunca es


gratuito, es castigo de una falta, acción de un “fetiche” irritado, re­
sultado del maleficio de un “ brujo com edor del alma”, venganza del
enemigo. Por lo tanto es im portante interrogar al cadáver con el ob­
jeto de restablecer el orden d e las fuerzas perturbado y liberar así al
grupo de consecuencias siem pre peligrosas de la impureza.
Veamos el ejemplo de los diola del Senegal.20 El rito (kasab) está
bastante estereotipado: de pie delante de los cargadores del cadáver,
la persona designada interroga a éste.
- T atú h i l e lu k et?
¿l\s é ste el fin d e tu vicia?
- M a n ir b a y l e w ahukye w n m ilti?
¿ Q u ié n te lia m ata d o ? ¿ T u m u e r t e fu e c a u sa d a p o r a lg u ien ?
- M an te ku koeyi kum uki?
T al vez d eso b ed eciste al Boekiin re a l?
- M a n te H u fila h u m iú á l
¿ F u e H ufila q uien te a tra p ó ?
- M an te B a n k itle m bum uki?

111 Véase V. Gorog-Karady, Noirs et blanca. ¡J'urs rnppnrts á traners la littérature órale africaine,
T esis ücr. ( irlo, i riii-, 1973, [>|>. 438 y .v.v.
20 Aquí la señal continúa al indicio. “ La señal puede ser definida com o un indicio artificial,
es decir com o un hecho (perceptible) q u e suministra una indicación y qu e ha sido producida
expresam ente para esto” (L. J . Prieto, M essages et signaux, puf, 1966, p. 15).
El interrogatorio al cadáver es bien co n ocid o de los lobi, los baule, los kisi. Véase L. V . T h o­
mas, Une coutume africaine: l'interrogation du cadmire, Bull. Soc. T hanatologie, I, ju n io de 1972,
1.0-25.C .
486 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

¿F u e Bankulem q iiien te a tra p ó ?


- Mante kuhulung humuki?
¿F u e el Kuhulung q u ie n te a tra p ó ? e tc é te ra .

Esta enumeración letánica de los genios (Kuhoeyi, Hufila, Bankukem,


kuhulung.. .) puede proseguir largo rato.
Si todas las respuestas son negativas (retroceso del cadáver), se
cambia la naturaleza de las preguntas:
- Mante en amuki?
F u e un h o m b re q u ie n te' m ató ? e tcé te ra .

Pero si la respuesta sigue siendo negativa, el asaba (el que inte­


rroga) plantea una última pregunta:
- Tatú Lule luket ?
¿P o r lo ta n to tú d eb ías m o r ir hoy?

Entonces el cad áver avanza, responde afirmativamente. En tal


caso, una nueva persona debe efectu ar el kasab. Pero a veces se
oculta: entonces los cargadores, con el ataúd en hombros, persiguen
al fugitivo a la ca rre ra en medio de gritos de desaprobación, hasta
que lo obligan a som eterse a la costum bre. Puede ocurrir que el
muerto se niegue a responder, sobre todo si se le pregunta si él fue o
no brujo. Entonces se sacude al cadáver en todas direcciones, se lo
acarrea por todo el poblado, a m enudo en medio de la hostilidad
general, hasta que, “fatigado”, como se dice, se decide a confesar.21
Por consiguiente, el retroceso (kusolo) y el avance (kakil) expresan el
punto de vista del m uerto, mientras que la velocidad de los movi­
mientos indica el grado de verdad de la respuesta: un movimiento
rápido indica que lo que “dice” “es muy verdadero”; un movimiento
lento, que “es casi verdad”.
El kasab continúa a veces con una verdadera arenga al m uerto,
hecha por un pariente o amigo, “el que sabe hablar”. Se explican las
razones por las que fue muerto el difunto o decidió abandonar la
vida terrestre para reunirse con sus antepasados. El orador no deja
de alabar las cualidades del muerto y por extensión de su familia, en
términos a m enudo ditirámbicos. Tastevin 22 brinda un ejemplo tí­
pico de los interminables discursos que se le dirigen al muerto entre

21 Si el que ha provocado la m uerte es un Boekiin ofendido, los parientes del m uerto debe­
rán implorar su perdón m ediante ofrendas y sacrificios. Si el culpable es un hom bre, se pondrá
en movimiento el m ecanism o habitual de la justicia.
22 "Com m ent il parle” , en L e Monde Noir, Prés. A fric, núms. 8-9, Seuil, París, 1950, pp.
62-63.
LA M U E R T E Y E L L E N G U A JE 487

los diola. Un hombre se adelanta en medio de la plaza e improvisa


un discurso muy vivido. Durante m edia hora, nos envuelve con el
encanto de su dicción y la armonía de sus gestos amplios, desenvuel­
tos y a veces conmovedores; gestos que son también un elemento del
lenguaje. El orad or rememora ante los padres llorosos los méritos de
su hija y los motivos probables de su resolución de expatriarse tan
joven, a la edad de 16 años, después de menos de un año de matri­
monio. Cuando cayó enferma, no se ahorró nada para curarla. El
disertante enum era los médicos consultados, sus pronósticos, los re­
medios aplicados y cuáles fueron los principales. ¿No habrá sido se­
ducida p o r uno de sus antepasados d e Guinea “portuguesa”? 23 Por
último, para probar que éste no se encuentra dentro de él, exhibe las
hermosas piezas de tela que com pró en honor de la m uerte. Una
persona de la concurrencia se levanta dos veces para ayudarlo a
m an ten er en alto el tejido azul o scu ro y permitirle al auditorio
apreciar su valor. El orador dice dónde lo compró, el viaje que tuvo
que h acer, el precio que le costó. De cuando en cuando durante el
discurso solicita la aprobación de un auditor destacado, y éste se la
otorga d e inmediato. Por último, el o rad or coloca el tejido sobre el
estrado m ortuorio, y luego presenta otro, y más tarde un tercero,
todavía m ás hermoso. Lo suceden entonces cinco o seis tribunos no
menos elocuentes, que concluyen su discurso con idéntico gesto de
generosidad. Luego de lo cual el cu erp o es depositado en tierra por
dos cargadores en una ham aca. Sólo después del interrogatorio el
muerto puede ser enterrado, pues así ha puesto en o rd en , sus últi­
mos asuntos, le dijo adiós a los “genios” del poblado, y d e ser necesa­
rio, los vivientes sabrán vengarlo. Puede dormir en paz.24
¿Q ué pensar de este rito? L a hipótesis de una concertación de los
cargadores y de los oradores (asaba) no es descartable, pero no tene­
mos ninguna prueba de ello. En el comportamiento del interroga­
dor, n ad a induce a creer que utilizó signos convencionales que acaso
interpretaron los cargadores. Q ueda otra posibilidad: ¿habría dado

23 Los diola se extienden, en efecto, desde el su r de Cambia hasta el norte de Guinea-Bissau.


24 H ab ría toda una semiología del gesto ritual a definir y caracterizar. Sobre' este punto,
véase A. J . Greim as, Du sens, Seuil, 1970, pp. 4 9 -9 1 , y el núm. 10 de la revista Langage, 1968
(Práctica y lenguaje gestuales). Se trata, p o r supuesto, d e gestos globales (en cu an to a la inform a­
ción transm itida) que son como abreviaturas “no de un enunciado, sino de u n a situación de
co m u n ic a c ió n verbal”, para hablar com o los lingüistas. Por lo tanto, no se los debe confundir
con el leng u aje de los gestos, que son signos, representativos a segundo grado (lenguaje de los
sordo-m udos), o si se prefiere, signos d e signos, m ientras que los gestos globales serían signos
de prim er grado. Así, para expresar el d uelo, los d io la del Senegal se ponen las manos sobre la
cabeza, los dedos ju n to s y los codos llevados hacia adelante. Véase M. H ouis, op. cit., 1971, pá­
gina 9 9 y ss.
DE LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

uno de los cargadores, de modo imperceptible para quienes lo ro­


deaban, la señal de avance o de retroceso, que los otros tres cumplie­
ron con increíble precisión de conjunto? En todo caso, la impresión
que se tuvo fue que estos hombres obedecieron a una única y misma
voluntad que ejecutaba fielmente la voluntad del difunto: tan per­
fecta fue la coordinación de sus movimientos. Y nadie en la concu­
rrencia se atrevió a enfrentar su veredicto; ni siquiera, com o es de
suponer, la víctima inocente de su eventual maquinación.
Recordemos que algunos com portamientos son también mensajes
dirigidos a los difuntos, que inform an sobre las intenciones de los
“locutores” vivientes. Entre los fon de Dahomey, un poco de vino de
palma o de harina arrojado al suelo les informa a los antepasados
que se les invita a com partir la comida. Un ejemplo interesante de
estos signos que indican actitudes nos lo aporta un testimonio de B.
Holas: “El h a nyon es el alma de un muerto que después de su entie­
rro se niega a descender al nyamatá (región subterránea reservada a
los difuntos), porque faltó algo en sus funerales. Deshace entonces la
estera en que se envolvió su cu erp o , la enrolla bajo el brazo, se
eriza el bigote para asustar y sale a pasearse, especialmente en pleno
día. Todos los que andaban a esa hora debieron tom ar una hoja
verde o m ejor una ram a cubierta de hojas, signo que dem uestra al ha
nyomon que quien la lleva no tiene nada contra él. De ese modo
queda protegido. De lo contrario, el alma del muerto d añará a todos
los que no cumplan con esta condición: el ha nyon le hablará al indi­
viduo desobediente y se le aparecerá, y entonces al reg resar a su
casa, el desdichado se volverá ciego o mudo.” 25

2. Las manifestaciones significativas de los muertos

Los difuntos se revelan a los vivos de muy distintas m aneras, ya en


los sueños, organizaciones de significados que hay que develar; o en
apariciones (signos privilegiados) bajo forma humana o animal (cada
sociedad posee sus distintivos socioculturales: en una es la serpiente,
en otra el camaleón); o bien manifestando su alegría m ediante una
lluvia de beneficios o su enojo a través de maleficios: sequías, enfer­
medades, epizootias (en este sentido se puede decir que los aconte­
cimientos del cosmos africano y los sucesos que se desarrollan en él
constituyen tejidos de significaciones que deben ser interpretadas).
25 Le cuite de /.ié-E lém en ts de la religión kono, lía n , Dakar, 1954, pp. 114-115. Hay que distinguir
entre los signos dinámicos que se dirigen a los receptores (señales, indicaciones), y los que se
relieren a los em isores (signos actitudinales). Vmsr M. I louis, Antlimptilogir linguisliijui’ de I A¡'rit¡ue
noire, l'lT, 1971, p. 98 y a .
L A M U E R T E Y EL LEN G U A JE 489

A su vez, los vivos pueden provocar a los difuntos y obligarlos a


manifestarse. Merecen recordarse dos técnicas con este fin: el inte­
rrogatorio al cadáver, recién citado y también la adivinación (examen
de las entrañas de las víctimas ofrecidas -el hígado sobre todo-, utili­
zación de huesos, com o el bu la de los tonga del África del Sur, etcé­
tera).
Se puede ir todavía más lejos y hablar, como los dogon, d elverbo de
los muertos. “El difunto no tiene más semillas; tampoco agua ni san­
gre, es eminentemente ‘seco’, y esta sequedad caracteriza también lo
que le queda de ‘palabra’. En el momento de la dispersión, después
del reagrupamiento de los elementos de la persona, loskikinu (almas)
de las palabras siguen a los del ‘yo’; los cuatro elementos de la pala­
bra se dispersan con los del cuerpo; el único que subsiste es el viento.
Es él el que ‘pasea’ al kikinu del muerto cuando se le ocurre abando­
nar su residencia de las. charcas y manifestarse a los vivos, en particu­
lar en los sueños. En estos desplazamientos, el alma del difunto lleva
con él lo que le queda de ‘palabra’.”
L a palabra de los m uertos tiene la forma de un viento en torbe­
llino, que da dolor de cabeza, tapa las narices y las orejas. “Violenta y
peligrosa como el viento, la palabra de los m uertos es tan sin consis­
tencia como él; está vacía y despojada de significación, puesto que ya
no tiene ‘semillas’. Pero el carácter nefasto de este Verbo le viene
sobre todo de su sequedad, que es la misma que la del viento. Como
el difunto mismo, carece por completo de agua.” La sequedad de los
m uertos hace que tengan sed, “para desalterarse, ellos amenazan con
‘beber’ el agua y la sangre, es decir la vida de los humanos. La pala­
bra del muerto deseca, al igual que la ‘palabra mala’ (que contiene,
recordem os, un exceso de viento y de fuego). Da hambre y sed, y
hasta puede provocar la m uerte. Al penetrar por las aberturas del
cuerpo, deseca al ser en tero ”. También los difuntos temen a la pala­
bra mala que aumenta sus sed y acrecienta su torm ento.26

3. E l silencio 27

Ni las palabras de los difuntos ni la palabra de los vivientes nos deben


hacer olvidar el lugar im portante que se le reserva al silencio, prohibi­
ción de hablar delante de un cadáver no lavado todavía, de pronunciar
su nom bre, de dirigirse a una viuda en los días siguientes al entierro, de
26 G. Calame-Griaule, Ethnologie et la n g a g e -L a p a r o le chezlesDogon, Gallimard, 1 9 6 5 ,pp. 86-89.
27 Recordemos los diferentes tabúes verbales, especialmente los que atañen al ríombre de los
m uertos (ordinarios o distinguidos), costum bre que hizo difícil el establecimiento del estado
civil en su momento.
490 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

discutir o cantar en el cem enterio. “Más que ninguna o tra cosa, la


m uerte indica la separación, el alejamiento y la dispersión; hiere la
unidad del ser humano, cuyas partes constitutivas, al detenerse la vida,
se encuentran en la desagregación y la confusión. L a m uerte ofrece al
hom bre la experiencia de la disolución. Pero como reviste un carácter
de necesidad sin destruir la esperanza de vivir, obliga a todo mortal a un
constante e inconsciente esfuerzo de concentración de su ser sobre sí
mismo, como si la vida fuera sentida confusamente en la unión y la
convergenciaf. . .] De ahí se desprende, según el pensamiento bam-
bara, la verdadera naturaleza del silencio. Está ligado a la vida; es
fuente d e vida, puesto que tiende a la conservación de la existencia, que
por o tra parte él garantiza.” 28

Aproximación a u n a sem iología de la muerte african a

Hablamos en otra parte - a propósito de los símbolos- del álgebra ritual


de los funerales, especialmente entre los bantú, y del comportamiento
cargado de sentido de los iniciados durante su renacimiento y su
retorno al poblado después de su permanencia en el bosque sagrado.
Vamos a analizar ahora varias oposiciones, que es pertinente examinar.
El pensamiento africano de la m uerte, esencialmente participativo ya
se trate de ontología, de compotamientos técnicos o de actitudes rituar
Ies, o p e ra mediante múltiples aproximaciones. Debemos señalar algu­
nas; jóvenes/viejos y sobre todo bebés/antepasados; vivientes/muertos;
personas/m áscaras, todo lo cual significa la continuidad espacio-
tem poral que caracteriza a la vida y a la sociedad de los vivos. No
sorprende, pues, que el símbolo, operador por excelencia de las conci­
liaciones, desempeñe un papel capital en las creencias y los ritos.

1. Oposiciones culturales-topológicas
• B ajo (residencia de los antiguos vivos) ¡alto (dominio de los vivientes actua­
les); adelanteItrás; derecha/izquierda, que especifican, por ejemplo, al
habitat del Betammaribe (o Somba) del Dahomey.29
• Cementerio-selva (naturaleza) ¡chozas-poblados (cultura): la selva, do­
minio d e lo desconocido, es también la de los bebés-agua, como dicen
los venda de Rodesia (bebés cósmicos) y a veces de los antepasados;
mientras que el poblado o naturaleza domesticada (es decir, cultura) es
28 D. Zahan, Religión, spiritualité et pensée africaines, Payot, 1970, p. 185.
29 Véase especialmente P. M ercier, L ’habitation a étage dans l'Atacora, E t. Dahom éennes, X I,
Porto N ovo, 1954.
LA M U E R T E Y EL L E N G U A JE 491

por excelencia la m orada de los procreadores (adultos, iniciados). L a


selva se define también com o el lugar d e residencia de las almas de los
difuntos que no han alcanzado todavía la ancestralidad, y de los a p are­
cidos que no llegarán a obtenerla jam ás, m ientras que el poblado es el
asiento de los altares de los antepasados y de los cultos que se les
dedican.
Por último se introduce una nueva oposición significativa entre la
selva parcialmente culturalizada (cementerio) y la selva no culturalizada (el
lugar, que puede ser cualquiera, donde se abandona el cadáver de los
brujos, de los fulminados por el rayo, de los ahogados, de las mujeres
muertas de parto, de los leprosos).30
• Sobre la tierra/en la tierra; en la casatfu era de la casa. Pongamos el
ejemplo de los iro del T chad, estudiados por C. Pairault: “Luego del
parto, el recién nacido es depositado en el suelo; después del naci­
miento tiene lugar el corte del cordón umbilical. Al cabo de una decena
de años, un niño nacido en estas condiciones es llamado a ‘moriryondo';
en esta etapa de iniciación, participajunto a sus compañeros en un entie­
rro simbólico, que preludia el renacimiento fuera del poblado de una
n ueva promoción de adultos. Más tarde llega para ese mismo hombre la
época del casamiento, que debe consumarse en su lugar de nacimiento.
Por último, sobreviene la muerte, el m em ento de depositar el cadáver
bajo tierra, en el vallado próximo a la casa. Cada transición de las
indicadas es p or lo tanto asimilable o se opone a otra, según cómo el
individuo esté situado en relación a la tierra (sobre la tierra/bajo tierra)
y en la casa (en la casa/fuera de la casa). Además, el nacimiento presenta
en sí mismo una ambigüedad sintomática, puesto que ningún niño
vienea la tierra sin que se deban enterrar al mismo tiempo restos fetales;
cualquiera que sea la interpretación que se le dé a este gesto, se advierte
claramente que equivale a la inhumación de un muerto.”31
En suma, el nacimiento implica una venida aquí abajo y una in­
humación (la de la placenta y del cordón umbilical, auténticos dobles

30 Por regla general el cadáver es enterrado, este retorno a la tierra madre (lugar de resi­
dencia de los antepasados) proveedora de alimento, com o dicen los sara del Tchad, ad opta
form as diversas que no podem os mencionar aquí. Sin em bargo se evita el contacto inm ediato
con la tierra (se utiliza un sudario, el cadáver se deposita en una tinaja o en un nicho cuya
entrada se cierra, o bien se lo deja recostado so bre los restos de una termitera). Los kikuyu
(Kenia), por el contrario, exponen a sus muertos a las hienas, com o hacían los antiguos persas
con los perros. A fin de evitar toda contaminación (nadie qu erría a un muerto en su cam po) y
la intervención de las hienas, los dogon de la m eseta (Malí) depositan los cadáveres e n los
orificios de los acantilados. Los diola (Senegal), q u e quem an a los leprosos, abandonan e n el
bosque a los “malos” m uertos; los buma del Zaire entierran a los “buenos” en la Sabana y a los
“malvados” en la selva, etcétera.
31 C. Pairault, Boum Le Grand, ViUage d’Iro, París, Instituto de Etnología, 1966, pp. 321-322.
DE LA C O R R U P C IÓ N CO RPO RA L A LO IM A G IN A RIO

del viviente), mientras que la muerte supone necesariamente una in­


humación y un objeto-recuerdo (reliquias, canasto de los antepasa­
dos, estatuillas), que se guarda en la cabaña o en el altar ciánico. Se
puede establecer así una correspondencia entre la selva (cementerio)
y el poblado (lugar de los vivientes), entre el interior de la casa y lo
que hay debajo de ella (si se entierra allí al m uerto o la placenta), que
simbolizan el lazo estrecho entre el yo-viviente y el yo-inucite.32

2. Oposiciones no topológicas

Algunas son del orden de los arquetipos; así, la oposición rapidez/len-


Ulnd, de la que hablam os a propósito del origen animal de la
m uerte.33 Otras implican juicios de valor, tales como las dicotomías
buena muerte/mala muerte, incluso muerte estéril/muerte fecu n da, descri­
tas en nuestra prim era p arte;34 o se relacionan con la oposición natu­
raleza/cultura. individuo/comunidad, apariencia/símbolo. Tal es el sentido
profundo del par muerte n,al/muerte simbólica, esta última ritualizada en
el transcurso de las cerem onias iniciáticas.35
Examinemos breve'mente dos oposiciones que podríamos calificar
de estructural-funcionales.
Ruptura/continuidad. La muerte es un cambio de estado (ruptura),
pero este cambio significa tanto la permanencia de la vida (continui­
dad) como su destrucción. Lo que subsiste del estado anterior en el
estado nuevo varía según los patrones socioculturales étnicos (almas,
dobles, principios vitales). Sin embargo, el nuevo es con frecuencia
repetición simbólica del antiguo: la vida en el más allá, es idéntica a la
de acá abajo (los m uertos comen, beben, cultivan sus campos y hasta
en algunas circunstancias se reproducen, por más que éste sea un
hecho raro). El recién nacido recuerda los rasgos del antepasado que
reencarna -e s un medio por el cual los wolof y los lebu del Senegal
reconocen al niño Nit ku bon ,-36 el alma purificada y el cuerpo subli­
mado recuerdan al alm a y al cuerpo del viviente, etc. Reproducción
integral (identidad entre los bantú), afinidad ontológica (identidad
parcial: diola, lebu, wolof), incluso simbólica (participación: en toda

:S2 Más adelante nos referim os expresam ente (en el capítulo sobre el símbolo) a la oposición
Tierra no cultivada-joven virgen-alimento erado (Tierra cultivada-mujer encinta (o ya madre)-alimento
cocinado.
Xi Primera parte, capítulo m.
■t4 Capúulo i\.
Primera p an e, capítulo tv, y cuarta parle, capítulo m il
38 Niño anormal, poseído por el espíritu de un antepasado. Véase Z. Zempleni, J . Rabain,
“ L’cnfant Nit Ku Ron. Un tablean psychopatbologique traditionne! che/ les W olof et les Lebou
du S énégar, Psychojmthologie, a/n cain e, 1, 3, 1965, pp. 329-342.
LA M U E R T E Y E L LEN G U A JE 493

el Á frica traidicional), o simplemente pertenencia, caracterizan a esta


continuidad fundamental que se traduce socialmente por el hecho de
llevar el mismo nombre cuando hay reencarnación reconocida.
Es com o si la derivación hacia ía utopía (lo “imagina!”) y el rito
-concepciones escatológicas descritas a veces con detalles muy mar­
cados y repeticiones simbólicas- com pensaran la dureza de la eviden­
cia (corrupción corporal, ausencia). “ Los que han muerto no partie­
ron ja m á s [.. .] Los muertos no están bajo tierraf. ..] Los m uertos no
están m uertos”, declama el poeta.
Nadie mejor que Van der Leeuw describió y explicó esta concep­
ción, que parece aplicarse a todas las religiones llamadas arcaicas: “Se
está tan cerca del muerto com o del vivo; el muerto no ha perdido ni
su base ni su posibilidad. Su supervivencia es segura, precisam ente
porque la garantizan los ritos[ . . .] el entierro señala así el comienzo
de la nueva v id a [. . .] La m uerte no es un hecho sino un estado,
diferente del de la v id a[. . . ] L a diferencia entre el estado anterior a
la m uerte y la supervivencia, no es más sorprendente que el q u e :
separa la edad adulta de la existencia que precede a la iniciación de
la p u b e rtad [. . .] Pero esencialmente, la m uerte es sólo un pasaje
como cualquier otro, y el difunto no es un individuo excluido de las
funciones sociales[. ..] Es a lo sumo alguien que regresa, y por regla
general alguien que está presente.”37
Lo mismo o cu rre si, apartándonos del plano escatológico, nos
planteamos el problema a nivel de la socialiclad. La m uerte de un
individuo -sobre lodo si es joven y vigoroso- es siempre sentida por
el grupo como un atentado grave contra su cohesión y perm anencia.
La conciencia colectiva tiende ante todo a su unidad y perennidad;
hasta se puede afirm ar que el grupo llega a concebirse com o inm or­
tal. Ju n to a los medios rituales de que dispone (presentificación de
los m uertos, sobre todo por la evocación verbal o de otras técnicas
rituales; invocación de los antepasados en las oraciones y los ritos de
sacrificio), el grupo asegura también su salvación por la derivación
hacia lo simbólico.
Jaulin expresó inmejorablemente esta idea, al escribir a propósito
de los sara: “En un sentido, la m uerte se aparece como una privación
existencial -si la existencia es la del individuo- y no com o una nega­
ción esencial. La vida -en su sentido más acentuado- no es individual
y derivada, y la muerte opera sobre la manifestación secundaria, el
individuo. La contradicción entre la generalidad de la m uerte y la
noción de muerte-accidente quedaría de este modo muy atenuada. La

37 La religión dans son essence et ses manifestasions, Payot, 1955, pp. 207-208.
494 D E LA C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

antinomia continuidad-ruptura oculta por lo tanto una oposición más


profunda entre lo individual-que es apariencia sensible- y lo colectivo,
o sustrato ontológico propiam ente dicho.” 38
La m uerte se convierte entonces en la mediación de lo individual
hacia lo colectivo considerado en lo que tiene de más sólido, la co­
munidad de los antepasados. En una perspectiva de psicoanálisis
existencial, cabría preguntarse si la comunidad de los antepasados no
sería la form a trascendida, hipostasiada, de la conciencia del grupo;
una proyección en la utopía (m undo ideal) del deseo que el grupo
tiene de p erd u rar sin térm ino. Es cierto que en este plano se hace
necesario volver a recurrir a la distinción entre los antepasados re­
cientes, siem pre nombrados, susceptibles de reencarnarse o de rena­
cer en sus nietos, y los antepasados lejanos, generalmente anónimos,
con excepción de los Grandes Fundadores.
“Los Muertos-renacientes reflejan más directamente una negación
de la m uerte. Una negación, es decir, una manera de ‘hacer como si’
la muerte no existiese para la familia. En esta familia inmortal, la
individualidad sería sólo un accidente de la especie. El árbol sagrado,
el animal ciánico, ¿no expresan la nostalgia del eterno retorno, la
identificación imposible con la especie viviente inmortal (identifica­
ción ‘fálica’ o ‘totémica’)? La estructura del tiempo y la significación
de la individualidad se resuelven en la doble referencia a la muerte
en el plano simbólico (antepasado legislador) y en el plano imagina­
rio (el retorno cíclico).”39
Podrían citarse también otras oposiciones pertinentes o significati­
vas:
Orden (social, ontológico, axiológico) que supone la vida /desorden
(social, ontológico, axiológico) especificado por la m uerte. En efecto,
la m uerte es vivida como un desorden que simboliza el cese de las
actividades en el poblado, las vestimentas desgarradas de los dolien­
tes, el lodo esparcido sobre el rostro y los actos o comportamiento
incongruentes de los danzantes en los funerales, etc. Diversas razo­
nes pueden explicar esto: la m uerte -sobre todo si se trata de un
adulto- interrum pe la vida de un trabajador útil a su grupo, para el
cual éste destinó múltiples y costosas inversiones (educación, inicia­
ción, otorgam iento de una función y un estatuto). La m uerte pro­
viene de causas en las que triunfa con frecuencia la liberación ané­
mica de lo numinoso, especialmente si se trata de malas muertes.
Además, mientras el cadáver no está enteram ente descompuesto,

38 L a mort sara, “Les temps m odernes”, 129, 1957, p. 460.


39 M. C. y Ed. Ortigues, Oedipe africain, Plon, 1966, pp. 88-89.
!

LA M U E R T E Y E L LEN G U A JE 495

reina la inseguridad en el poblado: impureza de los dolientes, fuente


de contaminación; riesgo de venganza de las almas de los difuntos,
especialmente peligrosas porque permanecen invisibles.
Im p u rez a -ca d á v er en d escom p osición -trabajo del d u elo y dolientes
excluidos ¡pureza-esqueleto sin carne-supresión del duelo-dolientes reintegra­
dos. Esta dualidad expresa muy apropiadamente, no sólo las ideas-
fuerza de la escatología (la transición de la descomposición al esque­
leto coincide con el pasaje del estado de manes al de antepasado), los
tiempos principales de la duración (tiempo mítico de los antepasa­
dos, tiempo concreto cotidiano de los vivientes, tiempo concreto esca­
lo lógico del más allá de la m uerte), sino también los momentos prin­
cipales de los ritos postmortem (tiempo de duelo y levantamiento del
duelo, inhumación y ritos de aniversario). La oposiciónpodtivo (vida, ritual
de aproxim adón)/negativo (m uerte, ritual de evitación) es un caso parti­
cular de ello.
Estas diversas oposiciones, ya sea que provengan de los signos re­
presentativos o dinámicos, o que hagan referencia al espacio, al
tiempo o a sus relaciones (velocidad o rapidez, ruptura o continuidad),
a la naturaleza de la m uerte o a las actitudes que ésta provoca poseen
simultáneamente un valor de expresión y una intención dinámica en
la medida en que suscitan y organizan el ritual. Profundizadas con­
venientemente, unidas a otras que tal vez quedan por descubrir, y
valoradas debidamente, ellas podrán servir de base para la edifica­
ción de un lenguaje de la m uerte negro-africana (antro potan atolo-
gía semiológica), a condición de asegurarse bien ¿jue sori pertinentes.

L a M U E R T E Y E L L E N G U A JE EN LA S SO CIED A D ES O C C ID E N T A LE S

No diremos mucho con referencia a la muerte y el lenguaje en las


sociedades occidentales, pues lo esencial ha quedado establecido im­
plícitamente en todo lo que precede.40

Com paración África-Occidente

Tratem os antes que nada de situar el lenguaje de la muerte occiden­


tal con relación a la del negro africano que acabamos de describir.
Dos niveles de análisis ocuparán nuestra atención.
40 Ya dijimos que el suicidio, po r ejem plo, es a la vez “lenguaje" y “falla” de la comunicación.
Véase también en nuestra segunda parte todo lo referente a la m uerte representada.
Por último, quedan las (seudo) palabras históricas de los m oribundos. Ciaude Aveline pre-
496 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A R IO

1. N ivel de creencias y actitudes

C ivilización de la escritura y 110 de la oralidad, civilización de ia téc­


nica más que del Verbo, el mundo occidental no le confiere a la
palabra el mismo poder, y sólo opera como intermediaria de la comuni­
cación y vehículo del saber y de la ideología.
Antes que nada, la función metafísica de la palabra, consistente en
poner en movimiento a las fuerzas, aparece aquí relegada a segundo
plano. Hoy no se dice, como el Evangelista: “En el principio era el
Verbo”, sino más bien “En el comienzo era la Acción”. Salvo, por
supuesto, si nos situamos en la óptica cristiana, para la cual la Reve­
lación de la Palabra (creación divina) y la potencia del Verbo sacra­
mental (particularmente en el Bautismo, la Eucaristía, la Penitencia,
fuentes de la vida espiritual por excelencia) conservan un sentido.
Es así que en el punto de convergencia del psicoanálisis y de la
teología,41 escribió D. Vasse: "Dar la inda es el acto de la Palabra de
Dios en la creación, pero es también el acto de la palabra del hombre
en la m uerte. La separación radical consigo mismo en el don de vida
donde ¡a Presencia s'e manifiesta como una relación por igual de
identidad y de diferencia, se vive por Dios en el acto de crear, y por
el hombre en el acto de m o r ir [. . .] Es por esto que a la luz de su
Revelación en Jesucristo, la Palabra se da en pensamiento: en Dios
como don de la Vida que se da en el nacimiento y la creación; en el
hombre como don de la Vida que se da en la muerte y en el final de
los tiempos.” 42
sema una recopilación «le "Ira,ses linales" de im iricntes. No es fácil elegir- entre ellas, lisian
representados todos los tonos. Orgulloso: “Yo he tenido una vida feliz” (Hazlitt). Humilde;
“ He pecado lo suficiente” ('Emperatriz T seu -H i). Im perial: “Yo no cederé” (Eduardo V II).
Sim ple: “M uero” (Chejov). G eneroso: “A m o” (Sarah Bernhardt). Patética: “Q u iero extin­
guirm e ju n to con mi bujía” (M. Baskhirtseff). A. Fabre-Luce, op. cit., 1966, p. 157.
41 Véase sobre este punto a J . Lacan, Écrits, Seuil, 1966, I, p. 159 y ss., II, p. 242 y ss.
12 1). Vasse, “ La présence rcclle ou 1’elTet d’une Parole dans le lien de la m ort”, en Mort et
Présence, Cah. de Psycb, Relig., 5, Lumen Vitae, Bruselas, 1971, p. 282.
K1 autor precisa también: “El recuerdo de la vida recibida en la nada y dada en la muerte
recurre a la esperanza desmedida en una Palabra absoluta, perfectam ente idéntica a su efecto,
la Vida, respecto a la cual la muerte no aparece com o un fracaso, sino como el lu g ar de su
surgimiento etern o, de lo que es testigo, en el espacio y el tiempo, la vida de cada hom bre. Tal
palabra no puede concebirse sino com o P alabra de Dios; y lo que llamamos m uerte se manifiesta
como el lu gar de su ejercicio, el lugar donde ella se da a sí misma en la creación. En efecto, el
concepto de creación no puede pensarse sino como una separación tan radical com,o la m uerte”
(p. 282). Hablar para el hombre es negar la m uerte tratando de convocar a la vida en el
momento mismo en que la muerte se m anifiesta en el cuerpo. Por lo tanto el hom bre recibe y
transmite la palabra como la vida. Pero él no es la fuente de esta palabra viviente. “No es más
que el efecto y el acto. Merced al hom bre, la palabra se dice. Pero el hom bre no la dice, en
verdad" (p. 281).
LA M U E R T E Y E L LEN G U A JE 497

Q uedaría por explicar por qué el hombre siempre ha sentido la


necesidad de asociar la Palabra con el doble misterio de la Vida y
de la M uerte, y lo que ello puede tener a la vez de mistificador y de
reconfortante.
Lo cierto es que salvo la perspectiva religiosa (palabra que vuelve a
dar la vida, en el Sacramento; palabra que da la muerte, en el pecado
verbal; palabra que excluye del seno de Dios, en la excomunión), no
se cree en la palabra letal o vivificante. Los anatemas y las im preca­
ciones no tienen prácticam ente lugar ni sentido en el mundo de hoy;
y tam poco son utilizados los nom bres “propicios” o “antinómicos” de
la m uerte. En cuanto a las palabras catárticas, también se han vuelto
muy raras. Acaso el recurrir a los términos del argot para designar a
la m uerte y al morir, de lo que ya hemos hablado,43 podría reco r­
darnos las relaciones en brom a en su función exorcizadora; pero se
presentan algunas diferencias en tre las dos actitudes. A parte de que
el argot es un lenguaje propio de una capa social muy localizada, su
empleo es estrictamente individual y no se inscribe en ninguna pers­
pectiva ritual.
El interrogatorio al cadáver no tiene evidentemente cabida en Oc­
cidente, puesto que para nosotros el difunto “no es más”. Sin em ­
bargo, las exigencias de la justicia imponen la autopsia en algunas
circunstancias: pero si el m édico forense “hace hablar al m uerto”, él
actúa con exclusivo criterio científico y el lenguaje no tiene allí ca­
bida. No obstante, a veces se le sigue hablando a los despojos m orta­
les y hasta se le dirigen reproches bajo los efectos de la emoción.
Q uedan las arengas a los difuntos. Antiguamente eran de rigor, y
Tucídides nos recuerda al respecto la actitud de Pericles. A los doce
años, Augusto hizo el elogio fúnebre de su abuelo; a los nueve años,
Tiberio el de su padre; y muy jo v en aún, Calígula el de su bisabuelo.

En esta llamada, el autor enum era alred edor de treinta térm inos y expresiones del habla
popular francesa, que significan “m orir” y “matar”. Algunas no tienen traducción castellana.
In clu im os, po r vía de ejem plo, la traducción literal de las que pueden darnos una idea aproxi­
mada. M orir: deshelarse, quem arse, brincar, estirarse o atiesarse, levantar la sesión, beberse el
caldo de las once, tragarse la mascada (d e tabaco) o el acta de nacimiento, m asticar tierra,
encogerse, hacerse polvo, cortar el chiflid o; etcétera.
“La expresión ‘romper su pipa’ aparecía ya en los libelos co ntra Mazarino: ‘rom per el tubo (o
el caño)’. Sin embargo, se ha dicho que esa expresión se originó cuando, al m orir el matemático
Euler, se le rompió la pipa que tenía en l a boca. Según otra versión, la expresión proviene de
que el actor Mercier, mientras rep resen taba el papel de Jea n B a rt, llevaba una soberbia pipa en
la boca, y m urió en escena, padeciendo l a doble desdicha de rom p er su pipa y d e m orir.” R.
S.ibatier, Dictionmnn' de la mort, A. M ichel, 1967, p. 470.
Para m atar se dirá tam bién: reducir, sulfatar, desoldar, destituir, hacer rodar, jeringuear,
congelar, etcétera.
49 8 D E LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

Más cerca de nosotros, Bossuet, Bourdaloue, Fléchier, Mascaron, se


hicieron célebres por sus oraciones en ocasión del fallecimiento de
algunos grandes de este mundo. Esta práctica, que cayó en desuso
después del siglo Xvm, se reduce actualmente a discursos oficiales de
cem enterio; la elocuencia (si exceptuamos la intervención de Mal-
raux para celebrar a un m ártir de la resistencia, J . Moulin), ya casi no
tiene lugar.
De igual modo, no existen ya significantes privilegiados que mani­
fiesten la presencia del difunto entre nosotros. Algunos autores nos
hablan de ciertos indicios reveladores: crujidos y ruidos insólitos:
puerta que se cierra; ventana que se abre; objetos que caen, desapa­
recen y se vuelven a encontrar súbitamente; viento inesperado que
expresaría una presencia, la del difunto.44
A veces el sobreviviente pretende entablar un diálogo con el desa­
parecido, sea directam ente o por intermedio de un tercero. Si hemos
de creerle al antiguo obispo de California, J . Pike, él habló con su
hijo suicidado un año antes, valiéndose de la voz de un médium,
también un religioso.45 Por su parte nos cuenta Belline que después
de veinte meses de silencio, llegó a oír la voz de su hijo único falle­
cido como consecuencia de un accidente, al principio en forma de
presencia invisible, luego como vibraciones sonoras y luminosas:

Y o: M ich e l, tu m a d re m e p r e g u n ta a m e n u d o p o r q u é m e d io s se e sta b le ce n
n u e stra s c o m u n ic a c io n e s .
M ic h e l: D ile a m am á q u e tú e m ite s o n d a s y yo las p e r c ib o .
Yo: ¿ H a y p o r lo ta n to u n a lo n g itu d d e o n d a ?
M ic h el: A sí es.
Y o: ;N o es só lo m i d e s e o d e c o m u n ic a rm e c o n tig o el q u e c r e a estas resp u esta s?
M ic h el: E l d e se o c r e a la “ lo n g itu d d e o n d a ” . T ú h a s e n c o n tr a d o la lo n g itu d de
o n d a . Y o soy tú y tú e r e s y o ; to d a s m is re sp u e sta s d e p e n d e n d e tu s p re g u n ta s.
Yo: ¿ D e p e n d e n ?
M ic h el: S ó lo p u e d o d e c ir te lo q u e tú e re s ca p a z d e t r a n s c r ib ir .

Se trataba sin duda de la “clara audición”, contaminada por los


datos de la ciencia (longitud de onda), vinculada al “tercer oído” al
que aluden numerosos textos esotéricos o sagrados desde los Vedas.
También aparecen los “Visitadores de luz”, fuentes de conocimiento
encam ado, principios de alegría y de vida y portadores de energía.
Todo esto resulta al mismo tiempo conm ovedor, místico y confuso.46

44 Véase por ejem plo M. Ébon, Dialogues anee les morts?, Fayard, 1971.
45 M. É bon ,op. cit,, 1971, cap. i, “L a sé a n c e d e l’évéque Pike". Véase P. M israk iy J. Prieur,op.cit.
48 Belline, L a troisieme oreille, R. L affon t, 1972, pp. 133-136. H abría que recordar también el
LA M U E R T E Y EL L E N G U A JE 499

Habría que mencionar también el problem a de las máscaras. Éstas


desempeñan en África un triple papel: representan a los difuntos en
las diversas ceremonias, particularmente en las de iniciación; p rote­
gen a su imagen de la destrucción, para que su alma no se vea co n ­
denada a errar interminablemente; y además defienden al muerto
contra los espíritus maléficos. En cambio en Occidente las máscaras,
si exceptuamos las de carnaval, no son utilizadas por los bailarines;
sólo conservan un sentido estático de recuerdo o presentificación: tal
el sentido de las “máscaras funerarias” que nos conservan, a veces de
manera muy tergiversada (es bien conocido el caso de Napoleón), los
rasgos del desaparecido, a la m anera de los bustos de los grandes
hombres que se encuentran en los museos o en las plazas públicas;
pero más se trata aquí de una identificación dinámica entre la más­
cara y el antepasado que representa, entre la máscara y el bailarín
que la lleva.47
Quizás es la práctica del silencio la que más emparentaría al hom ­
bre negro con el occidental.48 Universalmente, el silencio está ligado
a la muerte. Y sin embargo también en esto son múltiples las dife­
rencias. Ninguna metafísica preside en tre nosotros al “minuto de si­
lencio” que observamos para conm em orar un acontecimiento dram á­
tico o el recuerdo de un difunto; y también guardamos un silencio
respetuoso en las exequias,49 mientras que el negro-africano, sobre
todo si el muerto es un anciano, practica más bien funerales tumul­
tuosos, con cantos, ritmos de tambor, disparos de fusil. Sólo el duelo,
*
i
caso de los m uertos que se comunican mediante el recurso de las “mesas parlantes”. ¿Autosu­
gestión? ¿Alucinación colectiva? ¿Burdos trucos? Probablem ente las tres cosas a la vez.
47 Véase J . L. B édouin, Les masques, puf , 1967, p p . 89 y ss.
IH Recuérdese los célebres versos de Víctor H ugo, grabados en la tumba de dos niños en el
ccinenierio de Graville-St. llonorine:

Naturaleza de donde todo sale,


Naturaleza a donde todo vuelve,
H ojas, nidos dulces ram ajes,
Que el aire no se alie ve a rozar:
No hagas ruido en (orno d e esta tumba.. .
.. .Deja dormir al niño y a la nmdre llorar.

O los de P. de La T o u r Du Pin:

Irás hacia el grandioso umbral abierto de la muerte


Con un alma elevada y coimada de silencio.

49 Sin em bargo, parece que los holandeses soportan de muy mala gana los pocos m inutos de
silencio en m em oria de sus 2 0 0 mil muertos de la última guerra, en la víspera de su fiesta
nacional.
500 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

en los dos casos, nos ayuda a co m p ren d er lo que es un “d o lo r


nítido”.

2. Nivel de oposiciones pertinentes

En la medida en que éstas conciernen a los arquetipos del incons­


ciente universal, es quizás en el plano de las oposiciones pertinentes
donde parecen más nítidos los puntos de contacto entre los dos sis­
temas culturales. Así encontram os en Occidente, mulatis mutandi, la
oposición en tre buena (o m ás bien bella) m uerte/m ala m u erte,
m uerte fecunda/m uerte estéril, muerte de un joven/m uerte de un
viejo, m uerte real/m uerte simbólica. Pero aún en este plano el sen­
tido de los ritos resulta muy diferente.
En Europa, la m uerte de un viejo ya no es un acontecimiento capi­
tal, que se celebra en medio del alborozo colectivo; y lo que queda
entre nosotros de la iniciación, ha suprimido totalmente la escenifi­
cación simbólica que conduce de la m uerte representada al renaci­
miento. Más aún, si el; negro-africano suscita procesos socialmente
reglamentados para luchar contra los perjuicios de la muerte indivi-
dualizadora, en Occidente asistimos a fenómenos de desacralización
de la m uerte bien caracterizados. La oposición “habitat de los m uer-
tos”/“habitat de los vivos”, no solamente se ha hecho más m arcada
(rechazo de los cem enterios lejos de las ciudades), sino que también
ha perdido su carácter dialéctico: los difuntos no son ya muertos-
presentes, los “muy próxim os” que fecundan la tierra o desposan a las
mujeres, que mandan en la selva pero son disciplinados en el altar
del poblado; se vuelven más bien muertos-rechazados, tanto en el espa­
cio como en el plano de los ritos: si el africano descuida las tumbas
pero sacrifica en el altar de los antepasados, el occidental las adorna
con flores al menos una vez al año, las lustra de m anera ostentosa,
pero hace decir cada vez menos misas por el reposo de las almas.50
La oposición orden/desorden ha perdido mucho de su rigurosi­
dad. Sin duda, la m uerte es vivida como una anomia grave, por
cierto engendra un profundo desasosiego en los sobrevivientes si se
trata de la m uerte de un ser querido, pero no introduce ninguna
perturbación en el circuito de los seres-fuerzas, no desencadena nin­
guna irrupción de potencias numinosas anárquicas; a lo sumo im­
plica un reacondicionamiento de la vida social de los sobrevivientes.
Es que para el occidental, la impureza se reduce a la fetidez del ca­

50 Se puede decir que para el occidental, el continente (tumba, panteón) termina por p re­
dom inar sobre el contenido.
LA M U E R T E Y E L LEN G U AJE 501

dáver, de ah í su preocupación p o r lo que hemos llamado la m uerte


aséptica; ella sólo repercute de m odo limitado sobre el sobreviviente,
de ahí el escamoteo de los ritos del duelo, sobre el que tendrem os
ocasión de volver.
En definitiva, estas diferencias están ligadas estrecham ente a la
concepción del par corte/continuidad. El hombre del A frica da pre­
ferencia a la continuidad (social y metafísica, ontológica o existen-
cial); el occidental, aunque sea creyente, y con mayor razón si no lo
es, se m uestra más sensible a la ruptura. Para el primero, el más allá
es lo muy próximo y lo semejante; para el segundo es lo lejano y lo
lotalm ente-ótro. Así, al transladar lo simbólico a lo im aginario, el
hombre m oderno les quita de alguna manera su carácter dialéctico a
las parejas de oposición pertinentes, las reduce a yuxtaposiciones de
términos opuestos. A lo sumo tra ta de atenuar su incompatibilidad o
de ignorar su existencia, en su lucha contra los daños de la m uerte.

P a r a una especificidad del lenguaje occidental de la muerte

¿La m uerte es un lenguaje o un antilenguaje? ¿Se puede afirm ar con


E. Morin que la muerte es por excelencia el ruido que interrum pe
toda comunicación y hace imposible el mensaje? ¿Mejor aú n , que es
toda comunicación y hace imposible el mensaje? Mejor aún, ¿qué es el
“ruido absoluto”, es decir lo contrario de todo lenguaje? ¿No hay que
m encionar a este respecto el silencio definitivo del difunto, co n tra el
que encalla toda posibilidad de diálogo? ¡No es ése, como sabemos, el
punto de vista del negro-africano, ni el de nuestros espiritistas!
Pero esto no impide el discurso sobre la m uerte o a su respecto.

I . L a p lu ralidad de los lenguajes de/sobre la muerte

Recordemos el doble registro d e los mitos y de los ritos. Tam bién el


O ccidente tiene sus mitos, a veces m itos-relatos, a veces mitos-
dogmas, estos últimos inseparables de la Revelación de la Palabra; y
el Cristo es él mismo Verbo de Dios.51 Algunos de esos mitos tratan
51 A m enos que presenten la creación co m o la consecuencia de la inmolación del Viviente
primordial (G igante, Macho cósm ico, Diosa m adre, Joven mítica); sin olvidar, por supuesto, los
avatares del C aníbal del que nos habla M ircea Eliade, que soñaba con reen co n trar la época
bendita en qu e, antes de su declinación el h o m bre era inmortal y se alimentaba de los frutos de
un único árbol. Circulan en Europa, especialm ente en Europa central, num erosas leyendas,
relatos puram ente lúdicos, que son quizás mitos degenerados y que explican el origen de la
muerte.
502 DE L A C O R RU PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM AG IN A RIO

de explicar la aparición de la m uerte (mito-relato del pecado de


Adán y Eva), de expresar su sentido profundo (pecado original), re­
cordando las condiciones de la salvación y de la vida eterna (mito-
dogma de la Redención). Sabemos cuál es su lugar en la civilización
cristiana; y también habría que considerar el grado de credibilidad
(decreciente) que los hombres de hoy le acuerdan.
En cuanto a los ritos, éstos son lenguas rigurosamente codificadas
que repiten de m an era simbólica las ideas-fuerza de los mitos-
dogmas y mantienen vivas un cierto núm ero de creencias fundam en­
tales, particularm ente las que se refieren a la necesidad de la muerte,
la supervivencia en el más allá, la Resurrección final. Es en este sen­
tido que habría que interpretar la misa de difuntos, los cantos que la
acompañan, el decorado de que se la rodea. De igual modo la evolu­
ción de este rito en el transcurso del tiempo, especialmente su simpli­
ficación, si consideram os la última liturgia cristiana, y el haberle sus­
traído un misterio (no más cantos en latín, sino en la lengua local), la
participación más directa del fiel, la (relativa) desaparición de las
pompas, el dirigirse más a los sobrevivientes que al difunto, expresa
muy bien el cambio de actitud frente a la m uerte del que antes ha­
blamos. Si se agrega a esto la supresión de los cortejos; el divorcio,
para la mayoría de los “actores”, entre el peso social del rito y las
creencias que lo fundan; el pequeño núm ero de personas involucra­
das (salvo que se trate de funerales nacionales o de exequias-es­
pectáculo que se le tributan a un difunto célebre), se podrá apreciar
entonces la diferencia entre los funerales occidentales y los del África
tradicional.
El lenguaje relativo a la muerte se halla en estrecha conexión con
la actividad profesional: el médico, el sacerdote, el empleado de
pompas fúnebres -d esd e el maestro de ceremonias hasta el sepultu­
re ro - no hablan de la misma m anera. Y a nos referimos a las exp re­
siones sofisticadas y crasamente euforizantes que E. Waugh pone en
boca, de los m ercaderes de sepulturas de los Estados Unidos: “Que­
rido d esap arecid o ” (difunto), “q u erid o desam parado” (sobrevi­
viente), “feliz cam po de reposo” (cem enterio). A veces la cosa es
menos poética, en la emisión televisiva P anoram a (27-2-1970), un fa­
bricante de ataúdes entrevistado habla de “una cierta categoría de
envase”. Lo cierto es que los funerales entran en el circuito com er­
cial: se trata de “ modelos” (de ataúdes), de “tipos” (de ceremonias),
de “grupo com ercial” de “agentes de venta”, de “representantes”, de
“servicio posventa”.
En lenguaje sobre la muerte o a propósito de ella obedece a inten­
ciones variadas, y cada una de ellas exige una lectura apropiada. Ci­
L A M U E R T E Y EL LEN G U A JE 503

temos solamente las principales. Antes que nada, el lenguaje especula­


tivo52 del sabio (biólogo, médico, antropólogo), del filósofo o del teó­
logo, estrecham ente ligado a la ideología53 del que lo habla (creyente
o ateo, idealista o materialista).
Después está el lenguaje lúdico,54 que tiene función de redobla­
miento, de catarsis o de evasión, a veces serio (instruye, transmite un
mensaje), a veces gratuito (divierte), o benévolo, o cruel, edificante o
sarcástico,55 dramático o cómico, desmitificador o extravagante:56 es
el lenguaje del escritor, del novelista, del poeta o deí dramaturgo, el
del escultor o del pintor, el del cineasta o del responsable de emisiones
televisivas. Su variedad no tiene límites, van desde las crucifixiones
edificantes de las pinturas italianas a los polémicos yacentes de E.
Pignon-Ernest, desde el gran guiñol al teatro de Claudel, de las em i­
siones de J . C. Averty a íos filmes d e Bergman.
Citemos también el lenguaje informativo, que puede asumir diversas
formas. Ya hablamos del lenguaje com ercial y publicitario -totalmente
ignorado por el negro-africano, ni qué hablar-, que hace entrar a la
muerte en una relación de m ercado y estimula la competencia (jue­
gos de primas, descuentos; nuevos materiales» ataúdes en poliesti-
reno); preocupado por la rentabilidad y la ganancia, incita a gastar
(hacer com prar el ataúd más caro; vender los accesorios más inespe­
rados: zapatos, ropas especiales, reposeras para la cabeza, destinados
a los difuntos).
El anuncio del fallecimiento, que en el África negra se efectúa por
medio de mensajes específicos y sobre todo de ritmos de tambor, se
presenta en Occidente bajo la form a de participaciones,57 o dea n u n -

52 En Á frica, adopta la form a del lenguaje específicam ente oral del mito-relato o del saber
que los viejos sabios poseen, maestros del saber profundo que revelan en las iniciaciones.
53 Ya hemos hablado de los manuales escolares y de su m anera de presentar la muerte del
hom bre y la del anima) (primera parte, capítulo m).
54 El lengu aje lúdico propio de la m uerte es muy reducido en África, es el dominio de los
cuentos o de las fábulas, de las adivinanzas o d e los enigmas, de ios proverbios. En cuanto a la
m uerte-espectáculo, ya sabemos que ella tiene valor de ritual (iniciación, catarsis de los funera­
les).
55 Rabelais habría dicho al morir: “Bajen el telón, la farsa ha term inado." Con más seriedad
habría agregad o luego: “V oy a buscar un gran quizás.'
56 Grimod de la Reyniére envía a sus am igos la participación que anunciaba su propia
m uerte. El día de los funerales, los amigos se en con traron con un ataúd recubierto de un paño
negro en una habitación adornada con colgaduras fúnebres. Entonces un valet anunció: “Los
señores están servidos.” Y e n un com edor transform ado en capilla ardiente, Grimod en actitud
brom ista los aguardaba, sentado a la mesa. A l principio rieron de la ocurrencia, pero se dice
que la com ida fue lúgubre,
57 Sería interesante analizar las participaciones, form ato y dimensiones, estilo y presenta­
ción, redacción y contenido del texto, ectcétera.
DE LA CO RRU PCIÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

dos en los periódicos, mientras que la radio o la televisión sólo intervie­


nen si se trata de personas célebres o de sucesos impactantes (catás­
trofes, accidentes, asesinatos, piratería aérea).
El rubro necrólogico en los periódicos es muy interesante y va­
riado: el del Fígaro difiere del de L ’Humanité o de L'A urore.5K Una
encuesta que realizamos a propósito del diario Le M onde” (3er. tri­
mestre de 1973) puso en evidencia tres clases de formulaciones.59
Unas son puram ente enunciativas en su sequedad: “hacemos saber
que”, o “se nos anuncia el fallecimiento de . . . ” o “se nos participa el
deceso de . . “se nos ruega que anunciemos” o “se nos pide que
participemos” . Otros adoptan un cierto tono afectivo, pasible de gra­
duaciones: Y, X, Z, “tienen el p esa r” o “el muy grande pesar de
a n u n c ia r” o “ de p a rticip a r” ; Y , X y Z “ tienen la p e n a " o “ la
muy grande pena de . . “tienen la tristeza", “la gran tristeza”, o
“participan con verdadera tristeza”; X, Y, Z, “tienen el hondo dolor”,
o “el gran dolor”, “el inmenso dolor”, “el profundo dolor”, “el incon­
solable dolor” de . . . A veces se habla de “deceso”, a veces de “desa­
parición”, o de “pérdid^” o de “pérdida irreparable”. Algunos agre­
gan una dimensión religiosa: “Ha querido el Señor llamarlo a su
seno” ; “X ha entrado en la alegría del Señor”; “X , a quien Dios ha
llamado a Él”, etc.), que en ocasiones va seguido del fragm ento de un
salmo, de una letanía o de una fórmula evangélica. Sucede también
que se recuerdan los vínculos con el difunto (“todos los que lo cono­
cieron y am aron”, “sus parientes, allegados y amigos”, “sus cam ara­
das o com pañeros de guerra”), o que se invita a com partir el dolor
de los próxim os (“les ruegan com partir su tristeza y su esperanza”).
El anuncio necrológico que a m enudo hace las veces de participa­
ciones (“el presente aviso sustituye a las participaciones”), se hace
más im portante en la medida en que el difunto era un personaje de
relieve (y entonces se recuerdan todos sus títulos; a veces hasta se
incluye una breve biografía), o si tenía una familia grande (se incluye

58 So lia hecho el cálculo de ia im portancia de las superficies ocupadas en los diferentes


diarios por los títulos, fotografías y artículos dedicados a los difuntos. Para la sem ana del 10 al
14 de abril de 1969, sobre 10 diarios parisienses se obtuvo un total de 4 6 .7 7 5 cm 2, que van
desde 9 157 para el Fígaro hasta 522 para Combat, pasando por 6 391 (France-Soir),6 2 2 9 (Pari­
sién Liberé), 4 2 9 7 (VAurore), 2 445 (L ’H umanité), 2 225 (L a Croixl- Si se calcula la superficie
dedicada a ios m uertos en relación a la su perficie total del diario, se obtienen las siguientes
cifras: P aris-Jou r (2,82), Parisién Liberé (2,57), F ígaro (1,93), France-Soir (1,66), L e M onde (1,54),
Paris-Pressc (1,4(5), La Croix (1,44), L'Aurore (1,4 2), L'fhtm anüé (1 ,‘SH) Comital (0 ,4 3 ). Véase J .
Potel, op. cit., 1970, pp. 20-23.
5S La distribución estadística es la siguiente: 1er. grupo (19%), 2o. grupo (75%), 3er. grupo
( 6 %).
LA M U E R T E Y EL LEN G U A JE 505

la nómina completa de sus integrantes) o numerosos amigos y alle­


gados.
Generalmente se indica el lugar y la fecha de las ceremonias, lo
que constituye una invitación tácita a participar en ella; salvo que se
indique expresam ente que todo se efectuará “en la más estricta inti­
m idad” (hasta puede o cu rrir que el deceso se anuncie después de la
inhumación, y que se haya enviado previamente una participación a
los más íntimos).
También suelen incluirse recomendaciones en el anuncio: invita­
ción a “reunirse con la familia a través del pensamiento”,60 “a rogar
por el reposo del alma del difunto”, o a que no aporten “ni flores ni
coronas”.81
Un último aspecto del discurso informativo puede referirse a las
inscripciones en las tum bas. Ya dijimos algo con respecto a las fór­
mulas conmovedoras y ridiculas que se encuentran en los cem ente­
rios de perros o de animales favoritos. En lo que atañe a los humanos,
las inscripciones son bastante uniformes (nom bre, apellido, fecha
de nacimiento y de m uerte, en ocasiones fotografía), y a veces inclu­
yen ciertas precisiones sobre el m orir (“m u erto piadosam ente” ,
“m uerto por Francia”, “m uerto accidentalmente”).
Los epitafios, antes privilegio de los nobles, pueden encontrarse
todavía, si bien hoy son raros, y merecerían ellos solos todo un libro
(una encuesta se está realizando en Francia al respecto). Los hay to­
cantes, o románticos; los que aluden a la brevedad de la vida; al
poder del am or más fuerte que la muerte; a la permanencia del re­
cu erd o; a la esperanza de reencontrarse en el cielo (a menudo se cita
a los poetas, especialmente V. Hugo, Lam artine, Musset). Otros, de­
cididamente sentenciosos, invocan el ideal laico (“Igualdad del hom ­
bre y la mujer”; “A cada uno según su capacidad, a cada capacidad
según sus obras”; “La edad de oro no está en el pasado, sino en el
futuro”, como se lee sobre la tumba de Enfantin). Hay quienes glori­
fican al difunto, no sin incurrir en excesos notorios (“Al alma can­
tante, a la incomparable Isolda, a la genial y divina Felice Litvinne” :

60 Esto aparece con mayor frecuencia e n las cerem onias de aniversario: “Para el [equis]
aniversario de la muerte de [ . ..] se les pide un pensamiento am istoso a todos los qu e lo cono­
cieron y am aron” ; “un pensam iento piadoso se pide el [ . . .] para el [equis] aniversario de
[ . . .] ”, etcétera.
61 El lenguaje de las flores m erecería u n largo análisis (“el don de vivir ha pasado a las
flo tes”, escribió Valéry en el Cimetiére M arin.) Flores blancas para los jóvenes, flores de color
(rojas o malvas sobre todo) para los adultos. Se ha dicho.que la escabiosa de flores violeta
oscuro es la flor de las viudas. Es sabido el lugar que ocupan en las coronas fúnebres el clavel,
la rosa, el iris y el crisantemo. En el África no hay flores para los m uertos (salvo en los medios
urbanos aculturizados).
506 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

se trata de una cantante célebre inhumada en el Pére Lachaise), o


esperan para el muerto una recompensa digna de sus virtudes (sobre
la tumba de G. Besancon, aeronauta, se lee la fórm ula siguiente: “En
1111 cielo todavía más herm oso que el de los aeronautas, quiera Dios
otorgarle las recompensas de sus virtudes”).
En la tumba de un sabio puede figurar a veces la lista de sus des­
cubrimientos (J. Peltier); en la de un poeta, algunos de sus versos
(A. de Musset); en la del ideólogo, su profesión de fe (Enfantin), etc.
Hasta pueden encontrarse epitafios antiepitafios, como éste: “Ami­
gos de los malos versos, no agravien mi tumba” (epitafio de Passerat
p ara él mismo). Por último recordem os que la comisión investiga­
d o ra de epitafios censuró en 1877 esta inscripción funeraria plena de
dudoso realismo: “Pasantes . . . ¡hasta pronto!”62
Ju n to al lenguaje especulativo, lúdico e informativo, se sitúa el que
podríam os llamar lenguaje de circunstancias. Este se basa ante todo en
las actitudes: gestos globales de duelo, tan im portantes en el Africa
negra, y que van perdiendo vigencia entre nosotros (supresión de las
ropas negras o grises, de los velos para las m ujeres y otros signos
distintivos; inexistencia de prohibiciones), fórmulas y actitudes de
condolencias a menudo estereotipadas, y que el nuevo rito cristiano
acaba de suprimir (el contacto físico del apretón de manos o del beso
tiende a desaparecer en los medios urbanos); por último, sentido
profundo de los cantos, oraciones y ritos funerarios, sobre los cuales
volveremos.63

2. A propósito de algunos rasgos importantes

El lenguaje traduce apropiadam ente la negación tanática, a la que se


recurre con frecuencia. Para huir del trauma de la muerte, el occi­
dental evita pronunciar su nombre: “desaparecido”, “ausente”, “víc-
82 Se encontrarán ejemplos num erosos y con frecuencia muy curiosos en el libro ya citado
de M . Dansel, Au Pére Lachaise, Fayard, 1947. Consúltese tam bién R. Sabatier (op. cit.), M. Vove­
lle (op. cit., 1974), D. Stanim irovitch, Un art populaire a présent disparu, Correo de la Unesco,
septiem bre de 1974, pp. 17-20.
63 Habría que intentar todo un análisis semántico de las fórm u las vinculadas con la muerte
(condolencias, cantos y oraciones, m aneras de hablar de la m uerte, de los difuntos,^maneras de
exp resar las creencias en el más allá), tanto en sí mismas como en relación con las clases sociales
y los medios socioculturales. E l m étodo del análisis jerárq u ico de L . Guttman, tal como lo ha
dem ostrado J . Maitre (Les Sondages sur les attitudes religieuses des Francjiis, Rev. Franc. de Socio.,
1961, 2, pp. 14-19) y A. M artins (L ’analyse hierarchique des attitudes religieuses, Rech. Sociol. de
R elig., II, enero-junio de 1961, pp. 71-91), se muestra muy fecu n d o en este punto. Véase J .
M aitre y A. Martins, Statistiques sociologiques et entretiens qualitatifs, en Mort et présence, op. cit.,
1 9 7 1, pp. 53-84.
LA M U ERTE Y EL L E N G U A JE 507

tima”, son sustitutivos habituales; o bien se prefieren las fórmulas


tranquilizadoras (“él partió”, “ella descansa”), o reconfortantes (“ pia­
dosamente fallecida”, “llamada a Dios”, “ha puesto su alma en manos
del Señor”, “ha ido a reunirse con los ángeles” (en el caso de un
niño); o simplemente enunciadores (“no está más”, “nos ha dejado”).
Si la muerte se hace amenazante o ineluctable se habla de “desen­
lace fatal”, de “tragedia”, de “drama”, de “catástrofe”, de “ensaña­
miento de la suerte”. También es común el empleo de perífrasis para
evitar hablar del cadáver, a pesar de que es la única manifestación d e
la presencia/ausencia del difunto:64 entonces se hablará de “despojos
mortales” si se trata de una persona im portante; pero p ara u n
muerto ordinario se hablará simplemente d e “cuerpo” o también de
“ataúd”, de modo que el continente más noble sustituye al contenido
más doloroso.
Con mucha frecuencia, ei lenguaje se refugia en la vaguedad y la
imprecisión, callando las etapas y manipulaciones intermedias (“ X fa ­
lleció en el h osp ital[. . .] Las exequias tendrán lugar en la iglesia
d e f . . . ] La inhumación se efectuará en el panteón familiar”, “se r e u ­
nirán en la casa m ortuoria”). Con el m ismo alcance pueden citarse el
empleo de térm inos del argot con finalidades catárticas, o las múlti­
ples evocaciones consoladoras que provoca la palabra cem enterio
(reposo, pradera), según ya dijimos.65
Además, el lenguaje de la muerte adopta a menudo en nuestros
días la form a de un lenguaje de clase. 66 Se dice que el rey y el pastor
son iguales ante la muerte. Es cierto que todo hombre debe m orir
necesariamente, cualquiera que sea su origen y «ondición; y la tanato-
morfosis es la misma no importa la calidad del'difunto (por más que
hoy como ayer el embalsamamiento no esté al alcance de todos). Y
sin embargo, la segregación se infiltra en la muerte tan insidiosa­
mente como en otras partes. La desigualdad ante la esperanza de

64 Recuérdese la frase de Bossuet: lo que queda del vivo cuando muere “no tiene no m bre en
ninguna lengua” . El em pleo de la perífrasis en Á frica sólo tiene lugar si se trata del falleci­
miento de un rey o en caso de mala m uerte.
65 Sabemos que se evita hablarle de muerte a un m oribundo y a su sobreviviente. E n el
nuevo ritual fun erario protestante, la muerte es solam en te "señalada", el difunto “record ado",
la liturgia “psicologizadora y aseguradora”. El m édico, p o r su parte, se refugia en un lenguaje
altamente técnico. E n nuestras iglesias, siempre los serm ones sobre la muerte han sido ra ro s e
insípidos. ¡Se puede hablar aquí de lenguaje perdido \
66 Hay por cierto desigualdades en el África n egra, no de origen económico (salvo en las
ciudades), sino culturales. Tales desigualdades están ligadas al m orir (buena y mala m uerte), al
estatuto social (m uerte del niño o del viejo; muerte de una persona común o muerte del rey), y
al desigual acceso a la ancestralidad (los difuntos desprovistos de progenitura o privados de
funerales se convertirán en espectros y desaparecerán.)
508 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

vida y las formas del m orir se ha mencionado ya ampliamente,67 y no


vale la pena insistir en ello. Es verdad que se han intentado esfuerzos
loables, no sólo para erradicar la desigualdad ante la muerte, sino
también para luchar contra la desigualdad letal; mientras que hoy la
“inmortalidad” sólo está reservada a una élite hereditaria. Pero esto
no es suficiente para hablar, como hace Fabre-Luce, de una dem o­
cratización de la m uerte.6K
Especialmente la situación de los trabajadores inmigrados nos
m uestra la inutilidad de tales propósitos. “ Sólo la nómina de las víc­
timas del luego en algunos meses ilustra el escándalo: un niño ita­
liano de doce años y su hermano mayor, descubiertos asfixiados en el
Blanc-Mcsnil. El día antes, en F.vreux, (res esposas de trabajadores
yugoslavos y una niña, muertas en una casucha de tablas. Tres alba­
ñiles portugueses asfixiados en T rap p es. Una chiquilla argelina
quemada en la cabaña de 11 m2 donde habitaba toda su familia. En
Carnbrai, dos niños marroquíes carbonizados, y en Villeurbanne, tres
niños españoles quemados vivos en el carrom ato donde vivían. La
misma noche, tres pequeños argelinos corrieron la misma suerte. Y
la lista se prolonga: cuatro niños españoles quemados vivos en el Val
d ’Oise, otros cu atro asfixiados en Chaville, dos yugoslavos en Mose-
lle, tres portugueses en Noisy-le-Grand, un niño argelino en Nante-
rre, etcétera.69

67 Véase nuestra segunda parte, cap. II. Sin embargo recordem os algunos datos significativos.
“ La reabsorción de la desigualdad ante la enfermedad y la m uerte, cualesquiera que sean las
medidas compensatorias que adopte el Estado (la Seguridad Social francesa está considerada
com o un modelo), hoy está todavía en sus comienzos. L a esperanza de vida en 1955 iba desde
los 60/62 años para los peones hasta 72/74 para la profesiones liberales, pasando por la je r a r ­
quía social más explícita: mineros (58/61), obreros (63/65), comerciantes (65/67), em pleados
(68/70). La mortalidad infantil entre los peones es tres veces superior a la de las'profesiones
liberales. De una m anera general, la mortalidad de los once primeros meses es cinco veces
m ayor entre los hijos de peones, y siete veces más m arcada entre los mineros, que en tre los
hijos de integrantes de profesiones liberales.” La desigualdad social puede también trasladarse
al plano geográfico, el norte y el Paso de Calais tienen una “supermortalidad” destacable; la
región parisiense, el porcentaje más débil de Francia. Interviene toda una serie de (actores en
la determinación de esta dem ografía de la desigualdad. La implantación de métodos de trata­
miento (materiales y hum anos) es sin duda un elem ento fundam ental de una estrategia “libe­
ral” del homicidio involuntario perpetrado por laclase d om inante. Véase J . C. Polack,op.cit., 1971,
p. 33 y ss.
68 Op. cit., 1966, pp. 41-42.
69 G. Mauco, Le Monde, 23 de marzo de 1973.
Cuando mueren cinco negros africanos el 4 de enero de 1970 en el incendio de un cam pa­
m ento de casuchas en Aubervilliers, toda la opinión se estrem ece. Pero sólo irán a despedirlos
bajo la nieve algunos cientos de sus compatriotas a n L e s d e que fueran conducidos al Instituto
M édico-Forense. Durante el entierro, la multitud tuvo la misma excitación cuando la cerem o ­
nia se desarrolló según los ritos musulmanes: formas veladas de blanco, llevadas por cu atro
LA M U E R T E Y E L LEN G U A JE 509

El estudio de los rumores sobre estos casos está lleno de enseñan­


zas. El 21 de enero de 1971, u n niño portugués aparece m u erto, se
dice que fue devorado por las ratas. Pronto el asunto es politizado
por los partidos de izquierda, especialm ente el partido com unista y el
partido socialista unificado: el niño es “extranjero” y la ra ta “fran ­
cesa”, por lo tanto hay que poner en aprietos al gobierno. Después se
sabe incidentalmente que el niño fue mordido por un h urón (portu­
gués, por o tra parte) que criaban sus padres. Entonces el asunto se
olvida, la m uerte del niño era sólo un pretexto. El caso no requiere
comentarios.
La desigualdad se presenta también en otro plano, el de los ritos y
los cem enterios. A pesar de algunas iniciativas felices (supresión de
las clases en la Iglesia católica, ayuda a los indigentes e iniciativa de
algunas com unas de tomar a su cargo a los pobres, etc.), las desi­
gualdades en el plano de las “ pom pas fúnebres” y de las condiciones
de inhumación siguen siendo evidentes,70 y se sabe que el ataú d , por
ejemplo, es “la parte más rentable del monopolio, aquélla sobre la
cual los concesionarios, así com o también los que dirigen el negocio,
obtienen los beneficios más espectaculares”.71
En cuanto a los cementerios, el contraste entre el lujo insolente de
algunas tumbas y el simple túm ulo cercado de piedras y adornado

hombres, lo que puso de manifiesto toda la reticencia de la sociedad francesa p ara aceptar una
imagen de la m uerte que no esté de acu erd o con la suya, aún en las circunstancias más abru­
madoras. Véase M. Marie, Par-delá le miroír. On croit p arler des immigrés alors qu'en f a i t .. . tesis de
doctorado del 3er. ciclo, e p h e , 1 9 7 4 : “L o s cinco negros muertos asfixiados en u n tugurio de
Aubervilliers, com o tres años después lo s ocho árabes muertos en Marsella, recu erd an que al
margen de la lógica reconocida del aparato de producción, irrumpen en el orden social aconte­
cimientos brutales (que llevan consigo un contenid o salvaje), y entonces ese ord en social genera
de apuro toda una serie de emplastos p a ra tratar de cubrir las brechas. Del lado gubernam en­
tal: después de Aubervilliers, se pone en m archa la política de eliminar los barrio s miserables:
discursos y ‘visitas’ del señor Chaban-Delmas, creación del g i p , disponibilidad d e fondos espe­
ciales [ . ..] después de los asesinatos de M arsella, el presidente de la República, señ or Pompi-
dou, envía un m ensaje de simpatía al de A rgelia, señ o r Boum edienne. Pero tam bién se ve algo
parecido en las organizaciones de izquierda: alertan a la opinión pública [ . ..] y reclam an la
aplicación inm ediata por los poderes públicos de la ley del 1 de julio de 1 9 7 2 q u e sanciona las
incitaciones y la difam ación dirigidas c o n tra los trabajadores inmigrados (sic), y en tonces orga­
nizan una jo rn a d a nacional de solidaridad, pues ‘el racismo divide, el racismo m a ta ’. ’
70 El caso de una portuguesa casi arru in ad a po r el entierro de su m arido, m uerto en el
hospital, fue referid o en mayo de 1970 p o r un diputado del Val d’Oise. Esta em isión televisiva
tuvo gran resonancia.
71 J . P. C lerc, “Las exequias, com ercio o servicio público”, he Monde, 23 de octu bre de 1970,
página 26.
Igualm ente los hindúes carentes de fo rtu n a no pueden aspirar a la incineración, y entonces
sus cadáveres son abandonados a los anim ales o arrojados al río. Entre nosotros, existen desde
el humilde ataúd de pino hasta el féretro de roble co n agarraderas y crucifijo d e gran precio.
510 DE LA CORRUPCIÓN C O R P O R A L A LO IM AG IN A RIO

con una desnuda cruz de m adera, es un hecho bien conocido, del


que el Cam posanto de Milán constituye un ejemplo caricaturesco. La
segregación es también topológica: en Guatemala, los ricos tienen su
mausoleo en el centro del cem enterio; a su alrededor se sitúan las
tumbas de los indios letrados y enriquecidos; por último, en la peri­
feria, los jorn aleros agrícolas, los vagabundos, los pobres abandona­
dos sin ataúd en el fondo de un ag u jero .72 La muerte, lejos de igua­
lar a los hom bres, confirma así sus diferencias sociales. “El cem ente­
rio es e n tre nosotros el reflejo de nuestra sociedad, fragm entada en
grupos, estratificada en clases, ce rra d a sobre sí misma, esencialmente
endogám ica y no abierta a los otros: con sus separaciones (el sector
protestante, el sector católico, a veces el sector judío); el rincón de los
musulmanes, la zona de los com batientes, los monumentos de las
grandes familias, las tumbas más m o d estas[. . . ] de la clase media, las
raras fosas con una cruz de m adera para los proletarios. Los vivos se
sirven de sus muertos como de una lengua para expresar m ejor sus
status, sus lugares en la sociedad, su falta de com unión con los
otros.” 73
Por últim o, la desigualdad se traduce de una tercera m anera, hay
muertos de los que se habla (inmortalizados por la palabra: “Están
los que no m ueren del todo”, escribía N. Feld en L ’Humanité a propó­
sito de iMaurice Thorez, “porque su obra inmensa los perpetúa. Y
Maurice estará con nosotros m ientras el Partido viva”); y están los
otros, de los que no se habla más (m uerte escato lógica); com o están
también los celebrados periódicam ente en su aniversario, y los que
jamás son invocados, a quienes la maleza les recubre pronto su
tumba destruida. Algunos son célebres anónimamente (la “comunión
de los Santos”, equivalente cristiano de los “antepasados colectivos”
del África negra), y otros lo son p o r sus nombres. Existe también una
especie de beatificación de las personas de acuerdo con su función, si
les tocó sufrir un destino trágico (Kennedy, Luther King); y otras
veces se celebra un origen m odesto (E. Piaf: “La muchacha de las
calles”, “L a hija de la miseria”, que sucumbe “después de haber lu­
chado toda la noche”). Reencontram os aquí el culto de los héroes,
del que hablamos anteriormente a propósito del peregrinaje a Co­
lombey. A este respecto, los medios de comunicación de masas de­
sempeñan un papel preponderante, tanto en la elección del perso­
naje que inmortalizarán, como en los procedimientos que emplean

72 Tam bién se encuentran los cementerios de precio único (Thiais, Bagneux, Ivry), prolonga­
ción délos HLM, por oposición a los cem enterios d e tres categorías o Samaritaine de Lujo (M ontpar-
nasse, Pére Lachaise, Montmartre); L. Doucet, 1974, p. 128.
73 G. B astid e, “Le sens de la mort”, en É changes, 9 8, París 1970, pp. 11-13.
LA M U E R T E Y EL LEN G U A JE 511

para perpetuar su recuerdo. Dentro de un siglo, los hijos de nuestros


bisnietos verán a De GauIIe, Churchill, Stalin, Ju an X X III, así como
también a Yuri Gagarin, Fausto Coppi, Marylin M onroe y Edith Piaí,
reunidos a través de la magia de un filme o de la banda magnética.
Pero muchos otros, y no de los menores, no tendrán la misma for­
tu n a.74

Muerte justificada, muerte injustificable

El lenguaje de la muerte nos conduce también al problema del sen­


tido. El hombre siempre ha tratado de explicar la m uerte, o al menos
de ver si podía justificarla. Dado que existe, y visto que su negación
jam ás puede ser absoluta - a lo sumo puede referirse a la minimiza-
ción de sus efectos; a la posibilidad que tiene el hombre de trascen­
derla; a su intento de reducirla a un tránsito o a una mutación que
haga posible otra vida; a su carácter de prueba, que promueve al
hom bre o lo condena-, hay que decir por qué existe. Los mitos, los
dogmas religiosos, las “revelaciones”, se han aplicado a ello con ma­
yor o m enor fortuna. Es así que el hombre tiene la seguridad de que
va a m orir, pero sobre todo la ilusión de saber p or q u é debe m orir.75 Las
razones particulares de la m uerte de X o de Y entran entonces en el
dom inio del empirismo que m anipulan los técnicos: el adivino
(Á frica negra); el m édico, el funcionario del Estado Civil (Occi­
dente).
Si para el negro africano la muerte cotidiana, familiar, domesti­
cada, se integra en su sistema de pensamiento, y encuentra siempre
un sentido o una legitimación, no ocurre lo mismo con el occidental.
Numerosos pensadores se niegan a ver buenas razones en las razones
invocadas para justificar la muerte. Nos dicen que la muerte, como la
vida, es absurda, pero más la m uerte que la vida, puesto que de un
m odo arbitrario ella hace imposible mi consumación, y visto que “en­
cim a de todo uno se m uere”, al decir de J . P. S artre.76 Semejante

74 Véase M. Herr, “La nouvelle im m ortalite’, L e Pélerin du 20e. suele, 15-6-í 969 : “Podemos
im aginar, dice, lo que sería nuestra religión católica si la televisión hubiera existido cuando
Cristo estuvo en la tierra.”
75 Razones religiosas (falta o transgresión, castigo del pecado) razones biológicas (teorías del
envejecim iento), razones psicológicas (instinto de m uerte en Freud). El marxismo no está tan
lejos del psicoanálisis como se podría cre er, puesto que se trata d e las fuerzas de destf-ucción
que no son derivadas: no relaciones de producción que se subvierten; unas serían tan primiti­
vas y fundam entales como las otras. Véase D. Domarchi, op. cit.
78 El tema de la muerte injustificada e injustificable aparece claram ente en Cavanna (“No lo
lie leído, no lo he visto, pero he oído hablar de é l”, Chatlíe Hebdo, 4 0 , 23 de agosto de 1971):
“ Nacer para m orir, ¡qué porquería! Así es, no lo dudes; toda la gente ha pasado por eso desde
512 DE LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM AG IN A RIO

absurdidad engendra la pasividad: se muere ¿y después? ¡Después


nada!; la rebeldía: fascinación de la muerte individual en el suicidio o
de la m uerte colectiva (suicidio cósmico de N. von H artm ann: el
hombre tiene hoy la posibilidad de lograrlo con el arm a nuclear); o
de lo con trario, comprometerse con el absurdo: “Se trataba antes de saber
si la vida debía tener un sentido para ser vivida. Ahora parece que,
por el contrario, la vida será vivida tanto mejor en la medida en que
no tenga sentido alguno”,77 escribía A. Camus.
La m uerte justificada o la m uerte in justificable no le han impedido
jamás al hombre perseguir discursos explicativos, y los razonam ien­
tos para darle 1111 fundamento al absurdo se parecen extrañam ente,
por su estructura y su principio, a los justificados por la razón. La
explicación es simple, y es también A. Camus quien la da: “Sigo cre­
yendo que este mundo no tiene un sentido superior; pero en cambio
sé que algo en él tiene sentido, y es el hombre, porque es el único ser
que exige que lo tenga.” 78

Lenguaje de la muerte, lenguaje de los muertos, lenguaje a propósito


de la m uerte, tales son los tres tem as que acabamos de exam inar. Así
hemos podido apreciar todo lo que separa y aproxima en este punto
al occidental y al negro africano, gracias a una infraestructura in­
consciente com ún. En efecto, en los dos casos se trata de reglam entar
por la omnipotencia del verbo las actitudes y los com portamientos,
ya para dom esticar la muerte, ya para precaverse <U- ella. Este len­
guaje no está hecho simplemente de palabras y liases, sino también
de silencios, de encantamientos, de interjecciones, de gestos y de
mímicas. Fruto de la inteligencia especulativa, suele estar a menudo
penetrado de fantasías (individuales o colectivas), en relación con el
sistema sociocultural, ya sea de orden oral o escritural, gestual o acti-
tudinal. Lo que nos conduce, ciertam ente, a lo imaginario. Pero lo
imaginario p o r excelencia es el símbolo.

que el m undo es mundo. ¿Y entonces? Su resignación no me concierne. Saber que millones de


otros cerdos se m atan unos a otros en el m atadero no me hace encontrar más agradable el filo
del cuchillo sobre el pescuezo.” O , asimismo (núm . 42, 6 dé septiembre, de 1971): “ ¡N o, buenas
gentes! Existim os por azar. Somos mortales por azar. Nada se pudo contra el p rim er azar. En
cuanto al segundo, mientras haya vida [ . •.] ¡A condición de moverse! ¡Y todos ju n to s!” Véase I.
Lepp, op. cit., 1966, cap. v.
77 Mito de Sísifo, op. cit., p. 18. El autor ag reg a: “Vivir, es hacer vivir el absurdo [ . ..] La
expresión absurda aparta del suicidio. Se podría cre er que el suicidio sea la rebelión, pero no
es así. Pues no es ése su resultado lógico. Es exactam ente su contrario, en razón del consenti­
miento que supone. El suicidio, como el salto, es la aceptación en el límite” . Ibid., p. 77.
78 Lettres a un am i allemand.
XIII. LA M UERTE Y LOS SÍMBOLOS

L a f o r m a m á s rica del lenguaje es por cierto el símbolo, noción poli-


sémica si la hay.1 Al respecto deben tomarse en consideración dos
polos principales, que sintetizamos en el siguiente cuadro:

Símbolo .wciorreligioso Símbolo científico

¡co n icid a d D ébil F u e r te


R e fe re n te N o v alo rizad o V a lo rizad o
F u n ció n D e in d icació n D e su g estió n
S iste m a d e regulación O p e r á c ió n lógica R ito , acción vital

Los problemas de la m u erte operan sobre los dos registros: la


m uerte inteligida o representada valoriza al prim ero; la m uerte vi-
1 Desde el punto de vista etimológico, sím bolo significa “signo de reconocim iento constituido
por dos mitades de un objeto quebrado, q u e se aproximan; más tarde, signo cualquiera, ficha,
sello, insignia, palabra de orden” (Laland e, Vocabulario técnico y crítico de filosofía). Se entiende
tam bién por símbolo “lo que representa a otra cosa en virtud de una correspondencia analó­
gica. S e dice: 1° de los elementos de un algoritm o riguroso: los sím bolos num éricos, algebrai­
cos; 2” de lodo signo coiKTt'lo íju r evoca (por relación natural) algo alísenle o imposible de
percibir: el esp ed ro símbolo de la realeza” (l.alande).
- D eben tom arse en consideración un cierto número de distinciones:
a) El símbolo difiere de la imagen o evocación asociativa de dos realidades concretas; el
sím bolo es la asociación de una imagen co n cre ta con una idea abstracta.
b) E l símbolo no se reduce a un esquem a (que es sólo simplificación lógica), pues tiene pbr
finalidad traducir datos inmateriales en d atos sensibles; más que sim plificar, lo que hace es
com plejizar.
c) El símbolo no es el signo vinculado a la cosa por una convención arbitraria, pues supone
un vínculo verdadero entre el objeto y la idea significada por este objeto. Según J . Piaget: “Un
símbolo debe definirse como un lazo de sim ilitud entre el significante y el significado, mientras
que el signo es ‘arbitrario’ y reposa necesariam ente sobre una convención. El signo requiere
por lo tanto de la vida social p ara constituirse, mientras que el símbolo puede se r elaborado
por el individuo solo (como en-los ju eg o s de niños). Es obvio por o tra parte que los símbolos
pueden socializarse, y un símbolo colectivo es en general mitad signo, mitad símbolo. Por el
co n trario, un puro signo es siem pre colectivo” (La psychologie de l’intelligence, A . Colin). Por
descontado que será el símbolo colectivo e l que habrá de ocuparnos.
- El símbolo no debe confundirse co n el em blem a (que es sólo un signo), aunque pueda
convertirse en emblema: por ejem plo, el fé n ix , símbolo de la resurrección entre los antiguos, se
ha convertido en emblema de las sociedades de seguros.
- P or último, no se deben poner en el m ismo plano el símbolo y la alegoría: ésta se limita a
sum inistrar una apariencia a una idea abstracta, mientras que el sím bolo es vivido, posee una
resonancia afectiva, extrae de lo concreto una significación diferente.
513
514 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM AG IN A RIO

vida y ritualizada acap ara más bien el segundo. También aquí ocu­
pará nuestra atención la com paración en tre la actitud negro-africana
y la posición del occidental.2

La SIM B Ó L IC A N E G R O -A FR IC A N A 3
/ r'

Universalmente, la m u erte aparece como un símbolo, el de la finitud


(aparente para el hom bre negro) de la existencia individual. Ya se
trate de relatos míticos o de prácticas rituales, ella remite además, de
m anera irrecusable, a una totalidad orgánica de símbolos que perm i­
ten, no sólo explicar su origen, subrayar su presencia, expresar sus
aspectos, sus modalidades, sus momentos, sino también y sobre todo
superarla. Sólo tom arem os en cuenta este último punto. Pero pre­
viamente es necesario reflexionar sobre el sentido y el alcance del
símbolo; más exactam ente de la simbólica ritual negro-africana.

A propósito del símbolo

1. Connotación simbólica

El símbolo, signo representado de segundo grado, es sólo una idea


abstracta, pues supone una valorización del referente. Si el color
blanco es el signo que simboliza el duelo (referente), lo es en función
de una escala de valores donde el blanco en tra en un paradigma con
otros colores.4 Signo de valor (social) por excelencia, el símbolo con­
tiene así una carga afectiv a o emocional innegable. Y esto con tanta
mayor facilidad cuanto que está generalmente sobredeterminada.
Veamos el ejemplo de la alfarería yoruba (Dahomey, Nigeria), de­
dicada a las divinidades (Vodun) y a los antepasados. Ella es antes
que nada una suma de símbolos en el plano de las formas (aspecto
general, asa, pie, cuello, tapa); y también por los ideogramas o picto-

2 Desde que un símbolo se representa, se lo inscribe en una cultura considerada “com o un


conjunto de sistemas sim bólicos, donde se sitúan en prim er lugar el lenguaje, las reglas m atri­
moniales, las relaciones económ icas, el arte, la ciencia, la religión". C. Lévi-Strauss.
3 En la historia de la hum anidad se encuentra un cam po simbólico relacionado con la
m uerte, de una riqueza muy g ran de, por no decir sorprendente. Véase por ejemplo: Le livre des
mortsdesanciensÉgyptiens, C erf, '1967; Le Bardo Thódol. Livre des mortsthibétains, Maisonneuve, 1972;
S. Lem aitre, Le mystére de la mort dan s les religions d'Asie, p u f , 1943; J . G. Frazer, L a crainte des morís
dans la religión primitive, N ourry, 1935. A propósito de los códices mayas, véase la excelente síntesis
de D. Couveihnes, Les cautum esfunéraires chez les Mayas, B ull. Soc. T han to -, 3-4, 1973, pp. 63-85.
4 Véase M. Houis, Anthropologie linguistiqúe de l’Afrique noire, puf, 1971, p. 100 y xs.
LA M UERTE V LO S S ÍM B O L O S 515

gramas de que se los reviste. Además, ca d a vasija ritual es al mismo


tiempo: un recipiente sagrado, en el plano del signo, destinado durante
el rito a “recibir” al antepasado; el extracto de un texto verbal, por lo
tanto un vehículo de informaciones reconocidas solamente por los
iniciados; el punto de partida de una serie d e actitudes, de una totalidad
coherente y codificada de respuestas p o r parte de los que “leen” el
símbolo.5 Por lo tanto, el signo equivale aquí al soporte material de la
significación; se convierte en un campo emocional específico, que les
permite a los miembros del grupo reconocerse, y al grupo entero
sellar su unidad, y de-ese modo reproducirse.
Así, la simbólica africana es un lenguaje. Pero no importa qué len­
guaje: ella quiere ser la expresión de un dram a, el de la vida, el de la
lucha en la cual se enfrentan la Vida y la Muerte. En suma, cada
símbolo implica: una alusión al saber, procedimientos mnemotéccos,
unidades de almacenamiento que encierran un máximo de inform a­
ciones; una referencia al valor o más bien a los valores fundamentales
de la colectividad, los que aseguran su supervivencia y su reproduc­
ción; una fin a lid a d dentro del rito, que h ace coherente (a la vez en el
plano formal y en el de la vivencia) a los momentos-claves, asegu­
rando así su unidad, su totalidad viviente, por lo tanto su éxito; una
estructura de acción en el seno de la cual cada “actor” (vivo o antepa­
sado, sacerdote o fiel, sacriñcador o sacrificado, iniciador o postu­
lante) entra en ju ego de una m anera litúrgicamente codificada.

2. Dialéctica, sim bólica , |

Todo símbolo, o más bien toda acción simbólica, se relaciona también


con un cierto núm ero de oposiciones-clave.
Sugestiónlocultación. El símbolo, probablemente, sugiere más de lo
que explica. Su función se cumple quizás más en el plano m otor y
afectivo que en el de la inteligencia propiamente dicha. De ahí la
importancia de lo sensible como “revelador” .
Pero el símbolo sólo imperfectam ente quita la máscara. “Oculta
5 La m ayoría de los símbolos están en efecto sobredeterm inados. Además de los objetos
(vasijas vodun, por ejem plo), deben considerarse lo s colores. Así. Luc de Heusch (en Essais
d'Anthropologie religieuse, -Gallimard, 1972), escribe a propósito de los ndembu del Zaire, p, 82:
“El color negro es: 1) la maldad o el mal, las cosas m alas; 2) no tener suerte; 3) su frir o estar en
la desgracia; 4) estar en ferm o ; 5) la brujería, pues si se tiene el hígado(?) negro se puede m atar
a alguien, se es malvado; de lo contrario, si se tiene e l hígado(?) blanco, se es bueno, se ríe con
sus amigos; se fortalecen unos a otros, se ayudan; 6) la m uerte; 7) el deseo sexual; 8) la noche o la
oscuridad.
La misma observación en lo referente al fuego, a la sangre. Véase del mismo a u to r ía roi ivre ou
l'originede l'État, G allim ard, 1972, pp. 2 5 4 -2 5 6 ,2 0 6 -2 0 8 , 215-216.
516 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

revelando y revela ocultando.” En muchos sentidos se puede admitir


que oculta: lo que es verdad sobre todo para el que no lo “lee” 6 (el
extranjero, el otro, el no iniciado); pero lo es también parcialmente
para el que apela al símbolo. Prácticamente dice m ucho, pero no todo;
es una potencia que trata de superar a una gran impotencia; lo que
hacía decir a G. Gurvitch que el símbolo aparece cada vez “que hay que
m anejar obstáculos”.
Si en un sentido podemos decir que el símbolo revela, también es
ju sto agregar que “misterioriza”. Es lo que pone claram ente en evi­
dencia su objetivo hierofánico: dice lo suficiente para establecer un
contacto con lo numinoso, para favorecer un intercambio de vida y
de energía vitales entre el que ora y las potencias; pero no lo bastante
com o para que el conocimiento sea perfecto, total, inmediato (en el
sentido preciso de no mediación) y con mayor razón definitivo. Des­
pierta siempre deseos de ir más lejos con el fin de apresar lo invisi­
ble, lo inaudible, lo indecible. Lo cierto es que, en una óptica más
realista, es decir en el plano de la utilización del símbolo, deben con­
siderarse tres planos ae referen cia:7 Io. su sentido manifiesto, del cual
el sujeto es plenamente consciente y que está en relación con los fines
explícitos del ritual; 2o. su sentido latente, del cual el sujeto es apenas
consciente, pero del que puede hacerse plenamente consciente en
ciertas condiciones; 3o. su sentido oculto, del que el sujeto seguirá es­
tando absolutamente insconciente y que acaso se vincula con las e x ­
periencias de la primera infancia (quizás hasta prenatales), com par­
tidas por la mayoría de los miembros de la sociedad de que se trata.
Dramatizaciónldesdramatización. El símbolo ritual se inserta por defi­
nición en un proceso dram ático: el representado precisamente por el
rito, ya sea de una m anera realista (símbolo prim ario), ya en virtud
de un código francam ente esotérico (símbolo en segundo grado). A este
respecto, el análisis de los rituales iniciáticos y funerarios nos parece
particularm ente preciso, pues subraya en qué aspecto el símbolo
perm ite superar la contradicción muerte/nacimiento. La muerte sim­
bólica del neófito en la iniciación, el ritual simbólico de intercambio
en los f unerales y los ritos post mortem, confirman sin posibilidad de
e rro r cómo las diversas form as y fuerzas sociales son impresas por
parte de los actores según un doble registro: el de la expresión que,
por recu rrir al código simbólico, impulsa una larga y compleja ca­
dena de significantes; y el de la interpretación que, por la vía del

6 O rtigues señalaba ya que la esencia de la función simbólica “debe buscarse en la homología


e n d e el lu rlio social y el Itedio lingüístico, en una zona intermedia en tre la ItsKoií>1' ía <le lo
im aginario y la verdad del concepto”. L e dhcnurs et le symbole, Aubier, 1962, p. 191.
7 V. W. T u rn er, Les lambours d’affliction, Gallimard, 1972, pp. 12-36. j
LA M U E R T E Y LO S SÍM B O L O S 517

Maestro del ritual, proscribe el desorden. En efecto, así como al imi­


tar a la muerte (biológica), el rito iniciático se hace creador de vida
; (social), al representar los conflictos o las tensiones, permite subli­
marlas; y al desdram atizar la muerte, la hace más soportable o menos
real.
Integración/exclusión. Catalizador de ritos, el símbolo une en una
“comunidad espiritual” a los individuos que la entienden.8 Esta fun­
ción unificadora se impone a dos niveles: subraya que el sujeto que
comprende al símbolo pertenece a una colectividad dada; es también
lo que define un sistema de relaciones estrechas entre el símbolo en
sí mismo (del que hemos dicho que es polisémico y sobredetermi-
nado) y las cosas simbolizadas.
El símbolo es por lo tanto un lenguaje que solidariza a la persona
humana, por una p arte con el cosmos, y por la otra con la com uni­
dad de que form a parte, al proclam ar directam ente a los ojos de
cada miembro del grupo su “identidad colectiva profunda”. El sím­
bolo introduce una circulación entre los planos diferentes de la re a ­
lidad: tiende “a integrar el todo en un sistema” , “a reducir la multi­
plicidad a una situación única”, de m anera de hacerla lo más trans­
parente posible.
Pero por lo mismo, el símbolo excluye. T o d a una serie de oposi­
ciones caracterizan a la sociedad negro-africana: rey/no rey, dentro-
del clan/fuera del clan, hijo mayor/hijo m enor, hombre/mujer, ini­
ciado/no iniciado, casta/no casta, cada elem ento de un par opositor
posee por supuesto sus símbolos propios, mediante los cuales se dis­
tingue; pero tam bién su lenguaje secreto que lo preserva. De tal
modo, la simbólica introduce una diferencia entre lo que perténece a
la esfera de lo profano y a la d e lo sagrado, entre los objetos que se
emparentan con el clan (o la etnia) y los que son extraños a ella: nada
más instructivo al respecto que el análisis de los sistemas de clasifica­
ción, bien conocido por los africanistas.
Tal es, precisam ente, el sentido activo profundo del símbolo, que

8 Se puede asegurar, sin tem or a incurrir en herejía, que el símbolo religioso expresa el
esfuerzo por rom per las fronteras estrechas de ese “ fragm ento” que es el hombre, con el fin de
ligarlo con algo que lo sobrepase, particularm ente las potencias numinosas. El térm ino símbolo
¿no evoca la idea de reunificación'í En un sentido - y haberlo subrayado es el mérito de Lévi-
Strauss-, la sociedad en tera es simbólica y el pasaje de la naturaleza a la cultura supone necesa­
riamente la aptitud p ara el m anejo del símbolo, sin el cual no podría haber sociedad. Sin
embargo, la insuficiencia del estructuralismo en relación con nuestro tema, es que se interesa
sólo por las reglas de circulación de los símbolos: intercam bio de m ujeres en la alianza m atri­
monial; de «bjcios y bienes en las relaciones económicas -¿ q u é hay más simbólico que la “m o­
neda”?-; d e las palabras y las frases en el lenguaje. Hay qu e ir más lejos si se quiere ten er
alguna posibilidad de en co n trar la significación -con cebid a o vivida- de la acción sim bólica.
518 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

resume los dos polos de lo religioso por excelencia: asegurar el con­


tacto con lo núminoso (función hierofánica); realizar la armonía de
la sociedad (resolución de las tensiones). En los dos casos, se trata de
elaborar un código suceptible de garantizar, como dijera Cl. Levi-
Strauss, “la convertibilidad de las ideas entre los diferentes niveles de
la realidad social”. La circulación (es decir el juego de sustituciones
posibles) y la acumulación (o, si se prefiere, la sobredeterminación) se
vuelven así operaciones-clave. Y a se trate de reiterar la situación pre­
sente, de evadirse de ella cuando menos en forma provisoria, o de
o p erar una catarsis (ritual de fiesta, ritual de inversión), la derivación
hacia lo imaginario -y con m ayor razón hacia lo simbólico (que se nos
aparece com o un imaginario estructurado colectivamente por reglas
canónicas, por lo tanto socialm ente actuantes) debe ser una de las
soluciones más eficaces para el grupo. En efecto el símbolo, al ex­
traer su dinamismo de las reservas pulsionales del inconsciente indi­
vidual o colectivo, alcanza a exp re sar “en términos concretos y fami­
liares lo que está oculto y es imprevisible”, y ayuda de ese modo al
hombre a domesticar “a las fuerzas salvajes y caprichosas de la natu­
raleza”.,
La creencia en el poder de la palabra, en la omnipotencia de los
antepasados que le aseguran al grupo su armonía y su estabilidad en
la realidad de un mundo humanizado y horninizado, en los genios
antropom órficos, constituyen otras tantas actitudes o fantasías ima­
ginarias que resultan especialmente útiles para una sociedad sin es­
critura y privada del dominio técnico de la naturaleza. Gracias a ella
la com unidad llega a tranquilizarse, a tener confianza en sí, a creer
en la encarnación posible de sus deseos. Por esto el símbolo no está
jam ás aislado, y es posible hablar de cadenas, de enjambres o de conste­
laciones simbólicas. Y sin llegar a decir que la retórica de lo imaginario
tiene una función esencial de eufemización, hay ciertam ente que admi­
tir que ella cumple un p ap el pedagógico eminente (sobre todo en una
sociedad sin escritura donde tiene una función mnemónica indiscutible
que cum plir, al evitar la acum ulación excesiva en la m em oria), y tam­
bién un p a p el terapéutico eficaz (pues canaliza los impulsos, desvía las
violencias, les confiere un sentido a los síntomas y facilita la curación). Y
sobre todo porque transform a al m undo según el deseo del hombre.

R itual de la muerte y símbolo

Es especialmente en el rito donde la muerte nos introduce en pleno


campo simbólico. Por falta de tiem po, nada diremos de los “objetos”
LA M U E R T E Y LOS SÍM B O L O S 519

o de los “lugares” que les recuerdan a los vivos la presencia de los


m uertos (particularmente los del linaje o del clan), especifican su se­
x o 9 o su categoría,10 o más simplemente alimentan su recuerdo.11 En
cambio insistiremos más especialmente en los ritos funerarios y en
los ritos de duelo que le están siempre asociados.
P a ra em pezar, observ em os la asom b rosa unidad sem ántico-
simbólica de las prácticas rituales negro-africanas tradicionales, seña­
ladas por numerosos antropólogos. “E n tre los ritos agrarios que ase­
guran el crecimiento de los vegetales cultivados y los ritos sociales
m erced a los cuales se perpetúa la comunidad humana, podría tra ­
zarse un paralelismo constante. Entre los ritos de nacimiento, los r i­
tos de muerte y los ritos de iniciación, las analogías de estructura son
tan importantes que no se los puede estudiar por separado.” Si n acer
es m orir en el más allá; si m orir es nacer para el más allá, ser iniciado
es m orir y ren acer a la vez aquí abajo. “T odo se vincula, todo se
encadena, y corno fondo de este edificio se dibuja la cosmogonía tal
como la relatan los mitos.”12
Vayamos a los ritos funerarios propiamente dichos, algunos de los
cuales se representan simbólicamente en la iniciación. Esos ritos indi­
can ante todo el pasaje de la muerte (aquí abajo) al renacimiento
(como antepasado en el más allá). Incluyen toda una serie de actitu­
des a propósito del cadáver, del ser del difunto, de los dolientes, de
las gentes del linaje y del poblado. Se acostumbra a dividirlos esque­
máticamente en tres momentos diacrónicos: los ritos de separación,
que aseguran el doble corte vivos/difuntos, dolientes/poblado; los ri-
4

9 A los difuntos kotoko (Tchad ) se los depositaba en otro tiem po, acurrucados, en una
vasija de tierra cocida, cuyo fon do estaba cubierto de cenizas provenientes de los sacrificios; se
cubría la vasija con otro recipiente sellado, en posición contraria al primero, cuello co n tra
cuello. El sexo del difunto se indicaba en la jarra inferior: para las mujeres, se representaban
los senos mediante dos protuberancias, y el sexo p o r una luna creciente. T re s protuberancias
permitían reconocer el cadáver de un hombre. P o r otra parte, las cifras mágicas son dos p ara
representar a la m ujer y tres para representar al hom bre.
:0 Tum bas de reyes, de je fe s , cor. frecuencia en terrados en lugares especiales.
11 Estatuillas funerarias, ataúdes de los antepasados (fang del Gabón), diversos relicarios
(iba-teke, ba-kota). Entre los bum a del Zaire, se elegía una bifurcación para las mujeres después del
parto; y allí enterraban la placenta de los gemelos. E sta bifurcación (m afum a) simboliza la posición
de parto. La tierra m adre acogía de ese modo a los gemelos difuntos. Sobre una term itera, las.
m ujeres hundían varitas a las que estaba adherida una cinta de tejido rojo. Allí serán plantados
m aníes, que cualquier pasante podrá cosechar. Para d ejar indicado el lugar, a veces invadido por
las malezas, se depositan bloques de term itera. Recordem os también el pape! del árbol: en los mitos
(el del balanza de los bam bara en Malí, que fecundaba a las m ujeres y las rejuvenecía y evitaba la
m uerte nutriéndolas con sangre hum ana); en los ritos (el tronco hueco de los baobas servía de
sepultura a los poetas-m úsicos-brujos serer en el Senegal).
12 P. Erny, L ’enfant el son milieu en Afrique noire, Payot, 1972, p. 230.
DE LA C O R R U P C IÓ N CO RPO RA L A L O IM A G IN A RIO

tos de desarrollo del tiempo, que coinciden con el periodo de transfor­


mación (cadáver en descomposición —> esqueleto puro; manes —» an­
tepasados); los ritos de reintegración, en los que los muertos se reúnen
con los antepasados mientras que los dolientes retornan a su vida
normal.

1. Sentido profundo de los ritos funerarios

Se puede decir en cierto sentido que los funerales negro-africanos


constituyen una verdadera renovación de la sociedad. Estamos en
presencia de un dram a que conmueve a los diversos actores, y del
cual participa todo el linaje, el poblado entero, niños incluidos,
cuando menos en el plano del “espectáculo”, y que puede durar
desde un día a una semana.
Entre los dogon de Malí, por ejemplo, se trata de reafirm ar el
fundamento de la etnia; de ratificar -com o lo vio acertadamente M.
G riaule- el arraigo de la sociedad en la continuidad del tiempo, en el
tiempo del origen qué no es abolido jam ás. Es como si, a pesar de
cierta despreocupación aparente, se reforzasen solemnemente los
com portam ientos prescritos (las relaciones fundamentales entre los
individuos); se reiteraran, representándolos ritualmente, los hechos
primordiales que justifican la existencia del grupo, a fin de m ante­
nerlos y reforzarlos. La muerte de un individuo, y con mayor razón
si se trata de una persona importante, se convierte en un pretexto
para que la sociedad actual se autentifique una vez más y acreciente
su vigor, a fin de alcanzar mayor perduración.13
Si queremos entender el alcance profundo de los ritos funerarios,
debemos considerar algunas ideas capitales.
Antes que nada, citem os la asombrosa concentración de personas,
símbolo de la cohesión social, que provocan los funerales; siempre,
claro está, que se trate de casos de buena m uerte, y más particularmente
de difuntos entrados en años, ricos y célebres. Es como si la sociedad
13 Habría que hablar tam bién de lo que se llaman los “segundos funerales”, especies de
cerem onias de aniversario, que coinciden frecuentem ente con el restablecimiento del O rd en:
fin de la descomposición (de ahí a veces la extracción del crán eo, símbolo de resistencia, de la
pureza reencontrada y base eventual de un culto preciso); fin del duelo (los dolientes se reinte­
gran a la colectividad); fin del vagabundeo (el difunto concluye su gran viaje y alcanza el estado
de antepasado). La dualidad del rito es también tributarle un hom enaje al muerto y servir de
pretexto para que puedan encontrarse los miembros del clan (o del poblado). Recordemos que
en tre los bamileké del C am erú n, cinco días después del fallecim iento se deben lavar las manos
en una cocción donde se m aceran tres plantas: la prim era significa que hay que perdonar, la
segunda renunciar a las decisiones de hacer el mal, la tercera desearle a todos la felicidad. Se
mira de un símbolo de purificación-reconciliación.

i
LA M U E R T E Y LO S SÍM B O L O S 521

quisiese probarse a sí misma que la desaparición del fallecido no altera


grandemente su unidad comunitaria, y a la vez darles un duro mentís a
las fuerzas disolventes de la m uerte, mientras que el difunto com ­
prueba, no sin satisfacción, el interés que el grupo le dem uestra.
“En efecto, la sociedad comunica a los individuos que la com ponen
su propio carácter de perennidad, puesto que se siente inmortal y
quiere serlo, no puede creer norm alm ente que sus miembros, sobre
todo los que la encarnan, aquéllos con los que ella se identifica, estén
destinados a m orir; su destrucción sólo, puede ser el efecto de una
maquinación siniestra.”14
En segundo lugar, señalemos la acumulación de ritos cargados de
símbolos emocionales en el m om ento en que es más vivo el dolor
experim entado por los sobrevivientes y en las etapas críticas del de­
venir del difunto: funerales propiam ente dichos y a veces cerem o­
nias de fin del duelo o fiestas de aniversario. Lo que se llama (a
menudo equivocadamente) “segundos funerales” tienen por objeto
“propiciar el alm a”. Este rito consiste esencialmente en integrar el
alma del difunto al conjunto de las almas de los antepasados, cuya
fuerza vital está concentrada en el altar, o a “poner térm ino a su
vagabundeo”. Hay aquí una analogía con los ritos de posesión:15
para éstos, la técnica consiste en pasar de la posesión padecida y
anárquica (de ahí el exorcismo) a una posesión disciplinada, que se
basa en un diálogo (de ahí el adocism o) tal como lo dem uestran las
técnicas del B ori de los hausa (Níger), del Lup de los serer y del Ndop
de los wolof (Senegal).
Igualmente, en el caso del rito funerario, se sustituye el vagabun­
deo del alma (fuente de desorden y de peligro) por la determ inación
' de un estatuto fijo, ritualmente codificado. La creencia en la virtud
actuante del símbolo aparece aquí de modo manifiesto.
La frecuencia de las técnicas simbólicas para conjurar la tristeza y
afirmar el desprecio por la m uerte es un hecho capital. Se trata en
este caso de evitar el carácter traum atizante de la m u erte física
en tanto que hecho individual. Se utilizan entonces múltiples procedi­

14 Hertz, Contribution a une étude sur la représentation collective de la mort. A nnée sociologique,
X, 1 9 05 -1 9 06, p. 124. Véase también en Sociologie religieuse et folklore, p u f , 1970, pp. 1-83,
15 Los malgaches tenían un rito muy interesante. EÍ tromba, nacido en país sakalava, es un
culto de posesión en el que la persona de los reyes o d e los antepasados ilustres se reencarna en
tal o cual m iem bro de la comunidad, con excepción de su propia familia, y p o r este medio
transmite los oráculos, dicta remedios, am onesta a los contraventores y recibe las ofrendas d e
todos. Anim a a este rito la necesidad de com unicarse con los antepasados y el cuidado de
realizar m ejo ría vicia terrestre, rito que no solam ente ha sobrevivido ala desaparición d élo s reyes
sakalava, sino que se ha expandido por lod o Madagascar.
522 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R PO R A L A LO IM AG IN ARIO

mientos, que en su mayoría tienen una función d e desplazamiento de la


m u erte.16
Digamos que se ha observado de m anera casi general que las ce­
remonias se hacen mucho más frecuentes durante el periodo en cjue
la tristeza es más intensa; las gentes del linaje se reúnen para beber,
com er, cantarle alabanzas al desaparecido, todo lo cual constituye
una m anera de prolongar su existencia aquí abajo. Se ofrecen enton­
ces sacrificios para com prom eter al alm a del muerto “a pasar al
mundo de los espíritus” (¿el inconsciente?) sin causar perturbaciones:
es preciso que después de los últimos honores, el difunto, colmado
de regalos, se resuelva a cum plir su destino post mortem.
Lo que impresiona en todo esto es el esfuerzo de presentificación
real o simbólica del desaparecido.17 El m uerto (especialmente entre
los diola del Senegal) preside a veces sus propios funerales, revestido
de sus más hermosos ropajes, sentado majestuosamente de un modo
que da la impresión de que estuviera vivo todavía. ¿No hay que ver
en esta costumbre un mecanismo de superación de la muerte? ¿un
medio concebido por el grupo para contrarrestar la tristeza?
O tros com portamientos parecen tender al mismo fin. Es com ún,
por ejemplo, especialmente entre los mosi del Alto Volta, que un
pariente de la persona fallecida, con preferencia una mujer, se vista
con los adornos del muerto, imite sus gestos, su m anera de hablar,

16 E n tre los dogon, se entierra al m uerto envuelto con bandas, menos el índice derecho, que
se lo d eja libre para d ar la impresión de que está vivo y para que señale al enventual responsa­
ble de su m uerte.
17 Se encuentra una actitud parecida en tre algunos m algaches. “Reubiquemos el cad áver en
su ascendencia. El grupo de los descendientes se construye sobre la ficción de la presencia d e los
Antepasados que mediatizan todas las relaciones entre los padres. El cadáver se vuelve ese
m ediador personalizado, de modo que sólo se puede com prend er lo que pasa refiriéndolo a la
coherencia de esta presencia ficticia. Ella se construye sobre la negación de la ruptura introdu­
cida po r la m uerte, la negación de la separación de este miembro del grupo fam iliar con los
suyos. Este rechazo d e la ruptura introducida por la m u erte produce la perpetuación d e la
condición de descendientes, la ficción que está en la base de la comunicación interna del linaje
se construye en torno a esta condición com ún, en la cual se encuentran integrados vivos y m u er­
tos. A parece entonces com o un error hacer poseedores de la autoridad absoluta a los antepa­
sados de los padres, pues tienen una posición de descendientes. Si ocupan un lugar privile­
giado en la relación con la divinidad, verdadera dueña d el poder, es en esta condición. E n ella
se conserva el lazo en tre los vivos y los m uertos; el linaje sólo puede existir por esta p erpetu a­
ción más allá de la m uerte del personaje d el descendiente. El entierro tiene por objeto asegurar
esta perpetuación. Se coloca al m uerto en la situación de procreación de donde em erg e el
descendiente; a través de este nuevo nacim iento, su existencia se va a perpetuar y será d e la
misma naturaleza que la que tenía en su vida terrestre. Así, la muerte es superada a través de
un nacim iento nuevo, y la condición de descendiente, qu e se conserva, permite la perpetuación
del lazo en tre los vivientes y este m uerto. Y así se hace posible la existencia misma del lin aje.”
G. A lthabe, Oppression et libe'ration dans 1‘imaginaire, M aspero, 1969, pp. 142-143.
LA M U E R T E Y LO S SÍM B O L O S 52 3

sus defectos físicos, y lleve eventualm ente su caña o su lanza; los hijos
del difunto lo llamarán “padre”, las esposas “marido”. Los yoruba
(Nigeria, Dahomey) conservan una práctica en la cual 'un hombre
enmascarado simboliza al m uerto, tranquiliza a los sobrevivientes so­
bre su nuevo estado y les prom ete una abundante progenitura.
Hay procedimientos simbólicos de negación o de incorporación,
que protegen contra la extinción de la personalidad, pues la muerte,
no lo olvidemos, se adhiere siempre al individuo. Esos ritos le permi­
ten al grupo recobrar su unidad y su estabilidad, por un instante
perturbadas.
Los cultos de las reliquias (la parte simboliza al todo) obedecen a
esa misma finalidad, se trata frecuentem ente, ya de objetos que p er­
tenecieron al difunto, en especial las armas; ya de símbolos aptos
para “provocar una presencia”; ya de osamentas, particularmente los
cráneos, y en medida m enor las tibias; de ahí el cuidado vigilante con
que los ba-teke y los ba-tongo (Congo y Zaire) conservan “el cesto de los
antepasados” .
Asimismo las poblaciones del Gabón utilizan relicarios de corteza o
de fibra (cajas de byeri de los fang, ngondo de los mitsogo del Gabón)
las más grandes de las cuales quedan en la casa, mientras las más
pequeñas pueden transportarse. Tam bién en las cabañas de reliquias
(las igondja de los mpongwe del Gabón), se depositan los cráneos, a
veces teñidos de rojo, sobre un lecho de gala, recubierto de esteras
de rafia violeta oscuro; y se encuentran igualmente altares iniciáticos,
especialmente los del bwiti, que guardan los cráneos de los antepasa­
dos. i
O tra técnica em parentada con la presentificación de los muertos uti­
liza las máscaras. Éstas aparecen pintadas generalmente de blanco,18

18 En efecto, el blanco es frecuentem ente el co lo r de los muertos y de la muerte. Por eso


mismo, sirve para alejar a la m uerte y por exten sión a las desgracias; simboliza la muerte de la
muerte. La costum bre de bañar a los recién nacidos, el tratamiento de las enferm edades y la
conjuración de las desgracias -so b re todo en las ceremonias de rogativas durante las cuales se
rocían los cam pos ya sembrados con agua de arcilla blanca, preparada por una sociedad de
iniciados- hace pensar que esta m ateria (la arcilla blanca) posee tina virtud curativa fie propieda­
des extendidas. A menudo, en los ritos de iniciación, según informa Mveng, el blanco es el color de
la prim era fase, la de la lucha contra la m uerte. Entre los bapende del Zaire, los maestros-
iniciadores del rito Mugongo son literalm ente blanqueados con “pemba”. A los ojos del' novicio
tem bloroso, ellos son la imagen viva de los espíritus de los antepasados. Recordem os tam bién: que
las viudas ndiki (Camerún del sur) se pintan las piernas de blanco; que los fali (Camerún norte)
envuelven al cadáver (excepto los pies y las m anos) con cintas de algodón blanco; que los dolientes
naudela (norte de Togo) trazan en su fren te una lín ea blanca, etc. Pero también puede ocurrir que
los difuntos sean pintados de negro (ba-songe, O lem ba, ba-wuana, ba-pende, del Zaire) o d e rojo
(boma, ba-yaka del Zaire), o que se los envuelva en un paño azul oscuro (diola).
524 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

color de los difuntos (por esto es que a los europeos19 y a los albinos
se los considera a veces antepasados reencarnados); o bien adoptan
una form a animal (la máscara de aspecto animal “no representa a un
animal m u e rto [. ..] representa el antirrostro de un antepasado”).20
También pueden .reproducir rasgos humanos, donde el parecido con
el modelo no tiene ninguna importancia (al contrario, la sugestión
simbólica predomina sobre el parecido fiel, por lo demás hipotético
cuando se trata de un antepasado lejano). Más exactam ente, la más­
cara tiene mayor potencia evocadora si el sacerdote o el artista le dan
un nom bre (poder de encantamiento del verbo), que si la lleva un
danzante.
Todo africano “es plenamente consciente de que hay un ser hu­
mano debajo de su máscara. La mayoría de los espectadores hasta
pueden reconocer su modo de andar, su complexión. Pero se cree
posible hacer que el espíritu del m uerto se encarne mientras dura la
danza, poseyendo al bailarín enm ascarado”.21
A veces no se trata de^ m áscaras, sino de estatuillas. Lós mina del
T ogo y de Dohomey pfesentifican a sus difuntos bajo la form a
de figuritas de m adera, a las que se viste y se baña, y se les ofrece de
beber y de com er, como si se tratase de vivientes auténticos.
Por último, los ritos de conjuración de la tristeza adoptan a veces
una form a inesperada, cuyo fin principal es el dotar de progenitura
al m uerto. Entre los nuer (Sudán), numerosos bantús y algunas po­
blaciones del Alto' Volta y de Dahomey, si el difunto no tenía hijos,
un miembro de su familia, con preferencia su herm ano, copula con
la viuda (casamiento fantasma), y los hijos que nazcan de esta unión
pertenecerán efectivamente al difunto (pater, pero no progenitor); y
ellos proseguirán la existencia de aquél aquí abajo y le darán seguri­
dad en su vida futura. Lo mismo si la que muere es una mujer, su
esposo tendrá relaciones sexuales con la herm ana de la difunta; y los
hijos que vengan al mundo tendrán a la m uerta como m adre (mater),
mientras que la generadora real se limitará a su función de tía ma­
terna. En ningún caso se trata de un casamiento efectivo, como ocu­
rre en el levirato y el sororato.

13 Un relato bien conocido en el Zaire relata cómo los primeros europeos fueron honrados
con el nom bre de héroes tribales recientem ente desaparecidos. Además, el cadáver que queda
en el agua se vuelve blanquecino: de ahí la asimilación frecuente del blanco europeo con un
espíritu acuático, como en tre los pigmeos. E n tre los bangala del Zaire, el dios Ilianza vive en el
agua. Por eso es bastante natural que lo imaginario local ¡isocie a los blancos, que “han salido
del agua”, con ciertos atributos de la divinidad.
20 J . Ja h n , Muntu, Seuil, 1961, p. 194.
21 U. B eier, The Egu cult in N igeria, Lagos, 1956.
LA M U E R T E Y LOS SÍM B O L O S 525

En esta costumbre hay que ver, no sólo un medio de honrar al


muerto, sino también y sobre todo un procedimiento para asegurarle
descendientes que sacrificarán en su beneficio; de lo contrario, los
riesgos de no poder convertirse en antepasado o de caer en el cido
infernal de la muerte escatológica, serán muy grandes.
Podrían describirse otros procedim ientos de defensa, especial­
m ente los medios de com unicarse con los antepasados; pero nos lle­
varía demasiado lejos. En cualquier caso, parece que estas técnicas
para dominar el dolor protegen eficazmente a la comunidad contra
los síndromes melancólicos, lo que se com prueba por la rareza de los
suicidios negro-africanos.22
Son concebibles, pues, dos actitudes frente a la muerte. Antes que
nada los llantos, siem pre que obedezcan a cánones culturales muy
precisos; no importa quién manifieste, ostensiblemente su dolor y en
qué forma lo haga; de ahí la existencia de las plañideras. “Más toda­
vía que a los vivos, es al muerto a quien hay que engañar con lágri­
mas de cocodrilo y gritos de circunstancias. Así, el sexo fuerte se
calla, sin miedo al moribundo, mientras que las hembras aterroriza­
das aúllan.”23
La otra técnica, ésta francam ente simbólica, se dirige más bien a
la muerte que al m uerto. Consiste, especialmente entre .los diola24 en
manifestar su desprecio más total hacia la m uerte, o una indiferencia
burlona: de ahí las acciones paródicas, los comportamientos burles­
cos, la indumentaria ridicula, los gritos jubilosos, los castañeteos de
dedos, las congratulaciones obsequiosas, los múltiples chistes, los sal­
tos en un pie, las piruetas, las mascaradas, todo en medio de un
estrépito ensordecedor (tiros de fusil, tambores frenéticos, cantos),
Sólo los parientes próxim os perm anecen inmóviles, solemnemente
inexpresivos, mientras que las ancianas exim en al cadáver, co n toda
gravedad, de los agravios de las moscas. Es com o si el africano fin­
giese no temerle a la m uerte (anula sus desdichas de un modo simbó­
lico, al no tomarlas en serio), pero desconfía del muerto, cuya alma

22 L. V. T hom as, “L’ethnologue devant la m ort", en M ort naturelle et mort violente. Suicide ¿t
sacrifice, op. cit., 1972, pp. 157-185.
El recurrir a los antepasados sigue estando presente en las técnicas de curación de hoy. “La
presencia viva del espíritu de los antepasados, al legitim ar la ciencia de los psicoterapeutas
modernos o tradicionales y su poder, les co n fiere esta humildad de qu e tienen necesidad los
impulsos inhibidos del en ferm o para mostrarse, llegado e l gran día de las confesiones.” M.
Makaug Ma Mbog, “C onfiance e t résistances dans le traitem ent des malades en psychopatholo-
gie africaine”, en Psychopathologie africaine, V III, 3, Dakar, 1972, p. 424.
23 R. Jaulin, I.a m orí a a r a , P lon, 1967, p. 26.
24 L. V. Thom as, Les D iola, 2 t., Ifan, Dakar, 1958. Véase también “Introduction a lEthno-
thanatologie”, en Ethno-psyehologie, I, marzo de 1972, pp. 103 -123.
526 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A R IO

ronda por el poblado en los prim eros días posteriores al falleci­


miento. De ahí los cuidados que se le consagran al cadáver (arreglo
personal, vestimentas o cintas, taparrabos numerosos, alimentos), y la
presentación de ofrendas y llantos. Y como las mujeres y los niños,
por ser más frágiles, corren m ayor peligro, son los adultos iniciados
lós que cavan la tumba, confeccionan el ataúd, transportan e'1 cadáver
al cem enterio. A las mujeres sólo les corresponde llorar; y a los niños
m irar.25
Una vez más debemos m encionar el lugar privilegiado que se le
reserva a las prácticas simbólicas. En efecto, el símbolo no sólo
anima,, en el sentido más preciso del término, sino que también tiene
el poder de sugerir las verdades que conciernen directam ente al
grupo, haciendo efectiva la unión con todo lo que éste significa. Los
ejemplos abundan. En el país dogon, las mujeres extienden los brazos
al aire para indicar su tristeza, y raspan el suelo golpéandolo con una
calabaza ab ierta para e x p re sa r lo absurdo y el d esord en de la
muerte. Se representan combates que recuerdan las luchas de an­
taño, pero que sugieren ante todo el combate incesante de la vida
contra la m uerte. Cuando el cadáver, envuelto en una manta (que es
a su vez u n a verdadera suma de símbolos) es puesto en su lugar,
traza meandros que reproducen los esquemas explicativos del genio
Nommo (verbo) y los trayectos dubitativos o tortuosos del alma que
deberá entam inarse a M anga (el Paraíso). Y es que la simbólica encie­
rra un cierto poder; como lo prueba su etimología, es un modo de
aproxim ación, un lazo justificativo o explicativo.

R it o s d e d u e l o y m u e r t e s im b ó l ic a

E l álgebra ritual del duelo: ritos bantús. Con mucha profundidad E. Or­
tigues se ha dedicado, en un texto inédito,26 al estudio estructural de
los ritos m ortuorios bantú. Reproducirem os solamente lo esencial de
esos trabajos.
Nos dice antes que nada que la form a general de estos ritos giran
en torno a una oposición central; la clase de los vivientes y la clase de
los muertos (o más exactam ente, el tiempo de los vivos y el tiempo de
los m uertos). Luego hace el inventario de otras elecciones de valores
concretos utilizados por el rito. Así vemos que estas elecciones se ex­
presan mediante una serie de prohibiciones o de tabúes que atañen a
25 Se trata solamente de los parientes próxim os del difunto. Las m ujeres y los niños del
pohlado participan efectivamente en los cantos y d a n z a s .
26 Ortigues, ¿ a notion d'inconsáent et la pensée moderne, mim eografiado inédito, Dakar, 1962.
LA M U E R T E Y L O S SÍM B O LO S 527

todos los registros de la vida: la alimentación, la unión de los sexos,


la agricultura, la cría de animales, la vivienda y hasta la utilización ele
nombres (vocabulario). Este inventario interesa, por consiguiente, a
todos los dominios de la vida colectiva, y nos lleva a delinear un
cierto estilo de sensibilidad y de com portam iento. Concluido este in­
ventario, consideremos la doble transformación, el doble pasaje de la
entrada en el duelo y de la salida del duelo. Lo que confiere unidad
a este ritual lo que perm anece constante en el transcurso de la ope- !
ración, es el hecho de que la familia tribal está considerada com o un
todo inmutable, eterno, inm ortal, continuo. El individuo nace y (
muere, pero la familia tribal no m uere; se identifica con la vida. Esta
familia inmortal tiene necesidad d e integrar la continuidad de las (
generaciones para afirm ar su permanencia..
El problema que se le plantea es por lo tanto el siguiente: dado ,
que la muerte acaba de infligirle una pérdida, es decir introducir en
el sistema un signo negativo (“ - ”)., ¿qué transformaciones habrá que t
efectuar para que al cabo podamos recuperar un signo de más (“+ ”),
una ganancia positiva de vida? La solución es la siguiente. La m uerte
introdujo un signo negativo; pero como en el interior del sistema
todos los términos son solidarios, no es posible modificar a uno sin
que el cambio repercuta sobre todos los demás. Se empezará enton­
ces por generalizar el signo negativo gracias a una serie de prohibi­
ciones que afectan al total de los registros: vocabulario (nom bre del 1
m uerto), alimento, sexo, trabajos agrícolas, cría de animales, vivienda
(se desocupa la cabaña). Pero al generalizar la negación en el plano (
real, la m uerte afectará a todo el grupo. v
De ahí una segunda operación destinada a? invertir el movimiento. (
¿Cuál va a ser el punto de partida de esta nueva $erie? En el mo­
mento de la muerte, se sustituye el fuego doméstico por un fuego
ritu al: fuego D/fuego R. Es una m etáfora de grado cero, el fuego es
traspuesto del plano real al simbólico. Pero, com o dicen los lingüis- {
tas, el grado cero es el que cuestiona a la totalidad del sistema. Este
fuego ritual va a d u rar por lo tanto los siete días del duelo. L a salida (
del duelo va a consistir en generalizar la operación de sustitución
alimentos de base (leche, harina, frijoles)/color blanco (kaolín). Por eso, ,
salir del duelo se llama “blanquear”, se blanquea los hombres, las tropas
de animales, el agua lustral para purificar la choza; se bebe la leche (
ritual, se com e en com ún, se realiza el acto sexual, se vuelven a introdu­
cir a los toros en la tropa, etcétera. (
En suma, el valor negativo que se había generalizado en el plano
real se transforma, en el plano simbólico, en valor positivo para la (
revitalizáción de todos los sectores: alimenticio, sexual, agrícola, de
(
üi-'.S ÜJ£ LA C O R R U P C IÓ N CORPORAL A L O IM A G IN A RIO

cría de animales, de habitación, etc. Mediante esta especie de álgebra


ritual, la familia considerada como un todo alcanza simbólicamente
su perennidad de vida.
Sin em bargo, el ritual del duelo llega únicamente a desplazar la
contradicción; la m uerte no ha sido suprimida en el plano real, sino
sólo negada en el plano simbólico. Para que la operación funcione,
ha habido que pagar un cierto precio, ha sido necesario admitir im­
plícitamente que la verdadera realidad de la vida no es individual,
sino colectiva. Lógicam ente, esto equivale a decir que la sociedad tri­
bal está considerada com o una especie viviente análoga a las especies
animales, donde un individuo es siempre sustituible por otro. Si
nuestro razonamiento es exacto, debemos encontrar en la sociedad
en cuestión el reconocimiento de este postulado. Sería fácil demos­
trarlo en el detalle del ritual: paralelismo constante entre los hom­
bres y los ganados, fuente de riqueza y prestigio. Basta con atenerse
a un solo hecho absolutamente claro, el rey de esta etnia está conside­
rado como el “Señor V aquero” universal, Señor de la vida. Pero este
rey tiene un doble, un T o ro real y viviente que está encargado de
reinar con él. Cuando ef rey se va a la g u e rra , por ejemplo, lo rem ­
plaza el T oro. Tenem os aquí un caso típico de desdoblamiento de la
representación. Este desdoblamiento es el que bloquea todo el sis­
tema, el que lo encierra en un desdoblamiento imaginario que se
repetirá indefinidamente.
Muerte y renacimiento en el ritual iniciático (muerte simbólica). T oda
iniciación implica necesariam ente que se le dé muerte simbólica al
postulante, y después se lo haga renacer. A la muerte física indivi­
dual, la iniciación opone la muerte representada, seguida de un re ­
nacimiento actualizado por el grupo y para él, por la vía de la repeti­
ción simbólica.27
Antes de exam inar de más cerca la técnica simbólica que se vincula
con las cuestiones de la muerte, importa insistir en las diferencias
fácticas e intencionales que separan a la iniciación y a la muerte fí­
sica.
Antes que nada, la iniciación es un acto de la colectividad, que
tom a conciencia de sí misma y refuerza su vitalidad; es un decreto
humano, es el orden. La muerte física, por el contrario, sólo puede
ser una venganza de los dioses, salvo que sea el resultado de los m a­
leficios de un brujo, incluso de un mago o del comportam iento delic­
tivo de la víctima. Por ello es percibida como una anomia, como un

27 En un plano bastante próxim o, véase J . Lemoini, "In itiatio n du m o rt’, Lhom m e, ju lio-
septiem bre ele tí)72, pp. 8 4-1 1 0 (se ttata de los m eo vietnamitas).
LA M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 529'

desorden, o un accidente, y esto se incorpora tan íntimamente a su


carácter universal que se corre el riesgo de que se lo olvide.
En segundo lugar, la iniciación se em parenta con el símbolo. No
sólo no conduce a una m uerte efectiva -sólo ofrece un simulacro
representado ritualm ente-, sino que, además, el contacto con lo nu-
minoso que provoca, lejos de producir el asalto furioso de las fuerzas
impuras, se vuelve una promoción de la que se benefician antes que
nada los iniciados, y luego la colectividad entera. De la muerte re p re ­
sentada a la m uerte trascendida, hay varios caminos posibles. Indi­
quemos brevem ente los principales.
Los símbolos de la muerte representada. Se nos ofrecen aquí diversas
conductas expresivas, que tienen p o r finalidad evocar el estado de
m uerte: catalepsia, rigidez cadavérica provocada por la absorción de
“medicamentos”, a veces olores nauseabundos del cadáver que se pu­
dre, obtenidos por óleos y ungüentos diversos, etc., de tal modo que el
símbolo primario se reduce a un realismo sin equívocos.28 La sep ara­
ción, las interdicciones (prohibición de llamar al postulante p o r su
nombre), el empleo de un lenguaje especial, las medidas vejatorias y
las diversas pruebas por las que hay que pasar sin chistar (m atar a la
persona anterior, comenzar a destruir el cuerpo, lo que implica d o ­
lor), caracterizan también modos más sutiles de expresar la m uerte.
Los símbolos mixtos (muerte + renacimiento). La reclusión, por ejem ­
plo, tiempo previsto para la expiación y el rejuvenecimiento del n eó ­
fito, recuerda a la vez la vida del cadáver en la tumba y la espera del
feto en el seno de su madre. La som bra de la selva, la cabaña oscura,
c! subterráneo, la gruta (símbolo frecuente de la matriz) expresan
fantasías bien conocidas. El iniciado que, al igual que el feto, cierra el
puño, se pliega sobre las rodillas, m ientras un velo le cubre la cabeza;
o la joven vanda (Transvaal), que m antiene la posición fetal, m uda,
inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, en cuclillas bajo una
manta (la placenta), o sumergida en un agujero con agua (las aguas
del útero), constituyen también significaciones nada equívocas.
Las conductas de devoración: el iniciado es “tragado” p o r un
m onstruo simbolizado por un rom bo, una tienda y un hom bre dis­
frazado que lo deglute y lo devuelve adulto. Así, en el ritual Son-si
(“panteón de la m uerte”), el adolescente ewondo (Camerún) debe
atravesar, desnudo y arrastrándose, un subterráneo en tinieblas, mis­
terioso, una especie de estrecho y largo tubo erizado de espinas, con
algunas escasas aberturas que le perm iten al iniciador golpear o ha­

28 La película Vaudmi de J . L. Magneron, a pesar de sus errores manifiestos y de u n espíritu


discutible, ha dado en este punto imágenes muy sugestivas.
530 D E LA C O R RU PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

cer escuchar ruidos lúgubres, tal es el precio que hay que pagar para
renacer a la vida verdadera: “ P en etraren el vientre del m on stru o-o ser
simbólicamente ‘enterrado’, o encerrado en la cabaña iniciática—equi­
vale a una regresión a lo indistinto primordial, a la noche cósmica. Salir
del vientre o de la cabaña tenebrosa, o de la ‘tumba’ iniciática, equi­
vale a una cosm ogonía. La m uerte iniciática reitera el retorno ejem­
plar al Caos, de m anera de hacer posible la repetición de la cosmo­
gonía?, y p rep arar el nuevo nacim iento.”29
Los símbolos del renacimiento (muerte trascendida). Citemos antes que
nada la desnudez. Al entrar en el recinto sagrado, los neófitos aban­
donan sus vestiduras; quedan desnudos, como los niños que acaban
de nacer, pero también como los prim eros hombres en el “naci­
miento de la hum anidad”.30 “Mediante las vestiduras de hojas y de
fibras que se colocan en seguida, reproducen otro estadio de la evolu­
ción de la cultura primitiva, significando con ello que son hijos del
mundo salvaje, de la selva, por lo tanto del otro mundo.”31
R. Jaulin ve en la piel de cabrito, vestimenta tradicional de los sara
(T ch ad ), que se usa también d u ran te el Yondo (iniciación), una
prueba de la voluntad de inadaptación de éstos al contexto moderno.
Además, el nacimiento ritual no es individual. “Nacidos colectiva­
mente, los neófitos son todos herm anos gemelos; salidos al mismo
tiempo de las entrañas de la tierra ancestral, ya no son los hijos de
una pareja, sino del grupo ciánico o étnico entero. La desnudez sim­
boliza la fraternidad que liga de ahora en adelante a todos los que
pertenecen a una misma clase de edad; indica que ya no puede ha­
ber secretos entre ellos, ninguna vergüenza, que nada los separa y
que están dispuestos a exponerse y entregarse sin ninguna resisten­
cia a la influencia de sus com pañeros, al renunciar entre ellos a esta
barrera, a esta protección física y social que constituye el vestido. La
desnudez evoca también los baños y las purificaciones a los que fue­
ron sometidos regularm ente durante su periodo preparatorio. Re­
presenta a la vez la asexualidad, la inocencia del niño, y la vida se­
xual a la que introduce la madurez social.”32
Por último, en el momento de volver a salir, y luego de haber
20 Mircea Eliade, Le sacre et le profane, Gallimard, 1965, p. 166. Véase también G. D urand, Les
structures antliropologiques de l’im aginaire, Bordas, 1969, pp. 129-134.
30 “Estar desnudo es estar sin hablar”, declaraba O gotem m éli a Griaule (Dieu d'eau, 2a. ed.
Fayard, 1966, p. 77). “E l paño se ciñe b ie n [. . . ] p ara que no se vea el sexo de la m ujer. Pero a
todos les da ganas de ver lo que hay debajo. Y ello debido a la palabra que el nommo ha puesto
en el tejido. Esta palabra es el secreto de cada m u jer."
31 Veremos que la desnudez puede ser tam bién simbolizar el duelo. P. Erny, op. cit-, 1972, pá­
gina 238.
32 P. Erny, ibid., p. 238.
LA M U E R T E Y LO S SÍM B O L O S 531

recibido un baño lustral, los iniciados se visten con nuevos atavíos,


expresión de la pureza reencontrada y a la vez de la victoria de la
vida sobre la muerte. Puede ocu rrir que su reaparición sea conside­
rada una reencarnación, ya que el neófito ha adoptado el nombre de
un antepasado eminente.
En ciertos casos, el sentido de los comportamientos francamente
realistas no deja ninguna duda.33 Acurrucado entre las muslos de su
madre, el iniciado lanza vagidos como un niño que acaba de nacer; y
luego hace como que succiona del pecho materno. Con frecuencia
simula no reconocer a los miembros de su familia, y haber perdido
por completo los conocimientos adquiridos;34 y es así que vuelve a
aprender todo lo que ya sabía (aprendizaje simbólico): lenguaje, téc­
nicas, medios de satisfacer sus necesidades elementales. Hasta se le
otorga un nombre nuevo, símbolo directo de su nueva personalidad.
Aquí encontram os toda la im portancia que reviste la regresión al es­
tadio infantil, y el significado simbólico que ello encierra (niño =
nacim iento, pureza; pero tam bién, com o entre los bam bara, la
m uerte).
Durante la iniciación, escribe P. Verger, el novicio es sumido en un
estado de embotamiento, de atonía mental; su espíritu parece vacío
de todo recuerdo, ha olvidado todo. En el transcurso de las ceremo­
nias, cuando el Dios ha abandonado con el trance el cuerpo del ini­
ciado, éste se com porta como un niño de corta edad, ríe de cualquier
cosa, se expresa en términos infantiles, pasa df estados de alegría
pueril a periodos de resignación enfurruñada. A veces, aunque este
caso es muy raro, cuando regresan al poblado los iniciados, teórica­
mente m uertos y enterrados en el bosque sagrado, se les considera
como aparecidos; lo que no deja de provocar un pánico semificticio,
semírreal.
Temática simbólica
A partir de los ejemplos descritos y de los dominios que hemos
inventariado (concepciones de la m uerte, principales ritos, símbolos
’i:l l’or ejem plo, entre los kikuyu de Kenya, una m ujer de la familia del iniciado -con prefe­
rencia su m a d re - simula el parto. Con una tripa d e cordero se ata a su lujo, qu e está acostado
en posición fetal entre sus piernas. La m adre gime com o si estuviera dando a luz; después, una
vez expulsado el hijo, es éste quien com ienza a im itar los llantos del recién nacido, mientras se
rompe el cordón umbilical. L a cabaña donde los iniciados perm anecieron durante la fase de
retiro, se dem uele entonces, se quema o se en tierra, al igual que la placenta: hay en ello un
símbolo de ruptura con el pasado. 1Véase J . Kenyatta, Au pied du Moni Kenya, M aspero, 1960.
34 Los iniciados lobi del Alto Volta, después de haberse lavado en el agua del río, y luego de
cubrirse d e cieno y ser devorados sim bólicam ente por la “bestia mítica”, vuelven a entrar al
poblado con la cabeza rasurada y hablando una lengua secreta.
532 DE LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

primarios francamente realistas, símbolos actuantes, en la mayoría de


los casos revestidos de carga emocional, el símbolo se vincula siempre
con los valores), es legítimo m encionar algunos temas particular­
mente im portantes: impureza, desorden, sexualidad, violencia, recu­
peración, detrás de los cuales se perfila un tema único, la creencia en
la (necesaria) victoria de la Vida sobre la Muerte.

1. E l desorden
¿La m uerte no aparece como la form a más dramática del desorden?
¿la que ataca no importa a quién, ni dónde ni cuándo? ¿la que des­
truye la unidad del grupo y separa a los que se aman? ¿la que pone
un térm ino a lo que hay de más precioso, la Vida? Ciertam ente, el
desorden de la muerte sería escandaloso si no aportara algún benefi­
cio: renovar a los vivientes,35 aum entar el número de antepasados
protectores. Y puesto que el mal existe, hic et nunc, hay que fundarlo
metafísica o míticamente (lo que viene a ser lo mismo), y por lo tanto
justificarlo, generalizándolo. A ceptarlo o expresarlo, ¿no es ya supe­
rarlo un poco? Lo cierto es que el desorden ontológico que repre­
senta la m uerte, se traduce por un desarreglo social (separación, do­
lor y duelo), siígerido por el sorprendente y sistemático desorden
que caracteriza a los funerales, o por la anomia generalizada que se
instala por un tiempo después de la muerte de un rey.
Insistamos en este punto, ju n to al desorden de expresión (o de con­
firmación) que alude a la fuerza desorganizadora de la m uerte, se
sitúa el desorden de superación, o al menos de recuperación. En efecto,
el desorden de la muerte sería irremediablemente pernicioso si el
grupo no propusiera alguna salida. A fin de que la m uerte pierda su
fuerza destructiva, se presentan diversas posibilidades en que el sím­
bolo encuen tra su eficacia. Es lo que se podría llamar la teatralidad
simbólica.
L a burla. Ya hemos mencionado este procedimiento. Muy a me­
nudo, durante los funerales, se rem eda a la muerte ritualm ente:
comportamientos aberrantes, conductas bromistas u obscenas, disfra­
ces ridículos,36 conversaciones incoherentes. La intensidad dramática
de tales actitudes cumple una función catártica innegable.
35 lisio puede hacerse de diversas m aneras. Por .sustitución: es el lema de la sucesión de las
generaciones. Por reencarnación: el difunto puede renacer, en efecto -seg ú n reglas que no po­
demos explicar aqu í-, en su nieto o nieta, ya sea total o parcialmente, ontológica o simbólica­
m ente. Por reorganización: los elementos constitutivos de la persona después de la separación que
es la m uerte, son suceptibles de agregarse de otro modo y participar así d e varias nuevas
entidades personificadas.
36 Algunas poblaciones malgaches (norte de Tam atave), durante los funerales, llaman a un
LA M U E R T E Y LOS SÍM BO LO S 533

U n caso particular del escarnio a la muerte podría ser la desnudez.


Las mujeres bakoni (Zaire), cuando están de duelo, sólo llevan un
elem ento de hojas que les cubre el sexo. Para los buma (Zaire), des­
vestirse en público puede tener tres sentidos: estar de duelo, haberse
vuelto loco o, en el caso de una mujer, insultar a un hombre.37 L a
aproxim ación de estas significaciones está cargada de sentido y no es
sorprendente que el desorden adopte aquí la form a de una regresión
manifiesta (desnudez de recién nacido, o del hom bre en el naci­
miento de la humanidad).
L a inversión. Hacer las cosas al revés o hacia atrás, o con la mano
izquierda, constituye un rasgo característico de los ritos funerarios.
Estas usuales reversiones ceremoniales adoptan aspectos diversos.
Los cargados de ataúdes zulúes (África del Sur) entran en la choza
cam inando hacia atrás. A la m uerte de un nandi (Kenya, Tanzania),
su hijo mayor lleva sus ropas al revés, actitud que se encuentra tam ­
bién entre los kikuyu y los masai (Kenya). Cuando enviuda un susu
(Guinea), se pone su gorro hacia arriba; m ientras que el hombre y la
m ujer baroga visten las ropas del sexo opuesto. Entre los bambara
(Malí), el gesto de ablución en los funerales se hace con la mano
izquierda, y al difunto se lo ha vestido al revés (los bolsillos hacia
atrás, el cordón del pantalón anudado a la espalda), a fin de que
parezca totalmente que con la muerte todo ha cambiado de sen­
tido.38 Por una razón idéntica, los barotse vuelcan su piragua fuñera-

bufón (bzkeza). Éste se disfraza de fantasm a, de animal (se viste y se cu bre con pieles de vaca),
danza, ríe, llora, minia y relata la vida del difunto, bromea con él, lo invita a despertar, pues
"d u erm e desde hace mucho tiem po”, y a co m er carne. Hace todo esto agitando una especie de
castañuelas de bambú. En sus cantos, hace una descripción im aginaria del sexo del difunto
(hom bre o mujer). En ningún m om ento d eja de comer, y sólo se detiene para fustigar a los
co n cu rren tes si no lloran o ríen. Se conjugan aquí el sexo, el alim ento, la presentificación del
d ifunto, el escarnio de la m uerte. Véase. F. Fanony, Fasina. Tradition religieuse et changement social
dans u n e com m unauté villngoeise m algache , tesis del 3er. ciclo, P arís-Sorbona, 1974.
■I7 U na m ujer de duelo se viste con cuerdas (ovay-mmdjindje) y hojas (onay-misim begpa). Lleva
ún icam en le un taparrabo (mitndjina). El aspecto de una m ujer ele duelo no tiene nada de eró­
tico. A los ojos de los buma, las cuerdas y las hojas no cuentan como vestim enta. Dicen que esta
persona se ha convertido en un anim al salvaje (rao. nsir). Hojas y cuerdas (nervaduras de lianas)
son el signo de su transform ación en natunile/.a. 1.a m ujer rueda por tierra para tratar de
unirse a ésta. Si está de pie, se arroja polvo sobre la espalda. El insulto que una mujer que
d isputa con un hombre le hace a éste desnudándose delante de él, está considerado como
grave. En los hechos, la sola am enaza fie este gesto extrem o basta para que el hombre aludido
se escape antes de que la am enaza se realice (M. Hochegger, Normes et pratiques sociales chez les
Bum a, tesis de doctorado, París, 1973, p. 173).
:,B Véase M. D. W. Jeffrey s, Funeral Inversions in Africa, A rch. f. Volkerdkde, 4, 1949, pp.
2 9 -3 7 . Se encuentran prácticas sem ejantes en los Estados Unidos, donde las vestimentas y los
calzados que se venden para m uertos se colocan o se abotonan al revés (véase CrapouUlot, 69,
534 DE LA C O R R U P C IÓ N CO RPO RA L A L O IM A G IN A RIO

ría, del mismo modo que los egipcios desarreglan sus muebles. Asi­
mismo,. para subrayar lo arbitrario de la m uerte, numerosas pobla­
ciones de Dahomey efectúan sus danzas funerarias en sentido in­
verso a !.as danzas habituales. Por último, no olvidemos que los ritua­
les de inversión de papeles (el esclavo se convierte en rey, el hombre
obedece a la mujer), con liberación anémica de los impulsos, rechazo
de los controles sociales, supresión de las reglas y suspensión del
tiempo, aparecen durante los interregnos entre los reyes de África
occidental y central.39
ju n io -ju lio de 1966, p. 57 y ss.). La inversión puede subrayar también la ambigüedad de algu­
nos personajes. “Cuando m uere el H ogon (sacerdote) y se celebra su danta (levantamiento del
duelo), se produce una especie de inversión de los papeles en tre los sexos. Se dice que ese día
las m ujeres son consideradas hom bres y los hombres m ujeres. Al no regir ninguna prohibición,
las m ujeres jóvenes y las viejas de los poblados de los dos O gol y de líarou, ejecutan una
curiosa parodia de danzas enm ascaradas, de las que los hom bres son espectadores divertidos.
Por no poder usar las verdaderas máscaras, ellas se conform an con imitarlas por medio de
accesorios improvisados. Así, dos varas sostenidas por trapo alred edor de la cabeza simulan los
cuernos de un antílope o las orejas de una libre. Un largo tallo de mijo es el sirige, casa en
varios planos. La máscara ‘j o v e n cita ’ es evocada por su peinado (cabellos con trenzas adornados
de perlas) y un hermoso paño. El ladrón ritualyo-na lleva un trapo azul alrededor de ia cabeza,
un bastón y un sable tom ados a los hom bres. Para Figurar al jo b i ¡'m uchacho peul’), un paño
desgarrado por la mitad (que se coserá en seguida, según precisa el informante), se mete por la
cabeza como una túnica de jo v en y la m ujer que hace la imitación se m onta sobre un bastón
com o si fuera un caballo, e t c [ . . . ] La interpretación que se da es la siguiente: no puede haber
m áscaras en los funerales del Hogon; p o r un lado, porque se considera que él sigue estando
vivo, y por el otro debido a su fem inidad, que es la de la T ie rra . Los simulacros que cum plen
las m ujeres, en relación con la ‘alianza catártica’ con el d ifun to, son necesarios para recordar
que e ra a la vez hom bre (antes de su entronización) y m ujer. El Hogon tiene la ambigüedad de
la m u jer y de la tierra: es a la vez pura c o m o la tierra cultivada y la m adre fecunda, impura
com o el campo estéril y la m u jer menstruada, El hecho de que sea a su muerte cuando las
m ujeres tienen el derecho a burlarse de las máscaras y tam bién, a través de ellas, de la m uerte,
nos parece significativo” (G. Calam e-G riaule, Ethnologie et langage, L a parole chez les Dogon, G a­
llim ard, 1965, pp. 299-300).
39 Cuando muere un rey, se produce un desorden sistemático e institucionalizado, con alte­
ración de las jerarquías y retorn o al caos primitivo, desorden que cesa recién al finalizar el
interregno. Se subraya así cóm o la m uerte del je fe introduce la del reino, y ello hace posible
una liberación catártica de los impulsos (función de equilibrio), lo que le permite al grupo
«vitalizarse. Se trata en este caso, por supuesto, de un desorden perfectam ente controlado. J .
Goody subraya que entre los gonjas (norte de Gana), cuand o m uere el je fe , el mercado de
Salaga (centro comercial muy im portante) “se convierte en un verdadero manicomio. Lo inva­
den turbas de jóvenes, que revuelven los escaparates de los m ercaderes y roban sus productos.
Durante tres días el desorden continúa, demostrando de m anera dram ática las consecuencias
de la ausencia prolongada d el rey y del rein ad o f. . . ] lo qu e tam bién perm ite que se exprese
públicamente el resentim iento inevitable que la autoridad ha provocado entre los que queda­
ron excluidos de los puestos de responsabilidad” (The Over Kingdom o f G onja, p. 179). J . Lom -
bard recuerda que en el antiguo reino de Dahomey, el interregn o era siempre marcado p o r
varios días de anarquía salvaje. Las m ujeres de! rey se m ataban entre sí para acompañar a su
m arido a ia tumba; los sujetos ordinarios eran libres de en tregarse a todos los delitos imagina-
LA M U E R T E Y LOS S ÍM B O L O S 53 5

La determinación voluntaría. Para luchar contra lo aleatorio de la


muerte, y la ignorancia del tiempo y lu gar donde nos sorprende, el
Maestro de la Lanza entre los dinka (Sudán) pide que se ponga fin a
sus días. El rito que preside a esta m uerte se funda en la idea de que
la vida de un Maestro de la Lanza n o debe disiparse con el último
suspiro, y que se debe conservar la vida en su cuerpo con el fin de
que su espíritu se transmita a su sucesor, en bien de la comunidad.40
El suicidio místico de regeneración que se encuentra entre los a n ­
cianos diola, que desean ir a reencontrar a sus antepasados, even«
tualmente a reencarnarse, es decir a retom ar un lugar en el circuito
cósmico/vital, no tiene otra finalidad que ésta.
En los dos casos no se trata de ignorar el orden sino de impedirlo,
o mejor aún de negarle todo sentido, ya que un desorden previsto o
dominado simbólicamente deja de se r vivido o pensado como tal.

2. L a impureza (suciedad y locura)


Una de las form as más graves del desorden es la-impureza, y la
muerte-desorden conduce necesariamente a ella. No solamente el
cadáver es im puro, sino también los objetos que pertenecieron al di­
funto (a veces se los quema) y las personas que lo han tocado de
cerca (de ahí los ritos de duelo). Sólo el final de la descomposición y
la aparición del esqueleto pondrán térm ino a esta acumulación de
suciedades. Por su parte los dolientes no podrán reem prender una
vida normal hasta después de haber pasado por una prueba de peni­
tencia acom pañada de purificaciones.
Para vencer a la m uerte (o a la locura), se pueden utilizar diversas
técnicas simbólicas; especialmente desplazar la impureza o asumirla.
Algunos procedimientos de eliminación/desplazamiento pueden llamar
la atención. E n tre los tonga del Á frica del Sur, la viuda busca seducir
en la selva a un hombre; pero trata de escapar violentamente al
abrazo antes de que se produzca la eyaculación: entonces será su
pareja insatisfecha la que desde ese momento llevará consigo la im­
pureza de la m uerte. Si en cambio “el hombre se retira después de la
emisión de su setnen, dejará depositada en la mujer y rechazará
fuera de sí la mancha que su sexo contrajo al contacto del mucus
contaminado de la viuda”. 41
bles (incluso crím en es graves), sin la menor intervención de la ley. Sólo el ascenso del nuevo
rey ponía térm ino a este desorden -prueba m anifiesta de que el Estado tenía necesidad d e un
rey (Tlte Kingdom o f Dahomey, p. 70, en D. F o rd e , P. M. Kaberry, West A frkan Kingdom in the
nineteenth century, O xford Univ. Press, 1967).
40 M. Dougias, De la Souillure, Maspero, 1 9 7 1 , p. 188.
41 R. Caillois, L'homme et le sacré, Gallimard, 1970, p. 187.
536 DE LA C O R R U P C IÓ N CO RPO RA L A LO IM A G IN A R IO

Con el fin de asumir la impureza, los nyakusa (Malawi) observan


una costumbre curiosa. Para ellos, suciedad significa cieno, charcas,
excrem ento. “Cuando los locos comen la suciedad, es como la sucie­
dad de la muerte, sus excrem entos son el cadáver [ . ..] Los muertos,
si no son separados de los vivos, los ensucian.” T od o aquí está pen­
sado para evitar la contam inación (suciedad, contacto con la mujer
durante la menstruación). Y sin embargo, en el duelo ritual, ellos
arrojan basuras sobre las plañideras: “Las basuras son las basuras de
la m uerte: es la suciedad. Que venga la muerte ahora. Que no venga
más tarde, para que jam ás nos volvamos locos.” O también: “Te he­
mos dado todo, hemos comido la suciedad arrojada al fuego. Pues
quien se vuelve loco com e la suciedad, los excrem entos.”42 El desor­
den y la impureza caracterizan el pensamiento negro-africano de la
m uerte. F.l ritual nyakusa que consiste en aceptar voluntariamente
la corrupción del cadáver, perm ite a los que lo siguen, no evitar la
m uerte, sino escaparle a la locura. O si se prefiere, al no rechazar los
símbolos de la muerte, logran sustraerse a sus afectos más nefastos.
“Al abrazar voluntariajnente los símbolos de la m uerte, ellos toman
medidas profilácticas contra sus efectos. La representación ritual de
la m uerte los protege, no de la muerte, pero sí de la locura. En otras
ocasiones, evitan los excrem entos y la suciedad; no hacerlo sería a sus
ojos locura. Pero frente a la m uerte renuncian a todo esto y llegan a
afirm ar que, como los locos, ellos han comido suciedad, y esto con el
objeto de conservar la razón. Se volverían loccs si descuidaran este
ritual, que consiste en acep tar voluntariamente la corrupción del
cu erp o ; pero si cumplen este ritual, se conservan sanos de espí­
ritu .”43
En todo caso, el cadáver en descomposición puede llegar a ser un medio
p a r a el rito iniciático.44 Tal lo que ocurre con los pigmeos, estudiados
p or Trilles. “Se ata un cadáver humano [ . . . ] con tra el aprendiz de
brujo, pecho a pecho, cabeza a cabeza, boca a boca, y los dos cuerpos
son descendidos con precaución hasta el fondo de una fosa recu­
bierta en seguida de ramajes. Durante tres días enteros el neófito de­
berá quedar en esta posición; a veces ocurre que se vuelve loco antes
de que venza el plazo. Después debe cumplir tres días de pruebas,
durante los cuales, ahora en su cabaña, pero siem pre atado al cadá­

42 M. W ilson, Rituals and Kinship am ong the Nyakusa, Londres, 1957, p. 53.
43 M. Douglas, De la Souillure, op. cit., pp. 188-189.
44 A veces sólo se podía tener acceso a una sociedad secreta con la condición de entregar un
cierto núm ero de cabezas cortadas; el crán eo tiene así, por lo tanto, un papel iniciático (caso de
los Salam pasu del Kasai en Zaire, se wtilizalia una máscara especial para celebrar esta promo­
ción, el Sahuibuku).
LA M U E R T E Y LOS S ÍM B O L O S 537

ver que ha empezado a pudrirse, ¡sólo puede com er y beber sirvién­


dose de la mano del muerto! [ . ..] Por fin, con el cuchillo de las
iniciaciones, le corta la mano al cadáver y ejecuta con ella una nueva
danza. Esta mano se pone a secar en seguida, y el iniciado se servirá
de ella para ciertas operaciones mágicas.”45

3. Muerte, alimento, sexualidad


Puesto que la vida no puede concebirse sin el alimento que la m an­
tiene, y sin la sexualidad que es simultáneamente su fuente y e x p re ­
sión por excelencia,46 el hombre no podía dejar de evocar a propó­
sito de la m uerte las categorías del alimento y del sexo. Lo que en
varios sentidos constituye un medio simbólico de trascenderla.
Vida, m unte y alimento. Vida, muerte y alimento se ligan estrech a­
mente y de maneras diversas. De hecho se muere por inanición, por
falta de fuerza y de alimento, o si el brujo devora el alma (caniba­
lismo imaginario).
Recordemos que los ritos funerarios, con sus sacrificios, suminis­
tran ante todo los recursos necesarios para que los difuntos puedan
superar las pruebas que les esperan. Por otra parte, todo sacrificio
sangriento term ina siempre en una com ida comunitaria. La ingestión
en común de la carne de la víctima, no sólo aumenta la fuerza vital
del fiel, sino que sella simbólicamente la unidad del grupo de parti­
cipantes. De ahí también el hábito de abandonar en la tumba una
reserva de alimento: las etnias pastoriles, como ya dijimos, entierran
a veces junto al cadáver un feto de vacuno, que engendrará al animal
necesario para la subsistencia del difunto.
La necrofagia tiene también por finalidad la asimilación simbólica
de las fuerzas vivas que animaban al cadáver antes de su m u erte y
que residían más especialmente en el hígado, el corazón y la caja
craneana.47 Tam bién se ha afirmado que el templo bwiti de los fang
45 R. P. T rilles, L ’am e (ks Pygm iíes d'Afrique, Ed, du C erf, París. En una perspectiva ligera­
mente diferente, citemos el caso de las viudas kircli. del norte de Camerún, que d eben d orm ir
durante muchas noches en la cabana qu e guarda el cadáver de su marido, co n las piernas
separadas, tendido sobre una estera que se deposita sobre el enrejado de cañas d ond e se en­
cuentra el difunto; y se reviste su vagina de un líquido mágico a base de aceite.
46 De aquí proviene el papel privilegiado de la mujer/madre, donadora de vida y proveedora
de alimento (ella am amanta y cocina).Junto con la sangre, vehículo de vida por excelen cia, y a
veces también alim ento (los masai de Kenya viven de sangre y de leche), y c o n el esperm a
(entre los massa del C am erún se fecunda al campo m ediante una masturbación ritu al del pro­
pietario; el licor seminal se recoge en un surco en form a de vulva, cerrado en seguida con todo
cuidado), el alim ento ocupa un lugar im portante, no sólo en la vida cotidiana, sin o tam bién en
los s’sicin.'i.s de pensam iento negro-africanos (clasificaciones).
47 Asimismo, la com ida caníbal rem ite al mito antropogónico que ella plasma periódicam ente.
53 8 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

(Gabón) se construye sobre los despojos de un jefe venerado que


m antenía relaciones estrechas con el antepasado fundador. Se ex­
hum a el cadáver por la noche, se le retira el corazón, que es recor­
tado sobre una piedra llana. La sangre de un pollo sacrificado se
vierte entonces sobre los pedazos, que en seguida se baña en un lí­
quido obtenido a partir de ingredientes diversos. Los asistentes con­
sumen ritualmente la mezcla así preparada.
Digamos por último que el papel primordial de los antepasados es
el de prodigar vida y alimento a sus sobrevivientes. Así, los sara del
T ch ad admiten una dualidad fundamental: Tierra no cultivada-niña
virgen-alim ento crudo ¡tierra cultivada-m ujer encinta (o ya madre)-alimento
cocinado. A este respecto escribió R. Jaulin: “La m ujer tierra trae al
m undo alimentos para los hom bres vivientes que obtienen de los
m uertos su derecho a éstos, así com o la mujer hum ana da a luz hijos
que también son alimentados por la sociedad: ellos serán matados y
tragados ritualmente por los antepasados y la tierra, a fin de renacer
y germ in ar según una dimensión ciánica. En este sentido, hay entre
los hijos y el alimento una evidente analogía, la perpetuación de la
vida. El alimento permite a una vida humana perpetuarse hasta la
m u erte, y los hijos le perm iten a la sociedad perpetuarse en un
tiempo ilimitado.”
El conjunto tierra-m uerte suministra así alimento en bruto, por
oposición a la mujer-vida, que p repara la com ida en el poblado,
“Esta tierra-esposa no cocina el alimento: los animales salvajes son
entregados crudos. La tierra es por lo tanto la esposa natural del clan
y precede a la esposa hum ana; las dos se ordenan de m anera polar y
sin em bargo com plem entaria; la prim era es natural, endogámica y
m atrilocal; la segunda, cultural, exogám ica y patrilocal [ . . .] El ali­
mento en bruto va hacia la form a viva del esposo, pero la tierra la
recibe de su form a m uerta, los antepasados que fueron primero
herm anos, maridos, hijos vivientes. La tierra es la esposa primordial
de los jefes difuntos, a los cuales están ligados todos los otros m uer­
tos del clan, así como el jefe viviente que, al responder por los m uer­
tos, es responsable de los vivos.”48
Alimento, vida, m uerte, m ujer, tierra, antepasado, constituyen de
ese m odo un juego articulado de símbolos particularm ente dinámi­
cos, puesto que se trata de o frecer esposas a los antepasados, a cam-

Transm ite a los participantes algo de las fuerzas naturales y genérales que estuvieron en el
origen de la creación del hombre y de su perpetuación: se trata de alguna manera de un acto de
propiación; o m ejor de una misa negra donde el pan y el vino serían efectivam ente la carne y
la sangre (H . G astaut.L * crane objet de cuite, objet d’art, Marsella, 1972, p. 54).
48 L a mort sara, op. cit., 1967, pp. 144-146. —
LA M U ERTE Y LOS SÍM B O L O S 539

bio de las cuales se aseguran el alimento los vivos. Entre los sara, el
momento más solemme y conmovedor de la iniciación es precisa­
mente la comida en com ún de una porción de alimento, símbolo del
triunfo de la vida sobre la muerte.
Vampirismo y licantropía. Lo imaginario colectivo recurre también a
los temas del canibalismo, el vampirismo y la licantropía. Aparte de
los hechos reales de necrofagia -se ingiere, en parte o en su totali­
dad, crudo o cocido, al enemigo a la vez odiado/amado (o admirado)
para destruirlo e incorporárselo-, el canibalism o,49 como ya lo hemos
indicado, se confunde con la creencia en la brujería o fantasía de
devoración por excelencia, cuyo papel de regulador social no es n e­
cesario dem ostrar.50 Aparte de la necrofagia ritual, de las creencias
en la brujería, los impulsos caníbales se expresan a menudo de una
manera derivada en la literatura oral.51 Insistamos más particular­
mente en el vampirismo y la licantropía.

49 “Metáfora de la sexualidad, el canibalismo puede dar en el lenguaje corriente una imagen


excesiva de un exceso adm isible (por ejemplo, en el orden de la ternura). En los mitos y los
cuentos, suministra más frecuentem ente una imagen inquietante de un exceso intolerable. R e­
latos analizados por G. Cálam e-G riaule hacen de la devoración una figura de la sexualidad no
socializada, así como de sus peligros o sanciones: el endocanibalism o -com er a los parien tes-
expresa una ertdogamia excesiva, es decir el incesto, que am enaza por dentro a la sociedad; el
exocanibalismo -com er o ser comido por extrañ os- proviene por el contrario de una exogam ia
demasiado acentuada, que am enaza al grupo social desde el exterior: es la unión im prudente
con este extraño extran jero que es el ogro seductor. La m etáfora canibálica sirve aquí, por lo
tanto, para circunscribir el cam po de la alianza aceptable: entre los no esposables por d em a­
siado próximos y los no esposables por demasiado alejados. Pero también puede servir p ara
expresar otras oposiciones que entre cónyuges perm itidos y prohibidos. Oposición de lo h u ­
mano y de lo no hum ano, q u e se trata de hacer coincidir —sin invertirla- con la oposición e n tr e
comestible y no com estible. Oposición política y económ ica del dirigente y de sus súbditos,
donde una comparación alim entaria formula la insoportable tensión: el jefe ‘se come’ a los
hombres, dicen los h a d jerari, y no son por cierto los únicos que lo afirman (los mosi dicen qu e
el rey ‘come al reino’). E n este caso, lo que se encuentra m etaforizado es la agresividad, más qu e
la oralidad, el deseo de absorber,” J . Pouillon, “M anieres d e table, manieres de lit”, en Destins
du cannibalisme, Nelle. Rev. Psychanalyse 5, Gallimard, 1972, p. 15.
50 Véase L. V. Thom as, R . Luneau, Anthropologie religieuse de VAfrique noire, op. cit., 1974.
51 Los cuentos se m uestran instructivos a este respecto. Así ocurre, por ejemplo, con el ciclo
de la “madre vendida”, d on d e la hiena, el mal hijo, com e a su m adre o la cambia por alim ento
(medio neurótico a la insuficiencia alimenticia; de donde la incorporación a la fuente prim aria
de lo nutricio). Clasificando a los cuentos según criterios puramente formales, G. Calam e-
Griaule obtiene tres tipos principales: la devoración por el o g ro ; la madre comedora o to m id a;
la comida de Atreo (todo consum o involuntario de un m iem bro de una familia por los o tro s;
este aspecto incluye la m ención a una preparación culinaria detallada: condimentos qu e se
agregan a 1a salsa). “Estos tres tipos, examinados en este.o rd en , muestran una progresión
desde la naturaleza hacia la cultura, del canibalismo consciente y habitual al canibalismo fo r­
tuito e involuntario, y, m ás accesoriamente, de lo crudo a lo cocido, rasgo que no aparece en
todos los casos” (“Une a ffa ire de famille”, en Destins du Cannibalisme, Nelle Rev. de Psychana-
U\ C O Iu<U i’ClÜN C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

El vampirismo, que consiste en incorporarse el líquido esencial


para la vida, en h acer pasar de un continente a otro el líquido vital,
es en último análisis un modo de agresión oral típico, basado en la
succión.52 Entre los dogon de Malí, se supone que la Gran Máscara,
emblema de la sociedad de las máscaras, bebe la sangre de las m uje­
res y los niños (así com o el fa r o de bam bara se alimenta con el licor
seminal de las mujeres a las que fecunda y de la sangre de los ancia­
nos a los que rejuvenece). Dicen también los dogon que el hombre
([lie pusiera sobre su cabeza (aunque fuera ésta una máscara) el em ­
blema de la sociedad de los hombres, sería atacado de locura y no
podría saciarse nunca (hambre neurótica). Recordemos que el en ce­
nagamiento es también una variante del m odo de agresión por suc­
ción y demuestra lo intrincado de las pulsiones orales y genitales. Lo
mismo puede decirse del ahogamiento, que se puede em parentar
con el vampirismo. En tre los dogon, el Nommo, amo de las aguas, está
sediento de sangre hum ana durante la estación de las lluvias; y es así
que arrastra hacia las aguas a quienes se aventuran hasta las orillas.53
Se dice que con su lengua bífica, horada el tabique nasal de sus víc­
timas, cuyo cuerpo se verá remontando las aguas después de qué le
fue bebida la sangre. Se dice también que el cadáver del ahogado
seducido por el Nommo tiene la nariz y el ombligo cortados (símbolos
de la castración).
En cuanto a la licantropía, ella se refiere al poder de transformarse
en animal carnívoro. Siempre según los dogon, la hormiga habría
recibido de Amma (Dios) el arte de m etam orfosear a todo lo que
pase por sobre el horm iguero. Es así que el hom bre, sabedor de esto,
pasa por encima del horm iguero, se transform a en pantera. Después
de haber devorado a los animales de sus vecinos o cometido otros
daños aún más graves, recobra su forma primitiva frotándose sobre
el hormiguero. Los herreros y los curanderos, personajes ambivalen­
tes por excelencia, son los que efectuarían tales transformaciones.

lyse, 5, Gallimard, 1972, p. 176). Otro rasgo importante es la necesidad de una^mediación qu e


facilite o impida la devoración. “ El único acto de devoración q u e precinde, al parecer, de tod a
mediación y se cumple ‘d irectam en te’, si se puede decir así, es la comida del hijo por la m adre.
En los demás casos, el elem ento mediador es tanto la cocina (preparación muy elaborada de la
com ida de Atre), como el árb ol; es fácil com probar que si aquélla opera en el interior de
la familia y conduce a una conjunción total (la víctima de la comida de Atreo es consum ida
enteram ente), la otra o p era en el exterior y conduce a una disyunción (el árbol impide la
devoración). Kl alimento en tanto que bien de intercambio puede también servir de alim enio
m ediador, con un resultado positivo o negativo según los casos” (ibid, p. 201).
52 Véase F. Michel-Jones, Dualisme-, gémelléité, bi-sexualité et ambivalence chei les Dogon, k tu d e
rllnw/fsychaiwlylirptr, lesis Ser. ciclo, París, 1073.
Véase el filme de J . Rouch, Cimelere dans la Falaise.
LA M U ERTE Y L O S S ÍM B O L O S 541

4. Eros y Tanatos

No podía dejar de aparecer en la dialéctica de los símbolos el tem a


de la sexualidad y sus fantasías, ya que el sexo se encuentra en el
corazón mismo de los misterios de la vida (asociación estrecha entre
leche, sangre, esperma). El tema de la mantis religiosa, que o cu p a un
lugar im portante entre los bantús, los hotentotes, los bushmen del
Africa del S u r,54 asocia de m anera sugestiva y estrecha, al alimento
con la sexualidad y la muerte, puesto que la hembra decapita al m a­
cho al com ienzo del coito, lo que favorece y prolonga la unión (prin­
cipio del placer), y después lo d ev ora en el orgasmo.55
Por otra parte, el vínculo boca/vagina aparece sin ninguna ambi­
güedad en un gran número de símbolos del ritual iniciático.56 ¿No es
significativo, p o r lo demás, que la expresión “pequeña m u erte” apli­
cada al orgasm o, se encuentre tanto en Africa como en el mundo
occidental?
Volvamos al ejemplo de los bum a “d ar de comer” se hace de dos
maneras: d a r el alimento y darse en el acto sexual, visto siempre
desde el ángulo de la mujer. P o r el alimento, el hombre se fortifica.
En la unión sexual, “muere sobre el cuerpo de la m ujer” (o p p a mun-
xmr a m ukar). Y según la lógica del sistema, quien rechaza el alimento
que le o frece la mujer, le está diciendo'que no la ama. Sin em bargo,
el “buen papel” le es atribuido al hom bre; en la relación sexual, es él
quien “da el hijo”, pero muere simbólicamente (orgasmo) “dándole
la vida”. L a m ujer se ofrece y recibe, su parte activa se sitúa sola­
mente en la com ida que le p rep ara al marido y al hijo.57 Consecuen­
temente el acoplamiento, principio de la vida, equivale a “una pér­
dida de inm ortalidad”, al menos en el plano de las fantasías.58 Así, la

54 Véase, po r ejem p lo: J. H .J unod, Moeurs et coutumes des Bantous, Payot, 1936, t . 2, p. 290 y ss ; M .
Quatrefages, “C royance et superstitions d es H ottentots et des Boshimans”, en Jo u r n a l des savants,
1936, p. 283 ; C. M e in h o f, A nchivfür Religions-wissenschaft, X X V III, 1930, p. 313 y « .; “ Description
du Cap de B o n n e Espérance tirée des m ém oires de M. Pierre Kolbe”, Amsterdam , 1 542, p. 209 y
Consúltense notas de la primera parte, ca p . m .
55 Cabe p regu n tarse si la mantis, al d ecap itar a su compañero macho antes del acopla­
miento, “no tend rá po r finalidad obtener, m ediante la ablación de los cen tros inh ibidores del
cerebro, una m e jo r y más larga ejecución de los movimientos espasmódicos del co ito . Por más
que en últim o análisis, sería el principio d el placer el que le dictaría la muerte d e su am ante,
del que adem ás com ienza a absorber su cu e rp o durante el propio acto de amor”, R . Caillois, Le
mythe et l’h omine, Gallim ard, 1972, p. 53.
56 Véase L. V. T hom as, " L ’étre et le p a ra ítre” , en Fantasme et Formation. Inconscient et culture ,
Dunod, 1973,p p . 103-139; B. Bettelheim , L es blessures symboliques, Gallimard, 1971.
57 H. H o ch egg er, op. cit., p. 165.
58 S. Freu d, E l yo y el ello, cap. 12 .E ssais de Psychanalyse, París, 1929, pp. 2 1 5 -2 1 6 .
542 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A R IO

muerte es en/de la vida; lo que en cierta medida equivale a negarle a


la m uerte una existencia propia, en tanto que el hom bre -a l contra­
rio de la m antis- asume sin daño el coito y sale triunfante de él,
sobre todo sí “d a un vientre” = fecunda a su m ujer.59
El tem a de la impureza vuelve a aparecer aquí, puesto que sabe­
mos que entre los batús, por ejem plo, la cópula en la selva con un
extraño (a condición de que el esperm a no penetre en la vagina) le
perm ite a la viuda poner fin a las prohibiciones que la afectan y
recob rar el derecho a casarse. De igual modo, en el rito klam ba nd-
haka, los esposos deben acoplarse en la selva, pero también allí el
hom bre se cuida de retirarse antes de la emisión del esperm a. “El
sentido de este rito resulta claro: los hombres y las mujeres del po­
blado están contaminados por la m uerte en la fuente de su vida. En
consecuencia, deben hacer salir la suciedad para que no llegue a in­
fectar a alguien que pudiera sufrir por ello. De ahí que la unión
sexual tenga lugar en la selva y el semen deba emitirse fuera de la
mujer. Esta emisión exterior del licor contaminado constituye exac­
tamente la purificación. La prueba está en que si alguien, por debili­
dad o a causa de su mucha edad, no puede emitir esperm a, los de­
más no dejan de preguntarle con inquietud si lo logró. En caso nega­
tivo, toda la cerem onia se interrum pe. Se vuelve nefasto cumplir el
rito y el im potente es sometido a un ayuno severo, destinado a ha­
cerle reco b rar la capacidad de expulsar su suciedad.”60
De igual m odo, entre los dogon (Malí), el viudo de una mujer

59 La alianza de Eros y Tánatos se expresa a veces de manera curiosa. Así, J . P. C lerc (“Les
rencontres d 'Eros e t de Thanatos ou Ies tom beaux vezo de Madagascar”, en VA frique littéraire et
artistique, 1, 1968, p. 32 y ss escribió: “Al revés de los primeros personajes que se ven en el
recinto fu n erario, ningún velo importuno cu bre a estos otros. Parecen ig no rar la castidad; o
que ella fuera, más bien, objeto de pecado. Los personajes que el escultor ha dejado solos para
que afronten la eternidad, hasta parecen afirm ar, por sus gestos despojados de ambigüedad,
que ‘sólo el am or, y el placer que éste produce, son las únicas cosas serias de este mundo'
(Stendhal). Las m ujeres parecen ofrecer sus pechos desnudos a quien qu iera tom arlos; los
hombres sostienen en la mano su sexo d esm esurado, monstruoso, aun cuando está sin vigor.
Las parejas se en tregan a la fiesta de los sentidos, en poses simples o lascivas, las más Fantasio­
sas de las cuales co n fin an con la acrobacia. U n hom bre vestido de un simple som brero, m anera
burlesca en esa circunstancia, se apresta a d esflo rar a una m ujer que se m antiene en equilibrio
sobre la cabeza. E n tre estas parejas hum anas, parecen haber venido a posarse grandes pájaros
de m adera, especies de ibis cuyo nom bre local es mijoa. Algunas de estas aves están solas, pero
la mayoría aparecen acopladas, more hominum, a la m anera de los hum anos, com o quiere la
leyenda. Un grupo de tres mijoas solidarios se ven ju n to a una extraña fiesta triangular, cuyos
protagonistas son una m ujer y dos hom bres. Es el único ejemplo en el cem enterio de Soase-
rana. El espíritu d e este lugar, en efecto, es incom parablem ente más una exaltación de la
fecundación, ejercid a sin monotonía, que del vicio."
80 R. Caiilois, op. cit. 1970, p. 185.
L A M U E R I E Y L O S S ÍM B O L O S 543

m uerta en el parto debe “hendir el seno” (violar) a una mujer en la


selva, para de ese modo poder volver a casarse. Sus fuerzas pernicio­
sas (alojadas en su esperm a), causa del deceso de la esposa, son así
evacuadas dentro del sexo de una mujer extraña al poblado. En
efecto, según los dogon, el marido “conserva en él una parte de su
esperm a considerado com o gemelo del que le da (a su esposa)”.
Aparte del viudo, sólo el loco se acopla en la selva. La actitud del
viudo corresponde a un simulacro profiláctico de la locura. “Un cri­
men anula a otro.”61.
Es difícil hablar de la m uerte sin derivar hacia el tema de la castra­
ción, ya que ésta se considera como una muerte parcial. Pero no es
posible superar la castración si no es admitiéndola; no es posible morir
bien si no se ha vivido bien la experiencia castradora inevitable. Es
así que la muerte del otro se vincula necesariamente con nuestra
propia muerte. De modo simbólico, la castración equivale a no tener
acceso a la potencia. Así, todo hombre nace a la vez inconcluso e
impotente. La castración supone por lo tanto el papel del padre
todopoderoso -n uestro propio padre, el antepasado o su sustituto-,
que impide alcanzar la potencia. Es precisamente esta prohibición
(en el plano sexual, el padre le cierra al niño la ruta de la madre) la
que constituye la “catástrofe simbólica”. En las sociedades africanas,
el asesinato del padre, asociado al antepasado inigualable, es casi im­
posible.62 Aparece esta imposibilidad en la no competencia, en la no
superación del hijo mayor: recién se reúne alguien con su antepa­
sado cuando se vuelve antepasado él mismo. Si parece imposible ma­
tar al padre, es probablemente porque lo es en plural, en razón de la
asimilación padre, tíos, hijos mayores del linaje, incluso del clan.
Contrariam ente a lo que ocurre en Occidente, la ley no menciona al
“Padre” único (en sentido lacaniano). La educación africana es im­
personalizada; no procede de la voluntad individual, sino del orden
de transmisión según canales gerontocráticos. Además, en el poblado
todo el mundo participa de la educación; en definitiva no importa
qué hombre sea el padre y qué mujer la m adre. Precisamente, la
buena madre es la que transmite las reglas de la sociedad de m anera
apacible (por oposición a la mala madre, que tiene reacciones emo­
cionales), como si no participase; lo que refuerza de cierta m anera la
despersonalización de la ley. Ésta expresa la unidad del grupo, la
voluntad de los antepasados, el espíritu del mito. Puesto que no es el

61 Véase F. Michel-Jones, op. cit., 1973.


62 Sin embargo, ya hem os citado un caso ritual en que se le da m uerte simbólica al hermano
m ayor (bwa de! Alto Volta durante la iniciación al Do).
544 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

que me ha engendrado quien me prohíbe el acceso a la potencia, ma­


tar al padre no serviría de nada; la ley que me sojuzga63 y que se
sitúa en todas partes, viene, en efecto, de otro lado. ¿A quién supri­
mir para adquirir la fuerza? Si el negro africano quiere convertirse
en potente, com o el Padre-antepasado, lo que puede hacer es reu­
nirse con los que ya están muertos. En esta m anera de aceptar el
inacabamiento y la importancia; en esta form a de resolver de alguna
manera el Edipo, debemos encontrar quizás las razones profundas
de la aceptación de la muerte. Hay allí, indiscutiblemente, una pista,
nos dice el d octor H. Collomb,64 que m erecería seguirse.

5. Recuperación y regeneración
Los ritos funerarios celebran de hecho a la vida, puesto que se es­
fuerzan p or restituir lo que la m uerte ha hecho desaparecer. De ahí
las técnicas de presentificación de las que ya hablamos (se trata en el
fondo de recu p erar el objeto perdido); de ahí la costumbre todavía
frecuente de en terrar al'cadáver con reservas de alimento y un feto
de bovino para asegurarle su supervivencia, o al menos para alimen­
tarlo durante su largo viaje.
“Los viudos buscan a través de su dolor su propia regeneración.
Han sido golpeados; por eso se ocultan más, para evitar nuevos gol­
pes. Quizás se equivocan en lo que les pasa. En todo caso, no es
necesario que desaparezcan ellos también para que supervivan sus
hijos y los otros miembros de su familia. No se trata de una negación
de la muerte, sino de su aceptación com o condición de la regen era­
ción.”
Estamos aquí en presencia de una doble integración, reintegración
de los dolientes al grupo, integración del difunto en la gran familia
de los m uertos convertidos después en antepasados. Es por esto que
se han podido com parar los funerales al casamiento (integración con
la esposa), con sus cantos y danzas, sus regocijos y llantos, su copiosa
comida final; sus funciones terapéuticas se muestran desde ese mo­
mento indiscutibles; consisten sim ultáneam ente “en situ ar a la
muerte en su verdadero lugar” y en reconocer al difunto tal como
es, con sus cualidades y defectos. Es por esto que se le hace un festín
de despedida, a fin de que los antepasados puedan acogerlo en su
sociedad. En sum a, la muerte y la vida “quedan así ubicadas en el
6:í No olvidemos que las relaciones en broma desem peñan a este respecto un papel com pen­
satorio: la familiaridad en tre los abuelos y ios nietos desdramatiza, en efecto, la coacción
padre-hijo, hijo m ayor-hijo menor.
,¡4 Director de la clínica neuropsiquiátrica de Fann-D akar.
L A M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 545

panoram a general de las cosas perdidas y reencontradas”. Esta gene­


ralización del fenómeno de la m uerte contribuye eficazmente a qui­
tarle su carácter insólito e intolerable, y a m ostrar al hombre d e luto
que lo que le pasa es un hecho trivial”.65
Así, la simbólica opera según un pequeño núm ero de procedi­
mientos (del orden de la m etáfora, de la metonimia, de la sinécdo­
que), de los cuales mostrarem os ahora los más corrientes.
El redobla,miento /incremento parece ser el más importante de todos:
se define como el reflejo de defensa por excelencia del grupo frente
a las fuerzas destructoras de la m uerte. Se expresa notoriam ente por
la presentificación directa del difunto que preside sus funerales, o
también por las curiosas manifestaciones de desorden, ya sea en su
forma inmediata (desorganización de los ritos funerarios), ya de ma­
nera más simbólica (la inversión, hacer todo al revés). La sustitución
constituye a menudo otra técnica de presentificación, que a su vez
tiene una pluralidad de expresiones que van desde la figuración per­
sonalizada hasta la abstracción form al desde la producción totaliza­
dora al desplazamiento y al remplazo del todo por una parte privi­
legiada. Pongam os algunos ejem plos; es el caso de la persona
que, revestida de los adornos del m uerto, debe imitar sus actos y sus
gestos; o el papel de los relicarios, y más especialmente de los cráneos
de los antepasados, a veces con la obligación de poseerlos a todos, con el
fin de asegurar la continuidad del clan o de la jefatu ra (yoruba, fon,
bam ileke); o la utilización de m áscaras,66 estatuitas u otros objetos que
se considera que representan la unidad de los m uertos y de los vivos,
de los hombres, de la tierra y del cielo (asé de Dahomey); o la sustitu­
ción del cráneo por una cabeza de m adera recubierta de piel de antí­
lope (ekoi), o por la piedra sobre la cual reposó la cabeza del difunto
en los funerales y que recibe desde entonces todas las ofrendas (be-
dik); o la creencia en la brujería, sustitutivo imaginario del caniba­
lismo (fantasía de devoración).
La catarsis, cuya función exorcizadora no requiere demostración,
interviene también con frecuencia. Son manifestaciones significativas
de catarsis: el hecho de asumir la impureza y la suciedad (nyakusa)',
las conductas de escarnio ante la m uerte actitudes obscenas, com por­
tamiento burlón de los diola); los procedimientos de eliminación/
desplazamiento de las viudas tonga que quieren volver a casarse; los

65 Makang Ma M.bog, “Les funerailles africaines comme psychotherapie des deuils patholo-
giqnes”, Psychopothologie africaine 2, Dakar, 1 9 7 2 , pp. 201-215.
60 Así com o las máscaras de la sociedad secreta Nokpwe de los bangwa representaban simbó­
licamente las cabezas de enemigos que cada g u errero debía o frecer necesariam ente p ara poder
ingresar en la sociedad.
5 46 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

contactos estrechos con el cadáver con fines iniciáticos, o la costum­


bre que consiste en recoger los líquidos que emanan de la carne en
descomposición, a fin de mezclarlos en la comida de com unión.
En cuanto a la evasión, o más bien la sublimación (o idealización),
ella se manifiesta en los cantos de alabanzas y los elogios fúnebres, en
los diversos símbolos de renacimiento que caracterizan a la muerte
simbólica (nombres, trajes), en la metamorfosis del difunto en ante­
pasado, a veces promovido al estado de divinidad.
Desorden, im pureza, locura, alimento, sexualidad, pérdida y recu­
peración, se conjugan íntimamente en el plano de las fantasías, de las
actitudes y de los ritos, para permitirle al hombre hacer frente a la
muerte y dom inarla mediante el recurso de lo imaginario. No se
trata tanto de neg ar la muerte (lo que sería irrealista), com o de reco­
nocerla y hacer de ella el instrumento de la vida. O bien se la “imita”
para disminuir su alcance. O bien se la representa ritualmente en la
iniciación, para apartarla m ejor y ponerla al servicio del grupo. O sé
la provoca para darle a la com unidad un aumento de vitalidad, de
ahí el sacrificio del Maestro de la Lanza del que hablamos antes;
también los rituales de regeneración de los reyes, no carentes de
sangrienta violencia;67 o el darle m uerte a reyes, brujos, magos, he­
rrero s,68 es decir personajes que presentan por su función una afini­
dad con lo sagrado; o igualmente ciertos deicídios.69
Hemos m ostrado, por otra p arte ,70 que la religión negro-africana
tradicional está centrada en la vida, el bien es lo que la refuerza, el
mal lo que la disminuye. Por ello el rito -incluido, por supuesto, el
rito funerario— es ante todo lo que otorga y'acrecienta la vida. De ahí
la necesidad de recuperar en la gran familia a la totalidad de los
difuntos, particularm ente los que han alcanzado el estado d e antepa­
sados, la sociedad de los “vivientes invisibles” -los m u erto s- coexiste
de cerca con la de los “vivientes visibles”- los hombres del clan o del
linaje.

S7 T a! es el caso que antes describimos, del célebre rito real del Incw ala de los sivazi en
Ngwane (ex Swaziland), qu e supone un asesinato simbólico del rey por interm edio de una vaca
que lo sustituye: luego el anim al es súbitam ente m uerto a golpes de puño por los guerrero s, en
una curiosa atm ósfera de violencia colectiva.
68 Esta m uerte violenta “puede situarse a mitad de cam ino entre la violencia colectiva espon­
tánea y el sacrificio ritual. De aquélla a ésta no hay ninguna solución de continuidad. Com­
p render esta am bigüedad es penetrar en la inteligencia de la violencia fundacional, del sacri­
ficio ritual y de la relación que une a estos dos fenóm enos”, R. Girard, L a violence et le sacre,
Grasset, 1972, p. 3 63.
6a Véase R. Bastide, “T ro is exemples de dieux assassinés en Afrique”, en La mort du Christ.
Lum iére e t vie, 101, t. X X , enero-m arzo de 1971, pp. 78-88.
70 Antliropologie religieuse africaine, Larousse, 1974.
LA M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 547

Esta unión es tan estrecha que en Kenya, por ejem plo, como ya
dijimos, ei “poblado-de-abajo-de-la-tierra” (habitat de los muertos)
reproduce las desigualdades sociales propias del “poblado-sobre-la-
tierra” (el mundo de los vivos).
En suma, lo que surge de todo esto es la extrema valorización de la
vida y el deseó constante, no de negar la muerte, sino d e ponerla en su
lugar, lo que es mejor que trascenderla. Queda por saber si esta acti­
tud podrá mantenerse, cuando menos en su espíritu, ya que no en su
letra, a 1 co n tacto con la m odernidad.
Lo que impresiona en este optimismo y este humanismo negro-
africano es el que el símbolo, y más especialmente la sim bólica ritual, do­
minan todopoderosos. Algunos considerarán irrisorio el procedi­
miento,71 e incluso alienante en la medida en que se nutre de fantasías
y vuelve la espalda al procedim iento objetivo del sabio. Sin em ­
bargo, desde el punto de vista psicológico, el procedimiento se mues­
tra eficaz, puesto que le permite al grupo reproducirse y al individuo
esperar (y escaparle así a la angustia de la muerte).
Pero si son palpables los beneficios de tal proceder, en cambio el
pensam iento negro africano se m uestra incapaz de darnos sus razo­
nes. Y las explicaciones que propone proceden totalmente de lo ima­
ginario del m ito. No obstante, desde el punto de vista pragmático, a
ellos les basta con repetir la operación para satisfacerse. Según su
concepción, sólo hay dos salidas, la simbolización o la muerte. “Es
preciso que el ser humano extraiga de su carne atorm entada el sím­
bolo, sin el cual no podría vivir. T al es, en la humanidad, la dura ley
de los Padres: el símbolo o la M uerte, Habla oí m uere.” 72

E l SÍM B O L O Y LA M U E R T E EN O C C ID E N T E

Se presentan aquí dos campos de investigación principales, antes que


nada, el de la expresión simbólica; luego, el de las asociaciones sim-

71 Algunos autores son escépticos en cuanto a la eficacia de este procedim iento. "En defini­
tiva la m uerte queda oculta. Oculta por el co n ju n to de signos que se oponen a la destrucción de
lo social. Esto constituye probablem ente un círculo vicioso. Pero el simbolismo mismo es un
círculo vicioso, pues nos remite a lo que trata de superar, y supera a lo que quiere reencon­
trar.” J . Duvignaud, La mort, et apr'es, a s i , 1. 1 9 71 , p. 293.
72 O rtigues, L a pensée fragmentaire, texto inédito, 1971.
El sim bolism o concebido de este modo representa la exaltación de las fuerzas mismas de la
vida, o más bien es la expresión de “esta lucha gigantesca en la cual la vida y la muerte enfren­
tadas, constituyen el fundamento dialéctico d e la existencia. Y esta lucha es sólo un preludio
que precede a la victoria: la victoria de la Vida sobre la Muerte. Es acertado decir que la
548 D E LA C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

bélicas, aquí el tema de la m uerte aparece acoplado de alguna ma­


nera con otras realidades, tales como el juego, el poder, la sexuali­
dad, el alimento.

L a expresión simbólica

La expresión simbólica puede aprehenderse en dos planos que esbo­


zarem os brevemente, el símbolo representado, el símbolo figurado.73
Recordem os previamente que la muerte misma es y a símbolo, el de
n u estra naturaleza esencialm ente perecedera, consecuencia de la
falta cometida por el prim er hombre, según lo concibe el cristiano;
pero también es revelación e introducciófi, puesto que, según el esote-
rismo, las iniciaciones tienen siempre una fase de m uerte, antes de la
participación en la vida nueva (lo que aparece en algunos ritos de
la francm asonería). ¿No es significativo que el Dispater (del que habla
C ésar en d e Bello Gallico), el dios de la muerte, aparezca también como
“el padre de la raza”? Y por su parte Ankou, alegría bretona de la
m uerte, es sin duda una Supervivencia del conductor de los muertos de
la danza m acabra de la Edad Media.

1. E l símbolo representado
Existe una importante iconografía relacionada con la muerte, de la
que hemos hablado varias veces. En todo caso, es interesante com ­
p robar que la célebre calavera con las dos tibias cruzadas se ha con­
vertido en el símbolo del peligro para todos los hombres urbanizados
de h o y :74 esto traduce muy bien un género de fantasías o de preocu­
paciones a la que nos hemos referido con frecuencia en este estudio.
L a iconografía relativa a la muerte consiste con frecuencia en ale­
gorías frías e impersonales, que loman de la imaginería popular o de
la mitología sus significantes principales. Insensiblemente se “pasa”
del símbolo al signo de valor puramente informativo.
sim bólica le indica al hombre quiénes son sus aliados y sus adversarios e n el mundo. Pero hace
más que esto, entona la gran epopeya de nuestro destino total. Llam a a la lucha, canta la
victoria; es peán; pero es también, y sobre todo, epicinio” (E. M’Veng, L ’art d ’Afrique noire,
M am e, 1964, p. 70).
73 Habría que recordar los m ecanism os de sustitución. En el plano del relato, por ejemplo.
Así, S. Prou (La Terrasse des Bernardini, Calmann-Lévy, 1973) nos describe de qué manera (ho­
rrible) T eresa y Laura (que al p arecer han matado a un hom bre) sacrifican a un conejo que las
había mordido. El relato de esta m uerte animal sustituye al del hom icidio (p. 242 y ss.).
74 Se trata de inspirar prudencia o de atemorizar. Recuérdese en igual sentido la bandera de
los piratas. En la actualidad, los soldados del “17o de lanceros” de Gran B retaña (llamados "los
niños de la muerte o de la gloria”) llevan todavía un estandarte donde aparece una cabeza de
m uerto sobre la fórmula “o la gloria”.
L A M U E R T E Y LO S S ÍM B O L O S 549

Así, la m uerte se representa tradicionalm ente por una tumba, o


mejor todavía por un “esqueleto arm ado de una guadaña”,75 y a ve­
ces -p ero esto se ha vuelto raro en nuestros días- por una divinidad
que tiene a un humano entre sus mandíbulas, por un genio alado,
p or un muchacho negro y otro blanco, p o r danza macabra, por una
serpiente, por un animal psicopompo (caballo,76 perro).
En la antigüedad existían múltiples divinidades letíferas: Zeus,
Athenea, Apolo, A rtem isa (Diana), Ares (M arte), Hades (Plutón), Hé-
cate, Perséfona. Pero es sobre todo T ánatos, hijo de la noche y her­
mano del sueño, “feroz, insensible, despiadado”, el que m erece ma­
yor atención.
Señalemos también a Eurynomos, un genio cuya función, según
nos dice Pausanias, “es la de devorar la carne de los muertos y no
dejar más que los huesos”. Se lo pintaba “de color azul tirando al
negro, com o esas m oscas que se posan en la carne”. Asimismo
“muestra los dientes, y una piel de buitre está extendida sobre el
asiento que ocu p a”. 77

75 Sobre la m uerte com o cesu ra en la serie de las im ágenes taróticas (13a lámina d el tarot) o
como primera casa del horóscopo en astrología, véase el Dictionnaire de symboles, Segh ers, 1 9 7 4 ,
n á pie, pp. 2 4 1 - 2 4 2 .
76 “Examinemos prim ero la semática tan im portante del caballo ctónico. Es la m on tu ra de
Hades y de Poseidón. Este últim o, bajo form a de sem ental, se acopla con Gaia la M adre T ierra,
Demeter Erinia, y engendra a las Erinias, dos potros dem onios de la muerte. En o tra versión
de la leyenda, es el m iem bro viril de Uranos, cortado po r Cronos, el tiempo, el que procrea a
los dos demonios hipom orfos. Y vemos perfilarse, detrás del padrillo infernal, una significa­
ción sexual y terrorífica a la vez. El símbolo parece m ultiplicarse a sí mismo voluntariamente en
la leyenda: es en un precipicio consagrado a las Erinias d ond e desaparece Erion, el caballo de
Adrasto. De igual modo, Brim o, la diosa ferania de la m uerte, figura en ciertas m onedas m on­
tada a caballo. O tras culturas vinculan también de m anera más explícita al caballo co n el Mal y
la Muerte. En el Apocalipsis, la Muerte cabalga en un caballo macilento; A hrim an, com o los
diablos irlandeses, se lleva a sus víctimas en caballos; tan to entre los griegos modernos como en
tiempos de Kyjuilo, la m uerte tiene por montura a un negro corcel. KJ folklore y las tradídone#
populares germ ánicas y anglosajonas han co n certad o esta significación nefasta y rnacaf/ra d e i
caballo: soñar con un caballo es signo de muerte próxima.” G. Durand, Les structures anthropologi-
ques de l’imaginaire, Bordas, 1969, p. 79. Un curioso y perturbador ejemplo de m anifestación de
la muerte nos es dada en el film e de R. Powel, The Asphyx, 1973, (mancha misteriosa sobre las
fotos).
77 Descripción de Grecia, 10, 28-31.
“l’rzyluski estableció de m odo destacable la correlación lingüística que podía e x istir en tre
Kali y Kala, divinidad de la M u erte, y Kála p o r una parte, que significa ‘tiempo, d estino’, kálaka
por la otra, derivado de kála y qu e significa ‘m anchado, m aculado’, tanto en lo físico co m o en lo
moral. La m isma fam ilia de palabras sánscritas dan po r otra parte kalka, suciedad, falta, pe­
cado, y kalusa, sucio, im puro, perturbación. Además kali significa la ‘desgracia’, la ca ra del dado
que no tiene ningún punto. Es así que la raíz prearia kal, negro, oscuro, se divide filológica­
mente en sus com puestos nictom orfos. Por una vez concuerdan la semiología y la sem ántica,
550 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

También se vinculan con la iconografía de la m uerte los gigantes,


los titanes, y más próxim o en el tiempo, el ogro, fuerza ciega y devo-
radora, vencido de la m anera que se sabe por el travieso Pulgarcito.
¿Im agen del tiem po (cronos) que se en g en d ra y se devora a sí
mismo? ¿Representación “desfigurada” o “pervertida” del padre cas­
trador? ¿Símbolo que condensa a las fantasías caníbales? ¿Monstruo
“tragador y arrojador”, lugar de las metamorfosis de donde la víc­
tima sale transfigurada? Es muy difícil pronunciarse sobre el sentido
del ogro, probablem ente este personaje de leyenda esté sumamente
sobredeterminado.
La presencia de la m uerte, o más bien del m uerto, llega a descu­
brirse en distintas manifestaciones. En las costumbres del duelo, hoy
en vías de desaparición: entre nosotros los velos y ropajes negros,
luego oscuros (gris, malva), o las vestiduras blancas, como en J a ­
p ó n ;78 o también en ocasión de las prácticas funerarias (colgaduras
negras delante de la casa mortuoria o en la iglesia, paño negro que
recubre el ataúd o el catafalco, cirios encendidos, cantos especiales).
Por su parte, los cem enterios son grandes concentraciones de sím­
bolos, de acuerdo con su extensión, su situación, el cuidado o la ne­
gligencia de que son objeto; o su división en sectores “ricos” o “po­
bres”, oficiales o privados; o el sentido de las inscripciones que en
ellos se leen; pero sobre todo según los significantes que allí apare­
cen: símbolos religiosos (cristianos, musulmanes, judíos), símbolos
laicos (librepensamiento, francmasonería); la cruz, la media luna, la
columna truncada, bastan para provocar toda una constelación de
asociaciones. Igualm ente, la escasez de los osarios y la frecuencia de
las concesiones familiares revelan perfectam ente, como ya indicamos,
el sentimiento de apropiación privada.
Hay que reconocer que esta pluralidad de “símbolos” degenera a
menudo en simples signos de valor puram ente enunciativo o infor­
mativo; y ello induce a una simple lectura-traducción, que sólo muy
escasamente convoca al registro de la afectividad, como ocurriría si
se trata de símbolos auténticos.79
trazando de una m anera extractad a la constelación que reú ne las tinieblas y la sangre, tal com o
lo acabamos de describir. La diosa Kali se representa vestida d e rojo, llevando a sus labios un
cráneo lleno de sangre, de pie sobre una barca que navega sobre un m ar ensangrentado;
divinidad sanguinaria cuyos tem plos recuerdan a los m ataderos de hoy.” G. Durand, op. cit.,
pp. 120-121.
78 E! blanco en la Biblia es el color de la resurrección. En el ritual de 1614, que acaba de ser
modificado, el negro estaba reservado a los funerales de los adultos y el blanco a los de los
niños.
79 Especialmente la cruz ha perdido m ucho de su poder sim bólico (m uerte de Cristo y sobre
todo promesa de resurrección) p ara convertirse en no m ucho más que un motivo ornam ental.
L A M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 551

En cambio, la arquitectura funeraria contiene formas expresivas


que se em parentan más fácilmente con la simbólica. R. Auzelle ha
discernido varios temas principales: emplazamiento arquitectónico en el
lugar, a veces orientado o señalado p o r la vegetación (solemnidad) o
sumergida en ella (integración, recogimiento, discreción); dominante
de los volúmenes: horizontal (reposo), vertical (resurrección), combina­
ción de ambos (oposición, reflejos); líneas horizontales (estabilidad),
verticales (impulso espiritual), oblicuas (tristeza), combinadas (oposicio­
nes); naturaleza de los materiales: piedra (fuerza, duración), hormigón
(liviandad, resistencia), ladrillo (color, limpieza), madera (calidez, li­
gereza); m odelado arquitectónico: vigor y sobriedad (perennidad), fi­
neza sin afectación (espiritualidad); por último, aberturas: estrechas
(recogimiento, intimidad), amplias (acogida, comunión), etc. Hay que
admitir que “la alegoría de la muerte tiene a la línea horizontal por
traducción gráfica, a la barca aplanada por esquife y al yacente
por efigie”.80
La simbólica de la m uerte no se agota en la alegoría iconográfica,
en las actitudes y com portam ientos, en las conductas vestimentarias,
en los símbolos de las necrópolis. Tam bién supone el vínculo con el
plano más personal de las elecciones del inconsciente, soporte de
nuestros ensueños y fantasías.
Símbolos del agua. Antes que nada el agua que fuga, imagen de la
muerte; la vida se nos escapa como el agua del torrente: “L a muerte
es un viaje, el viaje es una muerte. Todos los ríos se juntan en el río
de los m uertos”, nos dice G. B ach elar;81 y se sabe que desde la barca
de C aren te82 hasta el barco fantasma cantado p o r Wagner, el agua y
la muerte han aparecido ligadas. Pero también misterio del agua ne­
gra cuya profundidad se nos escapa y que recuerda a la sangre,
dueña de la vida y de la m uerte, particularmente la sangre mens­
trual.

80 A. Auzelle, 1965, pp. 317-372.


Bl L ’eau et les reves, J . Corti, 1942, p. 102. Recuérdese la importancia del tema onírico y
literario del m arino m uerto en el mar (jvase por ejem plo Océano Nox de V. Hugo). G. Bache-
lard nos recuerda también (op. cit., p. 61), q u e en el plano cósmico el cisne es a l;i ve/ símbolo
de luz sobre las aguas y un him no a ia m uerte. “Es verdaderamente el mito del sol m uriente.”
Sobre la simbólica de las caparazones de m oluscos en relación con la m uerte, véase Mircea
Eliade, ¡inages et symboles, Gallimard, 1952, cap . I V , especialmente pp. 178-190.
“* “T od o lo que la m uerte tiene de pesado, de lento, está acentuado en la figura de C aronte.
Las barcas cargad as de almas están siempre a punto de zozobrar. ¡Asombrosa imagen donde se
siente que la M uerte tem e m orir, donde el ahogad o teme todavía el naufragio! La m uerte es
un viaje que no acaba jam ás, es una perspectiva infinita de peligros. Si el peso qu e sobrecarga a
la barca es tan grande, es porque las almas so n culpables. La barca de Caronte va siem pre a los
infiernos. No hay barqueros de la felicidad.” G. Bachelard, op. cit., 1942, p. 108.
532 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

No olvidemos, siempre en relación con el tem a del agua, los relatos


del diluvio o “histolisis diluvial”, para em plear la expresión de G.
D urand,83 que han m arcado el inconsciente del hombre; las prácticas
orgiásticas, que conm em oran ritualmente el diluvio en cuanto re­
torno al caos que debe regenerar a la humanidad.
Símbolos del fu eg o , elemento muy ambivalente en tanto que figura­
ción onírica,84 a la vez devorador (las cenizas que deja son sus pro­
pios excrem entos), destructor por excelencia (el fuego mata, el fuego
castiga, sobre la hoguera o en el infierno) y purificador (quema las
basuras y los cadáveres; libera al alma, principio inmortal, de su en­
voltura cam al en la incineración; m etam orfosea al hombre del pur­
gatorio en criatura de Dios).
Principio a la vez de espiritualización por la luz y de sublimación
por el calor, el fuego es a la vez hogar, fuente de vida que anima la
casa y cuece los alimentos, potencia interior que abrasa al místico y
devora por dentro al obseso sexual, condición del sacrificio.
Símbolos de la tierra m aterna: expresión de los ensueños de reposo85
que sugiere el isomorfismo cuna-sepulcro. “Si la vida no es más que
un desprenderse de las entrañas de la tierra, escribía Mircea Eliade,
la m uerte se reduce a un retorno a su se n o [. ..] El deseo tan fre­
cuente de ser enterrado en el suelo de la patria es una form a pro­
funda del autoctonismo místico de la necesidad de regresar a la
propia casa.”86
Este complejo de retorno a las entrañas de la tierra-madre (a veces
esposa o hermana) perdió mucho de su alcance simbólico el día en

83 G. Durand, op. cit., 1969, p. 358.


64 Véase Bachelard, L a psychanalyse du fe u , Gallimard, 1938. Con el fuego, no sólo reencon­
tramos a la m uerte, la vida espiritual, el calor, sino también la sexualidad y el amor: “El amor
es la prim era hipótesis científica para la reproducción objetiva del fuego” (p. 54). A propósito
del “ritmoanálisis” del frotam iento, el autor subraya que se siente un calor dulce “al mismo
tiempo que la cálida impresión de un ejercicio agradable” (p. 81). Véase J . P. Bayard, L a symboli-
que du fe u , Payot, 1973.
85 Véase Forgerons et Akhimistes, Flamm arion, 1956. Consúltese asimismo la ob ra ya citada de J.
P. Bayard, L a symbolique du monde souterrain, Payot, 1973. G. Durand, op. cit., 1969, pp. 269-270,
subraya que en numerosas culturas, en Escandinavia por ejem plo, “el enferm o o el m oribundo
resulta revigorizado por el enterram iento o por su simple paso po r el agujero de una roca. En
fin, muchos pueblos entierran a sus m uertos acurrucados en posición fetal, indicando así, de
modo nítido, su voluntad de ver en la m uerte una inversión del terror naturalm ente experi­
mentado y un símbolo de reposo prim ordial. Esta imagen de un reflorecim iento de la vida y de
la asimilación de la m uerte a una segunda infancia se encuentra no sólo en la expresión popu­
lar “volver a la infancia”, sino que también hemos podido com probar que es concepción fre­
cuente entre los niños de cuatro a siete años, que reinventan el mito del Político y creen que a
partir de una edad avanzada, los ancianos se convierten progresivam ente en niños".
*® Traite d’histoire des religions, op. cit., p. 211 y 55.
L A M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 553

que se concibieron infinitas precauciones para que el cadáver no to-,


cara la tierra: ¡hay, por cierto, una gran distancia en tre el musulmán
que deposita al difunto en el suelo, envuelto en su sudario, y el occi­
dental que lo deja resposar en un ataúd capitoneado y lo hace descen­
d er hasta el fondo de una tum ba de gruesas paredes de horm igón!
Símbolos del aire y del espacio. El aire en sí mismo es imagen de la
vida: “El aire imaginario es la horm ona que nos agranda psíquica­
m ente”; también lo es del alma, del soplo, y a la vez de la cólera: “ El
viento excesivo es la cólera que se difunde por todas partes, que nace
y renace, que gira y da vueltas.” r
En relación con el par Vida/Muerte, el aire evoca el proceso ascen­
sión/descenso o, si se prefiere, la verticalidad ascendente y la vertica­
lidad descendente. Unas veces es la condición del impulso hacia lo
alto (espiritualización, liberación, tema cristiano de la ascensión de
Cristo y de la asunción de la Virgen María); otras de la caída, del
descenso (sueño, y sobre todo m uerte): “El dinamismo positivo de la
verticalidad es tan nítido que se puede enunciar este aforismo: quien
no asciende, cae. El hombre, en cuanto hombre, no puede vivir hori­
zontalmente. Su descanso, su sueño es casi siempre una caída.” 87
Pero no es posible hablar de la simbólica espacial vinculada a la
m uerte sin mencionar las fantasías que provoca la luna. Asociada
a la menstruación (una expresión popular francesa califica a las re­
glas como “momento de la luna”; para el maorí la menstruación es
“la enfermedad lunar”; los diola del Senegal hablan del “agua de la
luna” para designar la sangre menstrual), la luna es también una
referencia privilegiada para aludir a la m uerte y al renacimiento.
“El simbolismo lunar aparece por lo tanto en sus múltiples epifa­
nías como ligado estrecham ente a la obsesión del tiempo y dé la
m uerte. Pero la luna, no solamente es el primer m uerto, sino tam­
bién el primer muerto que resucita. La luna es por lo tanto, a la vez,
m edida del tiempo y prom esa explícita del eterno retorno. L a lección
dialéctica del simbolismo lunar no es polémica y dierética, com o la
que se inspira en el simbolismo uraniano y solar, sino por el contra­
rio sintética, por ser la luna a la vez m uerte y renovación, oscuridad y
claridad, promesa a través y por las tinieblas, y no ya búsqueda ascé­
tica de la purificación, de la separación.” 88

87 Las tres citas incluidas a propósito d el simbolismo del aire están tom adas de G. Bachelard,
L ’a ir et les songes, J . Corti, 1943, pp. 19-20. Véase también La poetique de l’Espace, p u f , 1957. La
sim bólica de la ascensión ha sido bien estudiada tam bién por M. E liade, op. cit., 1952, pp.
5 9-64 .
8,1 G. Durand, op. cit., 1969, pp. 3 3 7-338. Sobre el vínculo entre la luna y el agua, véase M.
Eliade, op. cit., 1952, pp. 164 y ss. Sobre el bestiario de la luna, véase G . Durand, pp. 359-369.
554 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

Por supuesto que habría muchos otros arquetipos inconscientes y


de alcance universal que podrían ocupar su lugar en este estudio. Pero
ya sea que se limiten a alim entar sueños y ensoñaciones, o que se
encarnen en la literatura, el dram a y la poesía, ello no cambia para
nada su naturaleza ni su sentido, éu existencia sólo prueba una cosa
(por el contrario sus funciones varían según las disposiciones menta­
les del que vive, crea y lee el símbolo: evasión, acrecentam iento, ca­
tarsis), y es que en el universo de las imágenes-signos o de las imáge­
nes símbolos, el par vida-m uerte es omnipresente.

2. E l símbolo y el rito
Ló que a nuestro entender es el procedimiento simbólico principal
en el África negra, tan fundam ental como eficaz, la “simbólica ri­
tual”, ¿aparece también en Occidente? ¿Tiene en éste el mismo sen­
tido? ¿Persigue las mismas finalidades (acceso a lo numinoso, resolu­
ción de las tensiones)?
Debemos decir, en prim er térm ino, que no conocemos nada en
nuestro mundo occidental que se corresponda ni de cerca con ese
rito tan rico, tan intensamente dramático, tan poderoso contra la
m uerte, como es la iniciación, dominio de lo “imaginal” por excelen­
cia.89 ¡Hasta hemos suprimido lo que podía pasar por una iniciación
(sin m uerte figurada, p o r supuesto): la “p rim era com unión so­
lem ne”! Quedan únicamente dos aspectos rituales, el duelo y los fu­
nerales.
Sabemos que el duelo traduce a la vez la inadaptación de los indi­
viduos a la m uerte, y el proceso social de readaptación que les per­
m ite a los supervivientes cicatrizar sus heridas. Las sociedades
negro-africanas han hecho de ello una institución, con un juego
complejo de reglas, interdicciones, actitudes simbólicas; y algo seme­
jan te se encontraba en Occidente antes de la revolución industrial.
Especialmente la reclusión persigue (o perseguía, según los casos)
una doble función, poner el dolor de los allegados “al abrigo del
m undo”; permitirles “aguai'dar, com o el enferm o en reposo, a que se
suavicen sus penas”. Además, y esto parece todavía más im portante,
“impedirles a los supervivientes olvidar demasiado pronto al desapa­
recido”; y para ello se los excluye durante un periodo de penitencia
de las relaciones sociales y de los placeres de la vida profana.90 Poco

89 Quizás con una excepción muy relativa referen te a la francm asonería. El noviciado para
ingresar en las grandes escuelas, en el ejército o en algunos clubes m undanos, no es más que
una parodia de iniciación.
90 Ph. A ries, op. cit., 1970, pp. 77-78.
L A M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 555

importa que esta reclusión sea física (en África, en Occidente antes
del siglo xix) o solamente moral, ella no se dirige tanto a proteger a
los muertos del olvido, como a afirm ar “la imposibilidad de los vivos
de olvidarlos y de vivir como antes de su partida”.91
Fue especialmente G. Gorer, en un artículo que alcanzó gran reso­
nancia,92 quien subrayó el cambio radical de actitud del doliente; ¡y
ello en menos de una generación! A partir de entonces se hizo im­
propio dem ostrar la pena, incluso dejar entrever que se la exp eri­
mentaba: “No se llora más que en privado —dice el autor-, com o nos
desvestimos o descansamos sólo en privado.” Al igual que la m astur­
bación (as i f it were analogue o f m asturbation), la tristeza es un acto
vergonzoso al cual hay que entregarse únicamente en el secreto de la
alcoba. Y si hoy algunos justifican públicamente la masturbación, en
cambio ninguna voz se levanta para reivindicar el duelo: “El supervi­
viente desdichado debe ocultar su pena, renunciar a retirarse a una
soledad que lo traicionaría, y continuar sin interrupciones su vida de
relación, de trabajo y de entretenimientos. De otro modo se vería
excluido, y esta exclusión tendría una consecuencia totalmente dife­
rente que la reclusión ritual del duelo tradicional. Este era aceptado
por todos como una transición necesaria y suponía com portamientos
igualmente rituales, como las visitas obligatorias de condolencias, las
‘cartas de consuelo’, los ‘socorros’ de la religión. Hoy tiene el carácter
de una sanción semejante a la que castiga a los desclasados, a los
enfermos contagiosos, a los maniacos sexuales. Se sitúa a los afligidos
impenitentes ju n to a los asocíales.”93
Ciertamente, com o ya dijimos, el negro-africano puede también
prohibir los llantos; pero en cambio concibe mecanismos simbólicos
de compensación, que entre nosotros han desaparecido totalm ente.
A lo sumo, el culto de las tumbas -q u e en Occidente destrona a veces
al culto de los m u erto s, sustitución ig n o rad a por los n e g r o -
africanos-94 conserva en ciertos medios una importancia p rim o r­
dial.95

91 Ph. Aries, p. 70.


92 The pomography o f death, 1965; reproducido com o apéndice en el libro de G. G orer, Death,
g r ie f and moumíng, Nueva York, Doubleday, 1965.
93 Ph. Aries, 1970, pp. 77-78.
94 Entre los malgaches, el culto (ostentatorio) d e los panteones no excluye el culto d e los
muertos, sino que lo sostiene.
95 “En el cem enterio de Niza, las viejas tumbas -v erd ad ero m useo- están amenazadas por las
pequeñas inscripciones que anuncian su próxim a destrucción. Hace cincuenta años n o se h u ­
bieran atrevido a hacerlo, por t e m o r a las reacciones de la opinión. La sensibilidad "con respecto
a los cem enterios y los m uertos se ha embotado, principalm ente en los medios intelectuales,
que constituyen hoy una tspecie de clase poderosa. En cambio, la religión de los m uertos
¡i, L A C Ü K K U fC lO .N C O R P O R A L A LO IM A G IN A R IO

Se han operado también muchos otros cambios. Es así que el duelo


público (inversión del tiem po y de los papeles sociales com o en
Á írica; detención de las actividades, colocación de las banderas a
media asta) han disminuido con el desarrollo de la sociedad indus­
trial. Nosotros conocimos en África duelos que se prolongaron más
allá de los treinta días, por el fallecimiento de un jefe; la desapari­
ción del general De Gaulle provocó un duelo público de siete días en
Senegal y en Egipto, pero únicam ente de un día en Francia.
Asimismo, el duelo afecta cad a vez a un número de personas más
limitado:98 ya casi no le concierne más que a los parientes muy alle­
gados del difunto (duelo privado). Por último, también han evolu­
cionado sus manifestaciones, menos reclusión y ascetismo, como an­
tes; menos mutilaciones corporales; menos ayunos largos y penosos;
menos continencias forzadas durante varios meses, incluso años, me­
nos vestimentas negras u otras señales distintivas. Simbólicamente el
rechazo del duelo, tal como hoy se manifiesta entre nosotros, aparece
como una form a nueva de negación de la muerte. A hora ya no es
m eram en te lo simbólicó lo que se cuestiona, sino lo imaginario
mismo.97
¿Qué nos enseña sobre este punto el ritual funerario? En su di­
mensión profana, si por un lado conserva los signos de ostentación
socialmente segregatoria (cerem onias de mayor o m enor im portan­
cia, ataúdes más o menos costosos, a pesar de la pérdida de vitalidad
oficial de las “pompas”), sus referencias simbólicas primarias se em­
pobrecieron: las colgaduras fúnebres desaparecieron, los furgones
fu n erario s rehúyen los excesivos adornos (transición ya visible
cuando se pasó del vehículo tirado por caballos al automóvil), dos
cosas que no hay que lam entar; pero además las condolencias se
simplificaron y los cortejos se hacen imposibles en las ciudades actua­
les, lo que sí puede deplorarse. A pesar de tentativas loables (jóvenes
funcionarios de pompas fúnebres vestidos de gris, nobleza de los
athanées, es como si se tratara de andar rápido, de desarreglar lo me­
nos posible las actividades de los vivos, ¡que el muerto no nos haga
perder demasiado tiempo, ese tiempo que solemos decir que es oro!
Veamos ahora la dimensión religiosa. Se han podido distinguir en

subsiste, sobre todo en los medios populares, así como en las clases medias no demasiado
intelectualizadas. Todavía se gasta d in ero en panteones y monumentos funerarios. Las visitas
son siem pre frecuentes, las tumbas tienen siem pre flores.” Ph. Aries, op. cit., 1972, pp. 40-41.
96 A veces grupos enteros se sienten afectados p o r la muerte del héroe: G agarin, De Gaulle o
Churchill, Ju a n X X III, Edith Piaff.
97 Para convencerse, basta con leer el cu adro que nos pinta P. Rozenberg del duelo y de sus
fantasías en L e romantisme anglais. El desafío de los vulnerables, Larousse, 1973 caps, m y v.
L A M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 55?

la Europa del Oeste tres tipos d e funerales. En el primero (Francia,


Italia), la acción litúrgica principal se produce en la iglesia (misa o
solamente absolución). En el segundo (países sajones), tiene lugar en
el cementerio. En el tercero , mucho más raro (alejamiento de la igle­
sia o de las necrópolis; costumbres locales) el acto se efectúa en la
casa.
Las exigencias de la vida moderna tienden actualmente a favorecer
la segunda m anera de actuar, sobre todo en las ciudades donde exis­
ten athanées con sala apropiada para todos los cultos, y que frecuente­
mente lindan con los lugares de inhumación. L a nueva liturgia de los
funerales (el Ordo exsequiarum, presentado en el Concilio a los obispos
en 1968), se desarrolla en cuatro momentos.98 “La salutación de fe a
los allegados al difunto” quiere ser un rito de acogida, que recuerda
al bautismo o el casam iento; el sacerdote participa de la pena de los
supervivientes, les prodiga palabras de consuelo, l^s habla de espe­
ranza. Después, “la celebración de la palabra”, a la vez “palabra de
Dios sobre el hecho de la m uerte” y “profesión de fe de la com uni­
d ad”; los textos que se leen son selecciones que versan especialmente
sohre el misterio pascual, la resurrección de los muertos, la piedad
hacia los muertos, la esperanza de reencontrar a los difuntos en el
reino de Dios, la grandeza de la vida cristiana. Le corresponde al
ministro del culto ad ap tar la o las lecturas a la naturaleza misma de
la concurrencia; y según los casos puede sumarse una homilía a esta
segunda etapa. En seguida viene “el sacrificio eucarístico” que insiste
sobre el aspecto “no solamente propiciatorio sino también pascual de
la misa”, y que sólo tiene sentido para los cristianos convencidos. La
celebración de la misa puede efectuarse en m om ento distinto al del
entierro. Por último, “el adiós al difunto o el postrero encomendarse
de éste a Dios”, que tom a el lugar de la antigua absolución, o al
menos le confiere a ésta un sentido nuevo. Se trata entonces de ele­
gir un canto conocido p o r toda la concurrencia, que entonarán todos
los presentes y que debe expresar “el pasaje de la comunidad terres­
tre a la de los Santos y los ángeles”. Igualm ente, en la medida en que
y» p Qy? 0 p ? nouveau rituel romain desfunérailles, La Maison-Dieu, 101, C erf, 1970, pp.
15-32.
Véase también en este nú m ero, J . D, B enoit, P rier pour les morts ou pour les vivants, pp. 39-50;
A. T u rck , Notes sur les fu n érailles d ’enfants non baptisés, pp. 1 1 3 -1 1 8 ; M. Tissier, U homélie aux
funérailles, pp. 119-126. A título com parativo, véase también D. Sicard, Le rituel des funérailles
dans la tradition, pp. 33-38. La cerem onia colectiva del sacram ento de los moribundos (que
remplaza la de los muertos) parece haber sido bien acogida en algunos medios. Citemos tam bién a
F. A. Isam bert, L a transformation d u rituel catholique des mourants, F. A ndrieux, L image de la mort
dans les liturgies des Églises protestantes, Coloquio de Estrabourg, octu bre de 1974, textos mim eo-
grafiados.
5 58 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

exprese la “xjaledictio de la com unidad cristiana”, se m antendrá el uso


de la aspersión de agua bendita o del incienso sobre el cuerpo del
difunto.
De este ritüal pueden desprenderse un cierto núm ero de rasgos.
Antes que nada, a la rigidez litúrgica de antes, sucede hoy una gran
elasticidad que permite adaptar el rito, especialmente la elección de
cantos y responsos, las lecturas o el tema de la homilía, a la especifi­
cación de la concurrencia (cristianos convencidos y militantes, no
practicantes, no creyentes). Desaparece la supremacía del sacerdote
(incluso puede no estar presente si, por ejemplo, no hay misa); y ello
se com pensa por un llamado a los fíeles a participar activamente en
el rito, a tom ar la iniciativa de las oraciones y de los cantos.
La simplificación del rito, su relativa igualación (supresión de cla­
ses), la supresión de su misterio (casi desaparición de cantos en latín,
explicación concreta de los textos, de los ritos y actos: por ejemplo, la
aspersión del cuerpo, que recu erd a al bautismo) su humanización
(acogida a los supervivientes, im portancia de la consolación); orna­
mentos blancos del sacerdote p ara evocar la esperanza, o púrpuras
para exp resar la fe; la aceptación de los divorciados, de los niños no
bautizados, de personas que serán incineradas (algunos sacerdotes
-au n q u e son poco numerosos, es v erd ad - aceptan incluso a los cris­
tianos fallecidos fuera de la religión), constituyen también actitudes
nuevas.
Por último, señalemos una costum bre frecuente entre los refor­
m adores del siglo xvi, que se encuentra revalorizada en el nuevo
ritual: “ Sin dejar de reservarle su importancia a la oración para el
difunto, com o lo pide la fe católica, se acepta también la oración para
los que com parten el dolor -p o r ejemplo cuando se está en la casa
m o rtu o ria- y un elemento de acción de gracias por lo que ha podido
realizar el am or del Señor en la vida del difunto.”99
Si la supresión del misterio constituye una pérdida apreciable en el
plano de la eficacia simbólica100 -decíam os que el símbolo oculta
tanto com o sugiere-, en cambio la participación de los fieles (lo
que nos aproxim a a los funerales africanos) debería transform ar
la antigua pasividad de la asistencia en una acción simbólica incues­
tionablemente más eficaz; a condición, ni qué decirlo, de que la fe

99 R. M. Gy, op. cit., 1970, p. 29.


100 “Se puede pensar que en muchos casos, una catequesis detallada, incluso profesión de fe
explicitadaf . . . ] amenazan con desem peñar sólo un papel redundante, a despecho de esfuerzos
inteligentes d e los agentes religiosos, y con convertirse en elementos superficiales de una ope­
ración sim bólica cuyo funcionam iento es más cen tra l.” J . Y. Hemeline, Quelques incidences psy-
chologiques de la sc'ene rituelle des funérailles, op. cit., 1970, p. 95.
L A M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 559

cristiana sea real y profunda, y que la interiorización del modelo re ­


ligioso sea auténtica, lo que precisamente parece cada vez más d u ­
doso en nuestros días.
Además, el ceremonial fúnebre conjuga diversos datos temáticos
doctrinales (salvación, resurrección, solidaridad con Cristo), así como
figuraciones religiosas (cielo e infierno, vida y m uerte eternas, trán ­
sito, permanencia en los cielos), “de las que pueden apropiarse las
personas en un registro predom inantem ente imaginativo: en ese
caso, se corre el riesgo de que se oculte o se evite el principio de
realidad, lo que favorece el refuerzo de un mundo-clel-sujeto irreal y
fantástico, signado por una m arcada ambivalencia. Es común com ­
probar que lo imaginario tradicional cristiano, así com o también los
dogm as fundamentales que conciernen a la salvación, la superviven­
cia, la resurrección (las “grandes verdades” de los predicadores de
antaño), son particularmente ricos en elementos de figuració'! o mí­
ticos, inmediatamente disponibles para tales empleos” 101 Surge de
todo esto que el ritual cristiano de los funerales, a pesar de que ha
habido reform as interesantes, no ha sido capaz de otorgarle al sím­
bolo todos sus derechos. Y no podía ser de otro modo, puesto que
ese ritual sólo aparece como un compromiso que le permite al cris­
tianismo presentarse ante un mundo que precisam ente tiene miedo
de m irar a la m uerte de frente.

Las asociaciones simbólicas

Ju n to al símbolo de expresión a primero o 'Segundo grado, a veces


símbolo de la muerte, a veces m uerte como símbolo, se sitúan diver­
sas asociaciones, que pueden ser simples aproximaciones o acciones
rituales.102 El examen del caso negro-africano nos ha suministrado

J . Y. Hamelme, ibid., pp. 95-96. Véase las juiciosas preguntas d e J. Potel,Les funérailles. Une
je te ? , Cerf, 1973.
102 Un caso particularm ente interesante de asociación simbólica nos lo aporta la sociedad
A le-A re de la isla Malaita (Islas Salomón). Véase D. De Coppet, L ’homme, vol. 8, cuaderno 2,
1966; vol. 10, cuad. 1, 1970. Las nueve prim eras unidades de m oneda (hay 24 en total) asegu­
ran la comunicación vivientes-difuntos; son intermediarios simbólicos, y esto en virtud de una
apreciación rigurosa. Las unidades 9 y 7, por ejem plo, resuelven los conflictos generados por el
crim en. Si “a”, del Clan A, mata a “b” del clan B, un miembro del clan A remite el cadáver a un
miembro del clan B quien, a cam bio, le da una cierta cantidad de m onedas (sitúa); el ofensor se
beneficia m onetariam ente y el ofendido en prestigio. Para ser resuelto el conflicto, se lo plan­
tea en el piano político-simbólico, pues había engendrado un desacuerdo profundo entre los
vivos, luego entre los vivos y los m uertos. Para restablecer el consenso simbólico, importa cuan-
tificar la actitud de los antepasados hasta que se vuelva favorable cuando se utilizan las unida-
560 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

un muestreo útil: algunas de esas asociaciones se encontrarán, nutatis


mutandis, en el cam po simbólico occidental (m uerte y sexualidad,
m uerte y alimento); otras han desaparecido: la m uerte aséptica, por
ejemplo, hace impensable el lazo ritual “muerte-suciedad”, para con­
servar sólo el dato realista-“m uerte-podredum bre”.
Y a hemos mencionado algunas otras asociaciones. Por ejemplo, las
referencias topológicas. La izquierda está a menudo ligada a la m uerte
y al mal, por oposición a la derecha. Numerosos cráneos de las socie­
dades arcaicas que fueron trepanados (a fin de extraer de ellos el
principio dañino), lo fueron del lado izquierdo; y varios son los ritos
en los que se aborda al difunto por la izquierda, especialmente en
E urop a central.1<Ki
O bien el par Muerte ¡Silencio. El muerto es el que se calla, el que no
habla más, o al que se hace callar (antes, las cabezas conservadas de
los difuntos mostraban a menudo la boca cosida: indios navajos; o
clavada con espinas: cabeza trofeo peruana), y se hacía que alguien
hablara en su lugar (idealización o depreciación del difunto; reinter­
pretación, a veces tendenciosa, de su pensamiento). Se desconfió
siempre del que podía hablar después de muerto (descubrimiento de
testamentos, de cartas ignoradas). Por último, y como ya dijimos, el
respeto al muerto implica el minuto de silencio. Más genéricamente,
esto nos vuelve a llevar al tem a de la oralidad. Rocordemos el carác­
ter ambivalente de la boca asociada al alimento-vida, al beso caníbal,
a la vagina dentada; el complejo de devoración (la entrada al Schéol
se hace por las fauces abiertas de un m onstruo que se traga a los
condenados); la potencia de la palabra fuente de vida (mensaje de
Cristo) o de m uerte.
Citemos también la asociación Vejez/Decrepitud, de ella proviene la

des adecuadas (9 y 7). Si ocurre que un individuo es el único sobreviviente de su genealogía,


estará en la obligación de en terrar la moneda en la tum ba de uno de sus antepasados. Esta
cerem onia se acompaña d e un ritual que tiene por finalidad colocar la m oneda bajo la custodia
de los difuntos. La mo'neda, retirada entonces de la circulación, pierde su significado sim bó­
lico: los muertos no pueden ya dialogar con los vivos. Por último, los antepasados no sólo son
celebrados durante dos o tres generaciones y se encarnan durante este periodo en ia moneda.
Después de este lapso, para celebrar a nuevos antepasados, la m oneda deberá pasar por otras
m anos y cambiar así de significación simbólica. Los cambios cerem oniales realizados durante
esas fiestas transforman a los vivos, una vez muertos, en moneda. “ Es com o si el sistema de los
intercam bios ceremoniales, al d ejar a los hom bres hacer el recorrido de la vida hacia la m uerte,
llegara a transform ar, por una serie de consum aciones[. ..] la vida en m oneda,”
103 Muy a menudo, en África y en China, la izquierda evoca al hom bre. ¿Se quiere señalar
inconscientemente que el hom bre es infinitam ente más m ortífero que la mujer? Ya hemos di­
cho que el poder (ligado a la m uerte) no tiene el mismo sentido en los representantes de los
dos sexos.
LA M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 561

mitología a menudo seudocientífica del rejuvenecimiento (desde el


suero de Bogomoletz a la juvencia del Abate X o Y), reforzada hoy
por las técnicas estéticas; la negativa a envejecer se une a la negativa
a morir, pues parecer joven es fru strar a la m uerte.104 A este res­
pecto, debe com probarse que en los cementerios, cada vez que una
fotografía del difunto se coloca sobre la tumba, se trata siem pre de
una imagen muy anterior al m om ento del fallecimiento, com o si se
quisiera representar al muerto bajo un aspecto joven y favorecido (a
la manera, quizás, de la tanatopraxis).
También deriva de allí la conexión estrecha Muerte y P oder. En La
mort, M adam e, J . Jean-Charles nos recuerda cómo a los nueve años,
ella sintió placer en matar con un hacha a tres patitos enferm os que
se le habían dado a cuidar: “R ecuerdo sobre todo que sentí la necesi­
dad urgente de ver si yo era capaz de m atar, y los patitos fueron sólo el
pretexto. Pero su muerte no me aportó ninguna respuesta. Mi padre
tampoco había llorado al aplastar con su grueso zapato la cabeza mi­
núscula de un avecita: él estaba seguro de tener razón.”
En la fuente misma de nuestra tom a de conciencia del p o d er, se
encuentra el poder de dar m uerte: la superioridad del adulto sobre
el niño consiste en que él puede m atar sin remordimiento, porque
decide ten er razón. Tal es quizás el sentido de la caza, el cazador deja
de tener m iedo de m orir cuando m ata (“el miedo a m orir proviene
de alguna gripe taimada o del amigo que conduce dem asiado rá­
pido”). Abatir a la presa es para el cazador destruir (simbólicamente)
lo que se opone a su potencia: “Su virilidad, ilusoria se introduce
miserablemente en el cañón d e su fusil. Él tira con su “arm a” y se
siente reconfortado al com probar que ésta mata mejor que hace ni­
ños.” 105
Sociedad, m uerte y poder ap arecen así conjugados con frecuencia.
Recordemos el poder-saber del m édico en su relación con el en ferm o y
el muriente; el poder discrecional del político que prohíbe m atarse o
matar (condena del homicidio, del suicidio, del aborto), p ero que
mata (guerra, pena de muerte) o perdona (derecho de gracia presi­
dencial); desde este punto de vista, J . P. Vernat pudo red u cir el com­

104 “£ n suma> tenem os la edad que nos co n fiere nuestro espíritu, nuestro corazón ; sucede
que los cabellos grises son a veces una inconsecuen cia más real que el correctivo q u e se despre­
cia. Por eso en su caso, señor, se tiene d erech o a recuperar el color natural de sus cabellos”, le
hace decir T h o m as Mann al peluquero q u e reju venece al héroe de La muerte en Venecia (Fa-
yard, 1971, p. 169), el poeta enamorado A schenbach. “Maravillado, transportado p o r su sueño,
perturbado y tem eroso,” Aschenbach accede. Al día siguiente muere. Véase también e l maravilloso
filme que L. Visconti realizó sobre este texto.
105 Jeh a n n e Je a n Charles, op. cit., Flam m aríon, 1974, p. 161 yw, 128 yss.
562 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

piejo de Edípo a una lucha por el gobierno de Tebas, donde la se­


xualidad se reducía a un medio de poder. Igualmente la sociedad
fabrica a sus inmortales (desde los académicos a los héroes que de­
sempeñan el poder y que ingresan al Panteón) o sus desesperados
reducidos al d ram a de la autofagia (hablaremos de ello más ade­
lante): “T o d a dominación se funda en el miedo a la muerte; el poder
institucionalizado se arroga abiertamente el derecho de vida o muerte
sobre los miembros de la comunidad que se someten a sus leyes.”106
Volvamos una vez más a la relación Muerte-Deporte-Violencia. En su
tesis,rica y original, B. Jeu demostró que el deporte, verdadera susti­
tución simbólica, resum e en definitiva, en el plano de la experiencia,
la metafísica (la m uerte) y la política (la violencia); o si se prefiere, el
más allá (la superestructura religiosa) y el más acá (infraestructura
económica de la sociedad): “El deporte conserva a través de la histo­
ria su carácter sagrado, atestiguado por la seriedad de sus cerem o­
nias. La gravedad de Olimpia y la del deporte moderno proviene del
hecho de que el deporte, de m anera general, es una meditación viva
sobre los problem as de la violencia y de la m uerte. Son por lo tanto
los mismos temas los que inspiran en profundidad a los que van al
deporte o a la filosofía. Por esto la reflexión sobre el deporte no se
reduce a la esfera de un estudio sobre las actividades físicas, sino que
desborda este m arco para desembocar en el conjunto de los proble­
mas humanos. El deporte es un hecho de civilización, no un hecho
de naturaleza. Representa un fenómeno teológico-político.” 107
El deporte es inseparable de lo trágico por la violencia sublimad?, o
real (la del esfuerzo, la del combate en la tauromaquia), por la incer-
tidumbre del resultado (el deporte comercializado y am añado108 ya

106 R. M enahem , op. cit., 1973, p. 99. El autor dice también en la p. 98: “El fundam ento de
todo poder es el m iedo a la m uerte. Estar del lado del poder es estar del lado de la vida, pues
disponer de la vida de otro tiene por corolario la esperanza insensata e informulable de esca­
par uno mismo a la m uerte, precipitando la del o tro .” Véase tam bién: “Pouvoirs”, AW/é’, revu ede
Psychanalyse,. 8, oto ñ o, 1973.
107 Le sjiort, la mort, leí violence, Edit, Universitaires, 1972, p. 201. El carácter sagrado del
deporte - e n vías d e desaparición por su profesionalización, su introducción en el circuito eco­
nómico (rentabilidad, publicidad), la fabricación artificial de los atletas mediante horm on as-
aparece todavía en la solem nidad de las ceremonias a que da lugar (transmisión de la antorcha
olímpica, himnos nacionales, banderas que se izan, sesiones nocturnas). Tam bién se encuen­
tran en el d eporte: secuelas de totemización (en rugby, los canguros designan a los australianos,
los Kiwi a los neozelandeses, los franceses son los gallos); supervivencias de tabúes (prohibición
de tocar la pelota con las m anos en el fútbol); objetos fetiches cuidadosamente vigilados (garro­
chas, pelotas, raquetas).
108 Uso de anfetam inas, de esferoides anabolizantes (horm onas masculinas sintéticas); resul­
tado conocido y am añado de antem ano.
LA M U E R T E Y L O S S ÍM B O L O S 563

no es deporte), por el riesgo d e muerte (en la arena, en la montaña,


en los circuitos automovilísticos). Efectivamente, en el deporte “se
juega a la muerte. Es que no se quiere morir, aunque sea simbólica­
mente. Si es preciso, hasta se preferirá derrumbarse físicamente que
desaparecer simbólicamente”. 109
Pero lo lúdico restringe lo trágico, la violencia está codificada por
reglas precisas (las del judo, las del rugby)-, la incertidumbre del d e­
senlace está limitada por la preparación psicológica, alimenticia, fí­
sica, hoy de una alta tecnicidad. Casi siempre el m uerto es un
muerto “transpuesto” , jugado como espectáculo, y la vida le será
restituida al que pierde a fin de que pueda medirse en otras compe­
tencias (lo que no siempre ocurna en las arenas romanas).
“Así el deporte revela su ambigua naturaleza de símbolo. La de­
rrota no es una verdadera derrota. La vida está jugada, no en el
sentido de que el azar decidirá en lugar de nosotros si seremos o no
seremos, sino en el sentido clel teatro adonde se transpone. En el
deporte, se está protegido contra la muerte real. Sin embargo la cosa
se tom a muy en serio, tanto por los espectadores com o por los acto­
res. Uno va a infligirle al otro, en un lapso determinado, una muerte
simbólica. ¿Cuál? El refinamiento intelectual de la representación es­
cénica deportiva no disipa sino que crea la tragedia.”110 Tragedia, como
dijimos, que aparece claramente en los juegos de azar, que no perte­
necen al dominio del deporte: ¿quién no se ha sentido impresionado
ante los rostros trágicos, descompuestos por la angustia de la muerte,
de ciertos apostadores que arriesgan sus bienes y su vida en las salas
de los casinos?
Paradójicamente, “la psicología de los jugadores m uestra que es el
deseo de muerte el que posee al jugador. Ya se sabe —y el cálculo de
probabilidades es term inante a este respecto- que el jugador debe

1,111 B .J e u , p. 110.
Ibid. p. 111.
Subraya también el am or que es interesante mencionar en Diógenes Laercio una anécdota a
propósito de Chilon. Chilon m urió “en Pisa, después de haber abrazado a su hijo, vencedor en
los ju e g o s olímpicos en el pugilato. Murió, d ice, en un acceso de alegría, que su debilidad y su
mucha edad no le permitieron soportar. T o d o s los asistentes á ¡os ju eg o s lo condujeron a la
tumba con grandes honores”. Esta repetición del tema revela que, más allá del personaje cele­
brado, existe una asociación natural en tre la m uerte y los juegos. “M orir asistiendo a los ju e g o s
es benéfico, porque los ju e g o s representan a la muerte, y en esta circunstancia la realidad
coincide con el símbolo.”
Los ju eg o s de niños m erecerían ser analizados bajo esta misma luz, especialm ente los de los
varones: ju eg o s violentos, pero reglam entados, sustitudvos de la violencia real, juegos donde
aparece a menudo la muerte (“Estás m uerto!”, “¡T e he matado!”); lo que es casi inexistente
en tre las niños.
564 D E L A C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A L O IM A G IN A R IO

perder. Y es esto lo que hace al juego excitante; es sólo ilusión de


triunfo, pero es también esto lo que le otorga ese sabor inapreciable
al ganar, signo del destino” 111
También habría que record ar las asociaciones que desarrolla la
ciencia-ficción: poder del pensamiento, magia de la técnica, posibili­
dad de hacer revivir a los m uertos después de siglos, de encarnar
tuerzas vitales de potencias supraterrestres, de vivir de cinco a diez
veces más tiempo que hoy, aunque los hombres sigan siendo tan
agresivos y m ortíferos.112
Y a nivel de la literatura fantástica, tenemos también que mencio­
n ar la asociación vida-luz/muerte-tinieblas tal como aparece, por ejem ­
plo, en J . Ray, con su Malpertius. “En la claridad de la lámpara, una
mano decrépita y pálida com o la cera, blande una hoja de papel. Es
el certificado de defunción y el permiso de inhumar ad hoc, prontos y
debidamente firmados por mí.”113 De ese m odo, la muerte supone la
noche, es decir la angustia y el misterio que los arquetipos incons­
cientes le aplican; así como se la asocia a ciertos colores de valencia
nocturna; tintes blanquecinos, macilentos, pálidos (el de los espec­
tros) donde predominan el blanco, el azul, el malva. Para J . Ray, la
vida humana se asimila también a una candela, a una llama que se
consume en la noche. Malpertius aparece com o el apagador, el soplo
nefasto, el mal que roe la vida: “Él apaga todas las lámparas, las sopla
o aplasta su llama de m uerte.” 114 La noche maléfica mata, el hombre
(malvado), m ortífero, apaga la luz: “Es bueno ver la luz [. . .] En mí
sustituye el beber y el com er.” " 5
Así aparecen conjugadas diversos pares: vida/muerte, luz/noche,
bien/mal (espíritu de las tinieblas). Y sin em bargo, la muerte, la no­
che, el mal fascinan: “Desde mi regreso a la vida, me falta la sal de
las tinieblas, de la angustia, del espanto mismo.”116 Todo hombre
se siente entonces necesariam ente contam inado: “Soy tan bueno
y se me ha puesto en el fondo de la noche, con alguien que apaga
siempre la lám para.”117

111 R. M enahem, op. cit., 1973, p. 100.


112 La literatura sobre este punto es abundante y exige un estudio profundo. Citemos por
ejem plo: L ’He des morts de R. Zelazny, J ’ai Lu, 1971; J . de Fast, L a morí surgil du néant, Fleuve
noir, 1974; N. Schachner, L'homme dissocié, J ’ai Lu, 1973; y sobre todo R. Barjavel, Le grand
secret, Presses de la cité, 1973; R. Silverg, Résurrections, M arabout, 1974; M. M ourier, Godílande,
Gallimard, 1974.
113 Edit. Marabout, p. 30.
1,4 J . Ray, |>. 40.
115 flrid. No olvidemos <juc Táñalos es el Ilijo hcrm alrodila de la noche.
1,6 J . Ray, p. 188.
117 Ibid., p. 41.
LA M U E R T E Y L O S SÍM B O L O S 565

Habría muchos otros dominios que explorar en la expresión litera­


ria, cinem atográfica,118 antropológica; a título ilustrativo, sólo insisti­
remos en dos temas que nos parecen particularmente reveladores: el
del alimento (canibalismo) y el del sexo (relación entre Eros y Tána-
tos).

1. A propósito del canibalismo

Aun cuando nuestras sociedades invocan más la antropoem ia que la


antropofagia,119 no debe omitirse el papel que puede desempeñar el
canibalismo. Previamente, im porta record ar una distinción capital
entre el endo, el exo y el autocanibalismo.
Así, los fatalekas de las Islas Salomón tenían por costumbre comer
a sus m uertos, tanto para alejarlos com o para promoverlos a la cate­
goría de antepasados, se habla entonces de endocanibalismo. Por el
contrario, los indios tupis devoraban a sus prisioneros tomados al
enemigo, p ara destruirlos m ejor y recuperar sus fuerza vital (y tam­
bién la de sus propios antepasados 120 que estos enemigos habían de­
vorado), se trata ahora de exocanibalism o.121 En cuanto al autocaniba-
" 8 P. Pitiot, en su excelente librito ya citado (Cinema de la mort. Esquisse d'un baroque cinémato-
grapltique, Edit. du Signe, 1972) ha señalado acertadam ente las asociaciones del cine barroco
con la m uerte. E n tre los elem entos privilegiados cita: la escalera, el techo, la fachada, el óvalo,
la ciudad; y entre los motivos temáticos, cita en particular: los cuatro elem entos (sobre todo el
fuego, la nieve, el viento, el agua), el esp ejo, el engaño, la máscara, la fiesta y la locura. Según
él, “la obra barroca es fundam entalmente trágica por cuanto conduce inevitablem ente a la
muerte, y nosotros .seguimos creyendo que la presencia ele la muerte en un term ino ineluctable
es el resorte principal de lo trágico” (pp. 3 1 -3 2 ).
119 Lévi-Strauss opone las sociedades “q u e ven en la absorción de algunos individuos posee­
dores de fuerzas temibles el único medio d e neutralizarlas y aún de aprovecharlas; y las que,
como la nuestra[ .. .], han elegido la solución inversa, que consiste en expulsar a estos seres
temibles del cu erpo social, manteniéndolos, tem poraria o definitivamente aislados[ . . . ] en esta­
blecimientos destinados a esta finalidad" (Tristes Trapiques, Plon, 1955, p. 418).
120 ¡De aquí proviene un cierto endocanibalism o indirecto!
121 En África, el endo y el exocanibalism o coinciden a veces en el seno de la m isma etnia.
Así, los diola del Senegal devoraban el co razón y el hígado de los prisioneros tom ados al ene­
migo, para incorporarse su fuerza y su valor (exocanibalism o). Pero tenía una sociedad necro-
fágica (Knsanga), que practicaba un endocanibalism o lugareño.
Se puede vincular al exocanibalismo la técnica del amamantamiento: a través del seno, el
bebé que m ama “devora" a su propia m ad re. Precisamente, la actividad simbólica “comienza
con el prim er objeto capaz de sustituir al seno. Objeto que será y no será el seno, objeto de
transición. Así, la relación oral canibálica ap arece estrecham ente ligada a la actividad amorosa
destructora, incorporada del objeto perdido. Ella es por lo tanto fundam entalm ente recupe­
radora. Su fin alid ad es no dejarse abandonar p o r e l objeto, así como no abandonarlo. Al incorporárselo
el objeto se lija, se asimila, se hace seno: se hace el objeto para no perderlo". A. O reen, “Canniba-
lisme: realité ou fantasme agi”, en Destins du cannibalisme, Nelle Rev. de Psychanalyse, 6, 1972.,
566 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A L O IM A G IN A RIO

lismo, sólo puede ser parcial: comerse la boca, las uñas, ciertos frag­
mentos de piel. Según M artchenko,122 en los campos de concentra­
ción siberianos, algunos detenidos llegaban a arrancarse tiras de
carne y se las comían. En cierto sentido, la úlcera traduce somática­
mente un deseo inconsciente de devorarse a sí mismo. Pero la oposi­
ción más típica es la que separa al canibalismo real del canibalismo
imaginario.
El canibalismo sólo existe de m anera “salvaje” y notoriamente epi­
sódica en nuestras sociedades,12:i y su sentido simbólico es práctica­
mente nulo.
El caso de canibalism o patológico se manifiesta en tres formas. La
primera proviene de la necrofilia (necrofagia acompañada a m enudo
de relaciones sexuales, más particularmente en los cementerios, de lo
que hablaremos más adelante); la segunda se emparenta con los
com portam ientos autom utiladores, eventualm ente autófagos, que
aparecen en ciertos estados psicóticos y que merecen apenas la de­
nominación de caníbales; la tercera se observa -o más bien es obser­
vaba, pues no se posee casi ejemplos inm ediatos- en sujetos débiles,
con mayor razón si viven situaciones sociales precarias.1'24
El canibalismo de excepción se encuentra en los ejemplos de cani­
balismo de penuria, se trata de paliar la insuficiencia de alimento.125
Durante las ham brunas de antes, tales hechos han debido producirse
muchas veces. R. Glaber, en su Crónica del añ o 1000, ya citada, relata
que en el m ercado de Tournus, un hom bre exponía para vender
carne humana “com o si se tratara de un alimento de producción lo­
cal”.126

p. 50. El niño come aquí a su m adre pero no la mata; en el infanticidio canibálico, la m adre
m ata al niño para com érselo.
122 Citado por R. D aoun, “Du cannibalisme comrne stade suprém e du stalinisme1’, en Destín
du cannibalisme, pp. 2 6 9-272.
123 En África, e¡ canibalismo salvaje o de penuria es prácticam ente inexistente. En cam bio, el
canibalismo reglamentado tiene más importancia. A veces proviene de la magia (tal es el caso del
Kusanga ya citado), otras constituye un procedimiento religioso em parentado con el culto de los
antepasados, incluso con el culto d e los cráneos.
124 Se encuentran algunos ejemplos con el título “Ogres dárchives”, en Destins du cannibalisme,
op. cit., 1972, pp. 2 4 9 -2 6 7 .
125 Las formas de canibalism o que existieron en el paleolítico no son imputables a carencias
nutritivas: lo prueba la presencia de osamentas de anim ales qu e aparecen ju n io a los esqueletos
humanos; se trataba más bien de prácticas rituales. En el estado actual de nuestros conocim ien­
tos no se puede d ecir más.
126 No faltan los ejem plos de canibalismo de penuria en la literatura antropológica.
- R, Gessain, Xa vie et la mort chez les Eskimo, op. cit., 1972, p. 131. “Pero a veces com ienza el
ham bre, escasea la grasa para las lámparas. Se resuelven entonces a matar a los perros. U na
correa Fijada a la pared, un nudo corredizo, y de una brusca sacudida se les quiebra la nuca, y
LA M UERTE V L O S SÍM B O L O S 567

Más recientem ente, debemos re co rd a r la increíble aventura de un


equipo de rugby (“ Los compañeros cristianos”), cuyo avión se estrelló
en ¡os Andes, los dieciséis sobrevivientes se vieron obligados a con­
sumir los cadáveres que la altura ( 2 0 grados bajo cero) habían con­
servado en buen estado, y no sin h ab er tomado infinitas precaucio­
nes (estar todos de acuerdo; evitar co m er la carne de un pariente):
“Para poder sobrevivir, explicó uno de ellos, tuvimos que franquear
todos los obstáculos, tanto de o rd en religioso como biológico [ . . .]
No podíamos caer en el pecado de suicidio. ¡Y después hablamos de
los transplantes de corazón!127
Por último, señalemos la existencia de actitudes caníbales larvadas,
inseparables de la tiranía.128 Si hem os de creer a A. M artchenko,129
en los presidios estalinianos de Siberia, algunos deportados arrojaron
a la cara del verdugo pedazos de su carne, o se los com ieron: “Se
omite la especificidad incomparable de las prácticas de autocaniba-
lismo en el universo concentracionario soviético, si no se insiste ante
todo en el hecho de que estas prácticas son producto fundamental-

quedan co n las (los palas traseras estiradas. U n hom bre parle hacia la casa más próxim a para
hacer saber que hay hambre y para pedir c a r n e y grasa; varios días a pie por l;i nieve y no
regresa. Com ienza la extenuación, algunos están lan débiles que no pueden levantarse. Mue­
ren los prim eros. No sin temor, y después de alg u n os gestos propiciatorios, se com en al primer
muerto, después al segundo y a los siguientes. A veces no quedan sobrevivientes. Se sabe de
ejemplos, antes de 1865, de caseríos enteros desaparecidos, y los cuerpos quedaban allí donde
la muerte los había sorprendido; no había n in g ú n pariente próximo para inhum arlos.y llevar­
los al m ar.”
“E ntre las tribus australianas, la madre am a a sus hijos, pero eso no le impide alim entarse de
ellos en caso de escasez, o si tiene gemelos, h a ce que uno aproveche del otro; de tal modo, nada
se pierde y todo queda en familia. Estos p u eblos, así como los chavantes de) Uruguay, los
tasmanianos, etc., al decir de Buffon, Elíseo, R eclu s, Rippert y otros, están convencidos de que
el espíritu del niño así incorporado, se rein teg ra al cuerpo de sus progenitores, y que es para la
madre e! medio m ejo r para recuperar la fu erza y el vigor perdidos durante el embarazo.”
Witkowsky, citado p o r P. R. Lafitte, “D éten ninism e de la placenlaphagie", en ¡jr progrés vétrri-
naire, 1905, 18, I, pp, 11-15.
El canibalism o de penuria puede co m p o n erse de prácticas rituales de incorporación del
otro-devorado. T a l fue el caso, en el siglo x v i, de los indios tupinambas del Brasil; “ Aquí llego,
yo, tu alim ento fu tu ro”, se declaraba ritualm ente cuando traían a un prisionero. Éste era adop­
tado, se le ciaban armas y mujer; pero un día se lo mataba para devorarlo. En ciertos casos,
como en tre los yanomanis, no se consumía su carne, sino los huesos pulverizados y mezclados
con puré d e plátano.
127 Consúltese el conmovedor testimonio ele P. P. Read, Is s sum nants, Orasset, 1974. Es tam­
bién célebre el caso de los pasajeros de la balsa de la Medusa.
128 Al ap rop iarse de lodo poder, el tiran o se lo coloca por encima de las leyes, borrando toda
distancia en tre los dioses y las liestias. E xclu id o así de la comunidad, puede com eter impune­
mente adulterio, parricidio: endocanibalism o. Llevado al extremo, todo poder es canibálico: ‘‘el
tirano d evora, se nutre de la carne de sus súbditos”, “le chupa la sangre al pueblo”.
129 M on témoignage, Seuil, 1970, p. 1 4 1 -1 4 2 .
DE LA C O R RU PC IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

mente producidas, atravesadas de punta a punta, investidas plena­


mente y hasta un grado absoluto, extrem o (¡devorarse así mismo!)
por el sistema político estaliniano como tal: totalitario, precisamente,
hasta el punto de anexar las fantasías más arcaicas del sujeto para
ponerlas al servicio de la destrucción de su propio cuerpo.” 130 El au-
tocanibalismo así entendido nos introduce en el procedimiento sim­
bólico: tales actos de protesta, o bien expresan la necesidad de reen ­
contrar una identidad negada (se ha dicho que comerse “es recono­
cerse como objeto de afecto”); o bien tienden a superar al déspota en
la transgresión (conducta de desafío); o más simplemente constitu­
yen una negativa a aceptar pasivamente su propia destrucción por
parte del otro (liberación en/por lo imaginario).
En cambio, el canibalismo simbólico ha desempeñado y desempaña
todavía un papel de primer plano en las conductas occidentales. A
diferencia del canibalismo de hecho (donde se come directamente al
otro, o una parte de él, ya sea para alimentarse o para incorporarse
lo que tiene de m ejor, su fuerza vital; actitud en la que entran a la
vez el odio: destruir al-otro; el amor: hacerlo vivir en nosotros), se
asiste con el misterio eucarístico a un canibalismo de sustitución (el pan
representa al cuerpo de Cristo, el vino su sangre), fuente de Vida
por excelencia: “En verdad os digo que si no coméis de la carne del
hijo del hom bre y no bebéis su sangre, no tendréis la vida en voso­
tros. Quien com a mi carne y beba mi sangre tendrá la vida eterna y
yo lo resucitaré en el día final.” 131
Esta in corp o ración mística constituye una relación reversible
(Cristo está en el cristiano y recíprocamente), que remite al Padre
celeste de quien procede el Hijo. Aquí m erece subrayarse un hecho
importante: “Nada se dice de la destrucción del producto ingerido. Por
una parte, está claro que esta invitación es anticipadora del duelo.
Por otra, la eliminación de la violencia, la falta de alusión a la m uerte
de Cristo en este momento, signa la destrucción del impulso agresivo.
La destrucción del cuerpo de Cristo -aunque sea temporaria y se­
guida de resurrección- no se menciona. Tam poco el texto se refiere
a la destrucción padecida por el pan durante la incorporación”.132
Volvemos a encontrar, pues, desde una perspectiva altamente subli­
mada, la alianza Vida/Muerte/alimento-clevoración.
Existen otras modalidades de canibalismo imaginario, pero no ya
en el plano de la simbólica ritual sino solamente en el de la represen­
130 R. Dadoun, o/;, cit., 1972, p. 271.
131 Mateo 6, 52, 58.
132 A, Oreen, op. cit., 1072* p. 35. No olvidemos que ia debe comerse sin (jite se la
mastique.
LA M U E R T E Y L O S SÍM B O LO S 569

tación. Si dejamos de lado la mitología (Saturno que devora a sus


hijos, A trée ofreciendo a Tieste un festín donde fueron servidos sus
niños), citemos muy particularm ente los cuentos de Anderson (la
bruja Baba-Yaga comiendo niñas, Bebé-Bruja devora a sus padres) o
los de Perrault (Pulgarcito) y sobre todo la abundante literatura de­
dicada al tem a del vampirismo.133 En lo referente a este último, el
relato es estereotipado por dem ás, el muerto sale de su tumba para
alimentarse con la sangre de su víctima, a la que ataca preferente­
mente en la garganta; ésta m uere a su vez y pasa a engrosar el nú­
mero de los vampiros; se multiplican las metamorfosis (con frecuen­
cia en hermosas jovencitas) y pueden producirse sutituciones (P. Fe-
val cuenta la historia horrible del vampiro de Uzel, cadáver calvo que
se alimentaba de bellas cabelleras que le quitaba a hermosas niñas
muertas por él).
El mismo tem a (el vampirismo de la vida al m uerto, la m uerte al
vivo) aparece ilustrado en num erosos filmes: Et mourir de plaisir (Va-
dim), L a danza de los vampiros (Polanski).134 Sin em bargo, el cine
muestra en ciertas circunstancias y de m anera no disfrazada las fan­
tasías hostiles de los vivos con respecto a los difuntos que el mundo
actual tiende a rechazar. Tal es el mensaje aportado por G. A. Ro­
mero en la La noche de los muertos vivientes, los muertos recientes, cuyo
cerebro es reactivado por una radiación misteriosa proveniente de
un satélite artificial de Venus, se transform an en bandas criminales,
que matan salvajemente a los vivientes a los que acosan, y beben su
sangre o com en su carne. Estos monstruos son presentados con un
aspecto horrible y una m archa lenta y pesada (son muertos); le tienen
miedo al fuego y no se les puede m atar si no es aplastando su cráneo
o alojando una bala de revólver en su cerebro. El ejército y la policía
term inarán por lograrlo, y todo volverá a la normalidad: los muertos
vivientes, matados por segunda vez, dejarán tranquilos a los vivos.135

133 Sherid an Le Fanu, Carmüla, (Denoél, 1972); P. Féval, Le chevalier térúbre, seguido de La
vük-vam pire (M arabout, 1970); Les drames d e la mort (ibid., 1969); R. Vadim, Histoires de vampires
(Laffont, 1971); Nouvelles histoires de vampires (Lafí'ont, 1972) etc. Véase también la publicación
parisiense titulada Vampirella.
i;r‘* Citemos también Vampyr de C . Th. D rey er; I Cannibali de L. Cavani; Contes immorattx de V.
liorowczyk (baño (le sangre hum ana reg en erad or);.W «7 Veri de R. Kreischer (ancianos asesinados
y transform ados en alimento).
135 En la pintura se encuentran sustitutos del vampirismo y del canibalismo. Recuérdese la
predilección de Soutine por sus “vacas d esolladas” (Amsterdam, Grenoble, B u ffalo): le entre­
gaban carcasas enteras, palpitantes, que ro ciaba con sangre cuando empezaban a descompo­
nerse. Después de Rembrandt, Goya y G ericau l, él pintaba ‘así “la fosforescencia de la muerte
en el seno misino (le la vida" (no olvidemos que Pitágoras asimilaba com er carne de vaca con
un sacrilegio tan grave como el de comer a su prójim o). Más cerca de nosotros, e l canadiense
57 0 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

La asociación muerte-alimento ha sido ilustrada en dos películas


de una ra ra intensidad trágica, Im grande Bouffe (M: Ferreri), donde
sus protagonistas, hombres com o todo el mundo, se dan m uerte de­
liberadamente, más que por el sexo, que está sin embargo en primer
plano, por exceso de comida, y term inan en el refrigerador como
trozos de res. También J ’irai comme un ch ev a lfo u (Arrabal), donde el
personaje principal devora el cadáver de su amigo por am o r,136 y
después, en medio de los dolores del parto, renace con los rasgos del
difunto.
Como Ju n g nos enseñó, las fantasías humanas son universales.
T an to en el occidental com o en el negro-africano, vida/m uerte,
am or/odio (inseparables de la incorporación/rechazo), alimento per­
mitido/alimento prohibido, se encuentran estrechamente unidos. Y
el canibalismo, precisamente, no es otra cosa que la expresión triun­
fante de la oralidad. El beso, por ejemplo, manifestación erótica bas­
tante ra ra en el África negra, es una conducta caníbal que se ignora a
sí misma (beso de am or, pero también beso de muerte, com o el de
Judas); se “devora” al otro codiciándolo con los ojos, después se lo
cubre de besos devoradores (algunos llegan hasta la m ordedura)
cuando está conquistado.
Por o tra parte, como bien lo señaló Freud,137 se establece un lazo
estrecho en tre copular y com er; de ahí el simbolismo de devoración,
el tem a de la vagina dentada, el paralelismo entre las prohibiciones
matrimoniales y las prohibiciones alimenticias.

M arck-Prent expuso en París (Bienal de m enores de 35 años, Museo de A rle M oderno de


París, septiem bre de 1973) un puesto de carn icero donde estaban representados pedazos de
carne hum ana con su precio y un frasco de pepinos que contenía sexos masculinos.
Tam bién se podría vincular al canibalismo la fantasía curiosa del “transvasamiento de vida”:
“Qué hago aquí, se preguntaba Bella Von U [ . . 0, ju m o a esta criatura insulsa y suplícame a
cuyas exigencias no puedo sustraerm e. D uerm e pegada a mí como una sanguijuela, recupera
calor y vida al contacto de mi carne, y yo m e voy vaciando poco a poco de mis fuerzas, voy
como asum iendo su degeneración.” T h . Ow en, La truide et autres histoires secretes, Marabout-
Fantastique, 1972, p. 79-80.
136 “Hay más de una m anera de am ar a alguien, hasta hacerse uno con él. L a antropofagia
es una de ellas. Ya hemos visto que no podría interpretarse de otra m anera q u e como una
fantasía actuada. Pero se puede [ . . . ] devorar a alguien y vaciarlo, sin tener el m enor contacto
con él, por la sola relación que se tenga con esa persona. ¿Quién am a más, quién odia más que
el antropófago o que el psicótico? D ejarem os la pregunta sin respuesta.” A. G reen, op. cit., p.
51 . Se puede co m er al otro por am or y por odio (los dos a menudo van ju n to s), por escarnio,
más raram ente por distraerse (historias de fantasm as) o por capricho.
137 Trois essais sur la théorie de la sexualité, G allim ard, 1959 ¿No decimos en lenguaje corriente
que una jov en cita atractiva está “para com érsela”? ¡Cuántas m adres no han dicho, delante de
su bebé desnudo, “¡Si-pudiera te com ería!” En otro sentido, se beben las palabras de otro.
Pedir noticias es alimentarse del otro sim bólicam ente.
LA M U E R T E Y L O S SÍM B O LO S 571

De ese modo el canibalismo se vincula también con el par el Mismo¡


el Otro (oposición endo/exo), y por esa vía también con la relación
narcisista, sea grupal u objetal: “ Tocio un juego de relaciones entre
lo interno y lo externo, lo próximo y lo lejano, fija relaciones de
distancia óptima entre la víctima y sus consum idores.’’1'18
Sin embargo, el mundo occidental muestra una cierta especifici­
dad. Antes que nada, la obsesión de la muerte y los impulsos m orta­
les se encuentran entre nosotros más desarrollados (los filmes de Fe-
rreri y de Arrabal resultan muy i-eveladores a este respecto, y más
todavía el de G. A. Romero).
Se debería hacer una encuesta que permitiera apreciar en qué me­
dida los filmes de vampiros, por ejemplo, apuntan hacia la evasión,
el redoblamiento o la catarsis. O tra diferencia es que lo imaginario
stricto sensu predomina indiscutiblemente sobre la simbólica; si hace­
mos la excepción del misterio eucarístico, por cierto que no nos ap ar­
tamos casi del nivel prim ario de los impulsos y fantasías. Por otra
parte, el rechazo del canibalismo no tiene ya en Occidente su valor
de regulador social matrimonial (no se come ni se casa con cual­
quiera, ni de cualquier modo), sólo subsiste la prohibición de carne
humana. Por último, la preocupación por la rentabilidad (acumula­
ción de bienes) no podía dejar de expresarse en el plano de las fan­
tasías y los com portam ientos.139 Véase esta ilustración, por lo menos
perturbadora: una form a nueva de vampirismo apareció estos últi­
mos años en Haití, en pleno barrio pobre de Puerto Príncipe, se
asentó el Hemo Garibean Coinpany o f Haiti. Durante toda la se­
mana, desde las 6 de la mañana a las 10 de la noche, los pobres
pueden vender un litro de sangre por tres pesos;140 dieciséis en fer­
meros trabajan permanentem ente en esta operación. “Si los haitianos
no venden su sangre ¿qué quiere que hagan?”, declara cínicamente
uno de los médicos responsables del negocio. Buen negocio, en ver­
dad, pues las seis a diez toneladas de sangre que se recogen por mes,
congelada y después expedida a Europa, aseguran un beneficio neto
mensual de ciento ciencuenta a doscientos cincuenta mil francos.141
El canibalismo puede mostrar modalidades menos directamente
realistas que estas ventas de sangre. No se come más al otro, pero se

1311 A. Green, op. d i., 1972, p. 31.


139 Véase especialmente F. Hacker, Agression, violente dans le monde moderne, Calmann-Levy,
1972.
140 Hasta era necesario ejercer una vigilancia para que la misma persona no volviera dem a­
siado a menudo.
1,1 Véase A. laubei t, “Le vampires du Tiers M onde", L e NouvelObservateur, 17 de septiembre
d e ¡973.
572 DE LA C O R R U P C IÓ N CO RPO RA L A LO IM A G IN A RIO

lo incita a consum ir bienes, servicios, signos, y si una parte de la


humanidad muere de hambre, la otra “cava su tumba con los dien­
tes” ( l/i Grande Bouffe). Lo cierto es que se opera en Occidente una
transición del ser al ten er. La sociedad capitalista inicita a la
apropiación-consumo; o, como decía G. Marcel, nuestras “posesiones
nos devoran”, el tener term ina por destruir al ser. Los impulsos m o r­
tíferos, tan vigorosos hoy, quizás no tengan otro origen. Y si ya no se
com e al otro, al menos se lo utiliza, se lo obliga a vender barato su
fuerza de trabajo (sobretrabajo y sobrebenefício), ya sea que se dis­
ponga de su cuerpo (sadomasoquismo de los nazis que utilizaban ca ­
bellos, grasas y piel de sus víctimas para fabricación de pelucas, ja b o ­
nes, pantallas), o que se lo obligue a autodevorarse (ejemplo de los
campos de concentración siberianos), o en fin, que se invada su vida
interior (violencia de las conciencias por la publicidad y la propa­
ganda: “me comen el cerebro”, declaraba no sin razón un psicótico
ante la intensidad de los medios de comunicación de masas).
Queremos form ular una última observación. A propósito de las
civilizaciones arcaicas, decimos demasiado a menudo que ellas son
“devoradoras” o “caníbales; pero cuando se trata de nuestras propias
sociedades nos erigimos voluntariamente en víctimas, nosotros somos
“devorados”, “canibalizados”. ¡F.l devorador es siempre otro! Pero el
otro así definido es en último análisis la proyección (inconsc iente) de la
peor parte de nosotros mismos. Sólo el que quiere ser caníbal acusa a
otro de semejante práctica.

2. Algo más sobre Eros y Táñalos

Si, como ya dijimos, la oralidad no se concibe sin la sexualidad, Eros


nos conduce directam ente a T ánatos.142 Es sorprendente señalar que
este término no aparece jam ás en los escritos de Freud; pero si he­
mos de creerle a Jones, el inventor del psicoanálisis lo utilizaba con
frecuencia en sus conversaciones. Lo cierto es que en Más allá del
principio del placer, así com o en Die endliche und die unendliche Analyese,
Freud, actualizando a Empédocles, opone más bien el Amor y la Dis­
cordia (destrucción)- Y sin em bargo, la aproxim ación Seximlidnd-
Muerte está profundam ente arraigada en el inconsciente universal, ya

142 El sexo y la m uerte no dejan de evocar al árbol. Es por dem ás conocido el símbolo fálico del
árbol-padre (V. Hugo en L a U g en d e des síteles nos habla del ‘‘celo religioso del gran cedro cín ico”).
El ártxjl, en todo caso, se asocia a menudo con el cem enterio. En Israel se plantaron cerca de
Jerusalcn 6 millones de árboles, que corresponden a los 6 m illones de judíos muertos d urante la
guerra.
LA M U E R T E Y L O S SÍM B O L O S 573

en el plano del lenguaje (orgasm o 143 = pequeña muerte), ya en el


plano de los ritos.144
Con toda lógica habría que hablar de una doble sexualidad: una
sexualidad de reproducción y u n a sexualidad de placer; cada una,
por cam inos diferentes, nos conduce a la muerte.

3. L a sexualidad de reproducción

En nu estra p rim era parte, ya m encionam os cóm o y p o r qué la


muerte era en cierto sentido indispensable para la perpetuación y
la renovación de la vida.'45 Sí la simiente no muere . . . Así queda supe-
14:1 El titulo del film e de Vadim, ya cita d o ,e stá lleno de sentido: Et mourir deplaisir. H abría que
releer eí final del libro de A. R de M andiargues, I j i motocyclette (Gallimard, 1963, p. 224): la
heroína, qu e m uere en un accidente en ia ca rre te ra , experim enta sensaciones donde se conjugan
el am or y el sexo en imágenes elocuentes. “L a pared verde es como un muro que se precip itara a
cerca d e ciento treinta kilómetros por hora; el B acoco ron ad o de espinas llena todo el cam p o visual
déla visión d e Rebecca. ‘El universo es dionisiaco’, piensa con profunda convicción, a pesar de que
millones de filos se encarnizan contra ella y p arecen hacerle una sola herida por donde su amante
se le d erram a d entro. Una cara desm esuradam ente sonriente va a tragarla (una cara que la
contempla co n una alegría infinita, que es igual a una tristeza sin límites), un rostro hum ano, o
sobrehum ano, el último, quizás el verdadero rostro del universo ”
144 La identificación del asesinato y del acto sexual asociado al travestismo aparece claram ente
entre ios iatinui de Nueva Guinea. Durante un;i cerem onia excepcionalfMzwrt), el tío del asesino,
vestido de m ujer, se levanta sus faldas para m ostrar una fruta naranja colocada en su ano (clítoris).
Se acopla en tonces con una m ujer vestida de hom bre, que juega en la relación un activo papel
masculino. E nton ces todas las mujeres del poblado se tienden desnudas y el asesino cortador de
cabezas pasa por encim a de ellas evitando m irarlas (“él no quiere ver en nosotros el pequeño lugar
por donde nacen los hombres grandes”, dicen las m ujeres); pero la hermana del asesino, por el
contrario, toca los órganos genitales de las m ujeres, especialmente los de la m ujer de su hermano
mayor, d iciendo: “Una vulva”. “No, respon de la m ujer aludida, un pene” . Por últim o, el héroe
atraviesa co n su lanza una cesta de pescados colocada delante de su cabaña (vulva) y vuelve a entrar
en ésta. P or la vía del sexo, el asesino individual se vuelve colectivo; al incluir a todo el poblado (al
regresar el cazador de cabezas, el cuerpo decapitado es matado simbólicamente por un hombre
enm ascarado que representa precisamente al poblado) y no solamente a su autor, éste d e alguna
m anera se vuelve inocente. Recordemos qu e la cabeza conducida al poblado ha sido descarnada; el
cráneo reposa so bre una piedra en alto, sím bolo sobredeterm inado que rep resen ta al antepasado
del asesino y al falo. Véase G. Bateson, L a cérémonie du Naven, Edit. de Minuit, 1971.
Existen tam bién ritos en que los acoplam ientos de vivos durante las orgías rituales revitalizan a
los d ifuntos. Km ia índia, las alubias, plato considerado afrodisiaco, desem peñan un papel pre­
ponderante en la ofrenda ritual a los m uertos.
145 R ecord em os que hay a menudo una correlación entre la vida breve y la gran fecundidad
(ratas, conejos); en tre la longevidad y la baja fecundidad (águilas, elefantes, hom bres). A veces, la
m uerte sanciona al acto sexual (las abejas m achos, después del vuelo nupcial; las angu ilas después
de su viaje de reproducción). De una m a n era un tanto biologista demás, Freud d io u n a explica­
ción, que sin em bargo está llena de in terés: la expulsión de los productos sexuales en e! acto
genésico, corresponde aproximadamente a la separación del soma y del germen, y es p o r esto que la
574 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A L O IM A G IN A RIO

rada la ambigüedad fundamental: la muerte del individuo y su parti­


cipación en el mantenimiento de la especie. L a muerte del individuo,
“único retaceo a la m uerte total”, explica por lo tanto la necesidad de
la reproducción: “Al no poder reproducirse él mismo continuamente,
se reproduce en otros que lo suceden.” 146 Reproducción, no de lo
idéntico, sino de lo específicamente semejante; reproducción que
lleva en sí la posibilidad de cambio y de evolución, puesto que la
especie puede de ese modo proceder a ensayos siempre renovados,
al eliminar por selección las descendencias no viables.
Tal es uno de los sentidos clave que se le podría atribuir al princi­
pio freudiano de la repetición.147 Así la vida encuentra su origen por
medio del sexo y concluye en* la m uerte, preludiada ya por la insufi­
ciencia sexual (impotencia del anciano). En un sentido, por lo tanto,
la m uerte excluye la vida, es incluso su co n trario ;148 de ahí las múlti­
ples tentativas de lo imaginario para hacer dialéctica una oposición
tal, incluso para trascenderla.
Más precisamente, la muerte somática (la de las células que viven
juntas y mueren separadam ente), según la frase de Richet, “aparece
simétrica de la del huevo y del esperm atozoide; estas células aisladas,
que aisladamente no son viables, son exactam ente opuestas en su
com portamiento a la muerte celular. Su unión va a dar nacimiento a
un organismo que contiene millares de células destinadas a vivir ju n ­
tas en el campo de inducción de sus congéneres. Así, la fecundación

satisfacción sexual total se parece a la m uerte, y que entre los animales inferiores el acto genésico
coincide con la muerte (Essais de Psychanalyse, tercera parte, Payot, 1972, p. 186 y ss.
146 M. Oraison, op. cit., 1968, p. 85, El autor señala tam bién: “El instinto de muerte sería
entonces com o una instancia del 'yo' en su lucha contra el tiem po, que-le hace precisamente
‘m orir’; es d ecir padecer su m uerte. Por el contrario, los ‘instintos de vida’ están ligados lógica­
mente a la sexualidad en el sentido freudiano de constitución dinámica sexuada de la realidad
humana."
147 Esto plantea de nuevo el problem a del tiem po: “Si el tiem po concuerda con la m uerte, es
porque la m uerte misma, com o el tiempo concuerda con la libertad”, declaraba J . Hersch en sus
Entreteniens sur le temps (París, 1967). Se introduce un vínculo dialéctico entre la existencia
irreversible instaurada desde el nacimiento que, com o sabemos, es la ruptura con la madre, y el
deseo de retorno hacia atrás (es decir hacia la existencia indistinta en el seno m aterno). Éste es a
la vez fuertem ente deseado y no m enos fuertem ente rechazado en la lucha instintiva con­
tra la angustia. T od a nuestra existencia se desarrolla entre dos rupturas: la del nacimiento y la de
la m uerte. En este intervalo es donde se pone de manifiesto el principio de repetición, para bien o
para mal.
148 “Sin em bargo, la vida no es sólo una negación de la muerte. E s su condena, su exclusión. Esta
reacción es la más fuerte en la especie humana, y el horror a la m uerte no está ligado solamente a la
destrucción del ser, sino a la descomposición qu e devuelve las carnes muertas a la ferm entación
general de la vida.” G. Bataille, L'erotisme, 10/18, 1957, p. 62.
L A M U E R T E Y L O S SÍ M BOLOS 575

y la muerte implican, según Jankelevitch, la idea de un orden posterior,


de las que una y otra son la condición”. ' 49
Por lo tanto, por un lado las células reproductoras (germen) dan
nacimiento a un otro existente, m ientras que el soma, al entrar en
descomposición, se convertirá en la condición de nuevas apariciones
biológicas: “ La vida es siempre un producto de la descomposición de
la vida. Es tributaria en primer lugar de la muerte, que le deja lugar;
después de la corrupción que sigue a la muerte, y que vuelve a poner
en circulación las sustancias necesarias para la incesante venida al
mundo de nuevos seres.” 150

4. La sexualidad de placer

Entre todos los vivientes, el hom bre ocupa un lugar aparte en la


medida en que prefiere el placer d e sembrar a la alegría de cosechar.
La sexualidad de placer (principio d e la apetencia que incita a buscar
el coito) term ina por predominar sobre la reproducción propiamente
dicha.
A decir verdad, esta actitud ha sido objeto de posiciones contra­
dictorias. El judeo-cristianismo, que desarrolla el tema de la pesadez
del cuerpo, fuente de pecado y corrupción, condena el placer, que
es a sus ojos altamente dañino y letal. La muerte se convierte en el
castigo al pecado, más precisam ente al acto sexual en tanto que
fuente de placer; después de la falta original, Adán y Eva descubrie­
ron que estaban desnudos. -
Por el contrario, la continencia y las mortificaciones conducen a la
muerte de los sentidos (“porque promueven las pequeñas muertes
cotidianas”), es decir a la vida por excelencia, la del espíritu. Según Juan

149 D. Fesneau, L a sexualité el la mort, Bull. So c. Thanato, 4, 1971, p. D 6.


150 G. Bataille, ibid., p. 62.
Los cam inos de la naturaleza nos parecen extrañ o s: a veces parsimoniosos (unidad de las vías
uretral y sem inal en el hombre, sexualmente m en o s perfeccionado que la m ujer en esle aspecto),
otras veces procediendo por derroche, como vimos a propósito del animal. Volvamos a G. Bataille,
que se ha expresad o muy bien sobre este punto: “ Hace falta mucha capacidad para percibir el lazo
de la prom esa de vida, que es el sentido del erotism o, con el aspecto lujoso de la m uerte. La
humanidad coincide en desconocer que la m u erte es también la juventud del mundo. Como si
tuviéramos los ojos vendados, nos negamos a v e r que únicamente la muerte asegura sin cesar un
resurgim iento sin el cual la vida declinaría. Nos rehusam os a verque la vida es el ardid ofrecido al
equilibrio; que es por entero la inestabilidad, el desequilibrio que ella misma precipita. Es un
movimiento tum ultuoso que invoca incesantem ente la explosión. Pero la explosión incesante no
deja de agotarse, y sólo prosigue con un condición: que estos seres que ella engendra, y cuya fuerza
d eexpulsión se agota, dejen lugar a nuevos seres que.entrarán en la ronda con una fuerza nueva",
(ibid., p. 67).
576 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R PO R A L A LO IM AG IN A RIO

Crisóstomo, es la sexualidad la que provocó la muerte de Adán, lo que


recoge en algún sentido la culpabilidad edipiana. Por otra parte, ya
dijimos que el miedo a la muerte supone el tem or a la transgresión del
incesto: “El retorno a la Madre-Muerte, deseada pero prohibida, pues
ella es, como nos dice R. M enahem,151 una de las figuras de la M adre-
genitora.”
Ciertamente, la Redención hará posible la resurrección; pero no
podrá impedir la m uerte del hombre, pues este se define antes que
nada como criatura de pecado.
En cambio, numerosos autores se esfuerzan por desmitificar este
punto de vista y hacen de la alienación sexual el principio mismo de
la degradación del hombre. El estado clasista, según W. Reich, pro­
voca al mismo tiempo la explotación y la represión sexual. Si es posi­
ble la disposición a la rebeldía liberadora en el primer caso (necesi­
dad de alimentos), deja de serlo en el segundo, pues la satisfacción
de la necesidad sexual choca contra las barreras de la inhibición mo­
ral. Esto puede resumirsé en el siguiente esquema.

Estado clasista

=* R e p re s ió n sexual
Ni
1'‘'“p o sición a la rebeld ía

In h ib ic ió n m o ra l

N e c e s id a d d e a lim en to s N e c e s id a d e s sexuales

Como vemos, la interdicción sexual reacciona por lo tanto sobre la


potencialidad de rebeldía: “modifica estructuralm ente al hom bre
oprimido económ icam ente, de tal suerte que éste actúa, siente y
piensa en contra de su interés material. Lo que equivale a una asimi­
lación a la burguesía”. 152
De ese modo, el hombre no quiere ya cam biar una promesa (iluso­
ria) de vida (espiritual) en el más allá por una mutilación de su ser
total (cuerpo y sexo) aquí abajo. Más aún, la lucha por la liberación
sexual se convierte en condición de vida y de expansión: “Sólo la
liberación de la capacidad natural para el amor entre los seres hu­
manos puede d om inar su destructividad sádica.” Y lo que ayer
pasaba por desviaciones graves (masturbación, homosexualidad y pe-

1,1 Op. dt„ 1973, p. 91.


1 Matérialismt' dialcclujne, maLérialisyne historiqw et psyr.hanalyse. La penscc mollo, 1970, p. 5().
Véase también L'irruption de la morale sexuelle, Payot, 1972.

(
LA M U E R T E Y LO S SÍM BO LO S 577

derastia) o por crímenes (ab o rto ,153 procedimientos anticoncepcio­


nales), ahora se viven y se piensan como conductas norm ales.1 Es
como si estuviéramos en presencia de una balanza que oscila entre
dos polos, uno negativo (el sexo es la muerte) y el otro positivo (el
sexo es la vida). Es cierto que en el prim er caso, la m uerte del cuerpo
es un accidente histórico (el pecado de Adán); en el segundo, un
dato natural imposible de superar.
La noción de desviación sexual, a la que el animal no escapa (ho­
mosexualidad de los gatos, los perros, los monos; violación de las
.obreras por los machos entre las abejas -e s verdad que aquéllas sólo
tienen órganos sexuales genitales atrofiados-) es por lo tanto relativa.
Sin em bargo, en cuanto a las relaciones entre Eros y Tánatos, pue­
den mencionarse algunos casos ilustrativos.
Por ejem plo, ciertas pulsiones morbosas, como ya recordam os,
conducen a algunos humanos hacia los cementerios: danzas noctur­
nas desnudos, sustituciones de comidas necrofágicas (consumo de
carnes descompuestas y crudas); excitaciones genésicas recíprocas de­
lante de una tumba abierta donde yace un cadáver en putrefacción;
sodomías múltiples; actos sexuales acostados sobre una tumba, o más
frecuentem ente de pie (“¿Para qué un lecho? Los animales no se
acuestan para reproducirse. ¿Entonces?”, confiesa un habitué)', flage­
laciones crueles, a veces misas negras, caracterizan a la mayoría de
esos sabbats nocturnos que suelen congregar a protagonistas salidos
generalm ente -y el hecho m erece registrarse- de representantes de
la “alta sociedad”. Uno de esos participantes, interrogado, propor­
cionó una justificación interesante: “Existen fuerzas debajo del ce-
m enterio[ . . .] Fuerzas inutilizadas[. . .] todos esos muertos, algunos
de ellos muy jóvenes, a veces en buena salud[.. .] Esas fuerzas se
liberan de ellos y pueden ca p ta rse [. . .] y precisamente es realizando
actos de am or como se pueden recuperar esas fuerzas, incorporárse­
las a u no.” 155

153 ¿D ebe verse en esta práctica la supervivencia de una antigua costum bre: la d el embrión
ofrecido en holocausto a una divinidad todopoderosa?
154 W. R eich, Lxi révolution s ex u elle, Ploti, 1968; La lutte sex u elle des j e u n e s , M aspero, 1972; H.
Marcuse, Éros et Civilisation, Edit. de Minuit, 1971. Ch. Delacampagne, op. cit., 1974, caps, vy vi.
155 Véase A.. Bastiani, Les mauvais lieux d e París, Balland, 1968, pp. 43-5 5 ; M. Dansel, Áu pere
Lachaise, Fayard, 1973, pp. 37-39. L a necrofilia ha tenido sus procesos célebres. Ya mencionamos
el caso d el sargento Bertrand (1848), que violaba a los cadáveres que desenterraba en e l Cemente­
rio de M ontparnasse. O también, ju sto antes de la guerra de 1914, el caso de un empleado de la
morgue de un hospital parisién que les brin daba sus “favores” a difuntos todavía tibios com o se
com portó heroicam ente durante la gu erra, fue reintegrado a su puesto, pero ahora se instaló una
cámara f rigorífica. Tam bién recordamos la existencia de varias historietas publicadas por Elvi-
france. En el “Cofre de los Macabeos” se asiste a la “limpieza" de cadáveres fem eninos: se revienta
578 DE LA CO R RU PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM AG IN A RIO

En una perspectiva muy diferente se sitúan ciertos com portam ien­


tos histéricos ante la muerte real o imaginaria. Sin poder en trar en el
detalle de las descripciones, por falta de tiempo, recordemos la con­
ducta de las posesas de Loudun, las de las brujas de Salem ,156 o tam­
bién la actitud de la multitud durante las exequias de Nasser. No
olvidemos que las reacciones histéricas nos conducen siempre, de al­
guna m anera, a la sexualidad. En todo caso, es desde este perspectiva
que fueron analizados los pánicos neuróticos de algunas unidades
combatientes americanas en la g u erra de Vietnam, que sin em bargo
habían sido severam ente reclutadas. ¿No hemos señalado también
que la guerra incluye siempre una dimensión sexual? ¿No es signifi­
cativo que después de un periodo de continencia, el reposo del gue­
rrero consista precisamente en una sexualidad desbordante y exas­
perada?157
Un último aspecto de las desviaciones, que debemos citar a título
ilustrativo, son las conductas sadomasoquistas: comienzo de ahorca­
miento o de sofocación a los que se someten algunos para encontrar
sensaciones eróticas (estos actos se acompañan casi siempre de eyacu-
lación; p ero tam bién puede o cu rrir que por e rro r ocasionen la
muerte); conductas de automutilación (sección de los órganos genita­
les); crím enes sádicos (con violación, eventración, a veces descuarti­
zamiento), que aparecen periódica y fruiciosamente en los periódicos
sensacionalistas.
Las fantasías del amor y de la m uerte no obsesionan solamente a
los sujetos desequilibrados o víctimas de una situación sociopolítica
degradante. En efecto son num erosos, como lo señala el doctor
Fresneau, los hechos de contacto, de similitud, de posición, entre la
sexualidad y la m uerte. “Se puede establecer una cierta correspon­
dencia e n tre sus bases fisiopatológicas. Prim ero c o m p a ra r a la
muerte somática (la muerte del cuerpo) con la sexualidad orgánica;

¿1 vientre inflado de una muerta, y al inflam arse el ch orro de “gas mefítico”, se simboliza de ese
modo la partida de su alma. Peor aún, la colección de “Ultratumba”, en uno de sus números,
presenta a m ujeres desnudas y en celo, cabalgando a los cadáveres, de los que elegían los más
poderosos virilm ente y los más atiesados por la m uerte. ¿Catarisis? ¿Satisfacción de deseos
sadomasoquistas reprimidos?
156 Es un poco lo qu e pasa en el Vudú negro-africano y negro-am ericano (Antillas, Brasil).
157 E n tales circunstancias, no son raras las violaciones de mujeres o los actos de automutilacio-
nes sexuales. Es el precio que hay que pagar por la violencia. Esto aparece bien señalado en el filme
de Arrabal (Viva la Muerte). Allí se ve, en la cabeza de un niño, el sexo del padre torturado y luego
asesinado en una cárcel política durante la g uerra de España. Sim bólicam ente arrancado a un
toro, el cuerpo es paseado, sanguinolento, ante las multitudes fascinadas. Véase también la
perturbadora H istoire d'O, de P. Réage (J. J . Pauverte, 1973).
LA M U E R T E Y LO S SÍM B O L O S 579

después la muerte psíquica con la sexualidad psíquica; el genocidio


con la genética; y por último el suicidio y las muertes criminales con
la sexualidad psíquica,” Alusión que nos permite volver a la castra­
ción. El ser hum ano con oce dos angustias: la de la ru p tu ra-
nacimiento,I5B la de la mutilación sexual, real o imaginaria. En los
dos casos, la experiencia se vive como pérdida, pérdida real de la
unidad m adre-hijo159 en el nacimiento, pérdida posible en la castra­
ción (ley del padre, tanto más mutiladora cuanto que entre nosotros
es personalizada, contrariam ente a lo que pasa en el África negra); la
castración, que es la primera de todas las m uertes,160 la más cruel por
cuanto consagra de modo efectivo la desaparición de la integridad
física, mientras que la muerte propiamente dicha puede alimentarse
de la fantasía de la madre-re-poseída.
Si precisamente el placer sexual es a veces sentido como un placer
m ortífero, es porque expresa, c o m o Freud no se equivocó al obser­
varlo, un proceso de pérdida equivalente a la castración. Parafra­
seando a Groddeck, diríamos que no es en el apogeo del placer (la
eyaculación) donde el ser y el parecer coinciden en el hombre, sino
más bien en la m u erte.161 En cuanto a la mujer, ella m uere de alguna
m anera dos veces, durante el orgasm o (pérdida) y en el momento de
dar a luz (separación). Pero el parto-ruptura genera la vida, crea a
un semejante. Es por esto que la m uerte es quizás menos temible
para la mujer que para el hombre; y por esto el varón, en los ritos
iniciáticos del África negra, trata de definirse como*“paridor”.
La carga libidinosa de la castración puede ju g ar en dos planos: el
trofeo fálicó, pero también el trofeo de cabeza;, tan frecuente en las
sociedades arcaicas.162 Pero es curioso observar que los grupos socia­
les “que han tomado posición sobre la decapitación, son al mismo
tiempo sensibilizados e intolerantes en cuanto a la castración. Esta es
considerada como ignominiosa c inmortal, mientras que parare difí­
cil producir los fundamentos m orales que hacen ilícita la castración
(en el cuadro del derecho represivo de los Estados), tanto que el jus
158 Op. cit., D-5. Véase también F. Leboyer, Pour une naissance sans violence, Seuil, 1973. También
ruptura para la madre, puesto que con el parlo term ina su personalidad adrógina(»iño = talo en
su matriz); entontes, tom o nos dite Ciioddetk, ella es "rechazada del ser hacia el parecer”.
ir’s El negro-africano, tom o ya vimos, com pensa esta ruptura mediante un diálogo larg o y
perm anente de los cuerpos m adre-hijos: durante el día, el niño va ligado a la espalda de su ni adre y
le succiona el pecho a voluntad; por la noche, se enrosca contra su vientre.
160 De ahí la costum bre arcaica que consiste en castrar a algunos difuntos para consagrar así su
m uerte definitiva y asegurarse que no retornará más.
161 Para él, en efecto, la muerte destruye la diferencia délos sexos, puesto se resuelve en el
“Ello, el eterno fem enino”.
162 Véase H. Gasta.it, op. cit., 1972.
580 D E LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

gladii no es cuestionado por los moralistas. El derecho a la mutilación


de la cabeza implica y engloba el d e mutilaciones parciales, aparte de
toda justificación por su eficacia. En esta perspectiva, la elección del
modo, bastante' insólito, puede parecer significativo del deseo in­
consciente de escapar a la angustia de la castración, sentimiento ex­
trem adam ente primitivo, que por eso mismo no se extirpa fácilmente
del campo afectivo del individuo. Por otra parte, el trofeo fálico rea­
parece sabiamente disimulado bajo formas más estilizadas; aparece
en el mismo centro de la capital, justificado perentoriam ente por los
refinamientos culturales de la arqueología egipcia, o acoge en Lyon a
la estatua pripiciatoria de Carnot, de proporciones más modestas que
las pretensiones faraónicas”. 163
La sexualidad se nutre de deseos, pero es sabido que, simbólica­
mente, todo deseo es sexual, o al menos mantiene lazos estrechos con
la sexualidad. Deseo y prohibición, pulsión de vida y pulsión de
muerte, tal es la doble polaridad inseparable de nuestra experiencia
cotidiana.164 Pero en este caso también las relaciones entre el am or y
la muerte son ambiguas. Para algunos, no puede haber am or verda­
dero si no en la muerte; tal es el tem a romántico por excelencia, el
de Tristán e Isolda, el de Romeo y Julieta, el de Filemón y Baucis, el
de los am antes de Mayerling.165 Este am or que desprecia a la muerte

163 Dr. M. C olín, op. cit., en La mort et l’homme du XXe. Siecle, Spes, 1965, p. 148.
164 Frente al yo, fuerza vital vinculadora, la pulsión de muerte es el último avatar teórico por
venir, que designa un logos que sería necesariam ente mudo si se redujese a su estado-límite, al
puro movimiento predicativo que hace pasar, a través de la cópula, toda la sustancia de un término
al término vecino. Esto supone que el conflicto del yo y de la pulsión, de la prohibición y de la
fantasía del d eseo, n o es ni la única ni la última form a de la oposición entre vínculo y desvincula-
ción. En el plano inconsciente, en la fantasía -si se la quiere representar de otro m odo que como
“pura” energía libre—, hay que encontrar otra polaridad más fundamental: pulsión de vida y
pulsión de m uerte, prohibición y deseo.
La muerte, ausencia de todo inconsciente, com o de todo ramo la rosa, encuentra quizás en él su
lógica más radical, p ero también la más estéril. P ero es la vida la que cristaliza los prim eros objetos
adonde se afin ca el deseo, antes de que se a ferre a ella el “pensamiento”. (J. Laplanche, Vie et morí
en psychanalyse, Flam m arion, 1970. pp. 2 15-216). Consúltese también B. Castets (op. cit., 1 9 7 4 ,p .8 7 y
ss.) sobre la inseparabilidad del deseo de am or y del deseo de muerte. Recordem os el excelente
filme de L. Cavani, Portier de nuit (1974).
i»5 “ L o s poetas han tenido con frecuencia la intuición de un parentesco secreto e n tre el amor y
la muerte; a veces han identificado el cum plim iento del am or perfecto con la m uerte. En el relato
de Tristan e Isolda, el am or, de prueba en pru eba, se encamina hacia su cum plim iento y este
cumplimiento es también una pasión, una muerte en definitiva. La perfección del am or es morir de
amor. Este tem a del romanticismo eterno no exp resa en realidad nada arbitrario: pu es el am or es
la form a suprem a de mi reencuentro con otro. Al mismo tiem po debe ser necesariam ente la forma
de relación d ond e descubrim os lo que hay de im posible en nuestro proyecto de reen con trar al
otro. Y ello porqu e el am or supone, para ser auténtico, el reconocimiento absoluto d e la alteridad
del otro, sin ninguna tentativa hipócrita de dism inuirla. Amar a alguien es am arlo en su subjetivi-
LA M U E R T E Y LOS SÍMBOLOS 581

o que sólo existe más allá de la muerte, podría sin embargo tener
una resonancia más general: “E l momento del eros convoca al mo­
mento de la muerte, y los am ores wagnerianos reflejan el drama uni-
\ersal en la vida de seres particulares”, escribe por ejemplo E. Mo­
rin .166 Pero no es menos cierto que el acto de am or tiene también un
aiom a de muerte. Nadie com o G. Bataille com prendió esta asocia­
ción íntima de Eros y Tánatos, particularmente en el orgasmo: “Ella
me m ira, y yo sé que su m irada viene de lo imposible, y veo en su
fondo una fijeza vertiginosa. En su raíz, la afluencia que la inunda se
d erram a en lágrimas y las lágrim as ruedan de sus ojos. El amor está
m uerto en esos ojos, un frío de aurora emana de ellos, una transpa­
rencia donde yo puedo distinguir la muerte. Y todo está anudado en
esta m irada de sueño: los cuerpos desnudos, los dedos abriendo la
carne, mi angustia y el recu erd o de la saliva cayendo de los labios,
todo contribuye a este deslizamiento ciego hacia la m uerte.”167
De ese modo, la sexualidad-placer realiza con la muerte el juego
más sutil que se pueda concebir. Ricos y numerosos relatos reposan
justam ente en esta colusión del am or y la m uerte: el mito de Persé-
fona, los misterios de Eleusis, el Arlecchino de la commedia del Varíe
italiana, al que las mujeres llamaban en el momento de morir para
que las desposase.168
Los vínculos entre Eros y T ánatos aparecen así en el plano de la
experiencia (placer y g o ce :169 orgasm o y pequeña m uerte, coito eró-

dad radica!, que amenaza a cada instante con ser la negación de la mía, o con significar mi
destrucción. Amar a alguien es tam bién d arse a él; ¿pero no llega un m om ento en que el don de sí
puede significar la muerte? Es en el cam in o del encuentro con el o tro donde la muerte puede
hacer su aparición. La muerte es de un-m odo muy real el trasfondo am enazador del descubri­
m iento d e la alteridad de las personas.” R. M ehí, Le i'iñltissement eí la mort, op. cit., ¡’l'F, 1956, pp.
2 8 -2 9 . Véase también I. Lepp, op. cit., 1 9 6 6 , pp. 166-197.
166 Op. cit., 1970, p. 313.
187 M adame Edwarda, 10/18, 1973, p. 34. En L a mort (ibid.,) G. B a t a i l l e n o s muestra a una m ujer
qu e después del deceso de su esposo se en treg a a las peores orgías del sexo y del alcohol. Hasta que
s e d a m uerte para reencontrar a su m arido m uerto. “Para llegar hasta el final del éxtasis donde nos
p erd em os’en el goce, debemos siem pre situarlo en el límite inm ediato: el h o rro r. No sólo el dolor
d e los otros o el mío propio me ap ro xim an al momento en que el h o rro r me asqueará y puede
hacerm e alcanzar el estado de goce que llega hasta el delirio, sino qu e no hay ninguna form a de
repugnancia donde yo no discierna la afinidad con el deseo.
No es que el horror se confunda ja m á s con la atracción; pero si ésta no llega a inhibirlo, a
d estruirlo, el horror refuerza la atracción. Llegamos al éxtasis, aunque sea lejanam ente, sólo en la
perspectiva de la muerte” (La maison d ’E dw arda).
<«" M acClelland, al estudiar el co m p lejo de Arlequín, mostró que las m ujeres que en el hospital
saben qu e van a m orir tienen más preocupaciones eróticas que las qu e no. Véase R. Menahem, op.
cit., 1973, p. 39, y Arlequín, l’am our et la mort, lopiqu e, o/>. cit., 1973, pp. 229-236.
169 L a distinción no es siempre nítida. Como escribió R. B arthes, L e plaisir du texie: placer/
goce: desde el punto de vista term inológico la distinción resulta vacilante, tropiezo en ella, me
5 82 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A L O IM AG IN A RIO

tico, incluso pornográfico); de lo representado (relatos o ensayos lite­


rarios, más raram ente pinturas); por último, de lo concebido, con las
reflexiones psicoanalíticas.170 En los dos primeros casos, no sobrepa­
samos casi el estadio de las asociaciones primarias en que el símbolo
anima solamente lo percibicío-vivido (así, los ojos de Eduarda evocan
la muerte). En cambio el psicoanálisis revela las razones profundas
de la relación entre la vida y la muerte, que son por supuesto del
orden de lo imaginario (sentido común) o del símbolo (sentido laca-
niano); en todo caso, jam ás de lo imaginal.
También en esto un cierto número de diferencias separan al occi­
dental del negro-africano. Una libertad sexual mucho mayor; una
valoración del cuerpo y del deseo; una preocupación constante por
reproducirse, explican en el africano la vinculación constante entre
la sexualidad de placer y la sexualidad de reproducción (por más que
el negro ignore la relación exacta entre el coito y la gestación), la ex-
cepcionalidad de las desviaciones sexuales, y sobre todo del aborto; la
inseparabilidad de la fuerza, el alimento y el sexo; la posibilidad de
suprimir la impureza y la m uerte por un rito sexual bien definido. Es
que el negro africano -debem os rep etirlo- parece haber exorcizado
perfectamente el tabú del sexo y el de la m uerte, esta “doble obsce­
nidad” que obsesiona al occidental.
Las asociaciones con la muerte (o a propósito de la muerte) nos
introducen así en el cam po de lo imaginario y del símbolo, de ma­
n era ante todo vivida y con frecuencia inconsciente. Todas ellas
abarcan un tema único: la oposición vida/muerte. El intermediario
utilizado (alimento, sexo, violencia, poder), significante o significado
según los casos, se distribuye dialécticamente entre los dos términos
de la antinomia.
Fal es la ambivalencia mayor de lo imaginario, introducir la vida
en la muerte o la m uerte en la vida, para asegurar mejor el triunfo
de la vida sobre la m uerte. Pues el apego a la vida no es quizás nunca
tan íuerte como en el momento en que correm os el riesgo de per­
derla. Pero ocurre entonces que el precio a pagar es más oneroso
que el que se esperaba.

Lo simbólico es una tensión entre el signo (percibido, concebido) y lo


vivido (de la pulsión inconsciente al rito minuciosamente reglam en­
tado, pasando por las actitudes y los com portam ientos). Signo que se
en redo. De todas m aneras, habrá siem pre un margen de indecisión. El goce es indecible, inter­
dicto.
170 Después de las obras ya citadas de Freud, de M arcuse, de Laplanche, hay que m encionar
tam bién el excelente trabajo crítico de Norm an O. Brow n, E ros et Thanatos, Denoel, 1972.
LA M U E R T E Y L O S SÍM B O LO S 583

relaciona con otros signos, cuyo sentido ha podido perderse en el


correr del tiempo (rupturas, sincretismos), que los sistemas pueden
vaciar de su sustancia, pero también signo humano universal que
cada cultura puede especificar según sus propias exigencias.171 La
experiencia de la muerte y la angustia han existido siempre, a pesar
de las afirmaciones de Marcuse. P e ro la manera de aprehenderlas no
es la misma. Y debemos decir q u e, cambiando lo simbólico por lo
imaginario puro y simple,172 el occidental actúa en detrimento de su
equilibrio psíquico. La ambivalencia aparece ya al nivel del cuerpo y
sus representaciones. El hombre de las sociedades industriales ha
perdido dos veces en su historia el sentido de su cuerpo. La primera
procede deljudeo-cristianismoy de su teoría del pecado. La segunda es
imputable al proceso capitalista: mecanización y estereotipia de los
gestos de la fábrica o en la central telefónica, reducción del cuerpo a su
fuerza de trabajo, a la condición d e una mercadería como cualquier
o tra.173 Com o consecuencia de ello, las pulsiones vitales no encuentran

171 Tal es el caso de Cristo, “ese muerto viviente”, vencedor de la m uerte, convertido en
Godspel, Jesu c risto superstar. Véase sobre este tema la interesante obra de M. O raison, /«ús-
Christ, ce mort vivanl, Graset, 1973.
i n T ranscribim os un testimonio d e esta op osición entre el rito africano (en este caso afroa­
mericano) y el rito occidental, más esquem ático: “A pesar de la similitud de los com portam ien­
tos europeos y africanos, la carga sem ántica contenida en el gesto africano es infinitamente
más rica, m ás profundam ente hum ana q u e la del entierro europeo: el gesto eu rop eo remite a
un cuerpo in erte a la tierra inerte, pobo q u e va a juntarse con el polvo. Por el contrario, el
gesto africano sigue fiel hasta último m om ento a la grandeza del hom bre: el cu erpo, aunque
separado ah o ra de su espíritu, es todavía alg o diferente a todas las otras cosas del universo, una
parcela de m ateria inerte que fue portadora d e una conciencia humana. Los tam bores golpean
sin cesar. Estallan estados de posesión alred ed o r del ataúd- Finalmente, el cuerpo de Joáo es
remitido a los Eguns y el ataúd desciende lentam ente a su lugar, ia parcela de tierra del cemen­
terio, convertido, gracias a la invocación ferv ien te, en tierra de Ikur, lugar de los espíritus. Una
segunda serie ritual que se desarrolla en el um bral del cem enterio civil de los blancos procede
de la misma convicción, que exige que una p arcela de tierra que acoge a un cuerpo hum ano no
se parezca a ninguna otra parcela conocida: se llama ago, la cerem onia del ‘perm iso’. Mediante
cantos y ru eg os múltiples, los iniciados invocan a sus Orixa respectivos. Les piden permiso para
poder e n tra r ‘en la tierra de \osEguns’,’’J . Z ieg ler, “ La mort á Gomeia. .Éléments el’une théorie de
la mort dans les th éo cratiesd elad iasp oraafricain ed u Brésil”,L'homme et la societé, 2 3 ,1 9 7 2 , p. 165.
Orixa = divinidades; Egun — espíritu d e lo s muertos.
1,3 “U na cierta ideología del cuerpo testim on ia una acción colectiva contra la angustia fun­
damental que suscita !á problemática inconsciente de la castración. Los temas, objetos y pala­
bras, fetiches de uso universal propuestos por la sociedad industrial (burguesía o socialismo
burocrático) funcionan como signos iterativos privilegiados de la negación mencionada por
Freud: dispuestos como otras tantas tentacion es, soluciones o instrum entos para este meca­
nismo conceptuado hasta ahora ‘morboso’ e individual, estos signos fetiches sugieren la posibili­
dad de una negación colectiva, socialm ente explotable. La transmisión del código tiene sus
canales privilegiados, sobre todo cuando l a ‘ciencia’ le otorga una garantía poco discutible. La
moda se deja descifrar, transige y se p lieg a, sigue el curso de los caprichos y los intereses. Por
Jo-i DE LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM AG IN A RIO

ya el lenguaje del cuerpo para mediatizarse, si no es de una manera


derivada: desenfreno sexual, fragmentarism o fetichista, hazaña de­
portiva, evasión hacia el esteticismo (prestigio de que hacen gala los
salones de belleza).
Es únicam ente en el plano del espectáculo (véase los Ballets del siglo
XX) donde el hombre de hoy danza la muerte. ¡Qué lejos estamos de
los funerales negro-africanos y probablemente de lo que pasaba en
Occidente en plena Edad Media!
Por supuesto que tenemos que ser hombres de nuestro tiempo',
aullar con la manada de lobos. Es decir, creer en la ciencia y en la
técnica.
Sin em bargo, como dice M. Oraison, “la crítica científica de los ‘mila­
gros’ ayuda a no dejarse engañar por lo ‘maravilloso’ más o menos
mágico, pero también a buscar más a fondo el sentido que los relatos,
simbólicos o no, quieren transm itir”. 174
A pesar de la renovación del cam po simbólico que concierne a la
muerte (medios de difusión, literatura, cinematografía); a pesar del
aporte tan enriquecedor del psicoanálisis, que pone al desnudo los
mecanismo simbólicos del inconsciente, el hombre occidental se ha
despojado considerablemente de los símbolos: los mitos son raros o
degeneran en pálidas ideologías; las creencias “metafísicas” se simpli­
fican o no despiertan más que una endeble adhesión; los ritos se
hacen formalistas y sobre todo pierden su misterio (desimbolización);
el trabajo del duelo se hace difícil a causa de la negación de la
muerte; la alegoría científica com pite peligrosamente con el símbolo
representado y vivido; las relaciones humanas se mercantilizan.
Pérdida de signos, pero sobre todo pérdida del sentido de los sig­
nos, puesto que más que nunca ya no es el hombre quien se encuen­
tra en el centro de sus preocupaciones, sino la búsqueda del benefi­
cio; no lo humano, sino lo producido; no el valor de uso, sino el
valor de cambio.
Con base en ello es justo decir, por lo tanto, que el capital simbólico

el contrario, la m edicina, por interm edio de una práctica que supone necesariam ente una pe­
dagogía, sustenta un sistema de representaciones del cuerpo compatible con !a m archa de la
econom ía, del O rden y de los valores de la clase dom inante. El cuerpo es fuerza de trabajo y
mercancía.
K1 fetichism o de la mercancía, núcleo ideológico del discurso de la clase burguesa es la
estructura de lenguaje que oculta a la plusvalía. El fetichismo del cuerpo oculta la castración. La
medicina conlleva esta doble representación, donde se disimulan a la vez las señales de una
explotación social y los efectos inconscientes d e una carencia. J. C. Polack, op. cil., pp. 60-61.
174 Jésus-Christ, ce mort vivant, op. cit., 1973, p. 176.
LA M U E R T E Y LO S S ÍM B O L O S 585

se lia convertido en capital económico, para emplear palabras ele P.


B o u rd ie u ,',r> dejando al hombre desprovisto frente a la muerte; a esa
m uerte que hoy lo espanta más que nunca y a la que tanto le
rehú ye.17fi

175 Esquisse i ’une théorie de la pratique, Droz, 1972, p. 237.


176 Nada más significativo a este respecto, como dijimos, que la esperanza en la “suspensión
criogénica”. Véase R. W. C. E ttinger, L'homme est-il imt/wrtel?, L affon t, 1964; o tam bién A. Ro-
senfeld, L ’homme fu lu r, Grasset, 1970. Así, lo imaginario científico (aleatorio; todavía no se ha
encontrado el medio de despertar a estos muertos congelados; se ignoran los desgastes que el
frío podrá ocasionar en Jas células cerebrales; costoso; actualmente $5 5 0 0 + $1 000 d e m anteni­
miento por año) ha destronado a! símbolo ritual.
«

XIV. CREENCIAS Y ACTITUDES TRANQUILIZADORAS:


LOS DOS CAMPOS DE LO IMAGINARIO

T a l v e z porque responde a las exigencias más profundas de lo in­


consciente, lo imaginario se exp resa al mismo tiempo en el plano de
lo vivido-representado (fantasías —» creencias y sistemas teológicos o filo­
sóficos) y de lo vivido-actuado pulsiones ^-actitudes, com portam ientos
—> rituales espontáneos o litúrgicam ente codificados). Más allá de las
diferencias espaciales y tem porales, puede señalarse un cierto nú­
mero de arquetipos.

C r e e n c ia s , s i s t e m a s d e p e n s a m ie n t o

El simple hecho de que A ugusto Com te, padre incuestionable del


positivismo, haya podido afirm ar que la humanidad está constituida
por más m uertos que vivos, nos m uestra a las claras que los hombres
(la antropología comparada nos asegura que todos los hom bres) han
concebido y elaborado sistemas de creencias, a veces de una com ple­
jidad prodigiosa, para preservarse de los efectos disolventes de la
muerte. Parecen haberse buscado con esos sistemas tres objetivos
fundamentales: tranquilizar al hom bre, revitalizar al grupo al que los
decesos perturban y disminuyen, normalizar las relaciones entre los
vivos (m undo visible) y muertos (m undo invisible).

De algunos temas principales

1. M uerte-apariencia y muerte-renacimiento

Uno de los procedimientos m ás eficaces para oponerse a los efectos


destructivos de la muerte es h acer de ella una aniquilación sólo de la
apariencia sensible, es decir del individuo. La muerte se vuelve en­
tonces el tránsito del individuo hacia lo colectivo considerado en lo
que tiene de más sólido, la com unidad de los antepasados. En una
perspectiva de psicoanálisis existencial, hasta cabría preguntarse si la
comunidad de los antepasados no será la forma trascendida, hiposta-
siada de la conciencia del g ru p o , u n a proyección en la utopía
(mundo id eal) del deseo qu'e tiene el grupo de perdurar sin término.
También cabría considerar de .esta m anera la distinción entre los an-
586
CREENCIAS Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 587

tepasados recientes, que conservan sus nom bres, susceptibles de


reencarnarse o de renacer en sus descendientes, y los antepasados
lejanos, generalm ente anónim os co n excepción de los grandes
fundadores. Los “muertos renacientes” reflejan de modo más directo
una superación de la m uerte. Entendida de este modo, la muerte se
define como transición, pasaje, cambio de estado; es también prueba
iniciática (para el difunto que, caminando en el más allá, debe vencer
dificultades múltiples, y esforzarse por merecer su estatuto de ante­
pasado), o, si se prefiere, renacimiento. Por último, la muerte llega a
hacerse condición de renovación (el viejo impotente se podrá reen­
carn ar en un niño) y fuente de fecundidad (m uerte ritual del animal)
con fines religiosos (sacrificio humano, crucifixión de Cristo). Es que,
com o lo ha demostrado Ju n g , estamos en presencia de un arquetipo
universal que estructura al pensamiento “arcaico” (Malasia, Poline­
sia, Am érica indígena, esquimales), organiza la conciencia onírica,
enriquece la creación literaria o artística y les otorga un sentido a las
prácticas del ocultismo, del espiritismo y de la liturgia cristiana de
la actualidad.

2. De la muerte negación a la negación d e la muerte


L a m uerte, en cuanto negación total del ser, no era ignorada por las
poblaciones arcaicas que, sin em bargo, parecían ver en ella una san­
ción, la más grave de todas, que afectaba, ya a los individuos culpa­
bles de brujería, por ejem plo; ya a los sujetos que habían padecido
una “mala muerte”, es decir no conform e con las exigencias de la
costum bre (muerte por ahogo o electrocución, m uerte de una mujer
en el parto, especialmente en África); o bien a las personas que, por
no tener hijos para sacrificar después de su fallecimiento, no llegan a
integrar el mundo de los antiguos (África, China, Insulindia); incluso
a los individuos de las clases inferiores (antiguo Egipto).
Sin embargo, importa no confundir la falta de permanencia de los
muertos con la m uerte-destrucción: en efecto, aunque los kamba de
Kenya abandonan a los cadáveres, no por eso dejan de creer que los
espíritus de los difuntos se instalan en las higueras salvajes, y no fal­
tan los casos en que se los honra. Hasta a veces les construyen minús­
culas chozas para que puedan cobijarse de la intemperie.
De la muerte com o negación integral del ser, a la negación de la
m uerte, no hay más que un paso, que algunos pensadores de la anti­
güedad occidental llegaron a franquear. Ninguna filosofía llevó tan
lejos com o la de Epicuro la negación de la m uerte, puesto que para
él la muerte no es nada. Uniendo al materialismo de Demócrito el hilo-
588 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

zoísmo, Epicuro redujo el universo a una colección de átomos indivi­


sibles y eternos, pero diferentes en tamaño y peso. El alma humana,
que no es otra cosa que un encuentro fortuito de átomos más bien
redondos que se sitúan en el pecho, no podría pretender por lo tanto
-com o tampoco el cu erp o - ningún tipo de inmortalidad.
Segundo punto im portante, el temor a la m uerte es ingustificado:
“Familiarízate con la idea de que la m uerte no es nada para noso­
tros,1 pues todo bien y todo mal residen en la sensación; pero la
muerte es la privación consciente de ésta. Este conocimiento cierto
de que la muerte no es nada para nosotros, tiene como consecuencia
que apreciamos m ejor las alegrías que nos ofrece la vida efímera,
porque ésta no les agrega una duración ilimitada, pero nos quita, en
cambio, el deseo de inmortalidad [ . ..] De ese modo, el mal que más
nos hace temblar, resulta que no es nada para nosotros, puesto que,
en tanto que existimos, la m uerte no es, y cuando la muerte está ahí,
nosotros ya no somos. Por consiguiente, la m uerte no tiene ninguna
relación ni con los vivos ni con los muertos, dado que no es nada
para los primeros y que los últimos ya no son” (carta a Meneceo).
Suprimir el miedo a la muerte a fin de apreciar mejor las alegrías de
la vida, tal es la sabiduría epicúrea: “Yo he previsto tus golpes, oh
Destino, y he obstruido todos los caminos por los que podrías alcan­
zarme. No nos dejaremos vencer, ni por ti ni por ninguna otra in­
constancia enojosa. Y cuando la necesidad nos haga partir, nosotros
escupiremos copiosamente sobre la vida y sobre todos los que se afe-
rran vanamente a ella, entonando un hermoso canto. ¡Oh! qué n o ­
blemente hemos vivido.”2
En consecuencia, todo cesa con la muerte, y el temor al más allá es,
pues, un vano tem or. De Epicuro se ha dicho que no solamente ato ­
mizó al cosmos, sino también, y sobre todo, que aniquiló a la m uerte:
“La m uerte es un fantasma, dirá después Feuerbach, una quimera,
puesto que sólo existe cuando no existe.” 3

3. Desdramatización de la muerte
La desdramatización de la m uerte, actitud filosófica, ciertam ente,
pero que no deja de plasmar en el comportamiento concreto, apa-
1 “Como la muerte es el verdadero fin y término de nuestra vida, desde hace algunos años
me he estado familiarizando tan bien con esta verdadera y m ejor amiga del hombre, que su
imagen no sólo no me espanta, sino que me tranquiliza y ¡me conforta! La muerte es la llave
que nos franquea al acceso a la verdadera dicha (última carta de Mo/.art a su padre, 4-1 V-
1972).
* (litado por [. C horon, La mort el la pensé? occidentale, Payot, 1969, p. 49.
3 Mort et im.morta.liU', p. 551.
C R EE N C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 589

rece altamente ilustrada en la Antigüedad. Es la posición de Sócrates,


que prefirió m orir ingiriendo veneno para convencer a sus discípulos
de que la m uerte no tiene nada de temible: “Yo creo en los dioses,
atenienses, como no creo en ninguno de mis acusadores. Y puesto
que Dios existe, no puede ocurrirle ningún mal al hombre justo, ni
durante su vida ni después de su m uerte.”4
¿No fue también el punto d e vista de los estoicos? Para Séneca, por
ejemplo, la existencia de aquí abajo es sólo una propedéutica para el
más allá. “Así com o el seno m aterno nos lleva durante nueve meses
pero no nos form a para habitarlo siempre, sino p ara habitar el
mundo, en el que nos deposita ya lo bastante fuertes com o para res­
pirar el aire y sufrir las impresiones de fuera, así el tiempo que se
extiende desde la infancia a la vejez nos m adura para un segundo
nacimiento. O tro origen, un m undo nuevo nos espera.” L a m uerte,
así como el nacimiento, no debe espantarnos; no es más que el naci­
miento a la eternidad: “Abandona de buen grado tus miembros ya
inútiles, dile adiós a ese cuerpo que estuviste tanto tiempo sin habi-
t a r [ . ..] ya llega el día en que caerán los velos, en que te liberarás de
tu inmunda e infecta m orada.”5

4. De la am ortalidad a la inm ortalidad

Como sólo por excepción se vio la m uerte como destrucción total del
ser, la creencia en la perdurabilidad de la persona (o más bien de sus
constituyentes privilegiados) aparece muy extendida. E sta amortali­
dad que Frazer entiende com o “la prolongación de la vida por un
periodo indefinido, pero no necesariamente eterno” , casi siempre es
concebida por las poblaciones sin maquinismo sobre la base del m o­
delo de vida presente. Los m uertos en el más allá com en, beben, tie­
nen sentimientos, son capaces de pasiones y hasta se reproducen. Es
que —record em os- la m uerte se define com o un pasaje, com o una
transición, una especie de vida que prolonga de una m anera u otra la
vida individual. Según esta perspectiva, la muerte no es una idea,
sino “una imagen -com o diría Bachelard—, una m etáfora de la vida,
un mito si se quiere”.6
Esta creencia se encuentra muy particularmente en el Á frica negra
animista: almas o fragmentos de almas, principios vitales, dobles, son
susceptibles de amortalidad, se conservan según modalidades extre-
4 Platón, Apología de Sócrates,
5 En M. Hadas, The State f*hiio$ophy o f Seneca, Dojibleday, 1958, carta 102.
6 E. M orin, op. cit., 1970, p. 22.
590 DE LA C O R R U P C IÓ N CO RPO RA L A LO IM A G IN A R IO

m adamente diversas y pueden mantener con el viviente relaciones


múltiples y variadas.7 Sin embargo, parece que estamos en presencia
de una creencia universal: el Ka de ios egipcios, el Eidolon de los
griegos, el Genius de los rom anos, el Rephaim de los hebreos, el Frevoli
de los persas, el cuerpo astral de los espiritistas modernos, represen­
tan elementos que escapan a la destrucción.
Sin embargo, la hum anidad experim entó un cambio profundo en
periodos diferentes según las sociedades o las eras de civilización.8
Antes que nada, el m undo de los vivos y el de los difuntos se dife­
rencian más nítidamente en el espacio (lozalización de los muertos),
en las modalidades de vida (los difuntos pierden algunos rasgos an-
tropomórficos) y en las relaciones (las manifestaciones de los m uertos
se vuelven más discretas). Luego, algunos difuntos privilegiados
(fundadores de clanes, jefes) alcanzan la condición de grandes ante­
pasados, luego de héroes civilizadores o de demiurgos, por último
de divinidades propiam ente dichas, creadoras, omnipotentes, que
jam ás han nacido ni m orirán jam ás. Finalmente el “doble” se interio­
riza, se espiritualiza y se convierte en alma inmortal. Es así que se
puede leer encima del sarcófago de Seti I, en Tebas, estas dos palabras
grabadas: “Resurrección, Eternidad.”
Quizás en ninguna o tra parte como en Egipto se le reconoció a los
hombres el derecho a la inmortalidad con tanta fe y convicción. Re­
servado primero únicam ente a los faraones, se aplicó poco antes del
año 2000 a todos los egipcios. Ni el alma (ba), ni el doble (ka), que al
p arecer constituía lo que hay de más profundo en la personalidad
del individuo, em anación de un ka familiar (se vio en ello la individuali­
zación del M ana) podían ser destruidos por la muerte.
Esta fe en la inmortalidad explica probablemente el cuidado minu­
cioso que se le dedicaba a la conservación del cuerpo, que en ningún
caso tenía que ser mutilado; de ahí las técnicas de embalsamamiento y
momificación, y su depósito en la “casa de la eternidad”, con alimen­

7 L. V. Thom as, Cinq essais . . op. cit., 1968.


8 “Antes no se m oría”, se ha dicho; más exactam ente, la m uerte tenía por causa un principio
m aléfico extraño. Así, el destino colectivo, para em plear la expresión de A. Fabre-Luce (op. cit.,
1966, p. 80), era descom puesto “en una serie de desdichas particulares”, ninguna de las cuales
parecía evitable. En cam bio, la colectividad era inm ortal y continuaba su destino más allá de la
sucesión despiadada de sus m iem bros, cada uno de los cuales era sólo un pálido reflejo del
todo colectivo. Posteriorm ente, las almas de los jefes, de los héroes fundadores, alcanzaron la
inmortalidad individual, pues se consideraba que estos personajes privilegiados encarnaban el
alm a colectiva del grupo, m ientras que sus demás integrantes se tenían que conform ar co n la
inmortalidad colectiva. “L a extensión democrática de la inm ortalidad a todos los individuos se
efectu ó tal vez a partir de la oposición de la familia patriarcal en tanto que unidad de la nueva
estructura social” (F. M. C o rnfo rd , Frorn religión lo philosophy, Nueva York, Harper, 1957).
C R EE N C IA S V A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 591

tos, adornos, figurillas en altorrelieve (concubinas, esclavos, w hebli,


que debían efectu ar los trabajos difíciles que impondría la divinidad).
El nombre del difunto (que formaba parte de su persona) se grababa
en el m onum ento funerario, lo que les permitía a los sacerdotes y a
los pasantes evocar al desaparecido, mientras que un jeroglifo (pá­
jaro con cabeza humana) evocaba al alm a del difunto que vuela cerca
del sol, habita en los oasis o reside en la tierra.
Los propios mitos ayudan a com prender mejor esta voluntad de
supervivencia y esta confianza ilimitada en la vida más fuerte que la
muerte. Es conocida la maravillosa leyenda de Osiris, sabio soberano
que hacía rein ar la justicia y aseguraba en su imperio, que tenía las
dimensiones de la tierra, el desarrollo armonioso de las artes y la
industria. Celoso, su hermano Seth lo asesina y divide su cuerpo en
catorce pedazos que arroja a los cu atro rincones del universo. Iris,
esposa y herm ana de Osiris, ju n ta los miembros esparcidos de su
marido, les vuelve a dar vida, y acostándose sobre el cuerpo resuci­
tado, concibe un hijo, Horus, que más tarde vengará a su padre.
Osiris, dios benefactor y respetado, reina desde entonces sobre el
imperio de los muertos. Se le representa con los rasgos de un hom­
bre cuyas carnes están pintadas de verde (símbolo de la vegetación
o de la vida), envuelto en un tra je funerario (que recu erd a a la
muerte). E s así como pudo ser vencida la muerte más horrible y de-
sintegradora. “Victoria inolvidable que destella sobre los humanos.
Que los hom bres imiten al dios que muere, que participen de su
pasión, q u e se remitan a él en cerem onias misteriosas donde el
dram a divino es representado y v iv id o; entonces conocerán la juventud
eterna más allá de la muerte, el cuerpo glorioso e indestructible, la
verdadera inmortalidad.”9
La filosofía griega, por su parte, hizo de la inmortalidad del alma
una de las ideas básicas de sus sistemas: el Fedón y el F edra de Platón
son quizás los himnos más destacables a la gloria del alma que no
puede perecer.
Por o tro lado, es conocido el precepto budista: “El hombre no es
como el plátano, un fruto sin caro zo ; su cuerpo contiene un alma
inmortal.” Mientras, para los kabyles, los difuntos son los ilakherlen,
es decir las “gentes de la eternidad”. Basta recordar, por último, de
qué m an era los filósofos espiritualistas y las religiones de la salvación
(islamismo, cristianismo sobre to d o ), han desarrollado y profundi­
zado la creen cia en la inm ortalidad del alma, agregando una noción
nueva, la resurrección.

9 E. M orin, op. cit., 1970, p. 200.


592 DE L A C O R RU PC IÓ N C O R PO R A L A LO IM AG IN A RIO

■’ ■ La resurrección de los muertos, mediación p ara la verdadera vida

El animismo de las sociedades arcaicas, com o dijimos, trata de negar


la m uerte afirmando que ella es privación existencial, desde que la
existencia es sólo la del individuo, y no negación esencial: destruc­
ción del todo aparente que es el Yo, jam ás destrucción de todo. Para
los negro-africanos, por ejemplo, la vida en su sentido más profundo
no es individual o derivada, y la muerte opera sobre la manifestación
secundaria, el individuo.
I otalmenlc distinta es la posición de los filósofos y teólogos resuel­
tamente personalistas. En la imposibilidad de olvidar la muerte y sus
electos aniquiladores, no les queda más que una posibilidad, la resu­
rrección: 10 “Vuestros muertos vivirán, sus cuerpos resucitarán”, pro­
fetizaba Isaías. La resurrección de los muertos ¿no es la más consola­
dora de todas las creencias, puesto que rehabilita al cuerpo y lo aso­
cia al destino del alma? Com o escribió Pascal a propósito de la
muerte de su padre (carta a su hermana Gilberta, del 17 de octubre
de 1651): “No consideramos la muerte como paganos, sino com o
cristianos, es decir con esp eran za[. . .] pues este es el privilegio espe­
cial de los crisitanos. No consideramos al cuerpo como una carroña
infecta, por más que la naturaleza engañosa lo haga aparecer de ese
modo; sino como el templo inviolable y eterno del Espíritu Santo.”
Es así que los elegidos, después del juicio final, tendrán un cuerpo
resplandeciente, ya que lo que ha sido acá abajo un tabernáculo vi­
viente, no podría desaparecer para siempre. Ciertamente, la prueba
de la muerte es dolorosa, incluso espantable, pero los cristianos tie­
nen cómo superar el temor. Así, como también dice Pascal: “Sin J e ­
sús, la muerte es abominable, pero con Él es algo santo, dulce y jubi­
loso para el verdadero creyente.”
Si morir conduce a estimar lo que se pierde o la pérdida que se
tiene, el animal m uere menos que nosotros y la planta menos que el
animal. Pero si la valoración se hace a partir de lo que se gana, nadie
muere menos que el hombre. Este reducirse al no ser, que es la
muerte, se vuelve el medio adecuado para recuperar lo perdido por
mediación de la m uerte de Cristo (m uerte fecunda, si la hay), pues
ella es “la acción total de la vida de Cristo, la acción decisiva de su
libertad, la plena integración de su tiempo total en su eternidad hu­
mana”. De ese modo, la m uerte es simultáneamente “la cima de la

10 Véase C ha. K annengiesser, Foi en la résurrection, Résurrection de la fo i, B eauthene, 1974;


T o n . H. C. Van E ijk ,'La résurrection des morts chez les peres apostoliques, ibid.; CI. T resm on tan t,
Introduction a la théologie chrétienne, Seuil, 1974.
CREEN C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 593

extrem a impotencia del hom bre” y “la más alta acción del hom­
b re” . n El pecado ha introducido la m uerte, pero la Redención
(muerte vencida por excelencia) permite trascenderla, y la muerte se
vuelve ¡a transición necesaria para alcanzar la salvación auténtica,
que es la visión de Dios.
El tema de la resurrección de los cuerpos que serán acompañados
de los ruh o “soplos sutiles”, constituye también una idea rectora del
islam. También aquí el retorno (m a’a d ) supondrá en el juicio final la
rendición de cuentas (hisab) y la valoración (m izan) de las acciones
humanas: “Quien haya realizado el bien en medida equivalente al
peso de un átomo, lo verá; quien haya realizado el peso de un átomo
de mal, lo verá” (Corán, 9 9 , 7-8). Creyente e incrédulos deberán pa­
sar por el puente del Sirat, “ fino com o un cabello y cortante como un
sable” (,hadith) que está tendido sobre la parte superior del infierno:
Dios ayudará a los justos, pero los reprobados caerán en el tormento.
Contrariam ente al cristianismo, no hay redención en el islam, y la
visión de Dios (ru’y at Allah) no parece constituir, salvo excepciones, la
esencia de la beatitud e te rn a .12

6. L a fu n ció n en el Uno-Todo
Las tesis fundamentales del brahmanismo podrían resumirse así:
identidad del yo profundo (atm an) y del principio fundamental del
universo (’b rahm an); transm igración de las almas (samsara), en refe­
rencia directa con los actos de las existencias anteriores (harman); ia
salvación (moksha) reside en la liberación del karman, puesto que el
perpetuo recomenzar de la existencia es un perpetuo recomienzo del
sufrimiento. Así, más allá de este mundo de apariencias y de existen­
cias individualizadoras, se ha d e alcanzar el absoluto verdadero: el
atman-brahman, pues “lo que está en el fondo del hombre y lo que
está en el sol son una sola y mismo cosa”. Para alcanzar la inmortali­
dad (en el Brahm a), hay que destruir en sí toda posibilidad de deseo.
Dicen los Upanishad: “Así como Jos ríos se funden en el Océano y,
perdiendo su nombre y su form a se convierten en el Océano mismo,
de ese modo el sabio, liberado de su nombre y de su form a, se
pierde en la esencia radiante del Espíritu, más allá del Más Allá. El
que conoce a Brahmán, el Ser Superior, se convierte en Brahm án él
mismo.”
11 K. Rahner, citado por F. Gaboriau, e n Interview sur la mort, Lethielleux, 1967, p. 102.
,;1 L. Gardet, L'Islam, religión et communauté, Declée de Brouwer, 1970, pp. 95-107. Véase
también J . P., “ L’espérance religieuse m ort et résurrection”, en el artículo “Muerte , Encyclo-
paedia Universalis.
594 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

Mientras el brahamanismo tiende a la captación del Ser, el bu­


dismo se dirige más bien a la aprehesión del devenir: “Allá, la sustan­
cia sin causalidad; aquí, la causalidad sin sustancia.”13 Para Buda,
sólo existen estados que se suceden para constituir un m undo y un
yo ilusorio, mientras que la sed de ser “que conduce de renacimiento
en renacim iento, acom pañada del placer y de la codicia que encuen­
tra aquí y allá su placer”, sólo puede engendrar sufrimientos y tor­
mentos. Por eso, la sabiduría sólo puede consistir en “la anulación
del deseo, en la anulación del odio, en la anulación del extravío” en
que se resuelve el Nirvana. Puesto que la vida, y por lo tanto el de­
seo, en gen d ra necesariamente la m uerte, y que el renacimiento (reen­
carnación, metempsicosis) no hace más que reintroducir la desdicha
del vivir-p ara-m orir, el Nirvana aparece como una protesta contra la
inevitabilidad de la m uerte (individual e individualizante): “el to­
rrente del ser se detiene, la raíz del dolor se destruye, no hay más
renacim iento” .
De ese m odo, y a pesar de presupuestos metafísicos diferentes, el
braham anism o y el budismo rechazan la existencia individual en be­
neficio de la gran vida cósmica (que no deja de evocar a la muerte
m aterna). La “nada” del Nirvana, “es por lo tanto el abismo que está
más allá y más acá de las m etamorfosis y las manifestaciones, el
abismo de la unidad y la indeterminación: es el abismo de la reali­
dad prim era, anterior a B rah m a mismo, dicho de otro modo, esta
nada es el ser puro absoluto”.14
Tales son las principales creencias tranquilizadoras que la huma­
nidad h a concebido a lo largo de su historia15 y sobre cuya tram a se

13 O Idenberg, Le Bouddha, Alean, 1963, p. 251.


14 E. M orin, op. cit., 1951, p. 236.
15 H abría que mencionar también el tem a del eterno retorno de los fenicios y caldeos (es la
imagen del fénix que renace de sus cenizas), ilustrado por los filósofos, desde los estoicos a
Nietzsche y a Guyau. “Son los anim ales quienes profesan lo que Zaratustra d ijo, pero Zaratus-
tra mismo no quiere entender el E terno R eto rn o como lo cantan las bestias: “Ved, nosotros
sabemos lo qu e tú enseñas, que todas las cosas retornan eternam ente y que también nosotros
retornam os co n ellas; que nosotros hemos sido ya una infinidad de veces y qu e todas las cosas
han sido con nosotros. T ú enseñas que hay un gran año del devenir, un m onstruo de gran
ciclo; que parecido a un reloj de arena, se d a vuelta sin cesar para transcurrir y vaciarse de
nuevo: de m anera que todos esos ciclos se parecen entre sí, tanto en lo gran de como en lo
pequeño - d e modo que nosotros somos parecidos a nosotros mismos, en este gran ciclo, tanto
en las grandes cosas como en las pequeñas. Y tú quieres morir ahora, oh Z aratu stra[. . .] ¡pero
tus animales te suplican que no m ueras todavía! T ú hablarás sin temblar, respirando más bien
con aliv io [.. .]. Ahora muero y desaparezco, dirás tú, y en un instante ya no seré más nada. Las
almas son tan mortales como los cuerpos. Pero un día volverán a enm arañarse las causas del
E terno R etorno. Volveré entonces con este sol, con esta tierra, con este águila, con esta ser­
piente -n o para una vida nueva, ni para una vida m ejor o parecida; volveré eternam ente para
C REEN CIA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U IL IZ A D O R A S 595

han bordado mil y un matices. Hasta ahora hemos hablado sólo de


las concepciones de la m uerte, y dejamos de lado los grandes siste­
mas míticos y la muy grande variedad de las concepciones teológicas
o filosóficas. Todo esto nos dem uestra hasta qué punto los hombres
han rechazado casi siempre la creencia en la negatividad absoluta de
lo que Pablo llamó “la reina de los espantos” .

E l Occidente hoy

Los sistemas de defensa contra la m uerte que conoce el Occidente de


hoy provienen -casi siempre de una manera acum ulativa- ya sea de
la fe cristiana (muerte y pecado; liberación y Redención, Resurrec­
ción y vida eterna), que com o se sabe hoy está pasando por una do­
ble crisis (cuestionamiento de los dogmas y de la autoridad eclesiás­
tica; baja sensible de la práctica y de la frecuentación de los sacra­
mentos); o bien de una mitología popular que recu rre a veces a los
datos de la ciencia (supervivencia de la persona en sus obras: inm or­
talidad social, renom bre, técnica de los times capsules; o en su progeni­
tura de manera muy parcial por la reducción cromosómica: leyes de
la herencia), contaminados p o r los viejos arquetipos del inconsciente
universal (obsesión del caníbal, omnipresencia de Tánatos en el cora­
zón de hierro y en las entrañas de bronce, tema de la.creación ligada a
la inmolación de un viviente primordial: diosa-madre, joven mítica,
macho cósmico, gigante).
Numerosos sistemas filosóficos que se basan en la noción de su­
pervivencia y de muerte armoniosa, desarrollán igualmente esta exi­
gencia de tranquilizador!.16 Recurrir al recuerdo resulta también un
medio eficaz para asegurar nuestro “deseo de eternidad”, según la
esta misma vida, idénticam ente la misma en lo grande y en lo pequeño, a fin de enseñar de
nuevo el eterno retorno de todas las cosas.” El etern o retorno nietzscheano es diferente del de
“ios hindúes y los babilonios”; pero en nada se asemeja a la reencarnación y a la revitalización-
snstancia luer/.a del pensam iento africano. P rim ero, para Nietzsche el alma es mortal; luego, la
interpretación de los animales del etern o retorno no es exactam ente la de Zaratustra quien, al
final del Convalesciente, no dice nada: “se ve qu e en el seno de la connivencia que unía a
Zaratustra y a sus animales, se erige un malentendido, como un problem a que los animales no
com prenden, no conocen”. G. Deleuze, Nietzsche et la philosophie, op. cit., p. 81.
16 No podemos om itir aquí los interesantes trabajos de filósofos com o Nédoncelle, Mounier,
Maritain. Sus aportes m uestran que la inmortalidad no comienza con la muerte, sino con el
nacim iento, porque “el ser para la m uerte” es sobre todo un “ser p ara la supervivencia.” Y la
vida se transforma en supervivencia justam ente por la duración vivida interiormente que va
totalizándose. En la creación, la actividad hu m ana se inscribe visiblemente a través de la per­
m anencia. Recién entonces cada instante d e interioridad de los hom bres inm ersos en el
espacio-tiempo los hace ■■ :r a r un poco en la inmortalidad.
596 D E LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

fórmula de F. Alquié: “Es el recuerdo el que ayuda a la resurrección:


los m uertos siguen siendo de este m undo tanto tiempo com o los con­
serve nuestra m emoria.”17 La proposición del doctor H. Larcher, de
la que antes hablamos,18 tendiente a crear una mneniotcca, debo in­
terpretarse en el sentido de una exigencia de inmortalidad en el seno
del grupo social.
L a creencia en la supervivencia de los difuntos se encuentra fuer­
temente arraigada en algunos occidentales,19 vivida ahora según el
modo concreto de la experiencia: “La certidumbre de que el hombre
no es un simple mecanismo, sino que es de esencia espiritual y desti­
nado a la supervivencia, se nos presenta según dos clases de pruebas:
las pruebas indirectas, que em anan de fenómenos com o los de la
telepatía, la clarividencia, la premonición, e tc .[.. .] y las pruebas di­
rectas, que proviene» de manifestaciones de médium, escritas o ver­
bales, sobre apariciones o visiones, incluso sobre ciertas alucinacio­
nes. En el m omento actual, estamos en condiciones de afirm ar que
todos estos fenómenos form an parte de la herencia universal del
hombre. Cualquiera de nosotros puede ser testigo de ellos, ya no es
cosa de azar. Algunas personas no les hacen caso y los rechazan mo­
tejando a esos fenómenos de ‘raro s’, ‘extraños’, ‘curiosos’, e t c .[ .. .]
Sin em bargo, hay quienes han vivido esos fenómenos y les atribuyen
más importancia. Yo estoy convencido de su verdad desde hace mu­
cho tiempo, por haberlos experim entado yo mismo y por haber sido
testigo cuando les sobrevinieron a parientes o amigos. Y fue estudiando
objetivamente todas estas pruebas com o se constituyó mi convicción de
que el hombre sobrevive después de la muerte. Mis propias experien­
cias fueron tanto directas com o indirectas. Yo sé que el hom bre es capaz
de trascender en ciertos momentos el espacio y el tiempo, y a veces el
espacio y el tiempo juntos y que es verdaderam ente un ser espiritual
capaz de desafiar la m uerte.” 20

17 Belline, op. cit., 1972, p. 14.


En el África negra habría, según esto, una doble inmortalidad: una inm ortalidad individual,
que es la de los antepasados nominados recientes (que escapan a la m uerte escatológica) o
ilustres (reyes, je fe s , fundadores de clanes); y una inmortalidad colectiva (antepasados lejanos y
anónim os).
Prim era parte, capítulo n.
,!l Según C. J . Ducasse, citado por Nils O ’J aco b so n (La vie apr'es la mort, Presses de la Cité,
1973), habría varias posibilidades, la supervivencia sería: lógicamente imposible; lógicam ente
posible pero em píricam ente imposible, o al m enos poco probable; lógica y em píricam ente pro­
bable; no sólo lógicam ente posible, sino que tam bién empíricamente probada; lógicam ente ne­
cesaria (p. 247).
20 H. A ddington Bruce, Pourquoi j e crois a la sun/ivance, M. Ebon, op. cit., Fayard, 1971, pá­
gina 231.
CREENCIAS Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 597

Casi en todas partes del mundo se considera que los difuntos son
capaces de manifestar su presencia (o su cólera) mediante fenóme­
nos cósmicos: eclipses, tem pestades, huracanes, sequías,21 ya se ve
hasta qué punto el hombre se siente apto para valerse de cualquier cir­
cunstancia, y para atenerse a la m enor coincidencia.22 Las fantasías
juegan también en el plano alucinatorio: se oyen voces, gritos, ruidos
y crujidos; se perciben soplos y perfumes; se ven luces, siluetas vagas
(calificadas entonces de ectoplasmas). Sentimiento de una presencia,
diálogo consigo (o más bien con una parte ignorada de sí mismo,
asimilada al otro desaparecido) y también, según se dice, diálogo con
el propio m uerto,23 directam ente o a través de la intervención de un
médium (se le llama “com unicador” a la persona que se manifiesta

21 Transcribim os algunos testim onios: “La m anera como se trata a un muerto no deja de
ten er relación con lo que ocu rre en la naturaleza: Táámksá Kóa, bendecido imprudentemente
por un tío uterino, puede ocasionar una perturbación en la salud biológica del pueblo, así
com o la m ala orientación de un yacente en su tumba amenaza con acarrear desórdenes meteo­
rológicos. Un d esa rreg lo n atu ra} e s p o r lo ta n to suceptible de co rrespon der a determinada
brecha abierta en el orden cultural, estatuyendo el lugar de los difuntos en el seno de la
sociedad (o lo que viene a ser lo m ismo, la actitud de los vivos con respecto a los difuntos). En
cierta ocasión nosotros mismos observamos la. relación entre una anom alía de la naturaleza y
una m uerte provocada por la violencia, se trata d e l eclipse del 2 de octubre de 1959, a propósito del
cual se ru m oreó en Boum K abir qué había coincidido con ei asesinato d e cuarenta negros en
D arfour. A la inversa, una lluvia benéfica pu ede significar para los vivos la satisfacción de un
m uerto enterrado hace diez años.” C. Pairault, Boum Le Grnnd, Inst. d’E tn o., París, 1966, p. 342.
- “El viernes 19 de marzo a las 16 horas, J o á o entregó su alm a a Dios en la Clínica de San
Pablo. E n el mismo momento, una tem pestad estalló en Caxias, el trueno retumbó sobre el
M irili y los relámpagos desgarraron el cielo e n Gomeia. El hecho fue atestiguado por numero­
sos habitantes de Caxias. Pero algunos kilóm etros más lejos, en Río d e Janeiro , donde nos
encontrábam os ese mismo día, el cielo estaba perfectamente claro y radiante. Iansan se mani­
festó por segunda vez algunos días más tard e: durante el en tierro civil del cuerpo de Jaáo,
estalló una tempestad en el cem enterio de C axias; la multitud cayó de rodillas y saludó con
gritos de alegría el gesto de Iansan a través d e l cielo abierto.” J . Ziégler, “La mort a Goméía",
L ’Homme et la societé, 23, 1972, p. 161.
22 Así se explican los objetos escondidos y reencontrados que se les atribuye a los muertos; así
tam bién la interpretación de las previsiones y los mensajes. Véase M. Ebon, passim.
23 “Más particularmente, todo ser qu erido al que nos ligó una gran intimidad, nos impregna,
nos transform a. Una parte de nuestro ser mental está constituido p o r sus aportes, por sus
ideas, por su manera de razonar y de reaccionar. Se concibe así con facilidad que un cerebro
particularm ente sensible, bajo el efecto de u n a gran conm oción em ocional, sea capaz de op erar
una especie de dicotomía, que aísla por u n momento del co n ju n to cerebral a esta parte im­
pregnada, formada por la otra; y que ésta se separe hasta el punto de que las dos partes
puedan dialogar como dos espíritus distintos, de tal m anera que el otro revive en la parte así
separada, y no solamente se expresa como lo hizo antes, sino com o lo haría realm ente en las
nuevas condiciones que im aginam os para é l. De manera que el diálogo es mucho más que un
diálogo ilusorio de uno con uno mismo; es un diálogo verdadero de mí con el otro, en tanto
que el ser amado sigue viviendo de esta m anera y prosigue en nosotros su vida individual, su
vida intelectual y sensible, y hasta se sigue desarrollando po r su propia cuenta. Es real y objeti-
598 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

de esta manera); tales son las situaciones provocadas por lo imagina­


rio.
Tam bién suele ponerse en evidencia el papel benéfico del di­
funto: entre los negros africanos es fuente de riqueza, de paz, de la
fecundidad de las mujeres y de la tierra; mientras que en el occiden­
tal el m uerto multiplica las advertencias, los consejos útiles24 -e n este
sentido se em parenta con el Super-Y o-, y brinda consuelos. Pero lo
que en el africano está admitido colectivamente, en el occidental es la
excepción (estrechamiento del campo de lo imaginario). En efecto, el
negro-africano “se com unica fácilmente con los difuntos del clan
-evocación, adivinación, intercambios de alimentos y de mujeres, diá­
logos durante los sacrificios.25 En cambio el occidental no puede ha­
cerlo si no posee un don especial:26 “Yo he practicado este desdo­
blamiento, que es un ensayo general del fenóm eno que solemos
llamar m uerte y que conduce hacia la Vida más a lta [. ..] En esta m e­
ditación, que es una disponibilidad de acoger lo suprasensible, se de­
sarrolla también el T e rc e r O íd o [. . .] Para nosotros, se trata de
sonidos no figurativos. Se em parenta con esa música de las esferas,
mencionada por los astron au tas[. . . ] Según la tradición del T an tra,27
sería una manifestación[ . . .] ya un poco degradada) del Verbo pri­
mordial. La aproximación de los dos mundos es un fenómeno de
resonancia.”28
En este plano, la comunicación con el difunto se desplaza desde
una relación personal a una especie de misticismo cósmico, una (pre-

vam entesu espíritu el que hacemos sobrevivir en nosotros después de su desaparición.” Vercors,
en Belline, op. cit., 1972, pp. 294-295.
24 “Cuántas veces he interrogado a mi padre y escuchado su voz inolvidable dándome conse­
jo s que a menudo contrariaban mis deseos, pero que yo sabía bien que eran los que su sabiduría
le dictarían a mi imprudencia en tales circunstancias. En este m omento no era yo el que me
respondía a mí mismo, sino él a través de mí, y era su espíritu el que vivía en el mío. No había nada
de sobrenatural en esta supervivencia. Por supuesto -y desgraciadam ente- esto se ha espaciado
con la ed ad.” Vercors, ibid., p. 295.
Se les atribuye con frecuencia a los difuntos la revelación de acontecimientos pasados (pos­
cognición) o futuros (precognición).
25 Ya hemos descrito todas estas manifestaciones en nuestros Cinq essais. .., op. cit., p. 968.
26 De ahí los hechos de clarividencia y tic- dariaudición.
27 La expresión "tercer oído” recogida por Belline perlenece al lantrism o libelano. Véase el
“Boardo Thodol”, ya citado.
28 M. Choisy, en Belline, op. cit., 1972, pp. 189-190. Véase también R. Brown, E n communica-
tion avec l ’Au-delá, J ’ai lu, 1971. Se trata en este caso de relaciones muy personificadas: l.iszt,
Chopin, Berlioz, Monteverdi, Schubert, “eligieron” al autor para transm itirle algunas piezas
musicales que deseaban hacerles llegar a los vivos. En realidad, ei inconsciente de R. Brown le
inspiró pasajes que son muy afines con los compositores citados. “Mi única esperanza es que el
m undo en tero, un día, reconozca esta música como una verdadera 'com unicación’, y esto con el
C R EEN C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 599

tendida) revelación del mundo en sí. L o que no excluye los com p or­
tamientos que de alguna manera se apoyan en la ciencia: explicación
de la telepatía por fenómenos electromagnéticos, efectos fisiológicos
de la mediación a través del hipotálam o, etcétera.
Neurólogos, psiquiatras, electrónicos, han logrado hacer reconocer
y subvencionar en los Estados Unidos y en la URSS sus investigacio­
nes sobre lo “paranorm al” (telepatía = percepción extrasensorial de
la psiquis o del comportamiento de o tro ; metagnomia = percepción
extrasensorial de objetos, de acontecimientos; psicokinesis = acción
que afecta a los objetos -desplazam ientos, por ejem plo- o a los vivos,
debida a una influencia psíquica, e tc.). Y toda una controversia se ha
desatado ya a propósito de las ondas alfa, que favorecerían la comu­
nicación no verbal.29 No es una de las menores características de lo
imaginario, la de sentir con frecuencia la necesidad de justificación,
ya sea que la cree directamente (m ito) o que utilice lo que ya existe
(ciencia).
De una cierta m anera, el psicoanálisis ha actualizado la vieja no­
ción de inmortalidad, haciendo de ella una exigencia fundamental
del inconsciente. El doctor Dayan,30 inspirándose en los pensamien­
tos más controvertidos de Freud y dejando de considerarlos excén­
tricos con respecto al psicoanálisis racional (o “científico”), hace de
ellos el cen tro problemático al cual Freud se aproximó lentamente y
desde el que irradió la iluminación sobre todo el resto: a saber, el
inconsciente y el deseo codeterminados mutuamente por su común
origen pulsional; las instancias del aparato psíquico, cuya diferencia­
ción progresiva es correlativa a la prueba del, renunciamiento y de la
institución de la Cultura; el desplacer, la realidad y la fantasía, con
relación a los cuales se determ ina la actividad del sujeto en su con­
junto. En este centro problemático se sitúa la muerte psíquica, cuya

lili (le que el trabajo de estos compositores n o haya sido hecho en vatio” (¡>. 188). Hay que
señalar que R . Brown sólo tenía una form ación musical muy mediocre.
Los hechos de xenoglosia (hablar una lengua extran jera sin haberla aprendido) procederían de
una fuente idéntica.
29 El psiquiatra Nils O ’J acobson efectuó u n a excelente síntesis de todos los trabajos de este
tipo: 1.a vie a p r h l/i morl, ú¡>. cit., H>73.
....... Mort et imtnortalité dans l'apparcil p.syt liiquc”, en ¡’erspniivt's ¡isyrliiatriijufs, núm. 28.
Mor et lolie, 2do, trim. 1970, pp. 81-89. lil a u to r subraya que el psicoanálisis no descubrió ni al
inconsciente ni al deseo: “los unió de tal m a n era que ya no se puede concebir al uno sin el otro.
Tam poco el psicoanálisis reveló la muerte y la locura; pero permitió co m prend er que la pri­
mera, erigida en principio, está en el origen del proceso que conduce a la secund a; y también
que el sinsentido postula a la vez la m uerte y la inmortalidad. En un caso y en otro, una
relación nueva transfigura los términos a los que la psicología y la metafísica se habían aten­
dido hasta entonces'’.
6 00 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

posición es inversa a la de la m uerte física: interna e inicial, y no


exterio r y terminal; ligada intrínsecamente a la inmortalidad y en
absoluto opuesta a ella. M. Dayan trata entonces de m ostrar cómo el
inconsciente postula a la vez esta muerte, que tiende a extinguir la
libido, y la inmortalidad, donde se repite incansablemente el deseo.
Se recorren cuatro etapas conceptuales: el renunciamiento, por el
cual el ser psíquico sale de la instantaneidad de las reacciones para
abrir ante él el tiempo; la reparación, cuya exigencia está en relación
con la intensidad del renunciam iento, y que, contrariam ente a éste,
corresponde a un yo ya constituido; la intemporalidad, que no es la de
un ser inmóvil e inalterable, sino la característica de un prototipo
infantil separado, que tom a de la indestructible pulsión la potencia
necesaria para su instauración anacrónica (la intemporalidad del ello se
refleja en la inmortalidad, objeto de creencia y fundamento de la
reparación); y por último, la repetición, cuya coerción significa a la vez el
retorno a la constancia, querida por ia muerte psíquica, la persistencia
indeclinable del deseo arcaico y la proyección mítica de la reparación en
otro mundo mejor.
El renunciamiento está en el origen de la psiquis (o de la historia) y
es la condición del pasaje a una organización más diferenciada y
com pleja. “La constelación de las tensiones de las que es asiento el
Yo, aparece entonces como la expresión de la form a y de la intensi­
dad de los renunciamientos impuestos sucesivamente al ello por el
ideal del Yo.” El renunciam iento, inseparable de la censura, “se ins­
cribe en el registro de lo intem poral y tiende hacia la muerte de la
pulsión misma”. Entonces se presentan dos posibilidades, la segunda
de las cuales parece ser la más utilizada. Así, en la melancolía, el
Super-Yo se vuelve “una pura cultura de esta pulsión” y la canaliza
“con tra el yo y lo que éste representa”. Pero el Super-Yo se refiere
más particularmente a la repetición y él introduce una ambivalen­
cia:31 a la vez la muerte psíquica y la posibilidad de inmortalización
(el alm a retorna a Dios). “AI hacer esto, el Super-Yo se apropia de la
energía de la pretensión de inmortalidad característica del incons-

31 En Différence et répétition, G. Deleuze ve en la reducción de la m uerte a la determinación


objetiva de la materia, la m anifestación de “este prejuicio según el cual la repetición debe
en con trar su principio último en un m odelo material indiferenciado, más aüá de los desplaza­
m ientos y enmascaramientos de una d efiren cia secundaria u o p u e sta f. ..] . La muerte no apa­
rece en e) modelo objetivo de una m ateria indiferente inanimada, a la que el vivo 'volvería';
ella está presente en el vivo, como experiencia subjetiva y diferenciada provista de un proto­
tipo” (p. 148). A despecho de ciertas form ulaciones, no parece que Freud haya lomado en
absoluto p o r modelo de la repetición el retorno a la materia, sino más bien e! “Nirvana”, que
adm ite una ausencia de tensión en un sistema en estado de equilibrio aunque sea ‘animado”.
C R E E N C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U IL IZ A D O R A S 601

cíente entero y cumple la obra de reparación como premio del r e ­


nunciamiento.” No hay ninguna duda de que esta reparación es ilu­
soria: “en el ‘o tro ’ mundo no hay ya pulsión para obtener la ‘co m ­
pensación’, ya no es el deseo el que puede ser satisfecho”. Y sin em ­
bargo, la reparación es necesaria para el aparato psíquico que se ali­
menta de ella. ¿El inconsciente no es después de todo la perpetua
paradoja? “Se entienden así las razones por las cuales, dejando de
lado toda ‘credulidad’, el ser humano alimenta y aprovecha a través
de las diferentes instancias de su aparato psíquico, la indesarraigable
afirmación de su inmortalidad. En vano se denuncia con Freud una
ilusión sin porvenir, una vida sin deseo, y sobre todo el trabajo silen­
cioso de una potencia psíquica que hace de cada uno un culpable o
un loco. En la inmortalidad, la m em oria del hombre ‘realiza’ una
imposibilidad, mantenerse para siempre idéntico a sí mismo, poder
olvidarlo todo y retenerlo todo. Es exactam ente lo que hace el in­
consciente a lo largo de toda la vida; el inconsciente, que oculta el
pasado sin p erd er nada de él”.
De este breve pero rico análisis, se extrae la conclusión de que el
carácter inveterado de la ilusión religiosa, afirmado y deplorado por
Freud, no es más que el síntoma de una tesis informulable d el in­
consciente, m ucho más general y profunda, y que liga indisoluble­
mente la inmortalidad a la pulsión de muerte.
Importa no situar en el mismo plano a las teorías metafísicas que
se refieren a la inmortalidad y algunas concepciones m odernas que
reposan sobre una negación de la m uerte, sobre la ilusión de la “con­
tinuidad indefinida de la vida”. En este sentido, se ha llegado a ha­
blar de una verdadera “neurosis de inmortalidad”, que se desarrolla
a la manera “do una toxicomanía”.32 Es así, tal como antes dijimos,
que se ha pasado de la muerte oncológicamente natural y necesaria a
la muerte accidental; y que se instaura una nueva técnica: la de la
criogeni/ación.
“Sólo morimos de ignorancia y de fealdad. La muerte es sólo un
estupor del saber”, nos dice uno de los héroes de la novela Em m anue-
lie (p. 159). A la inmortalidad en el más allá, se lo sustituye por la
eventualidad de una amortalídad aquí abajo. Esta actitud se co rres­
ponde con el miedo a morir, que nunca ha sido tan angustiante
como ahora, y con ciertas neurosis obsesivas provocadas por el terro r
atómico. Esto nos remitiría a una “escena primitiva” vivida según el

Ello n o q u it a q u e la m u e r t e p s í q u i c a p u e d a s e r c o n c e b i d a d e m a n e r a d i f e r e n t e . (P L F, 1968, pp.

148-150).
32 La expresión es de J . Susini, op. cü.
602 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R PO R A L A L O IM AG IN A RIO

“modo pregenital”, donde la Madre malvada terminaría por destruir


al Padre fuente del Orden y de la Ley.33 La simbólica del desplaza­
miento propia de los mitos de ayer, deja paso decididamente a lo
imaginario de la negación que caracteriza al mundo occidental de
hoy. Mientras el niño, recogiendo numerosos arquetipos arcaicos,
afirma a menudo que “los muertos se vuelven niños” y que “rebro­
tan” (lo que las creencias negro-africanas representan por el ju eg o de
las reencarnaciones o de las relaciones en broma abuelos-nietos), el
adulto nos habla más bien de inmortalidad en piezas separadas: la
técnica de los transplantes de órganos sirve de apoyo científico a es­
tas fantasías.
A decir verdad, no existe unanimidad en cuanto a los modos de
supervivencia. En el curso de esta obra hemos mencionado algu­
nos.34 Esquem áticam ente es posible distinguir dos tendencias: la
primera tiende a la reproducción de la persona tal como fue, o trans­
figurada, sublimada, idealizada; la segunda interpreta el después de
la muerte en términos metafóricos y se trata entonces de palabra, de
energía, de arm onía.35
Así, la señora Guyon afirmaba que ella no podía representarse la
supervivencia si no era como gotas de lluvia que, al caer en el mar, se
funden en la totalidad de las aguas, mientras que em parentaba la
resurrección con la evaporación que vuelve a form ar las gotas. Más
recientemente, F. Dolto declara que la palabra no puede desaparecer
y que sólo ignoramos adonde va el sonido de nuestras palabras: “Es
muy posible que un día se descubran aparatos que permitan escu­

33 El tema ha sido muy bien analizado por G. M endel y C. Guedeney, L ’angoisse atomique et les
centrales necléaires, Payot, 1973: “Ninguna imagen explica m ejor la fantasía central que el hongo
atómico de Hiroshima o de Nagasaki, gigantesco falo m aterno venenoso, volatilizando en algu­
nos segundos ciudades enteras, creadas por la m ano del hom bre. El producto más acabado de
la ciencia destruye a la naturaleza, a la vida, al hom bre mismo. Detrás del Padre ‘sabio’ de la
filosofía cientista de fines del siglo xix, se perfilaba la imagen arcaica y todopoderosa de la
Madre ‘buena’ - e l ‘hada eléctrica’; detrás del Padre ‘sabio’ de nuestra época se oculta la M adre
‘malvada’ arcaica.”
34 Apoyándose en C. J . Ducasse, Nils O ’J acobson distingue cinco formas posibles de supervi­
vencia; pero su descripción carece por lo menos de claridad {op. ril., 1973, p. 274).
35 Salvo que p refiera inclinarse por la imagen del reposo, del sueño. Véase cóm o t . Zola
describía el despertar de - Lázaro en una obra poco conocida: “E ra tan benéfico, al principio,
este gran sueño negro, este gran dorm ir sin su e ñ o [. ..] ¡oh ! Maestro, ¿por qué me has d esp er­
tado? Yo tenía miles y miles de años para dorm ir. R e su cita r[. . .] ¿No he pagado ya con su fri­
miento mi espantable deuda d e viviente?" Cuando se le pregunta qué ha visto, Lázaro res­
ponde: “Nada, nada, nada. Sólo he dorm ido. La inm ensjdad negra, el infinito del silencio.
Pero si usted supiera qué bueno era no ser, ¡d orm ir en la nada de todo!” Jesús entonces hace
volver a Lázaro a su d orm ir “feliz para siempre por toda la eternidad”. Citado po r M. Schu-
mann, en La mort née de leur propre vie, Fayard, 1974, pp. 147-148.
CREEN CIAS Y A C T IT U D E S T RA N Q U ILIZ A D O R A S 603
char sonidos que se emitieron en el comienzo del mundo.’' Lo mismo
ocurre con el espíritu. En cuanto a la resurrección, ella no tiene nada
que ver con una reproducción total de un cuerpo que va a comer,
digerir, a m orir de nuevo. “Pero esta armonía extraordinaria que es
un cuerpo humano, es el símbolo de una sociedad que debe llegar a
polarizarse hacia su deseo, que es el deseo de que la palabra tenga un
sentido total. La resurrección es esto; y la prueba de que Cristo resu­
citó es que todavía hoy hablamos d e él: sólo se puede hablar de lo
que es.”:i<!
Prolongación indefinida de nuestra existencia -tem a retom ado a
menudo por la ciencia-ficción-;37 posibilidad de resucitar a los m uer­
tos, cuidadosamente conservados en/por el frío;38 supervivencia en
otras personas por medio de transplantes; inmortalidad de nuestro
“ser-palabra”; existencia en alguna parte después de nuestra muerte
en form a de onda, de radiación, de energía, de sustancia psíquica,
tales son las principales fantasías tranquilizadoras que lo imaginario
fie hoy le agrega (y con lo que a veces sustituye) a lo imaginario de
ayer.:!!* Y está también lo que hacen los más sabios: satisfacerse con
una vida terrestre colmada, puesta al servicio de la humanidad, y

:,s “Une psychanalyste chrétienne: Fran^oise Dolto”, en I. C. I. = ¡nfurmations calholiqufs


/Hlrnt/iíiouali's núin. 450, 15/2, 1974. pp. 15-16. E l profesor Kastler, por el contrario, no admite la
supervivencia personal, pues esta creencia le p arece “una extrapolación de nuestro instinto tic
conservación, una proyección de este instinto m ás allá de su fin natural, un egoísmo trascendente”.
Para él lo esencial es el altruismo, darse a los o tro s. “A partir del momento en que se ha logrado
esto, todo lo demás, y en particular nuestra propia muerte, carece de im portancia.” En Belline, op.
cit., 1972, pp. 213-214. >
37 Sin ser propiamente hablando una o b ra de ciencia-ficción, la novela de C. F. Rarnuz,
Présence de la mort (Mermod, 1947) nos describe la destrucción de la tierra como consecuencia
de tin accidente de ia gravitación. Después nos hace asistir al renacimiento de los que son testi­
gos del mundo nuevo: “Sus ojos, sus oídos fu ero n cambiados; tuvieron que aprender a escu­
char otra vez, y se pusieron a m irar largam ente, a izquierda y derecha: quedaron asombra­
dos”, p. 200 . Véase sobre todo: R. Barjave! (o p . cit., 1973) y R. Silverberg (op. cit., 1974). En el
prim er caso los hombres no m ueren, en el segu nd o se resucita a los m uertos recientes (R.
Zelazny, 1971, hace revivir a personas desaparecidas hace siglos).
“¡Qué gentío a la puerta de las cám aras frigoríficas!”, com enta no sin ironía A, Fabre
Luce. “Qué tentativa de corrupción [de los euibalsam adoresj pitra escapar a la corrupción (¡de
la carne!). Pero todo esto ya se vio antes. E n el antiguo Egipto había que ser faraón, alto
funcionario o cortesano para aspirar a convertirse en momia. Mañana los ricos (en el régimen
liberal), los je fe s (en un régim en totalitario) se asegurarán de antemano las congelaciones más
perfectas. Pero los mejores conservados al p a rtir, no serán necesariam ente Jos más deseados al
llegar, un determinado tirano nada venerado por su pueblo, saldría del refrigerador para ser
juzgado. La resurrección en esta tierra se volvería tan peligrosa com o era, antes, la resurrección
en el más allá” (pp. 86-87).
19 La creencia en la supervivencia puede también asumir la form a d e una apuesta en el
604 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R PO R A L A LO IM AGIN A RIO

acariciando la secreta esperanza de que la m emoria social conservará


imágenes ejemplarizantes de su paso por la vida.

A c t it u d e s y r it o s
!

No se trata de volver sobre las actitudes simbólicas ya descritas en


capítulos anteriores: ritual de los funerales, muerte representada en
las técnicas de iniciación, procedimientos para conjurar la tristeza,
t medios utilizados para presentificar a los difuntos, conductas de
duelo, (Me. En cambio esbozaremos brevemente lo que se refiere a la
i m uelle de Dios, a las actitudes frente a los difuntos, a los fenómenos
de participación, al culto de los antepasados, al comportamiento del
, hombre moderno.

Algunas, actitudes significativas

' 1 . La m uerte de D ios

> Sólo muy rápidam ente podemos hablar de uno de los arquetipos más
ricos del inconsciente colectivo: el dar m uerte ritual a Dios, que
( cumple una función de primer orden en los misterios de las religio­
nes antiguas, que aparecen también en num erosos mitos africanos y
( que sirve de basamento al cristianismo (Redención y Resurrección).
En efecto el tem a del Dios salvador que m uere, es vengado y des-
( pués resucita, es viejo como el mundo. Osiris, divinidad egipcia bien
conocida, muere en una emboscada que le tiende Seth (o Tifón),
pero su esposa Isis y su hijo Horus juntan sus restos dispersos y lo
devuelven a la vida. Su equivalente griego Dionisibs-Zagreus es ase-
i sinado, cortado en pedazos por los Titanes por orden de H era (pues
provenía de una unión ilegítima de Zeus), pero también aquí Apolo
(o Atenea) reagrupa las partes separadas del cuerpo del joven dios y
lo resucita. Hay cantidad de ejemplos parecidos.
^ En el África n eg ra tradicional se conocen varios. En el mito dogon
(Malí), el dios A m m a sacrifica a uno de los gemelos Nommo, arroja

^ sentido pascaliano del térm in o. Después de tratar de d em ostrar la utilidad de la creencia en la


supervivencia, Nils O ’Jacobson declara: “Si creer en la supervivencia enriquece su existencia,
( eso ya es muy im portante, usted tendrá iodo para g anar y nada que perder; pues si se equi­
vocó, si la conciencia se extingue con la m uerte, usted no lo sabrá jam ás. Pero si usted tenía
razón y la conciencia persiste, entontes podría adaptarse más fácilmente a la vida en el más
allá; se habrá preparado de antemano para ella” (op. cit., 1973, p. 286).

(
CREEN C IA S Y A C T IT U D E S T RA N Q U ILIZ A D O R A S 605

los pedazos de su cadáver a los cu atro puntos cardinales 40 para puri­


ficar la tierra manchada por el incesto del Zorro blanco, haciéndola
apta p ara la vida. Después A m m a resucita a Nommo y con su pla­
centa construye el arco que hará descender sobre la tierra a los ante­
pasados primordiales.
Del mito ahistórico de Nom m o (que precede a la llegada de los
hombres), se pasa al mito histórico con la historia de Shango, rey de
Oyó en Nigeria: obligado a m atarse (él había “fatigado” a sus súbdi­
tos con múltiples guerras), resucita c o m o Dios justiciero. Citemos
también el ejemplo de Ryangombe: condenado a m uerte (había de­
sobedecido a su madre yéndose a cazar), les ofrece a los hombres y a
las mujeres la posibilidad de una salvación mística, escapando a la
condición profana a través del ritual iniciático kubandwa, que él in­
venta, e tcéte ra.41
En cuanto a la muerte de C risto ,42 la especulación teológica le con­
fiere varios sentidos, según la im agen que se nos dé de ella. Si se
pone el acento en el profeta, en el líder carismático que le prom ete la
liberación a su pueblo, “la m uerte de Jesús es plenamente humana, y
no difiere de la muerte de todo hombre justo. Por eso es que cada
uno puede reconocerse en esa m u erte” . ¿O se ve más bien al Mesías
prom etido, al agente de la reconciliación anunciado por la Biblia,
instaurador del Reino de Dios? P ero Cristo no quería trastornar para
nada la condición histórica de los hombres: “El no actuó com o se
esperaba de un Mesías salvador. Su muerte transform a el mesia-
nismo. Y esta transformación es ya liberación. Su m uerte no nos
exime de nuestra responsabilidad en la instauración de las promesas
proféticas. Somos los cooperadores de Dios: él no nos otorga el
Reino, es decir una fraternidad vivida ante él y en él, por un acto de
fuerza.” ¿Se trata, en fin, del Hijo de Dios, del Redentor, del Gran
Reconciliador? Se dirá entonces que Cristo no murió sólo “a causa de
nuestros pecados”, sino “para nuestros pecados”; no solamente “a
causa de nosotros”, sino “para nosotros”. Es por esto que él perdona
a los que lo crucifican. La m uerte del Hijo expresa ante todo el am or
de Dios Padre por sus criaturas, y su resurrección se hace prom esa
de vida eterna: “Él ha m uerto por nuestros pecados, y resucitado

40 Es sorprendente la permanencia de la fantasía-del cuerpo descuartizado y arrojad o a los


cuatro rincones del mundo. Por lo demás, recordem os que Tamuz (Siria), B aal y A donis (Feni­
cia), son también divinidades resucitadas.
41 R. Bastido, “ Les dieux assassinés”, en l . a m ort Ou Christ, “Lum iéreet vie", 101, t. X X , marzo de
1971, pp. 78-88.
42 Num erosos teólogos hablan de una segunda muerte de Cristo, refiriéndose a la profana­
ción eucarística.
606 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

para nuestra justificación.”4-* Así, Jesús simboliza la victoria definitiva


de la vida sobre la m uerte. Pero esto no impide que el hombre
m uera y no puede ser de otro modo, puesto que el Reino de Dios no
es de este mundo. Bajo cualquier forma que se presente, el deicidio
realiza un compromiso dram ático entre el poder del hombre “que
quiere volverse parecido a Dios” y la omnipotencia divina. Matar a
Dios o, matándose, adquirir para sí o para la comunidad algo de
poder de Dios, constituye siempre un comportamiento del que el
hom bre cree extraer el m ayor beneficio. Con mayor razón si Dios
p erd on a y salva al hombre. Lo imaginario de la salvación culmina así
e n .su altura más prestigiosa, pero también probablemente la más
aleatoria.

2. Los muertos y los vivos

Las diversas prácticas a las que vamos a pasar revista suponen evi­
dentem ente que los difuntos no son aniquilados, sino que subsisten
de alguna manera 44 y que es legítimo en diversas circunstancias en­
trar en contacto con ellos.
Sin duda, no todos los m uertos están en el mismo caso: hay, como
ya dijimos, los buenos y los malos muertos, los que velan por los vivos
y los que tratan de vengarse de ellos; los que tuvieron derecho a
Funerales completos y los que no los tuvieron jam ás, los muertos ilus­
tres y los del común, los anónimos.
Estas diferencias condicionan, como ya lo mostramos, una plurali­
dad de actitudes. Tom em os el caso de los edo de Nigeria.45 “Hay que
hacer una primera división entre los que yo llamaría los muertos ‘no
43 Véase Ch. Duquoc, “T héologie breve de la m ort du C h rist”, en L a morí du Chrisl, op cit.,
1971, p. 118 y ss. Consúltese tam bién P. G relot, op. cit., Cerf., 1971. J . Hadot, “Les théologies de
la m ort de Dieu”, en J . Préaux, Problemes d’histoire du Christianisme, 2, Bruselas, 1971-1972; J .
B . T rem el, “L ’agonie du Christ”, Lum iére et vie, 68, 1964, pp. 7 9 -1 0 4 ; M. Oraison, Jésus-Ckrist,
ce mort vivanl, Grasset, 1973.
44 E n esta creencia entra una bu ena dosis de rechazo de la m uerte, creencia que encuentra
su fuente en el desasosiego afectivo por la pérdida del ser am ado. “Es preciso que otras ma­
dres, que otros padres experim entad os com o lo somos nosotros, sepan en qué medida están
próximos y vivos aquéllos de quienes una cruel sabiduría dice que ya no eslán. Están para
siem pre." B elline,op. cit., 1972, p. 19. “¿Q uién puede decir m uerto para siem pre'”, escribía Proust.
45 R. E. Bradbury, “ Los padres, los mayores y los espíritus de los muertos en la religión
ed o ”, en Essais d'aníropologie religieuse, Gallimard, 1972, pp. 157-158.
La literatura nos permite asistir a veces al encuentro en tre m uertos y vivos; muerto que
regresa a la tierra para vengarse, reencuentros en el más allá de amantes separados. Véase, por
ejem p lo, T h . Owen, op. cit., 1972. T am bién; Les jeux son fa it s (J. P. Sartre) y el filme de J .
H ough, L a maison des damnés.
C R E E N C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 607

integrados’ (‘espíritus de los m uertos’ de diversas clases) y los m uer­


tos a los cuales se les lia dado una posición ‘constitucional’ con res­
pecto a los vivos, por un acto voluntario de reintegración. Kstas dos
categorías están en una relación de interacción con los vivos, poro se
distinguen una de otra por las actitudes y el comportamiento de los
vivos a su respecto. Generalmente, mientras que la relac iones de los vi­
vos con los m uertos integrados tienen un poderoso y sólido com ­
ponente moral, sus relaciones con los espíritus de los muertos se defi­
nen casi siempre en términos de oportunismo. Los edo reconocen
cjtie los muertos integrados actúan con justicia en sus demandas a los
vivos, y éstos están moralmente obligados a someterse a su autoridad
y a ofrecerles sacrificios. También piensan que los muertos integra­
dos pueden o to rg ar beneficios indiscutibles a quienes les rinden
culto, ya sea la salud o la prosperidad. Por otra parte, los espíritus de
los muertos pueden tener justas quejas contra los vivientes, por la
simple razón, por ejemplo, de cine sus herederos omitan cumplir los
ritos que los habrían transformado en antepasados y en mayores en
el país de los muertos. Entonces ellos actúan impulsados por la cólera
y el resentimiento, sin que el m enor espíritu de generosidad los mo­
dere. Los m uertos integrados son los beneficiarios, no solamente de
ofrendas expiatorias, sino también de acciones de gracias y de ritua­
les conmemorativos. Pero no se pueden ‘com prar’ los espíritus de ¡os
muertos. No es necesario m encionar aquí los tres tipos de muertos
integrados, cada uno de los cuales está asociado a un campo de auto­
ridad particular. Estos campos se distinguen unos de otros por el
contexto en el cual se ejerce la autoridad (familia y linaje; comunidad
territorial y asociación; Estado); pero también por la configuración
de los principios; edad, descendencia, ciudadanía, etc., sobre los cua­
les se funda el derecho a exigir obediencia y servicios. El acto por el
cual se integran estos tres tipos de muertos forma parte de una serie
compleja de ritos mortuorios y sucesorios. Para los edo, estos ritos
desempeñan tres funciones principales:
” 1) Garantizan al difunto su lugar legítimo en elerin bkin (país de los
muertos), tomando en consideración los diversos estatutos de poder
que él ocupaba en el momento de su muerte. 2) Reformulan y regu­
lan las relaciones que tiene con algunos vivos en virtud de un mismo
estatuto. 3) O peran, prefiguran o simbolizan la transmisión de estos
estatutos a uno o varios herederos.”
Las actitudes hacia los difuntos en el África negra están estrecha- '
mente asociadas con el ciclo de la tanatomorfosis. En el periodo que
sigue a las exequias, el muerto es a menudo ahuyentado (se ha hecho í
todo lo necesario para que no vuelva a aparecerse a los sobrevivien-
608 D E LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

tes), olvidado. Se le había prevenido, caritativamente: “A partir de


hoy, tú no tienes más parientes, más mujer, más hijos, ni eres más
de este poblado.” Después de mostrarle por última vez a los suyos y de
hacerle dar una última vuelta por el poblado, y luego de una visita a
sus campos, se Je conduce al cem enterio, a veces por un camino ale­
jado para incitarlo a no regresar (si es un mal muerto, es posible que
le hayan saltado los ojos y quebrado las piernas). El culto de los
( muertos (o cuando menos el respeto a los muertos) comienza recién
cuando term ina la descomposición y comienza la ancestralidad.
Puede aquí apreciarse la diferencia con el pensamiento cristiano, que
ignora esa fase de rechazo.
La existencia del ritual de enterram iento, del que dijimos que
constituía un comportamiento específicamente humano, se revela
1 rico de sentido. “Al mismo tiempo que la tumba nos señala la pre­
sencia y la fuerza del mito, los funerales nos indican la presencia y la
fuerza de la magia. En efecto, los funerales son ritos que contribuyen
a operar el pasaje a la otra yida de m anera conveniente, es decir pro-
i tegiendo a los vivos de la irritación del muerto (de donde proviene
quizás el culto de los muertos) y de la descomposición de la muerte
(de ahí quizás el duelo, que aísla a los allegados del difunto). De
modo que es todo un aparato mitológico-mágico el que em erge entre
los sapiens y que se moviliza para afro n tar la muerte [ . ..] Los ritos
de la m uerte expresan, reabsorben y exorcizan a la vez un traum a
, provocado p o r la idea de destrucción. Los funerales, y esto es así en
todas las sociedades ‘sapientales’ conocidas, traducen al mismo
tiempo una crisis y la superación de esa crisis; por una parte, el des­
garramiento y la angustia, por la otra la esperanza y la consola­
ción.”46 Lo mismo puede decirse de los otros ritos funerarios: se-
46 E. Morin, L e paradigm e perdu: la nature hum aine, Seuil, 1973, p. 111. El autor agrega acer-
i iadam ente: “T o d o nos indica, por lo tanto, que la conciencia de la muerte que em erge en el
sapiens está constituida por la interacción de una conciencia objetiva que reconoce la mortali-
^ dad, y de una conciencia subjetiva que* af irma, si no la inmortalidad, al menos una transmortali-
dadf . ..] T o d o nos indica por lo tanto que el hmno-safñens siente la muerte como u n a catastroíc
irremediable; que va a llevar siempre en él tina ansiedad espedíica, la angustia o el ho rror a la
{ muerte; que la presencia de la m uerte se convierte en un problema viviente, es decir que
trabaja sobre su vida. T o d o nos indica también que este hom bre, no solamente rechaza esta
muerte, sino que la recusa, ía supera, la resuelve en eí mito y en la magia.
"Pero lo más profundo y fundamenta! no es solam ente la coexistencia de estas dos concien­
cias, sino su unión perturbada en una doble conciencia; aunque la combinación en tre estas dos
í conciencias sea m uy variable según los individuos y las sociedades (como lo es la impregnación
de la vida por la m uerte), ninguna de ellas anula verdaderamente a la otra, y entonces el
^ hombre parecería un simulador sincero con respecto a sí mismo, un histérico según la antigua
definición clínica, que transform a en síntom a objetivos lo que proviene de su perturbación
subjetiva.

(
(
C R EE N C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U IL IZ A D O R A S 609

gundos funerales, dada vuelta de los cadáveres, ceremonias de ani­


versario.
Asimismo, nunca insistiremos bastante en la valencia altamente so-
bredeterm inada que, desde el hombre primitivo, se le ha atribuido al
cráneo, símbolo eminente de la limpieza por oposición a la suciedad
de la carne en descomposición; de la persistencia por oposición a la
precariedad de las partes blandas; asiento del alma antes de la
muerte, del lenguaje (por la boca), de la mirada (por los ojos), in­
cluso del sexo (boca, o eventualmente oreja = vagina); objeto cómodo
por su íorm a: se le ha utilizado como copa para los brebajes sagra­
dos, como caja de resonancias para los tambores litúrgicos, como
máscara en algunos rituales donde participan los antepasados; como
base para los asientos o los tronos reservados a personajes de gran
envergadura; como trofeo 47 que expresa el dominio sobre el ene­
migo m uerto, que quizás ha sido incorporado al vencedor mediante
la devoración del cerebro. Cráneos desnudos y secos; cráneos colo­
reados o decorados con piedritas; cráneos cuidadosamente pintados
o grabados, o con mosaicos; cráneos modelados encima con tierra,
cera, resina, pasta vegetal, o recubiertos de piel; cabezas reducidas
(sin cráneo), cabezas de m adera revestidas de piel 48 -poco importa
que se trate de objetos personalizados o n o - han desempeñado en la
historia de la humanidad un papel capital, tanto en el plano religioso
como mágico, para recordar la victoria de la vida sobre la m uerte.49
"E n tre la visión objetiva y la visión subjetiva, hay por lo tanto una brecha, que la m uerte abre
hasta el desgarram iento, y que colman los mitos y los ritos de la supervivencia» finalm ente
integrados en la m uerte” (pp. 111-112).
47 El trofeo se em parenta en cierto sentido con el recuerdo; es un recuerdo único (o casi) de
esencia colectiva (y no ya personal), que sitúa favorablemente en el grupo al que lo ha conquis­
tado. Un recuerdo prestigioso, ciertam ente, puesto que implica victoria total sobre el otro,
que desde ese m omento está a merced del vencedor. Suele no haber casi diferencia en tre el
culto de los trofeos (enemigo vencido, después incorporado al grupo) y el del cráneo de los
antepasados del clan. Este hecho no es tan localizado o antiguo como se podría suponer. No
olvidemos, por ejemplo, que el ejército francés pagaba recompensas en 1878 a quien en tregara
cabezas de rebeldes neocaledonios; y las cabezas de los musulmanes fieles a Francia fueron
expuestas a menudo en Argelia. Durante la guerra de B ialra y la de Viemain, algunos diarios
inform aron de numerosos casos de soldados blandiendo ostensiblem ente la cabeza del en e­
migo. Por último, recordem os que el interés por el crán eo obsesionó en el siglo x ix a los
frenólogos que buscaban las localizaciones cerebrales. Fue así como se profanaron las tumbas
de T h . Brown, E. Sw edenborg, J . Haydn. Después de la mitología religiosa, la m itología cientí­
fica.
48 Véase H. Gastaut, Le cráne, objet de cuite, objet d’art, Marsella, 1972.
49 Estos cráneos pueden quedar ocultos en una cabaña o en un lugar de reliquias, o expo­
nerse en un sitio especial abierto a todos o reservado a algunos dignatarios, o colocados sobre
un escudo (a fin de hacer invisible al guerrero), o llevado sobre una armadura que rep resenta
al cuerpo humano (sobre todo en Nueva Guinea).
610 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM AGIN A RIO

Ya presente en el paleolítico y todavía actual en Á frica y en el


Tibet, la costum bre de juntar cráneos no ha faltado en el Occidente
cristiano. En otro tiempo la Iglesia, aunque más no fuera p ara hacer
manifiesta la precariedad de las cosas terrenas, no dejó de acum ular
cráneos en las catacumbas y en los edificios sagrados (convento de los
capuchinos en Palermo, Iglesia Santa María de la Concepción en
Roma). Es conocido el papel del cráneo de Santiago (aunque es me­
nos seguro que fuera realmente el suyo) en el peregrinaje de San­
tiago de Com postela.50 Por último, no dejemos de citar: los memento
mori, cráneos auténticos, pero más frecuentemente m iniaturas de
plata o marfil, “ornamentos obligatorios de la piedad fem enina”, que
en la época clásica (siglos xvu y xvm ) tenía por finalidad recordarle
al hombre la vanidad de su existencia; los cráneos de azúcar que los
mexicanos consum en en las conm em oraciones de difuntos (y el
nombre del m uerto se graba en ellos cuidadosamente); las máscaras
funerarias o los bustos que en los lugares públicos, en las construc­
ciones oficiales o en los museos, recuerdan a los grandes hom bres del
pasado. Son otros tantos hechos que constituyen supervivencias de
una de las costumbres más antiguas de la humanidad.
Las actitudes frente a los m uertos son ante todo relaciones de cor­
tesía, de urbanidad, de deferencia; de ahí provienen las visitas a los
cementerios (muy raras en Africa, donde las necrópolis son dejadas
de lado; aunque muy frecuentes entre los malgaches, p ara quienes el
culto a las tumbas traduce el respeto al muerto); y tal puede ser tam­
bién el origen de las ofrendas múltiples sobre el altar de los antepa­
sados, así com o las rogativas y las misas.51

50 Desde el siglo xv en Baviera, y todavía muy recientem ente en el Salzkam m ergut, en Aus­
tria, cada 15 años se abrían las tumbas d el pequeñ o cem enterio de Hallstatt, y entonces se
quitaban y limpiaban los cráneos, y las otras piezas del esqueleto se acumulaban en una cripta.
Los cráneos eran entonces decorados: una cruz, un libro de plegarias, gusanos (vanidad de las
cosas), una rosa para una jo v en , etc. Después se inscribía en el cráneo el nom bre de la persona,
la fecha de su nacim iento y muerte; así preparados, se los exponía por un tiem po en la iglesia.
Véase H. Gastaut, op. cit., pp. 7-8. El culto de los cráneos subsistía también en B retaña hasta
hace unos cuarenta años.
51 “El propio desaparecido seguirá estando asociado a la vida familiar, puesto que se dirá
por él una serie de misas, primero después del deceso, bajo forma de novenas (Países Vascos),
de treintena (Loire Atlántica), de cuarentena (Vosgos); luego ‘al cabo del añ o ’ y por último
cada año, en los aniversarios. Desde el siglo xm tienen lugar las misas de aniversario, y en el \n
el servicio de aniversario del Señor figura a título de censo feudal (Berry especialm ente). Rogar
por la salvación del fallecido «vita además, si se cree en las supersticiones, qu e el m uerto re­
grese a atorm en tar a sus herederos y arro je m aleficio sobre ellos cuando se p rolon ga su per­
m anencia en el Purgatorio. A veces también se aparecía en sueños para p ed ir qu e se efectuara
un p eregrinaje que había prometido y qu e no había podido cumplir. Por últim o, su presencia
se perpetúa por interpósita persona, puesto que su nom bre de pila ha sido ya transm itido - o lo
CREEN CIA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 611

T am bién puede haber sentim ientos de culpa -to d o hombre se


siente responsable en mayor o m enor medida de la m uerte del otro,
que quizás deseó inconscientem ente-; piedad sincera; deseo de ase­
gurarse la benevolencia del desaparecido; necesidad de obedecer a la
costum bre: tales actitudes explican también la m anera de actuar
frente a los difuntos. Se ha puesto el acento, especialmente después
de Lévy-Bruhl, en el sentido utilitario de estas conductas. Kn Deca­
nía, el vencedor en el combate estaba obligado a observar duelo por
su víctima como forma de evitar su venganza o la de sus próximos.52
Ya hemos hablado de ¡os actos de canibalismo que tienden a la in­
corporación del principio vital o de las cualidades del difunto inge­
rido.53 En las sociedades desprovistas de escritura, siempre hay que
tener buenas relaciones con los ancianos fallecidos, pues ellos son los
depositarios del saber tribal (incluso se dice en Á frica negra que su
fuerza de saber se acrecienta con la muerte); en fin, la mediación de
ios difuntos -pues “se los conoce bien”- es indispensable para solici­
tar con alguna posibilidad de éxito los poderes del más allá.54
Quizás operan también otras razones afectivas más profundas. A
este respecto nos parece muy sintomático el sorprendente relato de H.
Ja m e s .55 El héroe de esta historia intensamente afectado por la
m uerte de su novia, obsesionado literalmente por su recuerdo - “se
despertaba para esta fiesta de la memoria como lo hubiera hecho en
la m añana de su boda”- 56 hace construir en una iglesia un “templo

se rá - a algún descendiente.” M. Bouteillier, “ La mort et ¡es funérailles”, Pléiade: La Fraru eet les
Frunzáis, Gallimard, 1972, p. 99.
62 Y a hemos mencionado este tem a de la venganza mediante la m uerte a propósito del
samsonic-suicide. Se dice que antes, los chinos se colgaban a la puerta de la casa de su enemigo, y
que en la India, un braman no dudaba en arrojarse a un pozo para provocarle graves dificul­
tades a su vecino.
A parte del filme de Rom ero ya citado (L a nuil des vwrt vivants), hay otro que tiene también
por tema la venganza de un m uerto, L ’abom in abk Docteur Phibes, de R. Fuest. El protagonista
persigue a diez.personas (las 10 plagas d e Egipto), a los que considera responsables de la
m uerte de su m ujer, y elige para vengarse el castigo bíblico: las ratas, las langostas, las tinieblas,
el hierro.
53 En nuestros días se efectúan un com ercio clandestino de cráneos entre la Costa de Marfil
y Gana, este país los utiliza en los ritos m ágicos. Antes, las trepanaciones perseguían distintas
finalidades: obtener amuletos, cu ra r a los poseídos, devorar el cerebro . I
54 “Tam bién se ha utilizado el miedo q u e engendra la visión de la muerte violenta como
arm a de guerra. Así, en la China feudal, se enviaba a ‘valientes sacrificados a la muerte’ para ^
intensificar de alguna manera el com bate: al entrar en contacto con el enemigo, estos héroes se
cortaban la garganta profiriendo un trem end o grito. De este suicidio colectivo, surgían almas
furiosas que se adherían com o un destino nefasto al enemigo aterrorizado.” J . Susini, op. cit. (
55 L'aulel des morís, Stock, 1974.
se H. Jam es, p. 21.
612 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

del espíritu, lo ilumina con cirios, lo colorea con imágenes y flores, y


acude a menudo allí en actitud de recogimiento. Para él, se trata
antes que nada de un acto de caridad: “Poco a poco había adquirido
el hábito de contar con sus Muertos. Le había venido muy temprano
en la vida la idea de que había que hacer algo por ellos. Los muertos
sobrevivían en una esencia más simple e intensa, en una ausencia
consciente, en una paciencia significativa, y su existencia seguía
siendo individual, cóm o si sólo se hubieran quedado mudos. Cuando
desaparecía todo sentimiento de su presencia, cuando se dejaba de
escuchar su voz, se diría que comenzaba para ellos el purgatorio en
esta tierra. Pedían tan poco los pobres m uertos, que obtenían cada
vez menos y morían cada día más, a causa de esa dureza con que los
trataba la vida. No tenían ni celebraciones regulares, ni capillas parti­
culares, ni honores, ni abrigo, ni seguridad. Hasta los más avaros sub­
venían a las necesidades de los vivos; pero aun los que se decían más
genersosos no hacían nada por los Otros. Así, George Stranson
adoptó con los años la resolución de hacer algo por sus muertos, por
lo menos él, y cum plir de manera irreprochable con esa suprema
caridad. Cada hombre poseía a sus muertos, y cada hombre disponía,
para cumplir con esta caridad, de vastos recursos del alma.” 57 El
altar se hizo así su altar; cada cirio (que correspondía a un difunto
conocido) el símbolo de un voto. Entonces su vida se hizo más ligera:
“Le gustaba pensar en su culto cuando estaba lejos de su altar y con­
vencerse de su eficacia cuando se aproxim aba a é l [ . ..] Estas inmer­
siones lo conducían a profundidades más calmas que las profundas
cavernas del mar[ . ..] En ciertos momentos, se sorprendía casi de­
seando la muerte de algunos amigos, para poder establecer con ellos
una relación más seductora que la que m antenía estando vivos. Para
los que estaban distantes a través del universo, una relación así ope­
raba como una aproxim ación: se encontraba de pronto en una ve­
cindad inmediata. Naturalm ente, había vacíos en esta constelación,
pues Stranson sabía que él sólo podía actuar en bien de sus propios
m uertos, y todos los otros seres a los que veía pasar en el gran
abismo oscuro, no podían tener su lugar en un memorial. Había una
extrañ a santificación en la m uerte.”58
Algunos considerarán patológico este com portam iento; pero al
menos presenta la ventaja de mostrar, exagerada hasta la caricatura,
la omnipotencia de la evasión en lo imaginario y el alcance terapéu­
tico del rito. El héroe de H. Jam es, aislado, perdido en la sociedad,

57 H. Jam es, p. 23.


58 Ibid., pp. 35 y 37.
C R EE N C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U IL IZ A D O R A S 613

decepcionado de sus amistades, com pensa la desaparición del ser


amado mediante una comunión con los difuntos recuperados, y e x ­
perimenta así una gran tranquilización, una alegría indefinible, he­
cha de claridad y de música. “Sum ergiéndose” en ia muerte rituali-
zada, Stranson recobra el gusto por la existencia.

3. Los fenóm enos de participación

Entre los modos de relación privilegiados que los difuntos recientes


pueden entablar con los vivos, concebidos por la imaginación para
luchar contra la acción perturbadora de la muerte, ocupan en lugar
destacado los fenómenos de participación -re a l o simbólica-, tales
como la posesión y la reencarnación.59
La posesión. Si el chamanismo o viaje místico del alma que rivaliza
con los dioses, caracteriza ante todo a las poblaciones mongólicas y
amerindias, la posesión es más particularm ente africana. Se pueden
distinguir dos tipos principales. El prim ero ve al sujeto invadido por
una potencia hostil, peligrosa, que hay que rechazar por exorcism o o
simplemente neutralizar. Así los thonga (África deí Sur) tem en ser
poseídos, com o ya dijimos, por los “espíritus ancestrales” de los z/ulu,
sus vecinos. La enferm edad, y especialmente la enfermedad mental,
tiene con frecuencia ese origen.
El segundo tipo de posesión, p o r el contrario, proviene de la epi­
fanía: la potencia que posee a alguien, exalta y enriquece al poseído,
mientras que el exorcismo deja lu gar al adorcismo, hecho que es po­
sible encontrar entre los songhay (Níger), los yoruba (N igeria), los
etíopes de Gondar.
Por cierto, las dos formas se expresan a menudo -a l menos ante la
intervención del grupo social, que extirpa el alma extraña en el pri­
mer caso o consagra su presencia en el segundo- por com portam ien­
tos semejantes: desórdenes psicomotores, histeria, catalepsia, embo­
tamiento, mudez o logorrea, etc.: y en las dos situaciones, la colecti­
vidad se siente por igual aludida, desde que el bien y el mal no afec­
tan sino raram ente al individuo aislado.
Pero la distinción es im portante desde el punto de vista teológico.
59 Véase L . V. T hom as, Cinq es s a is ..., op. cit., 1968. Una costumbre particularm ente intere­
sante es el pacto d e unión en la muerte, frecu ente en los matrimonios bantús. Mediante el
intercambio de sangres, el pacto asegura la fidelidad absoluta de los cónyuges, y la indisolubili­
dad de su unión. El que rom pa ese pacto no d ejará de m orir. A veces los esposos se com prom e­
ten a m orir el mismo día: “Sólo así podrem os, reu n im o s.” La pareja continuará su existencia
en el más allá. Véase 1.. de Sousberghe, Pactes de sang el pactes d'union dans la mort chez quelques
peuplades du Kwango, Acad. Roy. Se. de d’O u tre-M er, Bruselas, 5, 1960.
6 14 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A RIO

El agregado de un alma nueva provoca la desorganización total o par­


cial de la personalidad en la “ posesión maléfica”, pero acelera su
prom oción, la vivifica, en la “posesión benéfica”. No dejemos de sub­
rayar que la posesión, con o sin trance, ya sea actitud mística, técnica
terapéutica (según el esquema: posesión —> exorcismo —> fijación del
genio en un altar —» adorcism o), o pura teatralidad, desborda el do­
minio aquí estudiando, puesto que el individuo “habitado” o “mon­
tado”, com o dicen los hausa (N íger), puede serlo por otra entidad
que no necesariamente un difunto.
L a reencarnación. La creencia en la reencarnación de los difuntos es
admitida por los fieles de num erosas religiones “orientales” (orfites
del antiguo Egipto, pitagóricos, maniqueos, algunos neoplatónicos) y
asiáticos (bramanistas). En el Á frica negra desem peña todavía un
papel preponderante.60
En efecto, los muertos recientes tienen tendencia a renacer en sus
nietos, a diferencia de los antepasados fundadores, cuyo lugar simbó­
lico está fuertemente m arcado en la base del código o de la ley co ­
mún. “Estos muertos-renacientes reflejan más directam ente una ne­
gación de la m uerte.”61 Y a sea simbólica (es decir nominal) o real
(ontológica), la reencarnación tiene por fin principal asegurar a la
vez, a pesar de las interrupciones de la m uerte, la continuidad de la
vida social, su renovación (el renacimiento es muy excepcionalmente
la rep ro d u cció n de lo que e ra ), y su eventual enriquecim iento
(puesto que el recién nacido tiene una fuerza vital superior a la del
anciano). Además, 'la reencarnación permite ligar más íntimamente
al m undo de acá abajo con el del más allá, de modo que el mismo
sujeto se reencarna varias veces en la mayoría de los casos, incluso
indefinidamente.
E n tre los ashanti de Ghana, es la “sangre” la que renace en el li­
naje uterino, mientras que el “principio masculino” reúne a los ante­
pasados y el alma retorna al Creador. Entre los kikuyu de Kenya,
ú nicam ente se reen carn a el “alma colectiva” , que participa del
philum social mientras que la o tra alma se vuelve hacia los antepasa­
dos.62

60 C reen cia que se encuentra también en tre algunos occidentales que dicen poder recordar
una vida anterior. Véase especialm ente I. Stevenson M. D. Twenty cases suggestive o f reincamalion,
T he A m erican Society for Psychical R esearch , Nueva York, 1974.
61 M. C. y Ed. Ortigues, op. cit., 1966, p p . 88-89.
82 E n nuestro Cinq essais. .. , op. cit., 1966, pudimos m ostrar cuatro tipos principales de
creencias en la reencarnación, en el Á frica negra: 1) la reencarnación propiam ente dicha, que
es una reproducción del difunto; 2) la reencarnación participativa, que es una participación
ontológica del vivo en la sangre, en el alm a (o en un fragmento de alm a, o en una de las almas),
C R EE N C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U IL IZ A D O R A S 61 5

Se pueden vincular con la reencarnación los hechos de m etem -


psicosis (o reencarnación en animales, incluso en plantas). En esta
unión hombre-animal ¿hay que ver la prueba de una estrecha afini­
dad que caracterizaría a todos los vivientes, humanos y no humanos?
Es posible. Sin em bargo, la reencarnación en un animal aparece a
veces como castigo, otras como periodo de purificación, o simple­
mente como técnica de “ presentifícación” del difunto a los vivos.

4. E l culto de los antepasados


No se deben poner en el mismo plano el culto (le los antepasados
-actividad ritual, canóniga, reglam entada por la liturgia, auténtica
institución- y el sentimiento de la presencia de los muertos, particu­
larmente de los seres que han fallecido recientemente. Aún si el di­
funto no dispone de altar, aun cuando no se sacrifica sobre su crá ­
neo, él suele seguir estando presente: puebla los sueños de los su­
pervivientes. Los m uertos, en ese caso, son considerados como vivos
de un género particular, con los que hay que contar, a los que se
debe comtemplar, y tratar de m antener con ellos relaciones de buena
vecindad. No se podría hablar en este plano de religión striclo sensu.
Igualmente, im porta diferenciar, por una parte, el culto de los
muertos -resp eto sería una palabra más ju s ta -, que se manifiesta es­
pecialmente por las conductas de maternización en los funerales, la
atención que se le acuerda a las reliquias, eventual soporte de un rito
auténtico, incluso las diversas técnicas para apartar los manes inopor­
tunos; y por otra parte, el culto de los antepasados propiamente di­
cho.
Esta actitud frente a los muertos, ella sí .'claramente religiosa, se
funda en la idea muy antigua de que el hombre es un elemento de lo
divino, ya sea im agen de Dios o que haya recibido de la divinidad una
entidad espiritual que es su verdadera sustancia vital; o también que
descienda directam ente de la divinidad a través del encadenamiento
de sus antepasados, y partícipe de lo divino por el milagro de la
generación y del nacimiento. “Este sentimiento de un lazo entre la
divinidad y el hom bre, conduce lógicam ente a algunas creencias que
conciernen a las relaciones entre los vivos y los muertos” (A. E. Jen -
sen).

en la sombra (o en una parte de la sombra), e n el principio vital (o en una porción del principio
vital), incluso en una sum a de todos estos elem entos que hayan pertenecido al d ifu n to o a
varios difuntos, del mismo sexo o de sexo d iferen te ; 3) la reencarnación nom inal, que puede
acompañar a las otras form as o existir sola; 4) la reencarnación simbólica preferencial (aproxi­
mación de un vivo y de un m uerto, como e n tr e los sara) o global (todo individuo es entonces
un complejo de fuerzas vitales emanadas d el grupo).
DE LA CORRU PCIÓN C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

El culto de los antepasados es la religión más antigua practicada


por los chinos. Mil años antes de nuestra era, cuando los tejedores
desempeñaban un papel social preponderante (la mujer dominaba
en la casa, el marido era ante todo un yerno), sólo podían reencar­
narse los antepasados m aternos, a quienes se destinaba el culto.
Cuando posteriormente se impusieron los herreros, tuvo lugar una
mutación profunda en beneficio de los antepasados paternos, cuyo
recuerdo es siempre celebrado mediante tabletas colocadas en sus
altares: las ofrendas eran depositadas por el patriarca del grupo fa­
miliar. El antepasado es el modelo a seguir, y cada vez que un vivo
realiza una hazaña, es el antepasado quien se prestigia con ella. Por
último, todo hom bre p rocu ra ten er num erosos hijos, para que
( liando vaya a reunirse con los difuntos, sea honrado com o es de­
bido. El sintoísmo, o religión tradicional del japonés, le otorga un
lugar privilegiado a los kami, o espíritus de los difuntos. Los kami de
la familia, de! clan, del poblado y de la nación (espíritu de los antepa­
sados del em perador) pueblan el cielo, los árboles, las piedras (natu­
raleza), las herramientas "de trabajar la tierra, los instrumentos de
cocina (cultura); presiden las alegrías y las penas de sus sucesores, los
recompensan y los castigan. En cambio, tienen necesidad de hombres
que faciliten su existencia (ofrenda de una espada a los guerreros, de
un espejo a las mujeres). Los más ilustres de los kami, o al menos los
más poderosos de ellos, alcanzan el rango de divinidad y son objeto
de cultos directos.
También los israelitas de la época primitiva pensaban que sus
muertos vivían en el sheol, donde se interesaban por la suerte de sus
hijos y nietos; Jerem ías evocará, en el lugar de la sepultura de Ra-
chel, “sus am argos llantos” (Jerem ías, X X X I, 15). Los hebreos nó­
mades -p o r oposición a los sedentarios que rendían culto a los Baals-
veneraban a los elohim, es decir a los espíritus de los muertos, dotados
de un poder sobrehumano y de un vasto saber.
Mientras, el animismo negro-africano, sin reducirse a la “ancestro-
latría”, ni siquiera al “ancestrismo”, como se ha creído, reviste una
real importancia: ya sea que se evoque a los muertos de m anera anó­
nima y colectiva (antepasados lejanos) o que se los interpele nom­
brándolos (antepasados inmediatos, antepasados míticos divinizados,
que pueden ser el primer hombre, el demiurgo o el m aestro aso­
ciado a Dios en el acto creador, o un antepasado tribal que llega a
tener acceso al panteón); ya sea que el culto se dirija al antepasado
como fin único (numerosos bantús, kabre del Togo, zulú de Africa
del Sur), o a Dios por intermedio del antepasado (Ba Kongo de los
inkisi, bwa del Alto Volta, sere del Senegal) o al Genio, es decir a la
CREEN CIA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S

divinidad segunda creada p o r Dios en beneficio del hombre, por in­


termedio del antepasado (diola); ya que se trate sólo de invocaciones
verbales, de ceremonias sacramentales o de ofrendas simples, indivi­
duales o familiares, con o sin efusión de sangre; ya que sólo el hom­
bre posea el cuchillo del sacrificio o que la m ujer pueda participar
en el rito, caso muy excepcional, es cierto; ya sea, por último, que se
rinda el culto en un altar, cu una tumba, en un m enhir, en un relica­
rio, en un lugar determ inado de la selva, o no im porta dónde, etc.
Para hacerse una idea de la significación del culto de los antepasa­
dos, bastará el examen de un caso, el de los dogon (Malí). Se distin­
guen en este culto cinco funciones principales: 1) reorganizar el equili­
brio de fuerzas espirituales perturbado por la prim era muerte mí­
tica, a fin de asegurar el orden metafísico y social y regenerar al
grupo; tal es la finalidad del culto del Awa o del gran Sigi (llamado
equivocadamente culto de la Muerte), que hace intervenir a las más­
caras fundamentales. 2) A segurar la continuidad del philum social en
relación con la filiación ciánica, es el objeto del culto del Binu, que
nos introduce en el corazón del “totemismo”. 3) Favorecer la fecun­
didad de la tierra, al realizar, por intermedio del gran sacerdote ho-
gnn, el ritual de las siembras (de aquí provienen los ritos agrarios); el
culto del Lebe encuentra aquí su finalidad esencial. 4) Multiplicar los
contactos y m antener la buena armonía entre los vivos y los muertos,
m i re la sociedad visible y la invisible, y permitir la unión (cohesión) y
la perdurabilidad del poblado; así se debe entender el culto del Wa-
gem. 5) Satisfacer las necesidades materiales, pedir para sí y su fami­
lia la riqueza, la salud y la paz, a esto se reduce el culto que cad a
dogon hace en sus altares personales, en relación directa con el prin­
cipio de vida de los antepasados. A este respecto, el “ancestrismor’
dogon presenta un extracto sorprendente de todas las actividades
religosas; en iodo caso, si el sacrificio, cualquiera que sea, no se di­
rige al Dios Supremo (Anima), éste constituye lo mismo el centro de
toda la actividad cultural, como lo prueba el exam en de las fórm ulas
de invocación.

Los muertos y la vida moderna


Son numerosos los ritos y comportamientos que acabamos de citar, y
que casi no tienen lugar en el mundo occidental de hoy: posesión,
reencarnación, culto de los antepasados, lo que restringe sensible­
mente el registro de las relaciones vivos-muertos. ¿Debe equipararse
en algo el culto de los antepasados con el culto de los -santos?63 El
,!:t Algunos sacerdotes africanos, con fines misionales (crear una iglesia católica auténtica-
618 DE L A CO R RU PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM AG IN A RIO

análisis de esta com paración nos llevaría demasiado lejos. Bastarán


algunas observaciones rápidas.
En los dos casos, cualquiera puede alcanzar el estado de consagra­
ción; pero parece más fácil convertirse en antepasado que ser beatifi­
cado o canonizado. En ambos casos, se trata de intermediarios cap a­
ces de predisponer favorablemente a las potencias sagradas, si bien
los antepasados actúan a menudo por sí mismos, e intervienen fre ­
cuentem ente en la vida material y social del grupo. En los dos casos,
estamos en presencia de “modelos” a seguir; modelos elegidos libre­
mente en el cristianismo, impuestos por las leyes del clan en el ani­
mismo. En ambos casos, son posibles las desviaciones con relación a
la ortodoxia, y entonces el intermediario termina por sustituir a la
divinidad, desviación fácilmente aceptada en la óptica africana, pero
condenada formalm ente en la perspectiva cristiana.
Los antepasados que representan únicamente el philum ciánico64 y
tribal, son casi siem pre honrados en form a colectiva, y son raros los
barrios, las concesiones, incluso las “chozas” que no posean un altar
donde se efectúan sacrificios en su honor. En Occidente, los santos,
siempre nom inados, tienen un alcance universal, “católico” (aun
cuando cada país puede tener sus preferencias). Ciertam ente, se les
puede consagrar capillas y oraciones, pero siempre en conexión es­
trecha con el culto rendido a Dios (misa, sacramento), y sólo los cris­
tianos convencidos llevan consigo o poseen en sus casas imágenes
piadosas que representan a su santo venerado. El culto colectivo a
todos los santos sólo tiene lugar el 1 de noviembre (es en realidad una
“fiesta de gu ard ar”), es decir la víspera del “Día de Difuntos”.
El Occidente parece sensibilizado ante todo por el héroe individua­
lizado, y ya mostramos de qué m anera los modelos laicos les hacen la
competencia, no sin éxito, a los modelos portadores de un mensaje
religioso. Si no se trata propiam ente de un culto (el peregrinaje a
Colombey o el mausoleo de Lenin no están lejos de serlo), al menos
se les tributa una verdadera veneración a ciertos difuntos, personajes
admirados o de moda (tal cantor, cual artista de cine) —actitud no
desprovista de fetichismo, ciertam ente-, o cuya existencia resuelve
m ente negra), han establecido lazos estrechos en tre la Comunidad de los Santos y la de los
antepasados, entre la unión vital bantú y la unidad eclesial. Véase V. Mulago, Un visage africain
du christianisme, Prés. afric., 1962.
64 Por ejem plo, R. Bradbury ha subrayado cóm o, entre los edo del Benin (N igeria), la co­
munidad orgánica de los espíritus de los difuntos refleja sin ninguna duda la com unidad social
de los vivos y fun ciona de la misma m anera. “Los mayores del linaje y sus predecesores, que
presiden el culto en nom bre del linaje, tienen una descendencia com ún, y aunque no se ex­
prese directam ente ninguna relación genealógica precisa en el ritual que los une, se los puede
considerar sin em bargo com o antepasados colectivos” (op. cit., p. 165).
CREEN CIA S Y A C T IT U D E S TRA N Q U ILIZ A D O R A S 619

un problem a capital, el del “sacrificio absoluto” y el del “papel de


nuestra libertad en nuestra m uerte”, según la fórmula de J . Guit-
ton.65 En este último caso volvemos a encontrar el tem a ele la muerte
fecunda, que Raincr María Rilke exaltaba en “El lugar de la pobre/a
y de la m uerte”:
O h Dios, co n cé d e le a c a d a u no su p ro p ia m u e rte ,
una m u erte n a cid a d e su p ro p ia vida.

La cuestión fundamental que se plantea entonces es saber qué lu­


gar ocupa hoy en la vida contidiana la meditación sobre estos m uer­
tos ilustres, santos católicos o héroes nacionales. Parece en verdad
que estamos en presencia de actitudes episódicas; en todo caso, el
culto de los santos y el de las reliquias, que a veces le está asociado,
parecen revelar hoy una baja sensible. Se advierte entonces la pro­
funda diferencia que separa a la civilización negro-africana de la civi­
lización occidental. La prim era es simbólica, los muertos y los vivos
constituyen una misma com unidad, y esto mucho más fácilmente
porque el difunto sigue siendo el próximo, el que podrá encarnarse
o poseer un superviviente de su elección. La occidental, por el con­
trario, es más bien una civilización de la ruptura; la m uerte, decía R.
Bastide, está considerada “com o lo contrario de la vida”, y no se
acepta ni el diálogo ni la simbiosis entre ellas.6®
En África, son los antepasados los que fecundan a las mujeres y

85 Posfacio al libro de M. Schum ann, La mort née de leurpro/jre vie. T re s ensayos sobre Péguy-
Sim one W eil-Gandhi, Fayard, 1974, p. 174. Aquí es el tema de la oblación el que se celebra.
“Vivo actualmente las últimas sem anas, los últimos días de^mi vida. ¡Ah! esta vida, ¡cómo que­
rría que sirviese para algo! ¡Cómo quisiera poder ofrendarla!", declaraba Gandhi a M. Schu­
m ann (p. 125).
®® R eligiom africaines et slructures de civilisation, Prés, afric., núm. 6 6, 1968, pp. 102-107. El
psicoanálisis ha aclarado el papel d e las imágenes, materna o paterna, que obsesionan siempre
al individuo y que determinan su conducta, mucho más segura y automáticamente que los
egun exteriorizados de los yoruba. El padre af que hemos matado, la m adre a la que deseamos
incestuosamente, a veces el herm ano o la hermana, constituyen la imago que extraen de las
profundidades de nuestro yo los resortes —de nuestros gestos- estos gestos que em pero cree­
mos libres; lo que hace que nuestro com portam iento sea expresión, no tanto de nuestra volun­
tad, com o de los Muertos que están en nosotros, ocultos no ya bajo máscaras de madera o
vestidos d e paja, sino en los repliegues de nuestro ser ignorado. Diríamos que si la estructura
de las civilizaciones africanas es la del diálogo, la estructura de la sociedad occidental es la del
m onólogo, pero del monólogo de los Muertos. Freud vio acertadam ente las analogías entre los
fenóm en os religiosos y los fenóm enos pulsionales que él describió en sus pacientes neuróticos.
Pero él extrajo equivocadamente la conclusión de que la religión nace de la obsesión; que es la
form a en que ésta se exterioriza o institucionaliza. Hay que invertir los términos-y decir que
porque el Occidente ha abandonado el cu lto de los Muertos, exterio r e institucionalizado, los
m uertos se han convertido en form as obsesivas de nuestro inconsciente.
620 DE LA C O R R U PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A R IO

aseguran la fertilidad de los cam pos; en Occidente, sólo la técnica


puede satisfacer las necesidades materiales y organizar la productivi­
dad. Para el hombre negro, el tiempo es continuidad, reproducción
repetitiva; entre nosotros, el tiempo se vive como destrucción, o al
menos com o discontinuidad: “hemos exorcizado a los muertos que
nos hacen volver al pasado y amenazan con m alograr nuestro fu­
turo.”
El miedo a la muerte term ina por hacernos descuidar a los muer­
tos mismos; ya expulsados del centro de la ciudad y rechazados a los
¡ cem enterios periféricos, term inan por ser expulsados también de
nuestro r e c u e r d o .P e r o así es muy posible que los di!untos se ven­
guen y retornen para perturbar el inconsciente de sus imprudentes
sobrevivientes. Hl recrudecim iento de las psicosis y las neurosis68 qui-
( zas no tenga otro origen que este negarse a poner a los muertos en
su lugar' (o si se prefiere, a m irar de frente el problem a de nuestro
( origen y de nuestro destino). Esa alterac ión de las perspectivas muer­
tos/vivos se manifiesta también de otra manera; ayer los muertos ve-
( nían oficialmente (existencia de ritos precisos) a visitar a los vivos,
esta creencia que fue objeto de temas literarios interesantes,69 si-

87 En las sociedades antiguas, los m uertos poseían tal importancia que n o había muerto ni
historia pasada, o poco menos. “En una estabilidad completa, o bien en el curso de lentas
transform aciones, los muertos vivían de la vida de los vivos, m antenidos p o r los ritos. Los vivos
no se separaban de sus muertos. La perennidad del pasado, presente en el seno de la comuni-
i dad de los vivos de cien maneras -cu lto s, sacrificios, monumentos, gestos rituales, proverbios,
recu erd os-, no excluían el acontecim iento pero atenuaba su alcance al inh ibir la conciencia del
pasado com o tal , y por consiguiente su confrontación con lo actual. Lo inm em orial obstáculo
* / . a b a la m em oria. E s t a vida de los m uertos no ha dejado de acortarse en el curso de la historia,

com o si hubiera una proporción inversa en tre esta alienación de los vivos p o r el orden cósmico,
( la nada y la muerte, y la* historicidad real, y más nítidamente todavía en tre esta ‘vida’ y la
historia percibida como tal. No olvidemos nunca hasta qué punto la juventud del mundo hu­
m ano, mezclada a los ritmos de la initurale/a siem pre renovada, fue a la ve/, inocente e ingenua,
1 brillante y privada de juventud. Hoy encontram os una inversión com pleta: lo ‘vivido’ desapa­
rece de la escena no bien se exp erim en ta; desciende a la historia y se sum erge en ella. Lo
j histórico asedia a Ja juventud y la op rim e. Ésta reacciona cuestionando lo histórico, pero no
escapa a él, sin embargo. Como antes, p ero en sentido inverso, la historia se oscurece y se
vuelve problem a." H. Lefebvre, Introduction a la modernité, £d it. de M inuit, 1962, p. 276. Ya
í indicamos de qué manera el filme I m nuil, des mort vivants sintetiza todas las fantasías que pro­
voca el m iedo a los muertos.
( 88 Ya citam os Ljis moscas de J . P. Sartre y E l descanso del séptimo día de P. Claudel.
fl9 “ F.n la celebración del Día de los M uertos, uno de los elementos esenciales de la creencia
popular en la vecindad, era que el alma de los difuntos, la de los niños prim ero, después la de
^ los adultos, retornaba a su familia respectivam ente los días 1 y 2 de noviem bre. Ksta creencia
está difundida sobre todo entre los pobres, m ientras que a medida que se asciende en la escala
( social y económica, tienden a predom inar las creencias católicas más ortodoxas. Este hecho es
fácilm ente comprobable por medio de un estudio comparativo en tre la vecindad de los pana-

í
C R E E N C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U IL IZ A D O R A S 621

gue siendo aceptada en algunos lugares, por ejemplo en M éxico.70


Pero hoy son los vivos, absolutamente dueños de la situación, los que
van a visitar a los difuntos, aunque a m enudo sólo de manera form al.
Podemos extraer dos conclusiones en cuanto a las actitudes frente
a los difnntos. La prim era: aunque en África los muertos ocupan un
lugar importante en la vida social, ellos nó dejan de estar, como se ha
dicho, en su lugar; el culto que se les rinde es “exterior” e “institu­
cionalizado”, el diálogo con el desaparecido produce efectos sustan­
ciales, tanto en el individuo como en la colectividad. En Occidente,
por el contrario, se rechaza a los difuntos, se los descuida, porque
simbolizan nuestra propia muerte que tratam os de ignorar, p o r­
que son nuestro pasado, y a nosotros sólo nos interesa el porvenir, es
ciecir la acción y la rentabilidad. Si se les rinde culto, es de m anera
individual, casi morbosa, a la m anera del Mr. Stranson de H. Jam es,
o para obedecer a un formalismo social el día de los muertos. Pero
estos difuntos a los que no se puede excluir impunemente, se interio­
rizan bajo la forma de fantasías obsesivas inconscientes. Por haber
liquidado el simbolismo ritual sin haber previsto sistemas sustitutivos,
asistimos a la eclosión de un imaginario a veces anárquico, en el lí­
mite de la patología.
La segunda observación se refiere a las relaciones con el difunto,
especialmente en el periodo del duelo psicológico; y ellas dependen
directamente del tipo de .relaciones que se mantenían con el vivo que
él fue. A. Godin71 distingue a este respecto tres actitudes: “ a) Rela­
ción donde predom ina el narcisismo, cuando el otro nos servía más
que nada para satisfacer nuestras propias necesidades. La experien-

deros donde vivía G uadalupe y la Casa Grande de los hijos de Sánchez. En los pan ad eros, el
91% de los je fe s de fam ilia creían en el retorno de los m uertos, contra 34% en la C asa G rande.
Sin embargo, ninguna de las dos vecindades estaban de acuerdo sobre la naturaleza del ánim a
que regresa, .sobre la m anera cóm o vuelve, sobre su hora de llegada y de partida. En los
pueblos mexicanos tradicionales donde es preponderante la d iilucncia indígena, s e presentan
cinco ofrendas al ánim a esperada el Día de los M uertos: un cirio para iluminarle el camino',
agua para saciar su sed, flo res para honrarla, alim ento para aplacar su hambre e incienso para
guiarla hasta su antiguo hogar. Un porcentaje mucho más elevado de familias resp etaba esta
tradición en la vecindad de los Panaderos que en la de la Casa Grande. Por otra parte, parece
haber un orden de desaparición de las ofrendas a m edida que se asciende en la escala social. El
primero en desaparecer es el incienso, después el alim ento, luego las (lores. Las ofrendas de
agua y de cirios eran las m ás persistentes ” O. Lewis,-op. cit., Gallimard, 1973, pp. 33-34.
70 Sin em bargo, se asiste actualmente a un recrudecim iento de las preguntas sobre el des­
pués de la m uerte. “¿Q ué hay detrás de esta ansiedad creciente? Parecería q u e en nuestra
época de abundancia, la agitación religiosa, los conflictos raciales, la inestabilidad d e los go­
biernos y el en frentam ien to entre el nihilismo y el dogm atism o, agudizaran el interés po r esta
cuestión.” M. Ebon, op. cit., 1971, pp. 7-8.
71 “La m ort a-t-elle changé?”. En Mort et Présence, op. cit., 1971, p. 246.
622 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A R IO

cía de la separación se teñiría entonces de una frustración con mayor


o m enor grado de rebeldía, b) Relación marcada por una dominante
agresiva. Una experiencia de deseo se cargaría aquí de culpabilidad,
más profunda y durable en la medida en que esta agresividad fuera
menos consciente, menos reconocida. Hay quien pasa horas en las
exequias de las personas a las que, cuando vivían, no les concedía
casi dedicación afectiva[ . . .] c) Relación donde predom inaría el
magnetismo, cuando los lazos de vinculación amorosa (de los que no
está necesariamente excluida la agresividad) han evolucionado hasta
el completo reconocimiento de un destino y de una libertad ‘otra’.
Nosotros plantearíamos la hipótesis de que la experiencia de una
muerte así combina el reconocim iento (acción de gracias) por el ca­
mino recorrido juntos, con un modo nuevo, interiorizado, de pre­
sencia del desaparecido. En este caso, el duelo aceptado produce un
último encuentro con el otro, desaparecido, en que las imágenes del
pasado se apoyan en las figuras simbólicas de una unión ‘final’, y
vienen a facilitar la anticipación de la muerte en el que sigue vi­
viendo.”
Idealización del difunto o depreciación de su imagen; búsqueda
del recuerdo o rechazo; deseo de vivir como-si-él-estuviera-presente
o depresión y desesperanza, deben interpretarse en relación con es­
tas actitudes tipo.

El análisis de las creencias y actitudes tranquilizadoras sirven para


confirm ar lo que nos habían enseñado las relativas al lenguaje y el
símbolo. Por una parte, la sorprendente complejidad, la asombrosa
riqueza de los medios concebidos por lo imaginario para organizar la
tristeza, luchar con tra el dolor de la separación y la angustia de la
m uerte: las creencias, los sistemas de pensamiento, la liturgia de los
ritos, las técnicas para reencontrar a los muertos y recuperar lo que
su nuevo estado puede tener de benéfico para los supervivientes, se
componen diferentemente según las áreas culturales.
Por otra parte, pudimos apreciar la diferencia, a pesar de num ero­
sas analogías de situaciones, que separa a una sociedad “arcaica” del
mundo occidental. En el prim er caso, el campo de lo imaginario pri­
vilegia el lenguaje del símbolo, acepta a la muerte para trascenderla
mejor, hace del difunto un alte.r ego, se niega a dicotomizar de ma­
nera absoluta el aquí abajo y el más allá. En el segundo, el registro de
lo simbólico se reduce, el miedo a la muerte, negada por excelencia,
se conform a con intermediarios imaginarios más próximos a los im­
pulsos que al rito representado y vivido, ya sea que se rechaza la
posibilidad de morir, ya que se aferre a supervivencias empobrecidas
C R EE N C IA S Y A C T IT U D E S T R A N Q U ILIZ A D O R A S 623

de los grandes mitos, o que se trate de legitimar por la ciencia ciertas


actitudes que no son más que modestos sustitutos de los ritos de ayer.
En el pasado, las conductas tranquilizadoras estaban en el centro
de la vida y la exigencia de inmortalidad constituía la garantía ma­
yor, la certidumbre absoluta, ya fuera que se tradujese en la reen­
carnación posible, en el eterno retorno, en la fusión en el Uno-Todo,
en la vida ancestral o en la contemplación de Dios. Es cierto que el
individuo organizado de manera plural (alma y cuerpo, para simpli­
ficar) podía co n tar con el grupo donde estaba inserto. No ocurre lo
mismo hoy: “al acentuarse la individualización, ia unidad del cuerpo
viene a oponerse a ese desdoblamiento y el hombre se siente mor­
tal”.72 Entonces, o bien trata de olvidar esa perspectiva, o bien persi­
gue su obsesión de sobrevivir, en el más allá si es creyente, o aquí
abajo y bajo formas múltiples, si no lo esfcriogenización, inmortali­
dad por piezas separadas, inmortalización por el recuerdo. Entre la
inmortalidad y la amortalidad, se tiende el camino que conduce del
símbolo a lo im aginario.73
La muerte es un dato objetivo -q u e puede evaluarse en porcenta­
jes (o en tasas) sabiamente calculadas-, vivido subjetivamente como
fenómeno de pérdida y que conduce naturalmente a la descomposi­
ción del cadáver.
El inconsciente humano no h a dejado de reaccionar ante esta pér­
dida y esta corrupción, de multiplicar fantasías y sistemas, actitudes y
ritos, que transform aran la pérdida en nuevas presencias y la des­
composición en procesos de sublimación. Tal es el papel atribuido a
lo imaginario y que se aprehende en términos de niveles o de planos.
Antes que nada aparecen ciertas formas impulsivas que el psicoanáli­
sis ha develado luminosamente. Vienen en seguida las imágenes, las
representaciones, las asociaciones-clave, que a veces adoptan el “len­
guaje del cuerpo”, a veces el del “espíritu”. Con ellas introducimos
los sistemas de símbolos que subyacen en los arquetipos del grupo
considerado, y conducen a temas rituales litúrgicamente codificados
(lo imagina!).
Lévi-Strauss mostró muy bien en qué consiste la eíicacia simbó­
lica.74 Lo imaginario reclama su actualización, pues en un sentido la ,
contiene. Resulta desdeñable si sustituye a la acción que provoca,
l
72 R. M enahem , op. cit., 1973, p. 31.
73 Antes el hom bre tenía el sentido y el gusto de la vida interior. “ Si (usted medita), su (
muerte será más voluptuosa que su n o ch e de ix>das. Un Santo muere dos veces por día.” (San
Kirpa) Singh). Hoy, el hom bre no tien e tiem po de replegarse sobre sí mismo.
74 Anthropologie structurale, Plon, 1958, pp. 205-226. *

(
624 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

anim a o acom paña, pero es altam ente benéfico si la com pensa


cuando ello es imposible. Se puede, pues, alcanzar la liberación
en/por lo imaginario.
El interés del análisis del caso negro-africano es que justam ente
pone de relieve la existencia de lo imaginario de salvación: ritos como
los funerales, y más todavía la iniciación, muestran de qué manera la
m uerte puede ser aceptada y trascendida colectivamente. El mundo
occidental, como hemos dicho, no tiene esta sabiduría, a pesar del
tema cristiano de la Resurrección y de la Redención. Desde los ritos
funerarios (exequias y duelos) a los procedimientos parapsíquicos
para entrar en relación con los fallecidos, comprobamos un em po­
brecimiento del lenguaje simbólico, que consagra la pérdida de vita­
lidad de este tipo de imaginario, o más bien su reducción a algunos
mecanismos de negación.75
Lo imaginario de representación opera sobre dos panoramas diferen­
tes: por una parte, el de la información y el ludismo, fuertemente
contaminado por el circuito económico y que suscita fantasías dife­
rentes en el público según lá naturaleza del mensaje y la receptividad
de cada uno (sadomasoquismo, complacencia narcisista, evasión o ca­
tarsis); y por la o tra el de lo imaginario poético, a menudo muy
rico,76 o solamente del ensueño.77
Lo imaginario da concepción, de esencia teológica o filosófica, se di­
vide en opciones bastante diversas: clásica o m oderna para los teólo­
gos, materialismo m arxista o esplritualismo cristiano o ateo para los
filósofos, sin olvidar la corriente estructuralista o inspirada en el psi­
coanálisis: cada doctrina trata a su m anera de resolver la cuestión de
la m uerte, sin llegar a interesar a las masas populares -salvo quizás el
m arxism o y el pensam iento cristiano—, com o lo hacen los mitos
negro-africanos que se encarnan en los ritos y comandan los actos de
la vida cotidiana.
Por otra parte, es preciso admitir que estas diversas concepciones
no han renovado casi, ni siquiera profundizado, las cuestiones fun­
damentales que el hom bre se ha planteado siempre.
Queda, por último, la actitud científica, en la que algunos depositan
75 En su tesis de doctorado del 3er. ciclo (París X, 1972), A. G anthier (La double stratégie du
politique) opone las sociedades tradicionales de valencia sim bólica y las sociedades capitalistas
industriales orientadas hacia lo imaginario. Las primeras respetan al hombre y conciben susti-
tutivos para la violencia. Las segundas, que practican corrientem ente la discriminación, la ex ­
clusión, la represión, giran en torno a una regla imperativa, la preservación del poder en
manos de la oligarquía (estrategia de la clase dominante).
76 Véase por ejemplo los herm osos poemas de Neruda, de Jacco ttet y sobre todo la notable
recopilación: Toi, Déesse de l ’universel, de F. /.amaron, París, 1967.
77 Recuérdense los trabajos de G. Bachelard.
C R EE N C IA S Y A C T IT U D E S T RAN QUILIZADORAS 625

todas sus esperanzas (victoria sobre la vejez y la muerte, criogeniza-


ción, inm ortalidad aquí abajo). P ero , aparte de que la ciencia en este
campo prom ete más de lo que efectivam ente da, no olvidemos que
ella también se vincula muy a m enudo con la muerte. E n E l éter, Dios
■y el Diablo, W. Reich 78 realiza a este respecto un balance que asume
el carácter de una requisitoria: m uerte mineral (concepciones del vacío,
de la conservación de la energía, del éter inerte); muerte biológica
(m uerte experim ental a la m an era de los nazis); muerte intelectual
(cristalización de las formas ligeras y vivas en modelos mecánicos y
abstractos). ¿No es significativo que la mayor teoría científica de los
tiempos m odernos, la teoría atóm ica, dé su nombre al arm a más des­
tructiva que se haya concebido jam ás? En todo caso, ninguna guerra
ha sido tan científica, en el doble plano psíquico (armas asesinas) y
psíquico (intoxicación y propaganda), como la de Vietnam.
Empobrecim iento del lenguaje propio de la muerte; restricción del
cam po simbólico; rechazo de los ritos; escamoteo del duelo; incerti-
dumbre de las creencias tranquilizadoras, tal es el signo (o el efecto)
del desasosiego que experim enta hoy el hombre occidental frente a
la m uerte. No podía ser de o tra m anera, desde que en la mayoría de
los casos “el poder” predomina sobre el “sentido”, el “beneficio” so­
bre el respeto a la persona, el m iedo a la muerte sobre la alegría de
existir. Mientras que el valor d e cambio se imponga a expensas del
valor de uso, el hombre seguirá siendo incapaz de vivir bien y de bien
morir. ¡Quizás a esto se deba q u e haya perdido el gusto por ia fiesta.

78 Payot, 1973. Véase R. Dadoun,“U n e v isió n n o u v elled e\i*c\ence" .Politique H ebdo, núm. 112,
7-1-1974.
I

¿SE PUEDE LLEGAR A CONCLUSIONES?

L O Q U E H E M O S DICH O

N u e stro trabajo queda inconcluso. T anto por los dominios que


abarcó el análisis como por la insuficiencia de éste, este libro no
agotó todas las dimensiones de su tem a, y ni siquiera nos dio de él
una explicación suficiente. En tales condiciones, ¿para qué puede
servir una conclusión? La que nosotros proponemos no cierra el de­
bate, más bien digamos que lo reabre.
Un filósofo -escribía en lo sustancial B ergson- dice una sola cosa
en toda su vida; y no deja de repetirla cada vez de una u otra ma­
nera. En varios sentidos, lo mismo se aplica al antropólogo. Ya se
trate de los tipos o aspectos de esa m uerte que ya se sabe que ofrece
múltiples rostros, o de las actitudes que ella suscita con respecto a sí
misma, al que m uere, al cadáver, a los dolientes y a los difuntos; o en
fin, de la m anera com o se la concibe, representa, imagina, experi­
menta, busca, huye, trasciende; nosotros no hicimos más que reiterar
siempre el misino discurso: hay una sociedad que res pe (a al hombre
y acepta la m uerte, la africana; hay otra sociedad, letal, tanatocrática,
donde la m uerte obsesiona y aterrorizá, que es la occidental.
El libro que ustedes acaban de leer no es una síntesis de lo que se
sabe o se cree sobre la m uerte, lo que sería prem aturo en el estado
actual de nuestros conocimientos. Es más bien un reagrupam iento de
datos, organizados alrededor de cuatro puntos: la m uerte en plural;
la m u erte vivida, concebida, representada;, las actitudes ante la
muerte y los muertos; la m uerte entre la descomposición y lo imagi­
nario. Y este material fue encarado en base a una oposición que al­
gunos co n sid e ra rá n elegida a rb itra ria m e n te : Á frica “ tradicio-
nal’Vmundo occidental.
No hemos pretendido ap ortar ninguna teoría; mucho menos una
teoría original. Nuestro trabajo sugiere, más m odestam ente, una hi­
pótesis que esperamos sea de fuerte valencia heurística. Al com parar
el m undo negro-africano con el mundo industrializado de Occi­
dente, creem os haber puesto de relieve los siguientes cam pos de co­
rrelaciones:

626
¿SE P U E D E LLEGAR A C O N C LU SIO N ES? 627

Temática Civilización negro-africana Civilización occidental

1ro. Tema general.

Tipo de sociedad o civili­ Sociedad de acumulación Sociedad de acum ulación


zación. d e hombres. d e bienes.

Rica en signos y símbolos. Rica en objetos y técnica.

Econom ía de subsistencia; Rentabilidad, abundancia,


penuria pero primacía del d e rro c h e ; s o c ie d a d d e
valor de uso. consumo; prim acía del va­
lor de cambio.

Cuidado de las relaciones T anatocracia b u ro crática


personales y búsqueda co­ o tecnocrática.2
tidiana de la p az.1

Espíritu com unitario. Exaltación del individua­


lismo.

Sentido de la continuidad Sentido d e la r u p tu r a ;


y del diálogo; papel del papel de la ciencia, de la
m ito, del tiem po rep eti­ técnica, del tiem po explo­
tivo y del tiempo escato- sivo.
lógico.

Significación del hom bre. En el centro del m undo. Considerado c o m o p ro ­


L a criatura más preciosa, d u c to , m e r c a n c ía , p r o ­
p e ro a lta m e n te s o c ia li­ ductor, co n su m id o r. In­
zada. ' dividualizado y alienado.
Valoración del anciano. A nciano d e s v a lo riz a d o ,
dejado de lado.

N a tu ra le za (le lo im a g in a ­ Preponderancia del sím ­ Ljo imaginario predom ina


rio. bolo y del rito simbólico. sobre el símbolo; desapa­
rición del rito simbólico.

1 Véase L. V. Thom as, R . Luneau, Les religions d ’Afrique noire, Denoél, Fayard, 1 9 6 8 ; Anthropo-
logie religieuse africaine, Larousse, ¡974.
2 Recordem os el excelente estudio de M. Serres ya citado, “La Thanatocratie” , Critique, 298,
marzo de 1972. “Lo irracional delirante invade el saber, que ha perdido su propio autocontrol.
Entonces el instinto de m uerte circula librem ente” (p. 213); “L a cuestión ahora es la de dom i­
nar el dominio y no ya la naturaleza. La desgracia es que los amos son siempre los mismos. Los
de hace poco, los de antes, los d e siempre. Y ellos están allí gracias a fa muerte v para ella” (pp.
217-218).
D E LA C O R RU PC IÓ N C O R P O R A L A LO IM AG IN A RIO

C iv iliz a c ió n C iv iliz a c ió n
T e m á t ic a n e g r o -a fr ic a n a o c c id e n ta l

I d o . F il o s o fía d e l a v i d a y d e
’a m u erte.

Actitud frente a la vida. Promoción de la vida bajo Desprecio por la vida: so­
todas sus fo rm a s (b ioló­ ciedad m ortífera (m ata o
gica, sexual, espiritual). hace morir).

R esp eto p o r el c u e r p o : Actitud equívoca con. res­


ritmo com o lenguaje c o r­ pecto al cuerpo.
poral.

Actitud frente a la Aceptación y trascen d en ­ A n g u stia m ás o m e n o s


m uerte cia. D e s p la z a m ie n t o (en el reprimida. N e g a c ió n (en el
extrem o, neurosis). extrem o, psicosis).
Integración de la m u erte Huida ante la m u e r t e o n to ­
como •elemento necesario ló g ic a en beneficio de la
del circuito vital (realidad m u ertea c c i d e n t e q u e la
ontológica). ciencia podrá sup rim ir.

M u erte id eal: “buena” M u erte id eal: “ b e lla ”


muerte. muerte.

Actitud ante el q u e Maternización y seguriza- Se m uere solo, casi siem­


nuere. ción. El grupo lo tom a a p re en el h o s p ita l. Ni
su cargo. ayuda ni asistencia.

-Vctitud frente a los difun- Im portancia del d uelo y Duelo escam otead o. Nin­
os y los sobrevivientes. de los ritos. N u m e ro so s gún tabú.
tabúes.

O m n ip re s e n c ia d e los Muerte obsesiva o m u erte


m uertos. Prestigio del an­ rechazada.
tepasado. R een carn ació n
eventual.

Cem enterio sin im p ortan ­ Cem enterio d ecu id ad o o


cia, pero culto d e los an­ fetichismo del p an teó n .
tepasados.

Pedagogía de la m u erte. P e rm a n e n te , d e s d e los N inguna p e d a g o g ía o fi­


primeros años d e la vida. cial.
¿SE PU E D E L LE G A R A CO N CLU SIO N ES? 629

Ciertam ente que para ser m ás precisos se debería proseguir la


búsqueda de los términos que justifican y explican estas aproxim a­
ciones (transiciones psicológicas, sociológicas y económicas a la vez), y
no satisfacerse, como lo hicimos demasiado a m enudo, con u n a com ­
probación de las correlaciones, lo que nos deja limitados a la pura
impresión.
Además, habría que establecer comparaciones entre diversos gru­
pos de sociedades de acumulación de hombres (en Asia, en Oceanía
especialmente, o entre los indígenas de América), a fin de precisar
cóm o resuelven los problemas de la muerte, y no conform arse úni­
cam ente con las sociedades negro-africanas.
O tro campo de com paración debería enfrentar el mundo capita­
lista occidental, que hem os mencionado a m enudo, con el universo
socialista.3 no hay ninguna duda de que la URSS o China, que se han
desplazado hacia el ateísm o y el materialismo después de una larga
tradición religiosa y espiritual, aportan también datos originales so­
bre el tem a, que deben explorarse. Por último, en el seno del mundo
capitalista europeo se podría establecer una distinción: los países
protestantes anglosajones han reaccionado m ejor, incuestionable­
m ente, aunque a veces con exceso, frente al doble tabú del sexo 4 y de
la m uerte, que los países latinos católicos. Sus actitudes frente al
aborto, la eutanasia, los transplantes de órganos, la incineración, los
nuevos tipos de cementerios, la tanatopraxis, lo demuestran sin equí­
voco posible.5
O tro punto que la antropotanatología saca a luz es la doble rela­
ción que la muerte mantiene con la colectividad y con el incons­
ciente.
Con la colectividad, en prim er término, que socializa la muerte por
el ju eg o de creencias y sobre todo de los ritos. “El doble enterra­
miento, la incineración, la manducación, la inhumación, la momifica­
ción, son otros tantos medios de negar la existencia de esta fuerza

3 En principio, el socialismo condujo a una sociedad de acum ulación de hom bres. Sin em­
bargo, es indiscutible que la U R S S, y en u n grado menor China, entran en eí circuito producti-
vista y alientan el mito de la producción.
4 Lo que no excluye el proceso de recuperación por el sistema. Ciertam ente, co n la contra­
concepción, que suprime el em barazo com o sanción por la “falta” y que separa la sexualidad de
la reproducción, la idea^del pecado sexual ha perdido su verosimilitud. Pero en cam bio el sexo
“se vende bien” (revistas eróticas o pornográficas, filmes del mismo género) y, utilizando como
recurso publicitario, ¡hace vender! Se ha dicho aju sto título qu e la sociedad de beneficio y de
consum o extrae ventajas del sexo liberado. En cuanto a la m u erte, ella no ha esperado la
supresión del tabú para en trar en el circuito comercial.
5 Q uedaría por saber si Jas sociedades europeas de ayer todavía no industrializadas, eran o
no sociedades de acumulación de hombres.
630 DE LA C O R R U P C IÓ N CORPORAL A L O IM A G IN A R IO

natural sin la cual sería imposible la vida para la especie humana,


puesto que la escasez es la condición misma de una supervivencia
que implica la eliminación física de un gran núm ero de vivientes.” 6
U na vez más, encontram os aquí una profunda diferencia entre el
mundo africano y el occidental. Para el prim ero, el grupo toma a su
cargo al individuó desde el nacimiento hasta la m uerte, lo integra en
los diferentes medios sociales, multiplica los ritos de transición, lo
materniza y asegura en caso de enferm edad, reglamenta la tristeza,
organiza los funerales y el duelo. En el mundo occidental, por el
contrario, el individuo se encuentra solo frente a sus problemas (in­
seguridad, angustia, traumatismos diversos): m uere solo, no está ya
rodeado de símbolos y de ritos tranquilizadores, nada está previsto
-to d o lo co n trario - para favorecer el trabajo del duelo.
Relación de la muerte con el inconsciente: por ella hemos hablado cons­
tantemente de lo imaginario, de las pulsiones (fuentes de fantasías
vividas o representadas) en los sistemas míticos, teológicos, metafísi-
cos; de las reacciones espontáneas a los rituales codificados litúrgi­
cam ente. De ahí la dimensión privilegiada que ocupa el psicoanálisis
en la aprehensión de la muerte. De ahí también la hipótesis de que
toda cultura podría ser en sí misma (o en el espíritu del antropólogo
que la reconstruye) una m anera de ilusión que mantiene el grupo
com o esperanza de indestructibilidad. Lo que vuelve a plantear, de
alguna manera, el problem a del sentido de la antropología; o si se
prefiere, de su objeto específico. Por una curiosa paradoja, los ver­
daderos problemas de la muerte (como ayer los del sexo) suelen ser
tratados por el antropólogo, mientras que los conjuntos sociocultura-
les que él estudia minuciosamente son otros tantos medios de velar,
de ocultar la m uerte (o el sexo). “Nos es más fácil y confortable cos-
truir sistemas. Pero entonces no vemos cóm o las sociedades luchan
contra lo que las destruye. Esta polémica continua es probablemente
más importante que la búsqueda de la coherencia y del equilibrio,
traducible en fórm ulas matemáticas. Ella es en todo caso más con­
creta, por cuanto nos enfrenta a instancias para las cuales no tenem os
respuestas, y de las cuales ‘las culturas’ constituyen quizás la protesta
perpetuamente inconclusa. No se puede escapar a la dramalización
social que resulta de este conflicto, donde las fuerzas del ‘ello’ y el
símbolo se mezclan indisolublemente.”7
No es por lo tanto excesivo o presuntuoso estimar que la antropo­
logía sólo sería en definitiva una antropotanatología vergonzante. Es

6 J- Duvingnaud, L a mort et aprés, C. I. S., op. cit., L. I, 1967, p. 294.


7 Ibid., op. cit., 1971, p. 295.
¿SE PUEDE L L E G A R A CO N CLUSIO N ES?

más —y creem os haberlo m ostrado-, toda antropología de la muerte ^


sólo puede ser comparativa, y se sitúa necesariamente en la con­
fluencia de procedimientos pluri o interdisciplinarios. Precisam ente,,
la m ayor insuficiencia de num erosos estudios realizados actualmente
a propósito de la muerte, es la de descuidar esta doble exigencia.
Elogiar el caso africano, tal com o lo hemos hecho aquí en repetida:1
ocasiones, significa simplemente que en este área cultural, las cues
dones vinculadas con la m uerte se resuelven en bien de los interese:t
individuales o grupales; y no es por azar que tales sociedades sitúan
al hom bre, en su cosmología, en el centro del mundo, y en sus ritos (
en el centro de sus preocupaciones. Lo que no presupone en abso
luto que pretendamos dar de ellas una imagen idílica. África conoc<(
las desigualdades sociales, la jerarquía de las castas, la explotación d<
los m enores por los mayores, la pobreza y la alienación posteriores ;(
la trata de negros y después al sistema colonial y a sus secuelas. S<
com prende entonces por qué y cómo, ante la penuria de los objetos <
la falta de dominio técnico, Á frica ha llegado a concebir sistemas d<
pensamiento, mitos y ritos cuya función terapéutica de tranquiliza(
ción y de consuelo resulta indiscutible.
N os p a rece evidente q u e el Á frica “ trad icio n al” nos o f r e c (
un ejemplo destacable de có m o resolver los problemas de la muerte
ejemplo que existe probablemente en otros pueblos no industrial
zados, y que quizás existió e n el pasado de Europa.8 Decimos bie
Á frica “tradicional”, la que resiste por un tiempo a la occidentaliza^
ción, y no una hipotética Á frica, presuntamente “pura”, in tegra'
mente “auténtica”, lo que, com o bien sabemos, es un mito desdeñe
ble. Por otra parte, en el m edio urbanjo industrializado, los modele^
occidentales de desprecio a la vida y de temor a la m uerte comienza
a prevalecer en vinculación estrecha con la primacía de la rentabiK
dad y de las relaciones com erciales; salvo que se instauran, en est
universo en pleno cambio, soluciones originales que no son las d t(
Á frica de ayer, pero tam poco las del Occidente de hoy.9 En una pí

8 Se encuentran supervivencias o huellas en microgrupos: gitanos, judíos de Alsacia, divers


com unidades. (
* “En esta situación de sociedad e n crisis, donde cada uno y lodos se encuentran cuestión
dos, la relación con la m uerte no es solam ente la oportunidad de prom over la continuidad,
perm anencia de la sociedad y de la cu ltu ra ; ella es también la ocasión de interrogarse sobre '
persona y sobre la sociedad misma. Y o quisiera insistir aquí sobre este aspecto, antes de terrr
nar. C uando ¡a sociedad se vacía de sentido, el individuo se ve cuestionado de m anera radic;(
lom a entonces mayor conciencia de la muerte y busca la certidum bre de un renacimien
colectivo en una perspectiva histórica, o de una resurrección individual en una p ersp ecti,
religiosa. En este punto, yo me lim itaría a mencionar un movimiento religioso nuevo que tu^
ocasión de estudiar en Gabón en la ép o ca en que me encontraba allí: el culto Bwiti. Todos I
(
632 DE LA CO RRU PCIÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

labra, la referencia al caso africano sólo podía tener a nuestros ojos


un valor ilustrativo: existen sociedades que por sabiduría y/o oportu­
nidad supieron trascender juiciosam ente el tabú de la m uerte. No es
que O ccidente deba imitar tal modelo, lo que por supuesto sería im­
posible, ni deseable por razones más que evidentes. Pero apoyándose
en la idea básica de que una civilización de acumulación de hombres
logi'a conjugar el respeto a la vida (y no solamente a la vida humana)
y la aceptación de la muerte, el mundo industrializado tendría que
tratar de forjar una sociedad nueva.

¿Q ué h acer?

Antes que nada, com prender m ejor las características de la vida.


Pues ésta, como nos enseñan los biólogos, se despliega según cuatro
registros: la unidad, la diversidad, la interdependencia, la inconclu-
sión. !
L a unidad, que se encuentra ya en el plano de la estructura (ele­
mentos constitutivos de la célula: citoplasma fundamental, cromoso­
mas, ácidos nucleicos) y en los mecanismos de mantenimiento o de
propagación: “Recién con las bacterias se manifiesta la sexualidad:
en el mom ento del acoplamiento se asiste a la inyección de ácido
nucleico de una bacteria en o tra. Los pigmentos respiratorios se
construyen según el mismo esquema, desde la clorofila a la hemo­
globina. Y es la misma horm ona la que comanda el canto del gallo, la
ostentación nupcial del pez y las manifestaciones de la sexualidad en
el hom bre.” 10
Luego la diversidad: ella se exp resa en la variedad de las especies, y
más aún quizás en los seres hum anos (se estima que, en teoría, de
una pareja pueden nacer 250 mil millones de individuos diferen­
tes);11 a partir de un alfabeto de veinte letras, la vida fabrica un nú­
mero indefinido de vivientes “únicos”.

adeptos a este movimiento insisten en el hecho -y es ésta la justificación de su compromiso, que


es un com prom iso libre, voluntariamente d ecid id o- de que ellos actúan para que la muerte no
exista más, para que la remplace el nacim iento. En una sociedad fracasada, en una sociedad en
crisis, donde la muerte parece asediarlo todo: a las personas y al sentido de la acción colectiva, la
muerte plantea un gran problema, y la salvación, tanto de la persona como de la civilización, se
convierte en el gran desafío.” G. B alandier, Vie, mort et civilisation, Maitriser la niel, Desclée de
Brouw er, 1972, p. 82.
10 Dr. M. Marois, “La valeur de la vie: tém oignage d’un biologiste. Science et societé: 1’Insti­
tuí de la vie”, en Humanisme et Entreprise 5 5 , 12, 1973, p. 49.
11 “Se asiste aquí a un fenómeno extraordinario. Cuando se forman Jos espermatozoides, se
ve al microscopio que los dos crom osom as de cada par van a unirse en un furtivo y último
¿SE PUEDE LLEG A R A C O N C LU SIO N ES? 633

La interdependencia, que traduce en el tiempo y en el espacio los


lazos de solidaridad que vinculan a los vivos en una estrecha red de
conexiones biológicas y vitales. Esa interdependencia es en prim er
término diacrónica: las formas superiores provienen de las formas
inferiores, nos dice la evolución; los cadáveres descompuestos bajo la
tierra se convierten en la posibilidad de nuevas promesas de vida en
los ciclos del carbón, del nitrógeno, del fósforo;12 sin olvidar las le­
yes, tan complejas, de la herencia. Pero también es sincrónica: se
sabe de la existencia de frágiles equilibrios bióticos; el vegetal, por la
asimilación dorofiliana, es indispensable para el animal, al suminis­
trarle las materias orgánicas que éste no puede sintetizar.
Por último, la inconclusión: no solamente nada hace suponer que la
evolución esté terminada, sino que la acción del hombre (radiaciones,
alimentos nuevos, efectos de los m edicamentos o de las drogas)
puede condicionar mutaciones imprevisibles (y quizás peligrosas).
Por lo tanto debe instaurarse cuanto antes una política de la vida, o
mejor dicho de respeto a la vida. Salvaguardar el contorno, evitando
destruir el ecosistema natural, lo que supone la erradicación de la
contaminación y el derroche; la reconversión de los recursos no re­
novables (repudio al ecocidio); la protección de los animales en vías
de desaparición a causa de la caza, la urbanización intempestiva, el
empleo d e insecticidas y fertilizantes (repudio al zoocidio), pues la
vida es una y sus expresiones interdependientes. Mantener la diver­
sidad, no solamente de las especies animales, sino también de las ra­
zas, de los pueblos (rechazo del genocidio, del etnocidio) y de las
culturas (rechazo del etnocidio cultural), y asegurar la calidad de
la vida, evitando la masificación, las viviendas semejantes a cuarteles, la
uniformización ideológica (repudio a la sociedad totalitaria o con-

abrazo antes de su separación definitiva. Y en el m om ento de este abrazo, que los biólogos
denominan crossing-over, de este entrecruz.amiento, un fragmento de un crom osom a pasa al
otro y recíprocam ente; de manera que desde ese m om ento son diferentes para siem pre. Cada
uno lleva un recuerdo del otro. Existen decenas de millares de posibilidades de intercam bios.
En teoría, 10 millories de tipos de espermatozoides diferentes pueden nacer de un testículo, y
10 millones d e óvulos de un ovario, En realidad, el núm ero total de óvulos de un ovario es de
700 mil.” M. Marois, ibid., p. 54.
12 Por esto hemos repetido a menudo que la m uerte no es el fracaso absoluto; por el co ntra­
rio, la m uerte encuentra su lugar en la “econom ía de la vida, porque et drama d e la vida es el
divorcio en tre la superabundancia de las potencialidades y la penuria de los m edios; la vida
recupera to d o [.. .] En esta economía de escasez, la reconversión es la regla”. M. M arois, op. cit.,
p. 53. Apreciamos aquí el doble error de los paladines de la inmortalidad terrestre; su ignoran­
cia de las leyes biológicas, la negación psicótica de la m uerté. En una perspectiva existencia, I.
Lepp (op. cit., 1966, pp. 112-114) insiste e n el papel capital del amor a la vida para saber aceptar
dignamente la muerte.
634 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R PO R A L A LO IM A G IN A R IO

centracionaria, y a la producción en masa estereotipada), puesto que,


precisam ente, la vida supone pluralidad de form as e imposibilidad
de remplazarías. Por último, actuar de modo que el hombre esté
disponible para nuevas aventuras, no solamente biológicas (la vida es
un “gran proyecto”, nos dice J . Monod), sino también y sobre todo
sociales y culturales (despertar la creatividad).
La muerte, por supuesto, no podría escapar a un cambio total de las
concepciones y las actitudes. “Yo he pensado (transponiendo una
frase de Marx) que el hom bre tendría que tra ta r de transform ar la
m uerte para com prenderla. Transform arla, es decir separarla de
todo lo que en ella es sólo reflejo de nuestra ignorancia y de nuestra
debilidad. La conciencia de haber contribuido, por poco que haya
sido, a esta humanización de lo inhumano, m e sostendrá, estoy se­
guro, en el momento en que me toque morir, m uy tontamente, de la
m uerte de nuestra ép oca.” 13
C onocer mejor la m uerte es admitir su necesidad para renovar la
vida; su irrecusabilidad (no sirve de nada acariciar falsas esperanzas),
sus injusticias (los que m ueren demasiado tem prano, los que mueren
mal, los que son m atados para aprovecharse de ellos); sus dramas (la
separación, la pérdida), los dolores que provoca (la agonía), a fin de
prepararse mejor para ellos, y no alimentar ilusiones inútiles, o tratar
de retard ar el inevitable desenlace; y esto en beneficio de todos los
hombres sin distinción de razas o de clases sociales.
C onocer mejor la m uerte es reducirla a su ju sto lugar, evitando a la
vez el no querer tom arla en consideración (negación); la fascinación
obsesiva, que no hace perder de vista el com bate por una vida mejor;
en fin, la evasión hacia fantasías de consolación (narcisismo) o de
compensación (conductas mortíferas). De este modo, al superar la
negación de la m uerte, todo hombre debe ten er el coraje y la lucidez
de m irarla sin miedo. “Es únicamente penetrando en el estrecho y
terrible desfiladero, com o podemos alcanzar plena conciencia de una
actitud de esperanza vital que es necesariam ente la nuestra. La
m uerte la contradice sin poder derrotarla. Es preciso com prender
esto, y luego reto rn ar a lo cotidiano, sin olvidar la verdad entre­
vista.” 14 No se trata en absoluto de matar lo imaginario (el hombre
no puede prescindir de ello, como lo confirm a el psicoanálisis), sino
de reconstruirlo, de generar nuevos símbolos, de inventar nuevos
lenguajes.
En la gran revolución social que todo esto supone ¿hay que hablar

13 A. Fabre-Luce, op. cit., 1966, p. 314.


14 Ibid., pp. 316-317.
¿SE PUEDE LLEG A R A CO N CLU SIO N ES? 635

de “convivialidad”? “Yo llamo sociedad convivial -nos dice Y . Illich 15


a una sociedad donde el instrumental moderno esté al servicio de la 1
persona integrada a la colectividad, y no al servicio de un cuerpo de
especialistas. Convivial es la sociedad donde el hombre controla al i
instrumento.” En la medida en que la convivialidad es “la libertad
individual realizada en la relación de producción en el seno de una ,
sociedad de instrumentos eficaces”, que se oponen tanto al elitismo
de la sociedad tánato-burócrálica y tánato-tecnocrática, hay que res- (
ponderle “sí”. Por lo tanto, se debe rechazar la proliferación onerosa
de “especialistas” productores de “m ejor salud”, que benefician sólo
a una m inoría, que degradan el patrimonio genético de todos, al
multiplicar el consumo de medicam entos tal como nos lo o frece una
institución médica altamente capitalista. Pero si es exacto que el ins­
trumental (en el sentido amplio de “máquina” y de “institución”)
debe ser controlado por la colectividad entera y no por una élite
dominante que lo transforme en herram ienta de dominación; si es
pertinente afirm ar que la acum ulación de nuevos “instrum entos-
remedios” incontrolables, y por eso mismo no “convivíales” (la com ­
plejidad y crecimiento numérico de las instituciones puede volverse >
una nueva estrategia de dominación en manos de la clase dominante
que los concibe y los manipula), no hace más que aum entar las posi-í
bilidades de catástrofe, no es menos verdad -y esto parece ignorarle
Y. Illich- que la revolución implica la toma de poder del aparate ¡
productivo p or los productores verdaderos.
R epen sar sim ultáneam ente el problem a de la vida y el de 1<<
muerte (“la novia de la m uerte es la vida”, dice un proverbio de
Malasia, pleno de justeza y profundidad), supone un doble cam ino.(
Primero, en el plano de la experiencia, una auténtica y radical con­
versión de las mentalidades: desmitificar el temor, y con más razón ls(
angustia de la muerte, y h acer vanas las fantasías que suscita. Este
supone, a semejanza de lo que pasa e n el África negra, p o n er al nirk,
en presencia de la muerte explicada como hecho nalural y necesario
una socialización de los ritos (funerales y duelo) vistos en su funciór,
terapéutica, una revalorización del cuerpo como instrum ento privi
legiado de la vida y de la m uerte. A este respecto, una educación de
muerte debería formar parte de los programas escolares en todos lo
niveles de la enseñanza, y en la totalidad de sus dimensiones (bioló(
gica, psicológica, sociológica, económica).
Luego, una justa apreciación de la noción d e poder: el de los padre
con relación a sus hijos, el del m édico con respecto al en ferm o, el de

15 La conxnvialité, Seuil, 1973.

(
636 DE LA C O R R U P C IÓ N C O R P O R A L A LO IM A G IN A RIO

político frente a los ciudadanos. Se impone desmitificar el poder en


sus prácticas (in teg ració n , participación, represión, d erech o de
m uerte), en sus discursos (ideologías), en sus fundamentos (norm as,
valores establecidos de una vez por todas y que muy a menudo sólo
traducen las posiciones de la clase dom inante); máxime que todo po­
der, como lo hemos dicho y repetido, se apoya en el miedo a la
m u erte.16
La conversión de las mentalidades (superestructura) implica por lo
tanto un tiro violento y destructivo contra la sociedad de beneficio.
Pues hay una colusión manifiesta entre un sistema político que e x ­
plota al hom bre reducido a su función de productor-reproductor,
tratado como producto e instrumento de consum o, y este mismo sis-
r tema en cuanto apoya su explotación en el miedo, por lo tanto en la
negación de la m uerte. Luch ar por una vida m ejor, sin explotación-
( apropiación del dominado por el dom inador, por una sociedad nueva
que prefiera la acumulación de los hombres a la de los bienes, es al
( mismo tiempo rechazar el tabú de la m uerte com o sustrato del poder
que oprim e.17
(

( 16 Véase también R. M en ah em ,op. cit., 1973.J . M. D om enach insiste en el necesario retorn o alo
trágico ignorado de los imperios {Le R etou rau Tragique, Seuil, 1973).
/ • 17 Esta doble lucha por un mismo ideal de liberación, no solam ente no es fácil, sino que
corre el riesgo de no dejarse recu p erar en el contexto actual: “los que reivindican la propiedad
de los muertos de la Com una, de los m uertos de Kronstadt, de los muertos del 36, de los
{ muertos del 68, que los conservan bien, y sobre todo que los separen de los m uertos por
accidentes de trabajo, de los m uertos en carretera, de los m uertos de vejez, pues ellos están más
muertos que estos otros, se han vuelto signos, no símbolos de la m uerte del sistema, sino signos
positivos'de la acción revolucionaria que ju eg an el ju e g o del esquem a cultural que hace de la
m uerte la interdicción fundam ental”. Uíojñe, “Q u e lit la m ort ces jou rs-ci?’ , 1er. trim ., 1972,
f pp. 26-27. En efecto, existe un modo de apropiación de los m uertos, de sus m uertos, que
introduce un corte peligroso entre vivos y difuntos (o más bien entre una clase de vivos y una
^ clase de difuntos), donde éstos sólo son objetos que sirven de {falaces) pretextos para valorizar a
aq uéllos.

i
ÍNDICE

Prefacio...................................................................................................................... 7
¿Por qué un libro sobre la m uerte?....................................... .... 7
Defensa de una antropotanatología..................................................... 10

Primera Parte
L a m u e r t e e s en p l u r a l

I. Muerte física y muerte biológica......................................................... 19


La muerte física . ...................................................................... .... 19
La m uerte física silicio sensu, 20; La m uerte de ios objetos, 2 3; E l punto de vista de
las sociedades “arcaicas”, 26

La muerte biológica.............................................................................. 33
Los signos de la m uerte y su im portancia, 3 3; Para una aproxim ación a la m uerte:
algunas dicotomías significativas, 4 0

II. Muerte social, muerte de los hechos sociales y socialización de la


muerte......................................................................................................... 52
La muerte social........................................................................................ 53
M uerte y pérdida del recuerdo, 5 3 ; Muerte exclusión, 56; M uerte social del viejo:
de la jubilación al hospicio, 57; L a m uerte socialmente reconocida, 61

La muerte de los hechos sociales......................................................... 63


Lo que dicen los medios de com unicación de masas, 63; Cóm o y p o rq u é mueren
las sociedades y las culturas, 6 7; L a obsesión del Apocalipsis, 73

Socialización de la muerte: la institución y el código . . . . . . 76


M uerte y transform aciones sociojurídicas, 77; La m uerte y el código, 7 8 ; De la
institución-norm a a la institución-edificio, 80; L a protección civil, 81

III. La muerte, el animal y el h o m b r e .................................................... 82

Los datos de la etología........................................................................... 82


¿M ortalidad o amortalidad?, 82; D e la m uerte'accidental a la m uerte regulada, 86;
¿Se suicida el animal?, 88; ¿El animal m ata?, 89; El com portam iento con los
cadáveres, 9 5 ; ¿Sabe el animal q u e va a m orir?, 97

El animal y la muerte en los sistemas culturales: lo que nos enseña


la an trop ología........................................................................................100
El ejem plo negro-africano, 100; El m undo occidental de hoy, 109
037
638 ÍN D IC E

Segunda Parte
L a MUERTE DADA, LA MUERTE VIVIDA

IV. Hacer m o rir ............................................................................................ 123


La naturaleza agredida: el ecocidio.....................................................124
El homicidio co lectiv o ........................................................................... 126
L a m uerte y la guerra, 126; El etnocidio y el genocidio, 129; El hom bre m ortífero,
135

La muerte particular............................................................................... 137


E l d erech o a m atar o la pena de m uerte, 137; El homicidio, 143; E l infanticidio,
145; El parricidio y el m atricidio, 147; El uxoricidio, 149; El regicidio, 150; Las
otras m aneras de m atar, 152

V. El morir: de lo representado a la representación...........................160


La muerte desplazada (los datos demográficos)............................... 160
Los tipos de m ortalidad, 160; E l m un d o demográfico de hoy, 162
Muerte representada, muerte en representación...........................178
Los preconceptos culturales, 179; La m uerte en la historia hum ana, 181; La
m u erte inteligida, 184; La m uerte en im ágenes, 187; La muerte en representación,
189

VI. Los rostros del morir: muerte concebida y muerte vivida . . . 195
Los hombres, los objetos y la m u e rte ................................................ 195
Las formas del m orir............................................................................... 199
V erd ad era m uerte o seudom uerte, 1 9 9 ; La m uerte dada y la m uerte que se da,
2 0 2 ; M uerte real o m uerte im aginaria, 2 1 0 ; Muerte en un punto y m uerte progre­
siva, 2 1 8 ; M uerte suave y m uerte violenta, 225; Buena y mala m uerte, 2 2 9 ; Muerte
fecun da y m uerte estéril, 2 3 6 ; M u erte física y muerte espiritual, 241

Muerte y p e rso n a....................................................................................249


La m uerte y la persona en el Á frica negra, 250; La m uerte y la persona en
O ccid ente, 2 5 8

VIL La experiencia de la muerte: realidad, l í m i te ............................... 268


Mi propia m u e rte ..................■................................................................269
La muerte del otro.................................................................................... 278
Lo que revela la m uerte del otro , 2 7 8 ; Alcance de esta “exp eriencia”, 285

Tercera Parte
L A S ACTITUDES FUNDAMENTALES DE AYER Y DE HOY

VIII. Los muertos y los moribundos............................................................. 297


Actitudes frente al c a d á v e r ..................................................................297
Significaciones del cadáver, 2 9 7 ; Las conductas con respecto al cadáver: de las
actitudes a las técnicas, 303; E l p roblem a de los cementerios, 3 1 3 ; Las inevitables
transform aciones, 316
ÍN D IC E

Actitudes frente a la muerte.................................................................


El m oribundo y sus allegados, 327; El m oribundo y el médico, 331; El m uriente en
el hospital, 338

IX. El hombre ante la muerte.....................................................................


Para una nueva aproximación a las actitudes..................................
El condenado a m uerte, 3 4 9 ; De la m uerte que da m iedo a la muerte que fascina,
353
De algunos temas importantes........................................... ... . . .
La m uerte recuperada, la m uerte no recuperable, 3 7 4 ; La muerte triunfante y la
muerte vencida, 3 8 2 ; De la muerte ignorada a la m uerte superada, 386; M uerte
que se rechaza, m u erte que se asume, 3 9 2 ; La m uerte elegida y la que no se elige,
401; La m uerte aséptica, 404

X. Los grandes lincamientos de una ev olu ció n ...................................


Desacralización.......................................................................................
Desocialización.......................................................................................
Muerte y ren tab ilid ad ..........................................................................
Muerte y ciencia.......................................................................................
Urbanización y cementerios..................................................................
XI. El anciano y la m u e rte ..........................................................................
Pluralidad de situaciones......................................................................
Los ancianos en las sociedades “ arcaicas”, 4 3 0 ; Los ancianos en el mundo occid en­
tal, 433
El anciano y la muerte en la sociedad negro-africana..................
U> que nos enseña la antropología, 4 3 7 ; Los ancianos en el África de hoy y de
m añana, 4 5 0
El anciano y la muerte en Occidente . « ............................................

Cuarta Parte
De l a c o r r u p c ió n c o r p o r a l a l o im a g in a r io

XII. La muerte y el lenguaje; introducción a una tanatosemiología .


La muerte y el lenguaje en el África n e g r a ...................................
El Verbo, la vida, la muerte, 4 7 5 ; ¿Cóm o se habla con los muertos?, 4 8 5 ; A p roxi­
mación a una sem iología de la m uerte africana, 4 9 0

La muerte y el lenguaje en las sociedades occidentales . . . .


Comparación Á frica-O ccidente, 4 9 5 ; Para una especificidad del lenguaje occiden­
tal de la m uerte, 5 0 1 ; Muerte justificada, m uerte injustificable, 511

XIII. La muerte y los sím bolos......................................................................


La simbólica negro-africana..................................................................
A propósito del sím bolo, 514; Ritual de la m uerte y símbolo, 518
La vida moderna produce elementos (conceptos, técnicas, acti
tudes, intereses) que modifican nuestra visión de la muerte; el eco-
cidio, el genocidio, el etnocidio, la constante amenaza de un con­
flicto nuclear, los accidentes en los centros de trabajo, la medicina
y el considerable incremento de la esperanza de vida, la mercanti-
lización de la muerte a través del denso mecanismo de hospitales,
agencias de servicios fúnebres, cementerios, así como la forma en

Fotografía de la porta'da: Lourdes Grobet


que los medios masivos de difusión la tratan alterando de raíz las
antiguas nociones mágicas sagradas. A fin de subrayar esa trans­
formación, la parte final de esta obra presenta una comparación
entre la visión de la muerte en una sociedad africana arcaica, y la
de la moderna sociedad industrial, sin dejar de observar cuáles son
los rasgos constantes, por ejemplo el horror ante la descomposición
del cadáver, en el pensamiento en torno a la muerte en el largo cur*
so de la historia. Como bien señala Louis-Vincent Thomas, aun­
que existen manuales de educación sexual, casi no hay guías que
instruyan en el arte del bien morir, y sólo captando mejor el senti­
do de la muerte podrá el hombre apreciar mejor la vida.

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